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ArribaAbajoProyecto de Constitución: Artículo 11, Cuestión religiosa

DSC de 3 de mayo de 1876


El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Como de costumbre, señores Diputados, aunque siempre en cumplimiento de mi deber, me veo forzado a usar de la palabra esta tarde, cuando menos lo pensaba.

El discurso que acaba de pronunciar el señor conde de Toreno debía dispensarme por sí solo de la primera tarea que hubiera podido proponerme, que era poner en su punto las cosas respecto del estado actual de los partidos políticos; y hubiera yo podido guardar el silencio que deseo guardar siempre, para no hacer interminables por mi parte los debates de la Cámara, cuando lo consiente mi deber y las circunstancias lo toleran. Pero el discurso del señor Álvarez que, más que un ataque doctrinal al artículo que se discute, ha sido una impugnación a las opiniones del Gobierno respecto de esta materia, no me permite ya guardar silencio, ni me lo hubieran permitido tampoco de todo punto las alusiones que se me han hecho y a las cuales acaba de referirse el señor Pidal.

Voy a comenzar, señores Diputados, por lo que tiene mucha menos importancia para todos vosotros y para mí principalmente; voy a empezar por tratar de la cuestión personal.

No es que a mí, como ha dicho el señor Pidal, con desusada benevolencia, no es que a mí me sobre facilidad para salir de situaciones que son difíciles; lo que hay, es que no conozco situaciones difíciles respecto de mis antecedentes; lo que hay es que, examinados mis antecedentes con detención y analizados con recta conciencia, son ellos tales, que desafían todo género de interpretaciones, como pudiera con buena fe reconocer el mismo señor Pidal, después de oírme.

Las palabras a que el señor Pidal se ha referido son, si no las primeras, de las primeras que yo he pronunciado en mi ya ciertamente larga vida política. Pronunciélas combatiendo el principio de la soberanía nacional en las Cortes Constituyentes de 1855, tal y como lo entendía el antiguo partido progresista, empleando los mismos argumentos y tomando los propios puntos de vista que he tenido la honra de sostener desde este banco en las discusiones anteriores. Entonces decía yo, sostenía yo, como he sostenido últimamente, que no eran los Reyes cosa distinta de las Naciones; que no era la Monarquía algo que estuviese fuera de las Naciones; que indudablemente no representaba a ninguna Nación por sí sola; que era parte, que era oficio, que era miembro de su Nación; pero que la dificultad toda entera estribaba en el modo de investigar y conocer la voluntad nacional; y que no podía reconocer en aquellas Cortes, como no reconoceré en ningunas, en un momento transitorio de la historia, autoridad bastante para representar ellas solas la voluntad de una Nación, dándola como título y razón suficiente para alterar y transformar por completo sus instituciones fundamentales.

Esta teoría defendía yo frente a frente del señor Olózaga. El señor Olózaga, en un discurso vehemente y elocuentísimo, como todos los suyos, defendía su opinión favorable a la soberanía nacional, tal como la entendían los progresistas. No se había tratado aún en aquella Cámara, ni había para qué, ni de unidad religiosa ni de tolerancia o libertad de cultos; se estaba en el primer artículo de la Constitución y, por consecuencia, no se había podido llegar a esto todavía; y estando en este debate, frente a frente el señor Olózaga y yo, el señor Olózaga en toda la plenitud de su gloria y de su elocuencia, y yo en la pequeñez de un estudiante que acababa de abandonar las cátedras, el señor Olózaga, en defensa de su tesis, sostuvo que el derecho de la Reina doña Isabel II al Trono de España procedía de la soberanía nacional, y llegó a decir, según demuestran las páginas de este libro, El Diario de las Sesiones, para probar su tesis, que sólo la soberanía nacional podía haber dado los derechos que tenía la familia Real de España, destruyendo los de los inocentes hijos de don Carlos.

Estaba a la sazón empezando una insurrección carlista; se estaban regando en aquellos instantes con sangre los campos de Aragón, porque pocas represiones ha habido ni más violentas, ni más duras, ni más legítimas, que la que entonces se empleó con la rebelión carlista; y al observar yo que aquel hombre de antigua experiencia, que aquel hombre de gran elocuencia y reputación, llevado del calor de la discusión llegaba, en apoyo de su tesis, a lanzar hasta frases y expresiones de que podían aprovecharse los carlistas, me levanté y empecé mi discurso con la frase que se ha repetido hoy. Yo no esperaba, al empezar mi carrera política, al levantarme por vez primera a defender una tesis política, oír de labios de un hombre tan eminente como el señor Olózaga palabras que equivalían a hacer política carlista. No discuto ahora, ¡qué he de discutir!, la justicia con que hice yo esa indicación; yo la retiro en este momento, delante de la sombra del hombre ilustre de quien me estoy ocupando; mas tengo que recordarla únicamente para restablecer los términos del debate y el concepto exacto de mis palabras. El señor Olózaga reclamó en el primer instante desde su banco; quejándose de que le hubiese acusado indirectamente de hacer política carlista, y entonces yo hice una enumeración de todo lo que en aquel momento podía constituir una tal política. La enumeración fue ésa que el señor Pidal, que es verdaderamente muy hábil, sobre todo para sus cortos años, ha tenido por conveniente cubrir con un etcétera que, sin la voluntad de S. S., es tan pérfida como todos los etcéteras que de ordinario se ponen en las citas políticas. (El señor Pidal pide la palabra.) No he tratado de ofender en lo más mínimo las intenciones de S. S.

Digo que cuando se hace una cita política debe hacerse completa; yo sostengo que no hay derecho jamás para hacer a medias esa clase de citas; yo declaro que todos los ataques que se me han dirigido, tanto fuera de esta Cámara como dentro de ella, menos dentro de esta Cámara, porque a lo menos aquí estoy para defenderme; que todos los ataques que se me han dirigido fuera de esta Cámara se han basado siempre en citas incompletas y, por consiguiente, falsas, porque todo lo incompleto es falso en materias y cosas intelectuales.

De ahí que el no citar más que lo que conviene y no lo demás, es una perfidia que yo puedo reconocer hasta cierto punto lícita; y si el señor Pidal no quiere que la llame perfidia, la llamaré estratagema, la daré un nombre militar que la ennoblezca; pero, en fin, es algo, que no es la rectitud del debate.

A las veces se hace esto sin mala intención. El señor Álvarez, cuya rectitud no tengo que alabar ni que encarecer, porque ella sola se encarece y se alaba, la ha cometido conmigo sin pensarlo al citar un texto que he de leer también completo, y entonces no cabrá la menor duda de que S. S. ha entendido mis palabras en un sentido contrario al que realmente tienen. La contestación mía completa al señor Olózaga es la siguiente:

Había dicho el señor Olózaga: «Pido la palabra para una alusión, y que se escriban esas palabras».

La alusión consistía en ver quién, en aquellas circunstancias de rebelión carlista, hacía política carlista o política que podía ser favorable al partido carlista. Yo contesté al señor Olózaga explicando las palabras que quería que se escribieran, lo que va a oír la Cámara:

«Puesto que el señor Olózaga ha recogido la alusión, tendré que decir algo sobre lo que de otro modo no hubiera hecho sino indicar ligeramente. Hay aquí opiniones, hay exigencias a las cuales se ha unido, involuntariamente sin duda, el señor Olózaga, que merecen el nombre de política carlista. Pone en duda la Monarquía. (¿No acababa de ponerse efectivamente por una votación que recordarán los señores Diputados?) Poned en duda la Monarquía; poned en duda la unidad religiosa, poned después en duda los fueros de algunas provincias, los intereses de otras; defended luego la disolución del ejército; dudad por último de la legitimidad de la dinastía, de la legitimidad, tal como la entiende una gran parte del partido monárquico; venid a decir que esa legitimidad está en el Pretendiente, en el conde de Montemolin, y decidme: ¿qué más podría hacer un carlista si se sentara en los bancos de las Cortes?»

Señores, ¿era esto venir a profesar aquí, con esta ocasión y en esta forma, el principio de que todos los que fueran contrarios a la intolerancia religiosa eran carlistas? ¿Puede haber nadie que de buena fe entienda eso? ¿Necesito esforzarme para probar que en estas palabras no hay nada que signifique cosa semejante?

Pero si yo interrumpí al señor Pidal y le dije que mis palabras no tenían tal sentido, ni nada que se pareciera al sentido que S. S. les da, no le interrumpí, por cierto, para negar la cosa en sí, sino para dar a entender a S. S., y dar a entender a cualquier otro señor Diputado, el peligro que hay en tomar palabras al vuelo, sin mucha reflexión y viendo únicamente lo que en ellas pueda haber con que mortificar al adversario, traerlas al debate. Por esto, y tan sólo por esto, fue por lo que hice yo esa interrupción, y por lo que, en cierto modo, provoqué a S. S. a que trajera aquí el texto.

Por lo demás, ahora voy a decir al señor Pidal una cosa, que sin duda no sabe, cuando no la ha recordado para mortificarme, si es que quería con esto mortificarme.

Ha de saber el señor Pidal que yo defendí en aquellas Cortes la unidad religiosa, pero no con la fórmula enunciada en estas palabras, que no se me ocurrió siquiera, ni venía al caso, sino que la defendí votando la enmienda del señor Jaén, Diputado progresista, por más señas, y muy progresista. Esta enmienda del señor Jaén, que yo creo recordarán todos los señores Diputados que estuvieron en aquellas Cortes y se hallan presentes, fue la enmienda más restrictiva que en materia religiosa se presentó a las Cortes Constituyentes de 1854 a 1856. Yo no hablé sobre la cuestión porque nunca he sido dado a hablar muchas veces; lo había hecho ya sobre otra y no quise hacerlo sobre ésta, para evitar a las Cortes un nuevo discurso mío; pero hice lo que podía y debía hacer: voté la enmienda del señor Jaén.

Y paso ahora, y llego como por la mano, a la segunda cita, a la cita del señor Álvarez. En esa ocasión empecé yo por decir lo que era y es una verdad; que durante mucho tiempo yo he sido partidario de la unidad religiosa, de la intolerancia religiosa. ¿Qué necesidad tiene de que se le recuerden antecedentes, un hombre con la ingenuidad, con la formalidad bastante para decir lo que ha hecho, siempre que ocurren casos como éste? Durante mucho tiempo (son las primeras palabras que pronuncié), durante mucho tiempo he profesado este principio, que sin duda alguna profesaban en 1855 el señor Sagasta y el señor Olózaga, porque una de las cosas que demuestran si necesitara demostración, que aquellas palabras no tenían el sentido que el señor Pidal las ha querido dar, es que el señor Olózaga era a la sazón partidario acérrimo de la intolerancia religiosa, de la unidad católica. Dirigiéndome pues a quienes profesaban el mismo principio que yo sobre ese asunto, mal podía aludir con aquellas palabras a los partidarios de la tolerancia religiosa, y por esto no hacía más que tratar de la cuestión política y decir: cuidado, señores, que con todo lo que en conjunto hacéis, se va a encender de nuevo la guerra civil. Porque siendo el señor Olózaga partidario en aquel tiempo de la intolerancia religiosa, era inútil que le hubiera hecho el cargo que el señor Pidal ha creído encontrar en mis palabras. Lo mismo el señor Ríos Rosas, que el señor Sagasta, que el señor Olózaga, que yo... (El señor Sagasta: Nunca la intolerancia religiosa.) No trato ahora de discutir con el señor Sagasta: «unidad católica» creo que decían las palabras suyas que se acaban de leer. Pues como digo, hubo muchos hombres (me acuerdo del señor Heros y de otros muchos ilustres progresistas) que defendieron entonces la unidad religiosa. (El señor Sagasta: La base. - El señor Alonso Martínez: La base es producto de una enmienda que yo presenté.) Yo no doy importancia a este incidente. ¿Es o no cierto que los hombres más ilustres del partido progresista eran entonces partidarios de la unidad religiosa? ¿Es esto exacto o no? Porque es imposible recordar las palabras mismas que dijo el señor Heros, las que dijo el señor Sagasta y las que dijo el señor Olózaga; lo que sí recuerdo perfectamente es que el señor Olózaga defendió aquí, con otros muchos progresistas, la unidad religiosa.

¿Pero qué quiere decir esto, señores? Pues este argumento que aquí se hace, es la consagración más completa de la necesidad de aplicar siempre la política a las circunstancias. Cosas que los hombres políticos tal vez anhelan y apetecen, no pueden llegar a realizarse ni las realizan en un día determinado, así como otras veces los hombres políticos tienen que hacer cosas que quizá no apetecen ni desean, ni voluntariamente habrían hecho jamás. Esto no es más que continuar lo que ha sido siempre, lo que es y será la ley ineludible de los hechos y de la historia.

Estaba yo aquí en el año 69; y estaba casi solo dentro de ciertas tendencias políticas en aquellas Cortes; la opinión exigía como siempre la exageración de las oposiciones; exageración que cundía por todos lados y que llegaba hasta los corazones más tiernos, y hasta las voluntades más sensibles y las naturalezas más dóciles y más amables. Tal tendencia se extendía entonces de una manera tremenda por todas partes; era un título agradabilísimo para andar por el mundo, para recorrer la sociedad y brillar en muchas partes, el sostener las ideas más exageradas sobre algunas cosas pero principalmente en materias de religión. Quien más popularidad quisiera en ciertas regiones, y sobre todo en las regiones conservadoras en que yo vivía y a las que pertenezco, ése debía ser más exagerado en semejantes materias. Pero yo (permitidme decirlo, y no se me alegue luego que abuso del yo, que estoy pronunciando siempre el pronombre personal, pues que si a mí se me ataca y no a otro, de mí tengo por fuerza que hablar); pero yo, digo, tengo la fortuna de no haber rendido jamás tributo a las corrientes irreflexivas de las muchedumbres, aunque esas muchedumbres estén en las clases más elevadas de la sociedad. Así es que desde aquel sitio, combatiendo con todas mis fuerzas y hasta donde supe y pude la Constitución de 1869, combatiendo el que no se declarara el catolicismo religión del Estado, como yo he querido siempre y sostengo ahora, pronunciaba sin embargo las palabras que voy a tener el honor de leer a la Cámara. Mucho siento haber de ocupar vuestra atención con palabras mías, desaliñadas, hijas de la improvisación, que suelen acompañar también, por desgracia y no por fortuna, a todos mis discursos; pero no hay más remedio que molestaros, señores Diputados, con la expresión total de mi pensamiento religioso en 1869, cuando estaba desligado de compromisos, tenía enfrente de mí una Cámara hostil a mis ideas, y detrás de mí, la opinión sedienta de toda especie de exageraciones:

«Porque si dejamos caer, perecer la religión única que aquí existe (decía yo), ¿qué vínculo moral, qué lazo moral queréis que tenga con sus semejantes ese átomo individual que os he descrito, ese proletario legislador que antes os he dibujado, ese personaje anti-economista que no comprende de lo ajeno sino el deseo de poseerlo? ¿Con qué vínculo queréis ceñirle, con qué lazo pensáis atarle, si permitís o procuráis destruir completamente el sentimiento religioso, cuando vosotros los sabios, cuando vuestros más modernos maestros, cuando los más osados de los metafísicos no se atreven a borrar al Ser Supremo de sus libros; y aunque lo afirmen como una hipótesis, aunque lo presenten sólo como un momento de la especulación, aunque lo nieguen en la única sustancia, o le reserven un papel subalterno en el organismo general de la naturaleza, no se determinan, sin embargo, a relegarlo al olvido? Se lee el nombre de Dios aún, sea como quiera, en las mejores páginas de la filosofía contemporánea; se le nombra, se le repite delante de las clases ilustradas que pueden tener alguna idea de las especulaciones filosóficas: ¿y hay quien ya aquí quiera pasar una esponja y borrarle de la oscura conciencia de los ignorantes?»

Y algún momento antes había dicho:

«Durante mucho tiempo he deseado yo, y deseo en el fondo hoy todavía, el mantenimiento de la unidad religiosa; he creído siempre que era un bien para un país, y sobre todo si ese país está ya muy dividido por otras causas, el no tener al menos sino una sola fe y un solo culto religioso. Pero en cambio, señores, hace mucho tiempo también que profeso la opinión sincera, concreta, terminante, de que el tiempo de toda represión, de que el tiempo de toda persecución material ha pasado para siempre.

Yo no defiendo, pues, hace mucho tiempo, yo no defenderé ya jamás la intolerancia religiosa. A la Iglesia no la protegeré manteniendo la penalidad para los nacionales, que consigna aún en sus páginas el Código vigente.»

Cuando el señor Álvarez, con buena fe, me pedía precisamente esta tarde el restablecimiento de la penalidad del Código vigente, sin duda no tenía presentes tales palabras mías, porque no hay nada más contrario que estas mismas palabras, condenando la penalidad del Código vigente y la proposición de S. S. de que se restablezca semejante penalidad.

Pido perdón a toda la Cámara por haberla ocupado con un asunto que, después de todo, no merecía gran debate. Señores, yo tuve la franqueza de decir en un día solemne, ante el Senado de mi país, y siendo Ministro de la Reina, palabras que me han recordado después muchas veces, y de las cuales puedo enorgullecerme considerándolas como una profecía; dije entonces que en España había tres excepciones del Universo, y que era preciso que todos tuviéramos mucha prudencia no fuera que alguna de ellas la fuéramos a perder de repente, o de repente y de una manera fatal las perdiéramos todas. Estas tres excepciones eran la intolerancia religiosa, la esclavitud y la familia de los Borbones. Esto lo he dicho yo, siendo Ministro de la Reina, delante del Senado de mi país, sin que nadie se escandalizara y he añadido: cómo yo quiero conservar en mi país a los Borbones; cómo no quiero resolver la cuestión de la esclavitud en las Antillas de una manera insensata que pueda perder aquellas preciadas colonias; cómo no quiero que desaparezca de España el sentimiento religioso, pido para todo y a todos mucha prudencia, pido para todo y a todos transacciones; no quiero ninguna política absoluta y exclusiva que nos pueda llevar al cataclismo en que todos perezcamos. Pues bien, señores; no sólo yo, que ya en aquellos tiempos, y no desde el banco de los Diputados sino desde el propio banco ministerial, había tenido la franqueza, por no decir el valor, de hacer estas declaraciones previas y solemnes, sino cualquiera que en aquel tiempo o después de aquel tiempo hubiera defendido tenazmente la intolerancia religiosa, ha podido y puede ahora, como se ha demostrado aquí suficientemente esta tarde, respecto de otra clase de cuestiones y respecto de esta cuestión misma, rendir el debido tributo a la prudencia, al espíritu de transacción a la ley de la realidad y de las circunstancias.

¿De qué se trata aquí, señores? Hay varios puntos en deplorable confusión que es preciso se esclarezcan. En primer lugar, ¿es verdad que se trate aquí ahora de establecer la libertad de cultos o la tolerancia religiosa? ¿Es verdad que sea en este momento cuando vaya a tener solución de continuidad esa parte del hilo de nuestra historia? ¿Cómo se olvida que la libertad religiosa es un hecho que está realizado en España hace ocho años? ¿Cómo se olvida que esos ocho años de existencia de la libertad religiosa han creado dentro de España un hecho digno de examen más serio y más formal que el que se hace desde las regiones puramente teóricas? Si yo os trajera aquí en este instante, como se trajo en 1869 o en 1854, el problema de la interrupción de la intolerancia religiosa; si yo trajera aquí este problema, ya conocéis mi opinión, sería la de 1869; pero comprendería que otros señores Diputados, profesando distintas opiniones y encontrándose con absoluta libertad de pensar y de resolver, no me siguieran por tal camino.

Pero ésta no es ya una cuestión libre en ese sentido; ésta no es una cuestión libre, puramente teórica, puramente de doctrinas. Aquí se puede, y se puede legítimamente, sostener las opiniones más contrarias a la tolerancia religiosa y votarla sin embargo con una perfecta conciencia, porque no hay un solo publicista católico, porque no lo puede haber, que sostenga que siempre, en todo caso, se deba prescindir de los hechos para restablecer en todas partes, sin excepción y de cualquiera manera, la intolerancia religiosa. Esa cuestión es pura y simplemente una cuestión de hecho, no una cuestión de doctrina, tal como aquí está planteada. En todos tiempos esa cuestión como cuestión política y de derecho público que es exclusivamente, tiene mucho de cuestión de hecho, porque el derecho es inseparable de los hechos, como todo el mundo reconoce y yo mismo he tenido ocasión de decir otras veces; pero aquí no se trata de hechos que estén latentes en las costumbres y en la legislación de la Patria; no se trata de hechos que haya siquiera que estudiar de una manera erudita; aquí se trata de hechos que están patentes a los ojos de todos; aquí se trata del hecho grave, gravísimo, de que hace más de ocho años que toda la legislación española está fundada en el principio de la libertad religiosa; y el tema puesto a la discusión de la Cámara es realmente el siguiente: después de ocho años, después de que a la sombra de esta libertad religiosa algunos extranjeros han venido a residir en España y han establecido aquí su propio culto; después que hasta se han hecho tratos de comercio en que es cláusula expresa el ejercicio libre del culto protestante; después que muchos o pocos españoles, cualquiera que sea su número, pero siempre algunos, al amparo de la ley han adoptado ese culto; después que se han constituido así matrimonios y familias respetados, como no podían menos de serlo, por la legislación actual; después que España ha tomado un puesto entre las Naciones que no es el antiguo puesto que tenía, de excepción en la cuestión religiosa, sino el puesto de una de tantas Naciones como en Europa profesan, si no la libertad ilimitada, la tolerancia religiosa por lo menos; después de todo esto (tales y no otra la cuestión), ¿hemos de dictar aquí una nueva revocación del edicto de Nantes? Pues si tenéis el valor de aconsejarlo, proponedlo tal y como en sí es. (Muestras de aprobación.)

¡Cuestión religiosa! Cuando el glorioso conquistador de Toledo ofrecía y pactaba bajo la fe de su real palabra el libre culto de los árabes; cuando los gloriosos conquistadores de Granada reconocían este mismo derecho en favor de los vencidos, ¿podía decirse, podía soñar nadie que ésta fuera una cuestión religiosa? Admitían la libertad de cultos para rendir más pronto ciudades; ¿y no se puede admitir para no perturbar un país, para no añadir en él una nueva causa de discordia, para no aislarle constantemente de las corrientes de la civilización europea, para no ponerle en una situación dificilísima, tanto más difícil cuanto que no vive, después de todo, en el centro de los desiertos africanos, ni siquiera detrás de sus altas montañas del Pirineo, sino que vive también en América, en medio de naciones poderosas y rivales; en Asia, en medio de intereses contrapuestos y rivales igualmente, y por todos sus extremos participa del movimiento del universo, y en todas partes las simpatías del universo le están haciendo falta todos los días en sus cuestiones internacionales? (Grandes aplausos.) Sí; se dice muy fácilmente que se puede vivir y que se puede vivir tranquilo hiriendo de frente todos los sentimientos del mundo y siendo una excepción contra todo él; y lo dicen los que yo creo que no se atreverían a vivir en una casa particular en desacuerdo con sus vecinos. Pero jamás, cualquiera que sea vuestra rectitud, que yo respeto; cualquiera que sea vuestra fe, que yo quizá envidio por el origen que tiene, jamás podréis concebir, sin haber pasado por los tristes trabajos de este banco, lo que es regir los asuntos públicos sin ejércitos formidables, sin escuadras avasalladoras, en medio del universo, teniendo un Gobierno que en su opinión y en su forma sea antipático al resto de los poderes civilizados. Eso es para sentido aquí todos los días; eso es para visto en todos los acontecimientos, para experimentarlo en todos los expedientes internacionales; y eso no puede ocurrírsele que sea soportable a ningún verdadero hombre de Estado dotado de la experiencia necesaria para tal clase de cuestiones. (Bien, bien.)

Ha hecho muy bien el señor Álvarez en suponer que en esta cuestión el Gobierno no tiene compromiso alguno (¿cómo lo había de tener?) con ninguna nación extranjera, con ninguna en particular; pero con todo el universo lo tiene, porque desde el primer instante, desde el primer momento, el Gobierno ha afirmado su actual política, porque la ha afirmado desde antes de la venida de S. M. el Rey a España, porque la ha afirmado después en todas ocasiones y porque el mundo nos conoce por ella y no por la política con que se la quiera ahora sustituir; y esto, para hombres de patriotismo, para hombres de gobierno, constituye también compromiso, si no expreso, si no de esos que se dan a interpretar a los leguleyos, más grande, más vasto, más imposible de romper. (Muestras de aprobación.)

Pero vengo advirtiendo en los bancos de enfrente y, sobre todo, en los labios del señor Álvarez, otra confusión muy particular relativamente a la tolerancia religiosa. No sé por qué se asustan los señores de enfrente de esta frase, pues no se trata más que de la tolerancia religiosa, que de la unidad católica, yo no sé lo que pensarán otros señores Diputados; pero yo por mí, la deseo y creo que la mayoría que me honra con su apoyo la desea también. (Varios señores Diputados: Sí, sí.) Somos partidarios de la unidad católica, pero sin que sea menester mantenerla por medio del Código penal. La religión católica es la única verdadera y yo desearía que no únicamente en España, sino en todas las regiones de Europa y aun del universo existiera la unidad católica. Yo creo que sería un inmenso bien para el mundo vivir en una armonía perfecta de sentimientos de religión. Y entiéndase que digo vivir en esta armonía, porque lo que se ha intentado en los siglos anteriores no ha sido armonía verdadera, quizá porque son difíciles armonías de esa especie en los hechos humanos; lo que se ha intentado son confusiones, que no temo decir que, por lo general, han sido funestas para la Iglesia y para el Estado. Si fuera posible que hubiese medio de fundar una armonía total entre el Estado y la idea religiosa, de tal suerte que una sola verdad iluminara los corazones y la mente de todos, ése sería el más grande de mis deseos, y no puede menos de ser el más grande de los deseos de todo espíritu verdaderamente conservador. ¿Pero vamos a conseguir esa armonía por la fuerza y el castigo? Esta es la cuestión.

¿Es acaso que se trata de la unidad católica conseguida por la protección del Estado? ¿Pues no la hemos proclamado altamente en el proyecto de Constitución? ¿Pues no ofrecemos a la Iglesia católica, no sólo la protección del Estado, sino que declaramos que el Estado mismo, como si fuera una verdadera personalidad, tiene por religión la católica? Pues si el Poder del Estado profesando una religión frente a frente del individuo produjera la unidad católica, ¿no sería un suceso fausto para la mayoría de esta Cámara, y no estaría perfectamente dentro del artículo de la Constitución? Pero es en vano que lo neguéis: vosotros no queréis más que los artículos del Código penal; restringid, pues, la cuestión, y venís a reducirla a la aplicación del Código penal por motivos religiosos. Nosotros, por ejemplo, no permitimos las ceremonias públicas. Para no permitir las ceremonias públicas, claro es que tendremos que poner alguna sanción, alguna penalidad, pequeña o grande, aunque sea de simple policía; y aún podremos llevar al Código penal, y en ciertos casos los llevaremos, aquellos actos que merezcan ser considerados como delitos, y que envuelvan un ataque contra la religión católica, que es la religión del Estado y de la inmensa mayoría de los españoles, siempre que se trate de insultos a personas o cosas religiosas. ¿Qué es, pues, lo que os falta? ¿Qué es lo que echáis de menos? ¿Qué interés, iba a decir (aunque bien conozco que tenéis un interés muy grande en tal confusión), pero qué interés lícito tenéis en que se oculte lo que está por otra parte tan patente? Vosotros necesitáis que mantengamos artículos en el Código penal por los cuales se puedan enviar hombres a presidio, por cuestión de fe, como a presidio se han enviado hasta hoy; eso es lo que pedís y eso es lo que yo niego. Predicad, trabajad; lograd la unidad católica por la persuasión: yo creo que la mayor parte de esta mayoría, casi toda ella, os ayudará en esa tarea, os seguirá en ese camino, predicando, enseñando, por todos los medios, menos por medio de la cárcel, del presidio y de las prescripciones del Código penal.

Y aquí viene ya como de molde la tarea de examinar la conducta política del Gobierno respecto de esta cuestión, la significación general del Gobierno y la significación de esta mayoría, aunque esto último ha sido tratado de tal manera por mi digno compañero el señor conde de Toreno, que apenas necesito tratarlo. ¿Qué hizo en materia religiosa, me preguntaba el señor Álvarez, el manifiesto de Sandhurst? ¿Qué hizo? Una cosa ya muy grave para estar hecha por un príncipe que estaba en el extranjero, para un príncipe enteramente ajeno a cuantos hechos se habían realizado en España; no resolver la cuestión en pro ni en contra, y dejarla íntegra a las Cortes. Desde entonces todo el que hubiera querido saber de buena fe cuál era la política del Gobierno, podía haberlo sabido; porque también os digo una cosa con sinceridad (nacida de la ley misma de los hechos, aunque no de una manera imprevista para mí); también os digo que era imposible de todo punto después de quedar acordado en Sandhurst que no se había de resolver esta cuestión sino en las Cortes, y que debía mantenerse el statu quo hasta ahora; imposible, repito, tan imposible como va a serlo al cabo de año y medio de Monarquía de don Alfonso XII, que se estableciera una legislación, que fuese, como ya he dicho, una nueva revocación del edicto de Nantes. El tiempo transcurrido desde la determinación de dejar esta resolución a las Cortes, es un argumento más y no, por cierto, de los menos fuertes, contra lo que vosotros pretendéis.

Pero ocurrió la proclamación del Rey don Alfonso XII, y el señor Álvarez ha recordado hoy una cosa que es enteramente exacta, tan exacta como todo lo que S. S. dice de ciencia propia; S. S. ha recordado que yo le llamé en Buenavista y le rogué que me hiciera el honor de acompañarme en el Ministerio que en aquel instante estaba formando. El motivo de no haber aceptado entonces S. S. el Poder fue porque S. S. exigió que publicáramos al día siguiente en la Gaceta el Concordato. (El señor Álvarez: No el Concordato, sino la manifestación de que estaba en vigor.) Me parece recordar que S. S. pretendió eso en aquella forma, pero en el fondo las dos cosas se parecen bastante; y de todos modos, otras personas pretendían que se publicara el Concordato mismo en la Gaceta, al día siguiente. Pero no hace mucho al caso el que el hecho fuese de ésta o de la otra manera. El Gobierno dijo desde entonces que no; y dijo que no por dos razones fundamentales, que no expongo extensamente para no hacer demasiado largo este discurso. La primera es que creía entonces, y cree ahora, que esta cuestión no estaba ni ha estado nunca dentro del Concordato de 1851; y ha sostenido eso desde el primer momento, y tiene pruebas auténticas para demostrar que en ningún momento se ha creído una cosa semejante hasta ahora. De aquí se deduce otra cosa lógicamente; es, a saber, que el Gobierno no debía tratar sobre este asunto con la Santa Sede; y no ha tratado ni tiene para qué tratar cuestiones de tolerancia, cuestiones de derecho público, reconocidas como tales por hombres políticos que merecen el respeto de todos, y señaladamente de cierta persona de esta Cámara. Declarada la cuestión de derecho público, el Gobierno faltaría al primero de sus deberes, tratando con nadie sobre ella. Ofendería la memoria del negociador ilustre, del primer negociador de aquel tratado, que, sin tanta obligación como otros, trato de sacar a salvo.

La segunda razón a que he aludido es que los artículos del Concordato no habían sido nunca derogados por nadie y estaban, por consiguiente, en vigor. Lo que había era que muchos o varios artículos estaban infringidos; y sobre estas infracciones del Concordato, nacidas de los hechos, se podía tratar y había que tratar. Había tratado el Gobierno presidido por el señor Sagasta, habían tratado los Gobiernos anteriores sobre estas infracciones del Concordato, sobre puntos referentes a infracciones nacidas de los hechos y de las circunstancias; pero sobre el Concordato mismo no había para qué tratar. ¿Quién ha negado que esté vigente el Concordato? La provisión, la colación de beneficios, ¿ha intentado nadie ajustarla al Concordato de 1753, como hubiera sido necesario hacerlo desde el punto y hora en que el Concordato de 1851 no estuviera vigente? Pues qué, ¿es de derecho temporal la provisión de beneficios? ¿Es de derecho natural la intervención directa del Estado en asuntos tales? No; es materia concordada; concordada estaba antes de 1753; concordada estaba desde principios del siglo, de una manera; de otra, en 1753, y de otra, en el Concordato de 1851. ¿A qué se han ajustado todos los Gobiernos para la provisión y colación de beneficios? Al Concordato de 1851. ¿Pues cómo se pretende, cómo puede sostener nadie que ese Concordato, que ha continuado siendo la base, la regla general de las relación entre la Iglesia y el Estado, aunque infringido en alguno de sus artículos, no esté vigente?

El Gobierno a su advenimiento miró las cosas como las mira hoy; consideró que la mayor parte de los artículos del Concordato continuaban vigentes, que había en él varios artículos infringidos, que sobre la infracción de esos artículos y sobre su posible restablecimiento, estaba llamado a tratar con Roma. A esto ha ajustado sus negociaciones. ¿Quiere eso decir que no haya habido discusión hasta ahora, que no pueda haberla entre la Santa Sede y el Gobierno español sobre el artículo 1.º del Concordato? No, ciertamente; pero conste, y el señor Pidal debe fijarse un poco en estas discusiones, porque la verdad no se alcanza grosso modo, ni basta hacer afirmaciones terminantes; porque caben distingos, y conviene fijarse en los distingos principalmente; conste, digo, que no es el Gobierno español el que ha provocado esa discusión sobre el artículo l.º; y no la ha provocado por motivos muy graves y muy respetables, sobre todo para el señor Pidal. En esta parte es seguro que S. S. no me ha de encontrar a mí tan débil en la cita de textos como yo le he encontrado a S. S. respecto de la que ha hecho. Yo digo que el Gobierno español, que sustenta la opinión de que el artículo 1.º del Concordato no hay más que la exposición de un hecho histórico, pero que no consiga ninguna obligación; el Gobierno, que sostiene que ese artículo 1.º no contiene nada dispositivo que se oponga a la resolución que puedan adoptar las Cortes, no ha provocado ninguna cuestión. Pero la Santa Sede, que es la otra parte contratante, ha suscitado, con efecto, discusión sobre este punto. ¿Son estas dos cosas una misma? ¿No vale el asunto la pena de distinguir, sin que el señor Pidal se maraville sobremanera de ello? Pues preciso es que distingamos, así para que conozcamos los hechos, como para que podamos buscar también de buena fe la solución.

Cuando se pactó este Concordato, la Santa Sede pretendió, exigió alguna vez, como era su derecho, que se consignara de una manera dispositiva el artículo 1.º El Ministro de Estado del Gobierno español que negoció aquel Concordato, se negó resueltamente a ello. La forma dispositiva redactada y aprobada en Roma fue desechada por el Ministro de Estado. Después de haberse desechado ese artículo, aquel señor Ministro escribió, de su puño y letra, textos que existen y que nadie puede poner en duda; primero, apuntes; después, cartas, también de su letra, diciendo que no podía aceptar que el artículo l.º del Concordato contuviera ninguna disposición preceptiva, porque ésta era materia de derecho público, porque era materia de soberanía, y porque sobre ello no se podía tratar con ningún Poder, siquiera este Poder fuese la Santa Sede. Permitido ha de serme observar, al llegar a este punto, que no está tan distante, como le parece al señor Pidal, el señor conde de Toreno de las tradiciones del antiguo partido moderado, y que lejos de eso, en esta cuestión, y aquí en este banco, y al lado mío, cuando digo estas palabras, representa más exactamente de lo que le parece al señor Pidal, las opiniones de esa persona ilustre ya difunta, a quien no necesitaría nombrar para que todo el mundo comprendiera que se trataba del difunto señor marqués de Pidal.

Ha habido, pues, sobre esto una cuestión de las que han sido frecuentísimas entre ambas potestades; cuestiones que alguna vez, pero sin éxito, sobre todo en los tiempos antiguos, se han querido convertir en cuestiones religiosas. Si hay alguna cuestión que, por su naturaleza, merezca el título de cuestión de regalía, ésta es. Cuestión de regalía y cuestión de soberanía son sinónimos; quien dijo cuestión de regalía en los siglos XVII y XVIII, ése tiene hoy que decir cuestión de soberanía, como creía con mucho acierto el señor marqués de Pidal. Esta es una cuestión de regalía, señores Diputados, y ahora os digo yo: se os acusa a veces de querer renegar de vuestros antepasados; se os asusta con la idea de que sois otros de lo que fueron vuestros mayores; ¿y sabéis, señores Diputados, cómo renegaríais de vuestros mayores? ¿Sabéis cómo avergonzaríais a vuestros antepasados? ¿Sabéis cómo arrojaríais baldones de infamia sobre todos los Reyes de España, y a lo menos sobre los más ilustres? Sería asintiendo a que una cuestión de regalía sea una cuestión de derecho divino, ante la cual debáis bajar la cabeza. (Bien, bien.) Jamás hicieron eso nuestros padres, y no sería digno de nosotros querer hacerlo ahora. (Muy bien, muy bien.) ¿Hay quien ignore la historia verdadera de la Bula In coena Domini? ¿Hay alguien que no sepa que en ella se introdujo, entre las muchas modificaciones que sufrió durante los siglos, alguna disposición que anatematizaba e imponía censuras a los que intervenían en los recursos de fuerza? ¿Y qué ha sucedido después con esa Bula, publicada todos los Jueves Santos en Roma? Que a todos vosotros os han enseñado en las cátedras de derecho los recursos de fuerza; que todos vosotros sabéis que ellos han venido a formar parte de nuestro derecho civil; que todos sabéis que en la Novísima hay ley que castiga severísimamente la publicación de la Bula In coena Domini; que ha habido disposiciones según las cuales esas censuras, esas excomuniones fulminadas contra los que apelaban a los recursos de fuerza o a los que juzgaban en tales recursos, eran contrarias a la legalidad, porque la justicia se administra en nombre del Rey, y cualquier disposición que violaba este derecho de la soberanía no podía ser reconocida en España. ¿Y es que esto se ha hecho sólo en tiempos de Carlos III, aunque sea verdad que en los tiempos de Carlos III se exagerara el regalismo? No. Esto es de todos los tiempos; esto forma parte integrante de la historia de España.

El derecho regalista es, por lo menos, contemporáneo de la intolerancia religiosa; se unió al principio de la intolerancia religiosa y se desarrolló con él, como no podía menos de desarrollarse, para garantía de los intereses nacionales; ha vivido tanto como él; ha formado tanta parte como él de la nacionalidad española; y es preciso, como he dicho antes, arrojar al viento las cenizas de todos nuestros Reyes, arrojar a las llamas nuestros Códigos, destruir nuestro derecho y nuestra historia, para negarnos la competencia en este punto de verdadera, de exclusiva regalía. Podemos, pues, resolver; tenemos el derecho de resolver no ya sólo siendo monárquico-constitucionales, no ya siendo liberales, como somos, sino aunque fuéramos absolutistas. Si los carlistas sostienen lo contrario, lo sostienen por espíritu de anarquía, como sostienen los fueros de todas las provincias de España; no sólo de las Provincias Vascongadas, sino los de Aragón, de Cataluña, de Valencia, de todas las provincias. El carlismo, a lo Sansón, quiere tirar de la columna y hundir el techo sobre todos nosotros; y por eso apela en esta cuestión a la abolición del regalismo, abolición que es lo más contrario del mundo a la tradición de la Monarquía española, que el carlismo pretende representar. Pero fuera de los que profesan por principio la destrucción y la anarquía, como sin duda la profesan los carlistas, ningún constitucional, ningún monárquico puede negar que ésta es simplemente una cuestión de regalía o de soberanía, que cae bajo la solución del Poder temporal, representado hoy en las Cortes con el Rey. No faltan, pues, a ninguno de nuestros buenos antecedentes históricos los individuos de esta mayoría, al estar al lado del Gobierno en la cuestión presente; de esta mayoría que representa, como ha dicho muy bien el señor conde de Toreno, la aspiración patriótica de formar un gran partido liberal conservador o conservador liberal, que pueda compartir el gobierno con las ideas más avanzadas o con las ideas más retrógradas, si es posible que, para mal de los pueblos, ideas más retrógradas tengan ya cabida en el Poder.

Se nos dice que están aquí unidos individuos de distintos partidos; se nos dice que estamos unidos aquí individuos que hemos tenido y tenemos distinta historia política. Mirad, señores, al partido carlista; en él han figurado hombres ilustres en la anterior guerra civil, en mala hora llevados como para infamarlos al campo del Pretendiente; examinad la constitución del partido carlista, aunque partido radical en estos últimos tiempos; ¿y qué veréis en él? Sin duda algunos o bastantes carlistas antiguos, pero muchos, muchísimos que no habían sido carlistas jamás; antiguos moderados, llevados allá por los excesos de la revolución; yo lo reconozco; antiguos liberales que hacia el fin de sus días, por esta razón o por la otra, han decaído de espíritu y han creído que debían envolver la conciencia y la libertad humana en el manto del absolutismo. El carlismo representa la unión, la ha representado por desdicha nuestra en los campos de batalla; representa, digo, la unión de hombres de diferente historia política. Pues hay otro partido fuera de las instituciones vigentes, que ocupa el extremo opuesto al carlismo, y se halla formado de antiguos republicanos y de hombres a quienes no hace veinte años, a quienes no hace quince, a quienes no hace tres o cuatro años, hemos visto defender la Monarquía contra la República. Hoy los vemos al frente de ese partido como jefes de pelea, y constituyen partido republicano con los monárquicos que han perdido todo símbolo, toda idea práctica, y con los republicanos que recuerdan con más título que los demás sus tradiciones. ¿Ofendería a los dignísimos señores que tengo enfrente, recordando que entre ellos existen también hombres que han peleado a mi lado, durante mucho tiempo, contra otros que hoy están a su lado, a quienes unidos hemos combatido con el encarnizamiento que han exigido las circunstancias?

Después de tantas catástrofes como aquí han ocurrido, ¿qué extraño tiene que donde quiera que fijemos la vista hallemos reunidos hombres de distintas procedencias, fusionados para realizar éste o el otro fin político? ¿O es que únicamente se tiene por ilícito que se acerquen hombres de distinta procedencia política para apoyar al Poder? ¿Es que al lado del Poder, para la defensa del Poder, es ilícito lo que es lícito en todas las demás esferas políticas? ¿Quién se puede quejar de que los partidos hayan muerto? ¿Hay alguien que se llame progresista? Si lo hay, lo ignoro. (En los bancos de la izquierda: el señor Corradi.) Se me dice, y no tengo nada que oponer por mi parte, que el señor Corradi se llama progresista. Sin embargo, yo le he visto también en malas compañías (risas); es decir, en compañía de hombres políticos que nunca han formado en las filas del partido progresista; no en otra clase de malas compañías que pudieran perjudicar a su buena fama.

Pocas veces han dado los hombres políticos una muestra tan clara de buen sentido como la que dieron en cierta ocasión los señores de enfrente, que un día unidos renunciaron a sus antiguas denominaciones; pocas veces ha merecido más alabanzas un hecho en la historia de los partidos políticos, como las que a mi juicio merece el que se dejaran aparte antiguas denominaciones, para unirse personas que habían llevado con mucha gloria el título de progresistas. Y si eso no os escandaliza, y con razón, ¿por qué os ha de escandalizar que haya aquí hombres políticos que en pro de un ideal común, que en bien de la disciplina, que tratando patrióticamente de formar una gran agrupación política, renuncien al título de moderados? Y por otra parte, ¿qué significa el título de moderado, después de haber desaparecido el título de progresista? (Muy bien.) ¿De qué manera ha de realizarse el ideal del señor Álvarez, que pretende que todo el que no sea progresista sea moderado, y todo el que no sea moderado sea progresista? ¿Cómo ha de realizarse ese ideal de partido moderado, si no hay partido progresista que forme el contraste? Hay otro partido dignísimo, formado como nosotros estamos formando el nuestro, pero no es partido progresista. Y tiempo es ya, por otra parte, tiempo es ya de que en esta época política vayamos abandonando una preocupación que pasa como dogma de boca en boca y que no resiste la más ligera discusión.

Una de las cosas que con frecuencia andan de boca en boca es que era un gran tiempo aquel en que no había más que dos partidos; el partido progresista y el partido moderado, y se sucedían alternativamente; es decir, cada vez que el uno podía más que el otro, le fusilaba, le cañoneaba (risas), le vencía y ocupaba el Poder. Si alguna vez hubiera habido semejantes partidos organizados que debieran su triunfo al cuerpo electoral, habría podido decirse que existía el turno pacífico de los partidos, pero esto no ha sucedido.

Lo que tenemos que hacer, los que pertenecieron al partido progresista, como los que han pertenecido al partido moderado, como los que más modernamente hemos nacido y vivido en la unión liberal; lo que tenemos que hacer más que otra cosa, en bien del sistema representativo, es olvidar todos esos supuestos ideales de los partidos pasados. No: no tenemos que aprender nada en lo pasado respecto de sistema representativo; por el contrario, hay que olvidar todo o casi todo lo que hemos aprendido, si es que se quiere que haya aquí no ya gobierno representativo, sino Patria siquiera.

Como decía muy bien ayer mi digno amigo el señor conde de Toreno, después de todo lo que ha caído, después de tantos ensayos, después de tantas violencias de todas partes, después de tantas desdichas, ¿había de conservarse ahí, a la manera de un monumento de museo arqueológico, el partido moderado? ¿Tiene todo el mundo obligación de prestarle ese respeto supersticioso? Yo no digo que no honre (el culto mismo a los muertos, honra a cualquiera), yo no digo que no honre a los antiguos moderados el estar tan apegados a su nombre que no lo quieran cambiar por otro; yo no les censuraré jamás por esto; pero ¿por qué han de censurar ellos a mis amigos políticos, por no quererlo llevar más? ¿Significa esto que renuncian a su historia? No, y mil veces no. Aquí todo el mundo está con su historia, está con sus antecedentes; pero hay que tener presente que aquí no venimos a hacer historia, y permítaseme esta frase tantas veces acusada de galicismo; aquí venimos a hacer política; la historia les tocará escribirla a otros, y en ella se sabrán las razones y los motivos por qué cada cual está donde está, y las causas que cada uno ha tenido para obrar en las circunstancias pasadas y presentes de la

manera que lo ha hecho.

¿Pero es ésa, por ventura, nuestra misión? ¿Es para eso para lo que estamos aquí congregados? ¿Es eso lo que espera de nosotros el país? ¿Qué le importa al país nada de eso? Otras cosas, de que está impaciente y de que la manía de discutir largamente de todos nosotros (y yo mismo en este instante estoy siendo culpable de ella) le está privando, son las que le interesan. Lo que el país necesita es buena política, son leyes, son soluciones prácticas, es vivir, y que esta Cámara sea un medio y un instrumento de orden y de gobierno, y no un teatro de estériles discusiones políticas. Dijo, pues, bien, muy bien, el señor conde de Toreno al decir que en su opinión el partido moderado estaba muerto. (El señor Reina: Pido la palabra, como uno de los individuos que asistieron ayer a la reunión de los moderados.) Con lo que dijo no mató ciertamente a nadie, y el señor conde de Toreno pudo proponérselo todo, sin duda, menos cometer semejantes homicidios, o partidicidios, o como quieran llamarse. El señor conde de Toreno expuso una opinión; si esa opinión es inexacta y el partido moderado vive, sea en buena hora; si vive, si tiene fuerza, si tiene medios de ocupar el Poder, de hacer el bien de la Patria, que lo ocupe, que lo haga; no se lo impedirán seguramente nuestras palabras. Pero si hay muchos señores Diputados, como hay sin duda alguna, procedentes del antiguo partido moderado, que hoy no le consideran por sí solo en condiciones de ser un partido vivo y práctico, esos señores están también en su derecho, en un derecho que ni siquiera concibo cómo se les trata de negar o disputar. Quédese, pues, cada cual donde quiera; todo el mundo es libre de eso ciertamente.

El Gobierno lo único que tiene que decir es que esta idea de la fusión de los elementos liberales conservadores no ha nacido ahora, que en su primer programa político, formulado cuando a mi lado estaban en el Poder dos individuos dignísimos del antiguo partido moderado, ya se dijo claramente que apetecíamos la fusión, que estábamos unidos en un mismo ideal político, y que buscábamos la fusión completa. En todas las manifestaciones de este Gobierno se ha dicho otro tanto. La solución más importante quizá de la nueva Constitución, ésta que estamos discutiendo, ha sido examinada en Consejo de Ministros, donde, así como había individuos de otras procedencias, había personas que habían pertenecido al antiguo partido moderado. Allí ha sido aprobada unánimemente, y unánimemente hemos vivido hasta cierto día haciendo una política determinada. Cesó aquel Ministerio, por poco tiempo; entró un Ministerio en que no había ya ningún hombre político representante del antiguo partido moderado, y el primer acto de aquel Ministerio fue declarar que esto no destruía en poco ni mucho su ideal, que se consideraba representante de todos los hombres políticos agrupados alrededor de nuestra bandera, lo mismo de los procedentes del partido moderado que de los procedentes de otros partidos. Se ha formado luego este Gobierno con personas procedentes de otros partidos, y con el dignísimo señor conde de Toreno, representante del antiguo partido moderado, pero todos considerándose homogéneos, todos yendo a un mismo fin, todos resueltos a hacer por todos los medios legítimos el bien de la Patria; y esto, digo y repito, no lo hemos ocultado nunca y, señaladamente, no lo hemos ocultado ante la Nación.

No entraré yo, porque sería desagradable, en ciertos debates y en ciertas indicaciones; pero sin entrar en ellos detenidamente, el señor Álvarez me ha de permitir que no encuentre yo tan llano como a S. S. le parece, ni tan fácil de comprender y aceptar, la teoría de que un hombre público puede muy bien presentarse ante los electores con la bandera de la tolerancia religiosa y venir después aquí a defender y a votar la intolerancia. Para esto sería menester, en todo caso, hacer intervenir a la teología, que nada tiene que ver en el particular. Las personas aquí congregadas, los Diputados aquí reunidos, que no tienen por qué hacer esfuerzos teológicos, difícilmente se convencerán de que con lealtad se pueda llevar ante los electores una bandera, que luego se recoja aquí, por tales o cuales consideraciones políticas o personales.

Precisamente al Gobierno se le ha acusado por algún señor Diputado de haber querido que todo el mundo fuera ante el cuerpo electoral, como era el deber de todos, llevando al aire desplegada su propia bandera. El Gobierno no hará a nadie cargos que serían indignos de él, indignos de las personas a quienes pudieran dirigirse, e indignos, sobre todo, de esta Cámara; pero bueno es que conste que el Gobierno ha deseado, en efecto, como ya dije contestando el otro día desde este banco a un señor Diputado, que, al presentarse al cuerpo electoral, todo el mundo dijera a qué venía aquí y cuál era su modo de pensar en todas las cuestiones en general, y en particular, en esta cuestión.

Ciertamente que esto no quiere decir que el Gobierno se propusiera aconsejar a sus amigos, como hubiera estado en su derecho, que combatieran a todos los candidatos que vinieran a defender determinadas opiniones; el Gobierno no ha hecho nada de esto, no ha aconsejado a sus amigos que combatan a ningún hombre político de importancia, cualesquiera que fueran sus opiniones, a quien sus antecedentes dieran derecho moral a ocupar un sitio en esta Cámara. (El señor Pidal: ¿Y el señor Casanueva?) El señor Casanueva tuvo enfrente otra persona tan digna como él, y por cierto que en la misma situación luchaban los dos candidatos, porque ambos eran partidarios de la unidad católica; y creyendo no ser desagradable para el señor Pidal y para nadie dejarlos luchar al uno con el otro, puesto que los dos habían de votar lo mismo, el Gobierno los abandonó a su propia suerte. La interrupción del señor Pidal tendría alguna importancia si enfrente del señor Casanueva se hubiera puesto alguna persona de otras opiniones; pero se presentó el señor Casanueva, abogado distinguidísimo, título que sin duda da derecho a estar en estos bancos, y a la vez se presentó allí, y no sé si lo que voy a decir será algo reaccionario, un gran propietario, un Grande de España, una persona que lleva uno de los nombres más ilustres de nuestra Patria, una persona de las más acaudaladas de este país, que creo yo que por todo esto tenía igual derecho que el señor Casanueva a representar aquí al país.

Veo con gusto que el señor Pidal me hace signos afirmativos; y como creo también que este punto no tiene tal importancia que deba apartarme del giro natural de mi discurso, voy a continuar en él.

El Gobierno ha llevado la amplitud de sus miras y su tolerancia en este punto, hasta un extremo que puedo asegurar que no se ha conocido antes de ahora; ¿pero quiere decir esto (porque cosas como las que se discuten aquí de cuando en cuando, confieso que me sorprenden, porque no las he visto discutir jamás); quiere decir esto, que debiera colocarse en la situación de que muchos candidatos se acercasen a él con el carácter que les daba el ser funcionarios públicos (y va de ejemplos), o con otro carácter cualquiera, y le pidieran que les recomendase a sus amigos, petición que indudablemente indica que por sí solos no se considerarían con bastantes medios para triunfar y necesitarían el apoyo de los amigos del Gobierno, y el Gobierno no les preguntase siquiera, ante todo: tengan ustedes la bondad de decirme si participan de mis opiniones? Pues si preguntándoles y todo hemos visto después lo que hemos visto, ¿no cree el señor Pidal que se hubieran visto cosas curiosísimas, si no les hubiéramos preguntado nada? (Risas.)

Pero ¿es o no cierto, señores Diputados, que el Gobierno actual tenía a su lado una gran corriente de opinión en todo el país? Yo no niego que hubiera en parte de él otras corrientes de oposición; pero tengo el derecho de decir, al frente de esta mayoría y al frente del país, que cuando se hicieron las elecciones, el Gobierno que tengo la honra de presidir, tenía de su parte una gran corriente política en la Nación. ¿Y qué es lo que se pide al Gobierno? ¿Qué era lo que pedían los electores, que con razón o sin ella creían que convenía al interés de la Patria la continuación de este Gobierno? Estos electores favorables a la política de este Gobierno, y que no se puede negar que existían en el país en mayor o menor número, ¿habían de favorecer con sus sufragios a éste o el otro candidato, reservándose el candidato el derecho de venir a decir después: sabed ahora que no estoy conforme con la política del gobierno? Pues esto hubiera sido completamente absurdo; esto hubiera sido indigno para todos, y el Gobierno, al pedir, al exigir tal vez que todo el mundo fuera a las elecciones con su bandera, que todo el mundo se diera por enterado de la política del Gobierno, en los momentos en que era provechoso al Gobierno que se enterara y no guardara para después el examen minucioso y concienzudo de lo que representaba el Gobierno en este banco, al pretender esto, pretendía crear un antecedente provechoso para las buenas prácticas, para los buenos principios del régimen monárquico representativo.

Concluiré ya, señores Diputados, porque os he molestado con mi palabra más tiempo del que pensaba; concluiré concentrando en pocas palabras lo que os he dicho sobre la cuestión religiosa, respecto de la cual va a recaer inmediatamente una votación; votación de Gobierno, cuestión como, no podía menos de serlo, de Gabinete, según son todas las cuestiones políticas de primera importancia. El Gobierno sostiene que ésta es una cuestión de derecho público, y por consiguiente, de la resolución exclusiva del Poder temporal, representado en la Cortes con el Rey; el Gobierno sostiene que en el artículo que es objeto del debate, y en esto no hace más que consignar un hecho evidente, no se interrumpe la unidad religiosa, no se interrumpe la intolerancia religiosa; porque esta unidad, porque esta intolerancia, sean un bien o sean un mal, están rotas, están interrumpidas bastante tiempo hace; el Gobierno sostiene que no es posible considerar esta cuestión aisladamente y separándola del examen y del juicio imparcial de la situación intelectual y de la situación moral del mundo moderno, pretende que al votar tengáis en cuenta que esta cuestión de que se trata, después de todo, no es la verdadera, la gran cuestión de nuestros tiempos entre el catolicismo y las opiniones contrarias a la verdad religiosa que él representa, sino que es uno de los menores conceptos, y aunque concepto antiguo, por decirlo así, muerto, de la antigua cuestión entre el catolicismo y el libre examen; que si vosotros resolviérais la cuestión en el sentido de restablecer las antiguas prescripciones del Código penal contra ciertas prácticas religiosas, seríais ilógicos, como otros lo han sido no estableciendo iguales prescripciones, y más severas todavía, contra los que en libros filosóficos, en las escuelas y por todos los medios por donde el pensamiento humano se derrama, discuten, examinan y contradicen la idea misma de la existencia de Dios.

El Gobierno sostiene que si hubiera alguno que tuviera la temeridad, en nuestros tiempos, de plantear así la verdadera cuestión entre la verdad revelada, la verdad católica y todos aquellos que la contradicen; si alguno tuviera ese temerario valor, sería preciso llevarlo todo más lejos, porque sería mezquino plantearla en el terreno en que se está discutiendo en este instante. Planteadla, si queréis, negando el aire y la luz a toda idea, a toda doctrina, a todo sistema que directa o indirectamente pueda contener la negación de la verdad revelada. Yo tengo derecho a decir que los mismos que nos piden ahora una parte de esto, no se atreverían a practicar las demás; yo tengo el derecho de decirlo así, porque no era este Gobierno el que había cuando se ha dejado, permitido y tolerado que el panteísmo se apoderase de todas nuestras escuelas, de toda nuestra juventud; que el panteísmo informase todo y penetrase por todas partes, y fuese en momentos dados legislador y dueño de la nacionalidad española. En tiempos más favorables no os habéis atrevido los que por más amantes os dáis de la religión revelada, no os habéis atrevido a llevar hasta este punto su defensa. Durante muchos años habéis permitido que hombres ilustres, que no nombro, prediquen las teorías de las escuelas más avanzadas, que tenían que conducir necesariamente al panteísmo; habéis tolerado la expresión de ideas anticatólicas por todas partes cuando habéis sido Poder; y esta generación que ha interrumpido la unidad religiosa, no se ha formado bajo mi dirección, que yo no he tenido tiempo para tanto; está formada bajo la vuestra. Y con tales antecedentes, y después de haber querido continuar llamándoos liberales, y después de entregar al país al racionalismo, y muchos años después de haberle abierto de par en par todas las puertas, el venir aquí a exigirnos que rompamos con los sentimientos e ideas de la mayoría de España y de toda Europa, restableciendo la penalidad del Código para perseguir a los disidentes de una parte de la revelación divina, eso es una grande injusticia y, al mismo tiempo que injusticia, una gran temeridad. Señores Diputados, estoy completamente seguro que no os asociaréis a ellas. (Grandes aplausos.)




ArribaAbajoLey municipal y provincial

DSC de 17 de noviembre de 1876


El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Comienzo, señores Diputados, por adherirme al vivo movimiento de aprobación, mal interpretado a mi juicio por el señor Castelar, que han obtenido de la mayoría, y creo que de la Cámara entera, algunas de sus últimas palabras. El seguro de la libertad es con efecto el mantenimiento estricto del orden público; y donde quiera que el orden público con todas sus consecuencias, y el orden social con todo su organismo, no estén completamente establecidos, ni por un momento siquiera puede fiarse en la causa de la libertad, ni por un momento siquiera puede esperarse que sea sólida y duradera libertad ninguna. Amaestrado el señor Castelar con ejemplos propios y ajenos, y llevado de la nobleza de su corazón, que se levanta sobre todo lo que puede haber de errado en la osadía de su magnífico pensamiento, y aprovechando la ocasión para pronunciar desde aquí nobles palabras, cuyo eco no ha de encontrarse de la manera más fecunda y necesaria en este recinto, sino fuera de este recinto, ha dicho aquí palabras de orden y de libertad, por las cuales le ha felicitado vivamente la mayoría, y no puede menos de felicitarle el Gobierno de S. M.

Dentro y fuera de este recinto se sabía ya hace tiempo, y se sabrá de hoy más, como debe saberse, que el señor Castelar, por interés mismo de la libertad a que consagra su elocuencia y su vida, es un decidido adversario de la revolución. Y si S. S., antes o después de haber expresado ese magnífico pensamiento, antes o después de esa importantísima y solemne declaración, hubiera tenido presentes todas las consecuencias a que lógica y legítimamente debía llegar, y hubiera informado, como filosóficamente se dice, con ese principio todo su discurso, probablemente el señor Castelar y yo estaríamos en este instante mucho más de acuerdo de lo que podemos estar. Porque, decía, por ejemplo, el señor Castelar, en uno de los arranques brillantes de su elocuencia: no hay otro país que España; y contestando a algunas interrupciones ligeras de la mayoría, no hay otro país que España, donde después de haberse dado ciertos pasos en la política, se den otros, se vuelva, en el estilo figurado de S. S. y dada la inteligencia que su señoría tiene de las soluciones políticas, se vuelva un paso atrás.

Pues sea de esto lo que quiera, la verdad era, y la notoria razón de que eso no se suele ver en otras partes como en España, está en que en otras partes las reformas políticas se imponen por la discusión y por el convencimiento, por el concurso lento y racional del tiempo, y que entre nosotros, para desgracia de todos, suelen imponerse por la fuerza, por la violencia, por las revoluciones que tan elocuentemente ha condenado el señor Castelar. (Muy bien.) ¿Cuándo, en qué país de la tierra, las instituciones levantadas a la sombra de la revolución violenta han sido estrictamente respetadas, después del restablecimiento del orden y del triunfo de las ideas conservadoras? En ninguno. ¿Fue por ventura respetada en toda su integridad la legislación revolucionaria de 1793 por los Gobiernos posteriores? ¿Lo ha sido después la legislación revolucionaria de 1848? ¿Lo fue la transitoria y perecedera legislación que intentó hacer el Parlamento de Francfort, y la que intentaron hacer Austria y Prusia en sus breves revoluciones? Se ha respetado lo que han hecho los Parlamentos; se ha respetado lo que ha hecho la legalidad; se ha respetado lo que se ha realizado, como antes he dicho, con el concurso de la razón y del tiempo; y lejos de constituir España en estos momentos una excepción respecto de este particular, la excepción consiste en otra cosa; la excepción consiste en que jamás, después de una revolución, y sobre todo de una revolución que tan extensos límites ha alcanzado como la última revolución española, jamás ha venido un Gobierno detrás que haya tenido tanto respeto, tan nimio respeto a los hechos creados. Afirmo, pues, lo contrario; directamente, lo contrario de lo que en este particular S. S. afirmaba.

Por lo demás, ¿qué necesidad tengo yo de esforzarme por convencer a los señores Diputados de que, cualquiera que hubiese sido la ley que el Gobierno de S. M. hubiera presentado a la deliberación de la Cámara, el señor Castelar habría hecho una impugnación poco más o menos semejante a la que S. S. ha hecho esta tarde? Cuando se profesan principios absolutos, como los que el señor Castelar profesa, aun cuando esta tarde haya procurado limitarlos por la fuerza y eficacia de otros contrarios; cuando se profesan principios, o mejor dicho, cuando se tienen compromisos absolutos, no hay medio de contentar a los hombres de la escuela que los profesa, con ninguna solución salida de partidos medios, salida de partidos monárquico-constitucionales, como el partido que este Gobierno representa.

He tenido curiosidad, mientras estaba oyendo el discurso del señor Castelar, de pasar la vista por las impugnaciones que S. S. hizo a las leyes del 70, que hace un instante consideraba como el desenvolvimiento necesario de la abolida Constitución del 69; y afirmo, y en caso de duda leeré los elocuentes párrafos de S. S., que S. S. atacó la legislación del 70 en casi iguales términos, con casi las mismas palabras, con igual sentido que ha combatido esta tarde la reforma propuesta.

Su señoría, no contento con el nombramiento de alcaldes en todos los Municipios, se lamentaba de la tiranía y de la centralización, porque veía detrás del alcalde un juez de paz que, en ciertos casos, podía suspender al alcalde en sus funciones y hasta sustituirle; S. S., sobre todo, al ver al lado del Ayuntamiento una Junta municipal, compuesta de contribuyentes, clamaba contra el dinero, contra el censo, disfrazado, según S. S., con aquella forma; y nos lanzaba casi las mismas frases que esta tarde, contra la tiranía del capital.

¡Lección para todo partido monárquico!, ¡lección para todo partido de orden! No; no es posible transacción alguna con el ideal absoluto democrático ni con las ideas absolutas democráticas, aunque estén representadas por un hombre de tanto seso, de tan limpia conciencia, de tanto patriotismo como tiene el señor Castelar. Un paso más acá, un paso más allá, por grandes que esos pasos sean, todo es lo mismo para los hombres de la escuela del señor Castelar. Y por lo demás, señores, ¡qué aristócrata tan trivial, por valerme de esta palabra, qué aristócrata tan trivial nos ha presentado S. S., y cuán sorprendido se quedaría el dicho aristócrata si leyera las elocuentes palabras que contra él ha pronunciado el señor Castelar! Hablo del aristócrata elector del proyecto que está sometido a discusión esta tarde.

Ese monstruo de sangre azul, ese tirano que absorbe las conciencias, ese individuo de una casta cerrada, es el que paga a millares en muchas provincias de España 25 céntimos de contribución anual; es, señores, y perdóneseme lo vulgar de esta frase, es un aristócrata que apenas vale dos cuartos. (Risas.)

¿Por qué, señor Castelar, esta exageración? ¿Por qué levantar tanto (y permítaseme que repita una frase que ya he usado aquí alguna vez), por qué levantar tanto el estilo en estas cosas prácticas que estamos discutiendo? ¿Cuántas otras ocasiones para emplear esa elocuencia magnífica, y esos períodos artificiosos, y esa erudición extensa, podría encontrar el señor Castelar, sin que pudiera repetirle también a él lo que ya he repetido en otra ocasión, el non hic erat locus del poeta latino?

Toda la reforma que el Gobierno trae en la materia, es la de constituir el sufragio mediante el cual se han de elegir los Ayuntamientos, con todos aquellos individuos que poca o mucha, por mínima que ella sea, paguen alguna cuota de contribución territorial, industrial o comercial. ¿Es esto constituir una casta? Pues ¿hay nada más abierto, y sobre todo en nuestro suelo, hay nada más abierto para todo el mundo, hay nada más abierto, y muchos lo pensarán con tristeza, que el derecho a la contribución? ¿Para quién puede estar cerrada la contribución en España, tomándola desde esos tristes límites? ¿Para quién? Para el simple jornalero, para el proletario. Ahora bien; ¿podría decirnos con razón el señor Castelar, aparte de sus compromisos y de sus deberes de escuela, podría decirnos que la ciencia política moderna, aun en sus representantes más liberales, con tal que sean verdaderamente profundos y con tal que verdaderamente estudien el organismo social, sostiene la necesidad de la representación de las clases proletarias? No hace mucho leía yo a uno de los más ilustres que decía: «El proletariado no necesita representantes, sino patrones».

¿Es tampoco cierto que sea un principio de la moderna ciencia política el principio igualitario, aplicado a la representación de la sociedad y de sus fuerzas esenciales? De manera ninguna. Todo el mundo estudia, por el contrario, el modo de que el lado del principio de igualdad absoluta, en cuanto a los derechos individuales por lo que respecta a las funciones públicas que están en relación con el gobierno del Estado, se establezca en lugar de la igualdad individual y atomática, la proporción, la condensación, la representación de las fuerzas populares, cada una con su propia eficacia, con su propia inteligencia, cada una con su verdadero vigor. ¿Por qué confundir los que son derechos individuales con los que son derechos naturales? ¿Por qué confundir aquello a que indudablemente todo el mundo tiene derecho meramente por nacer persona humana, por nacer criatura humana; por qué confundir lo que es verdaderamente común a todas las escuelas liberales modernas, con la organización del Estado y de los poderes del Estado? ¿Por qué pretender que todo el mundo lleve a la organización del Estado igual fuerza, aun cuando no lleve la misma inteligencia, los mismos intereses ni la misma responsabilidad, ni ninguna otra cosa igual por ningún otro orden? Pues éste es el verdadero problema político de nuestros días, aun dentro de las escuelas más liberales.

El sufragio universal igualitario, que en la organización del Estado como poder público, como elemento esencialmente orgánico del Estado, da igual derecho a todos los hombres; ese sufragio universal engendra de una manera natural, necesaria e inevitable el socialismo. Es imposible que pase (como he tenido ya ocasión de decir otras veces), es imposible que pase de ser una mistificación vergonzosa, un instrumento de lo que no es su propia representación; o si no es una mistificación vergonzosa, es imposible que obrando por sí y para sí, el sufragio universal, al cifrar en el número todo el poder de realizar el derecho, no entregue también al mayor número la satisfacción de los goces sociales. ¿Qué pretensión mística es ésta de muchos (y no aludo en esto al señor Castelar), qué pretensión mística es ésta de muchos o de tantos que no creen ni en Dios, ni en los santos, ni en los milagros, ni en nada sobrenatural sobre la tierra, que no creen en la fuerza de las ideas sobrenaturales, que no creen en el vigor que puede dar a la conciencia humana la esperanza de las recompensas y de los castigos mayores, y creen que el hombre, dueño de la fuerza, y en posición de realizar todos sus deseos y hasta sus concupiscencias, puede detenerse ante un ídolo mudo de derecho, sin ninguna personalidad, sin ninguna conciencia, sin ningún porvenir? ¿Qué nuevo género de idolatría del derecho es éste?

Ha renegado el hombre de Dios; ha renegado el hombre de la otra vida, como desgraciadamente ha renegado la masa ignorante en mucha parte del mundo moderno; ha renegado de todo lo que se sobrepone a su vida natural; ¿y queréis que cuando las necesidades urgentes, constantes, inmediatas de esa vida real asoman a su corazón, él las abandone y se sacrifique, y las sacrifique ante el ideal del derecho? Verdaderamente, señores, esta teoría no podría sostenerse por ningún hombre de gran valer, como el señor Castelar lo tiene en el mundo, si todos los hombres de gran valer, al lado de este principio absoluto de derecho, no tuvieran oculto, y más o menos legalmente preparado, pero preparado al fin, el otro principio que S. S. echaba de menos; el principio gemelo de esta especie de derecho, el principio de la fuerza.

Al lado de esa realidad sin creencias, sin verdadero sentido moral, tiene que estar ese poder tan fuerte de que el señor Castelar nos hablaba, ese principio autoritario de que S. S. se vanagloriaba aquí esta tarde, el cesarismo, el verdadero cesarismo; porque ese principio del derecho individual, entendido y explicado de esa suerte y aplicado por medio del sufragio universal, no conduce más que a esto: o a la demagogia o al cesarismo de la fuerza.

Inútil es que los que tanto aborrecéis al cesarismo lo busquéis en otra parte; al cesarismo lo veréis una y otra vez en la historia al lado de la democracia y de la demagogia; el cesarismo es el único medio de evitar la demagogia; es el único medio de sustraerse a las concupiscencias de las masas.

Pues qué, ¿es la primera vez que se ventila esta cuestión en los tiempos presentes, y que se ha ventilado en la historia? Hay un libro que S. S. conoce mucho, que hemos registrado mucho todos los que amamos las ciencias políticas y sociales: La Política, de Aristóteles; un libro muy común por estar muy generalizado. Pues bien, La Política, de Aristóteles, es la historia de la lucha constante entre los pobres y los ricos, entre las democracias abyectas y los cesarismos abyectos también; los cesarismos con el nombre de tiranías, porque andando el tiempo, en otras repúblicas y en el último período de la edad antigua, la tiranía tomó el nombre de cesarismo, pero al fin y al cabo, el cesarismo es la tiranía.

La tiranía, tal como se conocía a manera de una institución necesaria y permanente en las Repúblicas griegas; esta tiranía existe siempre al lado de las democracias, y es su natural y constante correctivo, su forzosa compañera y amiga; y existe, porque en toda sociedad donde la democracia impera, sobre todo, donde la democracia constituye sola el Poder público, no hay más que una cosa: la lucha entre los pobres y los ricos; la lucha por el cambio de fortuna.

Pero ha habido un instante en que el señor Castelar ha descrito con tan vivos colores la descentralización histórica local a la manera antigua, en que ha poetizado e idealizado hasta tal punto la abuela y el templo, que, francamente, cualquier espíritu superficial y no enterado de las condiciones de S. S., que le hubiera escuchado, como yo he tenido el gusto de escucharle esta tarde, le habría creído convertido de repente a los partidos tradicionales.

Su señoría, como luchador hábil, como hombre arrastrado a la lucha por su carácter y por su naturaleza esencialmente oratoria, no se para a mirar los proyectiles que usa en la contienda; los toma donde los encuentra y, a un mismo tiempo dirige sobre los Gobiernos, como ha dirigido hoy sobre el actual, todos los argumentos del tradicionalismo y todos los argumentos de la democracia demagógica moderna.

Si fuera exacto que para la defensa de la independencia de la Nación española hiciera falta el organismo municipal del tiempo de Carlos IV, cosa sobre la cual tendríamos que discutir mucho S. S. y yo, si yo pudiera extenderme tanto esta tarde; si resultara el alcalde de Móstoles absolutamente necesario para explicar la guerra de la Independencia, ¿por qué los antecesores liberales del señor Castelar y los míos también, pues que después de todo, el liberalismo español tiene los mismos antepasados; por qué, repito, han bastardeado tan constantemente, y a mi juicio tan impíamente, la obra sagrada de nuestra historia?

Deber es de los partidos monárquicos españoles, deber es defender, como he defendido yo toda mi vida, que la obra de homogeneidad y simetría que ha perseguido la Europa latina a ejemplo de la Nación francesa, es una obra de verdadera perdición; pero en los partidos democráticos, pero en el partido de la moderna revolución social, pero en el partido del sufragio universal igualitario, pero en la escuela que el señor Castelar representa, no lo comprendo, sino por lo que he dicho antes; porque en el señor Castelar se sobrepone a todo la pasión del combate, y toma a derecha y a izquierda los proyectiles, sin mirar a quién pertenecen.

Las Naciones como algunas que S. S. ha citado con gran placer esta tarde; las Naciones que se pueden citar con placer por todos los partidarios de la Monarquía constitucional constantemente; las Naciones como Inglaterra y como Alemania, que han llevado lenta, sucesiva y paulatinamente sus movimientos políticos; las Naciones que no se avergüenzan de conservar grandes restos de la Edad Media al lado de los mayores adelantos de nuestro siglo; las Naciones que no pretenden la uniformidad; las Naciones que no tienen la adoración de la simetría; las Naciones, sobre todo, que todo lo hacen y realizan por el desenvolvimiento natural de las ideas y de las necesidades del país, y no por violentas sacudidas y constantes revoluciones, estas Naciones, en mi concepto, cuando una vez dan un paso, no suelen tener que volverlo a desandar. En ellas con efecto se realizan todas las que son verdaderas conquistas; y en cambio de esto, esas Naciones vienen mucho después que otras a realizar cosas malas o buenas, pero que ya estas Naciones latinas, que nada han dejado que realizar, no tratan de imitar, ni tienen que aprender, porque ya lo tienen sabido. Ha citado por ejemplo de lo que ha dicho esta tarde el señor Castelar, lo que se ha hecho en una gran potencia por un ilustre hombre de Estado, a quien, dicho sea de paso, le sorprenderá mucho el encontrar hoy al señor Castelar tan correligionario suyo; pero, en fin, esa Nación y ese hombre público a que el señor Castelar se ha referido esta tarde, han podido con efecto destruir la influencia señorial en los Ayuntamientos. Eso al parecer bastaba para que el señor Castelar calificara casi de correligionario suyo al príncipe de Bismarck; pero eso está realizado en España hace muchos años.

¿Qué influencia de señoríos, qué influencia de carácter aristocrático queda hace años en nuestros Ayuntamientos? Si nada puede haber del principio señorial, ¿lo habrá en la ley que ahora se va a votar, tan combatida por S. S.? Lo que el señor Castelar había de probar era que en Prusia, en Alemania o en alguna parte se volviera jamás la espalda a la realidad de la situación; lo que había de probar es que allí como aquí se hubiera de destruir constantemente lo que se había fundado; lo que había de probar es que allí como aquí se intentase por aquellos que a sí mismos se juzgan hombres de orden, matar el orden público y la autoridad que es necesaria para ahogar el poder inmenso de la demagogia o de la dictadura. Esté completamente seguro el señor Castelar de que bajo el mundo de ese hombre público, en política altamente conservador, jamás la administración alemana, ni la prusiana, quedarán de tal suerte, que viéndose desarmadas se lancen en la demagogia; esté seguro también de que en la misma Inglaterra jamás se dará un paso que pueda comprometer lo que es la base necesaria de la libertad, es decir, la completa seguridad del orden social.

Han desaparecido las influencias señoriales y otros derechos de esta especie en Prusia; pero porque estén allí como nosotros sin derechos señoriales, sin ningún resto de la Edad Media; en los países en que ha ejercido influencia la revolución francesa de 1789, que ha producido la nivelación legal y moral que en todos ellos se advierte; en los países que por estar en condiciones semejantes a las nuestras podéis citar como modelos, ¿se hacen cosas distintas en materia de administración y gobierno municipal de las que el actual Gobierno presenta a la deliberación de este Congreso? Esta podría ser una cuestión concreta, una cuestión pertinente, en cuyo examen pudiéramos detenernos todo lo que se quisiera; porque es absolutamente indispensable para dar eficacia a los ejemplos históricos, para citarlos con alguna fuerza en cualquier debate, que esos ejemplos estén en relación con la situación histórica del país, delante del cual se hacen, y en donde se quiere que esos ejemplos sirvan de lección.

No es comparable con nosotros en este instante más que la raza latina; y entre los pueblos de raza latina, no son comparables con nosotros más que los pueblos que están animados desde 1789 por los principios de la revolución francesa; y ya se ha demostrado de una manera victoriosa que esos principios no han sufrido ninguna rectificación importante, porque no podían experimentarla; ya se ha demostrado aquí con repetición que no hay especialmente ningún país de raza latina en que la libertad municipal vaya más allá que el proyecto que presenta este Gobierno. ¿Se quiere encerrar la cuestión en estos términos precisos? Discutámosla entonces.

¿Resulta de la cuestión planteada en estos términos precisos que el proyecto del Gobierno es el más liberal de la raza latina? Pues entonces, ¿a qué necesita esforzarse en defenderlo un Gobierno monárquico y conservador liberal como el que ocupa este banco?

Es muy cómodo querer imponernos todavía tanto y más que nos ha impuesto la historia el espíritu de las Naciones latinas. Es muy cómodo sustentar el espíritu de las antiguas y modernas revoluciones francesas; y cuando después se presentan las consecuencias a que esos principios han conducido en el país que ha sido su cuna, rechazar el ejemplo y citar países y legislaciones que han obedecido a otros principios, que han seguido otros movimientos, y que no tienen, por tanto, con ellos ningún género de comparación histórica. (Muestras de aprobación.)

Nosotros hemos traído aquí el nombramiento de alcaldes por los Ayuntamientos mismos en la inmensa mayoría; y no digo en casi la totalidad por no exagerar, puesto que lo que queda es una minoría relativamente insignificante de los Ayuntamientos. Nosotros reservamos sólo en ciertos y determinados casos a la Corona el derecho de nombrar los alcaldes; es decir, tan sólo en las capitales de provincia y en los pueblos donde haya Juzgados de primera instancia. ¿No es mayor la excepción que queda aún por la última ley de la República francesa? ¿No es mucho más gubernamental todavía lo que en esta materia existe en Bélgica e Italia?

Esté seguro el señor Castelar, esté seguro como yo lo estoy, de que en Italia no se llegará a abandonar por el Poder central el nombramiento de alcaldes. Yo he leído discursos de aquellos hombres de Estado, rechazando en absoluto esa idea, así como rechazan el sufragio universal.

¿Es que no es libre el pueblo belga? Pues en ese pueblo belga no se exige tampoco que el Gobierno abandone este derecho.

Pero decía el señor Castelar: lo raro, lo verdaderamente contradictorio y hasta absurdo, es que déis el nombramiento de alcaldes al Gobierno en las grandes poblaciones y no lo conservéis en las pequeñas. Pues bien; el señor Castelar debe tener en cuenta que estas leyes, como todas las leyes constitutivas y orgánicas, son para los Gobiernos verdaderamente constitucionales, leyes de transacción. El señor Castelar debe saber, porque he profesado esta opinión altamente muchas veces y la profeso con sinceridad profunda, que la misión de los hombres de estado y de gobierno no es realizar su ideal, sino acercarse lo más posible a él en cada momento histórico, teniendo en cuenta ante todo la realidad de los hechos. (Grandes muestras de aprobación.)

Digo esto porque si yo hubiera de traer mi ideal en este instante, no temo decirlo, mi ideal sería que siendo como es el alcalde, al mismo tiempo que representante de los intereses administrativos y municipales, representante directo del Poder ejecutivo, del Poder irresponsable de la Corona, representada por su Consejo de Ministros, responsable ante el país, todos los alcaldes recibiesen del Poder real su investidura.

Se olvida por completo la naturaleza mixta de los alcaldes en la organización municipal y administrativa. Se olvida por completo, a causa de haberse repetido tantas veces, lo que en la Nación vecina tanto se ha tenido en cuenta para sus últimas resoluciones por los mismos republicanos: se olvida el carácter mixto de estas autoridades.

Si fuera posible crear en cada grupo de población dos autoridades distintas, una pura y simplemente encargada de la administración del Municipio, otra representante del poder responsable del Gobierno, de la autoridad Real, entonces sería fácil resolver la cuestión. Pero como no es posible; como sería onerosísimo y en muchas partes impracticable el colocar en cada pueblo dos autoridades, una representante del Poder real y otra representante del poder municipal, de ahí que fuera ya una solución media de grande transacción el nombramiento de alcaldes por el Gobierno dentro de los elegidos por el pueblo.

A esta grande transacción obedecían la ley antigua francesa y las leyes de 1845 formadas por el inolvidable señor marqués de Pidal. Y la razón es muy sencilla y muy liberal. ¿No es cierto que ante las Cortes el Gobierno es responsable siempre de todos los actos del Poder ejecutivo? ¿Sí o no? ¿Sí lo es? Debe tener libre el nombramiento de todos sus representantes en la escala completa, desde los Ministros responsables hasta el último grado. ¿No lo es? ¿Se le quita esta responsabilidad al Gobierno en el ejercicio del Poder ejecutivo en toda su extensión? Pues entonces únicamente es cuando se puede sostener que la autoridad de los alcaldes en su nombramiento debe ser independiente del Poder real.

Pero como he dicho antes, éstas son siempre cuestiones de transacción, y ya se hizo una España, como se había hecho antes la misma en el extranjero, en la legislación de 1845 nombrando una autoridad de origen mixto, porque habiendo de recaer el nombramiento de alcalde precisamente en una persona elegida por el pueblo, resultaba nombrado a un tiempo el alcalde por la autoridad real y la autoridad popular.

Pues esta otra transacción va más lejos y se funda, no ya en un principio absoluto, sino en la naturaleza de los hechos. No es frecuente, no es práctico, no es quizá posible que en los pueblos de corto vecindario las funciones, ya muy inferiores, del Poder ejecutivo que hasta allí llegan, sean combatidas o contradichas por un alcalde; por si lo son, el Gobierno mantiene en este proyecto de ley, como no podía menos de mantener, el derecho de separar a ese alcalde; y teniendo este poder de separación, no es ciertamente probable que un alcalde de un pueblo pequeño, que haya de ser elegido por el Ayuntamiento, se niegue a ejecutar o ejecute con negligencia o con mala voluntad los acuerdos del Poder central.

Pero esto que se puede afirmar respecto de los alcaldes de las pequeñas poblaciones, ¿puede afirmarse también respecto de los alcaldes de las poblaciones grandes? Si el Gobierno ha de ser responsable, si el Poder ejecutivo ha de ejercitar su acción en toda la esfera de la ejecución de las leyes, es preciso que no se encuentre con representantes republicanos o carlistas encargados de ejecutar los de la Monarquía constitucional. Yo llego en principio hasta la idea de que un republicano o un carlista puede administrar bien los intereses puramente municipales; hasta ahí llega mi imparcialidad; ¿pero habrá quien sostenga que puede ser representante leal del Poder real y de un Ministerio monárquico-constitucional para la ejecución de las leyes, un alcalde republicano o un alcalde carlista? Esto es completamente absurdo, y porque es absurdo hay que resolver la cuestión de una manera media, que es la siguiente: donde quiera que un Ayuntamiento nombre funcionarios leales al Poder ejecutivo, el Gobierno no los nombrará, porque el Gobierno no tiene, por este proyecto de ley, obligación de nombrarlos; lo que tiene es el derecho de separarlos cuando esa elección recaiga en una persona que no merezca la confianza del Poder ejecutivo, y el de nombrarlos en las poblaciones en que la representación del Poder ejecutivo, en que la ejecución de las leyes ofrece dificultades importantes, como sucede en las grandes poblaciones y en las que por ser cabeza de partido judicial hay más necesidades de orden público y más relaciones jurídicas.

Pero hay además otra consideración: el alcalde de un pueblo pequeño no administra sino pequeños caudales y los alcaldes de pueblos grandes y de importancia suelen administrar grandes presupuestos; y ¿es posible romper en un país la unidad del impuesto? ¿Es posible en un país entregar las fuerzas contribuyentes a la administración de 9.000 autoridades distintas? ¿Es posible crear hasta ese extremo una anarquía, que en un desenvolvimiento lógico y extremo puede llegar hasta la anarquía industrial y contributiva de la Edad Media? ¿No es absolutamente necesaria la tutela del impuesto por parte de la autoridad pública? ¿Es que se pueden entregar los grandes presupuestos municipales a personas que no tengan de alguna manera la confianza del Gobierno? Esto constituye también un punto de vista digno de tenerse en cuenta para explicar la diferencia que tanto le sorprende al señor Castelar; y esto muestra de qué manera, cuando lo que se busca son transacciones con la realidad, es preciso separarse de los rigores de la lógica, que en esta cuestión echaba de menos el señor Castelar esta tarde: que si a la lógica fuéramos, si esto no constituyera, como repetidamente he dicho, una transacción con el estado de las cosas y con sus antecedentes entonces, yo lo reconozco, no habría un principio más lógico que el del proyecto de ley: principio que es lo que constituye mi ideal, el nombramiento de toda autoridad que represente al Poder ejecutivo por el Poder ejecutivo mismo, por la Corona o por los representantes de la Corona.

No sé yo si el discurso del señor Castelar, aparte de su gran desenvolvimiento teórico, contiene alguna impugnación concreta del proyecto de ley, distinta de ésta que se refiere al nombramiento de alcaldes por dos sistemas diversos. Respecto de las atribuciones de los Ayuntamientos, respecto de su misma facultad de imponer, respecto del examen de sus cuentas, respecto de otros pormenores administrativos, todos ellos importantes tratándose de esta materia, nada le he oído a S. S.; y aun cuando no he tenido el placer de oír todo su discurso, tengo por cierto que no ha dicho nada, como me parece que S. S. mismo acaba de indicármelo con un movimiento de cabeza. Por lo que hace relación a otros particulares; y reducida su impugnación concreta al nombramiento de alcaldes y demostrado lo que es en esta materia el derecho, lo que es la doctrina, estando dispuesto a entrar con S. S. en un debate especial para demostrar que la ley de Ayuntamientos de esta Monarquía constitucional es la más liberal de la raza latina de Europa en la actualidad; dicho todo esto y expuesto todo esto, nada me parece que me queda por contestar. Lo único que he de decir para terminar este breve discurso, reanudando en esta última y breve consideración lo que al principio dije, es que ya que S. S. tanta lógica desea en los demás, ya que S. S. quiere que los principios puros se realicen; ya que quiere que se desenvuelvan en todo tales como la mente los concibe, yo le invito a que formule de una vez concretamente sus principios y aplique después también estos principios mismos a todas sus consecuencias. Pues que S. S. quiere que la libertad, no la democracia, que es cosa bien distinta y a veces contraria a la libertad; puesto que S. S. quiera que la libertad se arraigue, se desenvuelva y se consolide para siempre en las instituciones españolas, formule de una vez sus principios y ponga estos principios en consonancia con sus consecuencias. Porque querer S. S. un poder de grande autoridad; querer un poder de gran fuerza, un poder muy duro para contener la licencia; querer S. S., como en otras ocasiones ha dicho, un grande ejército, mucho ejército; querer, como también nos dijo, carabineros, muchos carabineros; querer, como igualmente indicó, Guardia Civil, mucha Guardia Civil; y después de tantos quereres, digámoslo así, verdaderamente necesarios y verdaderamente simpáticos a la mayoría y al país de orden, abrir portillos por todas partes para que fácilmente penetre por ellos la demagogia a destruir el edificio entero, es hacer una cosa que verdaderamente no es digna de su grande espíritu de sistema, de la gran profundidad de sus concepciones políticas; es hacer una cosa que le tendrá constantemente en una gran inconsecuencia y en una gran contradicción.

Por el camino de los Ayuntamientos independientes, tales como al parecer los quiere S. S., único resabio práctico y administrativo que al parecer conserva de su escuela; por el camino de los Ayuntamientos autónomos, tales como S. S. parece que los ha defendido esta tarde, se va directamente al federalismo y no se va a ninguna otra cosa. Hacer Ayuntamientos independientes, hacer alcaldes independientes, hacer cuerpos políticos independientes, como sin duda quiere S. S., aunque no se ha explicado claramente sobre este asunto; hacer todo esto y querer que todo esto sea compatible, que todo esto sea contemporáneo de ese poder fuerte, de ese freno poderoso, de ese poder autoritario que S. S. proclama, es sencillamente un gran imposible; porque los sistemas en su conjunto, en sus puntos esenciales, no en sus detalles accidentales, necesitan estar lógicamente formados. Sólo así, sólo estando formados lógicamente en los puntos esenciales pueden ser constantemente eficaces y por eso los sistemas políticos y gubernativos hay que empezar a construirlos por su cimiento, por su base, para que puedan levantarse si es necesario hasta las nubes.

Empiece, pues, S. S. la edificación del nuevo templo en que viene empleando sus colosales fuerzas, empiece la edificación de ese nuevo templo del orden que medita, por defender el orden respecto de los Ayuntamientos; empiece S. S. por no querer que ese orden, que tan poderoso quiere que sea en la cabeza, sea enteramente ineficaz, sea completamente deleznable en la base; y de esta sola manera S. S. logrará sus patrióticos deseos y yo acabaré de tener el gusto de estar en lo más esencial enteramente conforme con S. S.




ArribaAbajoPrerrogativas del Rey respecto del mando del Ejército

(Intervenciones de Salamanca y Cánovas)


DSC de 2 de julio de 1877


El señor SALAMANCA Y NEGRETE: Acepto gustoso la ocasión que el señor Presidente del Consejo de Ministros me ha facilitado para entrar a la vez en las dos discusiones; esto era lo que yo deseaba, porque así perderemos menos tiempo.

Señores, vamos a tratar de una discusión que tuvo lugar el martes en esta Cámara y sobre la cual no pienso volver ni incidentalmente, ateniéndome tan sólo a las apreciaciones que respecto a la ordenanza hizo el señor Presidente del Consejo, a menos que me vea impulsado y obligado a ello, en cuyo caso tendré el deber de corresponder y de acudir al terreno a que se me llame.

Las afirmaciones que hizo el señor Presidente del Consejo de Ministros con respecto a la ordenanza son las siguientes, y las voy a recordar al Congreso, porque es natural que no se acuerde ya de ellas y sobre ellas precisamente va a versar la discusión, porque yo creo que las afirmaciones que S. S. hizo son contrarias en su espíritu y en su letra a la ordenanza. No es un deseo de exhibirme el que me trae a esta discusión; conozco mi impotencia y mucho más frente a la erudición, la fácil palabra y el talento del señor Presidente del Consejo de Ministros; pero los militares somos los menos en esta Cámara, y en la oposición todavía somos más contados, y si una afirmación de esta especie hecha en la Cámara pasara desapercibida por un Diputado de la oposición que es a la vez general, podría producir un efecto lastimoso en el ejército, o indicaría que yo ignoraba lo que tengo el deber de saber. Si en una Cámara en que los letrados fueran los menos yo dijera una herejía de derecho político o de derecho civil, sucedería lo mismo; el señor Presidente del Consejo de Ministros no podría dejarla pasar sin hacerse cargo de ella.

Las afirmaciones de este Gobierno con respecto a la ordenanza son las siguientes:

«Pero en todo caso, no se discute en este punto particular ni en este incidente una mera cuestión de conducta, que tendría menos importancia; se ha tocado a un punto que la tiene más alta y el Gobierno no discutirá sobre ella; hará una sola afirmación que mantendrá delante de los representantes de la Nación española y que no abandonará sino cuando los representantes de la Nación española den un fallo contra él. El Gobierno hace la afirmación de que se considera, de que considera al Poder ejecutivo, a S. M. el Rey, que es fuente de ese poder, y al Ministro de la Guerra, su Ministro responsable en este ramo, jefe absoluto del ejército para dictar esa medida y todas las medidas, absolutamente todas que su disciplina y su buen orden reclamen; y añade, que sobre esto no admite discusión; que deja que todo el mundo diga lo que quiera, porque para eso cada cual está en su derecho, pero que él también está en el derecho de callar y sobre eso callará, cuanto tenga por conveniente. Bástale al Gobierno afirmar a la faz de los representantes del país y a la faz de la Nación, que es su opinión que el Ministro de la Guerra, a nombre de S. M. como jefe supremo del ejército, tiene facultades absolutas para conservar el orden, la concordia y la disciplina en las filas del ejército...»

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Comenzaré por hacerme cargo de la indicación que ha hecho el señor Salamanca, referente a los que están padeciendo penas en los establecimientos penitenciarios por motivos políticos.

Debe saber S. S. que S. M. el Rey ha ejercido con grande amplitud su derecho de gracia en esta materia, y que hace ya bastante tiempo que se vienen resolviendo todas las solicitudes que se hacen por los reos meramente políticos, de una manera beneficiosa y favorable a los mismos. No solamente se ha hecho esto respecto de aquellos sobre quienes había recaído sentencia firme, sino que dictada con anuencia del Gobierno de S. M. y sancionada por S. M. hay una ley que permite al Gobierno sobreseer también en todos los procesos que no estén terminados; y el Gobierno viene aplicando esta ley en el sentido de conceder constantemente el sobreseimiento siempre que sola y únicamente se trate de motivos políticos. Si hay interesados que no hayan acudido al Gobierno pidiendo la aplicación de esta gracia en los términos en que está concedida, el Gobierno no lo sabe; pero desde luego presta crédito a las indicaciones del señor Salamanca. Se informará sobre ello y teniendo presentes las medidas de que antes he hablado, medidas bastantemente generosas que no han tenido lugar tan pronto en ningún país que ha sido víctima de discordias políticas, adoptará las resoluciones convenientes.

Sobre este punto el señor Salamanca debe saber, y sabe seguramente, que la benignidad se ha llevado y se lleva en España a términos a que no se lleva en ningún otro país del mundo. Ejemplo tiene, sin ir muy lejos, en alguna Nación vecina, donde ha habido también turbulencias políticas y donde la mera palabra de amnistía ha producido trascendentales resultados políticos o ha contribuido a que se produzcan. Entre nosotros, y sobre todo después del feliz advenimiento de S. M. el Rey, todo ha sido generosidad, todo ha sido olvido, y la tendencia constante del Gobierno, acomodándose a los sentimientos benévolos de S. M., ha sido que no continúen por lo general sufriendo el castigo sino aquellos que al extravío político y a la falta política han añadido la perversidad necesaria para cometer verdaderos delitos comunes.

Dejando aparte ya estas indicaciones, con las cuales me parece que debo haber dejado satisfecho al señor Salamanca y ofreciéndole concretamente que el Gobierno se ocupará en examinar esos hechos especiales a que se ha referido, voy a entrar de una manera directa y del modo más breve que me sea posible, en lo que forma el verdadero asunto de su interpelación.

Ha referido el señor Salamanca los hechos que tienen relación con su interpretación de una manera exacta, como no podía menos, pero sin tener presentes circunstancias que sin duda S. S. no puede apreciar y que debo apreciar yo, pues que las conozco.

Cuando tomé yo la palabra el otro día para resumir un cierto debate y pronuncié las que S. S. ha tenido por conveniente leer esta tarde, en realidad yo no conocía el debate anterior. Llegué cuando ya el señor Salamanca había hecho uso de la palabra; estaban usándola con extensión otros oradores, y yo me hice cargo de la cuestión en el estado en que la encontré a mi llegada y según pude tomar conocimiento de ella desde el instante en que penetré en el salón.

No intenté, pues, y es la única utilidad que puede tener este recuerdo de los hechos, no intenté entonces entrar con S. S. en un debate especial y concreto sobre la ordenanza.

Yo tengo cierta afición a los estudios militares por la conexión que tienen con los estudios históricos: he leído las ordenanzas antiguas y las modernas; en honor de la verdad, algo más las antiguas; pudiera tal vez haber entrado en una discusión de este género con la misma competencia con que otros muchos señores que no pertenecen a las carreras civiles abordan cuestiones de derecho público, de derecho constitucional, de administración y de toda clase de cuestiones. Pero con eso y todo y voluntariamente no hubiera yo entrado en un debate sobre la ordenanza porque siempre me hubiera parecido que era algo extraño a mi posición y a mis hábitos.

No traté, pues, en aquel momento de abordar la cuestión concreta de la ordenanza, que el señor general Salamanca había provocado, sino otra de más importancia, otra de derecho constitucional. Quería yo, como era mi derecho y mi deber, fijar aquí lo que entiendo que es la prerrogativa del Rey, y la forma en que esa prerrogativa del Rey puede ejercerse respecto del mando del ejército; cuestión distinta de la especial y concreta de la ordenanza, cuestión de mi perfecta competencia.

Habíame parecido a mí, no ya sólo por lo que oí del debate, sino por otras manifestaciones de la opinión pública y hasta por conversaciones particulares, que generalmente no se tenía bastante en cuenta lo que es el derecho del Rey y lo que es la prerrogativa de la Corona en el mando del ejército según la Constitución vigente; y como desde el punto y hora en que me levanté anuncié que iba a ver si podía resumir la discusión en su totalidad y plantearla en sus verdaderos y concretos términos, naturalmente había de hacerme cargo también de esta parte de la cuestión, o sea, de la prerrogativa del Rey respecto del mando de la fuerza armada y de la forma con que esta prerrogativa puede y debe ser ejercida.

Establecidos así los hechos, necesito en el día de hoy, para contestar a la interpelación del señor general Salamanca, para no alargar el debate y para no multiplicar discursos, entrar ya de lleno en él aunque, como he dicho antes, todo lo brevemente que me sea posible.

Pero es lo regular que una vez provocado el debate en la forma en que lo ha provocado el señor general Salamanca, no me limite ya a tratar la cuestión dentro del texto de la Constitución del Estado, sino que la trate en su totalidad para mayor esclarecimiento. Espero, pues, que no extrañará el señor general Salamanca ni extrañará nadie, que hable también en el día de hoy de la ordenanza.

En una cosa estamos felizmente de acuerdo el señor general Salamanca y yo, como no podíamos menos de estarlo, y es que la Constitución vigente reconoce en el Rey respecto del ejército mayor autoridad que la que expresamente le reconocían las Constituciones anteriores. No ha sido esto obra casual; ha sido obra meditada de la comisión de Constitución; ha sido el resultado de la convicción que aquella comisión formó, y que está representada de una manera expresa en el resto de la Constitución del Estado.

El Rey tiene, como el señor general Salamanca ha dicho, el mando y es el jefe supremo del ejército; pero ¿qué quiere decir esta declaración de la Constitución, y con relación a qué esta declaración de la Constitución está hecha? Esta declaración de la Constitución está hecha al tratar de la división de poderes y al definir y determinar lo que a cada poder le corresponde, para que quede claro y expreso que sólo al Poder real le toca mandar y disponer sobre todo cuanto atañe al ejército, al orden y a la disciplina del ejército.

Para esto y para que en la división de poderes y en la determinación de sus facultades respectivas no haya confusión, además de la prerrogativa incondicional que tiene el Rey de nombrar y separar sus Ministros, y además de la prerrogativa incondicional también de la sanción, se ha establecido en la Constitución en iguales términos la de mandar y disponer lo conveniente a la fuerza armada.

Pero no hay ningún artículo en la Constitución que pueda leerse solo; y no ya en la Constitución, sino en ninguna ley; las Constituciones como leyes fundamentales, y toda ley de por sí, tienen enlace entre sus artículos; el pensamiento de unidad que naturalmente tiene que informarlos está repartido en distintas declaraciones jurídicas. El artículo que determina que el Rey es jefe supremo del ejército y que tiene su absoluta y libre disposición, está al lado, está después (que es más todavía) de este otro que es el 49 de la Constitución, y dice de esta manera: «Ningún mandato del Rey podrá llevarse a efecto si no está refrendado por un Ministro, que por sólo este hecho se hace responsable»; lo cual quiere decir que esa prerrogativa Real, que esa prerrogativa absoluta delante de las prerrogativas de otros poderes, tiene sin embargo que ejercitarse bajo la responsabilidad del Ministro, tiene sin embargo que cumplirse bajo la firma de los Ministros responsables. Por eso tuve yo el otro día buen cuidado de no hablar sólo, ni por un instante siquiera, como el señor Salamanca recordará, de las facultades de S. M. el Rey; hablé siempre de las facultades de S. M. el Rey, realizadas, ejecutadas, cumplidas por medio del Ministro de la Guerra.

Esta es, y a mi juicio no puede ser otra, la doctrina constitucional; ésta es la doctrina que resulta de estos dos artículos juntos; doctrina que puede resumirse en estas palabras: «El Rey, bajo la responsabilidad de su Ministro de la Guerra, es jefe absoluto del ejército y tiene el mando supremo del ejército». Pues siendo como es éste el texto constitucional, ¿hay algo que le contradiga, hay algo que impida su realización en lo que se llama las ordenanzas del ejército? Observad una cosa, señores Diputados; observad que el señor Salamanca, que ha señalado los límites de la obediencia militar; que ha explicado los derechos de los militares en particular en ciertos casos; que ha expuesto las facultades que les asisten para reclamar en otros, siempre, siempre ha partido del Rey abajo, siempre ha explicado sus límites y ha determinado estos derechos del Rey abajo; porque el Rey por las ordenanzas antiguas, como por las vigentes todavía, como por la actual Constitución del Estado, ha estado siempre, en el mando del ejército, por encima de todos esos límites y de todas esas consideraciones. Un solo límite, que casi es inútil recordar aunque el señor Salamanca le ha recordado oportunamente, un solo límite tiene en esto el Rey, lo tiene hoy y lo tendrá siempre, como lo tendrá toda autoridad humana; éste es el límite de lo debido.

No hay, no ha existido, no puede existir en nadie una autoridad de tal manera absoluta y arbitraria, que pueda mandar lo que es justo y lo que es injusto, lo que es conveniente y lo que es inconveniente, sin tener en cuenta las prescripciones de la razón. A esto, ciertamente, ninguna autoridad puede llegar; y si llega porque las leyes le dan medios para ello, llega injustamente, llega abusivamente, llega violentamente, y si no quebranta ninguna ley expresa, concreta y positiva, quebranta por lo menos la ley natural. Por consiguiente, claro está que ni según las ordenanzas, ni según la Constitución vigente, puede mandar el Rey lo que es inicuo, lo que es injusto, lo que es abusivo, porque esto no lo puede hacer nadie; y aun cuando los límites de la potestad no estén en ninguna parte expresos para esclarecer esos límites, esos límites en todas partes se levantan para poner coto al abuso en nombre de la justicia.

Pero evidentemente aquí no se discute nada de esto, señores; aquí no se trata ni se ha tratado nunca de actos que tengan estos caracteres; y en la exposición rápida y breve que hice yo de doctrina el otro día, nadie sin injusticia podrá tacharme de haber querido llevar tan lejos el derecho del Rey ni de sus Ministros responsables.

Concretando ahora la cuestión al terreno de las ordenanzas y viniendo ya de esta manera a lo que forma especial asunto de este debate, ¿qué es lo que las ordenanzas quieren desde el principio hasta el fin? Las ordenanzas quieren que se haga todo, que se cumpla todo, que se obedezca en todo «lo que importa al Real servicio»; lo cual deja por de pronto fuera de cuestión todo aquello que al Real servicio no interesa. De suerte que, con efecto, quien quiera que mande algo a un oficial o a un soldado, algo que no tenga absolutamente nada que ver con el Real servicio, le manda una cosa injusta y fuera del espíritu y límite de las ordenanzas. Si se mandara, por ejemplo, a un soldado o a un oficial que asistiera a tal teatro precisamente, que se divirtiera en tal función especial, sin deseos de divertirse, cometería aunque en asunto poco pecaminoso, pero cometería de todas maneras una grande injusticia.

Pero ¿qué es el Real servicio de que tratan las ordenanzas? ¿Qué es ése mi Real servicio que dicen textualmente algunos de los artículos que nos ha leído el señor general Salamanca esta tarde? ¿Es que esta frase es privativa de las ordenanzas militares o del servicio militar? Lo niego; no sé tampoco si lo afirma el señor Salamanca; lo niego en hipótesis, porque no sé si S. S. lo afirma. El Real servicio en aquel tiempo era frase sinónima de servicio público, ni más ni menos; todo lo que hay se llama servicio público, servicio de la Nación, todo eso se llamaba en aquel tiempo Real servicio; de manera que por intereses particulares, por motivos puramente particulares o personales que no tocan al servicio público que es el Real servicio, nadie puede con efecto, absolutamente nadie, puede mandar según las ordenanzas. Pero si no se trata de intereses o razones privadas; si se trata de intereses públicos y de grandes intereses públicos, yo digo y sostengo que eso es Real servicio en toda la plenitud de la frase.

Claro está que por punto general, como que en las ordenanzas de lo que se trata expresamente es del servicio público en lo relativo a las cosas militares, claro está, repito, que a este servicio público se aplican las frases por lo general. Pero no existe en las cosas del gobierno nada de tal manera solidario, aislado y disgregado de todo lo demás, que no dé lugar a cuestiones en cierto modo mixtas; no se ha podido segregar de estas condiciones ninguna de las leyes especiales; ni ha podido salirse de ellas el derecho canónico ni puede salirse de ellas el derecho militar: hay cuestiones de esta naturaleza mixta que están bajo un principio de unidad, y ese principio de unidad, como he dicho antes, es aquí el servicio público, el servicio del Estado.

Relacionando yo de alguna manera esta doctrina con el hecho de que se trata, para que nos entendamos más fácilmente, yo quiero hacer una pregunta al señor Salamanca, pregunta que quizá resuelva S. S. en sentido afirmativo. Ha leído, por ejemplo, S. S., tratándose de lo que es la obediencia en los militares, el artículo relativo (ha empezado por ahí S. S., y ha hecho bien, porque era empezar por el principio), el artículo relativo a los soldados, y hemos visto que a un simple soldado raso por ese artículo se aplica la frase de que lo que se le mande ha de ser en cosas del servicio: pues mi pregunta es ésta: ¿es que el señor Salamanca, mandando una división o una plaza no se creería con derecho a impedir que los soldados de la guarnición fueran a algún sitio público, donde pudiera haber alguna sospecha más o menos remota de que iba a provocarse un motín? ¿Es que ha habido nunca ningún general mandando plaza, o ningún coronel de regimiento que no se haya creído autorizado para prohibir a esos soldados, amparados por el principio de que sólo se les puede mandar lo que interesa al servicio público, la asistencia a un lugar donde haya motivos racionales para creer que se podía alterar su disciplina? Pues yo creo que el señor Salamanca, si se encontrara mandando una plaza en una situación tal como la que yo he indicado; si supiera que había un sitio dado, donde por condiciones especiales se trataba de corromper a la tropa o de colocarla en una situación impropia, en una situación tal que la desmoralizara; yo creo que S. S. no acudiría al remedio supletorio que parece que nos ha indicado aquí, de detenerla en los cuarteles sin salir a parte ninguna, porque pudiera ser larga la necesidad de la prohibición y resultar cruel ese remedio, y resultar que, por evitar que los pobres soldados fueran a un punto determinado, no pudieran ir a ningún otro jamás.

Yo creo que el señor Salamanca, para evitar este daño, no pondría precisamente sobre las armas a las tropas no habiendo una absoluta necesidad; yo creo que S. S. obraría con prudencia y creyendo que obraba dentro del espíritu de la ordenanza prohibiendo a esos soldados ir al sitio que pudiera considerar peligroso, y tengo la seguridad de que si esos soldados le desobedecieran, S. S. sería con ellos severísimo, porque eso está en relación con los antecedentes de todo buen militar. ¿Hace en cuanto a esta frase alguna diferencia la ordenanza entre la obediencia que prestan los simples soldados y la que prestan los oficiales; o la frase del Real servicio es exactamente la misma y lo mismo se repite en unos casos y otros? ¿No le parece al señor Salamanca, y éste fue el sentido de mis declaraciones de la otra tarde, que en cada época las legislaciones todas, y aun la militar, tienen necesidad de amoldarse a las circunstancias de los tiempos, tienen necesidad de interpretarse y de aplicarse según las exigencias de esos tiempos mismos?

Dada esta verdad, fundamental siempre que de leyes y de cosas jurídicas se trata, ¿son estos tiempos en que convenga sostener que los simples soldados no deben obedecer en casos semejantes? ¿No cree el señor Salamanca que eso que reclama para los oficiales, reclamado para los soldados podría producir antes de mucho la completa anarquía en el ejército? (El señor Salamanca hace signos negativos.) Su señoría me dice que no: veo, pues, que éste es un caso en que cada cual en uso de su derecho se quedará con su opinión: el señor Salamanca cree que no, y yo acudo al juicio de los señores Diputados y al del país para que le examinen y me digan cuál sería la situación de los jefes y coroneles de los regimientos que se encontraran con la prohibición de poder mandar a los simples soldados en el asunto a que acabo de referirme; y si esto, como creo, no ha existido nunca, y si esto, como creo, no ha sido el espíritu de la ordenanza en el tiempo en que se hizo, yo apelo a los señores Diputados para que me digan si son éstos que hemos conocido y conocemos los tiempos más a propósito para interpretar la ordenanza en semejante sentido.

Pero sobre esto de interpretar dirá tal vez el señor Salamanca: es que la ordenanza no se puede interpretar, que hay que aplicarla literalmente; me parece que S. S. lo ha dicho con bastante claridad, y aunque no lo hubiera dicho, yo lo supondría, porque eso es cierto en alguna medida o en mucha medida, si bien no en toda la medida que el asunto tiene. Eso es verdad hasta el Rey; aquí tengo las reales órdenes sobre el particular que forman parte de las ordenanzas. (El señor Salamanca: Las conozco.) Ya sé que S. S. las conoce; y sin embargo, permítame que le diga que no las ha citado con exactitud, porque ha dicho, como los señores Diputados recordarán, que el Rey se había reservado para sí el derecho de interpretar la ordenanza, pero eso en raras ocasiones, y no hay tal cosa; la Real Orden publicada no mucho después de las nuevas ordenanzas no hace distinción alguna; el sistema de la ordenanza en este punto es el siguiente: nadie en el ejército tendrá el derecho de interpretar la ordenanza; todo el mundo tendrá absoluta necesidad de aplicarla literalmente; pero yo el Rey (que actualmente es el Rey con el Ministro de la Guerra) puedo adicionarla, puedo explicarla, puedo interpretarla libérrimamente siempre que lo tenga por conveniente.

Por tanto, S. M. el Rey, y en su nombre, como dije el otro día, el Ministro de la Guerra, responsable de todos los actos de S. M., y sin cuya firma no puede cumplirse ningún mandato del Rey según la Constitución del Estado, tiene un pleno y absoluto derecho para interpretar la ordenanza. Esto es lo que resulta de los textos, y ésta, aunque sea cuestión militar, es en cuanto a la interpretación de los textos y del sentido general de los textos mismos, una cuestión jurídica, una cuestión de derecho. Ahora bien, yo digo y sostengo que los textos son éstos, y que quien quiera que otra cosa entienda podrá tener más o menos razón en derecho constituyente, en doctrina, pero no en el derecho escrito. Los textos son éstos que yo digo y no otros; y el de la ordenanza, unido al de la Constitución vigente del Estado y a los artículos que necesariamente tienen que juntarse para que la expliquen, dicen esto y no más que esto. Mantengo, pues, como única doctrina constitucional en mi sentir, la doctrina que el otro día he expuesto: si fuera necesario que S.M. el Rey en esta clase de cuestiones dictara medidas generales de administración y de gobierno interior del ejército, las dictaría con pleno derecho, siempre con el refrendo y bajo la firma de su Ministro de la Guerra.

Si esto no es necesario, porque las cuestiones puedan resolverse en casos aislados, o porque la costumbre o la jurisprudencia las traen ya resueltas, la Corona continuará en efecto usando de su prerrogativa constitucional, del derecho que las ordenanzas vigentes le conceden para hacer todas aquellas interpretaciones que sean indispensables. No tendrán, porque no pueden tener, esta facultad los capitanes generales ni ninguna otra autoridad inferior, a quien no reconoce esta facultad la ordenanza, sin embargo de que se ha reconocido a algunas, y hay también una Real Orden concediendo a los capitanes generales, sin perjuicio de consultar inmediatamente, la facultad de interpretación de los casos dudosos de las ordenanzas; pero como posteriormente a esa Real Orden que tengo aquí, hay otra en que vuelve a repetirse que el Rey es el único que puede y debe interpretar las ordenanzas, no creo que hoy pueda ya mantenerse la primitiva Real Orden. Es, pues, mi opinión, fundada en los textos, que este derecho no lo tiene hoy más que la Corona con sus Ministros responsables.

Sobre la otra cuestión a que se ha referido el señor general Salamanca, voy ante todo a recordarle un simple antecedente, seguido de otros más conocidos, aunque el primero no sea de todo punto desconocido tampoco. Este antecedente es que el primero que dio cuartel a un general para un punto lejano de la corte por motivos políticos fue nada menos que don Agustín Argüelles, que no era ningún déspota; y se lo dio por cierto al general Riego, el cual, después de haber proclamado la Constitución y las libertades públicas en la isla, como todo el mundo sabe, quiso continuar con su iniciativa en las cosas públicas hasta un punto que el señor don Agustín Argüelles encontró inconveniente para los intereses públicos y que reprimió de esa manera severa.

Desde entonces hasta ahora no ha habido ningún Gobierno, distinguiéndose en ello muchos de los más liberales, que no haya interpretado sus facultades en este sentido. En todos los tiempos desde entonces acá, y va ya más de medio siglo, los Gobiernos han dispuesto de la situación de los generales de cuartel como han tenido por conveniente al bien del estado, al Real servicio, que es, como digo, en su alta expresión, el servicio del Estado ni más ni menos.

Esta jurisprudencia, practicada desde el año 21 ó 22 hasta ahora, es decir, por espacio de más de medio siglo, el Gobierno de S. M. debe ser franco, no está en opinión de modificarla. Cuando las cosas llevan todo este tiempo; cuando han sido aceptadas tácita o expresamente por todos los partidos y por todo el mundo, estas cosas constituyen derecho, y más cuando de lo que se trata es de si los textos de las ordenanzas han dado o no siempre la facultad al Gobierno de realizar tales hechos. El texto de la ordenanza dice eso, porque la práctica de cincuenta años lo viene diciendo después de todo sin ninguna protesta, como no sea (no recuerdo otra) la protesta que en este instante hace el señor general Salamanca; pero, en fin, si ha habido otras, no han sido ni muy ruidosas ni muy enérgicas, porque yo llevo ya bastante tiempo en la vida pública y no las recuerdo; y en último término, si la protesta ha existido, ha sido inútil, porque digo y repito que todos los Gobiernos, incluso los más liberales, han venido constantemente ejercitando esa facultad.

El señor general Salamanca se fija mucho en que los Gobiernos pueden equivocarse en estas medidas gubernativas, y en que puede padecer algún inocente.

Francamente, señores Diputados, y esto no se dirige especialmente al señor general Salamanca, sino que es un punto de vista que expongo porque realmente domina en toda esta clase de cuestiones y aun en la mayor parte de las que se someten hoy al Parlamento; francamente, lo que yo siento, lo que yo experimento en mi conciencia, lo que yo creo es que aquí el más inocente de todos es la Nación, es el país. Cuando una Nación llega al estado a que ha llegado la nuestra, después de cincuenta o sesenta años de revoluciones; cuando en ese tiempo hemos sido la triste excepción en Europa en realizar casi todos nuestros actos políticos por sediciones militares; cuando la disciplina ha llegado, también como triste excepción en el mundo civilizado, a encontrarse en la situación en que se ha encontrado la nuestra; cuando de resultas de esto nuestra Nación ha padecido lo que ha padecido, es preciso, al hablar de inocencia y de inocentes y de perjuicios, tener siempre muy en cuenta, quizá, sobre todo, la inocencia que hay en el fondo de la mayoría del país, que se encuentra agitado, que se encuentra devorado, que se encuentra destruido por las sediciones, y que bien merece, señores, bien merece que se prevengan esas sediciones, aunque alguna vez sea a costa de que padezca molestia algún inocente.

¿Hay aquí algún hombre de experiencia, hay aquí algún hombre de conciencia que crea que es posible mantener constantemente la disciplina en el ejército abandonando de todo punto las medidas preventivas? ¿Lo cree el señor Salamanca? (El señor Salamanca: Sí.) ¿Hay quien crea posible la conservación de la disciplina abandonando de todo punto los medios de conocer el espíritu y el estado de las fuerzas armadas, fiando únicamente a causas criminales y a prevenciones de derecho el cuidado de evitar las sediciones? Pues si el señor Salamanca lo afirma, que en su derecho está, yo uso del mío al decirle que piensa de ese modo porque S. S. no ha gobernado aún y no se ha encontrado bastante en contacto con la realidad para poder dar ésa como una opinión definitiva. No; se ha adelantado demasiado, y no podía menos de adelantarse con tanto ejercitarla; se ha adelantado demasiado en la industria de las conspiraciones en España, para que pueda haber la menor esperanza de llegar por medio de los procedimientos exclusiva y estrictamente judiciales, a conocer el mal e impedir las sediciones. En todo caso, el Gobierno, respetando las opiniones de los demás, y sobre todo de todos los señores Diputados, tiene sobre este punto la suya muy expresa: el Gobierno actual, ni más ni menos que todos los que le han precedido hace muchísimos años, no cree lo que el señor Salamanca; el Gobierno actual cree, como todos esos Gobiernos, que es indispensable acudir a medidas preventivas, que es necesario vigilar y valerse hasta de los medios legítimos de policía, para saber de antemano las cosas y evitarlas; y como cree esto el Gobierno, y lo cree, repito, con todos los Gobiernos que ha habido en España desde muchísimos años hasta ahora, no puede menos de mantener en este punto también sus procedimientos y de afirmar sus facultades.

Por último, ha llamado la atención al señor general Salamanca el que dijera yo el otro día que sobre las facultades o prerrogativas del Rey el Gobierno no discutiría; y decía S. S. con razón, pero olvidando que yo había reconocido lo mismo que S. S. estaba diciendo: el Gobierno podrá no discutir, pero yo discutiré siempre que quiera. Yo me había anticipado, como recordará bien S. S., a esta declaración, y había dicho: con efecto, todos los señores Diputados pueden hacer (y no es esto decir que yo apruebe que lo hagan todos ni mucho menos) todo lo que no les veda el Reglamento, y yo no tengo nada que ver en eso, porque no es mi derecho ni interpretar ni aplicar el Reglamento, ni coartar la voluntad de los señores Diputados.

Pero cuando se trata de prerrogativas de la Corona y cuando se trata de prerrogativas absolutas, puede bien el Gobierno encerrarse en su derecho y no discutir diciendo únicamente: yo he usado de un derecho que tengo, he ejercitado un derecho de la Corona bajo mi responsabilidad y no tengo nada que contestar más que eso. ¿Y por qué no? ¿Cree S. S. que un Gobierno estaría aquí obligado, empezando porque ni siquiera habría probablemente Gobiernos que pudieran hacerlo; cree S. S. que estaría un Gobierno obligado a discutir la negativa de la sanción de una ley por S. M. el Rey? Pudiera esto traer la caída del Ministerio que la hubiese presentado; pero ¡discusión de los motivos porque la sanción se ha negado! Cualquier Diputado podría hacer la pregunta que quisiera; pero bien pudiera ser que no se le contestara; bien pudiera ser que se le dijera únicamente: S. M. el Rey ha hecho uso de un derecho absoluto que tiene para ello.

En el caso concreto de que se trata, teniendo como tiene el Rey, y en su nombre el Ministro de la Guerra, el mando supremo del ejército, no es sólo esa consideración constitucional la que inspira mis palabras; es también la consideración de los grandes peligros que hay, una vez reconocida la facultad de S. M. como jefe supremo del ejército, en venir aquí a explicar cada uno de los actos, cada una de las medidas, cada una de las disposiciones que el mando del ejército hace indispensables.

La doctrina contraria conduciría a anular la prerrogativa real, a anular el mando del ejército; y puesto que el mando del ejército reside en el poder real, todo aquello que es solamente mando, todo aquello que es solamente disposición, todo aquello que es solamente gobierno del ejército, puede muy bien ser, lo será casi siempre, de naturaleza tal, que sea inconveniente discutirlo.

Las buenas prácticas parlamentarias, sin necesidad de ningún texto y sin necesidad de explicar ninguna doctrina política trascendental, han enseñado esto en todas partes; y así como en ningún país del mundo se discuten las negociaciones sobre asuntos diplomáticos mientras el Gobierno no declara que pueden discutirse, del mismo modo las cuestiones interiores de mando, de gobierno y de disciplina del ejército, no pueden estar constantemente sometidas a la discusión de los Cuerpos Colegisladores sin gran peligro para la disciplina y sin la anulación del artículo constitucional que da esa prerrogativa del mando supremo a S. M. el Rey.

Nada de esto que he dicho aquí en el día de hoy lo he dicho por motivos que atañan a la existencia especial de este Gobierno; equivocándome o acertando en esta doctrina, debo altamente decir y espero que me creerá todo el mundo, que la considero general para todo Gobierno y que todo Gobierno que exponga en este banco doctrinas semejantes, contará ahora y siempre con mi apoyo. Estas no son de aquellas cosas que pueden revestir colores de partido; éstas son de aquellas cosas que tocan a la vida íntima y a la propia esencia de los Gobiernos; que son el alma y el ser del Gobierno y que a todos nos importa resguardar y conservar. Por eso, aparte de la importancia que tienen las palabras de un señor general en materia de ordenanza, por esa importancia de la cuestión, y por lo mismo que he dicho antes que no es una cuestión simplemente ministerial sino una cuestión general de gobierno, me he esforzado, a pesar de que mi salud, como habrán podido notar los señores Diputados no es completa todavía, en traer a este punto cuantos esclarecimientos me han sido posibles.

El señor SALAMANCA Y NEGRETE: Pido la palabra.

El señor VICEPRESIDENTE (Aurioles): La tiene S. S.

El señor SALAMANCA Y NEGRETE: Empezaré dando gracias al señor Presidente del Consejo de Ministros por las explicaciones que me ha dado respecto a los individuos que por delito de insurrección están sufriendo condenas en los establecimientos penales; y aunque me ha dejado relativamente satisfecho, creo que deberían ampliarse estas explicaciones con alguna circular que hiciese conocer a estos desgraciados la actitud e ideas del Gobierno, de modo que pudieran solicitar el indulto y aún sería mejor dictara las órdenes el Gobierno.

Respecto al segundo punto, o sea mi interpelación, habré de confesar ingenuamente que no he oído discurso más brillante, de más habilidad parlamentaria ni más a propósito para confundir la opinión, para salvar una cuestión tan injustificada como decididamente planteada y tan poco defendible en principios de verdadero derecho militar.

Su señoría ha defendido una mala causa, y con esto dicho está todo; pero la ha defendido hábilmente; tan hábilmente que ideas propias, jurisprudencia suya, y sólo suya, la ha sentado como de derecho inconcuso militar y constitucional. Su señoría ha hecho una mezcla tal de ambos derechos, que dudo que haya tribunal que pudiera aplicar la jurisprudencia establecida por S. S. si tuviese el poder de que sus asertos fueran leyes obligatorias a todos los españoles; lo cual, afortunadamente para ellos, y especial en los militares, no acontece.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): No voy naturalmente a repetir las cosas que he dicho, que es lo que tendría que hacer si hubiera de contestar a las afirmaciones del señor Salamanca, que en general se ha limitado a repetir las que tenía hechas anteriormente.

Hay un punto importante que S. S. ha declarado francamente que no entiende y que estoy en el caso de esclarecer llamando sobre él la atención del Congreso, al mismo tiempo que sobre la doctrina que el Gobierno ha sostenido acerca del particular.

La Constitución es expresa; no ha sido redactada por los actuales Ministros; ha sido redactada por una comisión de personas competentísimas; alguno de los señores Ministros hay que también fue de sus redactores, pero en lo general no lo fue el Gobierno. Es una Constitución, digo, redactada por personas competentísimas, que además no han tenido que inventar nada, porque como ha mucho tiempo que se están haciendo en el mundo Constituciones, todos los artículos de la actualmente vigente en España están en alguna parte. Son estas materias conocidísimas, estudiadísimas, que poco más o menos se presentan de igual manera en todas las Naciones y, por consiguiente, es inútil que yo me extienda en la defensa del texto.

El texto constitucional, por las personas que lo han recopilado, por los antecedentes en que se ha fundado esta recopilación y por venir sobre muchísimos textos, hasta centenares de textos de Constituciones, está todo lo claro que puede y debe ser.

Si a pesar de esto, el señor Salamanca no lo entiende, ¿qué le hemos de hacer? En el entretanto la Constitución dice que el Rey es inviolable e irresponsable; y con efecto militar y civilmente S. M. el Rey es en todos los momentos de su vida y en todos los instantes de su acción, inviolable e irresponsable; y de igual manera, en todos los casos y en todos los momentos de su vida y de su acción, los Ministros son responsables. Esto será más o menos confuso, pero esto dice la Constitución y no sólo lo dice la Constitución actual, sino todas las Constituciones pasadas y todas las Constituciones de los países del mundo culto que se rigen por instituciones representativas.

Los monarcas en todas las Monarquías constitucionales son irresponsables e inviolables en todos sus actos, y son responsables de todos sus actos los Ministros.

¿Qué quiere decir sin embargo la Constitución cuando habla del mando supremo del ejército en términos de tal manera concretos y expresos, que creo que únicamente los tiene iguales la Constitución prusiana? Quiere decir lo que he indicado al principio: que en la distribución de poderes que la Constitución hace, que en el repartimiento de poderes que unos tocan al Rey con las Cortes y otros al Rey solo, que en la definición fundamental especialmente del Poder legislativo y del Poder ejecutivo, el mando supremo del ejército corresponde al Poder ejecutivo.

Es decir, que en el mando supremo del ejército el Poder legislativo no tiene parte alguna, sino que pertenece al Poder ejecutivo, cuyo representante es el Rey; pero al Poder en la forma en que está constituido en la ley fundamental, bajo la responsabilidad de sus Ministros. Esto es lo que quiere decir la Constitución, y no podía decir otra cosa.

Por lo demás, si el señor general Salamanca se toma la molestia de leer todo el título 6.º de la Constitución, verá que hay facultades y prerrogativas que no se pueden ejercer por el Rey solo, sino que hay que ejercerlas con el concurso de las Cortes por medio de leyes, y que hay facultades y prerrogativas que ejerce el Rey solo sin las Cortes; hay de unas y de otras; porque en el Gobierno del Estado hay actos legislativos, hay actos puramente gubernativos o administrativos, y hay también actos mixtos y por eso unas cosas tiene que hacerlas el Poder legislativo, otras cosas tiene que hacerlas el Poder ejecutivo; y aún hay un tercer género de cosas que, sin ser del orden legislativo, no puede hacerlas el Poder ejecutivo sin el concurso anterior o posterior de las Cortes.

Todo esto lo puede ver el señor general Salamanca meditando algún tanto sobre este capítulo. Cuando la Constitución ha querido decir que el Rey haría tal o cual cosa con arreglo a las leyes, lo ha dicho así, pero sólo en aquello que expresa y taxativamente quiere que el Rey haga con arreglo a las leyes. Cuando la Constitución no ha dicho eso, el Rey no tiene que usar de su facultad con arreglo a las leyes, sino que usa de su prerrogativa propia, por ejemplo, el nombrar y separar libremente sus Ministros, lo cual hace en virtud de su propia voluntad; y otro tanto sucede con la sanción, sobre la cual nada dice nuestra Constitución, aunque algunas han legislado señalando ciertas reglas para el veto y para la sanción misma. Cuando una Constitución, como la nuestra, dice solamente «el Rey sanciona las leyes», el Rey no tiene que sujetarse a nada, sanciona o no sanciona, porque esa prerrogativa está fijada en la Constitución de un modo absoluto.

Tratando de esta cuestión militar no se concede al Rey por el artículo 53 el derecho de otorgar gracias sino con arreglo a las leyes; pero tiene el mando supremo del ejército y dispone de todos sus individuos de mar y tierra sin necesidad de este requisito. La Constitución ha querido que esto se haga siempre bajo la responsabilidad de los Ministros, y ésta es la garantía que queda; la responsabilidad de los Ministros, ni más ni menos.

¿Hay alguna incompatibilidad entre este principio constitucional y el principio fundamental a que obedece la ordenanza misma? No, y por eso he dicho que el Rey usa de esta facultad con arreglo a la ordenanza.

Dice el señor Salamanca: las interpretaciones de las leyes son anteriores a su aplicación. Pero la Real Orden a que aludía no dice solamente que al Rey corresponde interpretar la ordenanza, sino que dice también que el Rey puede resolver los casos dudosos; lo cual ya no es meramente interpretar, sino aplicar la ordenanza en tales casos. Eso es lo que a raíz de las mismas ordenanzas se reconoció como un derecho del Rey.

Por lo demás es claro que el Poder ejecutivo, representado por el Rey, obra siempre bajo la responsabilidad del Ministro. Yo soy de los que creen como doctrina particular, como doctrina propia, que por lo mismo que el Rey tiene esta altísima prerrogativa del mando del ejército, debe mirarse mucho en su ejercicio, como en el de toda prerrogativa que es propia y peculiar; tal vez las consecuencias de este principio no estén todavía desenvueltas, y tal vez algo pueda ir haciendo el porvenir en el sentido de amoldar los hechos a este principio constitucional. No niego esto; pero de todas suertes y sin poder entrar en los detalles de cuestión tan grave, siempre, a mi juicio, habrá que tener presente una cosa: que nunca debe darse, mejor dicho, que nunca convendrá dar (hablo en términos constitucionales), al monarca tanta intervención personal y directa en las cosas militares, que se encuentre frente a frente del ejército, frente a frente del país constantemente comprometida su propia responsabilidad; que esto sería anticonstitucional, y lo sería no sólo delante de esta Constitución, sino delante de todas las Constituciones y de todos los principios primordiales del régimen representativo.

El señor PRESIDENTE: El señor Salamanca tiene la palabra para rectificar.

El señor SALAMANCA Y NEGRETE: Simplemente voy a contestar a una pequeña pregunta que me ha hecho el señor Presidente del Consejo de Ministros, diciéndome qué es lo que yo encontraba de contrario entre la explicación que daba S. S. y la Constitución. Simplemente contesto que, interpretado como interpreta el señor Presidente del Consejo el supremo mando del monarca en el ejército, son excusadas las leyes militares que estamos discutiendo en ambas Cámaras, puesto que no tiene que respetar ninguna de esas leyes, ni los derechos que en ellas se determinen clara y explícitamente; entonces es excusada la ley constitutiva del ejército, la ley del Estado Mayor del ejército y todas las leyes orgánicas del ejército que se están discutiendo, y perdemos lastimosamente el tiempo.

El señor PRESIDENTE: El señor Presidente del Consejo de Ministros tiene la palabra.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS: (Cánovas del Castillo): Su Majestad el Rey, que es quien se dirige al Parlamento aunque sea por medio de los Ministros responsables, tiene el incuestionable derecho de proponer que se dé fuerza legislativa a todo aquello que considere conveniente; por consiguiente, cuanto S. M. el Rey haya sometido a la sanción del Parlamento, legislación será y entonces el Gobierno y todos los Gobiernos se someterán a ella. Sin embargo, siempre habrá en el ejército como en la administración civil dos cosas distintas: lo que es legislativo y lo que es administrativo; y esto será siempre y necesitará ser más eficaz en la administración del ejército que en la administración civil; y supongo que también ahora entiende el señor Salamanca que cuando me refiero a la administración, me refiero no solamente a la administración económica, sino a la administración en su sentido lato, en su sentido general, contraponiendo lo legislativo a lo administrativo.

Pues bien, el mando es principalmente gubernativo y administrativo; no es propio de lo legislativo; sin embargo, podrán dictarse leyes sobre una porción de cosas a fin de dar más autoridad a ciertas materias y para dar amplio campo a las facultades gubernativas que en el orden militar tiene el Rey; así como en asuntos civiles tiene el Rey el derecho de reglamentación y sin embargo puede querer dar fuerza legislativa a ciertas materias; y eso que el orden civil no requiere tanta disciplina como el orden militar.

Por tanto, declaro, en primer lugar, que es incuestionable el derecho del Rey de hacer venir al Parlamento las medidas que crea que deben venir y que una vez hechas las leyes, leyes serán; y añado, en segundo lugar, que siempre será preciso que se conserve fuera de las leyes una facultad de dictar disposiciones para el mando, sin lo cual no se concibe mando ninguno, pero mucho menos el mando de la fuerza armada.




ArribaAbajoProyecto de Ley electoral

(Intervenciones de Castelar y Cánovas)


DSC de 12 de noviembre de 1878


El señor CASTELAR: Señores Diputados, doy las gracias al señor Presidente y las doy especialísimas al Congreso porque en cualquier estado de la discusión y en cualquier artículo de la ley, comprendiendo que yo no abuso de mi derecho de hablar en este sitio, me concede la palabra para manifestar algunas declaraciones que convienen al curso del debate y a la integridad de mi representación.

Señores, en la temperatura de los ánimos, en el estado de la Cámara, no esperéis de mí que pronuncie un discurso.

Los partidos contendieron ayer, pero no contendieron las ideas. Aquí no hay ciertamente interés alguno por esta ley; ni los más partidarios de las ideas progresivas combaten, ni aquellos que tienen compromisos con las ideas de privilegio resisten; por consecuencia, en tal situación de la Cámara, en tal estado de los ánimos, cuando parece que no hay ninguna suerte de interés por estas leyes, hablar con el fervor que prestan las grandes y profundas convicciones sería desconocer la primera necesidad de la oratoria, que exige cierta intensidad de sentimientos, ya armónicos, ya opuestos, entre el orador y su auditorio, intensidad que no puede existir aquí dado mi entusiasmo por el principio de los principios democráticos y dada también, señores, vuestra glacial indiferencia. Aquí, en este sitio, pasarán garrulas y vanas, como el viento entre los cañaverales, aquellas palabras de libertad, de igualdad, de progreso, de derecho que enardecían los corazones e iluminaban las inteligencias en tiempos más felices; porque transcurrido el primer período de la Restauración; aquejado, aunque lo niegue, de perdurable crisis ese Gobierno; cercana a su término esta Cámara; en zozobrosa expectativa todos los ánimos y en triste incertidumbre todas las inteligencias; recelosos aquellos que se ven amenazados de próxima retirada, alentadísimos aquellos que cuentan con seguro triunfo, en esta situación, señores, pecaría por completo de extravagante la inoportunidad de mis ideas y no lograrían contrastar el interés en todos los sentidos por el rápido movimiento de la acción y por la próxima llegada del definitivo y supremo desenlace.

Ni siquiera en el litigio más interesante que aquí se empeñe, podría yo decir una palabra. Partidario de ciertas doctrinas, que tienen escasos aunque nobles mantenedores en esta Cámara, cualquier palabra, por sincera que fuese; cualquier consejo, por desinteresado, tomaríase en nuestro hábito de calumniarnos, que hace tanto tiempo reina en la política, tomaríase por maniobra florentina, encaminados maquiavélicamente contra un alto poder del Estado. Quien cree que el derecho no puede extenderse en las bases de la sociedad si el privilegio no se extingue en las cimas, está invalidado para participar de vuestro gran litigio en estos momentos de extraordinario fervor monárquico. Si, por ejemplo, dijera, y lo diría si lo sintiese sin detrimento alguno de mi representación y de mis principios, que necesitada España de estabilidad tras tantas convulsiones, debería continuar ese Gobierno, diríase que tal creencia dimanaba de un sentimiento para ese Gobierno injurioso, y por lo mismo ajeno a mi ánimo, del sentimiento de que su continuación en ese sitio pudiera ceder en desdoro y daño del principio que profesa con mayor fe y sostiene con mayor constancia. Si, por el contrario, yo dijese que, atendido el cambio en el movimiento de las ideas, atendidas las exigencias de la opinión pública, debía venir el partido constitucional, con su organización y con sus principios, para resolver el problema de los problemas, la alianza del orden con la libertad, diríase que entre los constitucionales y esta corta fracción nuestra había una inteligencia contraria a la sinceridad de sus declaraciones dinásticas y a las líneas primordiales de su política.

Señores Diputados, no temáis que yo participe ni directa ni indirectamente de vuestro litigio, ni de vuestras competencias, temeroso, en mi deseo de no perturbar a este país, temeroso de ser una perturbación más entre tantas perturbaciones, lejos de ser lo que la conciencia exige y la Patria necesita, una tranquilizadora solución. Pero lo que sí debo decir, autorizado por la rectitud de mis intenciones, de nadie puesta en duda; sostenido por la vehemencia de mi patriotismo, por nadie negado; lo que sí debo decir es que la política pesimista, error quizá en otro tiempo en que las ilusiones lo llenaban todo, ha pasado a verdadero crimen en estos tiempos de desencantos y de desengaños, y que ora continúe en el poder el partido doctrinario tan alejado de nosotros, ora suba otro partido a nosotros más cercano, porque hay muchos grados en la política, se necesita coronar esta paz bienhadada tanto en Ultramar como en España, esta paz conseguida con el concurso de todos y para gloria, no lo niego, de ese Gobierno; se necesita coronar esta paz con una confianza ciega en los procedimientos de la libertad, que devuelva el derecho a los ciudadanos, la palabra a la prensa, los representantes de todas las fracciones a las Cámaras, la dignidad religiosa a las sectas, los catedráticos proscritos a las universidades, los españoles errantes y desterrados a la Patria, a fin de que enterremos como un sueño morboso así los golpes de Estado como los pronunciamientos de cuartel, y convengamos todos en que los partidos se sucedan en el Gobierno, las instituciones en el Estado, no por el empeño nocivo y maléfico de la fuerza, sino por las porfías luminosas y saludables de la inteligencia y de la palabra.

Señores, ¿no observásteis como yo que todos los cambios políticos que se han verificado en España durante este siglo han comenzado y concluido por grandes y violentísimos desórdenes, por atentados a la disciplina o a la autoridad, por golpes militares? Hasta la Monarquía histórica, señores, aquella sagrada encina de la que cortaron sus lanzas los soldados de Granada, sus coronas los poetas del romancero y del teatro, sus naves los descubridores de América, sus cruces todos los misioneros de todos los continentes; hasta aquella encina que espaciaba su sombra en dos mundos cayó, no a impulsos de una tempestad tan sublime como la que henchida de ideas, aunque también de sangre, derribara sobre el cadalso la dinastía de San Luis, sino a impulsos de aquel cómico motín de Aranjuez, en el cual no sabe el entendimiento perplejo qué extrañar más, si la ruindad de los móviles y la pequeñez de los personajes, o la grandeza y trascendencia de sus seculares resultados. Pero aun prescindiendo de este hecho, que no cuadra bien a los tiempos parlamentarios, decidme: ¿qué cambio político trascendental se ha verificado aquí dentro del Parlamento, qué cambio trascendental se ha verificado en España que no haya sucedido en los cuarteles? Señores, el régimen constitucional se restaura por la asonada militar del 20, y perece por la intervención extranjera del 23; la supremacía del poder monárquico viene en 23 por la intervención extranjera, y sucumbe en 36 por el motín de La Granja; el partido progresista sube por el motín de La Granja, y cae por la imposición de Pozuelo de Aravaca; vuelve a subir el partido progresista por el golpe militar de 1840, y vuelve a caer por el golpe militar de 1843; vuelve a subir el partido moderado por el golpe militar de 1843, y cae por el golpe militar del 54; sube de nuevo el partido progresista al poder por el golpe militar del 54, y vuelve a caer por el golpe militar del 56; vuelve a predominar la soberanía monárquica por el golpe militar del 56, y cae por el golpe militar del 68; viene la representación de la soberanía moderna por el golpe militar del 68, y cae por el nefasto golpe de Sagunto. (Murmullos, protestas en los bancos de la mayoría.)

El señor PRESIDENTE: Recuerdo a S. S. los respetos a que está obligado y el juramento que tiene prestado en este sitio.

El señor CASTELAR: Yo no he atacado a ningún poder, ni a ninguna legalidad; yo no he hecho más que enumerar los movimientos militares que ha habido en sentido liberal y los movimientos que ha habido en sentido reaccionario; por eso he tenido que hablar del que es fausto, fausto, cien veces fausto, más para vosotros. (Algunos señores Diputados: Para el país. Otros señores Diputados: Para todos. Un señor Diputado: ¿Y el 3 de enero?) Sobre el 3 de enero ya dije lo que tenía que decir, y no digo más.

Señores, desde el principio al fin del sistema constitucional, pronunciamientos, desórdenes, movimientos militares. Ahora bien: examinemos esto, dejando aparte nuestras pasiones; no quiero volver de ninguna manera a exacerbar las vuestras, y si dijera alguna palabra que pueda encender los ánimos, ruego al señor Presidente que me lo diga, pues no es mi propósito enconar las discusiones. Yo digo que todos esos movimientos nos dan fortaleza de complexión, energía de voluntad, fuerza de temperamento, virtudes militares, virtudes morales, menosprecio de la vida, inclinación al heroísmo; pero nos imposibilitan mucho para entrar en la vida moderna, cuya única liza se halla en un espacio sostenido por la paz perpetua, en un espacio mayor que todos los espacios celestes, en el espacio de la libertad. De estos cambios desordenados y bruscos provienen miles de males, que vosotros váis a reprobar conmigo, estando completamente de mi parte, como antes estábais en contra cuando no os gustaba lo que yo tenía el deber de decir.

Por esta suerte, vemos a la continua las candidaturas oficiales en valimiento, los electores legítimos en tutela, los partidos varios, más que en competencia, en guerra; los medios reprobables, desde el cohecho a la falsificación, en uso; el Ministerio de la Gobernación convertido, por regla general, en comicio único; el Ministro de la Gobernación, a su vez, en único elector; conjunto de males que luego traen el mayor de todos y en el cual todos desaguan; aquel sistemático retraimiento eterno que desorganiza a los partidos en la sombra, y anima las esperanzas, revolucionarias en el misterio, y arranca los grandes oradores a la tribuna, los cuales, ilustrándola e inmortalizándola, ilustran e inmortalizan también a la Patria, y tiene nuestra presencia aquí como un acto de complicidad con el poder y convierte a los que están destinados para ciudadanos en conjurados; los cuales, proscriptos de estos sitios, donde se adquiere el arte de gobernar a los demás y de moderarse a sí mismos, no saben sino esgrimir las armas de la oposición, y en cuanto llegan al gobierno del país, no teniendo contra quién esgrimir esas armas, se las asestan a sí mismos y con grave detrimento de la patria caen, ¡oh, desgracia!, en la tremenda desgracia del suicidio.

¡Ah, señores! ¡Y no queréis que yo lamente todos estos males que vosotros necesitáis lamentar también; porque si yo lo hago por un sentimiento de justicia, vosotros debéis hacerlo por un sentimiento de justicia y de interés a la vez!

Y esta ley ¿corrige tantos males con la urgencia necesaria? Nada más contraproducente que la sinrazón y la injusticia; y aunque yo no sea tan pesimista como lo ha sido esta tarde mi amigo el señor Candau en el luminoso discurso que todos habéis oído; aunque yo no sea tan pesimista, debo decir que la ley tiene ciertos defectos.

Pero también debo declarar, porque no me gusta la injusticia, que la ley tienen en su pro el origen, la competencia de los ciudadanos que por inspiración del Gobierno la han dictado, todos ellos de reconocida buena fe y de madura razón y de gran maestría en los asuntos políticos. Esta ley tiene, además, en su pro ciertas innovaciones que están a la altura, ¡qué digo a la altura!, que exceden a cuanto han hecho los pueblos más adelantados en la vida política. Pero yo tengo el sentimiento de anunciar que hablo contra la ley esta tarde, que votaré contra la ley después por un defecto en mi sentir capitalísimo, porque suprime impremeditadamente el sufragio universal.

No entremos en disquisiciones de escuela ni en teorías de políticas ajenas a este momento y contrarias al sentido práctico de una ley práctica; no digamos si allí donde existe la igualdad civil debe existir también la igualdad política, puesto que hay un Código penal y unos mismos tribunales para todos los ciudadanos; no recordemos si la aptitud constitucional concedida a todos para llegar hasta el cargo de Presidente del Consejo de Ministros implica la aptitud constitucional también de elegir sus representantes; no declamemos sobre los odios que trae el dividir en castas esta sociedad igualitaria, en castas de electores y no electores, de elegibles y no elegibles; no digamos nada de esto, porque sería repetir cuanto hemos dicho tantas veces bajo estas bóvedas; pero sí digamos, repitámoslo todos los días y a todas horas, que llamándose gubernamental y conservadora esa política, comete una imprudencia temeraria al arrojar clases enteras a ciertos abismos de los cuales creerán no poder salir sino por la revolución y por la guerra.

Así como en la naturaleza ningún organismo superior retrocede a ser organismo inferior, en la sociedad ningún ser emancipado puede volver jamás a la tutela; antes pierde la vida. Y así como las aristocracias rusas no podrían enterrar en la estepa al siervo hecho hombre por el rescripto del Emperador Alejandro; y el negrero americano, aunque tenga mayoría en las dos Cámaras, jamás podrá reducir a la calidad de alimaña al negro redimido por la palabra de Lincoln; y el aristócrata inglés, aunque desprecie a las clases inferiores y no las deje llegar a sus puertas, no les arrancará del sitio donde las han dejado las reformas liberales, y si volviese al trono el César francés no arrojaría al pueblo de los comicios; vosotros, de igual suerte, no podéis cometer esa grave injusticia sin arrojar sobre vuestra Patria una gran desventura.

Señores, esta es nuestra situación, y por tanto, declaro que esa política conservadora me parece a mí política revolucionaria y protesto por tanto contra esta Cámara producto del sufragio universal que se vuelve y desconoce su origen.

Pero ahora bien, señores Diputados, entremos en otro género de consideraciones. Reconozcamos todo lo que la ley tiene de bueno. Para mí, señores, la acumulación de votos creo que traerá los representantes primeros de todos los partidos y los oradores de primera importancia a estos bancos: el alejamiento de la fuerza armada evitará escándalos que todavía sentimos con dolor y recuerda asombrada la memoria: la representación dada a las minorías recordará que no hay partidos desheredados en el lacerado suelo de nuestra Patria, y todo esto contribuirá, indudablemente, a que sean valederas las fuerzas vitales de la política y de los partidos así de oposición como de gobierno. ¿Puedo ser más franco? Pero, señores, debo hacer una observación capitalísima que voy a demostrar más tarde; debo hacer la observación capitalísima de que esa ley electoral, inspirada por vosotros y por vosotros aceptada, o no significa, o no importa nada, o no vale nada, o es la derrota irreparable de toda vuestra política. Y voy a demostrarlo; estadme atentos un instante.

En la naturaleza la serie de los seres se enlaza por una ley que responde al pensamiento creador; en la ciencia la serie de las ideas se ordena por una lógica que responde al pensamiento humano; en el hombre, así la parte corpórea como la parte incorpórea, tienen ésta organismos, aquélla facultades, que demuestran la unidad de nuestra esencia; y en la sociedad, en la política, serie como la naturaleza, sistema como la ciencia y organismo y espíritu como el hombre, una ley de esa importancia, generadora de los poderes públicos, no puede ser una ley aparte, un fragmento aislado, un solo detalle del sistema; tiene que ser virtualmente todo el sistema, como cada una de nuestras acciones más grandes no es producto de nuestro libre albedrío, sino del sentimiento, de la reflexión, del raciocinio, de la inteligencia, del conjunto de facultades que nos mueve a querer, a desear y a cumplir lo deseado y lo querido.

Ahora bien, señores Diputados, el agotar todas las innovaciones modernas para subvenir a todas las necesidades electorales; el traer todos los progresos que no han conocido los pueblos más progresivos como Francia, como Suiza y como Inglaterra, podrá crear una voluntad, no lo niego; pero será una voluntad instintiva; y se necesita algo más; se necesita que los electores tengan aseguradas sus garantías individuales; se necesita que la publicación de los periódicos no dependa del capricho de los Gobiernos, ni su penalidad de tribunales amovibles a voluntad del Gobierno; se necesita que cada elector, por lo mismo que es un Diputado, según dicen los escolásticos, in potencia, así como los Diputados son electores in actu, participe de ciertas medidas de inmunidad propias de nuestra inviolabilidad parlamentaria; se necesita una gran libertad de palabra y otra gran libertad de reunión para que creen la conciencia antes de crear la voluntad; se necesita, por último, que caiga derrumbada por su propio peso esa teoría de partidos legales e ilegales, la cual, no resistiendo a un momento de crítica, da por resultado que los electores de oposición se atemoricen y crean que no votar el candidato del Gobierno es un acto de rebeldía pagadero en Filipinas; se necesita seguir otra política a fin de que la razón, la conciencia y el espíritu, todas las manifestaciones de la voluntad pública aparezcan bajo el cielo y sobre la tierra de nuestra España. Por eso repito que o esa ley no es nada, o es la derrota de nuestra política.

Ahora bien, señores Diputados; vengamos al punto práctico, y al momento, como diría uno de los primeros hombres de Estado, al momento psicológico de la cuestión, palabra que ya va aplicándose a todas las cuestiones. ¿Contra qué males lucha aquí todo Gobierno? Pues lucha contra la impaciencia oposicionista de los partidos gubernamentales y contra la temeridad revolucionaria de los partidos radicales. ¿Qué medios hay, qué medios existen para conjurar estos males? ¿La fuerza? No hay nada que se melle tan pronto en el escudo y en las armas de los partidos como el puro elemento de fuerza. Desde que estamos en este sitio, desde que han comenzado las sesiones discutimos una tesis, si las crisis ministeriales deben resolverse por los Parlamentos o deben resolverse por la Corona.

Señores, no basta en política la verdad legal; es necesaria la verdad verdadera. ¿Quién puede dudar que los Parlamentos -y no me pongo ni por un minuto fuera del sistema constitucional, dada la inviolabilidad y la irresponsabilidad del Rey-, quién puede dudar que los Parlamentos tienen más aptitud y resuelven mejor las crisis ministeriales? Mas para esto se necesita que representen la opinión pública, porque si no representan la verdad verdadera, la opinión pública, se podrá cometer en su seno el desacato -sin protesta, y aun con aplauso- de decir que hay otro poder capaz de resolver las crisis ministeriales con mejor acuerdo y con mejor consejo. Y lo que digo del Parlamento digo, señores, del Poder real. No temáis que yo cometa ni una imprudencia ni una indiscreción; no temáis que yo falte a mis deberes parlamentarios y al respeto que me inspira la Constitución: yo exijo a mi persona y a mis derechos un gran respeto, pero es después de haber cumplido mis deberes y haber respetado todo lo respetable.

Pues bien, señores; siempre que hablo del Poder real, hablo del Rey con sus Ministros. Y digo que el Poder real no puede resolver ciertas crisis, porque el Poder real se encuentra allá en alturas olímpicas donde no tiene la inviolabilidad sino a precio de una grande indiferencia. Pero aquí entra la idea mía en este momento. Decían los escolásticos: el saber consiste en distinguir los semejantes. Hay crisis ministeriales y hay crisis políticas que parecen semejantes y son distintas. Yo entiendo por crisis ministeriales un cambio en las personas y en la conducta de los Ministros. Yo entiendo por crisis políticas un cambio en los principios y en la dirección del Gobierno. Y creo haber distinguido los semejantes. Pues bien, yo digo que para resolver una crisis ministerial basta y sobra el Poder real con el concurso de las Cortes. Y yo digo que para una crisis política se necesita algo más: se necesita el concurso de la opinión pública. Aunque el señor Ministro de la Gobernación lo negara ayer con denegaciones tan reiteradas a mi elocuentísimo amigo el señor Albareda, S. S. no puede negar que existe una crisis política aunque no exista una crisis ministerial. Su señoría está enfermo; sólo que ayer nos decía que tiene un constipado, cuando lo que S. S. tiene es una pulmonía.

Pues bien, ¿quién puede dudar de que hay una crisis política? Y, señores, ¿cómo se resuelven las crisis políticas? Por la opinión pública: el país os pide que resolváis ésta por la opinión pública. La opinión pública ¿puede representarla esta Cámara? ¿Os creéis vosotros con autoridad bastante para resolver una crisis política cuando vuestra resolución ha de durar tres o cuatro o más años? (Muchos señores Diputados: Sí.) ¿Os creéis con autoridad bastante para resolver una crisis política siendo así que desde hace tres años estáis alejados de vuestros electores y no sabéis cómo piensan? Entonces os tomáis prerrogativas de poderes definitivos y eternos.

Señores, cuando vosotros veníais, yo os declaro, yo os confieso, yo os aseguro, que las corrientes de la opinión iban a fortalecer la autoridad; y ahora que os váis a disolver, os declaro con la misma imparcialidad que las corrientes de opinión van, ¡ciego el que no lo vea!, a fortalecer la libertad. Por consecuencia, vosotros tenéis demasiado tiempo de vida; y como tenéis demasiado tiempo de vida, no podéis resolver una crisis política, y estoy casi seguro de que el señor Presidente del Consejo es de mi propia opinión. No se atreverá el señor Presidente del Consejo a resolver una crisis política aunque se atreva a resolver una crisis ministerial, y no entregará esa solución de ninguna manera al voto de esta Cámara.

Señores, ¿y el Poder real? No hablemos: el respeto sella mis labios: no digamos que la irresponsabilidad sólo existe a costa de no tener ninguna intervención directa en las grandes crisis políticas. En todas partes, en todos los grados del sistema representativo y del gobierno parlamentario las crisis políticas se resuelven por la opinión. ¿Dónde está la opinión? En el cuerpo electoral. La Monarquía relativamente aristocrática de Inglaterra, la Monarquía relativamente democrática de Portugal, la República unitaria de Francia, la República federativa de Helvetia han entregado la solución de todas sus crisis políticas, la solución de todas las competencias al cuerpo electoral, que en el conflicto entre los partidos liberales y los partidos conservadores ingleses ha dado la razón a los partidos conservadores; en el conflicto entre las oposiciones y el Gobierno lusitano ha dado la razón al Gobierno; en el conflicto entre la Cámara y el Presidente de la República francesa ha dado la razón a la Cámara; en el conflicto entre la democracia autoritaria y radicalísima de Ginebra y la democracia liberal y moderada ha dado la razón a la democracia liberal y moderada; y en este conflicto nuestro, como no tenemos cuerpo electoral, no tenemos quien decida entre las amenazadoras oposiciones y ese amenazado Gobierno.

Yo esperaba este día para señalaros todos los males y todas las consecuencias que vuestra conducta puede engendrar, y no insistiré más en este punto. ¿Qué es necesario, pues, señores, qué es necesario? Es necesario una política liberal, liberalísima, más liberal cada día. Esa política liberal debe crearla no sólo la conciencia, sino también la voluntad nacional. Esa política liberal no debe temer a las universidades, ni a la prensa, ni a las elecciones, ni a los partidos. Si esa política liberal viniera, como debe venir; como lo está pidiendo a voces la opinión pública; como lo reclaman las circunstancias, y (ya lo he dicho aquí en otra ocasión solemne) en vez de ejercer sus derechos los partidos avanzados, se lanzaran a la rebelión, entonces sí que habría que decir lo que dijo el tribuno romano en la última noche de aquella gran República: «¡Libertad, engañosa palabra; esclavo del destino y he creído en ti!» No; el partido liberal no puede responder a la libertad con la rebelión. No lo esperéis de la democracia; no lo esperéis, señores: la democracia ha pasado de los enardecimientos y de las ilusiones de la juventud a la madurez de la inteligencia y de la razón. Y si viene un partido, si viene un Gobierno, como lo reclaman las circunstancias, que dé la libertad necesaria, la democracia seguirá el camino de la legalidad, convencida de que podrá ser el más largo, pero también es el más seguro de todos los caminos.

¡Oh, señores! Hay por ahí algunas gentes que creen que este carácter de la democracia española y de la democracia moderna se lo he dado yo, lo cual equivale a atribuirme el que la temperatura de noviembre sea más baja que la temperatura de agosto. Las corrientes eléctricas, las corrientes magnéticas del planeta nadie las tiene en su mano, y nadie tampoco tiene las corrientes de las ideas y las revelaciones del espíritu social. Yo no he llevado los tenientes de Koussut al Gobierno de Austria; yo no he conducido las revoluciones de San Pablo al Parlamento alemán; yo no he impulsado a los discípulos de Mazzini y a los compañeros mártires de Garibaldi a gobernar con un Estatuto restringido y con una dinastía tradicional; yo no he compartido la gloria de convertir los antiguos radicales franceses, llenos de excesivos programas, en los oportunistas que tanto merecen mi concurso, mi admiración y mi aplauso; yo no he forjado esa democracia suiza que entra en el camino de la unidad nacional, que sabe que no se pueden combatir las ideas porque se combaten fantasmas, y que no se pueden herir las ideas religiosas porque se hiere a la conciencia; yo no he hecho nada de esto; yo no puedo gloriarme de esto; después de haber hablado con casi todos los más ilustres demócratas de Europa y de haberme reconocido por el más radical, por el más dogmático, por el más republicano de todos ellos, lo que debo decir es que, en un período de libertad, la democracia española hará una oposición legal, y si llega al poder por la voluntad de la Nación, y sólo por la voluntad de la Nación defenderá con energía estoica los atributos esenciales de todo Gobierno.

He aquí lo que yo he dicho en presencia de la crisis actual, y creo que os despejo una incógnita y os facilito patrióticamente una solución. Se necesita una política liberal. ¿Llega? Habréis salvado la Patria. ¿No llega? No lo digo en son de amenaza, porque en mi estado no puedo amenazar a nadie; lo digo para la historia, para mi conciencia, para Dios: sea mía la gloria de haberos propuesto esa política, sea vuestra la responsabilidad de no haberla aceptado.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Pido la palabra.

El señor PRESIDENTE: La tiene V. S.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Nunca, señores Diputados, se ha demostrado tan altamente la modestia del señor Castelar y la espontaneidad invencible de su elocuencia, como en el día de hoy, puesto que S. S. nos ha dicho al comenzar que no iba a hacer un discurso, y el Congreso acaba de oír que, con efecto, ha hecho un discurso, y no de los menos importantes de su brillante carrera parlamentaria. Pero si en esto el señor Castelar ha estado modesto; si parece como que su discurso ha salido a pesar suyo de sus labios sin la menor intención previa de pronunciarle, no le han acompañado iguales circunstancias en otra parte importantísima de su peroración.

Para comenzar por una de las cosas que más han debido llamar la atención de los señores Diputados y que más deben tener herida su imaginación en estos instantes, por ser la última de que ha hablado, trataré de la oferta que acaba de hacer al país, que acaba de hacer a las oposiciones conservadoras y monárquicas, que acaba de hacer a esta Cámara, de que con tales o cuales condiciones la democracia española no saldrá en adelante del terreno pacífico y legal.

Aquí, señores Diputados, la modestia del señor Castelar no ha resplandecido tanto como en el exordio de su discurso, porque ciertamente las ofertas del señor Castelar, aun partiendo de su solitaria o casi solitaria persona, son y no pueden menos de ser estimables para todos aquellos que no miran el valor de las cosas por el número ni por la fuerza, sino por el mérito que en sí tienen, y mérito de pensamiento y de idea nadie puede negárselo al señor Castelar, y menos que nadie el Ministro que en este momento tiene la honra de dirigir la palabra al Congreso; pero cuando el señor Castelar no ofrece únicamente su actitud pacífica, que ésa, importante y todo como es en sí por su mérito personal e individual, no podría conmover grandemente a la Cámara ni al país, sino que ofrece el concurso pacífico de la democracia, ¿qué es lo que ofrece S. S.? ¿Dónde están los poderes de S. S., por causas para S. S. honrosas, para hablar en nombre de la democracia española? No; los poderes de la democracia española no los tiene su señoría en este instante, porque no se puede ser a un tiempo lo que S. S. quiere ser, cuando esas cosas se dividen por la naturaleza de los hechos en manifestaciones totalmente antitéticas y contradictorias. (Grandes aplausos.) No se puede ser tan gubernamental como S. S. es; no se puede tratar con el desdén con que S. S., desde que pasó por los bancos del gobierno, ha comenzado a tratar todas las exageraciones liberales; no se puede pretender tanto como S. S. pretende, y acaso con razón, que es sobre todo y ante todo un hombre de gobierno, y poseer al mismo tiempo que este título con que el señor Castelar se ofrece a los ojos de la sociedad conservadora de España, aquella especie de electricidad que comunica lo desconocido, lo que es verdaderamente revolucionario, a las masas, el carácter distintivo, el carácter esencial, el verdadero espíritu revolucionario. No se puede ser a un tiempo revolucionario y conservador en el grado, en la forma en que quiere serlo el señor Castelar. Y me he levantado a dar la razón, arrastrado por el estímulo que naturalmente ofrece el debate; pero ¿qué necesidad tenía de darla?

¡Qué! ¿No es un hecho evidente que el señor Castelar se encuentra casi solo en medio de la democracia española? ¿Qué necesidad tengo yo de discutir lo que es tan claro como la luz del sol cuando el sol alumbra? ¡Ah! Si estuviera aquí en este instante la democracia española y nos oyese a los dos, no le envidiaría al señor Castelar los aplausos que en tantas ocasiones ha obtenido de la misma democracia; mereciéralos yo quizá por la exactitud de mis palabras y por las apreciaciones que en este instante estoy haciendo. (Aprobación.)

Pero si en esto no ha habido tanta modestia, modestia política, se entiende, como en el exordio de su discurso, tampoco me parece que la ha habido en todas sus partes, ni la espontaneidad que en su conjunto supone el haber hecho sin querer un discurso esta tarde.

Paréceme a mí que algo de ese discurso, quizá encaminado a tener lo que no tiene, quizá encaminado a conquistar cierta representación que le hace falta para declaraciones y ofertas como las que ha hecho esta tarde, venía largamente meditado; quizá el señor Castelar ha empleado más tiempo del que suele en preparar sus discursos, en ver cómo había de deslizar una cierta palabra que esta tarde se desprendió de sus labios. ¿Era éste el propósito del discurso de S. S. esta tarde? Porque si no lo era, lo parece, y porque en todo caso el señor Castelar, que ha hablado bien como siempre habla S. S., que ha tratado de muchas cosas políticas como siempre trata, en cuanto al sufragio universal, en cuanto a la cuestión concreta que se debate, no ha podido de seguro tratar menos. Había dicho S. S. que su deber político le obligaba a hacer ciertas declaraciones acerca de la cuestión electoral y no de otra, lo que sin necesidad de que S. S. hiciera estaba de por sí patente; es, a saber: que el señor Castelar todavía no había renegado del sufragio universal. (Grandes risas.)

No esperéis, señores Diputados, que después de llamar vuestra atención, como era mi deber, sobre la frase, o más bien la palabra, el adjetivo a que antes me he referido, me empeñe con el señor Castelar en una detenida discusión sobre este punto.

Demasiado sé yo y demasiado sabía esta Cámara y sabía el país que para el señor Castelar y sus amigos más o menos templados, aquel día fue nefasto por lo mismo que fue faustísimo para la Nación. ¿Qué nos dice el señor Castelar al hablar de nefasto? (Atención.)

Nefasto para S. S., sí, muy nefasto para S. S.; y porque para S. S. era nefasto, por eso ha sido, es y será eterna alegría y eterna gloria del país. (Prolongados aplausos.)

Inútil, pues, sería que yo me detuviese a convencer de lo que de tal suerte comprenden y tan evidentemente comprenderán todos los que me escuchan y comprenderá el país. Pero no he de pasar adelante sin manifestar mi extrañeza de que el señor Castelar, que venía enumerando todos los movimientos militares en este país, encontrándose tan próximo al del 3 de enero que yo aplaudí y aplaudo y aplaudiré siempre, no guardase para aquel acto que destruyó la legalidad de que el señor Castelar debía ser defensor, ese adjetivo que aplicó al movimiento militar posterior. Ya que ese adjetivo acudía a sus labios, colocáralo donde bajo el punto de vista de los deberes políticos de S. S. era más fácil y más natural colocarlo.

Siento, señores Diputados, haber de hablar con esta vehemencia, y mucho más delante de una persona con quien me unen los más caros recuerdos de mi vida, con quien me ha unido siempre una estrecha amistad particular; pero, puesto que S. S. cree cumplir ciertos deberes en cierto modo y en cierta forma, llegado ese caso, para cumplir los míos estoy yo aquí, y los cumpliré también.

Por lo demás, y entrando ya en lo que es objeto propio de este debate, ¿qué tiene de particular la frialdad que el señor Castelar ha observado en él, o mejor dicho, la tranquilidad con que se ha deslizado? De dos cosas se ha tratado aquí. De la una, que era la cuestión del sufragio, había tratado ya esta Cámara misma, y había sido por esta misma Cámara discutida y resuelta no hace mucho tiempo: ¿cómo quería S. S., cualquiera que fuera el amor que S. S. profese al sufragio universal, cómo quería S. S. que dos veces por un mismo Congreso y en el espacio de cortos meses se discutiera con calor esta cuestión? ¿A qué buscar razones trascendentales a hechos de tan fácil y evidente explicación? Por otra parte, esa frialdad nace de que el sufragio universal está condenado sin remedio, ante todos los ánimos pensadores, ante todas las inteligencias imparciales; y si el señor Castelar puede creerse obligado por estas u otras razones políticas a evocar aquí su sombra, y esa evocación no responde aquí dentro a sentimientos ni a pasiones que puedan crear los ardores que S. S. echaba de menos, ¿qué le hemos de hacer? ¿Que nadie se acalora por el sufragio universal? ¡Pues, mejor!, señal de un gran progreso en el sentido político del país. Diré más, y es que yo no conozco nadie, absolutamente nadie de la altura del señor Castelar, más que el señor Castelar mismo, que se atreva ya a defender de cierta manera y en ciertos términos absolutos el sufragio universal. No; el sufragio universal está realmente condenado por la ciencia política; el sufragio universal no existe como un hecho respetable, excepto en algunas partes donde por el largo espacio de tiempo en que se ha practicado, se ha creído que debía respetarse; pero en doctrina, pero en principio, pero como sistema, pero para aplicarlo donde antes no se haya aplicado, pero para aplicarlo donde no haya echado raíces, de esa suerte el sufragio universal no ha sido hasta ahora defendido por ningún publicista que merezca ese nombre.

¿No ve el señor Castelar, tan dado a ejemplos, no ve S. S. lo que ahora mismo está pasando en Italia? ¿Puede ignorar S. S., tan entendido en estas cosas, que el actual Presidente del Consejo de Ministros de Italia ha sido partidario del sufragio universal? ¿Que lo ha sido públicamente? Pues ese mismo hombre de Estado ha venido al poder; tiene una mayoría de la izquierda, tiene una mayoría casi radical; es dueño de proponer a esa Cámara lo que crea más conveniente a los intereses públicos, y no ha soñado siquiera en proponer el sufragio universal. Aquellos hombres políticos, antiguos partidarios del sufragio universal en un instante en que fue moda, en un instante en que inconscientemente esa idea empezó a derramarse por todas partes; no tan solamente tienen un sistema distinto del sufragio universal: sino que ni siquiera llegan al voto particular que se ha discutido aquí en estos días. Porque hay una cosa, señores, que yo no me atrevería a decir, por lo mismo que en ella tengo muy grande responsabilidad ante mi Patria; que yo no me atrevería a decir sino la hubiera de consignar la historia, porque al cabo y al fin y a pesar de mi pequeñez, historia es lo que hemos hecho y lo que estamos aquí haciendo; y esa cosa es que, para bien o para mal de nuestra Patria, no hay actualmente ninguna Monarquía constitucional en Europa que tenga una legislación política más liberal que la legislación política de la Nación española. Dígase lo que se quiera, no hay en el continente una legislación político-administrativa más liberal que en España; fuera de las Naciones que tienen sufragio universal, que propiamente no hay ninguna Monarquía constitucional que la tenga, no hay tampoco ninguna Nación donde se lleve el sufragio más adelante que entre nosotros.

Los cálculos de la Administración pública, fundados en todos los datos que se poseen, demuestran que por esta ley pasará en España de 900.000 el número de electores; y esta cifra no tiene a la hora presente superior en ninguna parte, proporcionalmente a la población del país. ¿Qué cifra es la que el Ministerio italiano pretende proponer en estos momentos? De un cuerpo de 600.000 electores, es decir, el 2 por 100 de aquella población, ahora, en este instante, a pesar del liberalismo probado de aquella dinastía y de aquel Gobierno, propone pasar a un sistema con el cual espera lleguen a 1.500.000 los electores. Comparad la población de Italia con la de España, y no resultará mayor este número, que es el ideal del Ministro del Interior, según su último discurso, que el de los 900.000 que aquí vamos a tener.

Y callo en este instante, por no ser objeto especial de este debate, y porque ocasión tendré cuando la oportunidad llegue de decir lo que tenga por conveniente; callo sobre otras leyes, porque el señor Castelar, como ha sido aquí costumbre y es costumbre en las oposiciones, hablé mucho de la libertad de imprenta y de que aquí no hay libertad; y yo estoy dispuesto a probar, con los datos estadísticos, no ya de una Monarquía, sino de una República que S. S. admira, que hay allí mucho mayor número de condenaciones, y mucho más graves que las que hay en España bajo el régimen actual. Por consiguiente, no entremos muy adentro en el terreno de las comparaciones, porque en ese terreno somos fortísimos y hemos de ganar mucho si en él entramos. A este género de demostraciones, que yo ya he hecho en otras circunstancias con los textos de ley y los datos estadísticos, todo lo que podría contestar el señor Castelar es lo que se ha contestado otras veces; si eso pasa en el extranjero, es menester que otra cosa pase en España. Podrá ser; pero por el pronto preciso será dejar aparte los argumentos extranjeros.

No; la Monarquía constitucional de España no tiene en este momento nada que envidiar en materia de leyes liberales a ninguna otra Monarquía constitucional europea; y claro es que cuando hago estas afirmaciones me refiero a la ley electoral y a la de imprenta cuando se promulguen, que todavía no están promulgadas. Entonces no habrá necesidad de la autorización para publicar periódicos, que todavía el señor Castelar nos ha echado en cara esta tarde un poco tardíamente, porque habiéndose de discutir dentro de tan pocos días el proyecto de ley de imprenta, debiendo ser ley en espacio ya de días, me parece que no valía la pena de discutir hoy sobre este punto. Según la nueva ley, los periódicos se publicarán en mejores condiciones que aquellas a que están sujetos en las demás Naciones del continente europeo; porque claro está que hay en Italia también lo de llevar los periódicos a la cuestura antes de su publicación, como hay otros impedimentos, y todo eso en resumen que aquí parece como que forma parte de un sistema especial contrario a las instituciones representativas y propio de un régimen casi absolutista.

Pero el señor Castelar, como es imposible que en su experiencia política, en la profundidad de sus estudios políticos, y hasta en el aspecto conservador con que ahora frecuentemente se nos presenta, no diga cosas importantes, cosas sobre todo verdaderas, que es preciso aprovechar, y que convendría mucho aprovechar en bien de todos, las ha dicho esta tarde, y se ha fijado especialmente en un punto en que S. S. y yo, no puede ignorarlo S. S., estamos completamente de acuerdo. Si hay algo en que nosotros tengamos una inferioridad evidente respecto de todas las demás Naciones constitucionales, ese algo es la fuerza, la independencia, la iniciativa del cuerpo electoral. El señor Castelar ha expuesto aquí esta tarde doctrinas completamente incontestables. Prescindiendo de lo que S. S. ha creído deber decir sobre la situación de este Gobierno, y de todo aquello que es más o menos aplicable a las circunstancias, en la teoría, en la doctrina, en los principios políticos en general aplicables al régimen de los países que se gobiernan por el sistema representativo S. S. ha dicho esta tarde lo mismo que yo hubiera podido decir sin tanta elocuencia como S. S., pero con tanta exactitud, con tanta vehemencia y, sobre todo, con un convencimiento tanto o más fuerte. Es siempre una situación anormal, es siempre un hecho que trae tras sí consecuencias funestas, el que los conflictos de la política no puedan dirimirse por un cuerpo electoral completamente independiente, o que se suponga completamente independiente para resolverlos de una manera definitiva.

¿Pero podrá llegar la injusticia del señor Castelar, y si llegara, tendría alguna eficacia esa injusticia, dado caso que cupiera en S. S.; podrá llegar la injusticia de nadie hasta el punto de suponer que esta situación del cuerpo electoral es obra del actual Gobierno? (Bien, bien.) ¿Se quiere decir de nosotros, que no hemos ejercido el poder más que durante unas elecciones de Diputados, que somos los culpables del estado actual del cuerpo electoral de España? ¿Se olvida que se ha visto aquí, que en el espacio de pocos meses han venido a este recinto Cámaras monárquicas, Cámaras revolucionarias, Cámaras monárquicas de la revolución, pero constitucionales, Cámaras radicales y Cámaras republicanas federales? ¡Pues qué! ese ejemplo que se ha dado, ese espectáculo que se ha visto aquí con escándalo del mundo, y que ha sido la befa de nuestro cuerpo electoral, no temo decirlo, ¿se ha dado acaso en tiempo del actual Gobierno? Y si no se ha dado, si cada uno de esos Gobiernos en el transcurso de poco tiempo han traído Parlamentos compuestos de hombres que participaban de las ideas de cada uno de esos Gobiernos, y si ese hecho en sí tiene algo de indudablemente anormal, si ese hecho es una inferioridad nuestra respecto de otros países cuyo cuerpo electoral está mejor organizado, digo y repito: ¿es posible atribuir la culpa al actual. Gobierno? ¿No habría razón para protestar contra semejante cosa si por ventura la ha querido decir el señor Castelar, o hubiera alguien que quisiera decirla?

Hay con efecto aquí una grande inferioridad respecto de este punto, y es necesario dotar al cuerpo electoral de todas las condiciones necesarias para que sea juez supremo en los conflictos políticos, para que los resuelva con provecho del país, como debe tenerlas en el juego recto de las instituciones representativas, porque ésta es su misión; a él le toca, y no puede menos de tenerla.

Dondequiera que se estableciera el principio de que la regia prerrogativa había de calcular siempre el instante, las circunstancias en que había de quitar un Gobierno y poner otro Gobierno; allí donde esto se estableciera como principio, allí desaparecería el sistema monárquico-constitucional. Claro está que la regia prerrogativa es libérrima, y que hay momentos, hay circunstancias en que puede por encima de las mayorías cambiar completamente la política del país; claro es esto, porque para eso por la Constitución es libérrima la prerrogativa; pero en la práctica, en la realidad, considerar como única fuerza para hacer o deshacer Gobiernos la regia prerrogativa, es desconocer por completo las condiciones del sistema monárquico-constitucional. Esto es lo que el señor Castelar ha venido a decir esta tarde, y esto es una verdad inconcusa, puesto que son rudimentos del sistema monárquico representativo.

¿Por qué aquí con tanta frecuencia se protesta contra las decisiones de las mayorías? No por un solo motivo; que hechos de esta naturaleza, tan complejos como son todos los hechos políticos, no pueden explicarse jamás por un solo motivo. Hay, en primer lugar, y el señor Castelar no puede ignorarlo, que todas las oposiciones derrotadas niegan a la mayoría la representación legítima del país en España y en todas partes. Pues por ventura S. S., que acaba de citarnos el ejemplo de Portugal, ¿no lee los periódicos portugueses? Yo creo que sí los lee, porque S. S. lo lee todo, y principalmente lo que a la política se refiere.

¿Es que las personas que en Portugal profesan opiniones semejantes a las de S. S., que los hombres políticos que en Italia misma profesan también opiniones idénticas a las de S. S., es que esos hombres acatan, admiten ni aceptan las actuales legislaturas de aquellos países como representación legítima de la voluntad nacional? No; todos ellos pretenden demostrar, pretenden probar, dominados por la pasión de partido, que todos los Gobiernos han ejercido influencia en las elecciones y han dado la victoria a sus amigos. No hay nada más raro que el ejemplo de que un partido se confiese legítimamente vencido; no hay hecho más raro, tan raro que no recuerdo ninguno en este momento, que el hecho de que un partido confiese francamente que por falta de simpatías en el país ha sido vencido en las urnas.

Esta es, por tanto, una de las causas a que he aludido; pero otra causa es indudablemente, y relativamente a nosotros, la que antes he expuesto. Se ha visto aquí tantas veces, y se ha visto bajo Gobiernos que representaban cosas completamente distintas, que el cuerpo electoral ha dado como producto representantes de las ideas que el Gobierno profesa, que ha venido con la repetición de este hecho cierta incredulidad en todo el mundo sobre la legitimidad de la voluntad nacional expresada de esta manera. Pero ya que este hecho de que el cuerpo electoral en España no tenga en este instante las condiciones que tiene en otras partes, ya que este hecho evidentemente no sea culpa del actual Gobierno, ¿podrá sostenerse tampoco que la desgracia que en esto hay, que los inconvenientes que esto trae sean aplicables solamente al actual Gobierno? ¿No lo han sido a todos sus antecesores? ¿No lo han de ser a todos los Gobiernos que vengan después? ¿No ha de poder alegarse contra todos la propia docilidad del cuerpo electoral? ¿Qué interés tenemos nosotros, aunque pongamos, como vulgarmente se dice, el dedo en la llaga y procuremos por todos los medios posibles curar esa grave enfermedad, qué interés tenemos nosotros ni podéis tener vosotros en dar un valor completo a esta aseveración, diciendo que jamás ni en ningún caso el cuerpo electoral de España representa la voluntad del país? Pues si esta noción, si esta idea llegase a triunfar, ¿no sería aplicable a todo lo que habéis hecho en vuestra vida, no sería aplicable a todo lo que habéis defendido, no sería aplicable a todas vuestras obras, no anularía toda vuestra historia política?

Hablemos, pues, con respeto y con consideración de una enfermedad que si es, y no niego que sea, grave, no es una enfermedad de este Gobierno ni de este partido, sino de la Nación española, y todos estamos obligados a contribuir a su curación. De manera, señores, que la cuestión es en este momento para todos, la de ver quién hace más, quién pone más de su parte para que esta enfermedad se remedie, para que la inferioridad que yo empiezo por reconocer que existe entre el cuerpo electoral de nuestra Nación y el de otras Naciones, desaparezca.

Esta es la cuestión.

El señor PRESIDENTE: Faltan pocos minutos para terminar las horas de Reglamento. Se lo advierto a su señoría para que, si lo cree oportuno, se consulte a la Cámara si se prorroga la sesión.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): Si el señor Presidente quiere hacer la consulta a la Cámara, se lo agradeceré, porque yo pienso acabar dentro de pocos momentos.

Hecha la pregunta por el señor Secretario, Garrido Estrada, el Congreso acordó prorrogar la sesión.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): El Gobierno, señores, completamente persuadido de que esto es lo que realmente nos constituye en situación menos ventajosa de cuantas alcanzan otras Naciones, ha entendido acudir al remedio en todo cuanto de él dependía, por medio del proyecto de ley que en estos instantes se está discutiendo. El Gobierno ha llamado a los representantes de todos los partidos políticos y les ha expuesto su pensamiento, reducido a estas breves frases: estudiad, formad, preparad para las Cortes aquel proyecto de ley que la experiencia de todos vosotros juntos manifieste que puede ser más eficaz para dar independencia a los electores, para establecer en España, o mejor dicho, para restablecer la verdad electoral. Hay un punto en que es imposible que se pongan de acuerdo, de total acuerdo, los representantes de las distintas escuelas; es imposible que, respecto a la extensión del sufragio, las diversas escuelas políticas puedan ponerse de acuerdo ni en España ni fuera de España ni en parte ninguna. Dejemos, pues, libre esta cuestión entre nosotros, porque siempre será imposible llegar a un acuerdo sobre este punto entre las distintas escuelas políticas; pero como el ser el voto más extenso o ser más estricto nada tiene que ver con la garantía de los electores, con la garantía para la elección, vamos a buscar entre todos, de buena fe, cuantos remedios existan, cuantos remedios humanos quepan para curar este mal.

¿No es esto lo que ha hecho el Gobierno? ¿No es esto lo que han reconocido los dignos individuos pertenecientes a los otros partidos políticos que han tomado parte en los trabajos de la Comisión? ¿Ha manifestado el Gobierno en el seno de esa Comisión alguna idea propia? ¿Ha tenido una sola exigencia? ¿Ha propuesto o ha defendido algo? ¿No se ha entregado todo entero al país y a sus representantes diciéndoles: puesto que ésta es la verdadera enfermedad del país, curadla? ¿Qué se quiere más? ¿Qué más ha podido hacer el Gobierno? ¿Qué cosa semejante ha hecho ningún Gobierno jamás para probar la sinceridad de su amor al sistema monárquico-constitucional, al sistema representativo? Respecto de la cuestión del sufragio, manifesté cierta reserva, porque es claro que la cuestión del sufragio envuelve en sí todas las cuestiones sociales de nuestros días, y por consiguiente no puede hacerse el Gobierno la ilusión de creer que viniéramos todos a un acuerdo.

Pero fuera de eso, descartado ya que sean 900.000 ó 1.200.000 los electores, que esto es lo que puede quedar de contingente en lo sucesivo para el juego legal de los partidos, en todo lo demás ha dicho el Gobierno: vosotros, hombres de oposición, vosotros, individuos de la mayoría, haced lo que queráis; el Gobierno, aunque tuviera ideas propias, las oculta en este instante; el Gobierno quiere que la ley electoral sea el producto de los Diputados y no el producto de su voluntad. ¿Cabe más abnegación? De seguro, ninguno de mis adversarios políticos me hará la injusticia de creer que al abdicar de esta manera en los Diputados de todas las opiniones, era porque el actual Gobierno y su Presidente no tenían sobre el particular ideas propias. No. Hace demasiado tiempo que yo estoy ocupado en cuestiones políticas, que he tenido demasiados deberes que cumplir en la vida política, tengo demasiada afición, como es natural, a esta clase de estudios, para que no tenga mis ideas propias; pero no han aparecido en este debate, ni aparecerán. Una ley electoral, como quiera que es el terreno en que se han de encontrar todos los partidos, no puede ni debe ser producto de la voluntad de nadie, no puede ser la expresión del pensamiento de nadie. Una ley electoral, en su procedimiento y en sus garantías, debe ser la obra de todos, para que sea el sagrado a que todos puedan acogerse en las elecciones del porvenir.

Por esto digo y repito que en cualquiera otra ocasión, en una ocasión académica, en los periódicos, de cualquier otra suerte, es posible que algún día, y yo para ello guardo mi libertad completa, pueda yo decir a mi país lo que creo mejor respecto del procedimiento electoral; pero aquí lo he callado profundamente, no he tomado la menor parte, ni indirecta, en los trabajos de la Comisión, he entregado la cuestión entera a los representantes del país, por lo mismo que estaba tan convencido de la verdad que encierra una gran parte del discurso pronunciado esta tarde por el señor Castelar.

No que yo crea ¿cómo he de creer? y me parece imposible que el señor Castelar lo crea tampoco, no que yo crea que cierta clase de cambios se hacen por medio de transacciones y de leyes electorales, no; las leyes electorales no alcanzan ni pueden alcanzar más que a los cambios que consiente la legalidad del país: yo no conozco tampoco ni tengo la menor idea de cambios de cierta especie, de cambios por los cuales se han alterado las formas de gobierno, se han alterado las condiciones sustanciales del país, realizados por el cuerpo electoral.

Por consecuencia, no creo esto; pero bajo mi punto de vista, como lo que deseo es que los partidos que están dentro de la Constitución vigente tengan completamente abierto el campo para la defensa de sus opiniones, basta con que estos partidos encuentren medios de realizar sus ideas dentro del sistema electoral, que es todo lo que necesitan. Por consecuencia, sin hacerme las ilusiones del señor Castelar, sin creer que a ciertas cosas se vaya ni se pueda ir por otro camino que por el de la revolución, sin creer que ciertas cuestiones puedan fiarse ni se hayan fiado hasta ahora, ni se hayan de fiar en lo porvenir sino a la fuerza, con esto y todo, creo que la más absoluta necesidad del país es la verdad electoral; que si es esto lo que el señor Castelar quería que quedara aquí más expresamente consignado esta tarde, sepa que estamos conformes en este punto: en que la verdad electoral es y debe ser la bandera de todos los partidos, en que la verdad electoral es la verdadera necesidad del país. Por su parte, el Gobierno ha hecho para obtenerla, como acabo de demostrar ligeramente, cuanto ha estado en su mano; ayude todo el mundo con igual buena fe, que no tengo motivo para dudar de ella hasta ahora, pero en fin, ayude todo el mundo con igual buena fe y con igual convicción, y ese deseo del señor Castelar, que es y debe ser sin duda el de todos los sinceros amantes del sistema representativo, se verá cumplido y España no tendrá nada que envidiar dentro del sistema constitucional a ninguna de las demás naciones que por este sistema se rigen en el mundo. (Aplausos repetidos; muchos Diputados felicitan al orador.)

El señor CASTELAR: Dos palabras, señor Presidente.

El señor PRESIDENTE: El señor Castelar tiene la palabra.

El señor CASTELAR: Dos palabras de rectificación al elocuentísimo discurso del señor Presidente del Consejo de Ministros; porque, señores, yo quiero que conste de la manera más explícita que en estas dos tendencias en que la democracia se ha dividido, el señor Presidente del Consejo cree que la minoría está de mi parte. Precisamente uno de los argumentos que contra mi conducta, contra mi proceder se ha extremado, es que esta conducta y este proceder tiene cierta complicidad secreta con la política del Gobierno. Por consiguiente, el empeño y el interés que el señor Presidente del Consejo ha puesto en demostrar que yo soy la minoría dentro de la democracia, es una prueba irrefutable de que no sirven tanto a los intereses de ese Gobierno mis declaraciones políticas. Pero además debo decir otra cosa: cuando yo sostuve que era necesario ir a las elecciones, me encontraba en París. Desde el extranjero escribí una carta, publicada en España, en la cual sostenía la necesidad de ir a las elecciones si queríamos organizar una democracia práctica y gubernamental. Si estoy en tanta minoría, ¿cómo vine Diputado por Barcelona? ¿Cómo pude venir por Valencia? ¿Cómo pude venir, señores, pásmese el Congreso, hasta por Cartagena? Esto prueba que hay una gran transformación en el sentido de la democracia española. Pero, además, me conviene demostrar que no he sido ni por un momento inmodesto como S. S. trataba de decir, porque yo he dicho que no era una declaración mía, que yo no contaba con las fuerzas del planeta; que el movimiento de las cosas, la madurez de los pueblos, lo utópicas que van siendo ciertas doctrinas, el sentido práctico que se apodera hasta de las muchedumbres, los ejemplos de Italia y de Francia, todo ese conjunto de circunstancias independientes de mi voluntad y a mi voluntad ajenas, traen, a despecho de todos los arqueólogos revolucionarios y socialistas, una democracia gubernamental a nuestra Patria.

Eso es lo que he dicho y eso es lo que sostengo. En cuanto a cierto calificativo, S. S. declara que lo ha contestado en cumplimiento de su deber y que yo lo he dicho en cumplimiento del mío. (El señor Presidente del Consejo de Ministros: Pido la palabra.) Y sobre la cuestión fundamental, ¿cómo quiere S. S. que yo repitiera aquí lo que tantas veces he dicho respecto al sufragio universal? ¿No hubiera sido molestar inútilmente a la Cámara? Me bastaba con recordar que lo sostengo, que lo sostendré, y la sinceridad de esta creencia mía se demuestra con que si yo rechazo ciertas ideas lo digo públicamente. No, no es cierto que los grandes políticos europeos rechacen el sufragio universal. No lo rechaza Francia, no lo rechaza Alemania, va hacia él Italia, va hacia él Inglaterra; pero no he sostenido yo aquí mi teoría del sufragio universal. Lo que he dicho es que un político de la altura de S. S., de su rectitud, de su patriotismo, de sus dotes, de sus conocimientos en la ciencia política, de todas las cualidades que yo no le regateo nunca, que un político de su altura, después de diez años de práctica del sufragio universal debía sostenerlo por consecuencia con las ideas conservadoras. He dicho.

El señor PRESIDENTE: El señor Presidente del Consejo de Ministros tiene la palabra.

El señor Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Cánovas del Castillo): He pedido la palabra, solamente para hacer constar que yo no he reconocido que el señor Castelar cumpliera con un deber al usar de alguna de las palabras que ha usado esta tarde. He dicho que S. S. creía, o decía, o había dicho, que cumplía con eso un deber, y que en vista de eso yo me veía obligado a cumplir otro; pero nada está más lejos de mi ánimo de reconocer que S. S. cumplía con un deber. Precisamente mi opinión es diametralmente contraria a eso: mi opinión, permítame S. S. que se lo diga, es que palabras como ésa desdicen del correctísimo estilo, de la belleza de la frase, de los atractivos particulares de la elocuencia del señor Castelar, que no necesita de palabras un poco... gordas, si vale expresarme de esta manera, para hacer cuantos efectos quiera buscar.

Por consecuencia, lejos de creer que S. S. ha cumplido un deber, creo bajo mi punto de vista, y ahora hablo como crítico imparcial de la elocuencia de S. S. más que como político, creo que ha cometido una falta, y una falta que es tan grande oratoria como políticamente. De consiguiente, yo no he reconocido semejante cosa.

Por lo demás, si S. S. no tiene más que ofrecernos que el movimiento natural de los sucesos y lo que los sucesos por sí solos han de hacer, verdaderamente no tenía por qué hacer esta oferta; a eso estamos todos, sin que nadie nos lo ofrezca. Verdaderamente, yo había creído que S. S. nos ofrecía algo propio al ofrecernos la paz en nombre de la democracia. Si la democracia nos ha de dar esa paz, porque ha tenido tiempo para aprender, porque ha olvidado sus antiguos errores, por la fuerza de las circunstancias, eso S. S. no tiene para qué ofrecerlo, ni nosotros tenemos para qué agradecerlo.