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ArribaAbajoDiscurso sobre la Internacional

(Intervenciones de Castelar y Cánovas)


DSC de 3 y 6 de noviembre de 1871


Sesión de 3 de noviembre.

El señor PRESIDENTE: Continúa el debate de la proposición del señor Saavedra, referente a que el Congreso declare haber oído con satisfacción las palabras pronunciadas por el señor Ministro de la Gobernación con motivo de la interpelación sobre la sociedad la Internacional.

El Señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Tócame, señores Diputados, la difícil y peligrosa tarea de consumir el último turno en el presente debate; tócame eso, cuando el debate de que se trata es uno de los más largos y, al mismo tiempo, uno de los más elocuentes quizá que registran los anales parlamentarios. Debo, pues, plantear de nuevo cuestiones que han sido antes de mí planteadas; debo procurar resolver problemas que antes de mí han sido completa y absolutamente resueltos; debo aludir a circunstancias y pormenores que más de una vez han sido ya objeto de la atención del Congreso. Todo esto, señores Diputados, puede en tal manera privar de novedad a mis ideas, puede de tal suerte quitar interés a mi discurso, que únicamente el sentimiento de que cumplo en este instante un gran deber, un gran deber político, es el que me pone en el caso de usar de la palabra. Con vivo placer habría renunciado a ella, que por mucha que sea y justa la fatiga del Congreso, no es tan grande como la que siento yo mismo; pero en fin, señores Diputados, ya he dicho que me llama a este debate un deber a mi posición política inexcusable.

Este deber es prestar mi apoyo al Gobierno que se sienta en aquel banco, en una cuestión como la presente; deber que he cumplido ya desde la revolución de septiembre aquí, en muchas ocasiones diversas, siempre que circunstancias semejantes se han presentado; deber que nunca menos que en las presentes, enfrente de los peligros que a todos nos son notorios, dada una gravedad de circunstancias que quizá no la han alcanzado igual la España ni el mundo, podría eludir, podría desertar, podría abandonar. Bien quisiera, señores, en todo género de cuestiones, en la solución de los problemas políticos y en la apreciación de las soluciones que a estos problemas corresponden, encontrarme siempre de acuerdo con el Poder; pero ya que no pueda lisonjearme de esto, ni mucho menos, ahora como en los tiempos del Gobierno provisional, ahora como en los tiempos en que presidía el Consejo de Ministros el general Prim, ahora como en cualquier tiempo, y sea quien sea quien presida el Gobierno, yo he de estar aquí siempre para prestarle mi apoyo franco, leal y decidido, en todas aquellas cuestiones que afectan a los intereses permanentes de la sociedad española.

Expuesta ya, señores Diputados, la razón que me obliga a tomar parte en esta discusión, debo ahora en breves palabras fijar cuál es, a mi juicio, la cuestión que hoy se debate; cuál es, a mi juicio, el origen, la razón especial y propia de la discusión pendiente.

Se ha discutido tanto y con tanta elocuencia, según ya ha dicho; se han tocado tantas y tan graves cuestiones, que no es difícil que haya podido desaparecer de la memoria de todos, si no el origen, el estado que tuvo en sus primeros instantes este debate. ¿De qué se ha tratado aquí en suma, señores Diputados? La verdad es que después de la caída de la Commune de París, que tan triste eco alcanzó en toda Europa y en todo el mundo, que tan elocuentes reclamaciones produjo en el seno de esta Cámara misma, una sociedad funestamente célebre, ha sido considerada por la opinión pública de todo el mundo como principal causante de aquellos acontecimientos; y que en presencia de este hecho, un Diputado conservador, un Diputado celoso, en uso de su derecho y con arreglo además a la constante práctica parlamentaria, ha interpelado al Gobierno sobre la conducta que pensara seguir frente a frente de esta asociación, y para evitar los peligros con que, a juicio de todos, esta asociación está amenazando a la sociedad moderna.

Formuló, pues, su interprelación, y con arreglo, repito, a las constantes prácticas parlamentarias, el señor Jove y Hévia. ¿Qué podía hacer el Gobierno? El Gobierno, después de estudiar el asunto, hizo lo que en ocasiones semejantes han hecho todos: examinó el texto de las leyes, examinó principalmente el texto constitucional y vino aquí a decirnos que la sociedad la Internacional estaba completamente fuera de la Constitución del Estado, completamente dentro del Código penal y que tomaría, por su parte, todas aquellas medidas que sus atribuciones le permitiesen para reprimirla y para impedir que causara los males que todo el mundo espera y teme de ella. ¿Era improcedente la interpelación del señor Jove, por ventura? ¿Era ni podía ser improcedente tampoco la actitud del Gobierno? Pues qué, ¿no tiene el Gobierno bastantes atribuciones que ejercer, no tiene funciones de poder público que ejercitar contra esa asociación, ya en el orden gubernativo, ya en el mismo orden judicial?

Aunque nos atuviéramos a la interpretación que aquí ha prevalecido respecto del texto de la Constitución y de los artículos del Código penal, ¿podrá dudarse que estaba, no ya en el derecho, sino en el deber del Gobierno, el disponer del ministerio fiscal para que, de acuerdo éste con la denuncia del Poder ejecutivo aplicando las leyes, cumpliendo la ley misma de organización judicial, hecha después de la revolución, persiguiese a esa sociedad ante los tribunales? ¿Cómo ha podido decirse aquí, señores Diputados, cómo ha podido decirse aquí, contradiciendo todos los precedentes parlamentarios, olvidando toda la historia parlamentaria y los principios fundamentales del régimen constitucional; cómo ha podido decirse aquí que hay violación o exceso por parte del Gobierno; que hay extralimitación de poder o usurpación de atribuciones, porque al contestar a un Diputado, que en uso de su derecho excitaba al Gobierno para que defendiera a la sociedad contra una asociación ilícita, haya declarado el Gobierno su opinión, la haya hecho pública en este sitio, se haya colocado en una situación clara, para dirigirse en seguida a ese mismo ministerio fiscal y exigirle que reclame del poder judicial independiente la inmediata aplicación de las leyes?

¿Contradice esto, por ventura, de ninguna manera la teoría de la división de los poderes? Lo he oído con asombro, de labios de algunos elocuentes señores Diputados, porque no es cierto que en ninguna Constitución estén los poderes de tal manera deslindados, que nunca se mezclen, que nunca se rocen, que nunca se confundan los actos de los unos con los de los otros. Acontece lo contrario, lo mismo en las Constituciones democráticas que en las monárquicas; acontece lo contrario en Inglaterra, donde por primera vez se ha practicado esto de la división de los poderes públicos; acontece lo contrario en los Estados Unidos, de lo cual De Tocqueville da testimonio; acontece lo contrario en España, según los términos expresos de la Constitución votada por las Cortes Constituyentes. Nosotros no somos únicamente poder legislativo; nosotros somos también poder administrativo, poder gubernativo, pues que fiscalizamos, y por alta manera, al Gobierno en su gestión propia y determinada. Nosotros concedemos o negamos los impuestos; nosotros concedemos o negamos autorización para enajenar las propiedades del Estado; nosotros censuramos al Gobierno por su conducta política y administrativa, y no podemos menos de intervenir así constante y directamente, no ya en lo legislativo, no ya en la facultad de legislar sólo, sino en la administración del Estado.

El Gobierno, por su parte, ora valiéndose del ministerio fiscal para que demande del poder judicial que aplique las leyes, ora acudiendo a ese mismo ministerio fiscal para que excite a los tribunales superiores a obtener de los inferiores el cumplimiento de las leyes, caso que está perfectamente determinado en nuestra legislación; ora usando de las facultades disciplinarias que conserva todavía, y de que últimamente ha hecho un uso bien conocido y notable por cierto; ora, en fin, influyendo de la manera que puede y debe influir un verdadero Gobierno, sobre todo, lo que constituye la vida de la sociedad, interviene, y no puede menos de intervenir hasta cierto punto, pero muy eficazmente, en la administración de justicia.

Todo estaba, pues, aquí en el orden, por decirlo de esta manera: todo estaba arreglado a los precedentes parlamentarios, así la interpelación del señor Diputado, que excitaba al Gobierno a hacer uso de todos los medios de que dispone, y aun a estar materialmente preparado para el caso de que esa sociedad se arrojara a producir inmediatamente algún conflicto, como la contestación del Gobierno, que dijo que apreciaba la cuestión de la misma manera que el Diputado referido, que estaba de acuerdo con él, y resuelto a obrar en el mismo sentido de sus indicaciones; con lo cual no hacía otra cosa que atenerse estrictamente a las condiciones del régimen constitucional, no hacía otra cosa que atenerse a las prescripciones de la legislación vigente.

¿De qué depende, pues, señores Diputados, de qué depende el extravío que casi desde el primer instante ha experimentado el curso regular del presente debate? ¿De qué depende? De que en vez de acudir de una manera estricta y concreta a los textos legales; de que en vez de ver si las opiniones que había expuesto el Gobierno estaban o no conformes con la Constitución, en vez de ver si el Gobierno se había ajustado o no a los textos legales, se ha planteado aquí la cuestión constituyente. ¿Y nace, por ventura, tal extravío de los que nos sentamos en estos bancos? ¿Teníamos nosotros algún interés, cuando evidentemente bastaba el sentido estricto y al texto expreso de las leyes para cumplir todos los fines que nosotros queríamos que se cumpliesen en las presentes circunstancias respecto a la asociación llamada la Internacional; teníamos necesidad o interés, digo y repito, en promover semejante debate de carácter constituyente? ¿Por qué y para qué habíamos de promoverlo? Distintos móviles, distintos intereses han traído este debate, que no los nuestros.

Es, señores Diputados, que olvidando que la Constitución de 1869 fue un grande acto de transacción entre tres partidos distintos, y olvidando que esta Constitución no responde por lo mismo al criterio determinado de un solo partido, se ha pretendido aprovechar una circunstancia cualquiera para dar por roto aquel pacto constitucional, para intentar indirectamente modificarlo, alterando el sentido evidente de su texto, destruyendo todo lo que hay de más íntimo y de más esencial en su seno, y planteando aquí de nuevo, para impedir el curso tranquilo y el juego regular de las instituciones, la cuestión constituyente. Y yo comprendo esto en los señores republicanos, por más que no estuviera bien fundado en sus antecedentes, porque recuerdo que mi amigo particular el señor Castelar, con la grande elocuencia que le es propia, exclamaba aquí un día, al discutirse los derechos individuales, que real y verdaderamente no existían en la Constitución de 1869, pues aparecían en ella «coartados (ésta es frase literal), aniquilados» (ésta es otra de sus frases).

Cuando esto se ha creído y cuando esto se ha proclamado por un órgano de tanta autoridad como el señor Castelar, ¿debíamos esperar que dentro del derecho constituido, que en el terreno del derecho constituido, se pretendiera luego, como lo ha pretendido y lo está pretendiendo ese partido, que los derechos individuales existen en el Código fundamental de 1869 ilegislados e ilimitados? Pero, como ya he dicho, yo comprendo, y más que comprendo, respeto la habilidad política, el arte político del señor Castelar en este punto. Sin embargo, como no es posible que en 1869 esos derechos estuvieran coartados y estuvieran aniquilados, y ahora, en 1871, estén ilegislados y estén ilimitados; como ambas cosas no son posibles a un tiempo, tengo el derecho de recusar para las cuestiones de derecho constituido el testimonio del señor Castelar. Yo sólo, yo tengo únicamente ese derecho: en todo lo demás cedo con mucho gusto en autoridad al señor Castelar; pero tengo, en esto particularmente, mucha más autoridad que el señor Castelar. Y la tengo así, porque al examinar, como recordarán los señores Diputados, el proyecto de Constitución, que hoy es la Constitución vigente; al examinarle bajo mi punto de vista y criticarlo en muchos de sus detalles; al encontrar, como encontré, que no había en él suficientes limitaciones, ni la pasión del debate, ni el carácter fundamental de mi censura en aquellos momentos, nada me impidió comenzar por reconocer franca, abierta y lealmente, que en cuanto al derecho de asociación no había más que pedir porque estaba suficientemente coartado; en una palabra, que el derecho de asociación había quedado casi como estaba antes.

Consta esto en el Diario de las Sesiones, y dejo el examen de esa afirmación mía a los que quieran rectificar o hablen luego para alusiones personales. Y tengo el derecho de afirmar, después de dicho esto, que mi interpretación, la interpretación que doy ahora a la Constitución vigente respecto a las asociaciones, es una interpretación de completa buena fe. Se la doy en la práctica ahora, y cuando parece que puede ser favorable a la corriente de mis opiniones políticas, de una manera idéntica a como se la daba cuando ejercía desde aquí el papel de crítico respecto al conjunto de la Constitución que era proyecto entonces.

No hay remedio, señores Diputados. Los señores de la extrema izquierda, los que perteneciendo a la escuela republicana no lograron en 1869 incluir en la Constitución del Estado los derechos individuales sin limitación alguna, ni lograron que dejaran de estar legislados en esa Constitución, hoy no tienen más remedio que someterse al derecho constituido; y los que a trueque de obtener otras concesiones, los que entrando en una grande y patriótica transacción política, que así la califiqué yo entonces ya, dejaron sus puntos de vista, cedieron en la rigidez de sus opiniones y consintieron que los derechos individuales quedaran en la Constitución limitados, también deben tener hoy paciencia, también deben hoy proceder de buena fe, aceptar como son las cuestiones de derecho constituido ni más ni menos que los Diputados republicanos.

He dicho con tal claridad, y lo he dicho con tal franqueza, que en este caso y en esta cuestión era ministerial y prestaba de buena fe todo el apoyo que puedo yo prestar al Gobierno, que empiezo naturalmente aceptando (guiado por los precedentes de siempre, pero más guiado aún por los precedentes de esta discusión misma y por las alusiones de que he sido ya objeto, de parte del señor Salmerón, principalmente), aceptando, repito, la sospecha de que, a falta de mejores razonamientos, surja en muchos ánimos, asome tal vez a muchas lenguas la idea de que el Gobierno no puede tener razón en su conducta, no puede hoy tener razón en este debate, porque le apoyo yo, que soy doctrinario, y que soy, por ende para muchas vulgares opiniones, reaccionario.

Procede, pues, señores Diputados, que hagamos un poco de alto en este punto.

Doctrinario y reaccionario se me ha llamado aquí muchas veces; y cuando sólo se trataba de mi persona he solido hacer poco aprecio de semejante. acusación. Como hoy se puede tratar, como hoy se ha tratado ya de sacar partido de ella contra soluciones que considero ventajosas para el país, que considero esenciales para el orden público, tengo necesidad de no dejarla pasar en silencio y de ocuparme de ella con especialidad.

En primer lugar, ¿qué quiere decir lo de doctrinario? ¿No se les ha dicho ya desde aquí a los señores de enfrente, que históricamente eso era una completa inexactitud, porque nosotros no defendemos absolutamente nada, no partimos de los mismos principios ni llegamos a las mismas consecuencias de los que históricamente se llaman doctrinarios? ¿Qué se quiere decir con eso? ¿Se quiere decir que, aunque históricamente no se nos llame doctrinarios, podemos serlos por tales o cuales doctrinas? Pues doctrinarios, en cierto sentido, lo somos todos; los unos de buenas, los otros de malas doctrinas, y yo creo que son S. SS. los doctrinarios de malas doctrinas.

¡Y lo de la reacción, señores! ¿Será posible (y perdóneme el señor Ministro de la Gobernación, que no trato en esto ni de censurarle ni de ofenderle); será posible que esta palabra «reaccionario» pueda ya producir efecto en nadie en los tiempos revueltos que alcanzamos? Pues ¿a quién no se le ha llamado aquí reaccionario, a quién no se le llama ya reaccionario en el mundo? ¿No ha dicho aquí el mismo señor Castelar, y lo hemos oído con suma curiosidad todos los Diputados, que hasta el señor Garrido era tachado de reaccionario y aun de agente de la clase media en contra de los sagrados derechos del pueblo? (El señor Garrido (don Fernando) pide la palabra.) Pues del señor Pi y Margall ¿no he leído yo mismo en un periódico de Barcelona la acusación de reaccionario, quejándose de que había faltado a mucho de lo que había esperado de él el socialismo? Y no sólo lo he leído, sino que aún después del discurso de ayer del señor Pi y Margall, y aunque en ese discurso hay cosas y hay declaraciones según las cuales parece que S. S. da otra vez suficientes esperanzas al socialismo, todavía estoy completamente seguro de oír muchas veces contra él la acusación de reaccionario.

Pero, ¡qué digo, señores Diputados! Ha habido un escrito, cuyo nombre se ha citado ya muchas veces en este debate, cuyo nombre ha palpitado en las lenguas más veces que se ha citado aún, porque se ha tenido la reserva o la habilidad política de ocultarlo: hablo de Proudhon. Ese hombre, de quien puede decirse que en su último libro, intitulado De la capacidad política de las clases obreras, ha dado el programa de la agitación presente de esas mismas clases; que ha escrito el diabólico Evangelio, perdonadme lo absurdo de este lenguaje, el diabólico Evangelio del socialismo y de la revolución demagógica actual; ese hombre benemérito a todas luces para todos los revolucionarios, para todos los anarquistas, para todos los socialistas, llamó a su lecho de muerte, a que le acompañase en sus últimos momentos al más íntimo de sus discípulos y al más íntimo de sus amigos; y no pudiendo ya concluir las páginas de aquel su testamento político, las páginas de aquel libro terrible que tantas desgracias está destinado quizá a causar en la humanidad entera, sugiriéndole su propio espíritu, comunicándole todo su sentido, le rogó en tal hora solemne que terminara el epílogo, que escribiese sus últimas palabras. El discípulo y amigo se retiró de la cabecera del moribundo, y escribió aquellas páginas y aquellas páginas son la apoteosis de la fuerza, representante de la universalidad de las clases obreras; son un llamamiento al poder y al ejercicio de esta fuerza del proletariado contra los ricos; son, en fin, lo que debía ser el resumen, el epílogo de un libro de Proudhon. ¿Y sabéis cómo aquel hombre se llamaba? Registrad el libro de las ejecuciones primeras y más principales de París; aquel hombre se llamaba Gustavo Chaudey, y fue fusilado por reaccionario.

¿Qué tiene de particular, pues, señores Diputados, que cuando el infeliz Gustavo Chaudey fue fusilado por reaccionario, pueda ser calificado como tal el señor Garrido, pueda serlo el señor Pi y Margall, y con mucha más razón pueda yo ser de tal calificado, y conmigo el señor Ministro de la Gobernación?

Pero en suma, señores Diputados, ¿con qué derecho, sobre todo desde cierta parte de la Cámara, se me puede a mí echar en cara, se puede echar en cara a mis amigos el título de reaccionarios? ¿Por ventura, si alguna vez ha surgido el propósito antiparlamentario e inconstitucional de arrojar ilegalmente de esta Cámara sin procedimiento suficiente y legítimo a la minoría republicana, ha salido eso de mí y de mis amigos, o no he sido yo el que me he levantado el primero para protestar con tanta energía como el que más contra semejante atentado? (El señor Figueras: Es verdad; tiene razón.) ¿Por ventura, cuando ha habido aquí cuestiones parlamentarias de difícil interpretación; cuando aquí hemos sospechado muchos que se rompía y violaba abiertamente la ortodoxia constitucional, he sido yo autor de alguna proposición, he sostenido yo aquí a la faz del Congreso que podía cometerse ninguna violación del derecho constitucional? ¿Ha salido esto de mí? ¿Ha salido de estos bancos? De aquí no han salido más que protestas contra tales pensamientos.

Por último, señores Diputados, porque temo extenderme demasiado en este punto, ¿tenéis noticia, así como la tenéis de que yo, desde el poder, he llevado la obediencia a la ley y a la tolerancia política tan lejos como quizá no se ha llevado en ningún otro período histórico; al mismo tiempo que tenéis esa noticia, porque es un hecho de la historia que en vano pretenderíais arrancar de ella, tenéis noticia, digo, de que me haya levantado yo alguna vez en aquel banco, cualesquiera que hayan sido las circunstancias, no ya circunstancias normales, sino en el 22 de junio mismo, y haya osado decir que si los medios legales no bastaban, si los recursos legales no eran suficientes para defender el poder, sin más que mi propio criterio y el criterio de los que me rodeaban, me atrevería a saltar por encima de las leyes?

Es inútil, pues, acudir a esos recursos de habilidad parlamentaria. Yo no me afecto con estas cosas tan frecuentemente como se afectan otros; pero tengo el derecho de que se me crea y considere un hombre liberal, un hombre constitucional; y no sólo tengo este derecho, sino que tengo el derecho, puesto que nunca he faltado deliberadamente a las leyes, puesto que no se podrá probar que haya faltado nunca a las leyes ni deliberada ni indeliberadamente, tengo el derecho de que, cuando, en apoyo de un Gobierno que no es de mis opiniones, doy cierto sentido a las leyes, cuando declaro francamente que dicen esto o dicen. lo otro, se entienda que obro así, que procedo así con una completa convicción. Lo que yo haga estará siempre de acuerdo con los principios constitucionales de España, de acuerdo con el espíritu constitucional de todas partes: lo que hago hoy es entender las leyes, según lo que ellas dicen.

No hay libertad política posible, no hay Gobierno regular, no hay régimen constitucional donde se pretenda sustituir al texto expreso y estricto de las leyes, el supuesto espíritu, que tales o cuales escuelas las atribuyan.

Pues qué, señores Diputados, ¿hay en toda la ciencia de la legislación y del derecho, ya que tantas veces se ha citado aquí esta ciencia, hay un precepto más claro, más sencillo, más obligatorio, que el de que las leyes estén redactadas de manera que todo el mundo las entienda, que no se necesite ser filósofo para entenderlas, sino que cualquiera, el más humilde de los ciudadanos, pueda entenderlas a su simple lectura? ¿Qué legislación sería una legislación, que Constitución sería una Constitución que necesitara de las sabias interpretaciones, de las profundas ciertamente, pero oscurísimas interpretaciones, que en este sitio se quieren dar? No hay así libertad posible: el derecho que el filósofo tendría para interpretar una ley desde la oposición, tendría otro filósofo desde el Gobierno para interpretarla según los principios de su escuela. Una ley, según demostraré en seguida, una ley tiene siempre el carácter de pacto entre todos los ciudadanos, y este pacto, este contrato, que todos están obligados a respetar, que todos están obligados a obedecer, necesita como primera condición el ser completamente claro.

Así pues, cuando dice la Constitución que el derecho de reunión no podrá ejercitarse de noche; que el derecho de reunión no podrá ejercitarse sino pacíficamente, es decir, sin armas; que el derecho de reunión no podrá ejercitarse delante de este Cuerpo Colegislador, cuando esto dice la ley, es preciso que todo el mundo entienda, que todo el mundo reconozca que este derecho está limitado, ya verdaderamente limitado, por el derecho constituido. Toda cuestión respecto al derecho constituyente, toda cuestión filosófica, por lo que hace a las necesidades y a la conveniencia del gobierno del país, es completamente inútil, es completamente ineficaz.

Y cuando dice la Constitución que existe sólo el derecho de asociación, que existe sólo la asociación como derecho individual «para los fines que no sean contrarios a la moral pública», tiene derecho a entender todo el mundo que para aquellos casos en que la moral pública esté violada, semejante derecho no existe, semejante derecho no tiene ni principio ni fin, no puede ser interrumpido; lo diré más claro: semejante derecho no llega jamás a tener existencia.

Y aquí, señores, debo decir algunas palabras sobre cierta opinión del señor Rodríguez, que tomó en sus labios el carácter de un dogma, acerca de la ilegitimidad que S. S. consideraba que habría en todos los casos en que la autoridad gubernativa interviniera en el ejercicio de los derechos individuales. No; eso no es cierto según el derecho constituido; eso no es cierto, según la Constitución del Estado.

Pues qué, si una reunión se verifica de noche, ¿hay que esperar para que la reunión se disuelva a que se forme un proceso contra ella y se fulmine una sentencia sobre ella? Pues qué, si una reunión se congrega en esa plaza que está delante de este Cuerpo Colegislador, ¿tenemos necesidad de acudir al poder judicial para que la disuelva? No: aquello que no es derecho, aquello que no está garantido por la Constitución del Estado, como no está garantido, como lo que está garantido es lo contrario (es a saber, que no se verifiquen delante de los Cuerpos Colegisladores reuniones públicas); el Gobierno tiene, no el derecho, el Gobierno tiene el deber de impedir que se realice. Y yo digo, y no quiero con esto oponerme a lo que ha hecho el señor Ministro de la Gobernación, porque tengo bastante prudencia política para comprender las posiciones diferentes; yo digo que en materia de asociaciones el Gobierno puede impedir la fundación de asociaciones ilícitas. Y esto, que es evidente con arreglo al texto expreso de la Constitución del Estado, que no concede ningún género de derecho a tales asociaciones, esto lo confirma el Código penal cuando absuelve a la autoridad que impide la fundación de asociaciones ilícitas.

¿Necesitaré leer el artículo? Se ha leído ya aquí; pero si alguien duda de esto, lo leeré otra vez. Dice expresa y textualmente el Código penal; que «El funcionario público», y entiéndase bien, porque el Código no confunde lo que es funcionario público con la autoridad judicial; que el funcionario público que impidiera por cualquier medio la fundación de cualquier asociación comprendida en el artículo 198 del mismo Código, es decir, de las que son contrarias a la moral pública, no incurre en pena alguna. Nadie puede negar esto, por más que le pese.

Por consiguiente, por el texto expreso del Código penal, por la confirmación que a esta disposición de la Constitución ha dado el Código penal, resulta clara y evidentemente que toda asociación ilícita puede impedirse por medios gubernativos. No podéis recusar la Constitución ciertamente; habéis accedido a ella por medio de un compromiso solemne y en circunstancias en que (lo repito con sinceridad) era patriótica vuestra moderación. Pero todavía menos que la Constitución, hecha en circunstancias extraordinarias y en que grandes deberes de patriotismo pesaban sobre todos, todavía menos, como aquí se ha dicho, y yo lo repito otra vez, porque debe repetirse mil veces, todavía tenéis menos derecho a rechazar el Código penal. ¿Por ventura lo he hecho yo? ¿Por ventura lo han hecho mis amigos, a quienes calificáis de reaccionarios? ¿No lo ha hecho mi respetable amigo particular el señor Montero Ríos? ¿Se ha puesto siquiera en práctica este Código penal por reclamación nuestra, cuando fuimos los únicos, mi amigo el señor Silvela y yo, los únicos que nos opusimos a que de aquella forma y en aquella manera se planteara ese Código? ¿Pues no se ha planteado por iniciativa de la minoría republicana, me parece? (Denegaciones.) No quisiera citar a una persona que ya no existe; pero si se busca el Diario de las Sesiones, se encontrará que una persona que no existe, y cuyo fallecimiento deploramos todos profundísimamente, propuso a la Cámara que se pusiera en, práctica este Código, sin perjuicio de que luego se discutiera; pero, en fin, que se pusiera en práctica.

Preciso es, pues, señores Diputados, que aceptéis el texto expreso de la Constitución, tal como muchos de los señores que se sientan en aquellos bancos lo consintieron y ayudaron a redactarlo, y con mucho -mayor motivo sufráis, si es que tenéis que sufrir, que yo creo que con ello no sufriréis más que la justicia, pero en fin, que sufráis, que un Código que habéis redactado y que ha sido formado por uno de vuestros más eminentes hombres públicos, por un hombre a quien yo con sinceridad respeto y aprecio por su saber, sea directamente y rectamente aplicado.

Ha llegado a un punto este debate, señores Diputados, que aun cuando su verdadero terreno, aquel de donde, como he dicho, nunca ha debido salir, aquel de donde, como también he dicho, no hemos sido nosotros los que le hemos sacado, sea el único en que debiéramos discutir, es imposible, por el carácter mismo del debate y por las alusiones directas que sobre el particular se me han hecho, es imposible, repito, que deje yo de entrar, aunque sea ligeramente, en la cuestión de principios.

Y, señores, bien lo comprenderéis: si al tratar del derecho de asociación dije que lo encontraba suficientemente limitado en el derecho constitucional; si tratándose de otros derechos expuse que no se encontraban bastante limitados, claro es que debo sustentar y defender hoy que estos tales derechos son limitables y que estos tales derechos son legislables. ¿Cómo para opinar así profeso yo la doctrina del Estado? ¿Cuál es mi concepto del Estado? Brevemente he de decirlo, y respondo con esto al señor Salmerón. Pero antes permitidme que os haga una observación importante.

Decía ayer elocuentemente el señor Ríos Rosas que cuando las cuestiones se elevaban al terreno de los principios, que cuando las cuestiones se elevaban a la esfera de la filosofía, no era fácil que estuviéramos todos de acuerdo, ni aun los que después llegábamos a idénticas soluciones prácticas. Y añadía con mucha razón que a pesar de eso no llegaban, ni con mucho, nuestras diferencias a las que se advertían en los bancos de enfrente. El señor Salmerón, que tan sabiamente y tan elocuentemente habló, y que nos interrogaba al señor Alonso Martínez, al señor Moreno Nieto y a mí, para que explicáramos todos, y yo principalmente, el concepto del Estado, ¿no les parece a los señores Diputados que después de todo se quedó sin explicarlo por su parte? Pero si hemos de deducir del contexto general de su discurso su concepto del Estado, y comparamos este concepto con el expuesto por el señor Castelar, y mucho más con el expuesto por el señor Rodríguez, ¿no os sorprenden, señores, con sólo recordar simplemente lo que unos y otros han dicho, no os sorprenden las distancias, los abismos que los separan?

No extrañéis, pues, y sin perjuicio de volverme a ocupar luego de esto; no extrañéis, pues, que haya alguna diferencia entre mi manera de considerar el Estado y la manera que tienen de considerarlo otras personas con quienes completamente coincido en el derecho constituido, en las limitaciones prácticas del derecho.

Para mí, señores, lo digo francamente, y no lo digo ahora, sino que hace mucho tiempo que lo tengo dicho, para mí el Estado no es un ser, no es más que institución o instrumento; no tiene ni puede tener otros derechos que los derechos de la personalidad humana: instrumento de la personalidad humana, no puede realizar nunca, no puede pretender realizar nunca otros derechos que aquellos que en la personalidad humana residen.

La idea del Estado concebida de otra suerte es una idea que conduce fatalmente al panteísmo; es una idea directamente derivada también del panteísmo; nace de la pretensión de sustituir con una unidad humana y terrena la grande unidad divina, que se intenta hacer desaparecer de la conciencia del hombre. Lo mismo la idea de humanidad que el concepto del Estado, como ser con naturaleza y derechos propios distintos de los de la personalidad humana, son para mí fatalmente, necesariamente derivados del panteísmo. Y os anticipo desde ahora, puesto que de esto estoy tratando, que en todo país, que en todo siglo que sea bastante desdichado para alejar de sí la unidad de Dios, la superioridad de Dios sobre los hombres, surgirá necesariamente, inexorablemente el Dios-Estado, la unidad del Estado, para conservar en el género humano el principio de autoridad, que no se quiere conservar bajo la unidad suprema de Dios.

Todo derecho emana de la personalidad humana: el Estado es el instrumento, únicamente el instrumento de la personalidad humana; pero ¿son por esto las facultades, las atribuciones del Estado insignificantes? Pues cuando se dice y lo reconocéis todos (y perdonadme que me detenga en una cuestión tan discutida; pero es para mí absolutamente indispensable): cuando decís todos vosotros que el derecho absoluto, total en cada individuo, se limita prácticamente en el derecho constituido, por el derecho total absoluto de los otros, ¿cómo queréis realizar esta respectiva limitación dentro de tal derecho constituido? ¿Queréis realizarla, por ventura, creando la anarquía de individuo a individuo, suponiendo que cada individuo ha de defender su propio derecho, ha de mantener la esfera de su personalidad ante otra personalidad absorbente, injusta o atentatoria a su propio derecho? ¿Hay alguien bastante anárquico para sustentar una doctrina de este género? El derecho absoluto en mí se limita por el derecho absoluto en otra persona; pero ¿cómo se practica esta limitación? ¿Es que en cada momento de la vida hemos de emprender cada uno contra cada uno, todos contra todos, una lucha para mantener incólume nuestro derecho? No: esto no es posible; semejante anarquía no se ha intentado jamás.

Precisamente por esto, precisamente para esto es absolutamente indispensable en la sociedad la institución del Estado. El Estado es el que se coloca entre el derecho de un individuo y otro individuo, usando de la fuerza de la colectividad, empleando la fuerza colectiva de todos, para defender el derecho de cada uno y mantenerlo dentro de sus naturales condiciones. ¿Es esto claro, señores? El Estado se levanta entre el individuo justo y el individuo injusto, se coloca entre el derecho aislado y la colectividad agresora y perturbadora, en nombre del derecho de cada uno, en nombre de la personalidad de cada uno, para mantener a todas las demás personalidades en sus justos límites.

Y como esto no lo puede hacer el Estado por su sola moral existencia, como no lo puede hacer sin medios prácticos, como necesita realizarlo de alguna suerte, para eso está la ley. La ley, el derecho constituido, representa aquel elemento común social, aquel derecho igual de todas las personalidades, que se opone a la invasión de una personalidad determinada. Representando esto la ley como lo representa, y habiéndolo representado siempre, aun en los tiempos en que el Estado ha tenido origen histórico, pero representándolo de una manera más palpable todavía cuando el Estado se crea por sufragio, y más por sufragio universal, como en España, la ley constituye un pacto, un contrato común que limita, y que limita debidamente en nombre de cada personalidad humana, si no el derecho, la acción injusta de algunos, para mantener la totalidad del derecho de todos.

Puedo, pues, sustentar y he sustentado siempre el derecho absoluto en la personalidad humana; puedo, pues, sustentar y he sustentado siempre la necesidad del Estado, digo más, la necesidad de un Estado fuertísimamente constituido. Precisamente porque tal es mi doctrina, creo yo, y he creído siempre, que únicamente cabe la libertad donde hay un Estado muy fuerte y muy poderosamente constituido. Si el Estado es débil, la injusticia de los unos tratará de sobreponerse al derecho de los otros; si el Estado es débil, las muchedumbres tratarán de atropellar al individuo aislado; si el Estado es débil, no puede defender a unos contra otros individuos o necesita para mantener a cada cual en su derecho una lucha perenne. Pero cuando el Estado es verdaderamente fuerte y poderoso, cuando está profundamente arraigado y no vacila, cuando el Estado es una gran creación, hija de los siglos o está fortalecida por el amor de todos, entonces en este Estado es fácil mantener el derecho del individuo; entonces, fácilmente se sustenta a cada uno en la totalidad de su derecho, y las agresiones son menos frecuentes, o si lo son, con más facilidad son corregidas y reprimidas.

Voy a deciros sobre este punto, señores Diputados, una cosa que quizá os parezca paradoja; quizá parezca paradoja a muchos, y sale no obstante de lo más profundo de mi conciencia, y es el fruto de serias meditaciones. Yo opino y creo (y entrego confiadamente mi opinión al juicio de todos, por más que a muchos sea contraria), yo opino y creo que son imposibles los derechos naturales que común, aunque inexactamente a mi juicio, se han llamado individuales; que son imposibles esos derechos en un país, en una nación sin creencias religiosas. Desde el momento que no tenéis opiniones religiosas en un país; desde el momento en que falta dentro de cada hombre un juez y una sanción que defiendan el derecho de los demás, esta defensa tiene que estar exclusivamente confiada al Estado, y el Estado cuando se encarga de esta defensa cobra en poder, cobra en usurpaciones lo que a la necesidad social ha tenido que prestarle. Eso lo dice la razón por sí sola, y eso además está demostrado por la historia.

¿No veis, señores Diputados, que en los países donde desgraciadamente cunde el escepticismo; no veis cómo en una nación vecina nuestra, la Francia, devorada por la incredulidad, donde falta ese juez íntimo que al hombre habla; no veis cómo allí son imposibles los derechos naturales? ¿No veis que cuando aparecen, aparecen como un relámpago para abrir camino a las tormentas del cesarismo y de la tiranía?

Pero en cambio de esto, observad a Inglaterra y a los Estados Unidos. En aquellos pueblos las muchedumbres tienen generalmente espíritu cristiano y tienen espíritu religioso en medio de las disidencias políticas; ved allí a las pasiones del hombre en oposición con su conciencia individual; y ved aquel hombre cuán fácilmente puede pasarse sin la acción ni la tiranía del Estado. Allí el Estado puede tener cortas atribuciones; allí el Estado no necesita buscar ni Césares ni dictadores; ¿y por qué? Porque el derecho de todos, el derecho primordial de cada uno, el derecho de las minorías inteligentes, está comúnmente a salvo por el respeto que tienen todos en su conciencia al Juez Supremo que ha de juzgarles en otra vida.

Mirad como queráis esta doctrina, calificadla como os parezca; por lo menos no podrá decirse que es una doctrina que he formado al compás de las exigencias de la vida pública del momento. Yo he profesado esta opinión mucho antes de la revolución de septiembre, la he profesado públicamente y la tengo consignada en impresos. He sostenido antes de la revolución los derechos naturales absolutos, y he sostenido que todo derecho estaba en la personalidad humana; pero sólo he sostenido esto dentro del cristianismo, dentro de aquella religión que siempre se dirigió al individuo, a la conciencia del hombre; de una religión que no habla al hombre de la humanidad vagamente, que no habla a la sociedad de la sociedad únicamente, sino que habla al hombre de lo que individualmente le importa, que es la salvación del hombre: comprendiendo y reconociendo que dentro del alma de cada hombre está lo más alto de la creación, y que las almas no se suman ni se restan, porque cada alma puede valer tanto como todas las almas juntas que al mismo tiempo habitan la tierra.

Esta doctrina es cristiana, y esta doctrina es liberal, altamente liberal; es la doctrina de que parte la Constitución histórica inglesa; es la doctrina que da vida y fuerza a la Constitución de los Estados Unidos.

Mas suponed que llega un día en que se esparce y se generaliza por los pueblos esa teoría de que todo cuanto hay que hacer en el mundo es gozar de la vida; que todas las aspiraciones del hombre están encerradas dentro de la tierra: suponed que el hombre crea, como generalmente creen las turbas en Francia, que detrás de esta vida no hay otra, que no hay justicia suprema, que la actividad y la inteligencia del hombre no tienen mejor cosa en que emplearse que en satisfacer todas sus necesidades presentes. Poned luego a este hombre enfrente de las dolorosas pero inevitables penalidades de la vida; ponedle enfrente de la injusticia, de la mala fortuna, de la miseria, de las enfermedades; ponedle enfrente de su limitada y transitoria naturaleza, y ese hombre será indisciplinable, y llevará su ateísmo, no ya sólo al cielo que le es indiferente, pues para él no existe, sino a la familia, a la patria y... acabará por afiliarse a la Internacional.

Pero he ofrecido antes ocuparme en examinar las opiniones distintas que aparecen en aquellos bancos (señalando a los de la izquierda), y voy a hacerlo. Allí se levantó mi amigo el señor Castelar, y poseído de la nobleza y grandeza de su espíritu, poseído además, y acaso por esa misma grandeza, del profundo sentido cristiano que pudiera decirse que le persigue, dadas las circunstancias políticas en que se encuentra; poseído y dominado, repito, por ese espíritu que trae a sus labios, según observaréis en sus más grandes peroraciones los más elocuentes de sus períodos, tendió la vista sobre la humanidad, tendió la vista sobre la pavorosa cuestión presente y, separándose de la corriente más general de su partido y de la extraviada corriente de la muchedumbre, se declaró partidario de la propiedad individual.

Yo aplaudo al señor Castelar por esa declaración, que hace honor no sólo a su inteligencia, sino tanto y más a su carácter. No era posible, sin embargo, exigir de un hombre que se encuentra en su posición política, que dejara de decir algo, siquiera fuera leve, siquiera pudiera aparecer insignificante, que bastara a mantener vivos los vínculos que le unen con esas muchedumbres inconscientes; no era eso posible, y por esta razón el señor Castelar nos habló algo el otro día de emancipación social y económica de las clases trabajadoras. ¿Podría decirnos el señor Castelar, en presencia de los hechos, qué es lo que representa hoy (no en Inglaterra, por ejemplo, donde puede y debe hablarse de eso, porque la emancipación allí no está hecha; ni tampoco en Alemania, donde acontece otro tanto, sino en Francia y en España); podría decirnos el señor Castelar qué es lo que, dada la propiedad, individual, enérgicamente aceptada y proclamada, significa aquí la emancipación económica y social de las clases trabajadoras? ¿Quiere hacer el favor el señor Castelar de explicarnos algo de eso, que bien lo merece? Porque a la verdad, un hombre de la talla del señor Castelar, un partido entero que presenta esta fórmula, porque yo recuerdo que la ha dado en un manifiesto republicano en el verano último, no puede lanzar al viento de las muchedumbres tales frases, sin que ellas respondan a una realidad meditada, determinada y concreta.

Pues qué, ¿podrá alguien suponer que el señor Castelar ni ningún partido político tiene derecho en conciencia para sembrar esperanzas vanas, insustanciales y huecas, sin realidad de ninguna especie? Ya que su señoría ha tenido que hacer ese sacrificio (que yo estoy cierto que siendo partidario de la propiedad individual, ése es un sacrificio); ya que ha tenido que hacer ese sacrificio, fuerza es que creamos que algún desarrollo tendría semejante idea en su entendimiento, que alguna fórmula tendría estudiada acerca de ella; y siendo este debate tan solemne, y siendo tan grave el lanzar a las muchedumbres infelices unas esperanzas que no se han de cumplir, S. S. debe decir en esta ocasión, para conocimiento del país, lo que significan tales frases.

¡Emancipación social y económica! ¿Qué dice de esta fórmula el distinguido economista señor Rodríguez, que tanta parte ha tomado en el presente debate? ¡Emancipación social y económica! ¿Dónde están en España las trabas que impiden el trabajo? ¿Dónde están las trabas que impiden la formación del capital? ¿Dónde están ningunas trabas? Y si hay alguna, ¡cuán fácil no será destruirla! Pero ¿qué trabas esenciales existen aquí, qué trabas es necesario que desaparezcan para que pueda considerarse el trabajador de todo punto emancipado social y económicamente? La verdad es, señores, que todas las diferencias que separan al señor Rodríguez de los que nos sentamos en estos bancos, aun siendo tan grandes como ellas en sí parecen, todos estos abismos que cualquiera creería imposibles de salvar, todo esto es nada en comparación de la inmensa distancia que separa al señor Rodríguez de la escuela cuyos principales representantes están en la minoría republicana, si hemos de dar valor a esa concesión del señor Castelar y, sobre todo, si hemos de tomar en cuenta, como creo yo que deben tomarse, los gravísimos discursos de los señores Salmerón y Pi y Margall.

Ha estado el segundo de estos señores más reservado que el primero; lleva más tiempo en el Parlamento, y aunque no le sea superior en inteligencia, porque no creo que el señor Salmerón tenga aquí superiores, sí le es superior en habilidad y en arte político. Pero en suma, con más reserva el señor Pi y Margall, y con menos reserva el señor Salmerón, que se dejó llevar de la fuerza de su sentimiento y de sus intenciones, la verdad es que el uno y el otro, ¿a qué negarlo? mucho me alegraría que se me negase, y me alegraría más aún de que la negación no fuera desnuda y vana, sino que estuviera acompañada de demostraciones convincentes; pero la verdad es que tanto el uno como el otro de estos señores han profesado aquí en voz alta y resuelta el socialismo. Y los principios de que el uno y el otro parten para el desarrollo de su pensamiento, las soluciones a donde se dirigen, distan tanto de las del señor Rodríguez, cuanto ya os he dicho, señores Diputados.

Esa escuela que el señor Rodríguez tiene ahí delante, es aquella que prefiere con Proudhon la protección al libre cambio; es aquella que prefiere la protección del Estado, porque, aunque incompleta, crea una forma racional de vida, preferible a la libertad predicada por el señor Rodríguez y la escuela economista; escuela que condenan como absurda, como inicua, y como la peor de todas. Ellos le dicen al señor Rodríguez (bien lo sabe S. S.): «será verdad vuestra ley de producción de la riqueza; será verdad esa ley, según la cual, basta la libertad sola, la libre actividad de cada uno, para desarrollar la riqueza indefinidamente; pero tened en cuenta que esa prosperidad que engendra la actividad humana libremente ejercida, se realiza por medio de seres morales, por medio de seres inteligentes, por medio de seres responsables; tened en cuenta que son hombres las partículas con que movéis los elementos, con que contáis para la concurrencia, y que esos hombres se despedazan, gimen y mueren en la lucha, y no tiene derecho ningún hombre a que gima y a que perezca por su bien particular otro hombre».

Y adviértase que alguno por cierto de los principales apóstoles de la escuela economista, y señaladamente el que más partidarios tiene en España, ha declarado en sus libros, entre los gastos inútiles que hace el Estado, el del clero, porque se satisface por servicios que él llama quiméricos; y como quiera que en el fondo de muchos partidarios de esa doctrina se agita así el ateísmo, ellos carecen de armas que emplear contra los que lanzan tales quejas. No pueden apoyarse en la futura misericordia de Dios, en la conciencia de la otra vida o en altos deberes que tengan sanción en otra parte; y viniendo así unos y otros a reconocer que no hay más vida que la presente, es imposible que lleven los economistas la mejor parte en el debate. Porque en realidad, señores, y permitidme que lo diga: si no hubiera más vida que ésta, si no hubiera Dios, como se dice y se proclama con tristes voces, yo no sé qué tendríamos que decir al socialismo; yo no sé con qué razón un hombre que vive esta vida transitoria le diría a otro hombre a quien también ha de tragarse la tierra, «sufre y padece, y lucha y muere». ¡Ah, señores!, si es verdad que no hay Dios; si es verdad que no hay justicia divina; si es verdad que no hay otra vida, ¿a qué esta lucha impía? Entendámonos con la Internacional y el socialismo, porque yo declaro que si no hay Dios, el derecho está de su parte. (Profunda sensación.)

La escuela a que el señor Salmerón pertenece, sean cualesquiera sus reservas, que no creo que las extreme, desdeña altísimamente el concepto del Estado y la idea que tiene de las condiciones necesarias de la actividad humana la escuela del señor Rodríguez. Considera que el derecho que el señor Rodríguez y los suyos nos explican es incompleto y falsamente explicado, que carece de fondo y de sustancia. Dice que el derecho sirve para realizar el bien, y que como el derecho es la realización del bien, y el bien sólo puede cumplirse en este mundo, aquí es preciso que se cumpla. Es, por consiguiente, distinto el concepto que unos y otros tienen del derecho, y es distinto el concepto que tienen del Estado. Porque no hay que andar con equívocos ni con anfibologías, señores Diputados; que al menos, después de estos largos debates, debiera haber llegado ya la hora de la completa verdad y de la completa franqueza. Lo mismo el señor Salmerón que el señor Pi y Margall necesitan de la acción del Estado, si no del Estado como actualmente está constituido, necesitan de la fuerza de la colectividad, necesitan de la fuerza de las mayorías, necesitan un poder que obligue a las minorías a entrar en lo que ellos llaman el derecho. ¿No han de necesitarlo? ¿Qué importa que el Estado esté representado por un Rey, y si fuera posible por Luis XIV, o esté representado por esos Consejos de los gremios de que se ha hablado tanto en los Congresos de la Internacional? Esos Consejos de los gremios, esos municipios o ayuntamientos colectivistas, representan siempre la acción del Estado frente a frente de la del individuo, y su misión será obligar toda la actividad individual a entrar en el cuadro de la colectividad, para que por medio de su fuerza o de su justicia, como la llaman los socialistas, se distribuyan mejor de lo que lo están los bienes de la tierra y todos los bienes.

¿Y qué importa, digo y repito, que el Estado esté representado por un monarca, o esté representado por un ayuntamiento, o esté representado por el Consejo del gremio de un oficio cualquiera? Para el señor Rodríguez y para mí, todo eso es usurpación y violencia. Para contener mi actividad, para detener mi superioridad, si la tengo; para disfrutar de mi privilegio, si Dios me lo ha dado sobre los que puedan serme inferiores; para eso yo no reconozco derecho en el Estado, ya lo represente un monarca absoluto o ya el Consejo de un gremio. El derecho natural lo mismo debe oponerse al monarca que a los Consejos de los gremios. Por consiguiente, toda esa es doctrina socialista, porque arguye la intervención de la colectividad o del Estado en todas las relaciones de la vida para encerrar a cada cual dentro de un círculo determinado, artificial y ajeno a las condiciones propias con que le dotó la naturaleza. En todas sus partes este principio, este sistema es completamente contrario, radicalmente contrario al del señor Rodríguez; tan contrario que ya he dicho antes que hay entre lo que el señor Rodríguez defiende y lo que defienden los republicanos, muchísima mayor distancia que la que hay entre lo que el señor Rodríguez y yo sostenemos.

Me he extendido tanto en los diversos puntos que he tratado; temo de tal suerte abusar de vuestra atención benévola, después de un debate tan prolijo, que procuraré ir acortando los otros puntos de que me proponía tratar. No puedo, sin embargo, omitir algunas indicaciones acerca de la historia concreta de la Internacional. Por descontado, señores, que para mí la Internacional, como dijo ya el señor Salmerón, y dijo con muchísimo acierto, no es más que una manifestación, o mejor dicho, una de tantas determinaciones, uno de tantos fenómenos como ha de producir la grande, la inmensa cuestión del proletariado. Así, pues, cuando yo trato la cuestión de la Internacional entiendo tratar la cuestión general del proletariado; sin embargo, de lo cual tengo que descender y debo descender a rectificar algunas de las muchas, porque todas sería imposible, algunas de las muchísimas inexactitudes que aquí se han cometido al estudiar la Internacional especialmente.

En primer lugar, conduce necesariamente a la inexactitud, el juzgar a la Internacional sólo por las declaraciones de sus Congresos. La Internacional, señores, es un hecho más complejo, más vasto, si bien no hay que juzgarla tampoco exclusivamente, como dijo con razón el señor Castelar, por los periódicos ni por los escritos de polémica: debe ser considerada y juzgada en todo su conjunto, por todos sus actos y en todas sus formas.

En la Internacional una sociedad a un tiempo pública, como se dice, y secreta, aunque se calla. ¿Quién es el que puede decir cuáles son las secretas deliberaciones, los secretos fines del Consejo general que reside en Londres? ¿Dónde y cuándo se ha publicado o se ha sabido de una manera notoria, antes de los tristes acontecimientos de París, que el Consejo general de Londres aprobaba y gestionaba vivamente para la realización de la Commune y de todos los hechos que en París tuvieron lugar? Pues esto está más que demostrado, esto está patentemente demostrado en un documento que no se ha citado aquí todavía y que es la manifestación hecha por ese Consejo de la Internacional después de los acontecimientos de París, en la cual no sólo aprobaba cuanto la Commune había hecho, en la cual no solamente la consideraba como la primera manifestación de gobierno de las clases obreras, sino que se atrevía a decir que los nombres de los individuos de la Commune, y con sus nombres la historia entera de la Commune, quedarían grabados en el corazón de todos los obreros como una grandísima gloria y un grandísimo ejemplo, mientras que la memoria de las tropas del ejército francés, de las autoridades, de los tribunales franceses que a costa de grandes sacrificios han salvado alguna parte de aquella población de la más grande de las catástrofes, quedaría para siempre clavada como en padrón de ignominia en la historia.

Ese documento se ha publicado en Inglaterra. Y es un documento no desmentido; y lejos de ser desmentido, ha visto todo el mundo en los periódicos ingleses las protestas que alguno que otro raro individuo del Consejo ha hecho contra las declaraciones de la mayoría. Ese documento manifiesta, pues, de una manera que no puede ser contradicha en modo alguno, la complicidad, la evidente complicidad del Consejo general de la Internacional con la Commune, en los tristes acontecimientos de París.

Pero aun cuando no nos atuviéramos más que a las declaraciones públicas de la Internacional, ¿qué es lo que resulta de sus Congresos? Lo que resulta es que los directores secretos o públicos de esa sociedad no se han atrevido a revelar de una vez todo su pensamiento; que empezaron en el primer Congreso proponiendo únicamente reformas económicas aceptables; que en el segundo Congreso ya dejaron correr ideas sumamente peligrosas respecto al orden social; que en el tercer Congreso ya se declararon muy seriamente, y hasta resolvieron algo contra la propiedad individual; que en el cuarto Congreso acordaron la abolición de la propiedad territorial, amenazaron formalmente las máquinas e instrumentos del trabajo, como estaban ya amenazados por los mismos estatutos de la sociedad; amenazaron más seriamente todavía la herencia, y plantearon ya las más peligrosas cuestiones que la Internacional ha planteado; y todavía en el programa del quinto Congreso, que debía haberse verificado en París y no se verificó por los sucesos que todos conocemos, fueron más lejos aún, proponiéndose ya tratar de los medios prácticos de despojar a los propietarios, y de la supresión de la deuda pública, entiéndanlo bien los señores Diputados. Es decir, que si el quinto Congreso se hubiera verificado, o si pudiera verificarse otro general, la Internacional seguiría su camino, impelida por la fatalidad de su origen, impelida por el socialismo, impelida por las pasiones de las clases obreras desde el momento que pierden la fe y están ciegas por la exageración del principio igualitario, y llegaría a las más monstruosas aberraciones que hayan podido imaginarse en el mundo hasta ahora.

Siempre que una reunión de ésas, o generales, o nacionales, o regionales, o particulares, se abre y se leen imparcialmente sus discusiones, si atentamente se considera el espíritu que allí domina, el que anima a sus oradores, es imposible, señores, negar de buena fe que la Internacional es un terrible foco de inmoralidad, que la Internacional es la negación de toda moralidad, que la Internacional es el más grande peligro que hayan corrido jamás las sociedades humanas. Esta es la verdadera historia de la Internacional; historia, digo y repito, relacionada con el movimiento general del proletariado. Y esta cuestión del proletariado, ¿es tal como aquí se nos presenta? ¿Es tan legítima a pesar de la manera con que está planteada, o han pretendido plantearla algunos señores Diputados, y principalmente el señor Pi y Margall? Señores, si las cuestiones, singularmente cuando son tan graves y tan peligrosas como la que ahora discutimos, pudieran dejar alguna parte de su gravedad o hacerse más simpáticas por la manera con que se presentan, seguramente que habría ganado mucho la que nos ocupa al pasar por los labios de los señores Salmerón y Pi Margall.

¿Habéis visto alguna vez, señores Diputados, formas más suaves, formas más blandas, formas más benignas para ir disponiendo a la clase propietaria a que deje de defender su propiedad, y para que la entregue, si no a la Internacional, al proletariado moderno, considerado en su generalidad? Para el señor Salmerón casi era causa de asombro el que nosotros viniéramos a aconsejar que el Estado se dedique a defender principalmente la propiedad; y casi dudaba S. S. de que nos atreviéramos a sostener una tesis que tan absurda le parece. Lo mismo el señor Salmerón que el señor Pi y Margall nos han dicho de la manera más tranquila y más inofensiva al parecer, que los propietarios deben irse resignando desde ahora a renunciar a su propiedad y dejar constituir la propiedad de otra suerte. ¿Y en nombre de qué se dice esto? ¿Con qué razones históricas, filosóficas o políticas se atrevían a pedir una cosa como ésa? En primer lugar, han abusado, y perdónenme esta expresión, de la sublime doctrina de Cristo y de los Apóstoles, porque una y otra vez han querido fundar en el Evangelio sus errores. En segundo lugar, nos han recordado que Cristo fue crucificado, fue perseguido, que su Iglesia fue perseguida también a los principios, pretendiendo que si perseguimos nosotros a la Internacional, haremos, poco más o menos, lo que se hizo con la Iglesia católica en sus primeros tiempos.

¿Habéis comprendido bien lo que se quiere, señores Diputados? ¿Es posible que tomemos nosotros por un Cristo a cualquiera que pretenda serlo? ¿Es posible que tomemos nosotros como Evangelio cualquier doctrina, cualquier idea, cualquier utopía, de cualquier manera, y en cualquier tiempo, y en cualquier lugar del mundo proclamada? Pues qué, ¿no hay más que llamarse Cristo y decir que se tiene un Evangelio? Pues qué, ¿no hay más que creerse cada uno Colón siquiera y decir que se sabe dónde hay un Nuevo Mundo? ¿A dónde iríamos a parar si cada vez que se presentara un insensato, tal vez un criminal, mil criminales que se dijeran representantes de la verdad, les abriéramos las puertas del Estado y de la sociedad? Por cruel que os parezca, y quizá os lo parezca mi doctrina sobre este punto, voy a exponerla con total franqueza. No hay más formas, no hay más medio de hacer ver lo que es verdadero y lo que es justo en esta revuelta historia de la humanidad, que la lucha y el triunfo.

Sí; cuando una idea es verdadera, cuando una idea es justa y santa, esa idea se lanza en los torbellinos de la vida; esa idea lucha, esa idea padece y esa idea vence, después de haber padecido y luchado. Si fácilmente y sin resistencia se abrieran las puertas a todas las utopías y a todos los profetas, no habría hora segura para ninguna doctrina, no habría hora segura para ningún Estado, no habría ninguna fijeza, no habría siquiera ninguna realidad en la historia. La doctrina de que estamos tratando es falsa, esa doctrina es el error, esa doctrina es contraria a los principios fundamentales de la sociedad humana, esa doctrina es enemiga de los hombres considerados en la totalidad de su ser y de su conciencia. Todo esto es verdad en tesis filosóficas, y sin embargo nos decís, vosotros los economistas, dejadla hacer. No, no la dejaremos hacer, no queremos dejarla hacer libremente, no porque temamos que venza, sino porque tememos que traiga grandes perturbaciones, porque tememos que se liquide en sangre la cuestión, como decía ayer elocuentemente el señor Ríos Rosas; porque tememos por el destino de esas mismas muchedumbres, a quienes vosotros, inconscientemente sin duda, lanzáis por la senda de su perdición y de su ruina; porque sabemos que sería eso sumir hoy a la sociedad en un abismo de horribles ansiedades, causar víctimas y más víctimas inútilmente; y sobre todo, ¿sabéis por qué no la queremos dejar correr? Voy a deciros una cosa que quizá os haga más efecto que nada; porque no queremos perder la libertad. Sí; porque la sociedad y la propiedad no perecerían si esa lucha continuase; pero la libertad perecería, y desaparecerían los derechos innatos del hombre: que el primero de los derechos del hombre en sus relaciones con la vida práctica y con el mundo es la propiedad individual.

Luchad si os empeñáis, aunque no tenéis razón, luchad: nosotros nos defenderemos: los propietarios españoles, los propietarios de todo el mundo se defenderán, y harán bien, contra la invasión de tales ideas. Si ésta es una nueva irrupción de bárbaros, como nos indicaba el señor Salmerón; si esta irrupción es semejante a la de los bárbaros del siglo IV; si esta irrupción, lo mismo que aquélla, pretende cambiar el modo de ser de la propiedad, nos defenderemos de esta nueva irrupción, lucharemos, sí, lucharemos. Pues qué, ¿no fue lícito defenderse de aquellos otros bárbaros? Nosotros nos defenderíamos hoy de aquellos mismos bárbaros, si volvieran. Que no habíamos de dar la razón cobardemente a los bárbaros antes que alcanzaran la sangrienta razón de la victoria, regida, como se rige, en este mundo, por las leyes inescrutables de la Providencia. No: si lucháis, nosotros nos defenderemos; luchad, y si lográis vencer, que no venceréis, entonces los filósofos del porvenir podrán decir que teníais razón, como el señor Salmerón decía que tenían razón los bárbaros del Norte.

Pero en el ínterin la defensa es necesaria; y esa lucha, yo os lo he dicho ya, y lo repito, esa lucha no alarma a ningún hombre verdaderamente previsor, no puede alarmarle por la suerte de la propiedad. No: ni puede perecer la sociedad, ni puede perecer la propiedad. La propiedad no significa, después de todo, en el mundo más que el derecho de las superioridades humanas; y en la lucha que se ha entablado entre la superioridad natural, entre la desigualdad natural, tal como Dios la creó, y la inferioridad que Dios también ha creado, en esa lucha triunfará Dios y triunfará la superioridad sobre la inferioridad. Lo que temo es lo que antes he dicho: lo que temo es que estas sociedades que se desgarran persiguiendo vanos ideales, que estas sociedades que combaten la propia razón de su existencia, estén necesariamente condenadas a la dictadura, y no haya nadie, absolutamente nadie que de eso pueda libertarlas. Enfrente de la indisciplina social que vosotros provocáis se levantará el Estado a la alemana, que ya existe; por donde quiera se esparcirá un cesarismo formidable, y ese cesarismo será el encargado de devolver a la sociedad su disciplina. Y aún es posible que el sufragio universal, es posible que la concurrencia igual de todas las clases al poder y al gobierno, cosa que en varias naciones de Europa se conoce ya hoy y que ahora tenemos nosotros en España, se convierta en el servicio militar universal y obligatorio; siendo también muy posible que lo que saquéis de la lucha sea esa universalidad del servicio militar, perdiendo en cambio la universalidad de los derechos políticos.

Pues qué, esta cuestión de costumbres ¿es nueva? Cuando se estudia al hombre, se le estudia verdaderamente en la historia, ¿se encuentra novedad alguna en esta cuestión? ¿No decía casi esto mismo, ¡que digo casi lo mismo!, no decía esto mismo que estoy diciendo el señor Pi y Margall ayer? ¿No nos pintaba S. S. las luchas trabadas en Roma con motivo de las leyes agrarias y no nos recordó que no estaba lejos de tales luchas la dictadura de Mario? Podía haber ido más atrás; podía haber ido a la historia de las repúblicas griegas, a la historia de Atenas, y podía haber visto en Polybio; podía haber visto en Plutarco, podía haber visto sobre todo en Aristóteles, ese maestro eterno de las ciencias morales y, principalmente, de la política; podía haber visto que en el fondo de aquellas míseras repúblicas griegas, que concluían todas por la tiranía, no hubo durante mucho tiempo más que una cuestión, la cuestión entre los ricos y los pobres, la cuestión entre los propietarios y los proletarios; podía haber visto que desde el momento en que esta lucha se empieza allí (y esta lucha llena muchas páginas de Aristételes, ocupa capítulos enteros de su Política, porque entre el tener y el no tener siempre ha habido la misma diferencia que ahora); podía haber visto, digo, que a medida que tal cuestión tomaba cuerpo y se planteaba de una manera más formidable, cesaba la posibilidad de la libertad y nacía la probabilidad de la tiranía. Esto que aconteció entonces en Grecia, ha acontecido después en muchas partes, y acontecerá eternamente en el mundo.

No tenéis derecho porque reconozcamos todas estas grandes realidades de la naturaleza y de la vida, no tenéis derecho a dudar de nuestro amor al prójimo. Nosotros le amamos, nosotros procuramos su bien, nosotros le hemos querido y le queremos siempre, todos cuantos sustentamos ideas conservadoras y constitucionales. En los tiempos presentes, un libro que se ha explotado mucho, que ha sido legítimamente explotado aquí para explicar lo que son las sociedades obreras en Inglaterra, está escrito nada menos que por un pretendiente a Rey, por el conde de París. Todos los economistas, haciéndoles la debida justicia, todos los economistas notables de estos tiempos se han preocupado mucho también de la suerte de las clases obreras: todos los Gobiernos deben preocuparse de ello constantemente.

Pero ¿sabéis quiénes son los que se oponen a que se modifique, quiénes son los que se oponen a que se mejore la situación de las clases obreras? Pues es de una manera directa, la Internacional, y es el socialismo, tal como lo representa la Internacional. Ya en muchas de sus discusiones, ya en boca de muchos de sus oradores ha aparecido la idea de que todas las sociedades parciales, como las sociedades cooperativas de producción y de consumo, que pueden mejorar la suerte de los obreros, son un gran peligro para la Internacional; y los internacionalistas que así proceden, discurren dentro de sus principios con lógica, lo reconozco.

Ellos dicen que si hay mejoras parciales de la clase obrera, todas esas parciales mejoras serán elementos que den fuerza a las clases conservadoras; ellos dicen que todo mejoramiento gradual de los infelices obreros irá creando una especie de propietarios nuevos que formarán, detrás de la masa actual de los propietarios, un quinto Estado.

Y vosotros, los que tanto nos habláis del cuarto Estado, ¿cómo queréis que demos gran fuerza a vuestras reclamaciones, cuando ya vemos que se nos amenaza nada menos que con un quinto Estado? Ciertamente que si ese quinto Estado se creara y se realizara, no faltaría un sexto, y un séptimo, y un décimo, hasta lo infinito; porque la verdad es que la miseria es eterna; la verdad es que la miseria es un mal de nuestra naturaleza, lo mismo que las enfermedades, lo mismo que las pasiones, lo mismo que las contrariedades de la vida, lo mismo que tantas otras causas físicas y morales como atormentan nuestra naturaleza. ¿Os atrevéis a remediarlas todas? Pues nosotros tampoco nos atrevemos a remediar la miseria pública, a remediar la pobreza; y porque no nos atrevemos, no lo ofrecemos.

El mundo antiguo tenía una organización que hoy se trata con poco miramiento y que importa a todas las clases propietarias, que importa a todos los hombres de buena fe que se estudie ahora pacíficamente, para no separarse tanto (ya que no pueden restaurarse por completo sus formas, ni deban tampoco restaurarse), para no separarse tanto, digo, de su espíritu y sus tendencias. No acudiré a los argumentos de Proudhon, el partidario del mutualismo, el partidario de la sociedad organizada con arreglo al mutualismo, cuyas fórmulas concretas os harían reír si os las explicara yo en este instante; no acudiré a defender la protección y a defender la intervención del Estado en todo, que es lo que ha defendido aquel hombre singular, uno de los principales apóstoles de la escuela que tenemos allí enfrente representada.

Cuando en su totalidad las clases bajas (no ya en su generalidad, que en su generalidad creo todavía que profesan las creencias religiosas); pero, en fin, cuando en su totalidad las clases bajas de esta raza latina creían en Dios, profesaban religión, respetaban las instituciones religiosas, tenían una cosa que poner enfrente de estas miserias humanas; tenían una cosa que colocar en medio de los rigores de la lucha; tenían representadas por ideas y representadas por instituciones lo que hoy representan en los campos de batalla las hermanas de la caridad que auxilian a los muertos, que recogen a los heridos, que restañan su sangre, que amparan todas las miserias, que consuelan todos los dolores; pero hoy en medio de otras luchas que es imposible impedir ni evitar, en medio de las luchas de intereses que ha creado la libertad, y de las cuales nace la prosperidad pública, en medio de esas luchas donde es imposible que deje de haber vencidos, que deje de haber heridos, que deje de haber quien tenga mala fortuna, ¿quién repartirá alivios ni consuelos, si sistemáticamente se rechazan los grandes medios que ofrecen las creencias religiosas?

Poned enfrente estos dos solos principios cristianos y tendréis formada toda una organización social. No el orden social una y otra vez conmovido ahora, sino el verdadero orden social que representa el cristianismo. Poned enfrente estas dos formas ideales perfectas y veréis cómo entonces se disminuyen todos los males que afligen al hombre en medio de las luchas de la vida. Al pobre se le dice: no codicies siquiera los bienes ajenos. Al rico se le dice: vende cuanto tienes y dalo a los pobres. He aquí dos leyes al parecer antinómicas, y que juntas y resueltas en una síntesis forman el grande, el incomparable recurso de la religión católica, de la caridad cristiana, para hacer frente a la miseria, inseparable de la humana naturaleza.

Y en suma, señores Diputados: en vano pretenderéis confundir la fraternidad forzosa, en vano pretenderéis confundir la solidaridad forzosa con la fraternidad voluntaria, con la solidaridad voluntaria que trajo al mundo el Evangelio. No es posible que si conocéis el derecho, como ciertamente le conocéis, podáis sustentar el principio de que respetáis el derecho natural, el derecho de la persona humana, los que de cualquier manera pretendéis sustituir la fraternidad voluntaria de que habla el evangelio, la limosna como elemento, como condición y como fruto de esta fraternidad, con la fraternidad forzosa que se impone a la colectividad y que representa la Internacional. No sustituiréis jamás en su realidad práctica y en su sentido íntimo y espiritual una cosa con otra.

Esta gran diferencia echa por tierra todo cuanto se ha dicho aquí sobre las afinidades del cristianismo con la Internacional. Habrán predicado lo que queráis los Santos Padres; pero no ha dicho ninguno que un hombre tenga derecho para impedir a otro que posea lo que le pertenece; no tiene tal derecho, ni un hombre, ni una colectividad, ni la sociedad entera. Os desafío a que me enseñéis los textos de Santos Padres, los textos bíblicos, los textos evangélicos, los textos eclesiásticos en que de cualquier forma se diga que es lícito al hombre, a la colectividad, a la sociedad entera, despojar a un individuo de su propiedad.

Todo lo que hacen los Santos Padres, como lo que hace la doctrina católica respecto de este particular, es excitar la voluntad humana; es, dejando a la libertad de la voluntad humana toda su responsabilidad, decirle que es lo perfecto, señalarle cuál sería el ideal; pero manteniendo incólume, manteniendo íntegra la libertad humana: y lo que hacéis vosotros es obligar a la humana voluntad a que precisamente se someta a ciertas reglas dentro de una u otra forma de socialismo, lo mismo dentro del mutualismo que dentro del colectivismo presidido por los ayuntamientos. Todo lo que decís, pues, es vano; no menos vano que si pretendierais confundir en la escena sublime del Gólgota a Barrabás con Jesucristo.

Por más que esta cuestión se haya tratado extensamente, por más que esta cuestión haya podido fatigar ya a los señores Diputados, por más que aún fuera de aquí se sienta el cansancio y se oigan voces que claman porque termine pronto el debate, cuando atentamente se le considere, será imposible que ninguna persona recta e inteligente deje de reconocer su suprema importancia. De todas las consideraciones expuestas en estos días por las personas que han coincidido conmigo en la manera de ver esta cuestión; de todas las desaliñadas observaciones que he tenido el honor hoy de exponeros, tarde o temprano se deducirán consecuencias, y entre ellas una muy importante y muy grave; si es que no quiere ya deducirse desde ahora. Y esta consecuencia es que lo que más principalmente ha de dividir en lo sucesivo a los hombres, sobre todo en estas nuestras sociedades latinas; que lo que principalmente ha de dividirles no han de ser los candidatos al Trono, no ha de ser siquiera la forma de gobierno: ha de ser más que nada esta cuestión de la propiedad. La propiedad, representación del principio de continuidad social; la propiedad, en que está representado el amor del padre al hijo y el amor del hijo al nieto; la propiedad, que es desde el principio del mundo hasta ahora la verdadera fuente y la verdadera base de la sociedad humana; la propiedad se defenderá, como he dicho antes, con cualquier forma de gobierno. Con todos los que real y verdaderamente defiendan la propiedad (que será defender la sociedad humana y con ella todas sus necesidades divinas y materiales), se creará una grande escuela, se creará un grande y verdadero partido, que aun cuando entre sí tenga divisiones profundas, como todos los partidos las tienen, estará siempre unido por un vínculo, por un fortísimo lazo común. Y enfrente de éste, tarde o temprano, y por más que habléis todos ahora una misma lengua de libertad, y por más que pretendáis en un mismo tecnicismo confundiros los unos con los otros, estaréis los que pretendéis haber penetrado ese misterio, los que imagináis haber descubierto ese nuevo mundo de la propiedad reformada o colectiva.

Yo temo, y lo sentiré profundamente, que en esta lucha suprema y en esta división radical de fuerzas públicas quede lugar para otro partido todavía; para un partido que sea indiferente a la lucha, o que se lave las manos entre los combatientes. Sentiré que preocupaciones de cierta índole, o fanatismos de cierta especie, hagan creer que luchas de esta naturaleza, que luchas históricas de esta importancia, que luchas que radican en lo más susceptible de las pasiones humanas, puedan resolverse por medio del dejad hacer. No; no se resolverán por medio del dejad hacer tan pavorosos problemas. Quizá a estas horas, si esta cuestión, por medio de la unión de todos los partidos de orden, lo mismo aquí que en Francia y en todas las naciones latinas, no puede resolverse; quizá a estas horas, repito, tiene ya señalado la Providencia otro remedio. Pero el remedio es tal que sería mucho mejor que lo tomáramos por nosotros mismos.

Quizá en esa grande injusticia que ha cometido Alemania con Francia; quizá en ese despojo de territorio, que parece una insensatez a primera vista; quizá en esa manzana de discordia arrojada para siglos en el corazón de la Europa civilizada; quizá en esa amenaza perpetua de guerra de conquista y de reconquista que tenemos enfrente; quizá en la inquietud de la perspectiva eterna que la guerra trae consigo; quizá en el despotismo de los ejércitos permanente e inmensamente organizados, que hoy hacen así falta, esté el remedio único para esta parte de Europa, si nosotros, como he dicho antes, no sabemos buscar otro remedio. Para algo existe quizá esa amenaza, para algo existe quizá esa escuela de dictadores y de tiranos, que serán los monarcas de derecho divino del porvenir. Si nosotros no sabemos fundar la libertad política sobre sus actuales condiciones, la guerra traerá la dictadura y mantendrá la monarquía de derecho divino en Alemania; y la guerra es lo único que puede crearla en Francia, y creada en Francia, de una o de otra suerte, esa misma guerra la creará en España.

Pero si hemos de salir al frente de esta terrible necesidad del militarismo, que entre nosotros sería menos alto y menos generoso que en otras partes, por lo mismo que no vendría sin duda iluminado y purificado por los grandes resplandores que la guerra puede crear en Alemania y Francia, por lo mismo que aquí no sería la dictadura más que un reflejo de la que en Francia se creara, debemos concienzudamente, espontáneamente, si es ya posible a esta hora evitarla; y para evitarla, ya os lo he dicho, no hay más remedio sino que tarde o temprano olvidemos lo que aquí nos divide, y delante de la lucha que desgraciadamente plantea el proletariado extraviado, corrompido por insensatas predicaciones, pongamos la reunión en un vínculo común de los partidos monárquicos; ¿qué digo de los partidos monárquicos?, vínculo común, cualquiera que sea la forma de gobierno, de todos aquellos que tengan el culto de la propiedad, y con el culto de la propiedad, que es la base de la sociedad antigua y moderna, el culto de todos los principios salvadores de la sociedad humana.

Y hoy es ya preciso que los poderes se preocupen mucho de estas condiciones; es preciso que se preocupen mucho de estas primarias condiciones del orden político. Si los partidos han de hacer, como el señor Moreno Nieto decía el otro día, tregua en sus discordias interiores y menos esenciales, para colocarse alrededor de los grandes principios del orden social y defender la sociedad amenazada, preciso es también que el primer ejemplo de esto se dé constantemente desde el poder. Por eso yo deploraría con toda la sinceridad de mi alma ver hoy en el poder a hombres políticos que, consciente o inconscientemente, tal vez inconscientemente (y no afirmo, supongo), pudieran dejar más o menos abandonada, pero abandonada al cabo, la defensa del orden social. Por eso yo defenderé hasta donde mis fuerzas alcancen a todo Gobierno sea quien quiera el que le componga, que diga y proclame que en la medida de sus fuerzas está dispuesto a reñir batallas en defensa del orden social.

Porque en la defensa de este orden social está hoy, sin duda alguna, la mayor legitimidad: quien alcance a defender la propiedad, a restablecer el orden social, a dar a estas naciones latinas (y no me fijo ahora sólo en España, sino en todas ellas, y principalmente en Francia), la seguridad y la garantía de los derechos de cada uno y a libertarlas de la invasión bárbara del proletariado ignorante, eso tendrá aquí y en todas partes, aun cuando nosotros nos opusiéramos, una verdadera legitimidad.

Oíd, pues, señores de la mayoría y señores que componéis el Gobierno: yo no exijo al Ministerio que haga todo lo que tal vez haría yo; pero le exijo (digo mal, y retiro la palabra), le pido y deseo que no vacile, que haga uso de todas sus fuerzas, absolutamente de todas sus fuerzas: primero, para defender a la sociedad de los ataques de la Internacional; segundo, para desengañar, por medio de la discusión y por todos los medios que estén a su alcance, a las clases obreras y hacerlas ver el principio a donde se las quiere llevar. Y aconsejo, lo mismo al Gobierno que a la fracción política que está en el poder, que no deserten esta causa; porque si no la desertan, podrán tener enfrente tales o cuales enemigos, podrán tener que luchar con coaliciones más o menos peligrosas, pero estén seguros de que además de las bendiciones de la historia (que ésas no pueden faltarles en modo alguno), obtendrán el apoyo desde hoy de todos los hombres honrados e inteligentes del país. He dicho.

El señor PRESIDENTE: El señor Salmerón tiene la palabra para rectificar.

El señor SALMERÓN: Señores Diputados, no creía ciertamente que fuese esta tarde, cuando la Cámara está todavía bajo la impresión de la palabra elocuentísima que se acaba de oír, cuando tuviera yo que rectificar los conceptos que con error se me han atribuido, y contestar, tanto a las alusiones que se me han hecho, cuanto a las impugnaciones de que ha sido objeto el discurso que he tenido la honra de pronunciar en este debate. Y no lo esperaba, porque creía que inmediatamente después de la peroración del señor Cánovas, cuando ha hecho declaraciones de tanta trascendencia, cuando se ha venido a demostrar que el actual Ministerio merece el apoyo de la fracción ultra-conservadora de la Cámara, que ha batido con ardimiento, y al parecer con éxito, dentro de la situación la política radical, hasta el punto de someter a su tendencia los principios democráticos de la Constitución del Estado, se levantaría el señor Ministro de la Gobernación a protestar del sentido político que representaba y a mantener hoy, como anunciaba el primer día, el criterio radical. No parece sino que S S. ha querido dejar que sea el espíritu que sobrenade al término de esta discusión el espíritu y el sentido que representa el señor Cánovas. ¿Qué significa esto, señores Ministros? ¿O es que tan pobre y, sobre todo, tan débil es el espíritu con que profesáis las ideas liberales, que cuando se presenta un orador de aquel lado de la Cámara y viene a revelar sus aspiraciones, sus exigencias, sus imposiciones mismas, os creéis obligados ante sus declaraciones de dinastismo a abrirles paso al poder para que vengan a regir en buena o en mala hora los destinos del país?

Ved, señores, con cuánta razón os decía yo que este plano inclinado que ofrecía el actual Ministerio a la política conservadora había de provocar inmediatamente una declaración benévola a la situación y a la dinastía de parte de algunos que hasta ahora se inclinaban a la restauración, y que con ella se dispondrían, fingiendo inminentes peligros sociales, a arrollar aquí la bandera de la libertad y traer lo que, mal que le pese al señor Cánovas, llamaré una y mil veces el espíritu y el sentido reaccionario.

Yo dejo al señor Ministro de la Gobernación, yo dejo al Ministerio toda la satisfacción y la honra de su consecuencia por la ardiente defensa y las seguridades del triunfo que le acaba de proporcionar esta tarde el señor Cánovas.

Sesión de 6 de noviembre

El señor CASTELAR: Quiero deciros una idea, se la quiero decir al señor Cánovas, se la quiero decir al señor Nocedal, no en son de censura, no en son de reconvención, sino para que lo experimenten y decidan, ellos que indudablemente son oídos en los consejos de algunos poderes superiores de la tierra.

Hay, sí, almas cristianas por naturaleza, almas cristianas por educación, que han nacido en un hogar virtuoso y cristiano; que se han criado en una aldea; sin más arte, sin más ciencia, quizá sin más espectáculo que la Iglesia; y han absorbido su alma en la nota mística del órgano, en la espiral del incienso, en la luz cernida por los vidrios de colores y reflejada en las alas doradas de los ángeles del santuario; y han creído que el cristianismo era la religión del débil, la religión del esclavo, del oprimido; y que el mundo moderno en un progreso creciente no podría lograr la libertad, la igualdad y la fraternidad sin la Iglesia, si había de cumplir aquel precepto de ser perfecto, como lo es nuestro Padre que está en los cielos: y cuando han entrado en las asperezas de la vida, se han encontrado con que esa religión era la aliada de todos los poderosos y la enemiga de los oprimidos; se han encontrado con que se levantaba Bélgica, y maldecía la Iglesia la Constitución de Bélgica; se levantaba Suiza y llevaba el desorden y la perturbación al seno de la Confederación Suiza, honra y gloria de toda cultura europea (El señor Nocedal (don Cándido) pide la palabra); se levantaba la república francesa, decía libertad e igualdad, y se mostraba la Iglesia indiferente, mientras al poco tiempo iba a bendecir a los pretorianos que, ebrios de aguardiente y de pólvora, asesinaban la república por la espalda; se levantaba Italia, y se ponía de parte de los dominadores de Italia y en contra de la patria de los Pontífices; y entonces, esas almas desertaban de ese altar con dolor, yéndose tristes, por no desertar los altares de su conciencia, indisolublemente unida a la causa de la justicia y del derecho.

¿Necesitáis mi profesión de fe? Yo no lo creo. Yo lo digo, yo lo proclamo: necesitamos, sí, un grande espiritualismo, un gran idealismo para no perdernos en este mundo de máquinas, de papel moneda, de intereses, de positivismo. Lo necesitamos, lo pedimos como lo pedía el mundo romano en sus postrimerías. Pero es necesario decirle a esa religión que sea una religión espiritual; que si quiere ejercer su ministerio en el mundo, es necesario que sea puro y completo idealismo, en oposición a todos los intereses terrenos, como en su período evangélico fuera el cristianismo.

Voy a concluir, señores, o mejor dicho, he concluido ya. No podéis contra la asociación Internacional ejercer más ministerio que el ministerio que debe ejercerse contra todas las ideas; el ministerio de la contradicción. Si creéis que vais a ahogarla en sangre, ¿tenéis los ejércitos antiguos, tenéis los verdugos, tenéis los inquisidores? Pues con todo eso no lograríais nada.

Y ahora, dirigiéndome a los progresistas de la mayoría, debo hacerles una observación para concluir.

Señores Diputados, todos los representantes de la Nación se mueven por móviles que yo respeto, que no juzgo y que tengo el deber de creer tan patrióticos como los que me mueven a mí; pero no podéis dudar que en esa mayoría están los enemigos de todo el movimiento moderno, los enemigos de la Constitución moderna, los enemigos de la revolución de septiembre... Si lo dudáis, ya veremos quiénes votan el voto de confianza al Gobierno; ya veremos si no hay entre ellos votos alfonsinos; votos carlistas; ya veremos si no hay votos de los enemigos de la revolución de septiembre; ya los veremos y los examinaremos. Ahí están los que por buenos móviles, por móviles respetables quieren volver a la sociedad antigua; aquí están los que por los mismos móviles quieren mejorar lo existente y preparar lo porvenir; ahí están los que limitan los derechos individuales, aquí están los que los creen absolutos; ahí están los enemigos del sufragio universal y de la soberanía del pueblo, aquí están los amigos de la soberanía del pueblo y del sufragio universal.

Votad esa proposición; habréis destruido la Internacional, pero habréis abierto una herida al derecho; y al hacer esto habréis abierto una herida a la Constitución, a la democracia y a la libertad; como en 1843, como en 1856, moriréis, progresistas, de la muerte del suicida, entre los anatemas de todas las generaciones y bajo la maldición de la historia.

El señor PRESIDENTE: El señor Cánovas del Castillo tiene la palabra para rectificar y para alusiones personales.

El Señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Señores Diputados, permitidme que moleste de nuevo vuestra atención, después de lo mucho que la molesté hace poco tiempo, máxime cuando he de seguir en el uso de la palabra al señor Castelar, cuyos incomparables períodos, cuya elocuencia verdaderamente fascinadora me encuentro lejos de poder imitar. Pero el Congreso comprenderá, estoy seguro de ello, que me es imposible guardar silencio delante de las repetidas alusiones de que he sido objeto; y que la claridad y la sinceridad de este debate, que el señor Castelar invocaba hace poco, exigen de mí, tanto que acuda a rectificar los conceptos equivocados que se me han atribuido, como que satisfaga a las alusiones que se me han prodigado.

Comenzaré por decir algunas palabras al señor Salmerón. No sé por qué fatalidad, por fatalidad mía ha de ser, que no por mala intención del ilustrado Diputado a quien aludo, S. S. no entendió el otro día lo que hubo tal vez de más esencial en mi discurso. Fue fatalidad, sin embargo, que no compartieron los autores del Extracto de la sesión, ni los taquígrafos en las cuartillas que han de constituir el Diario de las Sesiones, ni tampoco los amigos políticos que están a mi alrededor y que comprendieron exactamente mi pensamiento; no ha compartido nadie, absolutamente nadie, esa fatalidad con el señor Salmerón, lo cual hace menor mi sentimiento en la ocasión presente. Una de dos, señores: o el señor Salmerón para alcanzar un triunfo fácil, que no sería digno de su talento, para alcanzar aplausos que sin dificultad pudo alcanzar de cualquier otra manera, tergiversó mi pensamiento, y esto no lo puedo creer en manera ninguna (lo digo con entera sinceridad); o estaba completamente distraído, lo cual comprendo y hasta en cierta manera aplaudo, mientras yo pronunciaba mi discurso.

Lo cierto es, señores, que comenzó por imputarme el haber dicho de la ley que podía o debía tener un carácter meramente formal y externo, y que no debía estar en relación con lo justo ni con los inmutables principios de moral a que es preciso que se acomode toda acción y toda legislación humana más especialmente. El señor Salmerón creía, por lo visto, que yo era partidario aún de aquella escuela que hacía consistir la ley meramente en la voluntad general. Nada hubo más lejos de mi pensamiento que exponer ante el Congreso semejante teoría, que verdaderamente es muy antigua: yo expuse que, en mi sentir, la fuente y el origen del derecho están en la personalidad humana: no definí, no describí la personalidad humana, porque creía que en este punto todos estábamos completamente o casi completamente de acuerdo. Pero claro es que, considerando cual considero a la personalidad humana como religiosa, moral y progresiva, todo aquello que se forma mediante la personalidad humana, todo aquello a que la personalidad humana contribuye, tiene también que ser religioso, moral y progresivo. Así, pues, la ley, concierto entre las personalidades humanas, pacto entre personalidades independientes, no puede menos de tener el carácter de estas mismas personalidades; y ser moral, ante todo moral, y ser íntimamente religiosa, aunque no lo parezca, y tener, aunque no lo parezca tampoco, un carácter progresivo.

¿Qué necesidad tenía yo de decir todo esto la otra tarde, cuando todo esto se desprendía necesaria e inevitablemente del fondo de mi doctrina?

Lo que en suma expuse sobre el Estado y sobre la ley (aunque está ya consignado en el Diario de las Sesiones, lo repetiré hoy en pocas palabras), es lo siguiente: Dije que, considerando absolutos los derechos de la personalidad humana; que, considerando ciertos derechos verdaderamente innatos en cada hombre, permanentes en cada individuo, el Estado era un instrumento, el Estado era un medio para que los derechos de cada uno fueran respetados por los demás; y claro es que si el Estado realiza esto, debe realizarlo mediante la ley, la cual no limita internamente los derechos de nadie, pero al defender los derechos de cada cual, limita en el derecho externo, constituido, los derechos de los demás.

Para llegar a conclusiones prácticas será preciso que se descienda un poco de las regiones filosóficas en que se afecta estar constantemente, y explicar la legislación y el derecho. Dada la existencia de lo injusto, de lo malo, de la tendencia a la usurpación que hay en los individuos, ¿cómo se defiende cada derecho natural? ¿Por qué medios y en qué forma? Únicamente partiendo de un optimismo absurdo, y sosteniendo que no hay ninguna personalidad que quiera sobreponerse a otra; únicamente negando que las fuerzas creadas por la personalidad humana tienen una tendencia triste a oponerse a otras, a cohibirlas, a molestarlas en su desenvolvimiento; únicamente así puede negarse la necesidad de la defensa de cada personalidad, y puede negarse que el Estado esté encargado colectivamente de esta defensa. Y lo está aquí ahora, en virtud de la ley que con consentimiento de todos hemos hecho, mediante el sufragio universal, en las Cortes Constituyentes: ella ordena que se limite a cada uno su derecho para que, por medio de él, no usurpe el derecho ajeno.

Esté yo en el error, esté en la verdad, digo y repito que ha llegado para todos la hora de salir de las nubes y venir a la tierra a explicar de una manera práctica y concreta cómo se quiere que esto se realice: porque la vida cosa práctica es, y fuerza es reducirla a condiciones posibles y prácticas.

Limita, pues, la ley, limita el derecho constituido, y esto es lo único que a todos nos hace falta, y esto es lo único que aquí ha debido discutirse y me importa consignar antes de que termine el debate; limita la ley, como he dicho antes, inspirada por la moral, profundamente informada por lo justo, puesto que toda ley ha de estar ajustada a las condiciones de la personalidad humana que, repito que es moral, religiosa y progresiva.

Paso a otro error del señor Salmerón, que verdaderamente (y perdóneme S. S. que se lo diga, y también al señor Castelar que lo ha repetido hoy) me espanta: sí, me espanta con mucha más razón que S. S. decía la otra noche que había oído con espanto alguna de mis supuestas herejías.

Verdaderamente, cosa era de espantarse, si se espanta S. S. de fantasmas, porque fantasmas eran aquellos creados por S. S. primero, y hoy evocados de nuevo por el señor Castelar. ¿Cuándo he dicho yo, cómo he podido decir yo, dónde se puede racionalmente deducir de mi discurso, que la fuerza, que la lucha brutal, que la victoria de un día, que el triunfo efímero que produce una victoria sangrienta pueda acabar con ninguna idea? ¿No he sustentado yo toda mi vida, no tengo escrito en muchas partes, no he expresado claramente en mi discurso una opinión completamente contraria? Lo que yo he dicho aquí es otra cosa, y es evidente; lo que yo he dicho aquí es lo que vosotros mismos estáis diciendo o dando a entender a cada instante. Lo que he dicho es que la sociedad no debe rendirse, flaquear ni abrir las puertas ante cualquiera idea, ante cualquier sistema, ante cualquier profeta que se presente alegando títulos desconocidos para la humanidad. Lo que he dicho en suma es esto: que toda idea, cuando es nueva, encuentra una resistencia en la sociedad en que quiere penetrar, y que esta resistencia es legítima.

Y he añadido que si la idea es justa, si la idea es verdadera, si la idea está destinada por la Providencia a triunfar, no importa que la lucha venga. En la lucha se purifica, la lucha la hace triunfar y la lucha le da las legítimas condiciones que necesita para aumentar la civilización y el bien del mundo.

Yo creo que la idea generadora de la Internacional, yo creo que la evolución general del proletariado que en este momento se está verificando, no son cosas justas, sino que, por el contrario, son cosas injustas y absurdas. Y por eso creo, y por eso digo, y por eso defiendo que en el caso de una lucha no triunfará, y quedará completamente destruida. Si yo creyera que la Internacional era una institución justa, si yo creyera que el propósito que la Internacional persigue había de ser un bien de la humanidad en el porvenir, ¿podría creer que morirá, por más que en la lucha se derrame mucha sangre? En aquel caso su idea llegaría a realizarse, como han llegado a realizarse todas aquellas que eran convenientes, exactas y justas, sin que nadie pudiera impedirlo.

Pero ¿qué títulos tiene la Internacional para merecer eso? ¿Cómo vamos a medir la justicia o injusticia de su idea, sino por nuestro actual criterio, por el criterio de la sociedad en que vivimos? ¿Por qué la hemos de abrir las puertas? ¿Se atreverán a defender los que están enfrente que a todas las ideas indiferentemente se las deben abrir las puertas? ¿Se las abriríais? (Varios señores Diputados de la minoría republicana: Sí, sí.) ¿Se las abriríais? Yo diré cómo y cuándo se las abriríais. Se las abriríais como yo quiero abrírselas a las ideas puras, porque aquí hay una gran confusión que perpetuáis sin razón ninguna para ello; se las abriríais en la discusión, en la ciencia; se las abriríais en la pura especulación; pero en la obra, en la maquinación, ¿qué habíais de abrírselas jamás? ¡Pues qué! ¿no hemos visto organizaciones políticas menos peligrosas ciertamente para el orden social en general, mucho menos peligrosas y, sobre todo, menos injustas que la Internacional, no las hemos visto presentarse en el seno de nuestro país, y cuando han querido tomar forma han sido disueltas, han sido abolidas y han sido perseguidas por todo género de medios, hasta los más inicuos? ¿Qué derecho tenéis a sostener que profesáis la tolerancia absoluta? ¿La habéis practicado por ventura alguna vez o en alguna parte? ¿La ha practicado la Commune de París? ¿La tuvo la primera república francesa? ¿Con qué derecho os atribuís, pues, una tolerancia que no tenéis ni habéis tenido jamás?

Debe constar, pues, que de estos bancos en que se profesan ideas liberales conservadoras no ha salido de los labios de nadie la idea de que se persiga la mera discusión. Si otra cosa creéis, si esto que digo no es cierto, atreveos a decir quién y cómo ha profesado semejante doctrina. No. Aquí hemos juzgado, aquí estamos discutiendo actos, una vasta, vastísima conspiración contra el orden establecido. Y a la vista de un Código penal que vosotros mismos habéis hecho, señores Diputados; a la vista de un Código que castiga la conspiración en los delitos de lesa majestad y en los delitos contra la seguridad interior y exterior del Estado, ¿cómo queréis que se consienta esa otra inmensa conspiración contra la propiedad, que para la sociedad moderna es mucho más esencial que la seguridad interior y exterior del Estado, y mucho más que la majestad misma? Habéis suprimido la conspiración en algunos delitos; pero la habéis mantenido precisamente en los que se refieren a la forma de gobierno y a la seguridad del Estado; y nadie se ha levantado a protestar: y cuando se organiza ésa que es la más peligrosa de todas las conspiraciones, contra el principio fundamental de la sociedad misma, ¿queréis que nosotros permanezcamos inactivos y en silencio? ¿Queréis que no aprovechemos el texto de las leyes en lo que puede y debe aprovecharse? No tenéis razón ninguna para exigirnos semejante cosa.

La Internacional por sus procedimientos, como he demostrado ligeramente el otro día, porque ya otros señores Diputados lo habían hecho con más extensión; la Internacional, tal como está constituida, obra, marcha, camina; y como acción, no como pensamiento, ni como discusión, ni como idea (Muestras de aprobación), sino como acción que es, y como acción perjudicial, y como acción criminal (según ha reconocido después de todo el señor Rodríguez), como acción perjudicial y criminal que es, preciso será que, en la forma que se adopte, ya sea por una ley especial, ya sea por los medios que ofrece el Código, aparezca pronta y severamente reprimida.

¿Con qué derecho, señores Diputados, ni aun amparándose ese error con la palabra elocuentísima de mi antiguo y querido amigo el señor Castelar, con qué derecho se nos puede atribuir a nosotros, con qué derecho se me puede atribuir a mí indiferencia por la suerte de las clases pobres? Ha sucedido en el día de hoy una cosa singular, singularísima, y es que no ha habido, sin embargo, ninguna especie de artificio político; a saber, que las palabras brillantes y elocuentes del señor Castelar han producido aquí mucho más efecto, y han sido más ardientemente aplaudidas en éstos que en aquellos bancos (Los de la minoría republicana). Y es que las palabras del señor Castelar han caído, han debido caer como plomo derretido sobre muchos de los oradores, sobre muchas de las personas que ocupan aquellos bancos. (Aprobación.) Después de todo, en esta cuestión vastísima que no hemos querido empequeñecer, que yo no he empequeñecido, que nadie tiene el derecho de empequeñecer, ¿no es verdad que estamos nosotros mucho más de acuerdo con el señor Castelar, que el señor Salmerón lo estuvo el otro día? Pues yo declaro sin artificio político, y si se cree necesario que lo demuestre lo demostraré, que con lo que ha dicho de la cuestión social el señor Castelar esta tarde, estoy completamente de acuerdo, y aquí me dicen mis amigos que todos lo están. Nosotros queremos, como el señor Castelar, la propiedad individual, y condenamos con tanta energía como él, si no con elocuencia tanta, la propiedad colectiva; nosotros creemos que la propiedad colectiva es pura y simplemente la barbarie. el retroceso, ni más ni menos que lo cree el señor Castelar; nosotros creemos que si no hay (y no habrá más, cuando la perspicaz inteligencia y el talento analítico del señor Castelar no las ha encontrado), que si no hay más trabas en nuestro suelo para el proletario que las que S. S. ha expuesto esta tarde, esas trabas son tan pequeñas y tan cortas, que de seguro su extinción no bastaría para producir ningún gran beneficio en la clase proletaria, pero tampoco encontrará su extinción en el porvenir una obstinada resistencia.

Ha hablado el señor Castelar de la desigualdad en el servicio militar, porque los ricos se redimen por dinero. Y bien; ¿tan difícil es que tengamos aquí el servicio militar obligatorio, igual para todas las fortunas y para todas las clases? ¿No se ha presentado aquí ya eso en proyecto? ¿No se han opuesto a tal proyecto, como aquí me indican, precisamente los señores de la izquierda? Por consiguiente, el primer motivo de los que el señor Castelar ha expuesto esta tarde puede fácilmente desaparecer.

¿Por ventura defiende todo el mundo, forma parte del sistema del partido progresista histórico, o de los liberales conservadores que ocupamos estos bancos, el que se mantengan precisamente las matrículas de mar en la forma que hoy tienen? ¿Pues no pueden dotarse los buques de guerra por otro medio? Costaría más al Estado; quizá nuestro Tesoro no lo soportaría hoy; pero no habría más obstáculo para eso que una cuestión de presupuesto; y ciertamente no ha habido nunca otro invencible obstáculo.

Recuso, pues, completamente este otro cargo contra mi sistema político, contra mi escuela política, de cuyo dogma no han formado nunca parte las matrículas de mar. Y si no son más que cosas de esa especie de trabas que se oponen a la emancipación social y económica del obrero, facilísimas son de remediar.

¿Y el artículo del Código que trata de las coligaciones? Yo reconozco que esto es delicado, y mucho más delicado en tiempos revueltos; reconozco las dificultades en este momento, porque es una rectificación la que estoy haciendo, no un discurso para resolver una cuestión tan grave; ¿pero puede darse a ese artículo tampoco tan inmensa trascendencia social? Debo aquí hacer observar al señor Castelar y a los que se sientan a su lado que ese artículo no sólo se ha conservado en la reforma del Código penal, no sólo no ha sido olvidado, sino que se ha redactado otra vez y con plena conciencia. En todo caso, eso ya no existe en Inglaterra, ni en Francia; y no hago más que adelantar una opinión personal, diciendo que eso tarde o temprano desaparecerá del Código penal en España, como ha desaparecido de otros Códigos en Europa. ¿Qué queda, pues, de todo lo que decía el señor Castelar respecto a las trabas que aquí encuentra el trabajador para su emancipación social y económica? No queda nada absolutamente.

¿Ha dicho alguien en estos bancos, he dicho yo por ventura (cuando precisamente aquí he dicho todo lo contrario); he dicho que debían proscribirse, que debían perseguirse las sociedades cooperativas? ¿Pues no indiqué en mi discurso que una de las personas que tienen más simpatía por estas sociedades, y que las había explicado mejor a la Europa en estos últimos años, era un pretendiente al Trono, el conde de París? ¿Pues no he manifestado yo mismo mis simpatías hacia ese género de asociaciones, al decir, como creo que dije en mi discurso, que la Internacional era en su generalidad antipática a las sociedades cooperativas? Sí, el principio de la Internacional no es el de la sociedad cooperativa libre la Internacional (conozco bastante bien su historia, porque he procurado estudiarla para no venir desarmado a este debate); la Internacional acepta la reunión, el concurso interino de todas las sociedades cooperativas, de las sociedades de trabajadores de todo género; pero no quiere nada especial en materia de organización de trabajo. La Internacional quiere lo que llama la solidaridad humana; la Internacional puede en materia de mejoras, o todo o nada, la Internacional no quiere reformas parciales ni progresivas; la Internacional quiere y pretende que de una vez, que con una sola fórmula, que de una sola manera se resuelva la cuestión de los trabajadores todos, y a eso le llama solidaridad humana.

Y son muchos los oradores de la Internacional que con lógica, con una gran perspicacia, dado su funesto sistema social, han combatido las sociedades cooperativas y han dicho que de estas sociedades libremente fundadas, unas progresarían y otras no; que progresarían aquellas cuyos individuos tuvieran más talento, más disciplina, más perseverancia, más fuerza, mayores condiciones de éxito; que de esa suerte irían quedando en el fondo de la sociedad humana, todos aquellos otros individuos que no pudieran llegar a formar, por falta de habilidad o de fortuna, sociedades cooperativas que luchasen con éxito con las otras o con el capital organizado de manera que lo está al presente; y que así se iría formando poco a poco otro estado, creándose entre los trabajadores una esfera nueva, semejante al antiguo estado llano como se le describe en general (a mi juicio, con grandísima inexactitud, pero, en fin, semejante a lo que ellos creen que ha sido el estado llano), y organizándose una nueva clase, más baja que el estado llano actual, pero superior a la muchedumbre de los trabajadores, siempre vecinos de la pobreza que, por consiguiente, quedarían en un quinto Estado.

Por eso decía yo que si las sociedades cooperativas prosperaban, como yo deseaba y deseo vivamente, porque también son conservadores los que las han preconizado y proclamado, porque yo también las deseo y estoy dispuesto a defenderlas; por eso decía yo que si todo esto sucedía, como el mal que el señor Castelar tan verdadera y tan elocuentemente nos ha descrito, no desaparecerá, no puede desaparecer del todo de la tierra, se formaría un nuevo estado, que por medio de la fuerza, de la violencia y de la inmoralidad pretendería despojar al mismo cuarto Estado, que ahora quiere despojar a las demás clases sociales. Coincido, pues, bajo este punto de vista con el señor Castelar, porque su señoría nos ha dicho que cree imposible la supresión de la miseria, como yo la creo también imposible. Ni pienso que haya ningún hombre práctico que admita semejante posibilidad, porque para eso sería preciso defender el optimismo, que ciertamente está en el fondo y constituye la sustancia de ciertas escuelas políticas: que es el antiguo pensamiento de Rousseau, transformado; que es imaginar que en el mundo todo estaba bien al crearse, y que todo el mal que existe es obra de los hombres, como si otros que los hombres hubieran labrado la historia. Pero entre tanto, existe el mal, existe hoy la miseria, existen las desigualdades, existe la perversidad en el fondo del corazón humano, existe la ambición y la lucha de las ideas y hasta nacerán quizá mayores enfermedades en lo futuro, y siempre habrá miseria, siempre: siempre habrá un bajo Estado, siempre habrá una última grada en la escala social, un proletariado que será preciso contener por dos medios: con el de la caridad, la ilustración, los recursos morales y, cuando éste no baste, con el de la fuerza.

No desdeñéis, no, señores Diputados, las sentencias de la sabiduría antigua; no las desdeñará ciertamente en su alto e ilustrado espíritu mi amigo el señor Castelar. Ya esta cuestión de la nivelación se presentó con efecto al juicio y al examen de los sabios de la Grecia, en la sociedad griega antigua. Aristóteles, a quien ha citado hoy el señor Castelar y a quien yo cité el otro día, dijo examinando esa cuestión de la nivelación esta frase profunda: «¿Qué me habláis de nivelar las fortunas? Niveladme antes, si podéis, las pasiones.» Sí, señores Diputados; eso es lo que no se nivelará jamás.

Ni el deseo, ni la capacidad para el trabajo, ni la tendencia moral, nada de lo que constituye la fuerza en la sociedad y en la vida, nada se nivelará, porque estas desigualdades son, después de todo, la gran riqueza, el gran tesoro del género humano, en cuanto que son síntomas poderosos de su actividad y de su libertad. Porque los hombres son libres, porque los hombres son activos, porque la lucha es condición de la vida, porque el estancamiento mataría la vida, humana, porque la vida humana y el progreso de la civilización no se conciben sin contrastes y rozamientos y luchas; por eso es por lo que existen en todo tiempo el mal y el bien en el mundo; por eso es por lo que el principio de usurpación reside al lado del principio de justicia en la tierra; por eso es por lo que habrá siempre un Estado que se interponga entre lo injusto y lo justo; por eso es por lo que habrá siempre un derecho que reprima todas las agresiones, una ley que castigue o premie al criminal, según le plazca al señor Salmerón, con la pena.

¿Qué hay en nada de esto, señores Diputados, de reaccionario? ¿Qué hay en esto que digo de exageradamente místico, como se ha supuesto desde los bancos de la izquierda? ¡Místico! Esta. es una nueva acusación, como la de doctrinario, que le viene bien a todo el mundo; y que, por ejemplo, es posible que nos alcance tanto a mí como a mi amigo el señor Castelar.

No sabe S. S. el daño que se ha hecho, si no para hoy, porque todavía se necesita de su inmensa superioridad, para más adelante, con lo que nos ha dicho ahora. No sabe S. S. el daño que se ha hecho con esos grandes períodos en que, por un lado, describía la oscuridad de los sepulcros y, por otro, se elevaba hasta Dios para que iluminara con sus sublimes resplandores lo más recóndito de su ser. No sabe S. S. que esta idea mística, que esta idea religiosa, en el fondo cristiana, podrá hacerle sospechoso en algún tiempo para el pretendido liberalismo. En el ínterin, es inútil, porque yo tengo la sinceridad que se necesita para presentar todas mis opiniones, y todo el valor necesario para el debate; es inútil que aquí se nos hagan ciertas indicaciones, y que se pretenda que nosotros sostenemos ideas religiosas por tales o cuales intereses políticos.

El señor Rodríguez, a quien no he contestado antes porque en realidad, por lo que a mí toca, muy poca cosa necesitaba rectificar, ha supuesto una cosa errada que estoy en el caso de colocar bajo su verdadero punto de vista. El señor Rodríguez ha supuesto que yo había calificado de ateos a los que se sientan en su banco, que yo había calificado de atea a la escuela economista. No es exacto: yo no he dicho nada que se parezca a eso. He hablado de algunos economistas, he aludido a un economista ilustre, a un hombre que tiene un gran partido en España; pero no me hubiera atrevido jamás a dirigir a ningún compañero, y menos al señor Rodríguez, una inculpación de esta especie. Estas son cosas de conciencia, esto corresponde a lo más íntimo de la vida, y de ello no tiene derecho a hablar nadie más que cada uno particularmente, y eso en los casos y en la forma en que lo crea necesario. No he calificado, pues, de ateo al señor Rodríguez; no me hubiera atrevido a hacerlo nunca.

Y por mi parte, no pretendo ahora, ni he pretendido jamás, ni pretenderé un solo momento en mi vida pública, mezclar para nada la religión con la política. Yo respeto eso donde y cuando existe; yo lo respeto profundamente, como a mi vez deseo que se respete mi conducta; yo no me he salido, sin embargo, del terreno político aquí, ni me saldré jamás sin motivos muy graves. Pero ¿olvidan los señores Diputados qué es lo que estamos tratando en este instante con motivo de la Internacional? ¿Olvidan los señores Diputados que este debate ha ido mucho más allá de lo que pudo suponerse cuando se inició? ¿Olvidan los señores Diputados que aquí no estamos tratando una cuestión política o de gobierno? ¿Olvidan que estamos tratando una cuestión social? ¿Y es posible que haya aquí ningún hombre pensador y serio que crea que al tratar una cuestión social pueda prescindirse de la cuestión religiosa? Sea lo que quiera la escuela económica, sea enhorabuena la ciencia económica tan exacta como las matemáticas: eso importa poco; obtendrá su importancia cuando se trate de cuestiones económicas. Pero cuando se discute una cuestión de las condiciones de ésta, no es posible que ningún pensador, que ningún filósofo, que ningún hombre de Estado, que ningún hombre de sano juicio, en fin, prescinda de tomar en cuenta la idea religiosa. ¿Por ventura al tratar la religión, o más bien, al hacer alguna indicación acerca de ella, por ventura la consideré yo bajo el exclusivo punto de vista del catolicismo?

El señor Castelar nos decía esta tarde, como haciendo un argumento para contestar a mi discurso, que los Estados Unidos son protestantes. Pues bien; ya sé yo que son protestantes los Estados Unidos. ¿No había yo de saber eso siquiera? Crea S. S. que, a pesar de ser conservador, no ignoraba eso. Si se tratara especialmente del catolicismo, no había yo de compararle ni con ninguna de sus sectas ni con ninguna de las demás pretendidas religiones; pero la verdad es que yo traté la cuestión en general, presentándola por encima de la religión católica, por encima del protestantismo, por encima de todas las religiones. Al tratar una cuestión que toca tan de cerca al género humano todo entero, no pensaba en el catolicismo exclusivamente; pensaba en el espíritu religioso en general, en esa necesidad de todos los mortales; en eso mismo que pensaba el señor Castelar cuando esta tarde nos dirigía algunos de sus períodos más importantes.

Me ha atribuido el señor Castelar gran desesperación o gran tristeza; y aun cuando yo creo que quizá haya aquí alguna exageración de su parte, aun cuando creo que no han llegado a la desesperación mis palabras, no le niego a S. S. que he entrado en este debate poseído de profunda tristeza. Mas esta tristeza no es por lo que el asunto pueda afectar a la escuela política a que pertenezco. El señor Castelar, que me conoce, es seguro que me hace la justicia de creer que soy capaz de levantarme por encima de todo interés de escuela política.

Yo he examinado la cuestión social en su conjunto; he examinado el estado de la cuestión en el momento actual, y creo que ese estado es bastante para infundirme tristeza, como debe infundírsela a S. SS., siquiera por humanidad, y por esa humanidad de cuyo amor tanto blasonan. ¡Pues qué! ¿habrá quien niegue que la cuestión que hoy está planteada, que la cuestión del antagonismo de clases, que ha destruido otras sociedades y pudiera destruir las de hoy; que esa cuestión que puede producir males mayores y más graves que el antagonismo de los antiguos Reyes, que el antagonismo de las antiguas nacionalidades, que todos los antagonismos políticos de la historia, no es motivo suficiente para que sienta legítima tristeza un pecho honrado? No siento yo esa tristeza por espíritu de escuela; no la siento por la causa liberal conservadora; no la siento por la causa progresista histórica; no la siento por la causa progresista democrática; la siento únicamente por la causa de la libertad. Tengo la convicción profunda de que las desigualdades proceden de Dios, que son propias de nuestra naturaleza, y creo, supuesta esta diferencia en la actividad, en la inteligencia y hasta en la moralidad, que las minorías inteligentes gobernarán siempre al mundo, en una u otra forma. No desconfío del triunfo de esas minorías; no desconfío de supremacía en la sociedad, así como no desconfío tampoco de que se conserve la propiedad individual, esa propiedad individual, que después de todo cuanto se ha dicho sobre sus transformaciones, viene todavía regida por el antiguo derecho romano. Creo, por el contrario, que la propiedad no perecerá: no puede perecer, por más que contra ella se diga.

Ella se defenderá de los ataques que se la dirijan, ella triunfará, y aun cuando cambie de manos, si es que llega a cambiar como en aquella invasión de los bárbaros que parece como si aquí se echara de menos por algunos; esas nuevas manos la defenderán con más energía aún que la defienden los propietarios actuales, por lo mismo que estarán a ella menos acostumbrados. La propiedad se salvará a la larga. En el ínterin, la causa de mi tristeza no es ni puede ser otra que los desórdenes que esas varias utopías producen, que la sangre que hagamos correr, no nosotros, sino los que alimentan tales ilusiones en las muchedumbres para ocasionar inútiles trastornos en el género humano. Cuando se tiene la convicción de que lo que se pretende es falso, es injusto; cuando se tiene la convicción de que eso no puede existir, se deplora y se debe deplorar más amargamente, se deplora y se debe deplorar con mucho más dolor lo que pasa. Si esta cuestión hubiera de producir algún día la verdad, si esta cuestión hubiera de tener la solución que se espera por algunos utopistas, aún pudiera tolerarse, porque entonces podrían quedar lastimadas tales o cuales clases, podrían quedar heridos tales o cuales intereses únicamente. Pero si tal cuestión no se puede resolver, si tal antagonismo crea una verdadera infelicidad social, si ella detiene, como yo estoy temiéndolo, y ésta es causa también muy principal de mi dolor, si ella detiene el movimiento de la civilización, el curso del progreso humano, el desarrollo de la riqueza pública y la mejora real y positiva de las clases obreras, ¿no hay motivo verdadero para estar triste? Por último, señores Diputados: más que nada temo yo, ya lo dije el otro día y lo repito ahora, y lo digo fundado en las lecciones de historia, y lo digo fundado en el ejemplo mismo de aquel Mario que nos citaba el señor Pi tan oportunamente para mi propósito, y lo digo fundado en lo que pasó en las repúblicas griegas que cité el otro día: temo que la inevitable consecuencia de todo eso sea la imposibilidad de la libertad. Cuando las minorías inteligentes, que serán siempre las minorías propietarias, encuentren que es imposible mantener en igualdad de derechos con ella a la muchedumbre; cuando vean que la muchedumbre se prevale de los derechos políticos que se le han dado para ejercer tiránicamente su soberanía; cuando vean convertido lo que se ha dado en nombre del derecho en una fuerza brutal para violentar todos los demás derechos; cuando vean que todo lo inicuo puede aspirar al triunfo con la fuerza desencadenada por los apetitos sensuales; cuando todo eso vean, buscarán donde quiera la dictadura y la encontrarán. Tal es la historia eterna del mundo.

Tampoco lograréis, por más que los maldigáis, como hace tantos años los ha maldecido el mundo, tampoco lograréis extirpar los Caín y los Nembrod: los tendréis siempre que la fatalidad de las cosas los haga indispensables. Los tendréis, y si no vencen por la fuerza bruta, vencerán por la única fuerza irresistible; vencerán por la fuerza de la inteligencia; vencerán por la astucia; vencerán por la superioridad del valor también, porque como no hay nada que sea igual en el mundo, hasta en el valor hay superioridades. La del valor engendra y crea los militares, y el militarismo crea los déspotas y los tiranos. Y como todo tiene su papel en el mundo, como todo puede servir a una necesidad social, lo mismo acude la inteligencia en horas dadas a ilustrar los períodos de la libertad, a legalizar los períodos normales, lo mismo acuden los hombres superiores de la fuerza, lo mismo acuden los vencedores, los conquistadores a la hora histórica, a la hora precisa en que hacen falta.

Pues qué, ¿no bastan para saberlo miles y miles de años de enseñanza? Pues qué, ¿el género humano no ha partido de una igualdad salvaje de derechos para venir al cabo de mucho tiempo, a la libertad absoluta de la sociedad actual? Pues qué, ¿son seres de otra raza, creados por otro Dios, nutridos en otra tierra, alimentados por otros elementos, los que vienen sucediéndose hace tantos años en la serie de los siglos?

Voy a concluir, y se me olvidaba ya rectificar un cargo que se me ha atribuido; olvido causado por la espontaneidad y natural desaliño con que estoy pronunciando este discurso. No he pretendido yo nunca, como antes dije, no pretendo ahora, no pretenderé jamás realizar por medio de las ideas religiosas y despertando los sentimientos religiosos el ideal político, siempre pequeño, de una escuela y de un partido determinado. Pero para contestar a ciertas alusiones que se han dirigido, sea a mí o a otras personas de las que se sientan en estos bancos, seré muy franco. Yo tengo un alma batalladora y desde mis primeros años he tomado parte en todas las luchas, he discutido todas las teorías, han pasado por mi espíritu todas las ideas, todos los conflictos, todas las dudas que agitan a la sociedad contemporánea. ¿Qué queréis deducir de esto? En medio de todo, y con toda la franqueza que me es propia, quiero declarar una cosa en esta hora solemne, que palpita en mis escritos y en todo cuanto digo, y es que yo no puedo pensar en las cuestiones morales y políticas, que no puedo detener un momento mi razón en problemas, sin encontrarme frente a frente con la objetividad sublime de Dios, que con fuerza irresistible se me impone. Traigo, pues, a este debate, naturalmente, sinceramente, y como la he llevado a otras discusiones, esta idea religiosa, que si no nace de un sentimiento pío, que si no nace de un alma beata, nace de una razón convencida.

No sé si me queda que contestar algo importante de lo mucho que se me ha dicho; pero si dilatara este discurso abusaría de la benevolencia con que me habéis escuchado, y no tengo derecho a hablar más largo tiempo para una rectificación y para alusiones personales, sobre todo, creyendo, como creo, que quizá tenga que volver a intervenir en el debate.