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De Benaque a Grecia: Salvador Rueda y la antigüedad clásica1

Amparo Quiles Faz


Universidad de Málaga



Salvador Rueda Santos nace el 2 de diciembre de 1857 en Benaque, pequeño pueblo de la Axarquía malagueña que el poeta recordará siempre en sus textos y al que siempre retornará en sus viajes estivales. Para Rueda Benaque simboliza un paradisíaco remanso de paz, donde el escritor se rodea de una naturaleza exultante con profundas notas griegas, tal y como recuerda en 1888 en una carta al escritor y amigo Juan José Relosillas:

«¿Quiere usted que no me produzca tristeza el venir a hablarme de tan bella manera de Andalucía?... [Benaque] tendido como renglón de casas en la larga cima de una loma hasta cuyo nivel suben los temblorosos álamos de plata moviendo sus millares de hojas a modo de sonajas moriscas; circuido por pequeños arroyos sombreados de sauces y de cañas, entre cuyas frondas parece resonar el idilio griego coronado de pámpanas y flores».2



La formación recibida en la aldea se forjó lejos de la sociedad y de la escuela tradicional, aunque siempre en unión con la Naturaleza:

«gozaba, en su pueblecillo de la provincia de Málaga, estudiando, como quien aprende una lección de música, los sonidos de la lluvia en las hojas, o abismándose en la dulce tristeza de los crepúsculos, o recogiendo con manos y cara la tibia sensación del nido de pájaros...».3



Esta naturaleza, el mundo infantil y las reminiscencias helénicas en el entorno benaqueño aparecen en el relato «Idilio y tragedia» (1894) donde un grupo de chiquillos corren en pos de una bandada de perdigones. Tras el esfuerzo por la cacería de pájaros y tumbados a la sombra de los parrales, descansan tejiendo coronas mitológicas:

«[...] Un rapaz traza en un periquete una corona y se la planta; otro combina un círculo de verdura y lo ajusta a sus sienes; el de más allá teje una trenza de pámpanos y la rodea al cráneo ardiente; éste arregla las más graciosa diadema de Baco y engalana su cabeza con ella; todos se adornan como dioses griegos, y son de ver las caras sucias, los carrillos dados en oscuras pinceladas, los torsos de color de bronce empavonados por el sol, bajo aquellas coronas egregias, bajo aquellos adornos clásicos».4



Él mismo afirmará -en septiembre de 1913- tajante y enérgicamente su unión inspiradora con la Naturaleza, lo que le permitió alejarse de la poesía cerebral afrancesada y, a la vez, de la influencia de Rubén Darío: «Criado a imagen y semejanza de la Naturaleza, así fui, así yo, así seré»5.

Junto a la naturaleza como fuente inspiradora, su acercamiento a la lectura vino de la mano del Padre Robles6, sacerdote que desde Benajarafe subía a Benaque para impartir sus clases, tal y como nos recuerda la voz del propio Rueda:

«[...] mi conocimiento, siendo niño, de tres cursos de latín, aprendidos bajo la dirección del bondadoso y muy culto sacerdote señor Robles, que venía desde Benajarafe a darme lección en mi aldea circuida de altos montes... Aquel sacerdote me aleccionaba con un amor patriarcal bajo los parrales del huerto, o "a la sencilla sombra de la paterna casa / que abrazan los rosales y besan las campánulas"».7



El padre Robles le hizo asimilar y «saber de memoria» toda la lírica española de los siglos XVI y XVII, por los que desde niño, «tenían en mí la más ciega adoración»8.

Con su llegada a Madrid en 1882, la formación y las lecturas de Rueda se amplían, gracias a la figura protectora de Gaspar Núñez de Arce, quien puso a su disposición su biblioteca, donde Rueda leyó con avidez los libros que su mentor le escogía con exquisito cuidado. Siguiendo los consejos de don Gaspar, Rueda se entregó a estudiar afanosamente, subsanando así las carencias de autodidacto:

«Don Gaspar me va dando libros de su biblioteca que cree más convenientes y yo los voy estudiando para así completar mis conocimientos literarios; así es que por ahora no hago otra cosa sino estudiar mucho».9



«Todo el tiempo lo necesito ahora para el estudio».10



Tal y como afirma C. Cuevas, Rueda, sin formación sistemática, lo debe todo a su inmenso esfuerzo personal11, situación que el propio poeta recuerda con orgullo en una carta:

«Y aquí tiene usted, querido amigo, una cosa de la que yo estoy mil veces más orgulloso que de ser poeta: la de haber hecho la labor de un hombre que se ha peleado a brazo partido con la vida; poner el pan sobre la mesa donde se han sentado mi santa madre, mis hermanos; ponerlo todos los días de todos los años que viví, sin que haya faltado uno siquiera, y sin que jamás, ni por una vez, haya yo hecho a nadie la demanda de un céntimo: eso, lo que de dolor y abnegación y amargura representa, no lo cambia mi corazón, que ha soportado tan grandes dolores, por la celebridad de ningún poeta, ni por la inmerecida que me dio el mundo».12



En cuanto al conocimiento de idiomas, Rueda leyó a los principales autores europeos a los que cita en sus escritos gracias a las traducciones, ya que desconocía otras lenguas modernas13, como él mismo lo confirma en 1907:

«No sabía entonces, ni sé ahora, francés; así es que es una falsedad y hasta una calumnia vil y despreciable, que yo hiciera revolución alguna literaria con elementos franceses».14



Desconocimiento que también tenía del griego, como él mismo reconoce en las páginas de España Nueva, donde en 1908 publicó tres cartas dedicadas al hexámetro griego:

«Ya comprenderá el público que está acostumbrado a dispensarme el honor de leerme, que yo no conozco directamente el griego. Los datos ciertísimos en que descansa mi artículo son debidos a un joven y eminente lingüista, que se encuentra entre nosotros...».15



El encuentro de Rueda con este investigador es recordado por el propio poeta:

«Vino hace años de Suecia un sabio bibliófilo, a mí encomendado, para revolver libros de investigaciones arduas, y dicho señor y yo simpatizamos desde un día en que hablando de La Ilíada de Homero, él, que se sabía largos trozos de ella, rompió a recitar uno de los cantos, dando a cada verso acentuación determinada.... Nuestros paseos diarios, ya se sabía, eran para él declamar, y yo oír, el Poema épico en que se canta la cólera de Aquiles... Y en recuerdo de aquella amistad nacida al fragor de La Ilíada, escribí varias composiciones de tonos varios...».16



Pese a estas carencias intelectuales, el acercamiento de Rueda al tema helénico suele fijarse generalmente en agosto de 1895, época en que fue destinado como archivero al Museo de Reproducciones Artísticas de Madrid, tal y como lo recuerda el propio Rueda:

«Vienen estas devociones mías al alma griega de mis muchos años transcurridos como archivero, bibliotecario y arqueólogo del Estado español en el Museo de Reproducciones Artísticas de la Corte, conversando con la estatuaria griega endiosada en sus plintos y hojeando las más fundamentales obras de la Arqueología, en unión de Guillén Robles, insigne arabista además y del glorioso Mélida, maestro de maestros en Historia, y oyendo también, a veces, la palabra autorizadísima de Cossío, un entendimiento de los más grandes de España».17



Rueda descubrió en esos años la belleza el helenismo pictórico y escultórico, entre estatuas y formas clásicas vaciadas en yesos miméticos, y hasta tal punto se impregnó el vate de Benaque de la impronta helénica que Juan Ramón Jiménez, no exento de ironía maliciosa dijo de él:

«Conocí a Salvador Rueda el mismo día de mi llegada a Madrid en 1898... Más tarde lo visité en su oficina del Casón almagra y frío, que él creía Grecia... Por desgracia, la tertulia de don Juan Valera y el Casón fueron ribeteando al campesino inocente de resabios cultistas que le sentaban como un tiro, y como un tiro acabaron con él. Sumido en la absurda decoración de una Grecia de yeso en montón fúnebre y una Academia de cuello tieso, Salvador Rueda, con túnica de guardarropía o imposible fraque, se salió de su verde existencia».18



Sin embargo, de acuerdo con mis investigaciones, la tópica greco-latina de Rueda aparece años antes -concretamente desde 1885- en poemas insertos en la prensa nacional, donde ya aparecen los ribetes helénicos relacionados con el campo andaluz19. Del helenismo como inspiración en el joven Rueda, le hablará Clarín en la carta-prólogo que le dedica (en abril de 1891) y que abre las páginas de Cantos de la vendimia. En sus palabras encontramos la reflexión del crítico asturiano sobre las fuentes clásicas en las descripciones poéticas de Rueda, así como las recomendaciones sobre el uso, tal vez inconsciente, por parte del poeta autodidacta:

«[...] Pues esos cantos a la vendimia y de otras faenas poéticas del campo ¿quién los cantó hasta ahora mejor que los clásicos? ¿De dónde sino del clasicismo, aunque usted sin saberlo acaso, le viene la hoja de la tradición poética y retórica que usted aprovecha en sus imágenes y en sus cuadros?».20



Rueda, en su intento de nacionalizar el modernismo-y alejarse de Rubén Darío-, unirá la mitología griega al campesinado andaluz, como dos ramas de una misma tradición milenaria y mediterránea. Así tenemos el poema «El vino de Málaga» publicado en 1885 en el libro Poema Nacional, donde iguala el vino oloroso de los Montes de Málaga al «Chipre y al Falerno»:


«Licor luciente que supera al Chipre,
que añade gloria a la triunfante Grecia.
El color de la púrpura de Tiro
refleja en su cristal; su grata esencia
envidia de las rosas orientales».21



De tema helénico es también «Leyendo la Odisea. El sacrificio. Cuadro griego»22, texto en prosa aparecido en 1888 en las páginas del malagueño El Ateneo; y también el extenso poema «Lo que no muere», oda perteneciente al poemario Estrellas errantes (1889) y que fue publicada en las páginas de la revista El Ateneo de Madrid23. En este texto programático, Rueda reflexiona sobre la situación de la poesía en España, donde «cayó en tierra la lira» y donde se han olvidado los dioses de la belleza-Narciso, Diana, Pan y Venus-, pero que perdurarán porque la belleza es eterna. Frente a la actual muerte del color, del ritmo y de la nota, Rueda afirma enfáticamente que «No muere, no, la santa poesía», aquella que se basa en la bella cotidianidad de lo pequeño (lágrimas, niños, atardeceres), concluyendo con una arenga en forma estrófica:


«¡Sísifos de lo bello! Nada arredra
la fe que al triunfo aspira:
¡arriba con la piedra!
¡arriba con la lira!».24



En 1890 y en prensa también aparece el poema «La fiesta»25, inédito en esta fecha y que se incluyó en 1891 en el libro Cantos de la vendimia26. En el texto, Rueda presenta otro pasaje en que explota la telúrica identidad de griegos y andaluces en una fiesta del campo andaluz. Se pregunta si este cuadro presenta a Penélope o Ulises, aunque la auténtica reencarnación de la vitalidad mediterránea son los campesinos malagueños:


«¿Quiénes son los que, alegres,
forman la fiesta clásica?
¿Griegos? No, campesinos
de la graciosa Málaga,
que en vez de fiesta griega,
como en la Odisea magna
describe el grande Homero,
celebran viva zambra».



En este mismo año de 1890 sale a la luz Himno a la carne27, folleto de 13 páginas donde se insertan catorce sonetos dedicados a la exaltación erótica del cuerpo de la mujer. La glorificación de la belleza femenina incardina la poética de Rueda en el núcleo del modernismo, donde esta temática sería tratada profusamente. La mujer es comparada en su plenitud corporal con una estatua marmórea:


«Quítate la sedosa vestidura
y ocupa el lecho, de los sueños ara,
quiero mirar tu cuerpo de carrara
y desnuda y radiante tu escultura».28




«Nieve y luz es tu cuerpo; rubia eres
como estatua de espigas fabricada,
y estás de bellas flores coronada
más hermosa que todas las mujeres.
Cuando temblando dices que me quieres
la mejilla de amor congestionada,
figura me pareces modelada
para el risueño templo de Citeres».29



Este poemario provocó en los medios literarios un gran escándalo, como lo demuestran tanto las críticas de Juan Valera30 como una carta del amigo Manuel Altolaguirre a principios de 1891, donde tacha sus poemas de pornográficos. Ante estos ataques, Rueda se defiende con otra carta publicada en la prensa local, en la que acerca sus poemas al ideal de belleza universal y clásica, pues, para Rueda la pluma, el buril y el pincel son armas de la misma y suprema expresión artística:

«Y ahora yo te pregunto: ¿por qué razón pretendes que la poesía del desnudo quede excluida de la poesía?

¡Qué hubiera sido de Ovidio, por ejemplo, si el mundo pensara como tú!

Con tu modo estrecho de ver en materia de poesía, y quien dice poesía dice pintura, escultura, etc., habría que levantarnos una mañana todos los humanos gritando: Destrocen los martillos a las estatuas, redúzcase a ruina tanta maravilla del arte, caiga pulverizado el coro de los dioses griegos cincelado por los primeros escultores del mundo. ¿La Venus de Milo muestra al aire los pechos, de los cuales dijo Paul de Saint-Victor que podrían servir de modelo para cáliz de un altar? Pues abajo la Venus de Milo. ¿La Medicis no logra ocultar con la mano, a guisa de fresca pámpana, el más misterioso punto de su cuerpo? Pues abajo la Venus de Medicis!...

Luego si admites el desnudo, (y más que el desnudo), en tantas obras vaciadas en el lienzo, en el mármol, en el molde literario, ¿por qué si va rimado el mismo sentimiento no lo admites?

Porque has de convenir conmigo en que si admites el buril, el pincel, el color, y el periodo en prosa, tienes que admitir la rima.

Lo que tu discutes es la vasija, no el contenido, porque este, te parece bien en piedra y en el lienzo, ¿por qué no te parece lo mismo entre rimas?...

¿Puedes ver de frente una estatua de mujer desnuda y no puedes figurártela leyendo hemistiquios?

Y en cuanto al sentimiento ¿crees santo y bueno el sentimiento lascivo de una Venus pintada, y te parece de distinta índole el de una Venus acostada en el florido lecho de las rimas?

Ven en ti, Manuel, tú que eres adorador del arte y artista y confiesa que no estás bien barajado dentro de ti mismo en este punto. Si no admites la estrofa, no puedes admitir ni el pincel, ni el buril, es cuestión como digo antes, de vasija. Si admites el cincel y la paleta, tienes que admitir el ritmo escrito».31



La temática clásica de Rueda se extiende desde estos años a lo largo de toda su obra y en una somera reseña hemos de anotar: «Feria», En tropel (1892); Sinfonía callejera (1893); La Bacanal (1983)32; «Idilio y tragedia», texto en prosa publicado en Cuentos escogidos de los mejores autores castellanos (1894); Fornos (1896), El Bloque (1896); «Corona a Baco», publicada en las páginas del jerezano El Solitario (1897) y posteriormente incluida en Poesías Completas (1914); Camafeos (1897); El César (1898); Mármoles (1900); Piedras Preciosas (1900); En la vendimia (1900); El País del Sol (1901) donde se incluye «El friso del Partenón»; Fuente de salud (1906); Trompetas de órgano (1907); Lenguas de fuego (1908); Poema de la mujer (1910); La Escala (1913); Cantando por ambos mundos (1914) y Poesías completas (1914).

Además de su poética, en el teatro vemos: Vaso de rocío. Idilio griego. Tres actos en llano romance (1908) y en prensa periódica, hemos de destacar el tratado poético-aún hoy inédito- que a modo de cartas publica bajo el título de «El hexámetro griego» en las páginas de España Nueva en 1908.

Tal hondura alcanzó el tema helénico en Salvador Rueda, que él mismo se llega a definirse como «centauro salvaje o centauro loco» frente a los encorsetamientos del panorama literario nacional. Estamos en 1907, época en que Rueda muestra en sus escritos una constante galofobia, defendiendo su independencia y originalidad poética, fruto de su contacto inconsciente con la Naturaleza frente a los retóricos fosilizados provenientes de París:

«Yo no he sido más que un potro cerril, o si le parece a usted fea la palabra, un centauro salvaje, que con todos esos alientos de la Madre Tierra enredados a mí, entré, a todo correr y lanzando poderosos relinchos, por las modificadas calles de la atávica ciudad literaria española. Los elementos míos fueron mi propia y robusta complexión de campesino, mi sinceridad primitiva, la vida que, sin yo darme cuenta, desprendía a mi paso, y todo el mundo nuevo, en fin, que yo traía enredado a las crines salvajes.

...Después de mi entrada relinchante (perdone usted mi exaltado modo de hablar), de mi entrada hirsuta, indisciplinada, bárbara, en la literatura española, me leí nuestros siglos XVI y XVII, y en ellos me enamoré del órgano maravilloso de nuestro idioma y de sus calados, primores y encajes. Al son y al oxígeno que el centauro andaluz traía en sus crines, huyó la polilla retórica de nuestro Parnaso...

... Mi entrada en Madrid de hace veintiocho años me recuerda la de los bárbaros en Roma. Acaso supongan algunos que sea para mí un deshonor no haber venido a España desde París, con los cultos figurines de la nueva poética; pero se engañan; es mejor venir del seno de Dios y del seno de la Naturaleza, que de París, aunque venga uno como un caballo salvaje o como un centauro loco.

... Después vino en mí el cepillo, la cultura, todo lo que se quiera; pero en mis venas siempre latió y late la sangre del centauro griego».33



Si embargo, esta visión idealizada del centauro contrasta con la descripción incisiva- y no exenta de altivez- que hizo del poeta de Benaque el moguereño Juan Ramón Jiménez:

«Tuvo la bondad de visitarme en mi «Sanatorio del Retraído», con traje blanco de albañil, a veces, gorra y alpargatas... Era normalmente como un simpático ebanista en domingo. Moreno rubial, ojos leonados, entre alegres y tristes, tupé y bigote floridos. Andaba con paso lijerito y menudo... Tenía sus fobias irreprimibles: no le era posible cruzar una plaza ni pisar las juntas de las aceras. Hablaba meloso y bajito, con muchos suspiros, modismos e interjecciones populares».34



Cuando Rueda quería halagar tanto a su patria chica como a alguno de sus amigos o conocidos, no dudaba en destacar su reminiscencia clásica, como por ejemplo, cuando en 1891 dice del político malagueño José Carvajal y Hué:

«[...] Lo que tiene de griego ese luminoso paisaje de vides que corre recibiendo el beso de las olas azules desde Marbella hasta Málaga, tiene también de griego el temperamento de Carvajal.

Su oído sensual, oído de artista, necesita de la eufonía como de un primer elemento para la oratoria: en un párrafo suyo todo es acorde; la onomatopeya pinta como un pincel o halaga como una música; el adjetivo es siempre una nota de color viva, como la dan solo los estilistas andaluces, desde el Solitario, rey del lenguaje, hasta nuestros modernos prosistas...».35



Años más tarde, en 1909, dedicó una comparación similar a Carmen de Burgos, Colombine, como agradecimiento al homenaje que esta escritora-junto a Sofía Casanova- pretendió organizar en honor del poeta malagueño. La coronación no se llevó a cabo, reduciéndose a un acto íntimo en el salón de la casa de la escritora almeriense, escena-no exenta de tonos melodramáticos-narrada por la propia Colombine:

«El poeta agradecido, me cogía las manos y me las besaba. ¡Oh, Carmen, Carmen! Es usted tan buena como hermosa. Semeja una Venus de Milo con brazos y con alma... Se diría tallada en mármol pentélico, animado por el soplo de las Gracias».36



Como prueba de agradecimiento a Colombine, Rueda le dedicó el poema «Fémina. Para Carmen de Burgos»37. Los mejores elogios sobre la belleza de Carmen de Burgos tienen como término comparativo la antigüedad clásica y en el extenso poema vemos que el ideal de mujer se materializa en la belleza clásica:




Mujer Clásica


A Colombine



«Ya fenecieron los tiempos dorados de dioses y diosas
con que llenóse la tierra fecunda de risa y belleza;
se refugió en el Olimpo remoto la eterna alegría,
y un vasto soplo de trágica muerte pasó por las almas.
[...]
Solo tú quedas, mujer, diosa, musa, figura arrancada
del bello Olimpo que tuvo la Grecia, que tuvo la Hélade,
y tú compendias, en tiempos presentes, de gracia desnuda,
la gran belleza de edades antiguas amadas de Venus.
Júpiter solo te pudo con rosas cuajar deslumbrante,
definitiva, de trazos soberbios, perfecta de formas,
y, cual Minerva surgió de su numen riente y divina,
tú de su frente brotaste briosa, cual noble milagro
Para que fueses la espléndida Palas de faz portentosa,
solo te falta vibrar en el viento la lanza de oro,
en cuya punta la luz chispeaba del cielo de Atenas,
y a los ejércitos mostraba, cual guía, su extremo dorado.
Para que fueras Cibeles augusta, tan sólo te falta
tener las llaves que abrieran las puertas del tiempo;
para canéfora, te falta tan sólo brindar el cuchillo
en la canea de aurífero fondo colmada de espigas.
Para que fueses de eupátrida noble la insigne doncella,
solo te falta llevar en tu estatua la túnica jonia,
y adelantar, como al son de una música, la marcha riente,
entre el temblor que formasen los pliegues del velo de plata.
Estatua finges, bajada del friso del templo de Atenas,
donde estuviste, trocada por siglos, en blanco Pentélico,
y departiste con Zeus sublime, con Hera admirable,
y con Apolo, de rubio cabello de hebrajes de luces,
y con Deméter, que ostenta los senos cual conos de espigas,
y con Dionisos, que lleva en las sienes corona de pámpanas».38

Para Rueda, el tema de la mujer es paradigma de la belleza terrena en diferentes modelos: como emblema de armonía, como núcleo de cohesión, como generadora fecunda y como fuente de placer. Así, la poesía de Rueda interpreta a la mujer en clave sinfónica y, una y otra vez, se recrea en pintar su desnudo como un instrumento musical con vida:



«Tu pecho musical, de arco ligero,
cantaba como fuente sacudida,
y era tu voz al trino parecida
de un ruiseñor en verde molinero.

Era de oro y de luz; tu cabellera
dijérase que música tuviera,
y fuese un haz de cuerdas de algún astro.

Y yo te la tendía esplendorosa,
volviéndote una lira portentosa
con tus amplias caderas de alabastro».39



Tanto en Himno a la carne (1890) como en El poema a la mujer (1910), la mujer aparece como tema central prevaleciendo las notas clásicas y erotizantes. El realce de la belleza femenina le lleva a la descripción de todo el cuerpo hasta llegar al detalle, «aún de partes cuya exhibición en poesía pudiera prohibir el decoro»40. Sirva como ejemplo, el extenso poema «Las moras» publicado en Fuente de salud (1906) y que volvió a publicar con el título «Mujer de moras» en El poema a la mujer (1910):


«[...] Tu soberbia escultura de alabastro
yace muda ante mí; sus pies menudos,
de un ágata rosado, se entrelazan
por el fresco marfil de los tobillos,
como si dos palomas se abrochasen
en fugitiva cópula. Dos ánforas
de senos alargados, asemejan
los trozos de columnas comprendidos
entre los nudos de la caña airosa
y la rosa carne de la rodilla.
Los fémures gallardos, que se ajustan
a la rótula espléndida, y acaban
junto al dintel rosado del misterio
parecen de un antiguo intercolumnio
dos fragmentos sagrados. Las caderas,
cual dos arcos de triunfo, se combinan
para formar de un corazón la punta
donde la hebrosa luz se encrespa en rizos.
La cintura, de arranque de maceta,
sube a expirar en donde el ara doble
del seno alzado, como en doble misa,
eleva en dos relieves virginales
hostia doble de amor y de hermosura.
Encima está tu cuello, que es la gloria;
y encima está tu cara, el paraíso».41

Vemos a la mujer por entero, desde los pies en el verso segundo hasta la cara en el último verso. La tendencia a alabar y embellecer es obvia en Rueda. Todas las partes del cuerpo aparecen embellecidas, elevadas. En el primer verso se hace referencia a todo el cuerpo en conjunto, presentándolo como una escultura «soberbia y de alabastro». A partir de ahí empieza la gradación ascendente. Los pies son de ágata y los tobillos de marfil; las pantorrillas son dos ánforas; las piernas dos fragmentos sagrados de un antiguo intercolumnio; las caderas semejan dos arcos de triunfo; las partes genitales son luz rizada; Los pechos un ara, el cuello la gloria y la cara, el paraíso. Todo es, pues, hermosura y belleza.

La tópica greco-latina, la alusión a los dioses mitológicos y a los autores clásicos es, pues, en Rueda una constante poética. Considera modelos universales a Teócrito, Safo, Anacreonte, Píndaro, Bión, Mosco y Homero, a los que recrea en su poema «Lira antigua»42. Pero recordando siempre, y con intención, que su atracción a lo helénico es personalísima, sin influencia alguna de Rubén Darío, sino más bien al contrario:

«Efectivamente, como Ud. dice, Darío tiene de mí muchas cosas; el helenismo, adquirido en mis diez y seis años de estudio de lo griego para hacer el Catálogo, con otros compañeros, del Museo de Reproducciones Artísticas; el panteísmo, sentido por mí y visto a mi modo, desde niño, entre los campos y montañas de mi aldea. La Naturaleza ha sido mi Maestra y me dio su filosofía de filosofías».43



Enfrentado a la mitología griega, Rueda le insufla un aliento vitalista propio y en su esfuerzo por dar a su propuesta de modernismo una impostación nacional habría que situar su visión de lo rural como prolongación en el espacio y en el tiempo de la vieja cultura campesina de Grecia y Roma. Convencido, sin duda, de la existencia de un sustrato mediterráneo en el que coinciden todos los pueblos que se asoman al Mare Nostrum, lo que para el modernismo nacido en América podía parecer exótico era para él algo consustancial con nuestras raíces ancestrales. Pensemos, por ejemplo, en el poema «La vendimia», en la que hermana la inspiración helénica, que él considera propia, con los parrales de su Málaga natal:


«Mi maestra en poesía, musa griega,
canta, a un cairel asida de verde parra».44



En dos poemas, "La pisa"45 y "La danza del mosto"46, los versos recogen todas las acciones de la pisa en las prensas malagueñas. Para Rueda, el movimiento de los cuerpos varoniles sobre las uvas rememoraba danzas legendarias. En "La pisa", tenemos las descripción mitológica de Recio, un viejo campesino andaluz:


«Luciendo en las sienes caduca corona
de cabellos blancos,
está el viejo de torso peludo,
está el hosco sátiro,
rey que fue en un tiempo de toda la vendimia
y triunfante atleta de todos los campos.
Su tronco parece
robusto peñasco;
sus piernas, macizas columnas de templo,
y nudosos sarmientos sus manos.
El Recio es su nombre,
pero ya en un asiento postrado,
es tan solo una ruina gloriosa,
digna de la clásica corona de pámpanos».

Ofendido por las burlas de los jóvenes pisadores, Recio se lanza a demostrar cómo se pisaba antaño, iniciando un vigoroso baile que transformó la burla en entusiasmo:


«de un tirón se arranca
los viejos harapos,
y por todo adorno liando a sus sienes
un sarmiento a una parra arrancado,
al lagar de un brinco
entra victorioso, los pies ajustando
a un baile forzudo que, airoso, recuerda,
de la danza pírrica los giros gallardos».

En "La danza del mosto", el pisador era un ágil mozo, cuya figura de bronce, desnuda y recia, recordaba a la de los atletas apolíneos. Con notas idílicas y sensuales, el hércules va pisando, aplastando y dominando "las virginales uvas", con movimientos acompasados al ritmo de bailes ancestrales:


«El pisador, de miembros armoniosos
y recio empuje, su incansable giro
desarrolla con ágil movimiento,
y, al inundarse de sudor, rutila
en él la luz, y huele, entre la flama,
su saludable cuerpo a pan caliente.
La proporción y gracia de sus líneas
la del atleta vencedor supera,
también la del forzudo Apoxiomenos;
solo el Apolo del altar de Zeus,
o el otro audaz que cinceló Apolonio
en su Hércules magnífico, lograrán
igualar la suprema maestría
de la forma del rústico danzante
-que pudiera su clásica escultura
eclipsar la del mismo Doriforo,
del sabio y armonioso Policleto».



Bajo sus pies, van desfilando todas las especies de uvas malagueñas-marbellíes, mollares, cabrieles, doradillas, parrales y negras-, y el proceso minucioso de la pisa se va desgranando en los versos, aunándose el vino a la vida y a la danza, en perfecta conjunción de elementos báquicos:


«Los racimos se estrujan, los rosarios
de frutos diferentes se desgranan;
deshácense las túnicas de oro
y de vario color; salpica el jugo
los muros del lagar prieto y colmado;
y parece que, al paso de la danza,
brota el raudal de la estallante vida,
mientras Baco sonríe, medio oculto
detrás del tronco de lasciva parra».

En el poema "La siega"47 se compara, con el idílico tono que caracteriza sus escritos, a los jornaleros andaluces con figuras mitológicas que nadan en campos de trigo y con guerreros valientes que vencen en duro combate a la naturaleza:


«Las camisas abiertas, y destilando
el sudor por sus torsos de roca dura,
mueven los brazos recios, como nadando,
y enseñan la valiente musculatura.
Guerreros sin fusiles y sin metrallas,
luchan del campo rudo con la aspereza;
¡eso sí que se llama ganar batallas
a la grande y fecunda Naturaleza!».

En un ambiente evocador del pasado griego, la naturaleza del campo andaluz se extiende en sus raíces mediterráneas:


«La cigarra de Cloe canta en la viña
el idilio de Dafnis nunca olvidado,
y dilatan los vientos por la campiña
su eco caliginoso y apasionado».

Imágenes poéticas de un mundo ancestral, donde la tierra y la vida se entrelazan en un universo de ensoñaciones clásicas.






Bibliografía

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