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ArribaAbajoDiscusión del proyecto de contestación al Discurso de la Corona

DSC de 8, 11 y 15 de marzo de 1876


Sesión de 8 de marzo

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): No necesitaba haberse esforzado tanto el señor Diputado que acaba de hablar, para que, abandonando mi propósito de no terciar hasta el fin en este debate, dirigiera esta tarde mi palabra al Congreso. Quizá no faltará algún señor Diputado a quien extrañe que yo use en este momento de la palabra para defenderme de los ataques personales que ese señor Diputado ha tenido por conveniente dirigirme. Sin embargo, no puedo menos de hacerlo por dos razones importantes. Es la primera que, al fin y al cabo y sea cualquiera la forma en que se me hayan dirigido esos ataques, es su autor un Diputado de la Nación, y acreedor, por este solo título, a que sus palabras no queden únicamente en el viento. Es la segunda razón el que su señoría, que es un joven de buena intención; S. S., de quien personalmente nada tengo que decir, por lo mismo que tan pocas cosas ha hecho en este mundo hasta ahora, ha sido aquí esta tarde el eco de todas las indignas murmuraciones, de todos los rumores que fraguan los descontentos, de todo lo que por ahí se dice en voz baja, y que rara vez ningún hombre más práctico que S. S. en la vida política se apropia y trae a un Parlamento como éste: un Parlamento en el cual están cifradas las esperanzas de la Patria; un Parlamento que está destinado a reconstruir tanto como se ha destruido, no solamente por la revolución, que tan duramente ha condenado S. S., sino por otros que no son de la revolución y de quienes S. S. está bastante más cerca.

No se crean, señores Diputados, de ningún modo, que al defenderme yo aquí esta tarde de ciertas imputaciones, entiendo defender el derecho con que estoy en este banco, entiendo defender ni poco ni mucho la posición política que ocupo en este momento. Yo no estoy en este sitio por haber trabajado ni por haber dejado de trabajar por la restauración, no; yo no necesito eso, yo rechazo eso por completo. Yo estoy en este banco por la confianza de S. M. el Rey, y he estado hasta ahora en él por eso sólo, y en adelante no lo estaré sino por eso mismo, y por la confianza de la mayoría de esta Cámara, por vuestra confianza, señores Diputados. Yo no tengo, pues, que responder más que a esta Cámara de mis actos políticos desde que me he hecho cargo del Poder; yo no tengo más que responder a la Nación del gobierno que la he dado, bueno o malo, si malos le parecen a S. S. los resultados; yo no tengo que responder de los actos del Gobierno que presido más que a la Nación y a las Cortes. ¿Qué importa mi biografía? ¿Qué importa mi historia pasada? Su Majestad el Rey la sabía ya cuando me otorgó su confianza; vosotros todos la sabíais, porque yo no soy de aquellos que necesitan contarla, como otros que vienen a este Parlamento en condiciones de tener que decir lo que nadie sabe, y de quienes aun después de contarlo, se continúa ignorando lo que han podido hacer toda su vida.

Yo tengo una larga vida política; esa vida política es conocida de todos los señores Diputados; esa vida política es conocida del país, y con el conocimiento que de ella tienen los señores Diputados, y con el conocimiento que de ella tiene el país, me basta y me sobra; para nada necesito la aprobación del señor Diputado que acaba de hablar. Pero puesto que, desgraciadamente, hay que pasar por este género de debate; puesto que esa clase de tema recogido en los corrillos de los cafés y en las calles públicas ha de entretener por ahora los que parecen nuestros ocios, en tanto que llega el valeroso ejército lleno de otra clase de sentimientos y de otro espíritu, después de haber vencido a los enemigos conscientes e inconscientes de la Patria, de la libertad y del Rey; puesto que mientras el ejército llega, y mientras las grandes cuestiones políticas que estamos llamados a resolver se ventilan y resuelven, es preciso que por el gusto de algunos señores Diputados tengamos algunas sesiones (ya tenemos una, y quizá tengamos otras más) para arrojar lodo al aire, a ver si cae sobre alguien; yo me adelanto; yo, señores Diputados, acepto personalmente ese debate; yo lo acepto por lo que a mí toca; yo quiero, a la vez, despejar el terreno y estoy dispuesto a discutir la conducta de toda mi vida con quien quiera y como quiera. Será tiempo perdido para los grandes negocios del país; será debate que entristecerá los corazones que aquí vienen de buena fe buscando únicamente el bien de la Patria; pero lo que es necesario, es necesario; lo que es inevitable, es inevitable; y puesto que esto lo es, ¡qué hemos de hacer!, acudamos a ese terreno y combatamos.

Conste ante todo, y esto por la gravedad de las últimas palabras que inconscientemente, como tantas otras cosas, ha pronunciado aquí esta tarde el señor Diputado que acaba de hablar; conste ante todo, de una vez para siempre y antes de descender a los detalles en que necesariamente he de entrar con toda la brevedad que me sea posible, que yo no he entendido que el principio fundamental del alfonsismo fuera el que dice S. S., y que si así lo hubiera entendido, habría continuado encerrado en mi casa y jamás me hubiese prestado a una obra de suicidio para la dinastía misma y para la Patria. En vano se hacen aquí esa clase de afirmaciones. ¿Quién es S. S., qué títulos tiene para decir a esta Cámara y decir al país cuál era el principio fundamental de la Monarquía de don Alfonso? ¿Qué intérprete es S. S. de eso? ¿Por dónde es S. S. el doctor que ha de definir la esencia, que ha de trazar los accidentes, que ha de marcar los límites, que ha de señalar el fondo y las circunstancias de lo que había de ser y significar la restauración alfonsina, la restauración de la dinastía de Borbón en España?

Después de todo, así como yo no le reconozco ni le reconoce nadie título alguno a S. S. para eso, yo tengo uno incontestado, y es que en un momento determinado se me ha llamado espontáneamente, se me ha presentado por hombres dignísimos, por hombres importantísimos que han gastado su vida entera en la defensa del partido conservador, se me ha presentado a esa augusta dinastía, y por consejo de esos hombres ilustres se me ha designado como jefe de todo el partido alfonsino, se me ha entregado la bandera del partido alfonsino, se me ha dicho que escriba su lema e interprete su sentido. Por consiguiente, yo tengo un derecho, que no tiene otro ninguno, para decir por todos estos títulos cuál era el principio, cuál era el verdadero origen, cuáles eran las bases, cuál era la tendencia y cuál la significación que había de traer el partido alfonsino.

Pues qué, la bandera que hoy agita en sus inexpertas manos el señor Diputado que acaba de hablar, ¿no había tremolado ya mucho tiempo antes que yo tomara sobre mí esta carga pesada en nuestro país? Pues qué, ¿no había flotado ya al viento durante cinco o seis años? ¿Cómo es que durante ese espacio de tiempo no había ni ese barril de pólvora, ni esa chispa, ni nada de eso que tan oportunamente, a juicio del señor preopinante, ha producido después de restauración? Y si ése era el significado que la restauración había de tener, ¿por qué S. SS. no la intentaban solos? ¿Por qué no la llevaron a cabo? ¿O es que querían otra cosa? ¿O es que también ha llegado a S. S. aquella voz que yo oí con la indignación que cosas semejantes merecen de hombres honrados, aquella voz de «traiga quien quiera a don Alfonso, que después veremos?». No; cuando yo he llamado a los hombres políticos de todos los partidos bajo la bandera de don Alfonso; cuando les he dicho que la bandera de don Alfonso significaba la libertad y la concordia, que no excluía a nadie, que era la continuación del reinado constitucional de su madre en aquellos tiempos en que los liberales unidos la aclamaban como el símbolo común de sus victorias; cuando he dicho y proclamado todo esto, lo he dicho como hombre honrado que soy; y lo que decía antes de venir don Alfonso, eso mismo estoy diciendo desde el Poder.

¿Qué se quería? ¿Que preparase yo alguna celada, que me prestara a engañar corazones generosos, que los trajera a la lucha, que les hiciera compartir conmigo los trabajos, que han sido algo más que eso que enumera S. S., bastante más que todo eso, y que después de todo hubiera dicho: «Habéis sido unos inocentes porque era mi intento entregaros a vuestros encarnizados enemigos; porque mi propósito era entregaros a los exclusivistas, y el papel que yo me reservaba era el de traidor?». Esto no podía ser, y esto no ha sido, y esto no será. Aquí se puede ir a todas las intransigencias; aquí se pueden levantar todas las banderas exclusivas que se quiera; pero todas se levantarán sin mí, porque todas estarán contra mi convicción y todas estarán contra mi honor.

Recorramos un poco la historia, que yo no he de esconderme, que yo no he de esconder una historia tan honrada en sus intenciones como la mía, detrás de frases generales.

Y perdonen los señores Diputados, porque ya ven que contra mi voluntad tengo que tratar y trato de los hechos que se refieren a mi persona.

El señor Diputado que ha hablado esta tarde me ha acusado, unas veces colectiva y otras individualmente, de soberbio. ¡Su señoría, que ha aprovechado la primera ocasión que se le ha presentado, o que ha creído que se le presentaba en su vida, para compararse con Nuestro Señor Jesucristo! (Risas.)

No soy, ciertamente, soberbio, y antes bien me duele profundamente en el alma haber de ocuparme de mi persona; por eso hago esta salvedad. Jamás he traído yo en mi larga vida parlamentaria cuestión personal ninguna al Congreso.

¿Cuál era mi situación cuando pronuncié las primeras palabras que ha citado poco ha el señor Diputado a que me refiero? ¿Cuál era mi situación cuando ocurrió la revolución de septiembre? Pues no necesito más que recordarla; que la inmensa mayoría de los señores Diputados no son desconocedores, como sin duda lo es su señoría, de la historia contemporánea.

De lo que yo diga no resultará ninguna alusión que pueda molestar a aquellos dignos individuos del antiguo partido moderado, que estando enfrente de mí y ocupando este banco desde 1867 a 1868, han estado después a mi lado en la situación de concordia que yo inicié y que mantengo en el Poder. Ellos obraban en 1867 con buena intención, como sin duda entendían que exigían sus deberes y que exigía el bien de la Patria. No discuto intenciones, no puedo discutir este punto; pero al fin y al cabo es preciso que yo establezca este hecho notorio. Yo no he tenido en toda mi vida el honor, pues siempre es un honor pertenecer con rectitud a un partido, yo no he tenido el honor, digo, de pertenecer al partido moderado. Ni un solo momento de mi vida he pertenecido a él; no he pertenecido a otro partido que al de la unión liberal. Como individuo de la unión liberal he sido perseguido en ciertos momentos; como individuo de la unión liberal he venido casi solo a ese banco, enfrente de los últimos Ministerios anteriores a septiembre de 1868.

Todo el mundo recordará qué clase de oposición hice yo en sus últimos momentos al partido moderado: no le negué el derecho que tenía a la resistencia frente a frente de las amenazas y aun de las invasiones de la fuerza; no le negué mi concurso para resistir con la fuerza, como es el deber de todo Gobierno, a quien por la fuerza quisiera imponerse: no hice más que combatir su política bajo el punto de vista de mis opiniones pacíficas y legales; pero al cabo y al fin yo estaba por completo separado de aquella política. Hice cuanto pude por que mis convicciones sobre lo crítico de la situación que atravesábamos y sobre los remedios que se necesitaban para evitar que los males del país pasaran del banco en que yo estaba al banco del Gobierno; no lo obtuve ni tenía derecho para obtenerlo: yo sostenía mis opiniones, aquel Ministerio las suyas, cada cual estaba en su puesto, y el hecho indudable es que yo estaba enfrente del partido moderado y de la situación política representada por el mismo partido.

Las cosas se fueron agriando de una y otra parte, hasta el punto de crearse una situación de fuerza; y esta situación se creó; y cuando yo la vi venir, ¿qué hice? Hice un sacrificio que tal vez el señor Diputado que acaba de hablar ignore aún por no tener suficientemente definido el partido a que pertenece, pero que los antiguos hombres políticos que hay en esta Cámara sabrán apreciar en todo lo que vale; el sacrificio más caro y más meritorio que puede hacer un hombre político; el sacrificio de alejarme de mis amigos, de los amigos políticos de toda la vida, por no estar de acuerdo en el procedimiento de fuerza a que muchos en aquel momento apelaban; hice el sacrificio de anular quizá, de quebrantar aquellas relaciones personales, de alejarme y retraerme de un terreno en que yo no tenía puesto, porque si no lo tenía al lado de mis amigos, ¿cómo lo había de tener, cómo podía tenerlo al lado de mis adversarios de toda la vida? (Muy bien.)

¡Y esto se me echa en cara hoy; y el que yo dijera, como era verdad, que estaba separado de aquella política porque la tenía por inconstitucional! Pues yo entrego esto confiadamente al juicio de esta Cámara, al juicio de la opinión, y si mi persona fuera digna de ocuparla, al juicio imparcial de la historia.

Era yo un hombre político que veía a todo su partido (con rarísimas excepciones, algunas muy grandes y muy honrosas) lanzado a la revolución de septiembre, y contemplaba de otra parte una situación que en uso de su derecho no había aceptado para nada mis consejos ni mis advertencias, ni había tenido para nada en cuenta mi oposición pacífica y legal; y, colocado en este conflicto, decidí no seguir ninguna corriente, decidí anularme, retirarme de la vida política por entonces, y retirarme quizá para siempre; porque aunque el señor Diputado que acaba de hablar me atribuya ya en su ira, no sólo previsión, sino también presciencia, el don de la profecía, cuando yo me coloqué en una situación de esta especie, ¿había de suponer que me traería a este banco y a esta situación el retraimiento voluntario en que me colocaba?

Pues vino la revolución, en la cual había tomado tan gran parte el partido del que yo no podía renegar, ni renegaré jamás, sino en la disolución de los partidos que produzca otros nuevos, y en todo caso sin renegar jamás de él en mi historia; aquel partido no me trató en los primeros momentos, a pesar de que sabía mi alejamiento y que conocía mis protestas, no me trató, digo, como a vencido, sino como a vencedor, y desde los primeros instantes me ofreció todas las consideraciones, todas las ventajas que se dan a los vencedores; y en uno de esos bancos (Señalando a los de enfrente) veo yo con mucho gusto a una persona que me comunicó determinaciones de aquel Gobierno sumamente ventajosas para mi persona, si yo las hubiera aceptado.

Y he aquí para mí otra nueva situación: yo fuí desde el primer momento alfonsista voluntario; y fíjense bien en esto los señores Diputados, que no de todos está demostrado lo mismo. Porque hay mucha diferencia entre aquella situación mía y la de ciertos hombres políticos a quienes una revolución los arroja, los vence, los declara vencidos, los atropella si es necesario, como atropellan todos los hechos violentos, sin concederles ni agua ni fuego, ni llamarlos para nada; y verdaderamente tampoco comprendo yo cómo han de ir donde ni los llaman, ni aunque fueran habían de ser admitidos. Mi posición era completamente distinta, y me parece que puedo decir ante mis amigos que si yo hubiera deseado el Poder lo hubiera ocupado a su lado muchas veces entre ellos, sin adoptar la marcha alfonsista que adopté. Pero yo me coloqué en aquella situación; nada de esto tiene mérito; esto debe ser vulgar; yo no hacía ningún sacrificio; pero ¿por qué en lugar de alabarme el señor Diputado por este servicio que presté a la causa alfonsista me hace un cargo por la dignidad de mi conducta?

Ya desde entonces se dibujaron naturalmente dos tendencias entre los que creían, como yo, que lo mejor para la libertad, lo mejor para el régimen representativo, lo mejor para todos los intereses sociales, era proclamar Rey al entonces Príncipe de Asturias; la tendencia de los vencidos, que querían lo que vulgarmente se llama una revancha, es decir, no sólo la restauración del Rey, sino de sus personas, de sus intereses, de su significación y de su supremacía; y la de los alfonsistas que, separados de todo este género de intereses y sin tener semejantes antecedentes, no querían más que la restauración de la Monarquía constitucional con don Alfonso XII.

Había además, no tengo por qué negarlo ni ocultarlo, otra tendencia, y era la de ciertas personas que fácilmente pueden ser conocidas por lo que digo, y a cuyos servicios no creo que debe estar reconocida la augusta señora que entonces salió desterrada de España, que profesaban sobre la Monarquía y sobre la libertad política ideas que yo no había profesado entonces, que no profeso ahora y que no profesaré jamás. En su derecho estaban esas personas opinando como opinaban, por más que yo crea que las exageraciones de algún grupo de ellas, que entonces se llamó neo-católico, tuvo más parte que nadie en la inmensa catástrofe de aquel tiempo; yo respeto en este instante a los que tuvieran en aquel grupo a que me refiero la opinión sincera de que la Monarquía era una institución familiar, patrimonial, personal, y que no necesitaba ser constitucional.

Pero yo no había profesado antes esas opiniones, ni las profeso hoy día: quien quiera que las profese, que venga aquí por la confianza de las Cortes y del país, por la confianza del Rey cuando la tenga.

Nadie debía ignorar, sépase si alguien lo ignora, que yo era un monárquico constitucional, cuyo sistema era necesaria e inevitablemente la Monarquía constitucional; que yo era de los que preferían el principio hereditario que representa don Alfonso XII a cualquiera otro principio en que estuviera representada la Monarquía.

Otras personas (¿por qué no lo he de decir, si no es más que una verdad evidente y que no debe ofender a nadie?) otras personas eran carlistas menos el Rey; y yo no era carlista de ninguna manera. ¿Qué razón había para que lo fuera? ¿Cómo se me puede hoy imputar el no serlo?

De otros hombres sinceramente constitucionales, a quienes no hago ciertamente responsables de mis opiniones, pero que eran y habían sido siempre sinceramente constitucionales dentro del partido moderado, no tenía iguales razones para estar separado; las tenía para estar muy distante de la fracción vulgarmente conocida con el nombre de neo-católica, la mayor parte de la cual, por cierto arrastrada por la lógica, se hizo carlista. Pero al fin y al cabo, como veníamos de diferentes partidos, como teníamos distintos antecedentes políticos, tampoco pudimos proceder de acuerdo, ni había para qué en mucho tiempo; y cada cual tomó entonces desinteresadamente el camino que estaba indicado por sus antecedentes, sus convicciones y sus aspiraciones. Yo no voy a hablar ahora sino de las mías propias, que son las que defiendo.

Yo entendía que la revolución de septiembre se había hecho y había llegado a lo que llegó por la discordia, el quebrantamiento y la disolución de los partidos monárquicos, algunos de los cuales habían quedado al lado de la dinastía, poniéndose otros al lado de la revolución. Y la contemplación serena de aquel hecho, que yo podía juzgar imparcialmente por la situación excepcional en que estaba colocado, me dio la convicción profunda, base de mi conducta de la víspera y de mi conducta del día siguiente, de que un solo partido no podía asegurar y hacer duradera en España la Monarquía constitucional. Y no habría de poder conseguirlo ciertamente el último que quedó al lado de la Reina, aun cuando se hubiera conservado íntegro y una gran parte de él no se hubiera ido a las filas carlistas.

Y cuenta, señores, con la gravedad inmensa que se desprende del hecho de irse al partido carlista; y cuenta, señores, con que fuera de Madrid, fuera de la corte, donde se establecen solamente ciertas relaciones de ésas que el honor impide romper entre el monarca y los súbditos, en las provincias, la inmensa mayoría de aquel partido, o se hizo declaradamente carlista, o estaba muy cerca de serlo.

Yo creía, que había que trabajar en reconstruir los partidos monárquico-constitucionales: podía ser grande mi soberbia al intentarlo; pero esta soberbia debe disculparse porque descansaba en una sincera opinión. Yo creía que antes aún de levantar de una manera activa la bandera de la Monarquía constitucional, era necesario defender los principios conservadores y trabajar por la reconstrucción de los partidos verdaderamente constitucionales frente a frente de los partidos demagógicos, mientras que éstos, destruidos por sus utopías y por la falsedad de sus principios, más y más se desgarraban y dejaban abierto el campo para la reconstrucción de la Monarquía constitucional.

¿He dicho algo aquí en contrario jamás? ¿No es esto lo que se ve palpitar en todos mis discursos? ¿No es con estas doctrinas con las que he ido a todas partes defendiendo los principios conservadores en lo que tienen de fundamental y común a todas las escuelas conservadoras? ¿No es esto lo que he hecho aquí poniéndome al lado (cosa de que yo me envanezco) de todos los Gobiernos en las cuestiones de orden? ¿No consistía mi sistema en dar una completa confianza a todo el mundo, de que si alguna vez intervenía yo en la decisión de los negocios alfonsistas, no sería una restauración de venganza la que se inauguraría, sino una restauración de paz y de concordia, una restauración de nueva vida para el país? Yo apelaría, si lo necesitara, no ya a mis amigos particulares y políticos, sino a mis adversarios, para que, piensen lo que piensen de mi conducta, dijeran si no es verdad y purísima verdad lo que estoy manifestando. Sí: yo me he puesto aquí al lado de todos los Gobiernos conservadores en sus batallas con la revolución; yo he apoyado a todos los que se aproximaban a mi ideal por poco que se aproximasen, y siempre prefiriendo los que se aproximaban más a los que se aproximaban menos.

¿Es que yo he hecho esto de alguna manera interesada o por motivos particulares? Yo puedo decir delante de hombres de honor, aunque sean mis adversarios, en alta voz, que jamás un hombre ha permanecido más separado que yo en todos esos años de las ventajas del Poder. Pero yo tenía mi propósito, y este propósito era el restablecimiento de la Monarquía constitucional. ¿Cómo? Con el concurso de los hombres monárquico constitucionales. ¿Cómo? Haciendo desparecer, empleando para ello el tiempo que fuera indispensable, los recelos, los temores, las antipatías, los hechos mismos (que hechos había) que impedían esa grande reconciliación. Y con esto me parece que queda suficientemente explicada toda mi conducta antes de la proclamación del Rey don Alfonso. Todas las páginas incompletas y truncadas que S. S. ha leído dicen esto, y no más que esto; y desde luego reto a S. S. a que leyendo las páginas enteras pruebe lo contrario; si ha habido algún momento en que no he hablado de don Alfonso XII sino con simpatías, era en tiempo en que sólo simpatías se podían tener por el que, después de todo, no representaba personalmente aún el derecho dinástico, y no le representaba porque no había recaído todavía en él.

Y después he dicho pura y simplemente esto, de que me envanezco: lo primero es la Patria; si hacéis el bien y la felicidad de la Patria (que no lo haréis, ésta era mi convicción, porque yo creo que con la Monarquía constitucional y no de otra manera se pudiera hacer), contad con la clase de apoyo que yo he dado a todos los Gobiernos más conservadores contra los menos conservadores; apoyo que ha llegado hasta el punto de que mis amigos, por consejo mío, votaran en la última votación que hubo aquí antes de la reunión de esta Cámara en favor del señor Castelar. Esta era la clase de apoyo que yo ofrecía, el apoyo que yo podía dar, el apoyo que estaba dando.

Y en cuanto a esas intenciones que el señor preopinante me ha atribuido, en cuanto a esas intenciones de quedarme detrás para alcanzar mayores beneficios, ¿qué he de contestar? ¿Qué ha de contestar un hombre que hubiera sido Ministro con la revolución, como lo han sido tantos otros, como lo han sido muchos de sus amigos? ¿Qué ha de contestar el que en el mismo día 3 de enero fue llamado, y oyó ofertas de participación en el Poder y tampoco quiso admitirlo? ¿Qué he de contestar yo? ¿Lo necesito por ventura, señores Diputados? (En la derecha: No, no.)

Yo tenía un sistema, yo tenía una idea; tengo el derecho de decir que esa idea ha triunfado, y esta palpitante verdad quedará grabada en la historia. Esto por lo que respecta a los ataques de la índole de los que me ha dirigido el señor Diputado que ha hablado esta tarde; voy ahora a lo que yo he hecho por la restauración.

Sobre este punto ya he manifestado algo que es fundamental y que debe constar para siempre; he dicho ya y repito que yo no estoy aquí, que yo no creo estar aquí por esa clase de merecimientos; yo estoy aquí a la cabeza de un Gobierno legítimo por la voluntad del Rey desde que es Rey, y por el apoyo de estas Cámaras; ni más ni menos; yo estoy aquí como he estado otras veces; ni más ni menos.

Pero el señor Diputado que ha hablado esta tarde, y que, como he dicho, suele hacer tan inconscientemente las cosas, no ha reparado siquiera en que al disputarle al Presidente de un Gobierno legítimo el título de buen conspirador o de conjurado, no le disputaba nada que le importara ni al Rey ni a la Patria. ¿Es que quiere S. S. que yo venga aquí a jactarme desde este banco de haber andado conspirando en las cuadras de los regimientos?

Pero no es esto sólo lo que inconscientemente, sin duda, se ha propuesto este señor Diputado: se ha propuesto además una cosa superior a la malicia que pudiera esperarse de su edad; digo esto más bien con envidia que movido por otro sentimiento. ¿Ha creído S. S. que convenía al bien de la Patria, que convenía al bien de la Monarquía, que convenía quizá a la religión católica, de que es tan ferviente apóstol, el que promoviendo aquí una cuestión entre un general ilustre, que acaba de prestar eminentes servicios a su Patria, y yo, y promoviéndola de una manera indirecta, o quizá directa, entre ese mismo general y otros generales, viniera la discordia en el ejército que acaba de vencer a los carlistas, en ese ejército que hace falta todavía para reprimir a esos carlistas y a sus cómplices? (El señor Pidal pide la palabra.) ¿Es ése el primero, grande y notorio servicio que S. S. se propone hacer al Rey? ¿Quiere su S. S. que ésa sea la primera página de su historia política?

Ha habido en un tiempo, sobre la conducta, sobre la ocasión, sobre las circunstancias, una diferencia de apreciación y de opiniones entre ese general y yo, esto es indudable; pero a pesar de esas diferencias, ese general y yo nos profesamos el cariño más sincero y estamos en las mejores relaciones; el motivo de esa diferencia de opiniones lo ha desconocido S. S., como quien tan lejos estaba de todo lo que entonces acontecía.

Su señoría, y en esto no le atribuyo ignorancia que pueda producirle ningún descrédito, S. S. ignora todo, absolutamente todo lo que sucedió entonces; yo declaro aquí como hombre de honor, para demostrarlo en la ocasión que convenga a los intereses de la Patria, que esa disidencia no era entre ese general y yo; era entre ese general y otras personas u otros generales tan bien intencionados como él; y que yo cumplía con mi deber, solamente mi deber, y llenaba mi puesto, únicamente mi puesto, mediando e interviniendo en esa disidencia.

Pero toda vez que ya he advertido a S. S. el propósito inconsciente con que ha traído esto al debate, y que no puedo creer que S. S. desee prestar al Rey y a la paz de España el servicio de dividir entre sí a los mismos generales que juntos han combatido bajo una sola bandera y bajo el mando del Rey, y como aunque su señoría se propusiera eso, yo naturalmente no había de darle gusto, paso de largo.

De lo que yo he hecho en todas las esferas que eran mías propias, y propias de mi carácter, y en todas aquellas que yo consideraba como honradas y políticas, es juez imparcial e inapelable al propio tiempo la opinión pública; esto lo saben perfectamente los que en tal o cual ocasión, los que en tal o cual momento de nuestra historia, y en los tiempos mismos que precedieron a la proclamación de don Alfonso, eran mis adversarios políticos; pregunte S. S. a cada uno de ellos, uno por uno, si yo no he pesado nada en la restauración de la Monarquía; pregunte a los que me han tenido frente a frente, luchando de una manera eficaz, no puramente fantástica y quimérica, por la restauración de don Alfonso; ellos le dirán si yo realmente he tenido o no parte en aquel suceso.

Pero aquel suceso se ha verificado tal y como yo lo deseaba; se ha verificado cuando una grandísima parte de la opinión pública, la mayoría a mi juicio, estaba convencida de la absoluta necesidad de la proclamación del Rey, cuando otra grandísima parte de la opinión pública monárquica lo hacía únicamente cuestión de tiempo; cuando nadie o casi nadie entre los monárquicos constitucionales lo rechazaba en absoluto; y en este momento, en estas circunstancias, las más favorables, aunque con algún pequeño rozamiento (que cosas tan grandes no se hacen sin eso jamás), ha sido proclamada a un tiempo por todos los ejércitos, por todo el país, ha sido reconocida por todos la Monarquía constitucional, y gracias a esto (no temo decirlo, y lo diré y repetiré siempre, hasta que una política en contradicción con la mía produzca mayores ventajas para el país), gracias a esta forma de venir don Alfonso, podemos consignar los triunfos inmensos que ha alcanzado ya la nueva Monarquía constitucional.

Esperad, esperad los que tenéis otras opiniones; esperad los que creéis que es posible aplicar a la política los principios inflexibles, cosa que no ha creído jamás ningún hombre de Estado, ningún tratadista político; esperad los que no creéis o no sabéis que la política ha sido en todo tiempo obra de circunstancias, combinación de fuerzas en tales o cuales momentos de la historia; esperad a que esa política vuestra haga algo semejante a lo que nosotros hemos hecho, y entonces sólo tendréis derecho para acusar a nuestra política de ineficaz y funesta, y para calificar de hábil la vuestra. Lo que yo sé es que los semi-conservadores mismos de que se ha hablado esta tarde en términos que justamente han llamado la atención del señor Presidente, lo que yo sé es que los semi-conservadores de Méjico, al cabo murieron con su Emperador; pero yo mismo he conocido, y ha conocido todo el mundo en Europa, a los miserables que los empujaban a la reacción más desenfrenada, y que han vuelto luego ricos a las cortes de Europa, burlándose del mismo Príncipe a quien habían dejado sacrificar.

Yo los he conocido, yo los he visto con asco paseando las cortes de Europa. Le llevaron allí, le pidieron lo que no podía dar, se le pusieron enfrente coligándose de hecho con la pasiones demagógicas, y después de haberle dejado solo, sin que ninguna idea de honor les llevara a ponerse de su parte, se quedaron tranquilos y murmurando de que por no haber aplicado su medicina particular, aquella Monarquía había sucumbido. Esto hicieron entonces, y hoy tal vez insultan la memoria de aquel mártir a quien comprometieron, y la memoria de los generales que le siguieron y que se hicieron fusilar a su lado.

Podrá ser que para ciertas personas o para cierto grupo político, porque veo que el señor Diputado que ha hablado esta tarde no está solo en esta opinión que yo al principio he creído hija únicamente de la inexperiencia natural de S. S., el hacer aquí ciertas profecías que después de todo pudieran hacerse por todos los lados de la Cámara con iguales títulos, sea conveniente bajo el punto de vista de la conservación, del prestigio y del honor de la Monarquía constitucional. Podrá ser que eso sea así a juicio de S. S. y de algún grupo de hombres políticos; mas para la generalidad del país, para la conciencia del país, no lo dude S. S., serán tristísimas semejantes palabras.

Pues qué, ¿no hay más que pretender probar aquí por medio de sofismas y afirmaciones sin pruebas, que una institución ha faltado a su origen, y decir luego que las instituciones que faltan a su origen deben caer? ¿Y vale decir asimismo que esto se hace por el bien y la gloria de la misma Monarquía?

Pues si este aire, si esta atmósfera, por hablar de esta suerte, se inficionara con contradictorias amenazas y afirmaciones de tal naturaleza; si cada partido, cada hombre político, si cada joven que comienza su carrera viniera a amenazar a altísimas instituciones con su ruina para el caso de no seguir sus particulares opiniones, ¿habría Monarquía posible? El señor Presidente ha estado generoso con S. S. esta tarde; la mayoría lo ha estado también; lo ha estado también el Gobierno: palabras como las que ha dicho S. S. no se pueden permitir en esta Cámara.

Su señoría me acusa a mí de haber conservado las conquistas revolucionarias; temo yo que S. S. ha conservado en su cerebro, en su imaginación, demasiadas tendencias revolucionarias, y debo añadir, obligado por un sentimiento de justicia, que son tendencias revolucionarias de la peor especie.

Porque debo decir, para acabar, que en todo el largo tiempo que he estado aquí casi solo con un reducido número de amigos, enfrente de las fracciones más avanzadas del país, enfrente de los defensores de las más peligrosas utopías, enfrente de los que habían pasado su vida en las barricadas y en las cárceles, siendo los naturalmente perseguidos y perseguidores de todo lo que fuera defender el orden social, jamás he oído un discurso ni tan violento, ni tan falto de consideración al Gobierno constituido, ni tan personal, ni tan preñado de injurias, ni tan anárquico, como el que S. S. ha pronunciado esta tarde.

Sesión de 11 de marzo

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Desembarazado ya el Gobierno de los dos incidentes a que se han referido las palabras de mis dignos compañeros los señores Ministros de la Gobernación y de Gracia y Justicia, todavía me toca a mí, en nombre de todo el Gobierno, contestar a algunas indicaciones graves que el señor marqués de Sardoal ha hecho en su discurso de esta tarde, y contestar a preguntas, más bien que exponer argumentos, sin librar un combate de doctrinas con S. S., tarea de la cual está encargado un digno individuo de la comisión. Pero hay puntos, hay indicaciones cuya respuesta corresponde natural e inevitablemente al Gobierno, y estas respuestas son las que yo voy a dar al señor marqués de Sardoal.

En breves palabras tendré que ocuparme, y salir al paso de las que ha pronunciado S. S. durante mi breve ausencia de este banco, y que contrastan, por cierto, con el tono verdaderamente parlamentario, me complazco en reconocerlo, que ha dominado en todo el discurso de S.S. Es imposible, lo digo con mucho gusto, lo reconozco con completa buena fe, es imposible discutir tan arduas, tan difíciles, tan espinosas materias como las que ha tratado aquí el señor marqués de Sardoal, y ocuparse de ellas tan dentro del espíritu, tan dentro de las condiciones y de las buenas prácticas parlamentarias; por esto mismo, han debido llamar más mi atención las palabras a que me refiero.

La primera pregunta implícita a que tengo que contestar en el discurso del señor marqués de Sardoal, aunque S. S. se contestaba a sí propio, es la de si dos documentos que llevan la firma de S. M. el Rey, y que S. S. ha censurado en uso de su derecho, estaban cubiertos por la responsabilidad ministerial. Esos documentos lo están, como no podían menos de estarlo: por su forma, por su naturaleza, por las circunstancias extraordinarias en que se expidieron, no llevan debajo, ni creo yo que tales documentos hayan llevado nunca, la firma de los Ministros responsables; pero se han expedido no sólo con el consejo, sino mediante la redacción material de los Ministros responsables, y en su expedición han quedado completamente a cubierto, se han llenado cumplidamente, las prácticas constitucionales; y aunque repito, pues ya lo he indicado antes, que el señor marqués de Sardoal ha empezado por suponerlo (y porque lo ha supuesto, los ha discutido de la manera que ha visto el Congreso), siempre convenía a la formalidad de estas arduas materias, siempre convenía a la gravedad de estos puntos, siempre convenía que el Gobierno declarara, como declara, y confirmara, como confirma, que esos documentos emanados del Gobierno están plenamente bajo la responsabilidad ministerial.

El señor marqués de Sardoal, partiendo de este exacto supuesto, los ha juzgado con gran severidad en el fondo. Hase fijado, principalmente, en una frase de la carta dirigida por S. M. al general Cabrera, en la cual se hacía la declaración de que no había hecho armas contra el Trono, desde que S. M. lo ocupaba, aunque hubiese hecho armas contra su dinastía, aunque las hubiera hecho contra su augusta madre. Y bien, señores Diputados, ¿qué querían decir los Ministros responsables al aconsejar esas palabras a S. M. el Rey, al dar testimonio de este hecho? Querían decir, y no tienen ni pueden tener otro sentido las palabras de que me ocupo, que el general Cabrera no habla tomado parte en la nueva guerra civil: que el general Cabrera, que la había tomado, y grande, en la primera, y aun en la segunda guerra civil, al fin y al cabo no la había tomado en esta tercera, durante la cual, S. M. el Rey se iba a encontrar al frente del ejército que la combatía.

¿Hay algo de extraño en esto? Si S. M. el Rey, hablando como tal, usando la forma convencional que en tales casos es frecuente y hasta indispensable, hablando de sí y de su Trono, se refería a una época, a una circunstancia determinada, ¿era o no razón para que en un documento de esa especie pudiera tenerse en consideración el que don Ramón Cabrera no hubiera tomado parte en la guerra presente? Pues si lo era, ¿en qué forma se había de ocupar de este hecho S. M. el Rey, sino diciendo que no había esgrimido armas contra su Trono aquel caudillo?

Pero, aparte de esto, señores Diputados, ¿por qué en los tiempos actuales sorprende lo que a nadie ha sorprendido jamás en toda la larga duración de la historia? ¿Cuándo ni cómo han hecho causa común los hijos con los padres en materias de política y de reinado? ¿En qué época? ¿En qué circunstancia? Lo que hay de verdad en esto es que, hasta en los tiempos del absolutismo, los Reyes pusieron particular esmero en sostener, decir o dejar decir, que su política difería de la de sus padres. Pues qué, ¿estos asuntos políticos y de reinado han sido nunca asuntos puramente familiares? Pues qué, ¿estaba borrada de la conciencia de los monarcas, y del principio de la Monarquía tradicional, la idea de que el cargo del Rey era un oficio, y todas sus funciones eran, antes que de derecho privado, de derecho público? Si Felipe IV pudo arrojar lejos de sí la política de su padre; si pudo permitir que durante su reinado, en que toda discusión legítima era imposible, se la censurase del modo con que fue censurada; si todos los hombres conservadores, durante el reinado de Isabel II, sin una sola excepción, que yo sepa, han consentido que se juzgara de la manera terrible, y hasta inicua muchas veces, con que se ha juzgado el reinado de Fernando VII, ¿cómo se quiere que ahora, cada vez que el Gobierno responsable pone un discurso en labios de S. M. el Rey, haya de prescindir de palabras, hechos y sucesos de la historia de su augusta madre?

Públicas son, y ya que de esto se habla, bueno es decir algo sobre ello, para evitar sorpresas semejantes en lo sucesivo; públicas son las páginas que el ilustre Donoso Cortés, también conservador, escribió sobre la historia de Fernando VII. Y las escribió en el reinado de su hija, siendo alto funcionario de su Gobierno, pudiendo asegurarse que frases más crueles, frases más duras, no se han escrito jamás respecto de ningún otro reinado.

No están seguramente en igual caso, ni mucho menos, las indicaciones que motivan estas manifestaciones mías. El Gobierno responsable no tuvo ni podía tener otro propósito, como he dicho antes, que el de consignar el hecho de que don Ramón Cabrera no había tomado parte en la actual guerra civil, y hacer cierto mérito de esto, porque realmente lo tenía; pero, puesto que hablo de ello, no he podido menos de hacer esta declaración importante, la declaración de que el Gobierno responsable, y no éste, sino todos los Gobiernos responsables que tenga en adelante S.M. el Rey, estarán siempre, en su derecho poniendo con el decoro, con la prudencia, con la consideración indispensables, en los augustos labios de S. M. el Rey, palabras que no estén de acuerdo con la política que se siguió o pudo seguirse en el reinado de su augusta madre.

Pero a este propósito, el señor marqués de Sardoal dijo las palabras a que antes he hecho alusión, y que no he oído. Me han traído las cuartillas hace un instante, y tampoco he querido leerlas. Yo diré a S. S. la impresión que han hecho aquí y fuera de aquí, y estoy seguro de que en su lealtad y cortesía...

El señor. marqués de SARDOAL Si lo permite el señor Presidente del Consejo de Ministros...

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Con mucho gusto.

El señor VICEPRESIDENTE (Elduayen): El señor marqués de Sardoal tiene la palabra.

El señor marqués de SARDOAL Si por ventura, en el curso del debate, he empleado algún adjetivo que moleste personalmente a S. S., al Gobierno o la Cámara, y que desdiga de las conveniencias parlamentarias, aunque en este momento no lo recuerdo, desde ahora queda por mí retirado; porque no siendo mi intención herir a nadie, yo mismo lo hubiera sustituido en las cuartillas al revisarlas esta noche.

El señor VICEPRESIDENTE (Elduayen): El señor Presidente del Consejo de Ministros tiene la palabra.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Doy las gracias al señor marqués de Sardoal por esta declaración, y le felicito, aunque es cosa de que S. S. debe felicitarse a sí propio, porque este género de relaciones parlamentarias honran constantemente a los que las mantienen, y son el cimiento más seguro del prestigio y hasta de la vida de los Parlamentos. Con esta clase de relaciones es posible que el régimen parlamentario viva y se arraigue cada vez más en el país, contribuyendo como debe contribuir al bien y a la felicidad de la Patria.

Y paso, sin detenerme más en este punto, a algunas otras breves indicaciones que exige el discurso de S. S.: había anticipado sus palabras acerca de la carta dirigida por S. M. el Rey a don Ramón Cabrera, al examen de otras consideraciones, también severas, que S. S. hizo ante otra proclama dirigida por el Rey, con el consejo de sus Ministros responsables, a los vascongados, al ir a encargarse por primavera vez del mando del ejército. Sobre esto no tengo que decir a S. S., sino lo siguiente:

Para que no pudiera causar sorpresa a nadie lo que en aquellas circunstancias, todavía difíciles para el estado general de la guerra y para el estado interior del país, hizo en favor de don Ramón Cabrera, era preciso que éste no fuera el país del convenio de Vergara, que, con tanto y con tan justo encomio, ha citado el señor marqués de Sardoal esta tarde; era preciso que no fuera éste el país donde, en un instante y de una vez, se han reconocido sus grados, sus empleos y sus posiciones a generales, a brigadieres, a millares de oficiales que han venido desde entonces perteneciendo al ejército español.

Pero no es esto sólo, y el señor marqués de Sardoal sabe bien que, al hacer este recuerdo, tanto interés, y si no tanto, porque a S. S. le asombraría que yo tuviera la ambición de llegar a ese punto, casi tanto interés como S. S. tengo yo mismo, a causa del grande, sincero y profundo cariño que me inspiró constantemente el ilustre general que en 1850 fue el pacificador de Cataluña. Nada, pues, que yo diga, refiriéndome a ese general y a los hechos en que haya tomado parte, tendrá ningún sentido que pueda afectar en nada al inmenso cariño y gran respeto que, más que a ningún otro hombre, he profesado siempre al ilustre marqués del Duero. Pero, al fin y al cabo, para sorprenderse hoy, era preciso sorprenderse de que para terminar aquella guerra, en un período relativamente pacífico, en que España no estaba devorada por agitaciones interiores, había vencido sus dificultades, la paz europea estaba restablecida, y nuestras relaciones con la Santa Sede eran tales que se nos podía llamar, con verdad, los campeones del Pontificado; con todas estas razones y esta fuerza moral y material, el Gobierno de 1849, para vencer la insurrección de Cataluña, se viera precisado a admitir que los coroneles, los brigadieres, los cabecillas y los jefes improvisados de aquella insurrección, vinieran no sólo a ser los guías del ejército español, sino a mandar las columnas, las divisiones, y a perseguir con ellas a los mismos con quienes habían hecho la guerra poco antes. En un país en que esto se ha visto, en que se ha visto a Badalona, al Bep del Oli y a otros ciento, abandonar las gavillas que mandaban y venir a tomar el mando de las tropas que les perseguían, francamente, me parece singular sorprenda a S. S. el acto de reconocimiento llevado a cabo por S. M. el Rey.

Mas no debo sentarme sin tratar de una cuestión más espinosa que ninguna de éstas, más difícil, y que le interesa mucho más que todas otras al Gobierno fijar de una manera exacta y completa, aunque sea brevemente. El señor marqués de Sardoal, en uso de su derecho, porque es derecho del Parlamento tratar en su tiempo y ocasión, pero, en fin, tratar de las abdicaciones de los Reyes, ha hecho alusiones y expuesto ideas que exigen la intervención del Gobierno en el debate para que todo quede en su lugar.

Son verdaderos los términos de la abdicación; ¿y cómo no habían de serlo, cuando S. S. tuvo la lealtad de leer los párrafos mismos de aquel documento? Son verdaderos, y no podían menos de serlo. Pero S. S. debiera saber que, habiendo quedado en suspenso, por la menor edad de S. M. el Rey don Alfonso XII, por su corta edad en aquel tiempo, habiendo quedado algo de ese documento en suspenso, y habiéndose reservado, por entonces, S. M. la Reina madre la tutela de su augusto hijo, después, con el consentimiento de esa misma augusta señora, conociendo S. M. la Reina doña Isabel II, como era natural, el manifiesto de su augusto hijo, discutiendo y aprobando este documento, se publicó en Sandhurst, viniendo a constituir esto un acto de verdadera, de completa emancipación, como han reconocido auténticamente sus augustos padres.

Hay, pues, que colocar al lado del documento de la abdicación, el manifiesto de Sandhurst, y de ambos juntos resulta que, en el primer acto de la abdicación, S. M. la Reina cedió todos sus derechos políticos, y se reservó la tutela personal, y se reservó ejecutar todos los actos en consonancia con aquella tutela; pero que en el manifiesto de Sandhurst, como he dicho, no solamente dado con su consentimiento, sino dado después de haberlo examinado y discutido detenidamente, se llevó a cabo un acto de plena y absoluta emancipación, que, completando el de la abdicación, colocó las cosas en el lugar en que desde entonces han estado y hoy están. Con esta cuestión se enlaza otra, y aprovecho la ocasión que se me ofrece de tratarla, prefiriendo anticiparme a que se inicie en los debates; aunque en realidad el señor marqués de Sardoal, con gran mesura, la ha provocado ya esta tarde.

La Reina madre hizo su abdicación conforme a la Constitución de 1845, porque era la Constitución que en el extranjero podía recordar y reconocer; porque era la Constitución que regía en España en el momento de su salida. Pero ni S. M. la Reina doña Isabel II, ni el Rey su augusto hijo, deben los derechos legítimos de su Trono, su derecho hereditario, a ninguna Constitución. Las Constituciones españolas, a partir de la 1812, siempre que han reconocido el derecho hereditario, han partido del hecho, de la expresión pura y simple del hecho consagrado. El Rey de España es don Fernando VII, decía la Constitución de 1812; la Reina de España es doña Isabel II, decía la Constitución de 1837; y otro tanto decía la de 1845, siendo esto incontestable, bajo el punto de vista del derecho hereditario que sustento. Tan obvio es para mí, que aunque se profesaran otras opiniones, serían aplicables a otro género de derecho y a otro sistema de Monarquía; pero dado el derecho hereditario, creyendo que el principio hereditario es útil a las Constituciones políticas y al Estado, hay que reconocer que así es, y no puede ser de otra manera.

Por lo tanto, S. M. la Reina doña Isabel II, que no había recibido en derecho de Constitución alguna, no podía entender transmitirlo en virtud de ninguna Constitución: S. M. podía y debía recordar una forma de ejecutar ese acto, pero no podía fundar y cifrar su derecho en cosa posterior al principio hereditario de la Monarquía española; y si S. M. la Reina madre recordó como forma la Constitución del 45, este acto ¿tiene hoy, puede tener significación, ni mucho menos, valor político ninguno? No; por una razón muy sencilla y concluyente a mi juicio, y espero que ajuicio también de todo el mundo.

Después de escrita esa declaración, S. M. la Reina madre, como he dicho, intervino personal y directamente en el manifiesto de Sandhurst, y aquel manifiesto declaró expresamente que la augusta dinastía expatriada no reconocía como vigente la Constitución del 45, abolida por los hechos, ni la Constitución del 69, fundada por los hechos, y que los hechos mismos habían destruido.

No hay, pues, en ello nada más que un compromiso de la dinastía; de la augusta persona que cedió el Trono y el derecho que la herencia le daba a S. M. el Rey don Alfonso XII, y del mismo Rey don Alfonso XII, si bien ambas declaraciones se hicieron bajo mi responsabilidad, la cual acepto y recojo completamente. Esas declaraciones consistían en que esa augusta dinastía, por consejo y bajo la responsabilidad del que entonces le aconsejaba, y que si entonces no era constitucional, lo es y puede serlo ahora; esa augusta dinastía, digo, venía a España sin ninguna Constitución escrita.

Estos son los hechos, hechos inconclusos: ahí están los textos, que es imposible negar. Se podrá desaprobar, se podrá censurar a la persona que lo aconsejó: soy bastante leal para reconocer, y lo reconoceré de todas maneras, que hubo personas que lo llevaron a mal desde el principio; pero la mayoría, la inmensa mayoría, la casi unanimidad del partido moderado que estaba a mi lado, y todos los hombres procedentes de los demás partidos que a mi lado estaban también, aprobaron ese acto que yo aconsejé, antes y después de efectuarse.

Es forzoso reconocer que toda forma estaba abolida por los hechos; que no quedaba en pie frente a frente de la nación española, que había continuado su vida como no podía menos de continuarla, durante la ausencia de la dinastía, más que un solo principio libre de todo lazo y de todo compromiso; el principio hereditario. La dinastía no podía traer ni traía nada más que eso; todo lo demás lo dejaba al país; todas las otras formas eran írritas, insubsistentes, no podían, no han podido invocarse para nada; y he aquí lo que el Gobierno, en un documento conocido, ha llamado Constitución interna.

Hay mucha diferencia, ya que el señor marqués de Sardoal ha tenido la bondad de recordar algunos de mis discursos de hace años, cuando tenía el gusto de que se sentara S. S. a mi lado; hay mucha diferencia entre hablar de Constitución interna al lado de una Constitución expresa y escrita, en cuyo caso existe contradicción notoria, y hablar de Constitución interna en un país donde por las circunstancias de los hechos no queda en pie Constitución alguna escrita. Donde esto acontece, no puede menos de decirse que no hay Constitución vigente, y como, sin embargo de esto, es imposible que un país viva sin algunos principios, sin algunos fundamentos, sin algunos gérmenes, que desenvuelvan su vida, llamad a eso como queráis; si no os gusta el nombre de Constitución interna, poned otro cualquiera, pero hay que reconocer el hecho de que existe: invocando toda la historia de España, creí entonces, creo ahora, que deshechas como estaban, por movimientos de fuerza sucesivos, todas nuestras Constituciones escritas, a la luz de la historia y a la luz de la realidad presente, sólo quedaban intactos en España dos principios: el principio monárquico, el principio hereditario, profesado profunda, sincerísimamente, a mi juicio, por la inmensa mayoría de los españoles, y de otra parte, la institución secular de las Cortes.

¿Qué culpa tengo yo, ni qué culpa tiene la verdadera crítica de los acontecimientos, que no ha de doblegarse ni ha de prestarse a las condiciones, a las prescripciones, a los propósitos determinados de los partidos políticos; qué culpa tengo yo, ni tiene nadie, de que la Constitución de 1845 fuera arrollada por los hechos? El señor marqués de Sardoal nos decía esta tarde que parecíamos en ciertos puntos y en algunos de nuestros actos continuación de la política y de la obra revolucionaria. No, señor marqués de Sardoal: continuamos lo que no podemos menos de continuar, que es la historia de España. Es inevitable que lo pasado se incorpore en lo presente, y en ningún tiempo de la historia ha acontecido lo que como una especie de ideal el señor marqués de Sardoal nos señalaba. Por ventura, aunque en 1814 se lanzara aquella célebre frase que ha hecho reír cincuenta años después, y que la historia ha llamado seis años, ¿no es verdad que en 1820 ya no se restableció el Tribunal de la Inquisición, como en 1810 ¿No es verdad que al fin del reinado de don Fernando VII, la creación del Ministerio de Fomento y otras muchas creaciones, y las grandes corrientes que se sentían por todas partes, demostraban que aun allí estaba infiltrado el liberalismo de la época? ¿Acaso la reacción de 1843 hizo desaparecer todo de un golpe? ¿No conservó la Constitución de 1837, que tenía escrito en su frente el principio de la soberanía nacional? ¿No fue aquella Constitución aceptada y defendida por personas importantísimas del partido moderado? ¿No fue considerada por otros la reforma de aquel Código como la desgracia mayor de nuestros tiempos? En ningún momento ni ocasión, de ninguna manera es posible interrumpir la historia un solo instante.

Nosotros, por consiguiente, hemos hecho lo que podíamos hacer, reconociendo la existencia de los hechos, que no podíamos negar, que habían pasado por encima de la Constitución de 1845; reconociendo que sin estar entre nosotros vigente aquel Código político, había habido aquí Gobiernos; ¿cómo negar que esos Gobiernos habían sido reconocidos por la Europa y por el mundo? Locura hubiera sido suponer que, durante hechos de tal naturaleza, y durante una vida nacional tan completa como la que ha habido en ciertas épocas, continuaba sin embargo vigente la Constitución de 1845, y para que fuera absolutamente necesario traerla después era preciso, en el rigor del derecho, que no hubiera dejado de existir un instante siquiera: ¿y habrá nadie que se atreva a sostenerlo? ¿Pues qué diré de la Constitución de 1869? ¿Es acaso esta Cámara la única que está obligada a obedecer un precepto de esa misma Constitución, que no reconoce, y deba empezar declarando previamente que se debe reformar, y llamar un Parlamento para que se reforme? ¿Hubo esos escrúpulos en aquella asamblea a que el señor marqués de Sardoal pertenecía, para declarar aquí una forma determinada de gobierno? ¿Por qué no se esperó entonces a convocar otra asamblea?

En vano se dirá que los hechos lo hacían más o menos practicable. Era practicable, y no faltó quien lo dijera; era practicable conservar aquella Constitución, conservar vacante lo que realmente lo estuviera, y llenar todas las demás fórmulas necesarias, y cumplir todos los procedimientos, para llegar al resultado a que podía llegarse dentro de aquel Código.

¿Quién tiene la culpa tampoco de que una Constitución hecha bien o mal, y todos los señores Diputados saben que la combatí durísimamente porque me pareció muy mala; quién tiene la culpa, repito, de que aquella Constitución, buena o mala, que se hizo para la Monarquía, se declarara Constitución no monárquica, con lo cual se suprimió su esencia, pues por más que se diga y se hable de que la esencia estaba en tales o cuales declaraciones, la experiencia y la práctica de todos los tiempos, y el buen sentido, están pregonando a voces que la forma de gobierno, en todas épocas, y mucho más en la que alcanzamos, es sustantiva en las instituciones y no es un accidente, como tal vez algunos han querido sostener?

Cuando, después, alguien hizo la declaración de que la integridad nacional estaba despedazada y que España debía dividirse en cantones, aunque los cantones no estuvieran determinados del todo; cuando se hizo esta declaración en aquella Asamblea, ¿es que se consideraba como no abolida la Constitución de 1869?

¿Hay aquí alguien que pretenda separar los hechos arbitrariamente, declarando legítimo aquello que nos conviene, e ilegítimo lo que no nos viene bien? ¿Qué títulos o qué motivos tiene la Constitución de 1869, para poder considerarse más legítima que la declaración de los que votaron una República federal? Ninguno, absolutamente ninguno; dos hechos existían el uno enfrente del otro, y tratándose de legitimidad, el más legítimo, si es que tal palabra puede aplicarse a los hechos, el más legítimo era el posterior, porque, como todo lo posterior, derogaba lo anterior.

Conste, pues, y deploro profundamente haberme extendido contra mi intención en este debate, cuáles son los principios del Gobierno sobre esta materia. Conste que el Gobierno ha entendido que lo aclamado por el país en S. M. el Rey don Alfonso XII es el principio hereditario, creyendo que le hacía falta en su Constitución; ni más ni menos. Conste que el nuevo reinado ha creído, bajo mi responsabilidad, que, viniendo aquí sin otra afirmación que la del principio hereditario, al país, a las Cortes tocaba resolver lo demás. Conste que estamos aquí precisamente para resolver eso, y que estamos con el principio que este Gobierno profesa, y profesa esta mayoría, y no me atrevo a decir que profesen otros, porque no lo sé, de que la soberanía, en su forma, reside en las Cortes con el Rey, y que residiendo en las Cortes con el Rey, las Cortes con el Rey son las que han de fallar libremente, con toda libertad, sobre la forma constitucional que convenga aceptar a España bajo la base del principio hereditario, ya aceptado por la aclamación general del país y por la aclamación de todos nosotros.

Y conste, por último, que aquí no hay nada pendiente, bajo el punto de vista de la Monarquía; que aquí está todo consumado bajo ese punto de vista, y que no digo esto únicamente por interés egoísta de partido, ni siquiera de mis ideas, sino porque tengo en el fondo de mi alma la opinión y la convicción, también profunda, de que eso es lo que a todos nos conviene, porque a todos nos conviene por igual que la Monarquía exista, y exista completa, sin discusión, como un principio, como el principio hereditario, al cual todos nos podamos acoger, con innegables ventajas para todos.

Sesión de 15 de marzo

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Confieso, señores Diputados, que me había lisonjeado hoy con la esperanza de no tener que molestaros, una vez más, haciendo uso de la palabra; pero son tales las indicaciones que el señor Sagasta ha hecho en su discurso; son de tal gravedad algunas de ellas, que no puedo menos, como representante de todo el Gobierno, como representación viva de todos mis compañeros, como jefe del Gabinete por la confianza de S. M., de tomar a mi cargo el contestarlas, sin perjuicio de que otro de mis dignos compañeros se haga cargo de la mayor parte de las observaciones que de una manera concreta ha dirigido el señor Sagasta a la política ministerial.

No voy, pues, a entrar en la refutación especial y detallada del discurso del señor Sagasta; mi digno colega, el señor Ministro de la Gobernación, se encargará de eso y lo hará de la manera con que S. S. sabe hacerlo.

Pero no solamente no se ha contentado el señor Sagasta con hacer aquí indicaciones e interpelaciones, que exigían imperiosamente mi intervención en este debate; sino que me ha hecho algunas alusiones que yo haría mal, por la propia importancia que doy, y debo dar, a las palabras de S.S. en no recoger en este instante mismo.

Duramente, con menos alto estilo del que S. S. suele usar y que tal vez reclamen las conveniencias parlamentarias, ha calificado S. S. mi patriótico empeño de mantener aquí las discusiones fuera del terreno de las recriminaciones personales; como si al intervenir yo con este sentido en los debates, lo hubiera hecho meramente guiado por los intereses de Gobierno y por los intereses de la mayoría, y no me hubiera inspirado en más alto espíritu que, en una gran parte, alcanza a los bancos de la oposición.

¡Zurcidor yo de voluntades! Zurcidor de voluntades es el señor Sagasta; que no ha podido abrir la boca en este recinto, puesto que ayer la ha abierto por vez primera, sin herir con algunas de sus palabras a algunos de sus más importantes compañeros. ¿Zurcidor yo de voluntades? Zurcidor de voluntades es el señor Sagasta, al hacer la descripción que hizo aquí ayer, hasta cierto punto patética, de la situación en que el general Prim se encontraba en Madrid, al ser desterrado por un Gobierno, del que yo formaba parte, y al que también pertenecía el señor Ulloa, hoy amigo político de S. S. (El señor Sagasta: ¿Y qué?) ¿Y qué? Pues eso digo yo. ¿Y qué censura era ésa? ¿Y qué sentido tiene la censura de S. S.?

¡Zurcir voluntades! No le ha costado poco a S. S.; no le ha de costar poco en adelante, el zurcir las voluntades de personas, muchas de las cuales estuvieron a mi lado el 22 de junio de 1866, y que hoy se hallan con S. S., que entonces estaba en abierta rebelión contra el Gobierno, siendo legítimamente condenado por las leyes a penas muy severas. Parece, señores, que la oposición cree bastante retórica decir a todo esto: ¿y qué? Como si la mayoría no pudiera contestarla fácilmente, encogiéndose de hombros ante esta clase de argumentos, de que tanto viene abusando. A menores cualidades de las que posee el señor Sagasta; a menor importancia de la que S. S. dignísimamente tiene, convendrían esa clase de argumentos. Su señoría se tiene por jefe; no sé si único o acompañado, o total, o jefe a medias; pero, en fin, se tiene por jefe de una agrupación política, que todos hemos visto formarse, después de todo, no hace muchos meses todavía.

No parece sino que S. S. es el antiguo representante del partido progresista: ¿lo es? Pues que lo diga. ¿Su señoría representa las antiguas tradiciones del partido progresista, de ese partido que desaprobó el artículo de don Carlos Rubio; que creía que no se debía ser ministro con la Reina doña Isabel II, y que el 22 de junio se lanzó a las calles de Madrid? Si S. S. representa eso, tenga el valor de decirlo; puesto que de valor se trata, denos S. S. esa prueba concluyente. Y si S. S. no es jefe del partido progresista, si S. S. no está al frente del partido que conserva las tradiciones del partido progresista, ¿qué es, pues, S. S.? Yo lo sé; todos lo sabemos: ¿por qué me obliga el señor Sagasta a repetírselo en este día? Seguramente no va a ganar nada el país con que lo repita: mucho menos puede ganar S. S. con que se lo recuerde.

Su señoría, después de haber formado parte de un Ministerio que, contra toda la unión liberal, gritó: «¡radicales, a defenderse!» por disidencias con su propio partido, por disidencias con un hombre importante de su antiguo partido, formó coalición con una parte de la antigua unión liberal, y esa coalición es la que está representando en ese banco. ¿Han pasado tantos años para que puedan la tradición y el olvido borrar estos antecedentes y crear la especie de legitimidad que pretende S. S. para el que lleva el nombre de partido constitucional? ¿Se trata de una obra de años o de una obra de meses?

Y para formar ese partido; para venir a parar en que era un partido con todas esas pretensiones, una coalición formada entre los enemigos, al parecer irreconciliables, de la célebre noche de San José; para hacer un partido de aquellos enemigos irreconciliables; ¿no se ha necesitado, por ventura, que S. S. sea zurcidor de voluntades? ¡Y tanto como se ha necesitado, señor Sagasta! Pero digo más aún: si S. S. se ha dedicado a los grandes trabajos de la política; si creándose y conservando la alta posición que en ella sin duda tiene, no ha podido dedicarse a otra clase de trabajos, ni dejar otra clase de obras para la posteridad; lo más importante, lo más grande, lo de más mérito que puede presentar a los ojos de sus contemporáneos, y mañana quizá a los de la historia, es su aptitud para el papel de zurcidor de voluntades.

Cuando frente a frente del partido republicano federal, y de los pequeños gérmenes de republicanismo unitario que había entonces; y frente a frente del partido carlista; y frente a frente de otros partidos, incluso el suyo propio, que todavía se seguía llamando progresista, y se componía sólo de progresistas puros; su señoría formó el nuevo partido constitucional, pudiera habérsele ocurrido el refrán que acaba de citar S. S. Es imposible que haya perdido su oportunidad aquella frase, aquel proverbio, más o menos elegante, de dos años a esta parte.

Pero, dejando a un lado esta discusión; que, si he de decir verdad, la considero únicamente un episodio en estos grandes debates, y que no tengo por muy digno, ni del señor Sagasta ni de mí; dejando aparte esta discusión, voy ahora a entrar en lo grave, en lo fundamental del discurso de S. S.; en lo que principalmente me hace usar hoy de la palabra, tan inesperadamente para mí, como puede presumir el Congreso.

Se ha extendido mucho el señor Sagasta, en defensa del tan antiguo principio, entre nosotros, verdaderamente progresista, de la soberanía nacional; y aludiendo a opiniones manifestadas por mí, en esta Cámara, no hace muchos días; creo, porque no lo he oído, que S. S. ha llegado a decir que no me hubiera atrevido a exponer las opiniones que tuvo el honor de sustentar, en una cátedra de no sé qué año de Derecho.

Esto, como sabe el señor Sagasta, aunque partiera de un jurisconsulto habitual, y no de un ingeniero tan ilustre como S. S.; no probaría nada, absolutamente nada, en contra de la verdad de mi tesis.

Esta tesis hay que discutirla seriamente, como lo merece el asunto; y sin que ni de una ni de otra parte apelemos a cualificaciones, que, como he dicho, no prueban nada, aunque suelen revelar que no tiene razón el que las profiere.

¡Cuándo, ni cómo, he negado yo aquí, ni he intentado negar que las naciones son dueñas de sí mismas; y que siendo, como son, dueñas de sí mismas, el principio, el origen de la soberanía reside en ellas? ¿Qué concesión tenía que hacer en esto al antiguo partido progresista? ¿Pues no es esta opinión, admitida y aceptada por todos los políticos y todos los teólogos de la grande escuela monárquico-católica del siglo XVI y del siglo XVII? ¿Por qué el partido progresista, que cuando levantó esta bandera y cuando aceptó esta fórmula, quizá desconocía los nobilísimos y hasta patrios orígenes que esa doctrina podía tener, y copiaba trivialmente ciertas palabras de la revolución francesa para formar con ellas los castillos que todos hemos visto más tarde; por qué el partido progresista, repito, se ha de atribuir por esto un privilegio de originalidad y de invención?

Pues sepa el señor Sagasta que los contemporáneos de la Inquisición, que los inquisidores, sostenían ya esas opiniones de S. S. ¡Tan nuevas son, tan liberales son, tan inauditas son como todo eso! Y esto no lo niega nadie; esto a principios de este siglo, en el ardor del combate, en la lucha entre las opuestas escuelas, ha podido ponerse en duda, ha podido oscurecerse más o menos, con resortes de polémica, con argumentos de circunstancias; jamás con razones científicas; pues no conozco hombre de ciencia capaz de defender una noción contraria a la que estoy sosteniendo.

Pero la cuestión no es ésta, señores; la cuestión que se discute no es si las naciones son dueñas de sí mismas. Ya muchos frailes habían dicho en el siglo XVII que las naciones no se habían hecho para los Reyes, sino los Reyes para las Naciones; que el reinar era oficio de república, el primero, pero oficio de república; ya habían dicho esto, y sin embargo, la Monarquía era la Monarquía; la obediencia era la obediencia; la tradición era la tradición; la herencia era la herencia; lo cual quiere decir que, aparte de ese principio especulativo, hay cuestiones prácticas, cuestiones de aplicación, de gravedad suma, que son muy difíciles de resolver en la historia y muy difíciles de resolver también en la ciencia.

Que las naciones son dueñas de sí mismas, y que el oficio de Rey es oficio público y oficio de república. Pero ¿cómo se crea este oficio? ¿Quién lo crea? ¿Con qué condiciones se crea? Pero ¿quién lo puede modificar? Pero ¿cuándo se ha de modificar? ¿Hasta qué punto es lícito modificarlo? He aquí cuestiones graves, gravísimas, que están muy lejos de resolverse por la consabida fórmula de la soberanía nacional.

Al llegar a este punto, no puedo menos de hacer una declaración que mi deber me impone.

La augusta dinastía, de que actualmente es símbolo y representante nuestro augusto Rey don Alfonso XII, no es incompatible, no lo ha sido nunca, con la declaración escrita del principio de la soberanía nacional.

Esa declaración ha estado escrita, aparte de la Constitución de 1812, en la Constitución de 1837; y la Constitución de 1837, no solamente ha servido para gobernar constitucionalmente a esta ilustre dinastía, sino que, como indiqué hace pocos días, fue defendida firmemente, resueltamente, delante de los Cuerpos Colegisladores, por hombres tan revolucionarios como Arrazola, como el duque de Sotomayor y como Istúriz.

¿Hay alguien, pues, hay quien pretenda que la declaración de este principio teórico, y más que en la forma en que siempre ha sido declarado, es o puede ser incompatible con la augusta dinastía que ocupa el Trono?

Decía esta Constitución, como decía últimamente la de 1869: la soberanía reside esencialmente en la Nación; es decir, se consignaba, pura y simplemente, el principio, que se quiso hacer constar, no sin razón, en 1810, de que no fuera patrimonio de nadie la Nación; que, esencialmente, la soberanía de la Nación residía en ella misma; pero ¿y prácticamente, en quién recaía? Esta era la cuestión que la declaración de ese principio ni quería ni podía resolver.

Así es que los legisladores de 1810, que no pudieron menos de hacer esta declaración por las circunstancias; impelidos por las desgracias y catástrofes de aquel tiempo; estos legisladores (es una cuestión de gramática, señores Diputados, una cuestión de sentido, de mero sentido); estos legisladores no votaron, no declararon, no hicieron, ni la Monarquía ni la dinastía, en aquel Código constitucional. Dijeron simplemente: es. ¿Y no había de ser, señores? Levantándome sobre todas las pequeñeces e injusticias de la historia y de los contemporáneos; no dando la razón, en manera alguna, a los que en 1814 sostenían que todo lo había hecho el sentimiento monárquico, ayudado por el sentimiento religioso, y que nada, absolutamente nada habían hecho las Cortes de Cádiz (que es frecuente en estas grandes ocasiones disputar los méritos y negárselos a aquellos a quienes la pasión condena); levantándome yo en este momento sobre todas esas injusticias y parcialidades contemporáneas; yo creo poder afirmar solemnemente, sin temor de que nadie me contradiga, que si las Cortes de Cádiz hicieron una obra gloriosa para bien de la patria, nada de lo que hicieron, absolutamente nada, hubieran podido hacer por sí solas, sin el grito de ¡viva Fernando VII de Borbón! y sin defender la tradición, los sentimientos y las ideas, entonces universales en el país.

Las Cortes de Cádiz fueron fuertes, porque reconocieron los derechos de Fernando VII. Imagináoslas fuera de Fernando VII y decidme qué hubieran sido las Cortes de Cádiz.

Declararon, pues, estas Cortes que la Nación no era con efecto patrimonio de nadie, y que la soberanía residía esencialmente en ella; pero declararon, al mismo tiempo, que esa soberanía había estado antes, permanecía y continuaba confiada a Fernando VII de Borbón.

Vino después la Constitución de 1837; y a pesar de que habían desaparecido las circunstancias que hicieron escribir al frente de la Constitución de 1812 esta proposición meramente teórica, quisieron también conservar la frase de la soberanía nacional, y volvieron a reconocer el hecho de que sin ser la Nación en 1837, como no lo era en 1812, ni lo había sido nunca, patrimonio de la casa de Borbón; residiendo, esencialmente, la soberanía en la Nación; la Reina de España había sido antes, era y seguía siendo doña Isabel II.

Y digo algo aquí de lo que ya he dicho respecto de la guerra de la independencia; y es que, aunque la lucha de 1833 a 1840 envolviera en sí, incuestionablemente, una cuestión de principios; aunque el grito de ¡viva la Constitución y la libertad! dado en el campo de batalla, resonase en ellos sobre la frente de los soldados que iban a morir defendiendo lo que juzgaban mejor para su patria; iba junto y acompañado del grito de ¡viva Isabel II! (Bien, bien.)

De esta suerte han venido paralelamente, en la historia aún de los últimos tiempos, el principio histórico y el respeto del hecho; del hecho, señores, que es tanto en la sociedad humana; del hecho, que cuando es secular y tiene caracteres de perpetuo y es superior a los hechos que pueden sustituirle, tiene una legitimidad, es, por decirlo así, la legitimidad entera.

Pero se dice: de nuestras Constituciones es de donde nace el derecho hereditario; no puede haber derecho hereditario fuera de nuestras constituciones, fuera de las Constituciones escritas; y he oído salir este error, de doctrina y de hecho, de distintos lados de la Cámara.

Pues bien, aparte de las consideraciones que ya he expuesto, respecto de la Constitución de 1812, y de la Constitución de 1837, ¿habrá quien se atreva a sostener que también nace el derecho hereditario de la Constitución de 1845? ¿Habrá, después de ver las primeras palabras de aquella Constitución, que voy a leer, quien crea, por un instante siquiera, que el derecho de la augusta dinastía que ocupa el Trono de España no era anterior y superior al de la Constitución de 1845? Oíd, señores Diputados; oíd cómo empieza aquella Constitución:

«Doña Isabel II por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía española Reina de las Españas, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: Que siendo nuestra voluntad y la de las Cortes del Reino regularizar y poner en consonancia con las necesidades actuales del Estado los antiguos fueros y libertades de estos Reinos, y la intervención que sus Cortes han tenido en todos tiempos en los negocios graves de la Monarquía, modificando al efecto la Constitución promulgada en 18 de junio de 1837, hemos venido, en unión y de acuerdo con las Cortes actualmente reunidas, en decretar y sancionar la siguiente Constitución de la Monarquía española».

De suerte que hay obra en esa Constitución de la voluntad real; de suerte que la voluntad real está en ella igualada, y aun expresada, de una manera superior a la voluntad de las Cortes mismas; de suerte que eso no ha sido ley, ni ha podido serlo un instante siquiera, sin la sanción de la Corona. Y como es absurdo imaginar (como lo sería el que un padre fuera hijo de su propio hijo) que lo que se hizo por voluntad de la Corona, lo que no tuvo fuerza sino por la voluntad de la Corona, fuera al mismo tiempo origen de la Corona; y como esto me parece tan claro como la luz del día, creo inútil extenderme más en su demostración. (Bien; muy bien.)

Pero en fin, señores; dirán a esto los dignos individuos del antiguo partido progresista: eso toca a los precedentes del partido conservador; y en esta parte no niego que tengan razón. Para S. SS. he hecho la demostración que resulta de mis palabras acerca de la Constitución de 1812 y de la de 1837; lo de la Constitución de 1845, lo digo en primer lugar para los que creen, aun no teniendo aquellas opiniones, que el derecho al Trono de S. M. el Rey podía venir, podía considerarse que venía de la Constitución de 1845; y lo digo también para los que, participando de mis mismas opiniones dinásticas, han podido exponer aquí teorías que no están conformes con las que expongo en este momento.

Y ¿hay aquí, señores, algo de doctrina absolutista en lo que estoy diciendo? He manifestado al principiar mi discurso, que yo reconozco toda la soberanía que se quiera en la Nación; pero he dicho también, y necesito repetir ahora, que la cuestión no es ya de principios y de doctrinas; la cuestión es de ejecución y de realización; la cuestión es de exposición y de manifestación del principio; y aquí entra la dificultad, porque en este sentido ya práctico ¿qué es la soberanía nacional? ¿Es la soberanía nacional del cuerpo electoral que paga 400 ó 200 reales de contribución; que es el que ha tenido por soberano tanto tiempo el partido progresista, y que le trajo al poder, aun en las Cortes de 1850 Respondan todos los que obedecen a las corrientes democráticas de los últimos tiempos; respondan si pueden o no pueden sostener que una minoría, como la que resulta de un cuerpo electoral que paga 400 ó 200 reales de contribución; que ella por si sola puede representar la soberanía de la Nación, de tal suerte que no sólo pueda alterar las formas seculares del país, sino que pueda borrar su historia, lanzándole por senderos desconocidos para que al fin y al cabo se precipite. ¿Es ésa la soberanía de la Nación? Si es ésa, yo les invito a que la reconozcan; pero si no es ésa, si no es la soberanía del cuerpo electoral privilegiado, que pague 400 ó 200 reales de contribución; ¿se me podrá decir que lo es el sufragio universal?

En primer lugar, para sostener esto los dignos individuos que se sientan en ese banco tienen que olvidar toda su historia política; y señaladamente, el antiguo partido progresista, tiene para invocar el sufragio universal, que renunciar a todas las enseñanzas de sus maestros y a todas las doctrinas de su escuela. Pero supongamos que han renunciado; que yo lo deploraría profundísimamente, porque le quiero y le considero como un partido de gobierno; porque deseo que lo sea con todas sus condiciones, y porque estoy completamente convencido de que no hay gobierno posible, normal y ordinario, con el sufragio universal.

Creo haber oído alguna interrupción y voy a decir sobre ella dos palabras.

Aquí, señores, parece que deberíamos considerarnos todos, absolutamente todos, en el caso en que el señor Sagasta ha querido colocarme a mí, de estar en unos exámenes del primer año de jurisprudencia; parece que se necesita explicar los rudimentos de todas las cosas; lo que no se ha necesitado explicar nunca, en ningún Parlamento. ¿Desde cuándo no ha sido principio inconcuso de los partidos conservadores, donde quiera que se los haya considerado, partir de lo que existe, partir del hecho que encuentran, para caminar a sus respectivos ideales? ¿Desde cuándo ha sido esencial en los partidos conservadores, destruir por su parte, tan arbitraria y temerariamente, como por la suya han solido destruir los revolucionarios? ¿De cuándo acá los hombres políticos no respetan más leyes que aquellas que están consignadas en la moral? ¿De cuando acá no están obligados los hombres de gobierno a aplicar, por punto general, las leyes que encuentran, buenas, malas o perversas; hasta que, por medios legales y legítimos, están en el caso de modificarlas? Imposible, señores, me parece tener que decir esto, y tener que decirlo delante de un Parlamento español. Y paso ya a lo del sufragio universal.

¿Es el sufragio universal la soberanía? Y ¿por qué? En primer lugar, el llamado sufragio universal, ¿es realmente universal? ¿Lo ha sido hasta ahora en país alguno?

No hace mucho tiempo he visto, en un libro publicado hace poco, algo que deben meditar los partidarios del sufragio universal. Allí, en los Estados Unidos, ha llegado también, a mi juicio sin ventaja para aquel gran país, la idea democrática francesa, que tan tristes resultados ha dado en España, y que tan elocuentes representantes tiene en este sitio; y allí se ha empezado también a predicar, como dogma, que el derecho al sufragio forma parte integrante de la personalidad humana.

Esto se explicó; y no lo había de oír únicamente los hombres mayores de veinticinco años; porque esta doctrina no llevaba consigo la condición de que no fuera leída y discutida por personas que no fuesen varones mayores de veinticinco o veintiún años, que para el caso es lo mismo; y con efecto, la leyeron las mujeres de los Estados Unidos, y cuando vieron que el derecho de sufragio era inherente a la personalidad humana, tan sólo en virtud de la posesión de una conciencia, dijeron, y dijeron con razón: «Pues qué, ¿no tenemos nosotras conciencia? ¿No somos nosotras personas? ¿Somos cosas, por ventura? ¿Con qué derecho, si éste es atributo propio de la personalidad humana, no se extiende también hasta nosotras?»

Y verdaderamente, si es un principio inherente a la personalidad humana, ¿por qué no ha de ser extensivo a la mujer, cuando esté en condiciones de independencia civil? ¿Acaso el sexo niega alguno de los derechos que son realmente atributos de la personalidad humana? ¿Cómo lo ha de negar? Sería la mayor de las iniquidades semejante negativa; y no creo que quien tan galantemente como el señor Sagasta, se ha expresado esta tarde, ni quien tan bellos discursos tiene hechos en defensa de la mujer, como otro orador de esta Cámara, sean de una opinión semejante. (Bravo, bien.)

No; no es el derecho a ejercer el sufragio, atributo de la personalidad humana; si lo fuera habría que concedérselo inevitablemente a la mujer, porque el negárselo sería mucha mayor iniquidad que la que verían los demócratas en que se negara a los que no pagan ninguna contribución, ni tienen instrucción alguna; porque hay un abismo entre consentir que se ocupe de los negocios públicos y del bien del país, una mujer ilustrada y culta, y consentir que lo haga cualquier ignorante que, por su desgracia, y no por otra causa, se ocupa oscuramente en cultivar los campos.

Pero si es atributo de la conciencia y de la personalidad humana, ¿por qué fijar, tampoco, esos límites arbitrarios de la edad? ¿No envuelve esto una desigualdad irritante? ¿No es también más capaz; no tiene también más conciencia de sus deberes, de los principios eternos de la justicia, y de lo que conviene al bienestar de la patria, un escolar de jurisprudencia, aunque sea de primer año, que el desgraciado que no sabe leer ni escribir, que apenas ha visitado las ciudades, ni comprende siquiera el lenguaje sublime con que, después de todo, se le suelen decir estas cosas? (Aprobación.)

Porque se debe advertir que si no hay nada tan democrático como la aplicación de ciertas doctrinas, tampoco hay nada tan aristocrático, por lo que tiene de elevada y a veces de ininteligible, como la doctrina de los maestros de esa escuela.

Y luego, ¿qué quiere decir la soberanía? La forma de la soberanía, una vez que reside en la Nación y está en la Nación entera (y parto de que reside en la Nación); la voz de esa soberanía, el brazo de esa soberanía, ¿a quién se le ha de confiar? ¿Se le ha de confiar al número ignorante y brutal, que ignora las necesidades de la Nación misma; que tiene una tibia noción de los principios de justicia; que no puede conocer los antecedentes, y no puede referirse al porvenir; o se va a entregar a aquellas otras clases, capaces de comprender a la Nación misma, capaces de recoger su herencia, capaces de incorporar los antecedentes de lo pasado al presente, capaces de abarcar el presente y relacionarlo con el porvenir? ¿Qué es el número en su realidad ingenua, sino la fuerza brutal? ¿Qué es el número en su realidad ingenua, sino la expresión de la fuerza brutal, expresada de una manera menos noble de lo que puede expresarse, ciertamente, por el ruido de las armas en los campos de batalla? (Aplausos.)

Siquiera, en la lucha de los campos de batalla, el valor para imponer una doctrina por las armas, aunque sea la doctrina de Mahoma, lleva consigo la abnegación de la vida; que es la mayor de las abnegaciones que puede tener el hombre sobre la tierra. Pero ¿qué abnegación tiene, qué acto de legitimidad ejerce, el que tal vez arrancado de su hogar, tal vez arrastrado, o tal vez vilmente comprado, deposita su sufragio, para constituir en su país una soberanía que es completamente incapaz de comprender?

Puesto que ha habido, según todos reconocéis, un debate en las Provincias Vascongadas; puesto que ahí ha habido un debate político que se ha decidido por la fuerza de las armas; yo os pregunto a todos vosotros, por ciegos que estéis: entre los que luchaban por una y por otra parte, movidos por sus convicciones, confiando el resultado a la fuerza, y los que van detrás de los que los guían, como os he dicho antes, sin saber a dónde los llevan, y que lo mismo pueden influir en el mal que en el bien, puesto que todo lo ignoran, ¿en dónde está la conciencia pública? Responded. (Un señor Diputado: Ese es el cesarismo.)

El cesarismo ha venido siempre por el sufragio universal; el cesarismo es hijo legítimo del sufragio universal. El cesarismo no ha engendrado nunca más que estas dos formas de gobierno: una, el cesarismo; otra, que yo califiqué con una palabra que se hi repetido después al señor Castelar desde aquellos bancos, cuando estábamos frente a frente en las Cortes Constituyentes: el caudillaje.

Abrid las páginas de la historia, y por do quiera se os presentará este hecho: detrás del voto de las muchedumbres, el cesarismo; o lo que en algunas Repúblicas de América se llama el caudillaje.

Y callo, porque no es ocasión de tratar este asunto, que en otra ocasión me extenderé más si es necesario; callo, porque esa democracia que se funda en el número y no se funda en la igualdad del derecho y de la justicia; que se funda en una igualdad, ilusoria y falsa, de la aptitud para intervenir en la gobernación del Estado; no es nueva, no es de estos tiempos; y todos los argumentos que puedan favorecerla y todos los tristes ejemplos que puedan condenarla, se representaron hace muchos siglos en las Repúblicas griegas.

Allí se vio una cosa que hoy se ve ya, y se observará mejor cada día; allí se vio que el sufragio universal no es nada sin el comunismo; que el comunismo y el sufragio universal son dos tesis que se resuelven y no pueden menos de resolverse en una sola síntesis; allí se vio que la democracia, entendida de esa manera, no era más que la guerra de los pobres contra los ricos. Así pudo decir Aristóteles, contemplando las distintas instituciones en estos principios fundadas: que en el fondo de todas las revoluciones que había conocido en su tiempo, no había más que cambios de fortuna. (Bravo.)

Pero supongamos, señores Diputados, que hay muchos o pocos, algunos habrá seguramente, que difieran de mis opiniones en este punto. ¿Es o no cierto de todas maneras, que ésta es la verdadera cuestión? ¿Que cuando se dice soberanía nacional, a secas, no se dice nada? ¿Que aquí no se ventila sino el modo de dar una voz, un voto, una voluntad activa para la representación de un Estado? Pues no discutamos más, porque con eso hay bastante para nuestras diversidades políticas. No hay aquí que discutir inútilmente sobre principios que nadie niega.

Fundado en los principios que profesé delante de las Cortes Constituyentes de 1869; que he venido profesando después, y defendido en otra ocasión oportuna que se me ha presentado para ello; fundado en estos principios, expuse aquí la doctrina práctica y concreta, que tuve la honra de sustentar la otra tarde, delante de los señores Diputados; les dije esto, que no haré más que repetir, y que, francamente, me parece todo menos confuso y menos poco claro; les dije, pues: me encontré, al advenimiento de S. M. el Rey a España, con los siguientes hechos: primero, que durante siete años a lo menos, la Nación había vivido sin el principio hereditario, sin el principio monárquico-liberal; que había tenido una vida legítima, como legítima es siempre la vida de las naciones; que había hecho transacciones con otras potencias y tratados válidos; que había contraído obligaciones públicas; que había llamado soldados a las armas; que a su sombra se habían fallado muchos pleitos y se habían dictado muchas condenas, y que, por consecuencia, tiene todos los caracteres que siempre tiene la vida de las naciones, de verdadera vida; que era un absurdo, a mi juicio, negarlo; y que todo esto se había hecho sin el principio hereditario y sin la Constitución de 1845.

Pues partí de este hecho, porque entiendo también que la historia es una sucesión de hechos, sin que deje de latir en ellos el espíritu; sin que deje de manifestarse en grandes plazos; sin que deje de tener magníficas explicaciones y grandes manifestaciones; pero, ordinariamente, en la vida real, es simplemente una sucesión de hechos que, de tarde en tarde, se condensan y forman grandes síntesis, representadas por ideas; pero en el ínterin, hechos son, y como hechos hay que considerarlos. Pues bien, me encontré con este hecho, inconcuso a mi juicio; y que, sobre todo, dentro de mis convicciones, no puedo negar ni tenía por qué negar.

He dicho una cosa que en su tiempo se censuró por excesivamente liberal; y que ahora se me quiere imponer a título de más conservadora que la mía. He dicho que lo primero era para mí la Nación o la Patria; que lo segundo era el principio monárquico constitucional; que lo tercero era la dinastía y la dinastía hereditaria. ¿Tengo que retractarme ahora de algo de esto? Lo primero es la Nación, para mí; lo segundo, la Monarquía constitucional, porque, respetando cualquier otra Monarquía, no hubiera servido a ninguna otra que la actual, jamás (aplausos); a lo cual tenía y tengo derecho, como ciudadano, como hombre dueño de su conciencia y dueño de su libre albedrío, y dueño, sobre todo, de su dignidad.

Encontré, pues, el hecho de la Nación, que vivía y que se desenvolvía, con una vida natural y legítima, como es siempre la vida de toda Nación, lo cual se efectuaba sin la Constitución de 1845. Me encontré, por otra parte, con que esta Nación, que había vivido entregada a sí misma en ese tiempo; esta Nación que, indudablemente, venía usando de su soberanía esencial; no había encontrado forma ninguna de depositar esta soberanía, de una manera legítima y conveniente a los intereses generales de la Nación misma. ¿Era yo el culpable de eso? Después de todo, yo tenía el derecho de defender de la Nación entera mis convicciones, como las defendía, para ver si la Nación cambiaba de camino; pero nadie puede imputarme a mí, nadie puede imputar a los conservadores, nadie puede imputar a los partidarios del principio hereditario, la serie de convulsiones y de desdichas, por medio de las cuales la Nación, entregada a sí misma, se había convertido en un inmenso caos. No había forma de darle a la Nación una representación de soberanía, que correspondiera ni a sus necesidades ni a sus intereses.

Vosotros, que más entusiastamente habéis defendido aquí todas las utopías de la democracia, levantabais aquí elocuentes voces que, por ser elocuentes, competían con las del propio Jeremías, para condenar lo que habíais defendido hasta entonces. (Bien: muy bien.)

La Nación, abandonada a sí propia, y con todo el derecho que queráis, estaba huérfana de poder; los poderes que había, se declaraban a sí propios interinos, se declaraban provisionales; ellos, por sí, reconocían, a todas horas, que no podían responder, de una manera permanente, a las necesidades ni a la salvación legítima del país. Se estaba en un período de transición; y a grandes voces, y a los resplandores de la guerra civil que no se mermaba ni un solo momento, sino que de día en día se acrecentaba; todo el mundo pedía aquí a esa Nación, soberana de sí misma, lo cual nadie le negaba, que buscara un principio sintético y racional; un principio histórico y, sobre todo, práctico que pudiera sacaros del abismo.

Y yo, y la inmensa mayoría de los que aquí estamos, profesábamos la opinión de que este principio no podía ser otro que el principio hereditario; y yo, especialmente, había tenido el honor de declarar aquí, una vez y otra, que no había salvación, no ya para la Nación, sino para la libertad misma, y para el principio de la civilización moderna, sino al amparo de la Monarquía hereditaria. ¿En qué hace, la profesión de este principio, ni podía hacer, de la Nación un patrimonio como aquí se ha pretendido? ¿Qué exageración había aquí en la profesión del principio monárquico? Tenía este principio como teníamos el otro.

La Nación, digo y repito, no encontraba forma para su soberanía; y entonces le dije a la Nación (y entiéndase que, siempre que hablo así, me refiero también a todos los que pensaban conmigo y me ayudaban en aquella obra); yo le dije entonces a la Nación, lo que había dicho siempre: «Buscas en vano esa representación de tu soberanía; sin embargo, en tu propia vida está; está en el principio hereditario, en la Monarquía constitucional: tus convulsiones necesitan de un remedio esencial que no está fuera de tu propio seno; búscalo, llámalo y te organizarás; y tendrás el elemento de reconstitución y de progreso que te hace falta.»

Y la Nación le llamó y vino; y dígase hoy lo que quiera, que es fácil afirmar aquello, de que no se traen, ni se pueden traer pruebas; vino ese principio, y con él el aumento del número de soldados y el entusiasmo; aumentó la fuerza de que necesitaba la administración para organizar los servicios que, sin duda, todos habíamos contribuido a crear; y entonces hubo unanimidad de espíritu; y entonces hubo gritos de guerra y unidad de mando; y todo lo que se necesitaba para vencer, como hemos vencido, no nosotros, sino el principio que representamos. (Grandes aplausos.)

Así pues, dije el otro día y repito hoy: me he encontrado una Nación desamparada de principio hereditario y, a mi juicio, perdida, completamente perdida sin él; me he encontrado a los apóstoles de las ideas nuevas completamente descorazonados, completamente afligidos, fiando a la elocuencia de Jeremías la buena nueva que esparcían victoriosamente entre las gentes; me he encontrado con que la Nación, por sí sola, hizo la Constitución de 1869, abolida por un decreto de otra Asamblea revolucionaria posterior, tan legítima como pudiera serlo aquélla; y digo y repito, si este nombre es aplicable a esas cosas, tan legítima como la Asamblea de 1871; me he encontrado con que esta derogación fue reconocida y declarada y sostenida por los que fueron jefes de aquella forma de gobierno; me he encontrado y me encontré entonces con que era completamente inconsuso que la Constitución de 1869 estaba derogada y no existía año y medio antes de terminar la revolución; año y medio antes de la venida de don Alfonso. ¿Qué se quería de mí? Una de dos cosas: o que, reconociendo que la Nación no había vivido durante el largo espacio de siete años, aconsejara a S. M. el Rey que declarara no haber dejado de estar vigente la Constitución de 1845; o que, haciéndome ministro de los resentimientos y de las cóleras de unos elementos revolucionarios contra otros, declarara que lo que había hecho una Asamblea revolucionaria era legítimo, e ilegítimo lo que había hecho otra Asamblea revolucionaria; y yo no tenía, señores Diputados, con toda evidencia, semejante obligación.

Yo creí que el patriotismo me mandaba, al ver que la Nación entera llamaba al Rey, para organizar con él el poder político; creí que, por respeto al principio monárquico, por respeto también a la Nación, a sus derechos y libertades públicas, me correspondía decirla: «Elige libremente la Constitución que te ha de regir en el porvenir; aquí no viene nada más que lo que faltaba, el principio hereditario; aquí no viene, con don Alfonso XII, nada más que el Rey legítimo, el sucesor de la augusta y legítima dinastía de Borbón; y viene a decir a la Nación, como decían los antiguos Reyes de la Edad Media: 'Aquí estoy yo, Rey; con el concurso de la Nación resolveremos este negocio arduo.'» Y no me podéis negar que arduo era el que se trataba de resolver. (Aprobación.)

Fuera de esta convención escrita, de los antiguos tiempos; que por su carácter no podía tener la fuerza de instituciones antiguas, hube de acudir a la historia, en la cual me encontré, en todas épocas, con las Cortes; que, con el concurso de las Cortes, se resolvieron los negocios arduos de la Nación. Yo me encontré con el Rey hereditario y con este principio, y dije: «Venga el Rey y con la ayuda de las Cortes se resolverán todas las cuestiones». ¿Es esto confuso? ¿Es esto tan digno de ser reprobado en cualquier examen de primer año de leyes? (Risas.)

¿Qué se hubiera dicho, por algunas personas que hoy parecen defender la contraria doctrina, si yo hubiera venido aquí imponiendo desde el primer día, por la voluntad real, la Constitución de 1845? Reconozco vuestra lealtad y no hay aquí ninguna especie de resistencia; pero esto no sólo se ha dicho aquí, sino fuera de aquí; de manera que me hace sospechar, si se deplora que, no haya acudido a ese medio para buscar en él una vigorosa bandera de la Monarquía. No podía hacer eso; y yo, que no me juzgo infalible, tengo motivos para creer hasta ahora que, inspirado por el santo amor a mi Patria, he acertado en este momento con la razón, con lo que era conveniente. (Bien, bien.)

No me parece, señores, que he dejado sobre mi doctrina oscuridad alguna. Pudiera decírseme, y es lo último sobre lo cual, ligeramente, voy a decir dos palabras; pudiera decírseme que el principio hereditario es inherente al principio monárquico y que hereditarias se ha pretendido también que sean las Monarquías, en su principio electivas. He combatido esto siempre, y he negado siempre la realidad de Monarquía hereditaria, a la que tiene en sus principios los caracteres de Monarquía electiva. (Es verdad: es verdad.)

Cuando una Nación busca una institución, un principio, a la sombra del cual organizar sus Constituciones; fuera o no fuera esa apreciación mía exacta, sería una locura no buscar el principio que se necesita, en su más alta y perfecta significación. Así es que yo digo a los adversarios políticos que tengo aquí, y se lo digo con profunda convicción: «Sois monárquicos porque lo decís y porque me demuestran los hechos de toda vuestra vida que habéis procurado, en cuanto en vuestro poder estaba, salvar la Monarquía; porque la mayor parte de las censuras que os dirigen nacen precisamente de que habéis querido, a toda costa y de cualquier manera, salvar la Monarquía.»

Pues bien, ¿no tenemos todos enfrente la demagogia contemporánea? ¿No creéis todos, como yo, que es necesario hacer en España una Monarquía de verdad? ¿No creéis, como yo, que la Monarquía se impone como una necesidad de las tradiciones, de las ideas, de los sentimientos, de las costumbres, de todo nuestro ser político? Pues si eso creéis, ¿qué interés os puede acompañar en debilitar la fuerza y la eficacia de ese principio, en estos instantes de convalecencia, en que necesita del apoyo leal de todo el mundo para adquirir el vigor que necesita? (Bien, bravo.) ¿No es ése vuestro interés, como lo es también el mío?

Tenemos ya el principio hereditario. No podréis negar que la representación de ese principio político estorbaba a las Monarquías electivas; y no podéis negar que ese principio político, en el extranjero, con su sola presencia impedía la formación de Monarquías extrañas.

Pues si ese principio estaba en toda su plenitud en el extranjero; si ese principio hereditario estaba allí perfecto, porque no era hereditario de hoy en adelante; que esas herencias son fáciles de formar, aunque no las confirme el tiempo; si ese principio hereditario no consistía en crearlo de hoy para en adelante, sino en el que desciende de nuestra historia; si ese principio hereditario, descendente de nuestra historia, que a ninguno nos humilla, porque ha sido la forma y hasta la familia bajo la cual han vivido nuestros padres; si ese principio era la representación más firme de la Monarquía, ¿por qué os habéis de empeñar en debilitarle poco o mucho? ¿En qué perjudica que este principio venga a encargarse en la Nación del establecimiento de las libertades públicas?

¿No sabéis que no es posible el ejercicio de la libertad donde no exista un poder fuerte que sirva de eje a los varios movimientos y evoluciones de las opiniones políticas? (Aplausos.) ¿No sabéis que la libertad está en todas partes, en razón directa de la fuerza que tiene el poder? ¿No sabéis que los poderes débiles, y menos en las Monarquías, no pueden dar la libertad? ¿No sabéis que la libertad no puede prosperar, sino al lado de los poderes inconcusos que están sobre todo? ¿Qué interés tenéis, los que profesáis principios monárquicos, en debilitar la eficacia de ese principio, tal como ahora os lo presento?

Dentro de esta teoría queda la Nación con su derecho; queda la Monarquía con su dignidad, porque ella es la herencia que la Nación no crea ahora; que la reconoce, prescindiendo de que, en remotos tiempos históricos, fuera creada por medios y procedimientos que no deben sujetarse hoy al debate sin graves peligros; que no nos humilla, porque bajo ese mismo principio y en la forma que está encarnado han vivido nuestros padres. Y yo os pregunto: ¿no es mejor para la Monarquía, no es mejor hasta para la libertad la fórmula que os he traído? (Aplausos.)

No temo tanto, después de las explicaciones que me habéis oído, porque todos comprenderéis las razones de mi respuesta, contestar de una manera determinada, a una grave pregunta del señor Sagasta.

Preguntaba S. S. quién sucedería al Rey en el caso que da verdaderamente horror pensar siquiera de que desapareciera de la tierra. Le sucedería, en virtud y por ministerio del derecho hereditario, quien debe sucederle después de la abdicación definitiva de su augusta madre: no me lo preguntéis a mí, preguntárselo al derecho. Las abdicaciones son definitivas; sobre las abdicaciones, una vez aceptadas, no se puede volver; por consiguiente, heredaría, como no podía menos de heredar, al actual Monarca reinante, quien por derecho, excluida la augusta persona que voluntariamente ha renunciado al Trono, quien legítimamente debe sucederle: ni más ni menos tengo que decir sobre esto.

Y a propósito; y ya que de nuevo se me obliga a hacer alusiones a la augusta Reina doña Isabel II, debo decir al señor Sagasta que no es exacto, como S. S. ha supuesto, que esa augusta señora esté desterrada. Y separándome de esto completamente, volviendo la espalda a esto; no puedo menos de ocuparme, o de tratar en breves términos, de una indicación que hizo el señor Sagasta sobre intrigas, sobre temores que había en esta situación, que hasta impedían a S. S. tener toda la alegría que debía causarle el triunfo sobre los carlistas.

Yo debo decir a S. S. que, ignorando el estado de su espíritu, y sin poder penetrar en si la alegría de su señoría es poco o es mucha, que eso no me pertenece; la alegría del país es inmensa; tan grande como puede y debe ser; pero en cuanto a los temores secretos de intrigas, en cuanto a esos recelos de que en el seno de la situación hay algo que de una manera latente y oculta pudiera perjudicarla, esté tranquilo S. S.: la libertad constitucional y el Rey constitucional saldrán a salvo de las intrigas que puedan fraguarse, aun por aquellos de quienes menos pudiera esperarse, lanzando imprudentes palabras en la discusión. (Bien, bien.)

Para concluir, señores; me cuesta trabajo, porque es trabajo tener que hablar tanto en causa propia; me cuesta gran trabajo, y el Congreso sabe que no me he apresurado por lo mismo a ello; me cuesta gran trabajo decir algunas palabras, en contestación a las del señor Sagasta, sobre los medios por los cuales se ha terminado la guerra civil.

El Gobierno de S. M., dando una prueba, como ha dado tantas otras inequívocas, que no se pueden ocultar a la penetración y al conocimiento de nadie, de su sincero deseo de establecer dentro de los partidos relaciones de benevolencia desconocidas hasta el presente, por desgracia; ha puesto en una ocasión solemne, en los augustos labios de S. M., palabras de consideración y aprecio a los esfuerzos que hicieron en favor de la paz los señores que en este momento tengo enfrente. El Gobierno de S. M. se ha excedido en eso, a lo que nuestras costumbres, a lo que las tristes costumbres políticas en nuestro país aconsejaban.

Pero es mucho ya lo que se pretende, señores Diputados: se pretende, que no han concurrido a vencer a los carlistas los 150.000 hombres efectivos con que nosotros hemos aumentado el ejército; sin embargo, si de esos 150.000 hombres quitáis siquiera 50.000, no se acaba la guerra. El ejército que nos encontramos, sin culpa de nadie, era completamente insuficiente para terminar la guerra civil. Quien quiera que diga que esa guerra pudo terminar bajo los muros de Pamplona, dice una cosa que, como tantas otras, se lanzan al aire; no habrá ningún verdadero militar, ni jefe, ni soldado, con responsabilidad en lo que diga, que se atreva a sostener eso. (Bien, bien.)

Se hicieron esfuerzos loables; se sacó una quinta, es verdad, de 125.000 hombres, parte de ellos casados, que hemos tenido que dejar como sedentarios en las guarniciones, y otra parte que se ha enviado a sus casas, porque de esa quinta de 125.000 hombres no hay más que 38.000 bajo las banderas, pero con una administración tan floja que no pudo realizar los fines a que esa quinta estaba llamada: y se creó un ejército que, gracias a la considerable extensión que los carlistas dieron al bloqueo de Pamplona, y a la habilidad y pericia de nuestros generales, se pudo romper; pero que, dada la importancia de las huestes carlistas y de las formidables posiciones que ocupaban en Navarra, era completamente invencible.

Si hubo en los sucesos gloriosos del levantamiento del sitio de Pamplona algún incidente desagradable, algún incidente fatal, así se hace la guerra, ganando y perdiendo, triunfando y sufriendo algún descalabro: con eso había que contar, con eso contaba el Gobierno para acumular los inmensos medios de guerra que acumuló en las provincias rebeldes. El Gobierno ha tenido la actividad y la fortuna de crear un ejército tal que era completamente irresistible; y era completamente irresistible por su número; porque ese ejército se componía, en su mayor parte, del ejército que nosotros hemos creado; y como he dicho, los 150.000 hombres efectivos que nosotros hemos traído a las banderas no han sido ciertamente insignificantes para el resultado.

No se hubiera, pues, concluido la guerra, ni en el verano, ni en el otoño, ni después, con los medios que había. ¿Es esto hacer un cargo? No lo es: no se improvisan numerosos ejércitos en tan corto período: no hago cargo a los Gobiernos de aquel tiempo porque no los crearon; pero si no los crearon, ¿qué le hemos de hacer? ¿Por eso se ha de suponer que sin los esfuerzos que nosotros hemos hecho se hubiera concluido la guerra civil? Los generales que estaban en distintas partes mandando y dirigiendo las tropas, ¿no son casi los mismos que han asistido al triunfo definitivo? ¿Por qué no vencían entonces? Porque no tenían medios bastantes, y en esto hago yo más justicia que S. S. a los generales que mandaban el ejército. (Bien, bravo.)

Se trataba de conquistar la fortaleza más formidable que se ha conocido jamás en el universo; fortaleza, compuesta de la cordillera pirenaica, en una de sus partes más altas; fortaleza que tenía todas las condiciones de tal, incluso la puerta abierta para recibir toda clase de recursos por la frontera y por el mar; se trataba de conquistar esta fortaleza que, con las armas modernas, había adquirido una importancia que no tuvo jamás en la antigua guerra civil; se trataba de arrojar solamente de allí, sin contar el ejército carlista del Centro y de Cataluña, 40.000 hombres perfectamente organizados, con 120 ó 130 piezas de artillería; y para esto se necesitaba todos los hombres que S. SS. pusieron en pie de guerra; que, sin culpa de S. SS., no eran muchos, y todos los que se han puesto después.

Por consecuencia, esas profecías del verano y en el otoño hubieran tenido la suerte de tantas otras profecías (ya que se puede ser jefe de partido sin ser profeta), si no hubieran intervenido los millares de hombres que nosotros hemos enviado de refuerzo al ejército.

Por último, señores; por no ocupar más al Congreso esta tarde con mi discurso, por no prolongar más este debate, que altos deberes de patriotismo me hacen desear que concluya lo más pronto posible; por no agriar esta discusión, que no ha agriado, ni procurado agriar un solo momento el Gobierno con recuerdos inoportunos; no me extiendo cuanto podría y debería acaso extenderme sobre las consideraciones que el señor Sagasta ha tenido por conveniente hacer, acerca de los acontecimientos que precedieron a la proclamación de S. M. el Rey.

Sin embargo, no debo sentarme sin advertir a S. S. que los textos, que los documentos históricos, muchos de ellos publicados, algunos según la opinión común, con conocimiento de causa, o por factura de individuos importantes de su partido, están en abierta y total contradicción con las más importantes de sus afirmaciones. No puedo sentarme tampoco sin declarar, no entendiendo provocar sobre esto, esta tarde, un debate especial que, en todo caso, puede haber en tiempo y en forma conveniente, que la Nación no cree en las resignaciones de que se nos ha hablado.

Tenía que añadir una cosa más, en justa defensa a alguna persona, a quien se ha aludido, tal vez duramente; que no está presente y pudiera estarlo, si no hubiera empleado su tiempo en servir a su Patria y en servir más altos intereses que los que se pretende defender aquí, al insultarla; que la Nación no cree tampoco que haya habido ninguna inaudita ingratitud, y que el Gobierno no quiere, y declina la responsabilidad sobre quien lo quiera, plantear aquí la temerosa cuestión de las ingratitudes. (Bien, bien.)

Discutamos en paz el mensaje, señores Diputados, discutamos nuestras respectivas políticas; presentémoslas a los ojos de las Cámaras y a los ojos del país; obtengamos el apoyo de la opinión pública y, si lo obtenemos, quien quiera que lo obtenga puede estar seguro de que vive bajo una verdadera Monarquía constitucional, que no prescinde de ningún partido; trabajemos en el cumplimiento de nuestro deber, pero no provoquemos esta cuestión, porque es indudable que podría perder en ello el prestigio del sistema representativo: en cuanto a mí, no perdería absolutamente nada; pero me temo que los acusadores perderían más que los acusados. (Grandes aplausos.)




ArribaAbajoProyecto de Constitución: Principio monárquico

DSC de 8 de abril de 1876


El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Señores Diputados, no puede menos el Gobierno de intervenir en este debate, como es su deber intervenir en toda discusión importante, y mucho más en una de tan extraordinaria importancia como ésta a que estamos asistiendo. Todo eso se necesita para que yo llegue en este momento a solicitar de nuevo vuestra atención, después de haberla solicitado tantas veces, sobre algunos de los puntos que han sido objeto de controversia así en este debate como en el que le precedió y, sobre todo, después de la brillante y decisiva impugnación que han hecho de las teorías de las oposiciones los señores individuos de la comisión, y ayer y hoy mismo, sobre todo, su digno Presidente, el señor Alonso Martínez. Pero, señores, además de la consideración, que en todo caso me haría en nombre del Gobierno intervenir en este debate, tengo que cumplir dos obligaciones especiales.

En primer lugar la de repetir muchos de los argumentos y de las consideraciones que he expuesto ya a la atención de la Cámara y a la atención del país; porque desde el instante en que aducidos y contestados, se repiten, quizá con la esperanza de que su constante reproducción, si no obra de todo punto sobre la razón del público, como se ha dicho, no sin ingenio y sin elocuencia, remueva y altere algunas conciencias; desde el instante en que se pretende arrancar de la frecuencia con que ciertas afirmaciones se hacen, lo que no se podría arrancar del convencimiento que la fuerza de la razón produce, ciertos efectos y ciertos éxitos, deber es del Gobierno servirse del privilegio, que por algo le han dado todos los Reglamentos, de decir la última palabra.

Tengo, pues, que decir esa última palabra en cumplimiento de mi deber, sobre las más importantes de las cuestiones que se han tratado, así en el debate anterior del mensaje, como en el presente, que en muchos puntos han parecido uno mismo.

Hay de otro lado una segunda consideración especial, que también me obliga a terciar en este debate. Está puesto a discusión el dictamen de una comisión. Éste dictamen de comisión, puede y debe ser defendido por todos los dignos individuos que la componen, de una manera, por decirlo así, homogénea, puesto que todos han convenido en unos mismos textos, en unas mismas fórmulas, y todos ellos pueden tener una idéntica obligación de interpretar sus términos; pero como aquí no se ha discutido sólo y exclusivamente el dictamen de la comisión, como aquí se ha discutido la política general del país y la política especial del Gobierno, el Gobierno no puede menos de llamar a sí ciertas cuestiones y sustentarlas tal como él las entiende; que obligación es de todo Gobierno tener sus afirmaciones propias y mantenerlas en presencia de cualquier género de contradicciones.

Así pues, yo no estoy ya en el terreno del dictamen de la comisión, no tengo necesidad de estarlo, aunque preste mi conformidad a dicho dictamen al afirmar, como afirmo en este instante, que el propósito del Gobierno al traer al debate este proyecto de ley no ha sido nunca, ni ser podía, conceder ni reconocer el derecho de discutir el principio de la Monarquía constitucional ni el de la legitimidad del Rey.

Cualquiera que sea el respeto que me merezca el uso que los señores Diputados hacen de su derecho; cualquiera que sea el respeto que yo tenga a todas las opiniones, que aun procediendo de distintos puntos pueden muy bien coadyuvar al mismo fin, el Gobierno de S. M., como he dicho antes, tiene no solamente el derecho, sino la obligación de establecer aquí sus propias afirmaciones; y la afirmación que el Gobierno ha hecho aquí constantemente como principio fundamental de su política, y que hoy repite al terminar este debate, es que la Monarquía constitucional, definitivamente establecida en España desde hace tiempo, no necesita, no depende ni puede depender, directa ni indirectamente, del voto de estas Cortes, sino que estas Cortes dependen en su existencia del uso de su prerrogativa constitucional. (Grandes aplausos.)

¡Interpretad como queráis (abandono esta cuestión por un momento); interpretad como queráis vuestra inviolabilidad o vuestro derecho a usar ilimitadamente de la palabra! Podrá el Gobierno, por respeto altísimo al régimen parlamentario; podrá el Gobierno, pagando tributo a lo que se ha llamado no sin exactitud ni elocuencia en algunas ocasiones impurezas de la realidad, respetar aquí lo que fuera de aquí consideraría lamentabilísimo abuso; pero de que aquí lo respete, de que aquí lo soporte, de que en aras de la inviolabilidad parlamentaria no haga aquí valer todo el derecho de la Monarquía, no se deduzca, no, que acepta ni siquiera por un instante el derecho con que directa o indirectamente se la discute.

Lo he dicho el otro día, y lo repito ahora: quien quiera que fuera de aquí, directa o indirectamente, hubiera osado decir respecto del actual régimen lo que aquí se ha dicho, ese habría sido arrastrado por el Gobierno ante los Tribunales y condenado allí sin duda con arreglo a los artículos definidos del Código penal. (Bien, muy bien.)

No se confunda, pues, lo que ciertamente es inconfundible; el respeto estricto a las necesidades de la libertad parlamentaria, la tolerancia debida a la libertad de los señores Diputados cuando no alcanza a ciertos extremos, que extremos hay también a que no puede alcanzar; nada de eso se pretenda citar jamás aquí, ni fuera de aquí, como testimonio de que el Gobierno ha reconocido, ni por un solo instante, el derecho de discutir ni el derecho de aprobar la Monarquía, que está aprobada por sí propia; y si viene consignada, siguiendo una antigua costumbre, en la ley fundamental, no por eso es menos cierto que la legalidad de estas Cortes nace, como he dicho antes, de su convocatoria, y es absurdo que quien es autor y padre de toda esta legalidad, pueda estar bajo el peso y bajo la discusión de las mismas Cortes que ha convocado. Todo cuanto sois, incluso vuestra inviolabilidad, todo está aquí bajo el derecho y la prerrogativa de convocatoria del Soberano. No sois simples ciudadanos, sois Diputados de la Nación, porque la convocatoria del monarca legítimo os ha llamado aquí, y con ese solo derecho estáis. A esa convocatoria se ha unido el voto nacional, el voto de vuestros electores: lo reconozco; de estas dos partes se compone el actual sistema del Gobierno, la legalidad vigente.

El Gobierno parte del principio de la Monarquía hereditaria, como lo he dicho ya en otras ocasiones, aunque no ciertamente de una Monarquía patrimonial completamente aislado, de todo punto independiente del interés supremo de la Patria. No; como se ha dicho hace un instante con razón, la Nación en sí misma, en su vida, en su existencia, es lo más; los poderes públicos, son representación de la Nación y todos están hechos para el bien de la Nación misma, de la Patria. Pero es también principio de este Gobierno, es convicción, profunda de este Gobierno, que el interés de la Patria está unido de tal manera por la historia pasada y por la historia contemporánea a la suerte de la actual dinastía, al principio hereditario, que no hay, que es imposible que tengamos ya Patria sin nuestra dinastía. Y esto pudiera hacerme adelantar desde ahora consideraciones que querría dejar para un poco más adelante. Hace un momento que el señor Castelar decía, con su constante elocuencia: «No examinéis mis antecedentes, no juzguéis para nada lo que han sido mis principios, no me habléis de metafísica política ni de doctrinas; examinad este solo hecho, la dictadura: desde el instante en que la tomé, ¿era o no indispensable para la Patria?» Y nos pedía una respuesta, respuesta que la nobleza de la mayoría y la imparcialidad del Gobierno no le podían negar.

Sí, señor Castelar; en aquel instante supremo estaba en la dictadura la salud de la Patria. Pero ¿es que las Naciones se rigen únicamente por instantes? ¿Es que las Naciones miden por instantes sus necesidades? ¿Es que lo que a un país le hace falta para vivir, no le hace falta de ordinario y, sobre todo en lo fundamental, más que por un mes, por dos meses, por tres meses, por la duración de un Ministerio, aun cuando ese Ministerio sea tal como el que presidió el señor Castelar? ¿Es que los fenómenos que recordaba el señor Castelar eran fenómenos pasajeros de que podía desembarazarse en aquel solo instante? No sería digno, si la pasión política no llegara a cegar al señor Castelar, como ciega a todos los hombres; no sería digno del buen juicio y de la profundidad de miras del señor Castelar, el formular un juicio semejante. Aquellas necesidades eran más hondas, más extensas, más complejas: de lo que había necesidad cuando el señor Castelar se encargó del Poder (y era preciso estar ciego para no verlo), no era sólo de la dictadura, no; era de la Monarquía. (Grandes aplausos.) No era, no, un problema pasajero lo de Cartagena; no era un fenómeno, era una consecuencia inevitable; aquello era todo lo que el señor Castelar había enseñado (y no le dirijo aún cargos en este momento); pero al cabo el señor Castelar había enseñado aquella República federal. Ya sé que la ha abandonado después, y por ello le felicito; pero mientras tanto, la República federal jamás hubiera sido conocida en España sin la elocuencia superior del señor Castelar.

Pues bien; no hay que esquivar una verdad terrible. En vano es que yo haga justicia al señor Castelar, que bien sabe S. S. que, con la mano puesta sobre el corazón y con más sinceridad que yo, nadie la hace tanto a la rectitud de sus intenciones; esa verdad, y ya la he dicho en otra ocasión, es que aquel gran momento de arrepentimiento con que volviendo la espalda un día a los antecedentes que le podían molestar se consagré al bien de la Patria, era un título de gloria que yo le envidio; pero en el ínterin, lo cierto es que, dada la enseñanza del señor Castelar, dada la lógica de los hechos, los frutos de su elocuencia no podían ser otros que la rebelión cantonal de Cartagena. La disolución del ejército fue también resultado de las doctrinas del señor Castelar, que había combatido en todos los terrenos los ejércitos numerosos y permanentes; que había comparado aquí en discusiones solemnes a los ejércitos actuales con los esclavos antiguos; que había logrado grandes efectos parlamentarios que tuvieron su eco inevitable en el triste ¡que baile, que baile! de Cataluña; de aquí, señores, que esta sociedad desgarrada por los sofismas de la democracia, esta sociedad a quien la República había dotado de un solo fruto palpable y material que era la guerra civil, este país que habla hecho toda clase de ensayos y todos ellos desgraciados, los unos por una causa, los otros por otra, este país en el instante en que el señor Castelar imaginaba que no pedía más que la dictadura, lo que estaba pidiendo a grandes voces, lo que. estaba reclamando, era la Monarquía constitucional. (Grandes aplausos.)

Pero yo debo ser bastante justo para no imputar únicamente a los señores que más especialmente tengo enfrente, y que representan aquí los partidos más liberales, el sesgo peligroso que han tomado ahora en ocasiones los debates parlamentarios. Estas discusiones han dado a conocer, una vez más, lo que hay aún de grandemente viciado en las escuelas conservadoras de nuestra Patria; los grandes defectos y los grandes vicios de aspiración y de constitución de que adolece esa escuela. Todavía se ve que no han prescindido de ellos, por desgracia, muchos de nuestros conservadores, y que a trueque de herir a un Ministerio, a una situación, no temen herir a los más altos intereses de la Patria. ¿Por qué lo he de ocultar, cuando lo está pregonando por todas partes la experiencia de estos días de una manera incontestable? No niego yo, pues, repito, que muchos debates imprudentes han venido por iniciativa de elementos conservadores; y no digo de aquí ni de fuera de aquí, ni de éste, ni de otro lugar; planteo en este instante una tesis. Y prueba de ello, aunque no la necesite, pero insisto en recordarla, para cumplir en todo mi obligación esta tarde; el imprudente examen, el pueril empeño con que se ha examinado por hombres conservadores la cuestión de la abdicación de S. M. la Reina Isabel.

También tengo, una vez más, que afirmar sobre este punto las que son, las que han sido, las opiniones del Gobierno. En primer lugar, y haré más bien que una excursión, algunas alusiones a los hechos; en primer lugar, debo decir lo que he manifestado ya otras veces: que no es exacto, que es absolutamente inexacto que se haya necesitado jamás en España dar cuenta a las Cortes de la abdicación de los Reyes. De las abdicaciones se ha dado cuenta de una manera indirecta siempre; se ha dado cuenta en las convocatorias a Cortes. Esa ha sido la manera más común de que conociesen ellas a los nuevos Reyes, en la Constitución antigua, cuando habían de presentarse en las Cortes a jurar los privilegios del país. Pero dar cuenta a las Cortes para la aprobación o desaprobación de una abdicación después de hecha, eso no ha sucedido jamás; eso lo niego rotundamente.

Y sobre este punto tengo también que repetir que no bastan argumentos, ni tampoco citar los hechos que se citan, con buena fe y con mucha erudición sin duda, pero que suelen luego resultar inexactos. Lo que es menester es leer los textos, y leerlos a la manera que se han leído aquí esta tarde. Lo que hay es que en varias de nuestras Constituciones modernas se ha consignado otra cosa; es, a saber: que el Rey ha debido estar autorizado por una ley para abdicar la Corona; cosa bien distinta en sí, y que importa rectificar tratándose, como se trata, de una materia tan delicada para que no haya confusión.

Decía el otro día el señor marqués de Sardoal: de la abdicación de Waniba se dio noticia al duodécimo Concilio de Toledo. Algo lejano es el dato, y no hay duda alguna que el actual derecho político pudiera pasarse sin él. (Risas.) Pero con eso y todo, si el señor marqués de Sardoal pudiera desprenderse por un momento de la singular habilidad que le distingue; si se pudiera admitir por un instante que no formaba parte de esa habilidad, cuando es tan consumada como lo es en S. S., el tergiversar los hechos, tendría que venirse a parar en que aquel caso y el presente nada tienen de común. Ya se dijo aquí ayer parte de la verdad, que hoy también ha confirmado a medias el mismo señor marqués de Sardoal. Lo. que hay, en resumen, es que el buen Rey Waniba fue embriagado o cosa semejante por medio de un brebaje; y que embriagado, se le tonsuró; y como la ley goda impedía ser Rey a ningún tonsurado, se presentó el usurpador al Concilio de Toledo y dijo: «Este no puede ser ya Rey; elegidme a mí». Siendo ésta la historia, desafío al señor Sardoal a que busque aquí semejanza ninguna entre el caso de hoy y aquel; lo más semejante que hay o puede haber en todo este asunto es aquel Concilio y esta Asamblea: juzguen los señores Diputados de las demás semejanzas. (Risas.) No eran aquellas Cortes, sino Concilios que, por más que se quiera, no son sinónimos, aunque los Concilios se ocuparan de asuntos propios de las Cortes. Y lo que significa el duodécimo Concilio de Toledo es la supremacía del Poder teocrático en España; lo que aquel hecho demuestra es esa misma supremacía; y la consagración de la usurpación del Rey Wamba, el triunfo del elemento teocrático sobre el elemento político o temporal, que Wamba había en cierta manera representado.

Pero además, señores, ¿hay quien ignore que el principio hereditario no existía realmente en la Constitución goda? ¿No es evidente que allí la Monarquía era electiva? El señor Sardoal me dice que sí; yo desearía me lo dijese otra vez. Y bien, siendo aquella una Monarquía electiva, y ésta una Monarquía hereditaria, ¿tiene alguna conexión aquel caso con éste? (Elseñor marqués de Sardoal: Por eso cité otros casos.) Pues ése, por lo menos, era innecesario. (Risas.)

Vamos ahora al caso de Doña Berenguela. Tiempo es ése de doña Berenguela, en que, como sabe muy bien el señor marqués de Sardoal, tampoco la Ley de Sucesión estaba muy bien definida en la Monarquía castellana; porque todo el mundo ha convenido ya en arrancar la regularización del derecho de sucesión en España de la Ley de Partida; y ya esto hace por sí solo que el precedente no sea de todo punto aplicable. Pero además, lo que aconteció fue lo siguiente: la Reina doña Berenguela abdicó en su hijo, con tanta solemnidad en aquellos tiempos sencillos, que abdicó debajo de un olmo, según la crónica. Había entonces en Castilla la famosa familia de Lara, que ejerció, arrancándosela a la misma Reina doña Berenguela, la tutela de don Enrique I, y al morir éste, como ya era dueña aquella familia del Poder, inventó o sostuvo, valiéndose de la indefinición en que estaban entonces todas las cuestiones, que en estos tiempos se llaman constitucionales, que don Fernando III no estaba en edad de ejercer el Poder real y debía, por tanto, estar sujeto a tutela.

La Reina doña Berenguela, que había ya abdicado, pero que se vio frente a frente de aquella poderosa familia; con una pretensión de esta especie, siguió las verdaderas costumbres de Castilla y de España, que consistían en llamar a las Cortes para todos los asuntos arduos, apoyarse en las Cortes, ampararse del poder de las Cortes contra los grandes señores feudales, rivales muchas veces de la Corona, en aquellos tiempos de la Edad Media (ideal, al parecer, de cierta escuela política), donde el crimen no era nunca la excepción, sino la regla general, tanto bajo la forma de usurpación, como bajo otras. Pero todavía reconozco que, aun habiéndose acudido a las Cortes para consultar lo que es cuestión de las Cortes, esto es, si el Rey don Fernando debía quedar bajo la tutela o debía ejercer el Poder real, como al fin y al cabo había allí una madre, una señora, y había un hijo de dieciocho años, este caso tiene algún parecido con el presente; si bien, para exponerlo con completa sinceridad, habría que decir que, habiendo aquí unas Cortes después de la abdicación, el parecido es completo, si bien en favor nuestro. Nosotros somos los que completamos en este instante el parecido.

Mas el señor marqués de Sardoal citó muchas cosas a un tiempo y, como he dicho antes, alguna de un modo innecesario, como el caso de don Juan I, el cual no llevó a Cortes alguna cuestión ninguna de abdicación: lo que hizo fue pedir parecer al su Consejo sobre lo que había de realizar; cuyo Consejo no invocó en su dictamen ni una vez siquiera a las Cortes, de modo que esta cita es de todo punto inaplicable al caso presente. Y no es esto sólo, sino que el marqués de Sardoal conoce sin duda alguna, y por habilidad no lo recordó, que lo que don Juan I quería no era abdicar la Corona, sino partir el Reino con su hijo; cuestión que difiere bastante del caso de que se trata.

El pensamiento de don Juan I fue un pensamiento muy generoso; tenía rebelado a Portugal, quería recobrarle y unirle a España y propuso a su Consejo que, ya que los portugueses no querían estar unidos a la Monarquía de Castilla, al menos por de pronto, él se quedaría con ciertos Estados de Andalucía confinantes con Portugal; que seguiría siendo Rey de aquella parte de Andalucía y de Portugal y que su hijo tomaría el resto de Andalucía y toda Castilla, para que más tarde, cuando don Juan muriese, se verificase en dicho su hijo, la reunión de todos aquellos Estados. Nada de esto, y siento molestar con ello al Congreso, tiene absolutamente que ver con la cuestión actual, en la que no se trata de partir Reinos, ni de cosas tan graves.

Las abdicaciones no han podido ser jamás objeto de semejantes procedimientos, hasta que la ley, recelosa por motivos políticos que todo el mundo conoce, estableció en el año de 1812 cierto artículo; artículo que aun escrito en la Constitución, y en Constituciones vigentes, no se ha cumplido hasta ahora cuando hubiera podido cumplirse, ni se cumplirá jamás en mi concepto. ¿Qué sucedió aquí sino, cuando la abdicación de don Amadeo de Saboya? Pues aconteció que un hombre de ley eminente, a quien yo respeto mucho por su saber, pero que en aquella ocasión me pareció a mí que dio escasas muestras de su espíritu práctico, pretendía que a don Amadeo no podía permitírsele marchar fuera de España, aunque no quisiera estar más en ella, porque no estaba autorizado por una ley. Recuerdo la sonrisa con que se recibió aquella opinión jurídica por todo el mundo. Porque yo pregunto: ¿de qué modo hubiera podido obligarse a don Amadeo de Saboya a ser Rey de España si no quería serlo? ¿A quién se le ha ocurrido jamás hacer un Rey a la fuerza? Apenas si hago memoria de otro caso que el del triste Wamba, que acabó tan mal como he mencionado hace un instante.

No se aplicó, pues, ese artículo constitucional, y no se aplicó porque no podía aplicarse; porque en realidad, aun cuando tenía el carácter de artículo de circunstancias, como lo fue el de la Constitución de 1812, tampoco admite, a mi juicio, el sentido que ha querido dársele. El artículo de la Constitución de 1812 dice que el Rey necesita estar autorizado para abdicar la Corona en su inmediato sucesor; es decir, para traspasar su Corona, porque en cuanto al acto de despojarse del Poder, si se empeña el Monarca en no ejercerle, si la autonomía individual no sirva para eso, no sé, francamente, qué uso puede tener en el mundo. Y por eso es tan raro el empeño que no solamente el señor Sardoal, sino ciertos señores políticos en quienes sin duda es más extraño, han manifestado de atacar una abdicación hecha voluntariamente, hecha libérrimamente; una abdicación hecha, después de haber sido consultada, como nos indicó ayer el señor Alonso Martínez, una abdicación, en fin, meditada, estudiada y llevada a cabo después de mucho tiempo, y sobre la cual no se ha visto ni sombra de arrepentimiento.

¿Cómo puede ser objeto de discusión de parte de nadie, cómo ha de ser objeto racional de discusión una abdicación con tales condiciones?

Lo único que puede serlo, y ya ve el señor marqués de Sardoal, y ya ven los señores Diputados cómo abordo la cuestión con franqueza, es la cuestión de quién ha de suceder en la Corona, de a quién ha de transmitirse la Corona. En esto sí tiene que ver la Nación, y éste es incontestablemente el sentido del artículo que se hizo con objeto de evitar que el monarca, teniendo libertad de hacerlo, abdicase no solamente en su hijo, sino en cualquiera otra persona. Estaba tan reciente la abdicación de Carlos IV en Bayona, que las Cortes de 1812 se creyeron en el caso de escribir ese artículo en la Constitución; pero bueno es que conste también que, con efecto, el Emperador Carlos V, que tuvo reunidas las Cortes hasta fines de 1555 y que abdicó a principios de 1556, ni pidió permiso a las Cortes, ni dio cuenta a las Cortes de su abdicación, siendo de notar que vinieron después las Cortes de 1558, y tampoco se les habló una palabra de eso.

El señor marqués de Sardoal hacía la siguiente objeción: cierto es que la abdicación de Carlos I no se hizo con permiso de las Cortes; pero expresó en su abdicación que se tuviera como si la hubiese hecho en Cortes. En primer lugar, esa frase viene consignada en todas las pragmáticas de aquel tiempo; y en segundo lugar, no es eso precisamente lo que dijo. Lo que dijo realmente fue, que se tuviera aquella abdicación por tan firme, como si se la hubiesen pedido los Procuradores a Cortes; y hay una diferencia en decir que concedía, dando un derecho superior a todo otro derecho, la abdicación como si se la hubieran pedido, y sostener que hubiese debido pedir permiso a las Cortes para abdicar. Me parece que los términos son diferentes. (El señor marqués de Sardoal.- Leí el texto.) Cuando S. S. leyó el texto y yo le escuchaba, me hacía el mismo efecto que ahora me está haciendo y que ya me había hecho anteriormente. Los términos, pues, son diferentes, y no es que S. S. no conozca el texto, lo conoce perfectamente; no es tampoco que no pudiera interpretarlo como yo, sino que no ha querido interpretarlo.

La renuncia, pues, de Carlos I en un tiempo en que la reunión de las Cortes era sumamente frecuente, frecuentísima, cuando ningún trabajo le hubiera costado a él, que había reunido las de 1555 para pedirlas dinero, reunirlas al año siguiente para su abdicación, prueba que aquel Rey juzgaba que, para sacrificar su Corona, que para dejar el Poder, que para hacerse monje no necesitaba el permiso de nadie.

Y vino luego Felipe V, e hizo otro tanto y S. S., que ha estudiado el asunto, no ha formulado ya sobre esto cierta clase de objeciones que en otras discusiones se han hecho.

Pero hay más todavía; hay una tercera abdicación, la abdicación de Carlos IV en Aranjuez. Tampoco se hizo la menor mención de Cortes y eso que la abdicación de Carlos IV tiene mucha importancia, porque los que provocaron aquella abdicación, los que la acogieron e hicieron de ella el fundamento de su política, fueron los padres de la Constitución de 1812, los padres de la libertad. ¿Y en qué discusión de las Cortes de 1812 se dijo que la abdicación no era legítima porque se había hecho sin permiso de las Cortes? Entre todos aquellos grandes maestros del antiguo derecho español y del derecho político de la época, ¿a quién se le ocurrió hacer sobre esto la menor objeción?

Por otra parte, hay que considerar que dividida España en muchos Reinos, en muchas Monarquías distintas, cada una con su derecho político, la historia de España puede decirse que arranca, sobre todo la historia dinástica, la de la Monarquía verdaderamente hereditaria, desde la reunión de los Reinos de Aragón y Castilla en don Fernando V y doña Isabel la Católica y, por consiguiente, éstos son los precedentes que hay que aplicar a la cuestión monárquico-constitucional.

Y en cuanto a su enlace con los elementos constitucionales de los últimos tiempos, necesario es también llamar vuestra atención.

De toda esta discusión ha resultado claro como la luz del día y resultará más de las discusiones especiales que puede haber aún, que la Constitución de 1869, aparte de haberse hecho sin el concurso de la Corona, lo cual para una gran parte del país implicaría un vicio de nulidad, aparte de esto y para no entrar en esta cuestión ni poco ni mucho, había sido formalmente derogada por unas Cortes que tenían la misma autoridad que las de 1869. Que la Constitución de 1845 había dejado de ser, aunque de hecho; que por consecuencia, el principio hereditario y la familia real española debían considerarse en el extranjero, por hechos de fuerza, completamente reducidos a sí mismos, con la obligación sin duda de entenderse con la Nación para verificar otra vez el feliz consorcio que se ha verificado; pero sin la de cumplir ningún determinado texto constitucional. Y considerando a la familia real en si misma, su derecho tenía que arrancar de los derechos de familia, sus precedentes de los precedentes de familia, y no había más precedentes que el de Felipe V y Carlos IV. Dentro, pues, de la familia, la abdicación tenía todos los caracteres de legalidad que habían tenido las abdicaciones de sus antecesores. ¿Qué faltaba? Faltaba el concurso de la Nación, para establecer aquí un completo régimen constitucional, un régimen normal.

¿Cómo se había de buscar ese régimen constitucional? Hubo un hecho en 1868 que había arrojado a esta familia de España, durante este tiempo se habían cambiado uno y otro régimen político y, en último término, se había venido a parar a una dictadura después de derogada la Constitución. Esa Constitución, además, como he dicho antes, no era reconocida por una grandísima parte del país, que la consideraba herida de un vicio de nulidad, y enfrente de esto se presentaban a la familia real, residente en el extranjero, hechos muy graves: se presentaba el hecho de que, durante ocho años, la Nación había vivido sin ella, sin la familia real, de que durante esos ocho años había habido aquí un régimen y otro reconocidos por la Europa; de que, durante esos años, el Estado había contraído obligaciones, había creado intereses. Y bien, yo pregunto a la Cámara, yo pregunto al país, como lo preguntaría sin vacilar a la historia seguro de su juicio imparcial: ¿es que no había aquí, por lo menos, una duda, un caso arduo de que habla la antigua ley recopilada? ¿Es qué no era éste un caso de confusión que reclamaba el concurso de las Cortes? ¿Es que había alguien que pudiera considerarse con poder bastante para resolverlo por sí solo?

Se ha hablado de derogación de la Constitución de 1845 por medio del manifiesto de Sandhurst. No; esto es completamente inexacto. El manifiesto de Sandhurst no hizo más que reconocer un hecho. La Constitución de 1845 cuando se escribió el manifiesto de Sandhurst no existía más que en el papel; y la cuestión es ésta: ¿había o no aquí una grave cuestión constitucional? ¿Había aquí una cuestión que resolver? ¿Y quién debía resolverla? Las Cortes, y las Cortes la están resolviendo. Porque, ¿quién ha negado hasta ahora a los señores Diputados el derecho de presentar, en uso de su legítima iniciativa, en forma de enmienda, toda la Constitución de 1845? Pues ese derecho le tiene cualquier Diputado que sea partidario del restablecimiento de esa Constitución, que sea partidario de que las Cortes declaren que es ésa la Constitución que debía regir a España; y de la propia manera hay aquí el derecho de presentar una enmienda o una proposición, según la cual se declare, que la cuestión constitucional debe ser resuelta por la Constitución de 1869.

Esas prerrogativas existen; no las ha atacado nadie; de esas prerrogativas pueden actualmente usar todos los señores Diputados.

Y al lado de esta posibilidad, perfectamente parlamentaria y reglamentaria, ha habido otra, que es imposible negar en doctrina por ningún hombre verdaderamente parlamentario y constitucional; es a saber: el derecho de la mayoría, el derecho del Gobierno que representa aquí esa mayoría y que con esa mayoría gobierna y con la confianza del Rey, a usar también de su iniciativa, de la iniciativa que no puede menos de tener y que no puede negarse a un Gobierno en un sistema parlamentario, que no puede negarse a la mayoría y a la minoría, para presentar no la Constitución de 1845 y de 1869, sino el proyecto que se discute. ¿Qué hay aquí, pues, señores Diputados? Una cuestión íntegra. ¿Qué hay aquí? Una cuestión absolutamente libre. La forma mayor de respeto que se ha prestado por ningún Monarca, y más aún, por una Monarquía tradicional y hereditaria al principio constitucional y hereditario. Estos son los hechos, tales como son considerados y tales como en parte, como era de su obligación, los ha engendrado el Gobierno en su propia esfera.

No ha habido, pues, motivo para oponer a esta teoría, que no niego yo que pueda ser controvertida, como lo son todas las doctrinas; no ha habido ciertamente motivo para que ningún monárquico ni para que los representantes de los partidos más liberales, hablen aquí ni de Cartas otorgadas ni de imposiciones de la Corona. No; cuando la Corona y el Poder Real, dan una tan grande y tan positiva y tan evidente muestra de su respeto profundo al derecho de la Nación, hay si cabe menos pretexto que el que había, para que apelando como se ha hecho a torcidas interpretaciones de la historia, o a sofismas vagos, o engendrando teorías que más curiosas, o soñando políticas y principios que ningún tratadista ha traído al terreno de las verdaderas discusiones políticas, hombres que se titulan muy monárquicos, y muy conservadores, hayan querido manosear el principio hereditario, discutiendo con tanto encarnizamiento la cuestión de la abdicación de la Reina Isabel. Sería menester que nuestro error fuera tan claro como la luz del día y nuestro principio fuera tan funesto; sería preciso que se interesara en esto el orden social todo entero; sería preciso todo lo que no lo es para justificar, ni de cerca ni de lejos, que en punto a materias que deben ser un sagrado para todos los monárquicos, se secundara la idea de las oposiciones, de perturbar las conciencias vacilantes, ya que otra cosa no se pueda hacer.

Pero se ha negado aquí todo, señores; y en esta discusión, más que en otra alguna, a pesar de la grande revolución que acaba de pasar, y cuando las revoluciones, ya que no otra cosa, se sabe que suelen ensanchar los horizontes de la política, he aprendido lo que influye la rutina, la simple rutina sobre los acontecimientos. Se ha pretendido que era un medio perfectamente constitucional y parlamentario el que siete Diputados nombrados indudablemente con consejo del Gobierno, desde el punto y hora en que el Gobierno disfruta la confianza de la mayoría, se encerraran en una habitación de este Palacio por cuatro, seis u ocho días, y oyendo al Gobierno y siguiendo, puesto que eran de la mayoría, probablemente, los consejos del Gobierno, redactasen un proyecto constitucional y lo sometieran a la deliberación de las Cortes. Que esto era perfectamente constitucional; pero que no lo era el que el Gobierno oyese antes el mayor número de hombres políticos que podía convocar y reunir, que hiciera que todos esos hombres políticos nombrasen una comisión en que estuvieran representados; que esa comisión trabajase largos meses, oyendo al Gobierno, y que luego, de acuerdo con él, y después de esta preparación, siempre superior a la que aquí, casi de improviso, podía hacerse, presentara de común acuerdo a la discusión de las Cámaras el proyecto de ley que se está discutiendo.

¿Qué es sino rutina, y apelo a lo que se ha visto hacer otras veces, sin saber por qué y sin razón de ninguna especie, lo que ha podido sugerir este género de argumento? ¿De cuándo acá están obligados, la mayoría y el Gobierno, a estudiar aquí y no traer estudiadas las soluciones que crean más favorables al bien del país? ¿De cuándo acá el gran concurso de personas para ponerse de acuerdo sobre principios, y el gran trabajo continuado constituye tarea de novelistas políticos, y es obra perfecta de legisladores reunirse aquí, sin saber a qué, presentarse aquí con una incógnita, nombrar una comisión que se retire por seis o por ocho días y que traiga resueltos de una vez todos los problemas constitucionales?

Digo, señores, que examinado esto con serenidad, parecerá aún a muchos de los que tales argumentos han usado, les parecerá a la larga imposible que hasta tal punto haya desvanecido su recto juicio la pasión política.

Pero se ha hecho a este sistema otra objeción, también bastante singular; se le ha hecho la objeción de que no se había logrado con eso una legitimidad común. Señores, para que se logre una legalidad común, lo primero que se necesita es el buen deseo de todo el mundo de venir a ella. No hay ningún procedimiento por medio del cual se pueda traer a una legalidad a los que estén de antemano irrevocablemente decididos a no aceptar concierto alguno con otros partidos. Yo desafío a quien quiera a que me enseñe el procedimiento para lograr esto.

¿Pero ha tenido este Gobierno, ni la mayoría que le apoya, el pensamiento de lograr una legalidad común, en un sentido absoluto? ¿Cómo pudiera ocurrírseles a hombres experimentados en el manejo de los negocios que habían de ser tales los partidos españoles, que habían de estar de tal suerte dominados por el patriotismo, que sacrificasen sus doctrinas, sus aspiraciones absolutas a ninguna legalidad común? El Gobierno no ha contado, ni podía contar absolutamente para nada con que concurrieran a esta legalidad común más que con su respeto, los que no aceptan la forma de gobierno monárquico-constitucional. ¿Cómo es posible hacer una legalidad común que pueda cubrir lo mismo a monárquicos que a verdaderos republicanos?

Yo sé que hay Constituciones que se han combatido antes de formarse acerbamente; Constituciones que se han procurado derogar tan pronto como se ha estado en posibilidad de derogarlas; Constituciones que se han declarado nulas y fatales para la Nación española, solemnemente y en documentos que andan impresos; y que pueden servir por mera estrategia en momentos dados para reunir y concertar voluntades, no con buenos, sino con malos fines.

Pero lo que no puede de ninguna manera concebirse, y menos realizarse, es que gentes que aspiran a cambiar la forma actual de gobierno puedan entrar en los principios de una legalidad común, con los que aspiren a defender y a sustentar para siempre esa forma de gobierno. Los que no son monárquicos constitucionales, los que prefieran las doctrinas de la Edad Media, ¿cómo han de caber en una legalidad común con los hombres de estos tiempos? De ésos los hay que han ido a combatir toda Constitución escrita, por medio de las armas, a las montañas de Aragón, de Cataluña y Navarra; de ésos los hay que, leales a la actual Monarquía, que adheridos completamente a la persona del Monarca, están de tal modo y a tal distancia de lo que todos los demás entendemos por Monarquía constitucional, que es imposible de toda suerte entenderse con ellos. Pero ¿teníamos nosotros el derecho de excluirlos de antemano? Nosotros, ni queríamos ni debíamos excluir de la legalidad común más que a los que voluntariamente quisieran excluirse. Lejos de nosotros el deseo de que nadie quedara excluido; yo lamentaba, como lamento ahora y lamentaré profundamente, toda exclusión, aunque esa exclusión sea voluntaria. Nosotros convocamos el mayor número de elementos posibles; nosotros convocamos a todos aquellos que parecía que podían venir a constituir con nosotros la Monarquía constitucional; a todos aquellos que no con nuestros mismos principios, pero con principios afines, podían cooperar a la obra, al fundamento definitivo de la Monarquía representativa. ¿Se excluyeron algunos por tal o cual razón? ¿Creyeron algunos que bastaba un mero artículo de una Constitución política para separarse por entero después de aceptado el resto? No es culpa nuestra. De todas suertes, tuvimos entonces, como tenemos ahora, el propósito sincero de que la discusión y aprobación de la Constitución que se discute abriese el campo a todos los que sinceramente profesasen el principio de la Monarquía constitucional, les abriese las puertas del Poder y tuviesen abiertas desde ahora las de la influencia y del porvenir de nuestra Patria.

No ha dependido hasta aquí de nosotros, no ha dependido de nuestra voluntad, si bien podemos haber cometido errores involuntarios; no dependerá a la hora presente, no dependerá en el porvenir, el que todas las fracciones verdaderamente monárquico-constitucionales no quepan dentro de una Constitución y una Monarquía común, dentro de la cual todos puedan turnar en su tiempo y hora, todos puedan plantear su sistema político, todos puedan influir en pro de los intereses de la Nación. Esto hemos pretendido, esto pretendemos, esto lograremos hasta donde alcancen nuestras fuerzas y el patriotismo de los demás. ¿Qué más se nos exige? ¿Qué más podemos hacer, cuando el patriotismo de otros nos niega lo que nosotros le pedimos?

Limitados a las escuelas monárquico-constitucionales en todos sus matices, hemos deseado, hemos procurado, estamos deseando y procurando y procuraremos hasta donde nos sea posible el establecimiento de una legalidad común, pensamiento que se conseguirá fácilmente, por poco que nos ayude el patriotismo de unos y la prudencia y la lealtad de otros.

Yo comprendo y respeto todas las posiciones políticas, no solamente la de aquellos que pertenecen a escuelas que tienen afinidades con mis principios, sino la de aquellos que, diferentes de mí en principios y en escuela, defienden sus aspiraciones, defienden sus ideas en el terreno pacífico de la discusión y de la ley.

Pero al mismo tiempo que profeso este respeto, al mismo tiempo que guardo el más profundo de que he dado muestras en mi larga carrera política, a las personas a las cuales no he ofendido jamás, la Cámara, el país entero, el mismo señor Castelar, que se quejaba hoy de ataques que llamaba personales, deben comprender que el Gobierno tiene inexcusables deberes que cumplir, dadas ciertas posiciones, dadas ciertas actitudes, dados ciertos propósitos que cortés y prudentemente se exponen, con una cortesía y una prudencia que yo aplaudo, pero que se intenta y acaso se logre que recorran todos los ámbitos de España y aun los ámbitos del mundo. Esos propósitos son graves, esos propósitos no pueden pasar inadvertidos para el Gobierno. Si esos propósitos se presentaran en forma directamente sediciosa provocando o amenazando la paz pública, no tendría para qué ocuparme de ellos; y no lo digo por ninguna especie de baladronada, que buena prueba de prudencia y de mesura ha dado en el ejercicio de la dictadura este Gobierno; pero ¡ay de los que intentaran perturbar la paz que a costa de tanta sangre y de tantos tesoros acaba de conseguir el país! Estoy seguro de contar para contrarrestarlos no sólo con la casi unanimidad de esta Cámara, sino con la casi unanimidad, con la verdadera unanimidad del país, excepto unos cuantos centenares de incorregibles y de miserables perturbadores. (Muestras de aprobación.)

Aquí tengo que combatir otra cosa, aquí tengo que combatir otras actitudes, actitudes más dulces, más seductoras e incontestablemente más peligrosas. No ha de ser el que aprenda el señor Castelar; es preciso que también aprendan los hombres conservadores, que aprenda esta Cámara, que aprenda el país entero algo, y ese algo es lo que S. S. está representando, sin quererlo tal vez, en esos bancos.

No saldrá de mis labios, no podría salir aunque quisiera, ¡cómo había de salir!, ninguna palabra ofensiva para el señor Castelar, no ha salido jamás de la mayoría, que tiene para S. S. toda clase de consideraciones. ¿Sabe S. S. por qué? Por ese título de la dictadura que con tanta razón ha alegado esta tarde. Continuará S. S. en esos principios, continuará defendiendo la dictadura en lo que tenga de necesaria en el presente y en el porvenir y S. S. continuaría mereciendo la estimación que ha merecido hasta ahora. Pero la posición de S. S. en esta Cámara no es ésa y esa posición es menester examinarla y juzgarla; y es menester que al mismo tiempo, según antes indiqué, que S. S. aprende tanto y quiere enseñarlo a ciertas fracciones políticas, aprendan todos a oír a S. S. con la desconfianza inmensa, absoluta, que merece, no su intención, sino su palabra.

¿Qué está representando S. S. ahí? Cierta democracia, que S. S. no ha pronunciado más que esta palabra, yo le felicito por ello y no será otra la que yo emplee para contestar a S. S. Pero ¿qué es lo que S. S. representa ahí en medio de la democracia? Si todavía representara el inmenso movimiento social de nuestros tiempos, si todavía representara el movimiento del proletariado y de las clases más numerosas de las sociedades humanas, que destituidas de Dios por el excepticismo de los tiempos y destituidas de las obras de caridad cristiana por el viento arrasador de las revoluciones, han vuelto los ojos, como materiales que son al cabo y seducidas por los apetitos materiales, al socialismo...; pero no, de ninguna manera: S. S. nos ha dicho que no. Su señoría, pues, no representa ni puede representar al cuarto Estado que en ningún tiempo de la historia (y S. S. la conoce bastante bien para no oponerme una afirmación a ésta que yo hago en este momento) se ha contentado meramente con derechos; y si se ha contentado con derechos ha sido para venderlos en las plazas de la Grecia y en otras plazas menos clásicas.

¿Quiere S. S. el mejoramiento de cuarto Estado? Su señoría no le quiere, ni puede quererlo. Su señoría dice que lo quiere, pero propone para ello, yo se lo he oído aquí bien, medios completamente insuficientes, medios completamente triviales, y sólo triviales, porque no hay otros, que si los hubiera los alcanzaría el gran entendimiento de S. S. El señor Pi y Margall los proponía y cuando no los proponía los sentía y desde la cabeza del señor Pi y Margall a las frentes de las turbas, que indudablemente le seguían y le seguían hasta el fin con más fe que a S. S., había una corriente eléctrica que les decía: «Si este Ministro republicano no os hace compartir desde este punto y hora algo de la riqueza de las clases acomodadas, es que no ha llegado el tiempo, pero ése es su pensamiento latente y seguro». Cuando el señor Salmerón estaba al frente del Gobierno republicano, ya había algo más, había principios de ejecución que daban a las muchedumbres el convencimiento, la certidumbre de que el día de su definitiva victoria, que el día de la victoria, con que el señor Castelar sueña, algo se daría a los que no tenían nada de lo mucho que otros tienen; que de alguna manera se consagraría la materialidad del derecho que, como ha reconocido muy bien el señor marqués de Sardoal, no puede andar siempre por las nubes, sino que tiene que encarnarse en esta mísera humanidad en hechos materiales; comprendían y conocían, en fin, que aquélla era la verdadera democracia, no la democracia puramente individualista que ha estado en todos tiempos a merced de los Césares, que ha vendido siempre sus derechos, que los ha vendido más que a nadie a los tiranos y que ha comerciado con ellos en todas las Repúblicas de la Grecia y en todos los tiempos en que le ha sido dado intervenir en la historia.

Si S. S. hubiera tenido algo que ofrecer a esas turbas para atraérselas, lo que si S. S. fuera verdadero representante de la democracia tendría absolutamente que defender, era algo más práctico y concreto, era sustraer al proletario de las durezas de la ley económica de que no le puede sino libertar, aliviar en alguna parte, más que la firmeza del orden social la estabilidad y la permanencia de los poderes públicos y el influjo de la religión positiva y revelada.

Inútil sería que yo me extendiera más de lo conveniente en este debate ni que el señor Castelar tratara de replicarme. Cuando el señor Castelar no ofrece a la democracia sino el derecho a formar sociedades cooperativas y la libertad del trabajo, dejando a su lado libre, absolutamente libre la concurrencia y manteniendo el capital creado por la tradición y por la historia en manos de los que lo han acumulado o lo han heredado, el señor Castelar no ofrece a las democracias absolutamente nada que les sea apetecible y que estén en el caso de desear. Y de aquí el grande aislamiento de S. S. en medio del partido republicano. Tiene sobre sí, y lo tiene legítimamente, a los señores Pi y Margall y Salmerón, los tiene hoy y los tendrá siempre, porque ésos poseen fórmulas verdaderamente democráticas, cuando S. S., si las tiene, es de la manera que ahora voy a decir.

Ayer nos expuso el señor Castelar, con el titulo modesto de lecciones, lecciones por él recibidas, todo su programa político. ¿Cuál es este programa político en relación con la democracia? Es ni más ni menos que el programa político del presente Gobierno y de otro que sea mucho menos liberal que el presente Gobierno lo es hoy. Mucho ejército, mucha Guardia Civil, muchos carabineros y, por consiguiente, muchas aduanas. (El señor Castelar: Muchas aduanas, no.) ¿Para qué carabineros sin aduanas?

Mucho ejército, digo. (El señor Castelar: Eso sí.) Es verdad que S. S. decía antes que se convirtiera a la democracia a que ahora está convertido, que el ejército y la libertad estaban en razón inversa y que a medida que había más soldados había menos libertad, y que a medida que había más libertad, menos soldados. Voy a refrescar la memoria del señor Castelar con algunas de sus frases, porque al parecer le hace falta este recuerdo.

Veamos varios párrafos del discurso pronunciado por S. S. en la sesión de 23 de marzo de 1870, tratando de la cuestión de reemplazo del ejército.

«La idea de que la sociedad moderna necesita un ejército muy numeroso, se parece a la idea que tenían los griegos y los romanos de que la sociedad antigua necesitaba una numerosa esclavitud.»

Tenemos aquí el símil, la comparación de la institución del ejército con la de la esclavitud que entonces hizo S. S. y de la que yo espero que esté ahora grandemente arrepentido.

Pero añadía S. S.:

«Señores, conozco un axioma en política (frase harto modesta, el único axioma político de S. S.; todo lo demás serían opiniones, creencias, pero axiomas, no; porque el señor Castelar en 23 de marzo de 1870 no conocía más que uno que era éste sencillísimo): donde quiera que hay mucho ejército, hay poca libertad; donde quiera que hay mucha libertad, hay poco ejército».

¿Era esto lo que yo afirmaba?

Pero ya que estoy con estos antecedentes en la mano, leeré algunos otros pensamientos del señor Castelar sobre el ejército, pensamientos dignos de ser recordados como suyos, aun cuando quizá le conviniera ahora a S. S. atribuirlos a otros.

«El ejército forzoso, no lo quiero nunca, en ningún caso; yo no lo quiero nunca para ningún pueblo y menos que para ningún pueblo, para España».

«El ejército voluntario lo prefiero al ejército forzoso; pero tampoco lo quiero.»

«¿Sabéis cuál es mi ejército? El ejército de ciudadanos, etc. etc.»

Es decir, la supresión del ejército y su reemplazo por los ciudadanos pacíficos. (El señor Castelar: Lo que hay en Prusia.)

¿Es voluntario lo que hay en Prusia? ¿No es forzoso? Precisamente es el servicio militar más obligatorio que se conoce.

Otro pensamiento final sobre el ejército:

«La sociedad antigua, esa sociedad guerrera, llegó a la disolución por sus esclavos. La sociedad moderna, esta sociedad industrial, llega, señores, a otra disolución, a una disolución económica por sus soldados».

«Una democracia como la española no ha menester para nada de la fuerza, porque si tiene un gran ejército, si tiene mucha fuerza, lo que prueba es o que su emancipación es mentira o que su Gobierno es un Gobierno de conquistas».

De manera que, bajo cualquier aspecto que se examinen las doctrinas del señor Castelar sobre el ejército, hay que convenir en que así como en otro tiempo su único axioma era que no debía haber ejército; ahora la mayor de sus lecciones, quizá la que las encierra todas, es que haya muchísimo ejército. ¿Cómo se explica una transformación tan grande y en tal materia por parte del señor Castelar? Evidentemente, el señor Castelar ha renunciado ya a la democracia filosófica, a la democracia absoluta; evidentemente, el señor Castelar confía al señor Pi y Margall y el señor Salmerón, de quienes voluntariamente se ha declarado aquí enemigo irreconciliable, la defensa de las antiguas, de las genuinas, de las eternas aspiraciones de las muchedumbres en la humanidad.

Su señoría desconfía de todo lo que es la democracia moderna bajo el punto de vista de la ciencia y bajo el punto de vista de la economía política y se queda con otra democracia que necesita muchísimos soldados y muchísimas contribuciones y muchísimos guardias civiles (y esto se comprende) (risas) y muchísimos carabineros. Y esta democracia, como he dicho, es la misma que puede dar y que da este Gobierno, la misma, menos el Poder permanente.

Por manera que ya tenemos la fórmula: para el señor Castelar no hay más democracia que la forma de gobierno; con los poderes electivos está realizada toda la democracia del señor Castelar, absolutamente toda. Ya ha avanzado un paso más, aunque reconozco que en esto es consecuente consigo mismo; porque cuando, según sus declaraciones, ofreció al partido radical abandonar los derechos individuales, con tal que le dieran la República, se ve que germinaba ya esta idea en el ánimo del señor Castelar.

Es verdad que al dar cuenta a las Cortes de tal ofrecimiento añadió: «Esto lo dije para fundar en ello mi política de benevolencia a la Monarquía de don Amadeo de Saboya, con la cual maté aquella Monarquía». ¿Y no teme el señor Castelar que inconscientemente su benevolencia, si se pudiera realizar de alguna manera, matara ahora el ejército? ¿No teme el señor Castelar que esa benevolencia de que se ha envanecido otras veces, matara aquí definitivamente el orden social? ¿No teme el señor Castelar que convirtiera a España en un Cartagena general y permanente, al cual no tuviera S. S. que oponer en un momento crítico más que el recurso de retirarse honradamente de este banco, sin continuar defendiendo el orden social, ni defender tampoco el Poder, y lanzando acusaciones como las que lanzó S. S. en otro tiempo sobre los que valientemente le salvaron?

Pero es imposible, es completamente imposible separar la vista de esta democracia del señor Castelar. Aun cuando ha hecho aquí S. S. declaraciones que honran su modestia, sé yo y he visto, por la impresión que ha causado, que no tiene que aprender de Francia ni de ninguna parte y que, por el contrario, puede más bien enseñar. El sueño ideal, al parecer, del señor Castelar consiste en una democracia que tenga ejércitos numerosos, numerosísimos como Francia y en que se paguen muchos, muchísimos millones como Francia paga.

Este ideal, no será nunca el ideal de nuestro pueblo, bastante debilitado, bastante desangrado, bastante empobrecido por la guerra civil, engendrada en las antiguas doctrinas del señor Castelar. Pero tampoco puede ser el ideal de ninguna otra Nación de Europa. No por el puesto que ocupo en este momento, aunque no lo ocupara, por un íntimo convencimiento profeso el respeto más profundo y más sincero que pueda profesarse al ilustre general que preside los destinos de la Nación vecina. Creo, sin embargo, que esa Nación a pesar de la honradez insigne de ese general, a pesar de su verdadera gloria, a pesar de su lealtad, a pesar de que no simboliza en Francia sino el orden social y el honor militar y que no representa ninguna bandería política, a pesar de todo esto, creo, repito, que no ha llegado a una situación que pueda servirnos de ideal. Y no traeré aquí a la memoria hechos propios, que aunque los hubiera no los había de traer, sino que recordaré que hay naciones que hablan nuestra lengua y por las venas de cuyos habitantes corre la misma sangre, en quienes se ven hace años representadas tales aspiraciones por la más inmunda de las formas de gobierno, por el caudillaje. (Bien, muy bien.)

¡Qué democracia, señores! Una democracia con muchos soldados y mucho presupuesto, que teniendo muchos soldados y no habiendo un monarca que esté sobre los soldados y los que no lo son, que no habiendo un Poder permanente superior e imparcial sobre todos, tiene que encomendarse a un general. ¡Qué fondo de doctrina, que aspiraciones, para una Nación tan harta como la nuestra de guerra civil!

El señor Castelar ha sido hasta ahora instrumento inconsciente del federalismo, del socialismo y de la demagogia, que informaba su elocuencia admirable y que se servía del candor con que S. S. profesa las doctrinas sin ponerlas en relación con los hechos prácticos, para traer a este país en nombre de la República las que son verdaderas consecuencias de los principios de la democracia: los sucesos de Alcoy y Cartagena y la anarquía de que felizmente nos salvó el general Pavía.

Pero cuide el señor Castelar que el porvenir no le reserve, aunque todo quede en aspiración, porque de otro modo tenga la profunda convicción de que no podrá ser, aunque lo intente; cuide el señor Castelar de que no le reserve la historia el papel de instrumento ciego de la ambición de algún caudillo y del régimen infame que tanto tiempo ha asolado a la América española (Grandes aplausos.).

Entonces, así como S. S. nos revela hoy ya las lecciones de su experiencia, por lo que toca a los verdaderos demócratas y a los verdaderos republicanos; entonces, digo, S. S., que ya ha subido esa dolorosísima pendiente, tan dolorosa sin duda como la del Calvario, porque un calvario es el abandono de todas las creencias, tendría que bajarla con no menos dolor, maldiciendo a los caudillos, que en lugar de libertad, le habrían dado la más miserable, la más absurda, la más funesta de las soluciones políticas. (Bien, bien.)

Pero de todas maneras, señores, ya habéis oído a todos; ya sabéis de boca del señor Castelar que va a quedarse solo en la verdadera democracia, porque es individualista, porque no quiere de ninguna manera atender a las miserias y a las privaciones del pueblo, porque defiende lo que las muchedumbres socialistas y comunistas llaman privilegios de los ricos, porque defiende las grandes contribuciones y ejércitos; pero que ya que así se ha quedado, nos ofrece, en cambio, de una manera florida, de una manera elocuente, de una manera seductora, el porvenir de la Patria de Rosas, el porvenir de la Patria de Santana, el porvenir de una Nación constantemente sometida por las revueltas y vaivenes que libran constantemente los puros representantes de la fuerza, a un nuevo género de barbarie. Porque si no fuera esto, si hubiera alguno de esos caudillos que tuviera bastante genio y a quien el señor Castelar le pudiera comunicar su ilustración y su entendimiento para llegar a dominar a sus iguales, en ese caso nos traería al César; al César que han traído siempre los demócratas a la manera de S. S. (Grandes aplausos.) Ved, pues, señores Diputados, para concluir este debate, ved, pues, el dilema político que se os presenta.

Pensad que mientras que los pueblos os están pidiendo que remediéis grandes males causados por las utopías y las exageraciones políticas de otro tiempo, que mientras venís todos llenos de quejas que dar a la representación nacional, que mientras venís todos llenos de heridas que curar, llenos de enfermedades que aliviar en vuestras provincias y en vuestros municipios, aquí se levanta un hombre insigne, que si hoy se arrepiente de ser la causa de tantos males, nos ofrece otros, no iguales, sino mucho mayores todavía; pensad que estamos aquí gastando el tiempo en cuestiones, a veces puramente teóricas, otras veces no tan teóricas como parece, pero que cuando esconden algo, esconden el germen de nuevos males, como tal vez lo esconden los últimos discursos del señor Castelar; y que al mismo tiempo que eso acontece, y que en estas Cortes se pretende renovar y dar aún más triste forma a los quebrantos de la Patria, llaman los acreedores a nuestras puertas, cubriendo nuestros rostros de vergüenza, porque todavía no podemos ocuparnos de desarrollar la riqueza pública, porque no podemos ocuparnos aún de rehacer la Hacienda pública, y de darle a este país los medios de restablecer su honor y su crédito.

Pensad que mientras que todos los que hemos pasado por el Poder, y lo digo con profunda sinceridad de conciencia en la que estoy seguro que el señor Castelar también me acompaña, pensad que cuando todos los que hemos pasado por el Poder en esta Nación, tan débil hoy cuanto grande ha sido en otros tiempos, no podemos menos de recordar con dolor la situación que tenemos ante el extranjero y la debilidad y la impotencia que nos ha hecho ceder algunas veces en lo que no debíamos, como el señor Castelar y yo sabemos; y cuando tanto el país necesitaría desarrollar su genio y su trabajo para enriquecerse, para fortalecerse y para levantar otra vez su frente honrada y altiva en Europa, todavía se nos proponen otros ensayos políticos, ¡y qué ensayos!, con el peligro grande de que se equivoque otra vez el señor Castelar. (Bien, bien.)

Permitidme que concluya, señores Diputados: estoy fatigado y sin duda alguna lo estáis también vosotros. (No, no.) El Gobierno no se ha propuesto al apoyar la forma con que se ha presentado la discusión de este artículo, sino lo que ha logrado. No se ha propuesto, porque, al fin y al cabo, se compone de hombres bastante expertos en la cosa pública y en los debates parlamentarios, no se ha propuesto crear un sistema de discusión que impidiera los debates; y en efecto, no los ha evitado. Habéis visto que la discusión ha sido tan amplia, tan libre, como se hubiera podido imaginar, por mucho que sobre la materia se imaginase. Lo único que se proponía el Gobierno era apresurar este debate; lo único que se proponía era que saliese pronto de las Cortes el fondo de legalidad común creado por todas nuestras Constituciones monárquicas y que, una vez votado por las dos Cámaras, debe ser y considerarse como axiomático por toda la escuela constitucional. Y al sacarle, se proponía precisamente lo contrario de lo que la actitud política del señor Castelar nos ha revelado. Se proponía llamar vuestra atención, Diputados modestos, que no formáis vuestro orgullo en la profesión retórica, como tal vez todos los que de ordinario tomamos parte en estos debates, sino que traéis aquí honradamente las exigencias públicas que conocéis de cerca, sobre la necesidad y la conveniencia de que tengáis pronto ocasión de debatir vosotros también, y de que se os oiga en este recinto, por manera, que esta tribuna no esté constantemente reservada para hacer de ella una especie de teatro, donde no se controviertan más que principios vagos o catástrofes pasadas y futuras. (Grandes aplausos.)