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ArribaAbajoEl camino y el caballo

 

MISIPO, FILIPO, MISÓSPODO, PLANETES, CRIADO y RÚSTICO.

 

FILIPO. -  ¿Queréis que vayamos a divertirnos a Bolonia, que está junto al río Sena?

MISIPO y MISÓSPODO. -  No queremos otra cosa, más en día tan sereno, tan sin viento y que es feria en nuestra escuela.

FILIPO. -  ¿Por qué es hoy día feriado?

MISÓSPODO. -  Porque Pandolfo convida con espléndido banquete a todos los maestros en honor de haberle sido conferido a él el grado de maestro.

PLANETES. -  ¡Qué lindamente se beberá!

MISÓSPODO. -  ¡Aun se padecerá más sed!

MISIPO. -  Yo tengo una haca.

FILIPO. -  Y yo un caballo que alquilé al tuerto tramposo.

MISÓSPODO. -  Planetes y yo iremos en un carro, los demás, si les parece, o nos seguirán a pie o a fuerza de remo subirán la corriente del río en un barquillo.

PLANETES. -  Y mejor sería que lo remolcaran los caballos.

MISÓSPODO. -  Como os plazca; a nosotros nos agrada más ir a pie.

FILIPO. -  Ea, criado, enfrena y enjaeza el caballo... ¿Qué haces? ¡Malhaya tu alma! ¿Enfrenas la jaca con el bocado fuerte? Ponle más bien aquel pequeño, ligerito y tachonado.

CRIADO. -  ¡Bah; ni tiene barbada ni frontal!

FILIPO. -  ¡Si supiese quién lo rompió, yo le rompería a él...!

MISIFO. -  ¿Qué dices tú, alterado por la cólera?

FILIPO. -  El pan nuestro de cada día. Toma, componlo como puedas.

CRIADO. -  ¡qué gracioso! ¡Busca caballos y jaeces en las escuelas de muchachos!

FILIPO. -  Suple con esta cuerda lo que falta.

CRIADO. -  Parecerá mal.

FILIPO. -  Anda, majadero, ¿quién lo verá fuera de la ciudad?

CRIADO. -  El pretal está descosido.

FILIPO. -  Remiéndalo con alguna correa.

CRIADO. -  No tiene grupera.

FILIPO. -  Ni es menester.

PLANETES. -  ¡Famoso y diestro jinete! Subirá la silla al cuello del caballo y éste te arrojará por encima de su cabeza.

FILIPO. -  ¿Qué se me da a mí? Como en el camino hay más lodo que piedras, podré ensuciarme en el barro, pero no me haré sangre. Mas si todos estos arreos se han de aparejar, no partiremos hasta la tarde. Trae el caballo de cualquier modo que sea.

CRIADO. -  Aquí le tienes ya dispuesto: monta. ¿Qué haces? ¿Pones primero el pie derecho en el estribo?

FILIPO. -  ¿Cuál he de poner?

CRIADO. -  El izquierdo, sujetando las riendas con la mano del mismo lado; toma en la derecha esta vara, que te servirá de espuela.

FILIPO. -  No la he menester. Además, mis espuelas serán los carcañales.

CRIADO. -  Como aquel Jubelio Taureo, o Claudio Afelo, que con él peleó.

FILIPO. -  Deja las historias, que ahora vamos de camino. ¿Dónde están los demás?

CRIADO. -  Anda, te acompañaré a pie.

MISIPO. -  ¡Oh, qué molesto es el trote de este caballo! Me molerá los huesos antes de que lleguemos.

FILIPO. -  ¡Qué silla más ruin! Juraría que es albarda y no silla.

MISIPO. -  Poco le falta.

FILIPO. -  ¿Cuánto te cuesta el alquiler?

MISIPO. -  Catorce monedas tornesas.

FILIPO. -  No daría yo tanto por el caballo, el mantenimiento de él y los aparejos. No me parece que es caballo de coche ni de silla, sino jumento de albarda, o para arar, o de carga. Repara como tropieza a cada paso. Aun en una paja o en un papel tropezaría.

MISIPO. -  ¿Caballo dices? Aún es potro. Pero búrlate cuanto quieras; tal cual es, o él me llevará a mí o yo le llevaré a él.

CRIADO. -  El pobre tiene los cascos muy tiernos y delicados.

FILIPO. -  ¿Qué te encargó el tuerto con tanta diligencia mientras te lo alquilaba y enjaezaba?

MISIPO. -  Con mucho cariño me suplicó que no montásemos dos sobre él, uno en ha silla y otro a la grupa, y que en la cuadra le pusiera una buena cama.

CRIADO. -  Bien lo ha menester, porque el pobre no tiene más que huesos.

FILIPO. -  ¿Qué hacéis vosotros? ¿No subís en el carro?

PLANETES. -  Es que ahora el carretero pide otro tanto sobre lo concertado.

FILIPO. -  Si tenéis pleito con carreteros y marineros, fácilmente le concluiréis, porque es esta gente tratable, pacífica, afable, cortés y piadosa. Los carreteros son la flor de la tierra, y los marineros, la flor del mar. Sobre lo que ahora os pide dadle una mitad más.

CRIADO. -  ¿Qué hora pensáis que es ya?

FILIPO. -  Por la altura del Sol colijo que dieron las diez.

CRIADO. -  Pues estamos cerca del mediodía.

FILIPO. -  ¿Es verdad? Misipo, vamos. Que nos siga el que pueda. Allá nos hallarán, en el mesón del Sombrero Carmesí, aquel que está frente a la Pirámide del Rey, junto a la Casa del Cura.

MISIPO. -  ¿Por dónde salimos?

FILIPO. -  Por la puerta de San Marcelo, a la derecha; no hay más que un camino, y éste recto.

MISIPO. -  Mejor iríamos por esta senda tan placentera y alegre.

FILIPO. -  De ningún modo; lo más conveniente y seguro es el camino real. Aquí perderíamos a los compañeros por tantos caminos que atraviesan y tan torcidos. Además, si no me engaño, la senda tiene muchas vueltas y rodeos.

MISIPO. -  ¿Quiénes son esos de las picas? Parecen soldados mercenarios.

FILIPO. -  ¿Qué hacemos?

MISIPO. -  Volvernos, no sea que nos roben.

FILIPO. -  No; sigamos adelante, que con facilidad escaparemos de ellos corriendo por los campos en nuestros caballos.

MISIPO. -  ¿Y si traen arcabuces?

FILIPO. -  No veo que los traigan y sí sólo picas.

MISIPO. -  Muchacho, acércate.

CRIADO. -  ¿ Qué ocurre?

MISIPO. -  ¿No ves a aquellos alemanes? Esos que vienen hacia nosotros.

CRIADO. -  ¿Qué alemanes? No son alemanes, sino dos rústicos parisienses con sus báculos.

MISIPO. -  Verdad es; tienes razón. ¡Vivas mil años, que me devolviste los sentidos! Mas, ¿dónde están Misóspodo y Planetes?

CRIADO. -  Enojado el carretero porque no le daban lo que pedía, los trajo por un camino escabroso y pedregoso. Forcejeando los caballos para sacar las ruedas, que se habían atascado en un profundo cenegal, rompieron la lanza y los tirantes, y como, ciego de cólera, el carretero había calzado una rueda, también las ruedas se destrozaron. Ahora trata de arreglarlo todo, gritando mil blasfemias y echando terribles maldiciones sobre los que iban en el carro.

FILIPO. -  ¡Que caigan sobre él!

CRIADO. -  Pienso que ellos, habiendo dejado el carro, subirán en alguna carreta que vaya vacía a Bolonia. Glauco y Diomedes entraron en un esquife, pero los marineros dicen que por el viento es imposible mover el barco ni con remos ni con varales, y que, además, todos los caballos están ocupados en acarrear no se qué materia. Por esto aún no habrán desatado la amarra.

FILIPO. -  ¿No dijeron nada del pago del pasaje?

CRIADO. -  Nada.

FILIPO. -  ¡Milagro! Pienso que ésta será la causa de todo. No llegarán a Bolonia hasta la noche.

MISIPO. -  ¿Qué importa? Pasaremos mañana todo el día recreándonos. Mira cómo las aguas, claras cual el cristal, de aquel arroyuelo apacible corren sobre los dorados guijos con grato murmullo. ¿Oyes al ruiseñor y al pajarillo? ¡En verdad que es ameno este territorio de París!

FILIPO. -  ¿Cuál villa puede igualarse a ésta? ¡Cuán mansamente corre el río Sena! Mira aquella barca caminando viento en popa. ¡Cuánto se recrean los ánimos con esta hermosura! ¡Oh, prado ameno, adornado con maravilloso artificio!

MISIPO. -  O sea por admirable Artífice.

FILIPO. -  ¡Qué olor suave exhala!

MISIPO. -  Por aquí; vuelve a la izquierda, para no pasar sobre el lodo, que se agarra mucho, y en él dejaría los cascos ese caballo tuyo de andadura. ¡Qué diferencia entre este campo y el de al lado! Yermo, pedregoso, como carcomido de puro reseco, sucio, cubierto de cardas; horroriza verle.

CRIADO. -  ¿No ves que está lleno de los cascotes y ripios de aquella casería en ruinas? Y aun con todo, es fértil en trigo.


Polvo en invierno y lodo en verano,
cogerás, ¡oh Camilo!, mucho grano.

FILIPO. -  Canta algunos versos como acostumbras.

MISIPO. -  Me place.

Dichoso aquel mortal, semejante a los dioses, a quien jamás deslumbran los rayos de la gloria, ni se siente atraído de la falaz lascivia; el que en graves estudios y en un hogar tranquilo ve transcurrir sus días sin causar mal a nadie.

FILIPO. -  En verdad que son graciosos y graves a un tiempo esos versos. ¿Quién los compuso?

MISIPO. -  ¿No los has conocido?

FILIPO. -  No.

MISIPO. -  Pues son de Ángel Policiano.

FILIPO. -  Más viejos los creí, porque tienen el aroma de la antigüedad. Temo que hayamos equivocado el camino.

MISIPO. -  Buen hombre, ¿quieres decirnos por dónde se va a Bolonia?

RÚSTICO. -  Vais mal. Volved los caballos; seguid hasta allí donde se divisan dos caminos, y tomad el que va por la orilla del río. Siguiéndole no erraréis más; es derecho y no hay otro hasta la Encina Vieja; después, torced a esta mano.

MISIPO. -  Te damos las gracias.

RÚSTICO. -  Dios os guíe.

MISIPO. -  Más quisiera correr que no ir penando en este caballo trotón que de tal suerte me sacude.

FILIPO. -  Así cenarás con mayor gana.

MISIPO. -  Antes no tendré ganas de cenar. Cansado y molido el cuerpo, más pronto buscaré la cama que la cena.

FILIPO. -  Siéntate con las dos piernas juntas en vez de ir a horcajadas. Irás con menos fatiga.

MISIPO. -  Eso es de mujeres. Lo haría si no temiese la risa y la mofa de los caminantes.

CRIADO. -  Filipo, espera un poco que este herrador calce a tu jaca, que se le cayó la herradura de la pata derecha.

MISIPO. -  Mejor será que nos detengamos aquí antes de que cierren esta posada, no sea que tengamos que dormir en el Mesón de la Estrella.

FILIPO. -  ¿Y qué? Mejor es eso que no estar estrechos y encerrados en un aposento, Peor fuera que nos quedásemos sin cenar.



ArribaAbajoLa escritura

 

MANRIQUE, MENDOZA, MAESTRO y MUCHACHO.

 

MANRIQUE. -  ¿Oíste hoy aquel largo discurso acerca de la utilidad de la escritura?

MENDOZA. -  ¿Dónde?

MANRIQUE. -  En la escuela de Antonio de Nebrija.

MENDOZA. -  No estuve allí; mas si tú te acuerdas de algo, cuéntamelo.

MANRIQUE. -  ¿Qué te he de contar? Tantas cosas dijo, que casi todas se me han olvidado.

MENDOZA. -  Luego te sucedió lo que dice Quintiliano de los vasos que tienen angosta la boca: si en ellos se echa de golpe mucha agua, ésta se derrama; mas si se echa poco a poco, se llenan. Pero, ¿no te acuerdas de nada?

MANRIQUE. -  De casi nada.

MENDOZA. -  Así que te acuerdas de algo.

MANRIQUE. -  De muy poco.

MENDOZA. -  Pues refiéremelo, por poco que sea.

MANRIQUE. -  Lo primero de todo decía que es cosa digna de admiración que tanta variedad de humanas voces se haya podido componer con pocas letras, y que los amigos ausentes puedan comunicarse por ellas. Añadía que en aquellas islas ahora descubiertas por nuestros reyes, de donde se trae el oro, a los moradores les ha parecido no haber cosa más admirable que poder los hombres darse a entender unos a otros lo que sienten por una carta enviada de tan luengas tierras, y preguntaban si por ventura sabía hablar el papel. Esto dijo y mucho más de que no me acuerdo.

MENDOZA. -  ¿Cuánto tiempo habló?

MANRIQUE. -  Dos horas.

MENDOZA. -  ¿Y de tan largo discurso encomendaste a la memoria tan pocas cosas?

MANRIQUE. -  Yo sí las encomendé, pero ella no quiso retenerlas.

MENDOZA. -  Tu memoria es como la tinaja de las hijas de Dánao.

MANRIQUE. -  Mas bien las recogí en criba que en tinaja.

MENDOZA. -  Llamemos a alguno que se acuerde.

MANRIQUE. -  Aguarda un poco, porque pienso en otra cosa que me ocurre; ya me acuerdo.

MENDOZA. -  Dila luego. ¿Por qué no lo escribías?

MANRIQUE. -  No tenía pluma a mano.

MENDOZA. -  ¿Ni tablillas?

MANRIQUE. -  Ni tablillas.

MENDOZA. -  Di, finalmente.

MANRIQUE. -  Se me olvidó. Me lo hiciste olvidar con tus odiosas interrupciones.

MENDOZA. -  ¿Cómo, tan presto?

MANRIQUE. -  Ya me acuerdo. Afirmaba, con la autoridad de no sé qué autor, que no hay atajo más breve para llegar a una grande erudición que el escribir bien y con velocidad.

MENDOZA. -  ¿Cuál autor es ése?

MANRIQUE. -  Le oí nombrar muchas veces, pero también lo olvidé.

MENDOZA. -  Como todo lo demás. El vulgo de nuestra nobleza no guarda este precepto; piensa que es decoroso y aun loable no saber escribir. De sus escrituras dijérase que eran escarbaduras de gallina, y, si no te lo advierten antes, no sabrás nunca con cuál mano las trazaron.

MANRIQUE. -  Por eso se ve cuán rudos hombres son, cuán necios y de estragados pensamientos.

MENDOZA. -  ¿Y cómo han de ser vulgo sin son nobles? ¿Acaso no hay gran diferencia entre el vulgo y la nobleza?

MANRIQUE. -  Del vulgo se diferencia lo que no lo es, no por los vestidos ni por las riquezas, sino por el buen modo de vivir y el entero y cabal juicio de las cosas.

MENDOZA. -  Si quieres que nosotros nos libremos de la común ignorancia hemos de aplicarnos a este ejercicio.

MANRIQU. -  No sé por qué naturalmente escribo las letras torcidas, desiguales y confusas.

MENDOZA. -  Eso tiene de noble. Ejercítate, que la costumbre mudará lo que ahora juzgas natural.

MANRIQUE. -  Mas, ¿dónde vive este maestro?

MENDOZA. -  ¿Me lo preguntas a mí que ni vi ni oí a tal hombre? Eso tú, que le oíste. Aunque, a lo que entiendo, quisieras que todo te lo pusieran mascado en la boca.

MANRIQUE. -  Ahora me acuerdo. Dijo que había alquilado una casa junto a la iglesia de Santos Justo y Pastor.

MENDOZA. -  Entonces es vecino tuyo. Vamos allá.

MANRIQUE. -  Oye, ¿dónde está el maestro?

MUCHACHO. -  Retirado en aquel aposento.

MANRIQUE. -  ¿Qué hace?

MUCHACHO. -  Enseña a unos niños.

MANRIQUE. -  Dile que aquí en la puerta hay otros que vienen para que también los enseñe.

MAESTRO. -  ¿Qué mancebos son ésos? ¿ Qué quieren?

MUCHACHO. -  Hablar contigo.

MAESTRO. -  Hazlos entrar pronto.

MANRIQUE y MENDOZA. -  Te saludamos, maestro, y te deseamos prosperidades.

MAESTRO. -  Y vosotros sed bien venidos; Cristo os guarde. ¿Qué os trae aquí? ¿Qué queréis?

MANRIQUE. -  Que nos enseñes ese arte que profesas, si quieres y hay lugar.

MAESTRO. -  En verdad que debéis de ser muchachos bien educados cuando así habláis, y tanta modestia y compostura mostráis en vuestro aspecto, y más ahora que el rostro se os cubrió de vergüenza. Tened confianza, hijos míos, que ése es el color de la virtud. ¿Cómo os llamáis?

MANRIQUE. -  Mendoza y Manrique.

MAESTRO. -  Estos nombres manifiestan noble condición y ánimos generosos. Mas al cabo sólo seréis nobles si adornáis vuestros entendimientos con las artes, que son dignas de los bien nacidos. ¡Cuánto más sabios y prudentes sois vosotros que esotros muchos nobles que piensan ser tanto más grandes cuanto peor escriben! Ni es esto de admirar cuanto que haya tiempo que la loca nobleza se ha persuadido de que nada hay tan vil y bajo como el saber algo. ¡Es cosa de ver la firma que echan en la carta que escribió un amanuense, que de ninguna manera se puede leer, ni sabe uno quién envía la carta, como no lo diga el portador o no se conozca la firma!

MANRIQUE. -  De eso nos quejábamos poco ha Mendoza y yo.

MAESTRO. -  Mas, ¿venís prevenidos de armas?

MANRIQUE. -  En manera alguna, buen maestro. Nos azotarían nuestros ayos si en esta edad nos atreviésemos, no ya a tocar, sino a mirar las armas.

MAESTRO. -  ¡Bah, bah! No hablo de las armas de herir y de matar, sino de estas de escribir. ¿Tenéis estuche de plumas con plumas?

MENDOZA. -  ¿Qué es estuche de plumas, lo que llamamos plumero?

MAESTRO. -  Eso mismo. Los antiguos solían escribir con punzones de hierro, y luego usaron cañas, en especial de las criadas en el Nilo. Los agarenos - si habéis visto escrituras suyas - escriben también con cañas de la mano derecha a la izquierda, como lo hacen casi todas las naciones de Oriente. Al contrario, los hombres de Europa, imitando a los griegos, escriben de la izquierda a la derecha.

MANRIQUE. -  ¿También los latinos?

MAESTRO. -  Sí, hijo, los latinos también, que tienen su origen en los griegos. En algún tiempo los antiguos latinos escribían en pergaminos que con facilidad podían borrarse, y los llamaban Palimsestos. Escribían en una sola cara, y a los libros que estaban escritos en el reverso los llamaban opistógrafos, como aquel Orestes de Juvenal.

Escrito en ambas caras y aún no concluido.

Pero de estas cosas hablaremos en otra ocasión; ahora vamos a lo que más nos importa. Escribimos con plumas de ganso y algunos con plumas de gallina. Las vuestras son muy a propósito porque tienen el cañón recio, largo, limpio y sólido. Quitad las plumillas con el cuchillo y cortadlas algo de la cola; raedlas también por si tienen alguna aspereza, que las lisas son mejores.

MANRIQUE. -  Yo nunca las traigo sino limpias. Mi maestro me enseñó a ablandarlas y pulirlas con saliva, estregándolas en el sayo o en las calzas.

MAESTRO. -  Buen consejo es.

MENDOZA. -  Enséñenos a cortar las plumas.

MAESTRO. -  Lo primero cortaréis por entrambas partes el cabo de la pluma, para que quede con dos horquillas; luego haréis poco a poco con el cuchillo por la parte de arriba una abertura, que se llama crema; después igualaréis los dos pies pequeñitos, o, si queréis, piernecitas, con tal que el izquierdo sea un poco más largo, porque sobre él estriba la pluma al escribir, y conviene que esta diferencia apenas se pueda percibir. Si quieres apretar mucho la pluma y formar más la letra, tenla con tres dedos; si quieres escribir con más ligereza, tenla con los dos, pulgar e índice, como hacen los italianos, porque el dedo del medio más que ayudar detiene y templa el curso para que no sea demasiado.

MANRIQUE. -  Saca el tintero.

MENDOZA. -  ¡Ah, perdí el tintero viniendo aquí!

MAESTRO. -  Muchacho, trae aquella redoma de tinta para que de ella echemos en el tintero de plomo.

MENDOZA. -  ¿Sin poner algodones?

MAESTRO. -  Con eso sacarás en la pluma más pura la tinta y con mayor comodidad, porque con los algodones, seda o lino, al mojar la pluma en la tinta siempre se pegan algunas hilachas, que mientras se quitan no se escribe, y si lo las quitas, más escribirás borrones que letras.

MENDOZA. -  A mí me aconsejaron que pusiera un pedacito de lienzo de Malta o de tafetán delgado y liso.

MAESTRO. -  No está mal. Pero más vale poner sólo tinta cuando el tintero está fijo, porque en el portátil necesariamente se han de poner algodones. ¿Tenéis papel?

MENDOZA. -  Este.

MAESTRO. -  Es áspero y detiene la pluma, y el cuidado que se pone en que corra sin tropezar es dañoso para los estudios, porque mientras luchas con la aspereza del papel se te olvidan muchas de las cosas que habrías discurrido al escribir. Dejad para los que hacen libros grandes esta calidad de papel ancho, grueso, duro y áspero, que por esto le llaman papel de libros, que de él los hacen para que duren mucho tiempo. Ni toméis para el uso de cada día el de marca mayor o imperial que se llama hierático, de las cosas sagradas, como veis en los libros de la Iglesia. Para vosotros buscad papel de escribir cartas, que lo traen de Italia muy bueno, muy delgado y firme, o bien del común que traen de Francia, que se encuentra a cada paso y se vende a ocho dineros la mano, poco más o menos y dan con él una o dos hojas de papel de estraza, que llaman carta emporética y también bíbula.

MENDOZA. -  ¿Cuál es la razón de estos nombres? Ya lo dudé muchas veces.

MAESTRO. -  El nombre de carta emporética viene del griego, y se dice así porque en este papel se envuelven las mercaderías; llámanle bíbula porque «bebe» la tinta, así que con él no es menester ni salvado ni arenilla, ni polvo raído de la pared. Pero lo mejor es que las letras se sequen ellas mismas, porque de este modo duran más. Con todo esto, el papel de estraza aprovechará para que le pongáis bajo la mano y no se manche la blancura del papel con el sudor y con la suciedad.

MANRIQUE. -  Danos ya, si te parece, una muestra.

MAESTRO. -  Primero el abecé; después, cada sílaba de por sí; finalmente, los vocablos juntos, de este modo: «Aprende, niño, cosas que te hagan más sabio y, por tanto, mejor. Las voces son signos de vida entre los presentes y las letras entre los ausentes.» Escribid esto, y después de haber comido, o mañana, volved aquí para que yo enmiende lo que hayáis escrito.

MANRIQUE. -  Así lo haremos; en tanto te encomendaremos a Cristo.

MAESTRO. -  Yo os encomendaré a vosotros.

MENDOZA. -  Sentémonos donde no nos estorben para meditar lo que este maestro nos enseñó.

MANRIQUE. -  Me parece bien; hagámoslo así:

MENDOZA. -  Aquí está lo que deseábamos; sentémonos en estas piedras.

MANRIQUE. -  Sí, pero cara al Sol.

MENDOZA. -  Préstame media hoja de papel, que mañana te la devolveré.

MANRIQUE. -  ¿Tienes bastante con este pedazo?

MENDOZA. -  ¡Ay, aquí no caben ni seis líneas, menos de las mías!

MANRIQUE. -  Escribe en las dos caras y junta más las líneas. ¿Qué necesidad tienes de dejar tan grandes intervalos?

MENDOZA. -  ¿Quién, yo? Si apenas queda espacio alguno, porque las letras se tocan unas a otras, sobre todo las que tienen ápices o pies largos como la b y la p. Y tú ¿qué has hecho? ¿Ya escribiste dos líneas. Y lindas en verdad, si no estuvieran torcidas.

MANRIQUE. -  Escribe y calla.

MENDOZA. -  Verdaderamente no se puede escribir con esta pluma ni con esta tinta.

MANRIQUE. -  ¿Por qué no?

MENDOZA. -  ¿ No ves cómo la pluma salpica de tinta el papel fuera de las letras?

MANRIQUE. -  Mi tinta está tan crasa y espesa que dirías que es lodo; mira cómo se queda en el corte de arriba de la pluma y no corre para formar las letras. ¿Por qué no remediamos entrambos estos inconvenientes? Tú corta con el cuchillo los punticos de la pluma hasta que fácilmente tome tinta para formar las letras; yo echaré en el tintero algunas gotas de agua para que la tinta esté más clara.

MENDOZA. -  Yo me orinaría en el tintero.

MANRIQUE. -  ¡Oh, no quiero orines, que echa mal olor la tinta y cuanto escribieres, y luego con dificultad quitarás este mal olor de los algodones, aunque los laves! Mejor fuera vinagre, si lo hubiésemos a mano, porque, por lo fuerte que es, presto aclara la tinta más espesa.

MENDOZA. -  Cierto; mas por su acritud y su calidad mordaz y picante hay el peligro de que penetre y pase el papel.

MANRIQUE. -  No lo temas. Entre todos los otros, este papel detiene la tinta para que no se pase.

MENDOZA. -  Los bordes de este papel tuyo son desiguales y ásperos y están arrugados.

MANRIQUE. -  Corta un poco el margen del papel con las tijeras, porque así parece mejor, o bien concluye las líneas antes de llegar a la aspereza. Siempre los más leves estorbos son para ti motivo de que no prosigas, así que al punto dejas cualquiera cosa que manejas.

MENDOZA. -  Volvamos a ver al maestro.

MANRIQUE. -  ¿Crees que ya es tiempo?

MENDOZA. -  Temo no sea tarde, porque acostumbra cenar temprano.

MANRIQUE. -  Vamos, Tú que eres más atrevido, entra primero.

MENDOZA. -  No, tú, que eres más descarado.

MANRIQUE. -  Mira no salga alguno que esté con él y nos halle aquí alegres y chanceándonos. Llamemos en la puerta con la aldaba, aunque está abierta, que es cosa de mejor crianza. ¡Ha de casa!

MUCHACHO. -  ¿Quién está ahí? Entre el que fuere.

MANRIQUE. -  Somos nosotros. ¿Dónde está el maestro?

MUCHACHO. -  En su aposento.

MENDOZA. -  Salud, maestro.

MAESTRO. -  Bienvenidos.

MENDOZA. -  Hemos copiado la muestra cinco o seis veces en un mismo papel, y aquí traemos lo escrito para que lo enmiendes.

MAESTRO. -  Bien hecho. Otra vez dejad más distancia de una línea a otra para que haya espacio donde yo pueda corregir vuestros yerros y los enmendéis. Estas letras son muy desiguales, que en la escritura es cosa fea. Reparad cuán mayor es la n que la e, y la o que la redondez de esta p. Conviene que los cuerpos de las letras sean todos iguales.

MENDOZA. -  ¿A qué llamas cuerpos?

MAESTRO. -  A los medios de las letras, no a los ápices y pies que tienen algunas. Tienen ápices la b y la l, y pies la p y la q. En esta misma m no son iguales las piernas; la primera es más corta que la de en medio y tiene más largo el rabo, como aquella a. No apretáis lo que es menester la pluma sobre el papel, así apenas queda señalada la tinta, ni podréis conocer qué letras sean las que habéis escrito. Porque quisiste mudar estas letras por otras, rayendo algunas partículas con la punta del cuchillo, afeas, más la escritura. Mejor hubiese sido pasar por encima la pluma borrándolo sutilmente y también escribir lo que queda de un vocablo al concluir una línea en el principio de la siguiente, con tal que las sílabas queden siempre enteras, porque la ortografía no permite que se partan. Dicen que César Augusto no dividía las palabras ni escribía las letras que le sobraban al principio de la línea siguiente, sino que allí las ponía, cerrando todo con un semicírculo.

MANRIQUE. -  Con gusto le imitaremos por ser ejemplo de un rey.

MAESTRO. -  Haréis bien, porque ¿de cuál otro modo probaréis la nobleza de vuestra sangre? No juntéis tanto todas las letras ni tampoco las apartéis tanto todas. Hay algunas que piden ser ligadas con otras, las que tienen rabo, como son a, l, n; otras hay que tienen punta, como son f y t; otras que no quieren ser ligadas, como las redondas, b, o, p. Al escribir tened la cabeza todo lo derecha que podáis, porque escribiendo cabizbajos o inclinada la cabeza fluyen los humores a la frente y a los ojos, de donde nacen muchas enfermedades y se enflaquece la vista. Aquí tenéis la muestra que escribiréis mañana si Dios os es propicio.

No fíes tus negocios a las horas que pasan, pues lo que hoy no alcanzares no lograrás mañana.

Y esta otra muestra:

Si las palabras vuelan, vuela también la diestra; no bien calla la lengua, se detiene la mano.

MENDOZA. -  Maestro, Dios os dé salud y larga vida.



ArribaAbajoEl vestido y un paseo matutino

 

BELÍO, MALUENDA, JUAN y GOMECILLO.

 

MALUENDA. -  ¿Por ventura ha de ser esto todos los días?

La luz del claro día entra por la ventana, y roncando dormimos el vino de Falerno.

BELÍO. -   En verdad que no parece sino que estuvieses loco, porque de otra suerte ni te hubieras levantado tan temprano, ni compondrías versos, y menos satíricos y mordaces, para manifestar tu enojo.

MALUENDA. -  Oye estos otros de un epigrama, no mordaces, sino graciosos:


Ya el panadero vende el pan para los niños;
Y los gallos proclaman el imperio del Sol.

BELÍO. -   Lo del pan me haría levantar más presto que tus voces.

MALUENDA. -  ¡Graciosísimo, chistoso; Dios te dé buen día!

BELÍO. -  Y a ti te dé buena noche y buen seso, no sólo para que puedas dormir, sino también para hablar en prosa.

MALUENDA. -  Suplícote que me respondas sin chanzas, si es que puedes. ¿Cuál hora te parece que será?

BELÍO. -  Medianoche, poco más o menos.

MALUENDA. -  ¿En qué reloj?

BELÍO. -  En el de mi casa.

MALUENDA. -  ¿Y dónde está el reloj de tu casa, ni de cuándo acá miraste el reloj, tú, que nunca estudias, pero duermes, comes y juegas a toda hora?

BELÍO. -  Pues a fe que tengo conmigo el reloj.

MALUENDA. -  ¿Dónde? Veámosle.

BELÍO. -  En mis mismos ojos, que en manera alguna pueden abrirse. Duerme otra vez, o por lo menos calla.

MALUENDA. -  ¿Qué malaventurado sueño es ese tan profundo que parece letargo o muerte? ¿Cuánto crees que hemos dormido?

BELÍO. -  Dos horas o tres, a lo más.

MALUENDA. -  ¡Nueve horas!

BELÍO. -  ¿ Cómo puede ser eso?

MALUENDA. -  Gomecillo, ve corriendo al reloj de sol de los frailes Franciscos y mira qué hora es.

BELÍO. -  ¡Quita allá! ¿Cómo va a ver la hora cuando el Sol no salió aún?

MALUENDA. -  ¿Que no salió? Muchacho, abre la ventana de vidrio para que el Sol con sus rayos dé a éste en los ojos. El sol lo llena todo ya y las sombras son cada vez menos.

BELÍO. -  ¿Y qué se te da a ti de que el Sol salga o se ponga? Deja que él se levante primero, que ha de andar todo el día más que nosotros. Gomecillo, ve corriendo a la iglesia de San Pedro, y mira la hora que es en el reloj de máquina y en el de sol.

GOMECILLO. -  Vi los dos. En el de sol la sombra dista poco de la segunda línea; en el otro la manecilla señala algo más de las cinco.

BELÍO. -  ¿Qué dices? Pues aun te queda una diligencia por hacer, y es que hagas venir un herrero de la calle Empedrada, que con las tenazas separe estas pestañas, tan clavadas las unas a las otras. Dile que ha de arrancar una cerraja cuya llave se perdió.

GOMECILLO. -   ¿En dónde vive?

MALUENDA. -  ¡Este lo llamaría de veras! Déjate ya de chanzas y levántate.

BELÍO. -  Sí, levantémonos, supuesto que tanto porfías. ¡Qué cansado compañero eres! Jesucristo, despertadme del sueño del pecado al desvelo de la justicia; sacadme de las tinieblas de la muerte a la luz de la vida. Amén.

MALUENDA. -  ¡Buen día te dé Dios!

BELÍO. -  Y a ti éste y otros muchos felices y alegres, y que lo pases de modo que no, ofendas la virtud de otro ni otro ofenda la tuya. Muchacho, dame camisa limpia, porque ésta ya hace seis días que la traigo. ¡Oh, coge aquella pulga que va saltando!

GOMECILLO. -  Déjate ahora de coger pulgas. ¿Qué sería matar una pulga en este aposento?

MALUENDA. -  Lo mismo que sacar una gota de agua del río Dilia.

BELÍO. -  O del mismo Océano. No quiero esta camisa de cuello doble, sino aquella de cuello liso, porque los pliegues en este tiempo ¿qué son sino nidos y refugios de piojos y de pulgas?

MALUENDA. -  ¡Necio! Así serías rico en un instante; tendrías ganado blanco y ganado negro.

BELÍO. -  Ganado muy numeroso, pero de poca ganancia; compañeros que quisiera ver siempre en la casa del vecino y no en la mía. Di a la criada que cosa estos lados de la camisa, y que sea con seda.

GOMECILLO. -  No tiene.

BELÍO. -  Pues con hilo o con lana, o con esparto, si le parece, que esta criada nunca tiene lo que es menester, aunque de sobra lo que no lo es. Gomecillo, no quiero que anticipes lo que ha de suceder, sino que hagas lo que te mando, dándome luego razón de ello, Quita el polvo a estas calzas, sacudiéndolas y después limpiándolas con aquella escobilla de cerdas. Dame también unos escarpines limpios, porque éstos están sudados y huelen. ¡Uf, quítalos de ahí al punto; no puedo sufrir su mal olor!

GOMECILLO. -  ¿Quieres la almilla?

BELÍO. -  No, porque de la luz del Sol colijo que hoy hará calor. Dame aquel jubón velloso de medias mangas y aquella túnica sencilla, delgada y ligera que tiene pasamanos.

MALUENDA. -  Mejor la de algodón. Pero, ¿qué es esto? ¿Adónde quieres ir que tanto te compones, y más no siendo hoy día de fiesta? ¿Y pides también ligas?

BELÍO. -  Y tú ¿por qué te pusiste el vestido nuevo de raso liso o tafetán, teniendo uno de chamelote y otro de damasco, ambos usados?

MALUENDA. -  Di los dos para que los remendasen.

BELÍO. -  Pues yo con estos míos más atiendo a la conveniencia que al bien parecer. Estos corchetes y sus hembras están flojos. ¡Tú, bellaco, siempre los desabrochas sin mirar lo que haces!

MALUENDA. -  A mí me agrada más servirme de botones y de ojales; parece mejor, y el vestirse y desnudarse es menos enfadoso.

BELÍO. -  En esto, como en las demás cosas, no todos son de un mismo sentir. Guarda en el arca este armador y no lo saques más en todo el estío. A estas pretinas no les quedan cabos. Esta franja está rasgada y descosida; cuida que la cosan y que no queden costurones feos.

GOMECILLO. -  Eso no estará hasta dentro de hora y media.

BELÍO. -  Pues sujétala con un alfiler para que no cuelgue. Dame los cenojiles o ligas.

GOMECILLO. -  Ahí los tienes. Ya te preparé los chapines con las chinelas cubiertas bien limpias de polvo.

BELÍO. -  Mejor será que limpies de lodo los zapatos y les des lustre.

MALUENDA. -  ¿Qué significa lígula en el zapato? Hubo entre los gramáticos fuerte disputa - como entre ellos suele haberla por todas las cosas - sobre si se debía decir lígula o língula.

BELÍO. -  Los españoles la cosen en el empeine; mas aquí no se usa.

MALUENDA. -  Y en España ya no las ponen los que calzan a la francesa.

BELÍO. -  Déjame tu peine de marfil.

MALUENDA. -  ¿Dónde está el tuyo de boj, que hicieron en París?

BELÍO. -  ¿No me oíste ayer reprender a Gomecillo?

MALUENDA. -  ¿Llamas reprender al golpear?

BELÍO. -  Pues oye: había roto cinco o seis púas de las ralas, y de las espesas, casi todas.

MALUENDA. -  Poco ha leí que un autor manda que peinemos la cabeza con peines de marfil, pasándole cuarenta veces de la mollera al copete y de allí al cogote. ¿Qué haces? Eso no es peinarse, sino pasar la mano. Dame el peine.

BELÍO. -  Ni eso es peinar, sino raer o barrer. Creo que tienes la cabeza de barro bien cocido.

MALUENDA. -  Y yo pienso que tú la tienes de manteca. ¡De tal suerte que no te atreves a tocarla!

BELÍO. -  ¿Quieres que nos topemos el uno al otro como los carneros?

MALUENDA. -  No quiero competir con un loco como tú, ni estando en mi cabal juicio porfiaré con tu locura. Acaba; lávate las manos y la cara, en especial la boca, para que hables con más limpieza.

BELÍO. -  ¡Ojalá se limpiase el alma tan pronto como las manos! Dame el aguamanil.

MALUENDA. -  Entrega con más cuidado esos artejos de las manos, en que hay asida mucha inmundicia.

BELÍO. -  Te engañas; yo pienso que más es la piel descolorida y arrugada. Gomecillo, arroja esta agua sucia en aquel albañal. Dame la cofia y el bonete de encajes, y los borceguíes.

GOMECILLO. -  ¿Quieres los de camino?

BELÍO. -  No, sino los que llevo por la ciudad.

GOMECILLO. -  ¿Quieres el capuz o la capa?

BELÍO. -  ¿Hemos de salir de la ciudad?

MALUENDA. -  ¿Y por qué no?

BELÍO. -  Pues tráeme la capa de camino.

MALUENDA. -  Ea, salgamos; no perdamos esta buena ocasión de pasearnos.

BELÍO. -  Guíanos, ¡oh Cristo!, por los caminos que te sean más gratos. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. ¡Oh qué hermosa aurora! ¡En verdad, que es rosada, como dicen los poetas, o áurea! ¡Cuánto me alegro de haberme levantado! Salgamos de la ciudad.

MALUENDA. -  Salgamos, que yo en toda la semana puse el pie fuera de la puerta. Mas ¿adónde iremos primero? Y luego, ¿por dónde?

BELÍO. -  A la fortaleza, o a las murallas de los Cartujos.

MALUENDA. -  ¿Y por qué no a los prados de Santiago?

BELÍO. -  Por la mañana de ninguna manera; mejor sera por la tarde.

MALUENDA. -  Pues vamos a los Cartujos por los Franciscanos y al Bisthum, de allí por la puerta de Bruselas. Después volveremos por los Cartujos a oír misa. Ve ahí a Juan. Dios te guarde, Juan.

JUAN. -  Y a vosotros también os guarde muchos años. ¿Qué novedad es ésta? ¿Cómo os habéis levantado tan de mañana?

BELÍO. -  Yo tenía un sueño tan profundo que no podía despertarme, pero este Maluenda a gritos y a golpes me arrancó de la cama.

JUAN. -  Hizo bien, porque te recrearás en este paseo saludable. Vamos a la Ronda. ¡Oh admirable Creador de tanta hermosura, digno de ser adorado! Con razón se llama esta obra Mundus, y los griegos la llaman Cosmos, como si dijéramos adornado y pulido.

MALUENDA. -  Pero no vayamos tan aprisa, sino despacio y paso a paso. Demos dos o tres vueltas en este paseo de las murallas para que con detenimiento contemplemos esta tan grande hermosura.

JUAN. -  Repara cómo no hay sentido alguno que no reciba grande placer. Primeramente la vista. ¿Cuál diversidad de colores, qué vestido, qué tapices, qué pinturas pueden compararse con ésta? Son estas cosas naturales y verdaderas; aquellas otras, fingidas y falsas. Con razón aquel poeta español llamó al mes de mayo «pintor del mundo». Cuanto al oído, ¿qué puede igualar al canto de las aves, en especial del ruiseñor? Escúchale encima del sauce donde hace una armonía y música perfectas, según dice Plinio. Repara atento, y notarás las diferencias de todos los tonos; unas veces no para, sino que pasa el canto con un mismo aliento y a un mismo tenor; otras veces hace pasos de garganta; ya canta de falseta; ya ensortija la voz y la encrespa; ya la alarga; ya la corta; canta versos largos, como heroicos; breves, como sáficos; más breves, como adónicos. A más de esto tienen como escuelas de música; los noveles se ensayan y aprenden cantos que imitan después. Oye el discípulo con grande atención ¡ojalá lo hiciésemos así con nuestros maestros! y después repite, y alternativamente paran. Conócese la enmienda en el que aprende y un modo de reprensión en el que enseña. Mas a las aves las guía la buena naturaleza y a nosotros la mala inclinación. Añade a estas cosas el olor que exhalan los prados, las mieses, los árboles y aun los campos incultos y estériles. Cuanto al gusto, todo lo que llega a la boca, el mismo aire es como dulce y regalada miel.

MALUENDA. -  Oí decir a muchos que en este mes de mayo las abejas recogen la miel del rocío del cielo.

JUAN. -  Fue ésa opinión de muchos. Si queremos conceder algo al tacto ¿hay cosa más suave y saludable que este aire que respiramos, entrándose por nuestras venas y por todo el cuerpo? Ahora me vienen a la memoria algunos versos que del Verano escribió Virgilio, los que cantaré si podéis sufrir mi voz no de cisne sino de ansarón, si es así que el cisne no canta dulcemente más que cuando está cercano a la muerte

BELÍO. -  Por mi parte yo digo que deseo mucho oír tales versos, con cualquiera voz que sea, con tal que nos los expliques también.

MALUENDA. -  Lo mismo digo yo.

JUAN.-
No creo que otros los tempranos días
fueran del Universo, ni otra fuera
su ley original: Primaverales
tiempos fueron; hermosa Primavera
señoreaba el mundo, a quien el Euro
no ofendía con hálitos glaciales,
cuando la luz primera
bebieron los ganados, cuando el hombre
holló, férrea progenie, el duro suelo,
y de fieras los montes se erizaron,
y brillaron estrellas por el cielo.
Ni adelantado habría el orbe infante
su desenvolvimiento laborioso,
si no hubiese tan grande paz doquiera,
y promediando la calor y el frío,
la divina piedad no le valiera.

BELÍO. -   No los he entendido lo bastante.

MALUENDA. -  Y yo creo que menos.

JUAN. -  Ahora aprendedlos, que el entenderlos será para más adelante, porque se sacaron de lo más profundo de la filosofía, como otras muchas obras de aquel poeta.

MALUENDA. -  Preguntémosle al maestro Orbilio, que ahí se nos ofrece.

JUAN. -  Mejor dirás que a pocos se ofrece y escucha. Saludémosle no más, y dejemos ir a este hombre regañón, que desuella a los muchachos, siempre ceñudo, antes mediano estudiante que docto, aunque, en verdad, se haya persuadido que es el primero de los maestros. Hemos dicho lo perteneciente al cuerpo; ¿qué diremos del entendimiento? ¡Cuánto alegra y vivifica esta aurora! No hay tiempo alguno tan a propósito para aprender ni para acordarse uno de lo que oye o lee, ni tampoco para meditar o discurrir de cualquier asunto a que apliquemos el entendimiento. Con razón dijo alguien: «La aurora es muy agradable a las musas.»

BELÍO. -  Pero yo ya siento hambre; volvamos a casa para almorzar.

MALUENDA. -  ¿Qué comeremos?

BELÍO. -  Pan, manteca, ciruelas de fraile, que agradan tanto a nuestros españoles que a las de todos los géneros llaman ciruelas; y si no las hay en casa, cogeremos algunas hojas de borrajas y de salvia para comer con la manteca.

MALUENDA. -  ¿Beberemos vino?

BELÍO. -  Eso no. Beberemos cerveza, y de la más floja, de la roja de Lovaina, o agua pura y cristalina de la fuente Latina o de la Griega.

MALUENDA. -  ¿A cuál fuente llamas Latina y a cuál Griega?

BELÍO. -  Vives suele llamar Griega a la que está junto a la puerta, y Latina a aquella otra de más abajo. La razón de estos nombres él te la dará cuando vayas a verle.



ArribaAbajoLa casa

 

JOCUNDO, LEÓN y VITRUBIO.

 

JOCUNDO. -  ¿Conoces el criado que cuida de esta casa aislada, tan espaciosa y linda?

LEÓN. -  Le conozco bien. Es pariente cercano del criado de mi padre.

JOCUNDO. -  Roguémosle que nos la franquee toda, porque dicen que es muy amena y deleitable.

LEÓN. -  Vamos. Toquemos a la campanilla para prevenirle. ¡Ha de casa!

VITRUBIO. -  ¿Quién está ahí?

LEÓN. -  Soy yo.

VITRUBIO. -  Dios te guarde, amable niño. ¿De dónde vienes?

LEÓN. -  De la escuela.

VITRUBIO. -  ¿Y para qué vienes aquí?

LEÓN. -  Mi compañero y yo deseamos muchísimo ver esta casa.

VITRUBIO. -  ¿Nunca la viste?

LEÓN. -  No toda.

VITRUBIO. -  Entrad. Muchacho, tráeme las llaves de todas las puertas. Lo primero es este zaguán, abierto siempre de día, aunque sin portero, que no le hay ni dentro ni fuera de casa; por la noche se cierra. Contemplad atentos estas magníficas puertas de roble guarnecidas de bronce, y el dintel y el umbral de mármol blanco. Antiguamente solían poner en las portadas de las casas la imagen de Hércules, que no dejaba entrar ni males ni malos. Esta es la imagen de Cristo, Dios verdadero, que Hércules era hombre cruel y maléfico. Con la guarda y defensa de Cristo, no entrará en la casa mal alguno.

JOCUNDO. -   Ni aun el mismo dueño.

VITRUBIO. -  ¿ Qué murmuras en griego?

JOCUNDO. -  ¿Qué cómo entran tantos malos?

VITRUBIO. -  Aunque entren malos no hacen mal alguno.

LEÓN. -  ¿No usáis de quicios para las puertas?

VITRUBIO. -  En muchas naciones ya no se acostumbra. Esta es la puerta interior del zaguán, que guarda el criado de escalera arriba - que viene a ser el primero de la familia, como el de escalera abajo es el postrero-. Esta es la antesala, en que se puede pasear y donde hay muchas y divertidas pinturas.

JOCUNDO. -  Dinos qué representan.

VITRUBIO. -  Este es un bosquejo del cielo; ésa, un mapa de la Tierra y de los mares; aquélla, un dibujo del nuevo orbe que han descubierto los españoles con sus navegaciones, y en esa otra tabla está representada Lucrecia dándose muerte por su propia mano.

JOCUNDO. -  Decláranos lo que dice, porque parece que muriendo habla.

VITRUBIO. -  Muchas la admiran, mas pocas la sienten.

JOCUNDO. -  Ahora entiendo lo que dice.

LEÓN. -  ¿Qué se representa en aquella tablilla con tanta minuciosidad?

VITRUBIO. -  Es el dibujo de este edificio. Descubre aquella otra tabla.

JOCUNDO. -  ¿Qué es esto? ¡Una mujer amamantando a un viejo!

VITRUBIO. -  ¿No leíste en Valerio Máximo este ejemplo con el título de «La piedad»?

JOCUNDO. -  Lo leí. ¿Qué dice la mujer?

VITRUBIO. -  Aún no restituyo cuanto recibí.

JOCUNDO. -  Y el viejo, ¿qué dice?

VITRUBIO. -  Gozo de haberla engendrado. Subamos esta escalera de caracol; ved cuán amplia es cada grada y de qué hermoso mármol de color de hierro. En este cuarto primero habita el amo; este otro de arriba es para los huéspedes. Y no es que el amo viva de alquilar cuarto, ni lo quiera Dios, sino que lo tiene prevenido, alhajado y adornado para recibir a los amigos huéspedes suyos. Este es el comedor.

JOCUNDO. -  ¡Jesús, qué vidrieras tan bien matizadas! ¡Qué colores tan vivos! ¡Qué cuadros, qué tallas, qué imágenes! ¿Cuál historia es esta de las vidrieras?

VITRUBIO. -  La fábula de Griselíns, que Juan Bocacio compuso tan bien y con tanto ingenio. Pero mi amo ha resuelto unir a ella las historias verdaderas de Godelina de Flandes y de Catalina de Inglaterra, que hacen ventaja a la invención de Griselís. De las imágenes, la primera representa a San Pablo Apóstol.

JOCUNDO. -  ¿Qué dice el rótulo?

VITRUBIO. -  ¡Oh, de cuánto te somos deudores a ti y tú a Cristo!

JOCUNDO. -  Y él, ¿qué dice?

VITRUBIO. -  Por la gracia de Dios soy quien soy, y la gracia de Dios no estuvo en mí vacía. Aquella otra imagen es la de Mucio Scévola.

JOCUNDO. -  Pues aunque es Mucio, no es mudo. ¿Qué dice entre dientes?

VITRUBIO. -  No me quemará este fuego, porque dentro de mí arde otro más violento. El tercer retrato es el de Elena, y el rótulo dice: Si siempre hubiese sido cual ahora soy, menos males habría causado.

JOCUNDO. -  ¿Qué señala aquel viejecito ciego y medio calvo, vuelto el índice hacia Elena?

VITRUBIO. -  El viejo es Homero y dice a Elena: Yo canté bien el mal que tú hiciste.

JOCUNDO. -  El artesonado está dorado y con algunas perlas mezcladas.

VITRUBIO. -  Perlas son, en efecto, pero de poco valor.

JOCUNDO. -  ¿Hacia dónde miran las ventanas?

VITRUBIO. -  Éstas al huerto; aquéllas al patio. Ésta es estancia en que comemos de día, vedla bien; y aquél, el aposento en que dormimos. Miradlo todo entapizado, con el suelo de tablas cubierto de estera, y estas imágenes de la Divina Virgen y de Jesucristo nuestro Salvador. Aquellas otras son de Narciso, Eurialo, Adonis y Policena, que dicen fueron hermosísimos.

JOCUNDO. -  ¿Qué hay escrito sobre el dintel de la puerta?

VITRUBIO. -  Retírate de las pasiones al puerto de quietud.

JOCUNDO. -  ¿Y en este postigo?

VITRUBIO. -  No traigas al puerto tempestad. En aquel aposento cerrado guardamos las cosas de que más usamos. Este otro cuarto es de invierno. Vedle cerrado y obscuro. Ved la chimenea.

JOCUNDO. -  Paréceme mayor de lo que requiere este comedor.

VITRUBIO. -  No reparas que también calienta otros aposentos.

JOCUNDO. -  Dicen que si están calientes, también tienen humo.

VITRUBIO. -  Esta chimenea no suele darle.

JOCUNDO. -  ¿Qué estancia es aquella de tan hermosa y bien arqueada bóveda?

VITRUBIO. -  Es la capilla; en ella se dice misa.

JOCUNDO. -  ¿En dónde está la letrina?

VITRUBIO. -  La tenemos arriba, en el granero, para que no huela mal. En los aposentos, mi amo usa bacines y orinales.

JOCUNDO. -  ¡Las torrecillas, pirámides, bolas, veletas, y todas las cosas, cuán lindas son y bien acabadas!

VITRUBIO. -  Vamos abajo. ésta es la cocina; ésta, la alacena; ésta, la bodega; aquélla, la despensa, donde los ladrones nos molestan mucho con sus hurtos.

JOCUNDO. -  ¿Y por dónde entran? Porque todo lo veo bien cerrado, y guardadas las ventanas con rejas de hierro.

VITRUBIO. -  Por resquicios y por agujeros de la puerta.

LEÓN. -  Luego los que os roban son ratones y comadrejas.

VITRUBIO. -  Aquélla es la puerta falsa. Siempre está cerrada con cerrojo y atrancada, salvo cuando está el amo.

LEÓN. -  ¿Por qué no tienen celosías estas ventanas?

VITRUBIO. -  Dan al callejón angosto y obscuro y se abren rara vez. Pocas veces se sienta en ellas o se asoma alguno; por esto mi amo tiene pensado cerrarlas con rejas.

LEÓN. -  ¿Con qué rejas?

VITRUBIO. -  De madera, acaso. Entre tanto basta con atrancarlas.

JOCUNDO. -  ¡Qué suntuosas columnas! ¡Qué magnifico pórtico! Mira aquellos atlantes y cariátides, que parecen emplear grandes fuerzas para que no caiga el edificio, y, sin embargo, no hacen nada.

LEÓN. -  Hay muchos como ellos, que parece como si hiciesen grandes cosas, cuando viven en el ocio y la pereza; zánganos, que se sustentan del trabajo ajeno. Mas ¿cuál casa es esa de ahí al lado, cercana a ésta, de materiales tan malos y resquebrajada?

VITRUBIO. -  Es un edificio viejo que se abre por todas partes y amenaza ruina. Por ello mi amo tiene pensado derribarle y hacer otro nuevo desde los cimientos. Ahora hacen ahí los pájaros sus nidos, y sirve de habitación a los ratones, pero no tardaremos en echarle al suelo.