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ArribaAbajo- XI -

¿Cómo pintar mi confusión?


¿Cómo describir mi trastorno y las molestias mil que trajo a mi vida la que mi hermano llevaba? De nada me valía que yo me propusiese evadirme de aquella esfera, porque mis dichosos parientes me retenían a su lado   -67-   casi todo el día, unas veces para consultarme sobre cualquiera asunto y matarme a preguntas, otras para que les acompañase. Parecía que nada marchaba en aquella casa sin mí, y que yo poseía la universalidad de los conocimientos, datos y noticias. Pues, ¿y el obligado tributo de comer con ellos un día sí y otro no, cuando no todos los del mes?... Adiós mi dulce monotonía, mis libros, mis paseos, mi independencia, el recreo de mis horas, acomodada cada cual para su correspondiente tarea, su función o su descanso. Pero lo que más me desconcertaba eran las reuniones de aquella casa, pues habiéndome acostumbrado desde algún tiempo atrás a retirarme temprano, las horas avanzadas de tertulia entre tanto ruido y oyendo tanta necedad, me producían malestar indecible. Además, el uso del frac ha sido siempre tan contrario a mi gusto, que de buena gana le desterraría del orbe; pero mi bendito hermano se había vuelto tan ceremonioso, que no podía yo prescindir de tan antipática vestimenta.

Ansioso de fama, José María bebía los vientos por decorar sus salones con todas las personas notables y todas las familias distinguidas que se pudieran atraer; pero no lo conseguía fácilmente. Lica no había logrado hacerse simpática a la mayor parte de las familias cubanas que en Madrid residen, y que en distinción y modales la superaban sin medida. No veían su alma bondadosa, sino su rusticidad, su llaneza campestre y sus equivocaciones funestas en materia de requisitos sociales. A mis oídos llegaron ciertos rumores y chismes poco favorables a la pobre Lica. Por toda la colonia corrían anécdotas punzantes y muy crueles. Lo menos que decían de ella era que la habían cogido con lazo. Y tanta era la inocencia de la guajirita, que no se desazonaba por hacer a veces ridículo papel, o no caía en ello. Ponía, sí, mucha atención a lo que mi hermano   -68-   o yo le advertíamos para que fuera adquiriendo ciertos perfiles y se adaptara a la nueva vida; y al poco tiempo su penetración natural triunfó un poco de su inveterada rudeza. El origen humildísimo, la educación mala y la permanencia de Lica en un pueblo agreste del interior de la isla no eran circunstancias favorables para hacer de ella una dama europea. Y no obstante estos diversos antecedentes, la excelente esposa de mi hermano, con el delicado instinto que completaba sus virtudes, iba entrando poco a poco en el nuevo sendero y adquiría los disimulos, las delicadezas, las prácticas sutiles y mañosas de la buena sociedad.

José María me suplicaba que le llevase buena gente, pero yo ¡triste de mí!, ¿a quién podía llevar, como no fuese a algún desapacible catedrático, que iba a fastidiarse y a fastidiar a los demás? Es verdad que presenté a mi amado discípulo, a mi hijo espiritual, Manuel Peña, que fue muy bien recibido, no obstante su humilde procedencia. Pero ¿cómo no, si además de tener en su abono las tendencias igualitarias de la sociedad moderna, se redimía personalmente de su bajo origen por ser el más simpático, el más guapo, el más listo, el más airoso, el más inteligente y dominador que podría imaginarse, en términos que descollaba sobre todos los de su edad, y no había ninguno que le igualara?

Mi hermano simpatizó con él, tasándole en lo que valía; pero aún no estaba satisfecho el dueño de la casa, y a pesar de haberse afiliado a un partido que tiene en su escudo la democracia rampante, quería, ante todo, ver en su salón gente con título, aunque este fuese haitiano o pontificio, y hombres notables de la política, aunque fueran de los más desacreditados. Los poetas y literatos famosos también le agradaban, y Lica estimaba particularmente   -69-   a los primeros, porque para ella no había nada más delicioso que el sonsonete del verso. No seré indiscreto diciendo que ella también pulsaba la lira, y que en su tierra había hecho natales y algunas décimas, que tenían todo el rústico candor del alma de su autora y la aspereza salvaje de la manigua.

Desde las primeras reuniones se hizo amigo de la casa y al poco tiempo llegó a ser concurrente infalible a ella, un poeta de los de tres por un cuarto...




ArribaAbajo- XII -

¡Pero qué poeta!


Era de estos que entre los de su numerosa clase podía ser colocado, favoreciéndole mucho, en octavo o noveno lugar. Veinticinco años, desparpajo, figura escueta, un nombre muy largo formado con diez palabras; un desmedido repertorio de composiciones varias, distribuidas por todos los albums5 de la cursilería; soberbia y raquitismo componían las tres cuartas partes de su persona: lo demás lo hacían cuello estirado, barbas amarillentas y una voz agria y dificultosa, como si manos impías le estuvieran apretando el gaznate. Aquel pariente lejano de las musas (no vacilo en decirlo groseramente) me reventaba. La idea pomposa que de sí mismo tenía, su ignorancia absoluta y el desenfado con que se ponía a hablar de cuestiones de arte y crítica me causaban mareos y un malestar grande en todo el cuerpo. Vivía de un mísero empleíllo de seis mil reales, y tal tono se daba, que a muchos hacía creer que   -70-   llevaba sobre sí el peso de la Administración. Hay hombres que se pintan en un hecho, otros en una frase. Este se pintaba en sus tarjetas. Parece que el Director General le había elegido para que le escribiese las cartas, y estimando él esto como el mayor de los honores, redactaba sus tarjetas así:

Francisco de Paula de la Costa
y Sainz del Bardal
JEFE DEL GABINETE PARTICULAR
DEL EXCELENTÍSIMO SEÑOR DIRECTOR GENERAL DE BENEFICENCIA Y SANIDAD

Luego venían las señas: Aguardiente, 1.

Y a la cabeza de esta retahíla, la cruz de Carlos III, no porque él la tuviese, sino porque su padre había tenido la encomienda de dicha orden. Cuando este caballerito daba su tarjeta por cualquier motivo, le parecía a uno que recibía una biblioteca. Yo pensaba que si llegaba un día en que por artes del demonio hubiera de inscribirse el nombre de aquel poeta en el templo del arte, se habría de coger un friso entero.

Actualmente han variado las tarjetas; pero la persona no. Es de estos afortunados seres que concurren a todos los certámenes poéticos y juegos florales que se celebran en los pueblos, y se ha ganado repetidas veces el pensamiento de oro o la violeta de plata. Sus odas son del dominio de la farmacia por la virtud somnífera y papaverácea que tienen; sus baladas son como el diaquilón, sustancia admirable para resolver diviesos. Hace pequeños poemas, fabrica poemas grandes, recorta suspirillos germánicos y todo lo demás que cae debajo del fuero de la rima. Desvalija sin piedad a los demás poetas y tima ideas; cuanto pasa por sus manos se hace vulgar y necio, porque es el   -71-   caño alambique por donde los sublimes pensamientos se truecan en necedades huecas. En todos los albums pone sus endechas expresando la duda o la melancolía, o sonetos emolientes seguidos de metro y medio de firma. Trae sofocados a los directores de Ilustraciones para que le inserten sus versos, y se los insertan por ser gratuitos; pero no los lee nadie más que el autor, que es el público de sí mismo.

Este tipo, que aún suele visitarme y regalarme alguna jaqueca o dolor de estómago, era uno de los principales ornamentos de los salones de mi hermano, pues si este no le hacía caso, Lica y su hermana le traían en palmitas por la pícara inclinación que ambas tenían al verso. Excuso decir que a los dos días de conocimiento, ya D. Francisco de Paula de la Costa y Sainz del Bardal... ¡Dios nos asista!... les había compuesto y dedicado una caterva de elegías, doloras, meditaciones y nocturnos en que salían a relucir los cocoteros, manglares, hamacas, sinsontes, cucuyos y la bonita languidez de las americanas.

Pero la gran adquisición de mi hermano fue D. Ramón María Pez. Cuando este hombre asistió a las reuniones, todas las demás figuras se quedaron en segundo término; toda luz palideció ante un astro de tal magnitud. Hasta el poeta sufrió algo de eclipse. Pez era el oráculo de toda aquella gente, y cuando se dignaba expresar su opinión sobre lo que había pasado aquel día en el Congreso, sobre el arreglo de la Hacienda o el uso de la regia prerrogativa6, reinaba en torno de él un silencio tan respetuoso que no lo tuvo igual Platón en el célebre jardín de Academos. El buen señor, diputado ministerial y encargado de una Dirección, tenía tal idea de sí mismo, que sus palabras salían revestidas de autoridad sibilina. Obligado por las exigencias sociales, yo no tenía más remedio que poner   -72-   atención a sus huecos párrafos, que resonaban en mi espíritu con rumor semejante al de un cascarón de huevo vacío cuando se cae al suelo y se aplasta por sí solo. La cortesía me obligaba a oírle; pero mi corazón le despreciaba como despreciamos esa artimaña de feria que llaman la cabeza parlante. Él no debía de tenerme gran estima; pero como hombre de mundo, afectaba respeto a los estudios serios que eran mi tarea constante. Así, siempre que venía rodando a la conversación algún grave tema, decía con cierta benevolencia un poquillo socarrona: «Eso, al amigo Manso...».

Llevado por Pez fue también Federico Cimarra, hombre que conocen en Madrid hasta las piedras, como le conocían antes los garitos, también diputado de la mayoría de estos que no hablan nunca, pero que saben intrigar por setenta, y afectando independencia, andan a caza de todo negocio no limpio. Constituyen estos antes que una clase, una determinación cancerosa, que secretamente se difunde por todo el cuerpo de la patria, desde la última aldea hasta los Cuerpos Colegisladores. Hombre de malísimos antecedentes políticos y domésticos, pero admitido en todas partes y amigo de todo el mundo, solicitado por servicial y respetado por astuto, Cimarra no tenía las formas enfáticas del señor de Pez, antes bien era simpático y ameno. Solíamos echar grandes párrafos, él mostrándome su escepticismo tan brutal como chispeante, yo poniendo a las cosas políticas algún comentario que concordaba, ¡extraña cosa!, con los suyos. De esta clase de gentes está lleno Madrid: son su flor y su escoria, porque al mismo tiempo le alegran y le pudren. No busquemos nunca la compañía de estos hombres más que para un rato de solaz; estudiémosles de lejos, porque estos apestados tienen notorio poder de contagio, y es fácil que el observador demasiado atento   -73-   se encuentre manchado de su gangrenoso cinismo cuando menos lo piense.

Y las recepciones de mi hermano ganaban en importancia de día en día, y no un periodiquín que se salió con que allí reinaba el buen tono, y dijo que todos éramos muy distinguidos. José María vio con gozo que entraban títulos en sus salones, cosa que a mí nunca me pareció difícil. El primero a quien tuvimos el honor de recibir fue al conde de Casa-Bojío, hijo de los marqueses de Tellería, casado con una cubana millonaria y distinguidísima. Se esperaba que no tardaría en ir también la marquesa de Tellería, y quizás quizás el marqués de Fúcar.

Pero lo más digno de consignarse y aun de ser transmitido a la historia, es que en las tertulias de Manso nació una de las más ilustres asociaciones que en estos tiempos se han formado y que más dignifican a la humanidad. Me refiero a esa Sociedad general para socorro de los inválidos de la industria, que hoy parece tiene vida robusta y presta eficaces servicios a los obreros que se inutilizan por enfermedad o cualquier accidente. Yo no sé de quién partió la idea, pero ello es que tuvo feliz acogida, y en pocas noches se constituyó la junta de gobierno y se hicieron los estatutos. D. Ramón Pez, que tocante a la estadística, a la administración, a la beneficencia, era un verdadero coloso, y combinaba estas tres materias para sacar estados llenos de números y de los números pasmosas enseñanzas, fue nombrado presidente. A Cimarra hiciéronle vicepresidente, a mi hermano tesorero, y Sainz del Bardal, que era quien más mangoneaba en esto, se hizo a sí mismo secretario. ¡Que siempre, oh bondad de Dios, han de andar los poetas en estas cosas! Yo, por más que luché para no ser más que soldado raso en aquella batalla filantrópica, no pude evitar que me nombraran consiliario. No me molestaba   -74-   el cargo ni su objeto, sino la negra suerte de tener que bregar con el poeta y de sufrir a toda hora la ingestión de sus increíbles necedades. Era su trato como sucesivas absorciones de no sé qué miasmas morbosos. Yo me ponía malo con aquel dichoso hombre. Manuel Peña le odiaba tanto, que le había puesto por nombre el tifus, y huía de él como de un foco de intoxicación.

Y ya que hablo de Peña, diré que era muy considerado en la tertulia y que se apreciaban sus méritos y condiciones. Algo y aun algos se transparentaba a veces del inconveniente de la tabla de carne; pero la cortesía de todos, el tufillo democrático de algunos tertuliantes, y más que nada, la finura, corrección y caballerosidad de Peña, ponían las cosas en buen terreno. ¡Cosa rara!, el que más parecía estimarnos a Peña y a mí era el cínico Cimarra, des preocupadísimo, apasionado, según decía, de la gente que vale. Era de estos que se burlan del saber y admiran a los que saben. Pero no me gustó que el mismo Cimarra fuese quien por primera vez dio en llamar a mi discípulo Peñita, diminutivo que le quedó fijo y estampado, y que, digan lo que quieran, siempre lleva en sí algo de desdén.

José María pasaba el día rumiando lo que por la noche se había dicho en la tertulia, y no se ocupaba más que de fortificar sus ideas y de organizarlas de modo que estuvieran conformes con el credo del partido.

«¿Qué te parece el partido?» me preguntaba con frecuencia.

Y yo le respondía que el partido era el mejor que hasta la fecha se había visto. A lo que él decía: «Yo quisiera que se organizase a lo inglés... porque esto es lo verdaderamente práctico, ¿eh? Es verdaderamente lamentable que aquí no estudie nadie la política inglesa y que vivamos en un tejer y destejer verdaderamente estéril».

  -75-  

Yo le oía, y alabando a Dios, le daba cuerda para que siguiese adelante en sus apreciaciones y me mostrase, como asunto de estudio, la asombrosa variedad de las manías humanas.

Volviendo alguna vez los ojos a los asuntos de su casa y de sus hijos, me decía:

«Bueno será que des una vuelta por el cuarto de los chicos, ¿eh?... a ver qué tal se porta esa institutriz verdaderamente notable».

Yo lo hacía de muy buen grado. Iba por un rato, y sin darme cuenta de ello, me pasaba allí un par de horas, inspeccionando las lecciones y contemplando como un tonto a la maestra, cuya belleza, talento y sobriedad me agradaban en extremo.




ArribaAbajo- XIII -

Siempre era pálida


Tan pálida como en su niñez, de buen talle, muy esbelta, delgada de cintura, de lo demás proporcionadísima, en todos sus contornos, admirable de forma, y con un aire... Sin ser una belleza de primer orden, agradaba probablemente a cuantos la veían, y con seguridad me agradaba a mí, y aun me encantaba un poquillo, para decirlo de una vez. Bien se podían poner reparos a sus facciones; pero, ¿qué rígido profesor de estética se atrevería a criticar su expresión, aquella superficie temblorosa del alma, que se veía en toda ella y en ninguna parte de ella, siempre y nunca, en los ojos y en el eco de la voz, donde   -76-   estaba y donde no estaba, aquel viso del aire en derredor suyo, aquel hueco que dejaba cuando partía?... Era, hablando más llanamente, todo lo que en ella revelaba el contento de su propia suerte, la serenidad y temple del ánimo. Formando como el núcleo de todos estos modos de expresión, veía yo su conciencia pura y la rectitud de sus principios morales. La persona tiene su fondo y su estilo; aquel se ve en el carácter y en las acciones, este se observa no sólo en el lenguaje, sino en los modales, en el vestir. El traje de Irene era correcto, de moda y sin afectación, de una sencillez y limpieza que triunfarían de la crítica más rebuscona.

Desde mis primeras visitas de inspección, sorprendiome el sensato juicio de la maestra, su exacto golpe de vista para apreciar las cosas de esta vida, y poner a respetuosa distancia las que son de otra. Su aplomo declaraba una naturaleza superior compuesta de maravillosos equilibrios. Parecía una mujer del Norte, nacida y criada lejos de nuestro enervante clima y de este dañino ambiente moral.

Desde que los chicos se dormían, Irene se retiraba a la habitación que Lica le había destinado en la casa, y nadie la volvía a ver hasta el día siguiente muy temprano. Por la mulata supe que parte de aquellas horas de la noche las empleaba en arreglar sus cosas y en reparar sus vestidos; de aquí que su persona se mantuviera siempre en aquel estado de compostura y aseo, que la realzaba del mismo modo que un cielo puro y diáfano realza un bello paisaje. Su honrada pobreza la obligaba a esto, y en verdad ¿qué mejor escuela para llegar a la perfección? Este detalle me cautivaba, y fue, con el trato, grande motivo de la admiración que despertó en mí.

Otro encanto. Tenía finísimo tacto para tratar a los   -77-   niños, que aunque de buena índole, eran, antes de caer en sus manos, voluntariosos, díscolos, y estaban llenos de los más feos resabios. ¿Cómo llegó a domar a aquellas tres fierecitas? Con su penetración hizo milagros, con su innata sabiduría de las condiciones de la infancia. Los pequeños, jamás castigados por ella corporalmente, la querían con delirio. La persuasión, la paciencia, la dulzura eran frutos naturales de aquella alma privilegiada.

Un día que hablábamos de varias cosas, concluida la lección, traje a la memoria los tiempos en que Irene iba a mi casa. Me parecía verla aún garabateando en mi mesa y revolviéndome libros y cuartillas. Pues aunque no hice mención de los infaustos papelitos de doña Cándida, este recuerdo fue muy poco agradable a la maestra. Lo conocí y varié al punto la conversación.

Había yo cometido la torpeza de lastimar su dignidad, que aún debía de resentirse de las crueles heridas hechas en ella por la degradación postulante de su tía, por las escaseces de ambas y por el hambre de la pobre niña, mal calzada y peor vestida.

Más encantos. Noté que la imaginación tenía en ella lugar secundario. Su claro juicio sabía descartar las cosas triviales y de relumbrón, y no se pagaba de fantasmagorías, como la mayor parte de las hembras. ¿Consistía esto en cualidades originales o en las enseñanzas de la desgracia? Creo que en ambas cosas. Rara vez sorprendí en sus palabras el entusiasmo, y este era siempre por cosas grandes, serias y nobles. He aquí la mujer perfecta, la mujer positiva, la mujer razón, contrapuesta a la mujer frivolidad, a la mujer capricho. Me encontraba en la situación de aquel que después de vagar solitario por desamparados y negros abismos, tropieza con una mina de oro o de piedras preciosas y se figura que la Naturaleza ha guardado aquel tesoro   -78-   para que él lo goce, y lo coge, y a la calladita se lo lleva a su casa; primero lo disfruta y aprecia a solas; después, publica su hallazgo para que todo el mundo lo alabe y sea motivo de general maravilla y contento. Y de esta situación mía nacieron pensamientos varios que a mí mismo me sorprendían poniéndome como fuera de mí y haciéndome como diferente a mí mismo, en términos que noté un brioso movimiento en mi voluntad, la cual se encabritó (no hallo otra palabra) como corcel no domado, y esparció por todo mi ser impulsos semejantes a los que en otro orden resultan de la plétora sanguínea, y...




ArribaAbajo- XIV -

¿Pero cómo, Dios mío, nació en mí aquel propósito?


¿Nació del sentimiento o de la razón? Hoy mismo no lo sé, aunque trato de sondear el problema, ayudado de la serenidad de espíritu de que disfruto en este momento.

«Esta joven es un tesoro» dije a mi hermano y a Lica, que estaban muy contentos con los progresos de las niñas.

En los días buenos, Irene y las tres criaturas salían a paseo. Yo cuidaba mucho de que no se alterara aquella costumbre, recomendada por la higiene, y me agregaba a tan buena compañía las más de las tardes, unas veces porque hacía propósito de ello, otras porque los encontraba (no sé si casualmente) en la calle. Estas casualidades ocurrían con orden tan infalible, que dejaron de serlo. Hablando con Irene, pude observar que no era mujer con pretensiones de sabia, sino que poseía la cultura apropiada a su sexo y   -79-   superior indisputablemente a toda la que pudieran mostrar las mujeres de nuestro tiempo. Tenía rudimentos de algunas ciencias, y siempre que hablaba de cosas de estudio lo hacía con tanto tino, que más se la admiraba por lo que no quería saber que por lo que no ignoraba.

Nuestras conversaciones en aquellos gratos paseos eran de cosas generales, de aficiones, de gustos y a veces del grado de instrucción que se debe dar a las mujeres. Conformándose con mi opinión y apartándose del dictamen de tanto propagandista indigesto, manifestando antipatía a la sabiduría facultativa de las mujeres y a que anduviese en faldas el ejercicio de las profesiones propias del hombre; pero al mismo tiempo vituperaba la ignorancia, superstición y atraso en que viven la mayor parte de las españolas, de lo que tanto ella como yo deducíamos que el toque está en hallar un buen término medio.

Y a medida que me iba mostrando su interior riquísimo, iba yo encontrando mayor consonancia y parentesco entre su alma y la mía. No le gustaban los toros, y aborrecía todo lo que tuviera visos de cosa chulesca. Era profunda y elevadamente religiosa; pero no rezona, ni gustaba de pasar más de un rato en las iglesias. Adoraba las bellas artes y se dolía de no tener aptitud para cultivarlas. Tenía afanes de decorar bien el recinto donde viviese y de labrarse el agradable y cómodo rincón doméstico que los ingleses llaman home. Sabía poner a raya el sentimentalismo huero que desnaturaliza las cosas y evocar el sano criterio para juzgarlas, pesarlas y medirlas como realmente son.

Cuando hubo adquirido más franqueza, me contaba algunas anécdotas de doña Cándida, que me hacían morir de risa. Comprendí cuánto debió de sufrir la pobre joven en compañía de persona tan contraria a su natural recto   -80-   y a sus gustos delicados. Confianza tras confianza, fue contándome poco a poco, en sucesivos paseos y sesiones interesantes, cosas de su infancia y pormenores mil, que así revelaban su talento como su exquisita sensibilidad.

Y en esto se echaron encima las Pascuas. Lica había dado a luz el 15 de Diciembre un enteco niño de quien fui padrino y a quien pusimos por nombre Máximo. Mi hermano, gozoso del crecimiento de la familia, se extremó tanto en dar propinas y en hacer regalos, que yo estaba asustado y le aconsejé que se refrenara, porque los excesos de su liberalidad tocaban ya en el mal gusto. Pero él, con tal de oír las manifestaciones de gratitud y de que se alabara su desprendimiento, no vacilaba en exprimir sus bolsillos. Aquellos días hubo en casa una reunión magna de la Sociedad para socorro de los inválidos de la industria, y se nombraron no sé cuántas comisiones y subcomisiones, las cuales eligieron sus respectivas ponencias para emitir pronto y luminoso dictamen sobre los gravísimos puntos de doctrina y aplicación que se habían de tratar. ¡Bienaventurados obreros, y qué felices iban a ser cuando aquella máquina, todavía no armada, echase a andar, llenando a España con su admirable movimiento y esparciendo rayos de beneficencia por todas partes!

Las tardes de la semana de Navidad, que para algunos es tan alegre y para mí ha sido siempre muy sosa, las pasábamos acompañando a Lica. Doña Cándida no faltaba nunca, y demostraba a mi cuñada y a su niño una ternura idolátrica, cuya última nota era quedarse a comer. La admiración táctica de Calígula por el cocinero de la casa, si discreta, no era nada platónica.

Una tarde se les antojó a los chicos ir al teatro, y como el de Martín está tan cerca y daban El Nacimiento del Hijo de Dios y La Degollación de los Inocentes, tomé un palco y   -81-   nos fuimos allá, Irene, yo y la familia menuda. Chita, que se dispuso a ir también y llegó hasta la escalera con un sombrerote tan grande que no se le veía la cara, se volvió adentro porque se sentía muy fluxionada. Yo estaba alegre aquella tarde, y el aspecto del teatro, poblado de criaturas de todas edades y sexos, aumentaba mi regocijo, el cual no sé si provenía de una recóndita admiración de la fecundidad y aumento de la especie humana. Hacía bastante calor allí dentro, y las estrechas galerías, donde tanta gente se acomodaba, parecían guirnaldas de cabezas humanas, entre las cuales descollaban las de los chiquillos. No he visto algazara como aquélla; arriba, uno pedía la teta, abajo berraqueaba otro, y en palcos y butacas las pataditas, el palmoteo, y aquel continuo mover de caras, producían confusión, mareo y como un principio de demencia. Las luces rojizas del gas daban a aquel recinto, donde hervían ardientes apetitos de emociones, tanta bulliciosa y febril impaciencia, no sé qué graciosa similitud con calderas infernales o con un infiernito de juego y miniatura, improvisado en el Limbo en una tarde de Carnaval.

Mucho terror causó a Pepito María ver salir al demonio, luego que se alzó el telón. Era el más feo mamarracho que he visto en mi vida. El pobre niño escondía su cara para no verlo; sus hermanitas se reían, y él, excitado por todos para que perdiese el miedo, no se aventuraba más que a abrir un poquito de un ojo, hasta que, viendo los horribles cuernos del actor que hacía de demonio, los volvía a cerrar y pedía que le sacaran de allí. Felizmente la salida de un ángel, armado de lanza y escudo, que con cuatro palabras supo acoquinar al diablo y darle media docena de patadas, tranquilizó a Pepito, el cual se animó mucho oyendo las exclamaciones de contento que de todos los puntos del teatro salían.

  -82-  

A medida que adelantaba la exposición del drama, Irene y yo nos admirábamos de que asunto tan serio, poético y respetable, se pusiera en indecente farsa. Sale allí un templo con una ceremonia del casamiento de la Virgen, que es lo que hay que ver y oír. El sacerdote, envuelto en una sábana con tiras de papel dorado, tenía todo el empaque de un mozo de cuerda que acabase de llegar de la esquina próxima. Vimos a San José, representado por un comiquejo de estos que lucen en los sainetes y que allí era más ridículo por la enfática gravedad que quería dar al tipo incoloro y poco teatral del esposo de María; vimos a esta, que era una actriz de fisonomía graciosa, con más de maja que de señora, y que se esforzaba en poner cara inocente y dulzona. Vestida impropiamente, no podía acomodar su desfigurado talle de modo que desapareciesen los indicios de próxima maternidad. Pero lo más repugnante de aquella farsa increíble era un pastor zafio y bestial, pretendiente a la mano de María, y que en la escena del templo y en el resto de la obra, se permitía groseras libertades de lenguaje a propósito de la mansedumbre de San José. Irene opinaba, como yo, que tales espectáculos no deben permitirse, y hacía consideraciones bien tristes sobre los sentimientos religiosos de un pueblo que semejantes caricaturas tolera y aplaude.

Esto me llevó a hablarle del teatro en general, de su convencionalismo, de las falsedades que le informan, y hablaba de esto, porque no se me ocurría la manera de introducir en la conversación otros temas más en armonía con el estado de mis sentimientos. Yo buscaba fórmulas de transición y hallaba en mí increíble torpeza. Creo que el calor, el bullicio de los entreactos y el tedio de aquel sacrílego sainetón ponían en mi mente un aturdimiento espantoso. No sé qué fatal y desconocida fuerza me llevaba   -83-   a no poder tratar más que asuntos comunes, desabridos y áridos, como una lección de mi cátedra. La misma belleza y gracia de Irene, lejos de espolearme, ponía como un sello en mi boca, y en todo mi espíritu no sé qué misteriosas ligaduras.

Ignoro cómo rodó la conversación a cosas y hechos de su infancia. Irene me habló de su padre, que fue caballerizo; recordaba vagamente su uniforme con bordados, una pechera roja, un tricornio sobre una cara que se inclinaba hacia ella, chiquitita, para darle besos. Recordaba que en los albores de su conocimiento, todo respiraba junto a ella profundo respeto hacia la Casa Real. Una tía suya paterna, más humana que doña Cándida, la amaba entrañablemente. Esta señora recibía una pensión de la Casa Real, porque su esposo, sus padres, abuelos y tatarabuelos habían sido también caballerizos, sumilleres, guardamangieres o no sé qué. El entusiasmo de esta señora por la regia familia era una idolatría. Cuando sobrevino la revolución del 68, la tía de Irene perdió la pensión y el juicio, porque se volvió loca de pena, y al poco tiempo murió, dejando a su tierna sobrina en las garras de doña Cándida.

Verdaderamente, estas cosas tenían para mí un interés secundario, y más cuando mi espíritu me atormentaba con la idea de una urgente manifestación de sentimientos. Por natural simpatía, mi cabeza se asimilaba y hacía suyo aquel estado de congoja moral, y empezaba a molestarme con una obstrucción dolorosa. Y permanecí callado en un ángulo del palco, mientras los chicos miraban embobecidos el cuadro de la Anunciación, el del Empadronamiento y el viaje a Belén. Irene conoció en mi silencio que me dolía la cabeza, y me dijo que saliendo un poquito a la calle para que me diera el aire se me quitaría.

Pero no quise salir, y durante el segundo entreacto   -84-   hablamos... ¿de qué?, pues del caballerizo, de la tía de Irene, que padecía jaqueca de tres días, con vómito, delirio y síncope. Poco después, alzado otra vez el telón, vimos el monte, la cascada de agua natural que caía de lo alto del escenario, y escurría entre hojalata; los pastores y el rebaño vivo, compuesto de una docena de blancos borregos. En aquel momento parecía que se iba a hundir el teatro: tan loco entusiasmo suscitaban los chorros de agua y los corderos. Yo, como artista, consideraba la índole de unos tiempos en que se hacen zarzuelas del Nuevo Testamento, y luego, mientras se presentaba a los admirados ojos de la chiquillería, de las criadas y nodrizas el bonito cuadro del Portal, dejose ir mi mente a un orden de juicios que no eran totalmente distintos de los anteriores. Viendo en caricatura los hechos más sagrados y puesto en farsa lo que la religión llama misterio para hacerlo más respetable, se despertó en mí un prurito de crítica que, a mi parecer, no dejaba de relacionarse con el pícaro dolor de cabeza, pues parecía que este lo estimulaba, dando a mi criterio pesimista la agudeza de aquel filo que me cortaba el cráneo. Y lo más raro fue que mi crítica implacable se cebaba en aquello que más admiraban mis ojos y que traía a mi espíritu tan risueñas esperanzas. Sin duda aquel feo demonio que tanto había asustado a Pepito, se metió en mí, porque yo no cesaba de contemplar a Irene, no para saciarme en la vista de sus perfecciones, sino para buscarle defectos y encontrárselos en gran número; que esto era lo más grave. Su nariz me parecía de una incorrección escandalosa, sus cejas demasiado tenues no permitían que luciera bastante la proyección melancólica de sus ojos. ¿No era su boca quizás, o sin quizás, más grande de lo conveniente? Luego dejaba correr mi despiadada regla por el cuello abajo y encontraba que en tal o cual parte hacía el vestido   -85-   demasiados pliegues, que el corsé no acusaba perfiles estéticos, que la cintura se doblaba más de lo regular, y al mismo tiempo, ni había en su traje el esmerado corte que, a mi juicio, debía tener, y sus guantes tenían una roturilla, y sus orejas estaban demasiado rojas, no sé si por el calor, y su sombrero era muy grande, y sus cabellos... Pero ¿a qué seguir? Mi cruel observación no perdonaba nada, iba a rebuscar los defectos hasta en las regiones menos visibles, y al hallarlos, cierta complacencia impía daba descanso a mi espíritu y alivio a mi dolor de cabeza... ¡Tontería grande aquel trabajo mío, y cómo me reí de él más tarde! ¡Ni qué cosa humana habrá que a tal análisis resista! Pero es una desdicha conocer el amargo placer de la crítica, y ser llevado por impulsos de la mente a deshojar la misma flor que admiramos. Vale más ser niño y mirar con loco asombro las imperfecciones de un rudo juguete, o sentar plaza para siempre en la infantería del vulgo. Esto me llevaba a sospechar si el ideal estético será puro convencionalismo, nacido de la finitud o determinación individual, y si tendrán razón los tontos al reírse de nosotros, o lo que es lo mismo, si los tontos serán en definitiva los discretos.

«¡Pobrecito Máximo! -me dijo de improviso Irene, en el momento que caía el telón-. ¿No se alivia esa cabeza?».

Estas palabras me hicieron el efecto de un disciplinazo. Parece que me habían despertado de un letargo. La miré, pareciome entonces tan acabada como yo torpe, malicioso y zambo de cuerpo y alma.

«Me duele mucho... El calor..., el ruido...».

En aquel momento llamaban al autor, que no era San Lucas.

«Pues vámonos», dijo Irene.

Fue preciso hacer creer a las niñas que se había acabado   -86-   todo. Pero Belica, la mayor, estaba bien enterada del programa y nos decía muy afligida: «Si falta la degollación...».

Irene las convenció de que no faltaba nada, y salimos.

«Le pondré a usted paños de agua sedativa» me dijo la profesora al atravesar la calle de Santa Águeda.

¡Me pondría paños! Al oírla me pareció, no ya perfecta, sino puramente ideal, hermana o sobrina de los ángeles que asisten en el Cielo a los santos achacosos y les dan el brazo para andar, y vendan y curan a los que fueron mártires, cuando se les recrudecen sus heridas.

«El agua sedativa no me hace bien. Veremos si puedo dormir un poco».

-¿Se va usted a casa?

-No; me echaré en el sofá del despacho de José María.

Y así lo hice. Muy entrada la noche, cuando desperté y me dieron una taza de té, ya despejada la cabeza, sentí vivos deseos de ver a Irene, pero no me atreví a preguntar por ella. Al salir para retirarme a mi casa, doña Jesusa, como si adivinara mi pensamiento, me dijo:

«Esa niña, esa Irenita vale un Perú, es más buena... Hasta hace un rato ha estado cosiendo. Ya se ha encerrado en su cuarto. ¿Pero creerá usted que duerme? Está leyendo acostada».

Al pasar vi claridad en el montante de la puerta. ¡Luz en su cuarto! ¿Qué leería?




ArribaAbajo- XV -

¿Qué leería?


Este fue el objeto de mis profundas cavilaciones en el tiempo que tardé en llegar a mi casa, y aún me persiguió   -87-   aquel enigma hasta que me dormí, después de leer yo también un rato. ¿Y cuál fue mi lectura? Abrí no sé qué libros de mi más ardiente devoción, y me harté de poesía y de idealidad.

Al despertar volví a preguntarme: «¿Qué leería?». Y en clase, cuando explicaba mi lección, veía por entre las cláusulas y pensamientos de esta, como se ve la luz por entre las mallas de un tamiz, la cuestión de lo que leía Irene.

Cumplidos mis deberes profesionales, aquel día, como casi todos, fui a almorzar a casa de mi hermano; y ved aquí cómo llegó a serme agradable aquella mansión que al principio tantas antipatías despertaba en mí, por el trastorno que sus habitantes habían causado en mis costumbres. Pero yo empezaba a formarme una segunda rutina de vida, acomodándome al medio local y atmosférico; que es ley que el mundo sea nuestro molde y no nuestra hechura.

Favorecía mis visitas a aquella casa su proximidad a la mía, pues en seis minutos y con sólo quinientos sesenta pasos salvaba yo la distancia, por un itinerario que parecía camino celestial, formado de las calles del Espíritu Santo, Corredera de San Pablo y calles de San Joaquín, San Mateo y San Lorenzo. Esto era pasearse por las páginas del Año Cristiano. ¡Y la casa me parecía tan bonita, con sus nueve balcones de antepecho corridos, que semejaban pentagrama de música! ¡Y eran tan interesantes la tienda, muestra y escaparates del estuquista que habitaba en el piso bajo! La gran escalera blanquecina me acogía con paternal agasajo, y al entrar salía a recibirme el huésped eterno y fijo de la casa, un fuerte olor de café retinto, que se asociaba entonces a todas las imágenes, ideas y sucesos de la familia, y aun hoy viene a formar en el fondo de mi memoria, siempre que repite aquellos días, como un ambiente sensorio que envuelve y perfuma mis recuerdos.

  -88-  

El primero que aparecía ante mí era Rupertico haciendo cabriolas, besándome la mano y llamándome Taita. Aquel día me dijo:

«Mi ama Lica se ha levantado hoy».

Entré a verla. Allí estaba doña Cándida, hecha un caramelo de amabilidad, atendiendo a Lica, arreglándole las almohadas en el sillón, cerrando las puertas para que no le diera aire, y al mismo tiempo poniendo sus cinco sentidos en la criatura y en el ama. Las reglas y preceptos que Calígula dictaba a cada momento para que el niño y la nodriza no sufrieran el menor percance, llenarían tantos volúmenes como la Novísima Recopilación. Ella había buscado el ama y la había vestido, poniéndole más galones que a un féretro, collares rojos y todo lo demás que constituye el traje de pasiega; ella le había marcado el régimen y regulaba las hartazgas que tomaba aquella humana vaca, de cuya voracidad no puede darse idea. Ella corría con todo lo de ropitas, fajas y abrigos para mi tierno ahijado.

«Tiene toda la cara de tu madre -me decía-, y este se me figura que va a ser un sabio como tú. ¿Pero has visto cosa más rica que este ángel?».

A mí me parecía bastante feo. Tenía por nariz la trompeta que es característica de todos los Mansos, y un aire de mal humor, un gesto avinagrado, un mohín tan displicente, que me le figuraba echando pestes de los fastidiosos obsequios de doña Cándida.

Esta se multiplicaba para atender a todo; y como al muchacho se le ocurriese dar uno de esos estornudos de pájaro que dan los niños, ya estaba mi cínife con las manos en la cabeza, cerrando puertas y riñéndonos, porque decía que hacíamos aire al pasar. Cuando Maximín bostezaba, abriendo su desmedida boca sin dientes, al punto gritaba ella: «¡Ama, la teta, la teta!».

  -89-  

Era el ama rolliza y montaraz, grande y hombruna, de color atezada, ojos grandes y terroríficos, que miraban absortos a las personas como si nunca hubieran visto más que animales. Se asombraba de todo, se expresaba con un como ladrido entre vascuence y castellano, que sólo mi cínife entendía, y si algo revelaba su ruda carátula era la astucia y desconfianza del salvaje. Cuando, obediente a la consigna de doña Cándida, tomaba al chiquillo para alimentarle y se sacaba del pecho con dificultad un enorme zurrón negro, creía yo que aquello iba a sonar como las gaitas de mi país. Lica estaba muy contenta del ama, y cuando esta no podía oírlo, decía doña Cándida, radiante de orgullo:

«No hay mujer como esta, no la hay... Le digo a usted, Lica, que ha sido una adquisición... ¡Gracias a mí, que la he buscado como pan bendito!... Hija, estas gangas no se encuentran a la vuelta de la esquina. ¡Qué leche más rica! ¡Y qué formalota!... una cosa atroz ¿ha visto usted? No dice esta boca es mía».

Débil, más indolente que nunca, pero risueña y feliz, mi cuñada manifestaba su gratitud con expresiones cariñosas, y Calígula le decía:

«¡Qué bien está usted!... ¡Qué bonito color! Vamos, está usted muy mona».

Y Lica me dijo, como siempre:

«Máximo, cuéntame cosas».

-¿Qué cosas ha de contar este sosón? -zumbó mi cínife con humor picaresco-. Que empiece a echar filosofías y nos dormimos todas.

A pesar de esta sátira, yo contaba cosas a Lica, le hablaba de teatros, actualidades y de las noticias de Cuba.

La peinadora entró a peinar a Chita que, mientras le arreglaban el pelo, me obligó a darle cuenta de todas las   -90-   funciones que en la última quincena se habían dado en los teatros. Yo, que no había ido a ninguno, le decía lo que se me antojaba. Lo mismo Chita que mi cuñada tenían pasión por los dramas y antipatía a la música y a las comedias de costumbres. Para ellas no había goce en ningún espectáculo si no veían brillar espadas y lanzas, y si no salían los actores muy bien cargados de barbas y vestidos de verde, o forrados de hojalata imitando armaduras. Odiaban la llaneza de la prosa, y se dormían cuando los actores no declamaban cortando la frase con hipos y el sonajeo de las rimas. Compraba Chita todos los dramas del moderno repertorio, y ambas hermanas los leían con deleite entre sorbos de café. Después se les veía esparcidos sobre la chimenea y el velador, en las banquetas o en el suelo, a veces enteros, otras partidos en actos o en escenas, cada pliego por su lado, revuelta la catástrofe con la prótasis y la anagnórisis con la peripecia. Aquel día, además del desbarajuste dramático, observé en el gabinete los desórdenes que, por ser cotidianos, no me llamaban ya la atención. Sobre mesillas y taburetes se veían las tazas de café, unas sucias, mostrando el sedimento de azúcar, otras a medio beber y frías como el hielo; sobre tal silla un sombrero de señora; un abrigo en el suelo; sobre la chimenea una bota; el devocionario encima de un plato y cucharillas de café dentro de un florerito de porcelana.

El gabinete estaba adornado a prisa y por contrata, con objetos ricos y al mismo tiempo vulgares, pagados al doble de su valor natural. Doña Cándida se había encargado del cortinaje y de varias chucherías que sobre la chimenea estaban, ofreciéndolas como una de esas gangas que rara vez se presentan. Un día que yo no estaba allí, acudió (creo que llevado también por Calígula) un mercader de objetos de arte, y supo endosarle a Lica media docena de cuadros   -91-   sin mérito, que a todos los de la casa parecieron admirables por el rabioso y brillante color de los trajes, pintados con cierta habilidad. Había un reloj de música que a cada hora soltaba una tocata; pero a los ocho días se plantó, y no hubo forma humana de que tocase más ni de que diese la hora. Y como los demás relojes de la casa marchaban en espantosa anarquía, allí no se tenían nunca datos del tiempo, y había huelga de horas, e insurrección de minutos.

«Máximo, ¿qué hora es?... Chinito, llégate a ver qué hace José María. No le he visto hoy. Todita la mañana ha estado en el despacho con Sainz del Bardal. Verdad que hoy es correo de Cuba. Pero ya debe ser hora de almorzar».

En el despacho encontré a José María atareadísimo con el correo de Cuba. Ayudábale Sainz del Bardal, y entre los dos tenían escritas ya cantidad de cartas bastante a cargar un vapor-correo.

«Ya sabes -me dijo mi hermano-, que creo tener segura mi elección en uno de los distritos de la isla que están vacantes. El ministro se ha empeñado en ello. Me tiene verdaderamente acosado. Yo, ¿qué he de hacer?... Luego, de allá me escriben... Mira todas las cartas de Sagua; entérate... Dicen que sólo yo les inspiro confianza... Estoy verdaderamente agradecido a estos señores... Querido Sainz, descanse usted y vámonos a almorzar. Ea, camaradas, a la mesa».

Almorzamos. Tan afanado estaba José María con su elección y con la política, que ni en la mesa descansaba, y apoyando el periódico en una copa, leía, como a bocados y a sorbos, la sesión del día anterior.

«Ese Cimarra -manifestó en su respiro-, es hombre verdaderamente notable. Dicen que es inmoral... Mira, tú; yo no quiero meterme en la vida privada, ¿eh? En la pública, Cimarra es verdaderamente activo, hábil, muy amigo   -92-   de sus amigos. Anoche estuvimos hasta las dos en el despacho del ministro... Y ahora que me acuerdo, hablamos de ti. Ya es hora de que pases a una cátedra de Universidad, y bien podría ser que dentro de algún tiempo te calzaras la Dirección de Instrucción Pública... Ea, ea, no vengas con modestias ridículas. Eres verdaderamente una calamidad. Con ese genio nunca saldrás de tu pasito corto».

Y cuando mi hermano volvía a engolfarse en la lectura del periódico, que era uno de los del partido, el poeta me tomaba por su cuenta, para comunicarme, sin dejar de engullir, los progresos de la Sociedad filantrópica, de que era secretario. Ya había dado dictamen una de las comisiones. Los debates serían reñidísimos. Había voto particular, y los pareceres de los vocales estaban muy divididos. Se trataba de un problema importante, sin cuya aclaración no tenía la Sociedad fundamento sólido en qué apoyarse; se trataba de establecer el grado de eficacia que podría alcanzar la campaña filantrópica, mientras no variasen las actuales relaciones entre el capital y el trabajo, y no hubiese una disposición legislativa que de una vez para siempre...

El condenado quería hacerme un resumen del dictamen; pero yo le corté la palabra, por temor a que me hiciera daño el almuerzo. Volvimos al despacho. Sainz del Bardal, que se había prestado a ser secretario de su protector, continuó escribiendo cartas, y José María, mientras fumaba, me dejó ver con más claridad las ambiciones y vanidades que se habían despertado en él. Aunque hacía alarde de sencillez y retraimiento, bien se le conocía su anhelo de notoriedad política. ¡Bendito José! Me lo figuraba en primera línea y a la cabeza de un partido, fracción o grupillo, que se llamaría de los Mansistas. Cuando yo lo decía así, él se reía a carcajadas, demostrándome, a través de su jovialidad, el gusto que esta suposición le causaba.

  -93-  

«Todo me lo dan hecho -decía-, yo no me muevo, yo no pido nada. Pero se empeñan... Es verdaderamente honroso para mí, y estoy verdaderamente agradecido... Anoche recibí un B.L.M. del ministro... Ese señor no me deja a sol ni sombra... Yo no busco a nadie; me buscan. Yo quiero estar metido en mi casa, y no me dejan».

Estos alardes de modestia eran un nuevo síntoma de la intoxicación política que empezaba a padecer José, pues es muy propio de los ambiciosos hacer el papel de que no buscan, ni piden, ni quieren salir de las cuatro paredes, y siempre dan, como explicación de sus intrigas, la disculpa de que se les solicita y obliga a ser grandes hombres contra su voluntad. Con este síntoma notaba yo en mi hermano el no menos claro de usar constantemente ciertas formulillas y modos de decir de los políticos. La facilidad con que se había asimilado estos dicharachos, probaba su vocación. Decía: «Estamos a ver venir; los señores que se sientan en aquellos bancos; esto se va; lo primero es hacer país; hay mar de fondo; las minorías tiran a dar, etc.». Llamaba cogida a los fracasos parlamentarios de un orador, y enchiquerado al ministro que estaba bajo la amenaza de una interpelación grave. Nuestro Congreso, que tan alto está en la oratoria, tiene también su estilo flamenco. A mi neófito no se le escapaba tampoco ninguno de los profundos apotegmas, que son la única muestra intelectual de muchas celebridades, como por ejemplo: «Las cosas caen del lado a que se inclinan».

En sus costumbres no se advertía menos su conversación rápida a un nuevo orden de ideas y de vida. Ya la pobre Lica había empezado a quejarse de las largas ausencias de su marido, el cual, siempre que no tenía convidados, comía fuera de casa, y entraba a las dos de la noche. Se había vuelto un si es no es áspero y gruñón dentro de   -94-   casa, y exigentísimo en todo lo referente a menudencias sociales y al aparato de la casa. El menor descuido de la servidumbre traía sobre Lica agrias amonestaciones; y no digo nada de los malísimos ratos que sufrió la pobrecita para corregirse de su rusticidad y olvidar todas las palabras de la Tierra, y no hablar ni pensar más que a la europea. Dócil y aplicada, la infeliz ponía tanta atención a las fraternas de su marido que logró reformar sus modales y lenguaje, y ya no llamaba túnico al vestido, ni a las enaguas sayuelas, ni al polisón bullerengue7. Por este mismo tiempo empezó a restituirse la dicción castellana en los nombres de todos, y ya no se le decía Lica, sino Manuela, y su hermana fue Mercedes, y la niña mayor, que se nombraba Isabel, como mi madre, no se llamó más Belica. Sólo la niña Chucha era refractaria a estas novedades, y no respondía cuando la llamaban doña Jesusa, porque dejar su lengua, decía, era arrojar a las calles de Madrid lo último que le quedaba de su querida patria.

Y aquella misma mañana observé en el despacho otros indicios de demencia que me dieron mucha tristeza, porque ya no me quedaba duda de que el mal de José María era fulminante y de que pronto se perdería la esperanza de su remedio. Sobre la mesa había muestras de garabatos heráldicos hechos en distintos colores. Esto, unido a ciertos rumores que habían llegado a mí y a las tonterías que escribió un revistero de periódico, confirmó mis sospechas, y no pudiendo resistir la curiosidad, pregunté:

«¿Pero es cierto que vas a titularte?».

-Yo no sé... si he de decirte la verdad... estas cosas me fastidian... -repuso con turbación-. Es empeño de ellos, yo me resisto. Luego, los del partido... lo han tomado como asunto propio... Es verdaderamente una tontería; ¿pero cómo les voy a decir que no? Sería verdaderamente ridículo...   -95-   Si me hicieras el favor de no quitarme el tiempo, camarada. Estamos verdaderamente sofocados con este dichoso correo de Cuba.

Dejele con sus cartas y su poeta secretario. Pronto sería yo hermano de un marqués de Casa-Manso o cosa tal. En verdad, esto me era de todo punto indiferente, y no debía preocuparme semejante cosa; pero pensaba en ello porque venía a confirmar el diagnóstico que hice de la creciente locura de mi hermano. Lo del título era un fenómeno infalible en el proceso psicológico, en la evolución mental de sus vanidades. José reproducía en su desenvolvimiento personal la serie de fenómenos generales que caracterizan a estas oligarquías eclécticas, producto de un estado de crisis intelectual y política que eslabona el mundo destruido con el que se está elaborando. Es curioso estudiar la filosofía de la historia en el individuo, en el corpúsculo, en la célula. Como las ciencias naturales, aquella exige también el uso del microscopio. Indudablemente, estas democracias blasonadas; estas monarquías de transacción sostenidas en el cabello de un artificio legal; este sistema de responsabilidades y de poderes, colocado sobre una cuerda floja y sostenido a fuerza de balancines retóricos; esta sociedad que despedaza la aristocracia antigua y crea otra nueva con hombres que han pasado su juventud detrás de un mostrador; estos Estados latinos que respiran a pulmón lleno el aire de la igualdad, llevando este principio no sólo a las leyes sino a la formación de los ejércitos más formidables que ha visto el mundo; estos días que vemos y en los cuales actuamos, siendo todos víctimas de resabios tiránicos y al mismo tiempo señores de algo, partícipes de una soberanía que lentamente se nos infiltra, todo, en fin, reclama y quizás anuncia un paso o transformación, que será la más grande que ha visto la historia.   -96-   Mi hermano, que había fregado platos, liado cigarrillos, azotado negros, vendido sombreros y zapatos, racionado tropas y traficado en estiércoles, iba a entrar en esa escogida falange de próceres, que son la imagen del poder histórico inamovible y como su garantía y permanencia y solidez. Digamos con el otro: «O el universo se desquicia, o el hijo de Dios perece».

Pensando en estas cosas fui al cuarto de Irene, todo lo olvidé desde que la vi. Sin oír su respuesta a mi primer saludo, le pregunté:




ArribaAbajo- XVI -

¿Qué leía usted anoche?


Y como quien ve descubierto un secreto querido, se turbó, no supo responder, vaciló un momento, dijo dos o tres frases evasivas, y a su vez me preguntó no sé qué cosa. Interpreté su turbación de un modo favorable a mi persona, y me dije: «Quizás leería algo mío». Pero al punto pensé que no habiendo yo escrito ninguna obra de entretenimiento, si algo mío leía, había de ser o la Memoria sobre la psicogénesis y la neurosis, o los Comentarios a Du-Bois-Raymond, o la Traducción de Wundt, o quizás los artículos refutando el Transformismo y las locuras de Hæckel. Precisamente la aridez de estas materias venía a dar una sutil explicación al rubor y disgusto que noté en el rostro de mi amiga, porque, «sin duda -calculé yo- no ha querido decirme que leía estas cosas por no aparecer ante mí como pedantesca y marisabidilla».

  -97-  

Las dos niñas corrieron hacia mí. Eran monísimas, se llamaban mis novias y se disputaban mis besos. Pepito también corrió saltando a mi encuentro. Sólo tenía tres años; no estudiaba nada aún, y le tenían allí para que estuviera sujeto y no alborotase en la casa. Era un gracioso animalito que no pensaba más que en comer, y luchaba por la existencia de una manera furibunda. Cuando le preguntaba qué carrera quería seguir, respondía que la de confitero. Isabelita y Jesusita eran muy juiciosas; estudiaban sus lecciones con amor y hacían sus palotes con ese esfuerzo infantil que pone en ejercicio los músculos de la boca y de los ojos.

La habitación de estudio era la única de la casa en que había orden y al propio tiempo la menos clara, pues siempre se encendía luz en ella a las tres de la tarde. ¡Qué hermoso tinte de poesía y de serenidad marmórea tomabas a mis ojos, maestra pálida, a la compuesta luz de la llama y de la claridad expirante del día! Por ti salía mi espíritu de su normal centro para lanzarse a divagaciones pueriles y hacer cabriolas, impropias de todo ser bien educado. La estancia aquella había sido comedor y estaba forrada de papel imitando roble con listones negros claveteados. En un testero estaba el pupitre donde las niñas escribían; no lejos del allí una mesa grande, un sofá de gutapercha y algunas sillas negras. En la pared había algunos mapas nuevos, y dos viejísimos, de la Oceanía y de la Tierra Santa, que yo recordaba haber visto en la casa de doña Cándida. Es de suponer que mi cínife le endosaría aquellas dos piezas a Lica, haciéndolas pagar al precio de las demás gangas que a la casa llevaba.

«Vamos a ver, Isabel -decía Irene-, los verbos irregulares».

La ocasión y el sitio imponíanme la mayor seriedad;   -98-   así, para aproximarme en espíritu a Irene, tenía que ayudarle en su tarea escolástica, facilitándole la conjugación y declinación, o compartiendo con ella las descripciones del mundo en la Geografía. La Historia Sagrada nos consumía mucha parte del tiempo, y la vida de José y sus hermanos, contada por mí, tenía vivísimo encanto para las niñas, y aun para la maestra. Luego venían las lecciones de francés, y en los temas les ayudaba un poco, así como en la analogía y sintaxis castellanas, partes del saber en que la misma profesora, dígase con imparcialidad, solía dormitar aliquando, como el buen Homero.

Mientras escribían, había un poco más de libertad. Isabel y Jesusa, al trazar sus letras, embadurnaban los dedos de tinta. Pepito, a quien era preciso dar un lápiz y un papel para que estuviera callado, hacía rayas y jeroglíficos en un rincón, y a cada momento venía a enseñarme sus obras, llamándolas caballos, burros y casas. Irene descansaba, y cogiendo su labor de frivolité, se ponía a hacer nudos con la lanzadera, y yo a mirarle los dedos, que eran preciosos. Con aquel trabajillo se ayudaba, reforzando su mísero peculio. ¡Bendita laboriosidad, que era el remate o coronamiento glorioso de sus múltiples atractivos! Yo inspeccionaba las planas de las niñas y decía a cada instante: «Más delgado, niña; más grueso; aprieta ahora...».

De repente, un prurito irresistible del alma me hacía volver hacia Irene y decirle:

«¿Está usted contenta con esta vida?».

Y ella alzaba los hombros, me miraba, sonreía, y... ¿Por qué negarlo, si quiero que la verdad más pura resplandezca en mi relato? Sí, me parecía sorprender en ella cansancio y aburrimiento. Pero sus palabras, llenas de profundo sentido, me revelaban cuán pronto triunfaba la voluntad de la flaqueza de ánimo.

  -99-  

«Es preciso tomar la vida como se presenta. Estoy contenta, Máximo, ¿qué más puedo desear por ahora?».

-Usted está llamada a grandes destinos, Irene. Por Dios, Jesusita, no pintes, no pintes; haz el trazo con libertad, y salga lo que saliere. Si sale mal, se hace otro, y adelante... Las cualidades superiores que resplandecen en usted... Pero Isabel, ¿a dónde vas con ese codo? ¿Lo quieres poner en el techo? Anda, anda; parece que vas a dar un abrazo a la mesa... No mojes tanto la pluma, criatura. Estás chorreando tinta... Ese codo, ese codo... Pues sí, las cualidades superiores...

Y aquí me detuve, porque, a semejanza de lo que la tarde anterior me había pasado en el teatro, sentí obstrucciones en mi mente, como si ciertas y determinadas ideas no quisieran prestarse a ser expresadas y se escondieran con vergüenza, huyendo de la palabra, que a tirones quería echarlas fuera. El requiebro vulgar repugnaba a mi espíritu, y no sé por qué intervenía cruelmente en ello mi gusto literario. Y como al mismo tiempo no hallaba una fórmula escogida, graciosa, de exquisita intención y originalidad que respondiese a mi pensamiento, estableciendo insuperable diferencia entre mi sensibilidad y la de los mozalbetes y estudiantes, no tuve más remedio que adoptar el grandioso estilo del silencio, poniendo de vez en cuando en él la pincelada de un elogio.

«Usted, Irene, es de lo más perfecto que conozco».

Ella siguió haciendo nudos y más nudos, y no respondió a mis alabanzas sino echándome otras tan hiperbólicas que me ofendían. Según ella, yo era el hombre acabado, el hombre sin pero, el hombre único. ¡Y cuidado con los elogios que hacían de mí todas las personas que me trataban!... No, no podía existir tal perfección en la persona humana, y por fuerza habían de descubrir algún defectillo   -100-   los que me trataran de cerca. Contestando a esto, creo que estuve oportuno y algo chispeante, decidiéndome a lanzar algunas ideas preparatorias que ella, a mi parecer, comprendió perfectamente. Nuevos elogios de Irene, dirigidos en particular a lo que ella calificaba de originalidad en mi ingenio. «Es usted tremendo», me dijo, y a esta frase siguió prolongado silencio de ambos.

La tarde estaba hermosa, y salimos a paseo. No sé si fue aquella tarde u otra cuando me retiré a casa con la idea y el propósito de no precipitarme en la realización de mi plan, hasta que el tiempo y un largo trato no me revelaran con toda claridad las condiciones del suelo que pisaba.

«No conviene ir demasiado aprisa -pensaba yo-. El hecho, el hecho mismo me guiará, y la serie de fenómenos observados me trazará seguro camino. Procedamos en este asunto gravísimo con el riguroso método que empleamos hasta en las cosas triviales. Así tendré la seguridad de no equivocarme. Poniendo un freno a mis afectos, que se dejarían llevar de impetuoso movimiento, conviene observar más todavía. ¿Acaso la conozco bien? No; cada día noto que hay algo en ella que permanece velado a mis ojos. Lo que más claro veo es su prodigioso tacto para no decir sino aquello que bien le cuadra, ocultando lo demás. Demos tiempo al tiempo, que así como el trato ha de producir el descubrimiento de las regiones morales que aún están entre brumas, la amistad que del trato resulte y el coloquio frecuente han de traer espontaneidades que le revelen a ella mis propósitos y a mí su aquiescencia, sin necesidad de esa palabrería de mal gusto que tanto repugna a mi organización intelectual y estética».

Tal como lo pensaba lo hice. Muchas mañanas asistí a   -101-   las lecciones y muchas tardes a los paseos, mostrando indiferencia y aun sequedad. La digna reserva de ella me agradaba más cada vez. Un día nos cogió un chaparrón en el Retiro. Tomé un coche, y con la estrechez consiguiente nos metimos en él los cinco y nos fuimos a casa. Chorreábamos agua, y nuestras ropas estaban caladas. Yo tenía un gran disgusto y el temor de que ella y los niños se constipasen.

«Por mí no tema usted -me dijo Irene-. Jamás he estado mala. Yo tengo una salud... tremenda».

¡Bendita Providencia que a tantos dones eminentes añadió en aquella criatura el de la salud, para que respondiese mejor a los fines humanos en la familia! El que tuviese la dicha de ser esposo de aquella escogida entre las escogidas, no se vería en el caso de confiar la crianza de sus hijos a una madre postiza y mercenaria; no vería entronizado en su casa ese monstruo que llaman nodriza, vilipendio de la maternidad del siglo.

«Cuídese usted, cuídese usted -le dije con afán previsor-, para que su hermosa salud no se altere nunca».

Dos días estuve sin ir a casa de mi hermano. ¿Fue casualidad o plan astuto? Crea el lector lo que quiera. Mi metódico afecto tenía también sus tácticas y algo se entendía de amorosas emboscadas. Cuando fui, después de ausencia que tan larga me parecía, sorprendí en el rostro de Irene alegría muy viva.

«¡Qué caro se vende usted!» me dijo poniéndose más pálida.

-Me parece -repliqué yo-, que hace siglos que no nos vemos. ¡He pensado tanto en usted!... Ayer hablamos... No nos vimos, y sin embargo, le dije a usted estas y estas cosas.

-Es usted... tremendo.

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-No quisiera equivocarme; pero me parece que noto en usted algo de tristeza... ¿Le ha pasado a usted algo desagradable?

-No, no, nada -respondió con precipitación y un poco de sobresalto.

-Pues me parecía... No, no puede estar usted satisfecha de este género de vida, de esta rutina impropia de un alma superior.

-Ya se ve que no -dijo con vehemencia.

-Hábleme usted con franqueza, revéleme todo lo que piense, y no me oculte nada... Esta vida...

-Es tremenda.

-Usted merece otra cosa, y lo que usted merece lo tendrá. No puede ser de otra manera.

-Pues qué, ¿había de pasar toda mi juventud enseñando a hacer palotes?

-¿Y cuidando chiquillos...?

-¿Y dando lecciones de lo que no entiendo bien...?

Echó sobre los libros que en la próxima mesa estaban una mirada tan desdeñosa, que me pareció verles apenados y confundidos bajo el peso de la excomunión mayor.

-Usted se aburre, ¿no es verdad? Usted es demasiado inteligente, demasiado bella para vivir asalariada.

Me expresó con dulce mirada su gratitud por lo bien que había interpretado sus sentimientos.

-Esto se acabará, Irene. Yo respondo...

-Si no fuera por usted, Máximo -me dijo con expresión de la más generosa amistad-, ya habría salido de aquí.

-Pero qué... ¿está usted descontenta de la familia?

-No... es decir... pero no, no -murmuró contradiciéndose cuatro veces en seis palabras.

-Algo hay...

  -103-  

-No, no, digo a usted que no.

-Tiempo hace que nos conocemos. ¿Será posible que no tenga usted conmigo la confianza que merezco...?

-Sí la tengo, la tendré -replicó animándose-. Usted es mi único amigo, mi protector... Usted...

¡Qué hermosa espontaneidad se pintaba en su rostro! La verdad retozaba en su boca.

-Me interesa tanto usted, y su felicidad y su porvenir, que...

-Porque lo conozco así, tendré que consultar con usted algunas cosas... tremendas...

-¡Tremendas!

No daba yo gran importancia a este adjetivo, porque Irene lo usaba para todo.

-Y yo le juro a usted -añadió cruzando las manos y poniéndose bellísima, asombrosa de sentimiento, de candor y de piedad...-. Yo juro que no haré sino lo que usted me mande.

-Pues...

El corazón se me salía con aquel pues... No sé hasta dónde habría llegado yo, si no abriera la puerta Lica en aquel momento.

«Máximo -dijo sin entrar-, llégate aquí, chinito...».

Quería que yo le redactase las invitaciones de aquella noche. ¡Pobre Lica, cómo me contrarió con su inoportunidad! No volví a ver a Irene aquella tarde; pero yo estaba tan contento como si la tuviera delante y la oyese sin cesar. El discursillo del cual no dije sino una palabra, sonaba en mí como si cien veces se hubiera pronunciado y otras cien hubiera recibido de ella la hermosa aprobación que yo esperaba.



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ArribaAbajo- XVII -

La llevaba conmigo


Era como si la naturaleza de ella hubiera sido inoculada milagrosamente en la mía. La sentía compenetrada en mí, espíritu con espíritu; y esto me daba una alegría que se avivó por la noche, cuando fui a la reunión de jueves; y esta alegría radiosa salía de mí como inspiración chispeante, brotando de los labios, de los ojos y aun creo que de los poros. Entrome de súbito un optimismo, algo semejante al delirio que le entra al calenturiento, y todo me parecía hermoso y placentero, como proyección de mí mismo. Con todos hablé y todos se transfiguraban a mis ojos, que, cual los de D. Quijote, hacían de las ventas castillos. Mi hermano me pareció un Bismarck; Cimarra se dejaba atrás a Catón; el poeta eclipsaba a Homero, Pez era un Maltus por la estadística, un Stuart Mill por la política, y mi cuñada Manuela la mujer más aristocrática, más fina, más elegante y distinguida que había pisado alfombras en el mundo. Para que se vea hasta qué aberraciones morbosas me condujo mi loco optimismo, diré que el poeta mismo oyó de mis labios frases de benevolencia, y que casi llegué a prometerle que me ocuparía de sus versos en un próximo trabajo crítico. Esto le puso como fuera de sí, y rodando la conversación de personalidad en personalidad, afirmó que yo me dejaba muy atrás a Kant, a Schelling y a todos los padres de la filosofía. Sus indignas lisonjas me abrieron los ojos y fueron correctivo de mi debilidad optimista. Yo creo que había en mí un desorden físico, no sé qué reblandecimiento de los órganos que más relación tienen con la entereza de carácter. De mucho sirvió para restituirme   -105-   a mi ser el interminable solo que me dio Sainz del Bardal a propósito de los inmensos progresos de la Sociedad de inválidos de la industria. En servicio de ella desplegaba el poeta-secretario una actividad demente, febril, y se multiplicaba para organizar los trabajos, para aumentar el número de socios y alcanzar la protección del gobierno. Había logrado meter en ella a tres ex-ministros y a otro personaje muy conocido en Madrid, propagandista infatigable que pronunciaba seis discursos por semana en distintas sociedades. Todo marchaba admirablemente, y marcharía mejor cuando los planes de los caritativos fundadores tuvieran completo desarrollo. Por de pronto, se había acordado destinar los cuantiosos fondos reunidos a imprimir los notabilísimos discursos que se pronunciaran en las turbulentas sesiones. Lástima grande que tan admirables piezas de elocuencia se perdieran. Ante todo, España es el país clásico de la oratoria. Los autores del voto particular y la mayoría de la comisión no habían logrado ponerse de acuerdo sobre aquel sutil tema; mas para salir del paso, se había nombrado una comisión mixta, compuesta de individuos de la de propaganda y de la de aplicación para que redactasen el tema de nuevo. Reunida esta junta magna, acordó que lo primero que debía hacerse era abrir un certamen poético, para premiar la mejor oda al trabajo. El primer premio consistía en coliflor de oro e impresión de quinientos ejemplares; el accesit en girasol de plata e impresión de doscientos. Ya vi venir el nublado al enterarme de estos planes funestos, y en efecto, me nombraron presidente del jurado. También se pensaba en una gran rifa, organizada por señoras, y en una soberbia y resonante velada, o quizás matinée, en la cual, después de leída por Bardal la Memoria de los trabajos de la sociedad, habría música, discursos y lectura de versos, que son la sal de estos festejos filantrópicos.

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Como pude, me sacudí de encima al moscón que me aturdía, di una vuelta por los salones, y de repente sentí un golpecito en el hombro y una simpática voz que me dijo:

«Hola, maestro... Le vi a usted con el tifus, y no quise acercarme».

-¡Ay! Peña, el ataque ha sido tan fuerte, que creo tendré convalecencia para toda la noche... Sentémonos, siento una debilidad...

-Esa es la febris carnis... Yo no me rindo a Sainz del Bardal. Cuando viene a hablarme, le vuelvo la espalda. Si a pesar de eso me habla, le echo una rociada de ácido fénico, quiero decir que le llamo necio.

-Pero, hombre, ¿qué es de tu vida?

-Ya ve usted, maestro... vámonos de aquí. Achantémonos en ese gabinete.

-¿Qué me cuentas?

-Nada de particular.

-¿Es cierto que no le haces la corte a Amalia Vendesol?

-¡Quia, maestro!... Si eso se acabó hace mil años. Es inaguantable. Unas exigencias, unas susceptibilidades... Verá usted; si un día dejaba de pasar a caballo por su casa, ¡María Santísima!, la que se armaba. Si en el Retiro me distraía y miraba para alguien... En fin, tiene peor genio que su tía Rosaura, la que le sacó un ojo a su marido riñendo por celos. Yo he visto a Amalia morder un abanico y hacerlo en cincuenta pedazos... ¿por qué creerá usted?, porque una noche no pude tomar butaca impar en la Comedia, y tuve que ponerme en las pares. Y qué educación la suya, amigo Manso. Escribe garabatos, dice pedrominio, y tiene un cariño a las haches...

-Como todas... como la mayoría... ¿Y es cierto que te has dedicado a una de las de Pez?

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-Ahí están las dos. ¿Las ha visto usted? Me entretengo con ellas, con la menor principalmente, que es graciosísima. Están bien educadas, es decir, tienen un barniz...

-Eso es, nada más que un barniz. Ignoran todo lo ignorable; pero se les ha pegado algo de lo que oyen, y parecen mujeres. No son, realmente, más que muñecas, de las que dicen papá y mamá.

-Pero estas no dicen papá y mamá, sino marido, marido. La mayor, sobre todo, es muy despabilada. Cuidado que sabe unas cosas... Anoche me quedé aterrado oyéndola. Hablando con verdad, no sé si decirle a usted que son monísimas o muy cargantes. Hay en ellas algo de los visos del tornasol o de los reflejos metálicos de una mayólica. A veces marean, a veces deslumbran; cansan y enamoran. Dan alegría y amor. La mayor, Adela, es de una vanidad que no se concibe. Yo creo que si un príncipe se dirige a ella, aún le parecerá poca cosa.

-Verás cómo concluye por casarse con un distinguido teniente.

-Lo creo. Tiene un tupé la niña... Algo se le ha pegado a la pequeña. Ya se ve. Con aquella tiesa mamá que parece figura arrancada a una tabla de la Edad Media...

-Con aquel soplado papá, que es el sincretismo de las pretensiones más enfáticas...

-¿Pero no le llama la atención el lujo de esa gente?

-A mí, en materia de estupidez humana, nada me llama ya la atención.

-Es un lujo imposible, misterioso. ¿Qué hay detrás de todo eso? Los cincuenta mil reales del señor de Pez, y pare usted de contar.

-Madrid es un valle de problemas.

-Yo creo que las pretensiones de las niñas dejan muy atrás a las de los papás. La ley de herencia se ha cumplido   -108-   con exceso. Y no sé yo quién va a cargar con esos apuntes. El desgraciado que se case con cualquiera de ellas, ya puede hacer la cuenta que se casa con las modistas, con los tapiceros, con los empresarios de teatros, con Binder el de los coches, con Worth el de los trajes y con todos los arruinadores de la humanidad. Acostumbradas esas niñas al lujo, ¿dónde encontrarán capital bastante fuerte para sostenerlo? Maestro, esto está perdido, aquí va a venir un desquiciamiento. Hablan de la juventud masculina y de su corrupción, de su alejamiento de la familia, de la tendencia antidoméstica que determinan en nosotros el estudio, los cafés, los casinos... Pues, ¿y qué me dice usted de las niñas? La frivolidad, el lujo y cierta precocidad de mal gusto imposibilitan a la doncella de estos países latinos para la constitución de las familias futuras. ¿Qué vendrá aquí? ¿La destrucción de la familia, la organización de la sociedad sobre la base de un individualismo atomístico, el desenfreno de la variedad, sin unidad ni armonía, la patria potestad en la mujer...?

-Lo femenino eterno -dije yo gravemente-, tiene leyes que no puede dejar de cumplir. No seas pesimista, ni generalices fundándote en hechos, que por múltiples que sean, no dejan de ser aislados.

-¡Aislados!

-Conoces poco el mundo. Eres un niño. Antes consistía la inocencia en el desconocimiento del mal; ahora, en plena edad de paradojas, suele ir unido el estado de inocencia al conocimiento de todos los males y a la ignorancia del bien, del bien que luce poco y se esconde, como todo lo que está en minoría. Créeme, créeme, te hablo con el corazón.

Y tomando entre mis dedos (¡cómo me acuerdo de esto!) el ojal de la solapa de su frac, proseguí hablándole de este modo:

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-Hay mucho tesoro, mucho bien, mucha ventura que tú no ves, porque te tapa los ojos la inocencia, porque te ciega el vivo resplandor del mal. Hay seres excepcionales, criaturas privilegiadas, dotadas de cuanto la Naturaleza puede crear de más perfecto, de cuanto la educación puede ofrecer de más refinado y exquisito. Flaquearía por su base el santo, el sólido principio de armonía, si así no fuera, y sin armonía, adiós variedad, adiós unidad suprema...

-No digo que no...

Y distraído, pero atento a mis palabras, se metió la mano en el bolsillo del faldón y sacó una petaquilla.

«¡Ah!, ya no me acordaba que usted no fuma... Yo tengo unas ganas rabiosas de fumar. Con su permiso, maestro, me voy por ahí dentro a echar un pitillo. ¿Viene usted?».

No le seguí porque solicitaba mi curiosidad un grupo entusiasta que se había formado en torno de mi hermano. Parecíame oír felicitaciones, y el señor de Pez tenía un aire de protección tal que no sé cómo todo el género humano no se arrojaba contrito y agradecido a sus plantas.

El motivo de tantos plácemes y de bullanga tan estrepitosa era que se había recibido un telegrama de Cuba manifestando estar asegurada la elección de José María.




ArribaAbajo- XVIII -

Verdaderamente, señores...


Dijo mi hermano; y atascado en su exordio por la obstrucción mental que padecía en los momentos críticos, repitió al poco rato:

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«Verdaderamente...».

Pudo al fin formular un premioso discursejo, cuyas cláusulas iban saliendo a golpecitos, como el agua de una fuente en cuyo caño se hubiese atragantado una piedra. Acerqueme un poco y oí frases sueltas, como: «Yo no quiero salir de mis cuatro paredes... porque también se puede servir al país desde el rincón de una casa... Pero estos señores se empeñan... A la benevolencia de estos señores debo... En fin, esto es para mí un verdadero sacrificio; pero estoy verdaderamente dispuesto a defender los sagrados intereses...».

Desde entonces tomó el sarao un aspecto político que le daba extraordinario brillo. Había tres ex-ministros y muchos diputados y periodistas, que hablaban por los codos. La sala del tresillo parecía un rinconcito del Salón de Conferencias. Los que más bulla metían eran los de la democracia rampante, partido tan joven como inquieto, al cual se había afiliado José, llevado de sus preferencias por todo lo que fuera transacción.

El espíritu reconciliatorio de José llega hasta el delirio, y sueña con acoplar y emparejar las cosas más heterogéneas. Esto, según él, es lo verdaderamente inglés. Lo de la sucesiva serie de transacciones no se le cae de la boca: es su Padre Nuestro político, y así, todo lo transige y siempre halla modo de aplicar sus ideales casamenteros. No existe rivalidad histórica y fatal que él no se proponga resolver con un abrazo de Vergara. Eso es: abrácense como hermanos el separatismo y la nacionalidad, la insurrección y el ejército, la monarquía y la república, la Iglesia y el libre examen, la aristocracia y la igualdad. Toda idea pura es para él una verdadera exageración, y corta las cuestiones diciendo: basta de exclusivismos. Para él no conviene que haya exclusivismos en el arte, ni en religión, ni en filosofía. Toda idea, toda teoría artística o moral debe ceder una   -111-   parte de sus regios dominios a la teoría y a la idea contrarias. Lo bello deja de serlo si este fenómeno no cruza con lo vulgar el famoso abrazo de Vergara. Jesús y los Santos Padres son unos exagerados y exclusivistas por no haber intentado un arreglito con la herejía.

Las majaderías de aquella gente me aburrían tanto, que me alejé del salón y me interné en la casa. Harto de poetas, periodistas y políticos, mi espíritu me pedía el descanso de un párrafo con doña Jesusa. En el lejano aposento donde residía, estaba aquella noche, fija en su butaca, envuelta en su mantón y acompañada de Rupertico, a quien contaba cuentos.

«No me quiero acostar -me dijo-, porque el sambeque del salón y esta bulla de criados que van y vienen no me dejan dormir. Esta casa parece un trapiche los jueves por la noche. ¡Jesús qué terremoto! A usted no le gusta esto; ya lo sé. ¡Y qué gente tan comilona! Con el té, los dulces, los fiambres, las pastas, los helados que se han comido ya, habría para mantener un ejército. La pobre Lica no es para esto; si sigue así va a perder la salud... Le contaré a usted lo de anoche, si me promete ser reservado... Pues tuvieron ella y José María una peleíta. ¡Jesús qué jarana!... por si él entraba tarde, por si ella no sabía hacer los honores. Yo bien sé que Lica está muy chiqueada. Pero José ha echado un genio... No sé cuánta cosa sacaron: que él no piensa más que en sencilleces; que se pasa la noche en el Casino, y quién sabe, quién sabe, si en otras partes peores... Parece que hay descubrimiento...».

Acercó su sillón al mío y casi al oído me dijo:

«Falditicas, ¿eh?... José María es como todos. Esta vida de Madrid... Tenemos calaveradas... Ya se ve... un hombre que va a ser diputado y ministro... Hay en Madrid cada gancho... ¡Ay!, qué mujeres las de esta tierra; son capaces de pervertir   -112-   al cordero de San Juan. Yo les diría si las viera: «Grandísimas sinvergüenzas, ¿para qué engatusáis a un padre de familia, a un sencillo, a un hombre tan bueno?... Porque José María ha sido muy bueno hasta ahora; pero niño, de algún tiempo acá, no le conocemos».

Yo defendí a mi hermano como pude y tranquilicé a su suegra, tratando de hacerle comprender que la licencia de nuestras costumbres está más en la forma que en el fondo, y que no debía tomar como señales de pecado ciertos detalles corrientes... Fue lo único que me ocurrió.

«Yo -dijo ella, bajando más la voz-, no me meto en nada. Allá se entiendan; allá se les haya. No me muevo de este sillón, porque no tengo salud para nada. Aquí me acompaña Ruperto. Esta noche, mientras allá reían y alborotaban, Irene y yo hemos rezado el rosario y hemos hablado de cosas pasadas... ¿Pero dónde se ha ido ese ángel de Dios?».

Miraba a todos los lados de la pieza.

«¿Pero no se ha recogido aún? -pregunté-. Esto es contrario a sus costumbres».

-Calle, niño; si debe de andar por ahí. Algunos raros se va al corredor a ver un poquitico de la sala.

Ya iba yo a buscarla, cuando entró ella. Su fisonomía revelaba gozo y estaba menos pálida. Parecía agitada, con mucho brillo en los ojos y algo de ardor en las mejillas como si volviese de una larga carrera.

«Irene, ¿qué tal? ¿Ha visto usted...?».

-Un poquito... desde el pasillo... ¡Qué lujo, qué trajes! Es cosa que deslumbra...

-Yo creí que a estas horas... es la una... estaba usted recogida.

-Me he quedado aquí para acompañar un poco a doña Jesusa... Luego, es preciso ver algo, amigo Manso, ver algo de estas cosas que no conocemos.

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-¡Oh!, es justo -dije pensando en lo mucho que luciría Irene si penetrara en los círculos de la sociedad elegante, y en el valor que sus grandes atractivos tomarían realzados por el lujo-. Pero es cuestión de carácter; ni a usted ni a mí nos agrada esto. Por fortuna, estamos conformados de manera que no echamos de menos estos ruidosos y brillantes placeres, y preferimos los goces tranquilos de la vida doméstica, el modesto pan de cada día con su natural mixtura de pena y felicidad, siempre dentro del inalterable círculo del orden.

«¡Jesús de mi alma!, ¡qué talento tiene este hombre, y qué bien dice las cosas!» exclamó doña Jesusa.

Irene se reía del entusiasmo de la niña Chucha, y con enérgicos movimientos de cabeza daba su aprobación a aquellos elogios.

«Máximo -dijo de súbito la señora-, ¿por qué no se casa usted? ¿A cuándo espera, niño?».

-Todavía hay tiempo, señora. Ya veremos...

-En veremos se le pasa a usted la vida.

Mirando a Irene, que atenta me miraba, le dije, por decir algo: «¿Y las niñas?».

-Han estado muy desveladas. Ya se ve... con la bulla... También han querido ver algo. Después han estado jugando, de broma y fiesta, pasándose de una cama a otra y arrojándose las almohadas... Pero ya se han dormido.

-¿Y usted no tiene sueño?

-Ni chispa.

-Pero es muy tarde.

-Me voy a mi cuarto.

-¿Va usted a leer? -dije siguiéndola y llevándole la luz.

-Es tardísimo... Veré si me duermo al momento. Mañana...

-¿Mañana, qué?

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-Digo que mañana será otro día.

-Eso no tiene duda.

-Y hablaremos de aquello...

-Hablaremos de aquello... -repetí sintiendo en mi pensamiento el estímulo que los novelistas llaman un mundo de ideas, y en mis labios cosquilleo de palabras impacientes.

Pero ella me quitó de las manos la luz, entró en su cuarto con una presteza que me parecía resbaladiza, diome las buenas noches, y a poco sentí el ruido de la llave cerrando por dentro. Después dio un golpecito en la madera, como para llamarme, si me alejaba, y dijo:

«Tráigame usted lo que me prometió».

-¿Qué, criatura? -le pregunté, sospechando, en un momento de ansiedad, que le había prometido mi vida toda entera.

-¡Qué memoria! La Gramática inglesa de Ahn...

-¡Ah!, ya... bueno...

-Y los dos lápices de Fáber, números 2 y 3.

-Vamos, acabe usted de pedir. Pida usted el sol y la luna...

-No sea usted tremendo... Abur.

-No se fatigue usted la imaginación con la lectura...

-Si me estoy durmiendo ya.

-Eso es, descansar... buenas noches.

-Pero qué, ¿todavía está usted ahí?, amigo Manso.

-Creí que ya estaba usted dormida.

-Hombre, si estoy rezando... Adiós.

Retireme. Algo me daba que pensar aquel humorismo de Irene, un poquito desconforme con la seriedad y mesura que yo había observado en ella; pero reflexionando más, consideré que este fenómeno contingente no alteraba el hecho en sí, o mejor dicho, que un desentono pasajero y   -115-   accidental no destruía la admirable armonía de su carácter.

Era ya hora de abandonar la reunión; pero Cimarra y mi hermano me entretuvieron, dando una batida en toda regla a mi modestia para que consintiese en ser hombre político y en lanzarme con ellos por la única senda que conduce a la prosperidad. Yo me resistí, alegando razones de carácter, de conveniencia y de ideas. Cimarra me aseguraba que era posible facilitarme la entrada en el Congreso, arreglándome uno de los distritos que estaban vacantes. Ya José había hecho algunas indicaciones al ministro, el cual había dicho: «¡Oh!, sí verdaderamente...». Mi hermano se prestaba benévolo a arreglar la incompatibilidad de mis ideas con el régimen oligárquico que hoy priva, y me incitaba con empeño a ser hombre verdaderamente práctico y a abandonar de una vez para siempre las utopías y exageraciones, buscando en el ancho campo de mi saber una fórmula de transacción, una manera de reconciliar la teoría con el uso y el pensamiento con el hecho. De la misma opinión era el marqués de Tellería, que se hallaba presente, encarnizado enemigo de las utopías, hombre esencialmente práctico, y tan práctico que vivía a costa del prójimo; santo varón que llamaba logomaquias a todo lo que no entendía. Este señor me dio después un solo, adulándome sin tasa y diciéndome, en conclusión, que los hombres como yo debían consagrarse a defender los intereses de las clases productoras contra las amenazas del proletariado, las creencias venerandas de nuestros mayores contra la irrupción de la barbarie libre-pensadora, y las buenas prácticas de gobierno contra los delirios de los teóricos. Yo ocultaba con frases de cortesía el desprecio que me merecía este sujeto, a quien de oídas conocía desde algunos años atrás por lo que me había contado su yerno y mi amigo León Roch. Al soltarme, me dijo:

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«Le voy a mandar a usted un folletito que he hecho, donde están todos los discursos, todos los incidentes que motivó la proposición de ley que presenté al Senado sobre la vagancia. Me hará usted el favor de leerlo y decirme su opinión imparcial...».

Manuela, que se enteró de que me querían enjaretar la diputación, no me ocultaba su gozo. Pero no le cabía en la cabeza mi resistencia a entrar por las vías políticas, y riñéndome por mi carácter retraído y mi amor a la vida oscura, me decía:

«Pero, chinito, no seas jollullo».




ArribaAbajo- XIX -

El reloj del comedor dio las ocho


Haciendo el cómputo que el desorden de los relojes de aquella casa exigía, resultaba que las ocho campanadas marcaban las tres. ¡Qué tarde! Retirarme yo a casa a tal hora me parecía tan absurdo, una chanza, un criminal secuestro del tiempo. Me veía como figura de pesadilla, o como si yo fuera otro y con ese otro estuviera soñando en la plácida quietud de mi cama. Salí. La somnolencia me producía síntomas parecidos a los de la embriaguez. Cuando fui al comedor para tomar un vaso de agua vi con asombro que aún había luz en el cuarto de Irene. El rectángulo de claridad sobre la puerta atrajo mis miradas, y breve rato estuve clavado en mitad del pasillo. «Pero ¿no me dijo usted hace dos horas que tenía muchísimo sueño y que se iba a dormir en seguida?». Esto no lo dije en voz alta. Hice la   -117-   pregunta de espíritu a espíritu, porque dar voces a tal hora me parecía inconveniente. ¿Rezaba? ¿Qué hacía? ¿Leer novelas? ¿Devorar mis obras filosóficas...?

Bebiendo agua me tranquilicé sobre aquel punto. En verdad, yo era un impertinente exigiendo un método imposible en los actos de Irene. ¿Qué tenía de particular que apagase la luz dos horas más tarde de lo que había dicho? Podía ser que estuviera cosiendo sus vestidos, o preparando las lecciones del día siguiente... ¡Las tres y media!... ¿Cuántas horas dormía aquella criatura, que se levantaba a las siete? ¡Deplorable costumbre la de calentarse el cerebro en las horas de la noche! ¡Oh! Yo haría cumplir en mi familia con estricta rigidez los preceptos de la higiene.

En el portal se me unió Peña. Embozados, acometimos el frío glacial de la calle.

«Maestro, ¿se va usted a su casa?».

-Desalmado, ¿a dónde he de ir? Y tú, ¿a dónde vas?

-Yo no me acuesto todavía. Es temprano.

-¡Es temprano y van a dar las cuatro!

Andando a prisa, le eché una filípica sobre el desarreglo de sus costumbres y la antihigiénica de hacer de la noche día, motivo de tantas enfermedades y del raquitismo de la generación presente. Él se reía.

«Por respeto a usted, maestro -me dijo-, voy a acompañarle hasta casa. Después me voy a la Farmacia».

-¡Y tu madre esperándote, desvelada y llena de temores! Manuel, no te conozco. Parece mentira que seas mi discípulo.

-Buen barbián está usted, maestro... ¿Pues no se retira usted tan tarde como yo? En un metafísico, eso es imperdonable. ¡Si está usted hecho un gomoso!... Concluirá usted por ir a la cátedra antes de acostarse y presentarse   -118-   de frac ante los alumnos. ¡Cómo cunde el mal ejemplo!...

Sus bromitas me desconcertaron un poco; pero no quise ceder.

«Mira, perdido -le dije tomándole por un brazo-. Que quieras que no, te llevo a casa. No irás a la Farmacia. Yo lo mando y tienes que obedecer a tu maestro».

-Transacción... Procuremos conciliarlo todo, como su hermano de usted. No iré a la Farmacia; pero no puedo acostarme sin tomar algo.

-Pero, gandul, ¿no has cenado en casa de José?

-Sí... Distingamos; no es precisamente porque tenga apetito. Es por aquello de ir a alguna parte.

-¿Y a dónde quieres ir?

-Renuncio a la Farmacia con tal de que usted me acompañe a tomar buñuelos.

-¿Dónde, libertino?

-Aquí, en la buñolería de la calle de San Joaquín. Está fría la noche, y una copita de aguardiente no viene mal.

-¿Estás loco? ¿Crees que yo...?

-Vamos, magister, sea usted amable. Ya ve usted que por complacerle renuncio a ir a mi círculo. Es cuestión de diez minutos. Luego nos iremos juntos a nuestra casita, como las personas más arregladas del mundo.

Y tirando de mi capa, hizo tales esfuerzos por meterme consigo en aquel local innoble, que no pude resistirme, ni creí oportuno disputar más con él por un acto que en verdad era insignificante.

«¡Caprichoso!».

-Sentémonos, maestro.



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ArribaAbajo- XX -

¡Me parecía mentira!


¡Yo sentado en el banco de una buñolería, a las cuatro de la mañana, teniendo delante un plato de churros y una copa de aguardiente!... Vamos, era para echarse a reír, y así lo hice. ¿Quién se llamará dueño de sí, quién blasonará de informar con la idea la vida, que no se vea desmentido, cuando menos lo piense, por la despótica imposición de la misma vida y por mil fatalidades que salen a sorprendernos en las encrucijadas de la sociedad, o nos secuestran como cobardes ladrones? La pícara sociedad, blandamente y como quien no hace nada, me había estafado mi serenidad filosófica, y tiempo llegaría, si Dios no lo remediaba, en que yo no hallaría en mí nada de lo que formó mi vigorosa personalidad en días más venturosos.

Estas reflexiones hacía yo, mirando a dos parejas que en las mesillas de en frente estaban, y asombrándome de verme en tal compañía. Eran cuatro artistas del género flamenco, dos machos y dos hembras, que acababan de salir del café-teatro de la esquina, donde cantaban todas las noches. Ellas eran graciosas, insolentes, la una gordinflona, espiritual la otra, ambas con mantones pardos, pañuelos a la cabeza, liados con desaliño y formando teja sobre la frente; las manos bonitas, los pies calzados con perfección. De capa, pavero y chaqueta peluda, afeitados como curas, peinados como toreros, sin coleta, los hombres eran de lo más antipático que puede verse en la Creación. Las cuatro voces roncas sostenían un diálogo picado, zumbante y lleno   -120-   de interjecciones, del cual no se entendían más que las groserías y barbarismos. Era la primera vez que yo me veía tan cerca de semejantes tipos, y no les quitaba los ojos.

«¡Qué guapa es la gorda! -me dijo Manuel-. Maestro, veo que se entusiasma usted».

-¿Yo?...

-Si parece que se la quiere usted comer con los ojos...

-No seas necio.

-Y ella no lo lleva a mal, maestro. También le echa a usted los ojazos. Esto que allá por otras regiones se llama flirtation, se llama aquí tomar varas.

-¿Has acabado ya de beber tu aguardiente, vicioso? -le dije con vivos deseos de salir de allí.

-¿Y usted no toma?

-¿Yo? Quita allá este asco, este veneno...

-¿Sabe usted, maestro, que estoy esta noche así como excitado de nervios, enardecido de sangre, y parece que una electricidad se me pasea por todo el cuerpo?... Siento apetito de acción, de violencia; no sé lo que pasa en mí...

Yo le miraba atentamente y reflexionaba sobre aquel estado de mi discípulo, que era cosa nueva en él, y desagradable para mí, que tanto le quería.

«Porque, sí señor -siguió-; hay ocasiones en que nos es necesario hacer cualquier barbaridad, como compensación de las tonterías y sosadas que informan nuestra vida habitual; algo violento, algo dramático. Suprima usted de la vida el elemento dramático, y adiós juventud. ¿No le parece a usted que nos divertiríamos si ahora armase yo camorra con esta gente?».

-¡Con estos...! Por Dios, Manuel, a ti te pasa algo. Tú estás loco, o has bebido...

-Después de todo, ¿qué pasaría? Nada. Esta es gente cobarde. Iríamos todos a la prevención, y mañana, mejor   -121-   dicho, hoy, faltaría usted a clase, y quizás tendrían que ir el rector y el decano a sacarle de las uñas de la policía.

-Si tuviera aquí palmeta y disciplinas, te trataría como trata un maestro de escuela al más pillo de sus alumnos. No mereces otra cosa. Desde que no estás bajo mi dirección has variado tanto, que a veces me cuesta trabajo conocerte. Piensas y hablas tan bajamente, que me aflijo considerando la esterilidad de lo que te enseñé.

-¡Oh!, no -exclamó Peña con vehemencia, dándose una puñada sobre el corazón y un palmetazo en la frente-. Algo queda. Mucho hay aquí y aquí, maestro, que permanecerá por tiempo infinito. Esta luz no se extinguirá jamás, y mientras haya espacio, mientras haya tiempo...

Los cuatro flamencos se levantaron para marcharse. Viendo el entusiasmo de Manuel, ellos se miraron asombrados, ellas sofocaban la risa. Se me parecieron a las dos célebres mozas que estaban a la puerta de la venta cuando llegó D. Quijote y dijo aquellas retumbantes expresiones, que tanto disonaban del lugar y la ocasión. Yo vi el cielo abierto cuando se fueron los del cante, porque así no tenía Manuel con quién armar la trapisonda que deseaba.

La buñolería estaba pintada de rojo, a estilo de las tabernas de Madrid. Las paredes sucias, forradas de un papel con casetones repetidos, llenos de pastorcitas, ofrecían una superficie rameada y pringosa. Un mostrador chapeado de latón, varias sillas desvencijadas, un reloj y un calendario americano, que no sé para qué servían, formaban el mueblaje, y el vaho de aceite frito espesaba la atmósfera.

«Vámonos, Manuel; esto es un escándalo».

-Un ratito más...

-Yo me caigo de sueño.

-Pues yo estoy tan desvelado, que se me figura no he de dormir más en mi vida.

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-A ti te pasa algo.

-Lo que dije a usted; que me anda, no sé si por el cuerpo o por el alma, el prurito dramático, dándome cosquillas y picazones. Yo quiero hacer algo, magister, yo necesito acción. Esta vida de tiesura social y de pasividad sosa me cansa, me aburre. Estoy en la edad dramática (voy a ser pedante), en el momento histórico que no vacilo en llamar florentino, porque su determinación es arte, pasiones, violencia. Los Médicis se me han metido en el cuerpo y se han posesionado de él, como los diablillos que atormentan al endemoniado.

No pude menos de reír.

-Vamos a ver, ¿qué lees ahora, en qué te ocupas?

Leo a Maquiavelo. Su Historia de Florencia, su Mandrágora, sus Comentarios a Tito Livio y su Tratado del Príncipe son los libros más asombrosos que han salido de manos del hombre.

-Mala, perversa lectura si no va precedida de la preparación conveniente. Es mi tema, querido Manuel; si no haces caso de mí, tu inteligencia se llenará de vicios. Dedícate al estudio de los principios generales...

-¡Oh, maestro, por favor, no siga usted! La filosofía me apesta. La metafísica no entra en mí. Es un juego de palabras. ¡La ontología! Por Dios, aparte usted de mí ese cáliz emético. Cuando tomo una pócima de sustancia, ser y causa, estoy malo tres días. Me gustan los hechos, la vida, las particularidades. No me hable usted de teorías, hábleme de sucesos, no me hable usted de sistema, hábleme de hombres. Maquiavelo me presenta el panorama rico y verdadero de la naturaleza humana, y por él doy a todos los filosofistas habidos y por haber.

-Estamos haciendo el tonto, Peña; estamos discutiendo en una buñolería el tema radical y eterno. No profanemos   -123-   la inteligencia, y vámonos a dormir... En otra ocasión discutiremos. Tú has variado mucho y has crecido lozano y vigoroso, pero algo torcido. Yo necesito enderezarte. Algo hay en ti que no me gusta, que no procede de mis lecciones. Quizás alguna pasajera florescencia del espíritu, de esas que marcan el período culminante de la juventud... En fin, sea lo que quiera, vámonos ya.

Al fin logré que se levantara del tabernario banquetillo.

«Voy a revelarle a usted un secreto -me dijo cuando pasábamos junto al mercado, en cuyas galerías y puestos algún rumor, alguna lucecilla triste anunciaban los primeros desperezos de la faena del día-. Desde que estoy así...».

-¿Cómo?

-Así, nervioso, excitado, con estos estímulos musculares que me piden la violencia, la arbitrariedad, el drama... Pues desde que estoy así, mis antipatías son tan atroces, que al que me desagrada le aborrezco con toda mi alma. ¿Sabe usted quién es la persona que más me carga de cuantos hay sobre la tierra?

-¿Quién?

-Su hermano de usted, nuestro anfitrión de esta noche, el Sr. D. José María Manso, marqués presunto, según dicen.

Lastimado de esta cruel antipatía, defendí a mi hermano con calor, diciendo a Peña que si aquel tenía ciertas ridiculeces y manías era bueno y leal. Pero mi defensa exasperó más al joven, el cual sostuvo que toda la rectitud y lealtad de José no valían dos pepinos. Sospeché que Manuel había oído en los corrillos políticos del salón de mi hermano algún comentario picante, alguna frase alusiva a su humildísimo origen, y que, mortificado por esto, confundía en un solo aborrecimiento al dueño de la casa y a los murmuradores. Así se lo dije, y me confesó que, en efecto, había oído cosillas que lastimaban su dignidad horriblemente;   -124-   pero que en este orden de agravios, el delincuente era Leopoldito Tellería, marqués de Casa-Bojío, por lo cual mi buen amigo aguardaba una coyuntura propicia para romperle el bautismo.

«¿Duelito tenemos? -dije, no pudiendo consentir que mi discípulo, a quien yo había inculcado las más severas nociones de moral, me viniese hablando de resolver sus asuntos de honor con el bárbaro e ineficaz procedimiento del desafío, herencia del vandalismo y de la ignorancia».

-Usted no vive en el mundo, maestro -replicó él-. Su sombra de usted se pasea por el salón de Manso; pero usted permanece en la grandiosa Babia del pensamiento, donde todo es ontológico, donde el hombre es un ser incorpóreo, sin sangre ni nervios, más hijo de la idea que de la historia y de la Naturaleza; un ser que no tiene edad, ni patria, ni padres, ni novia. Diga usted lo que quiera; pero me parece que si yo tuviera ocasión de ponerle la mano en la cara al marqués de Casa-Bojío, y de echarle al suelo y de pasearme luego por su cuerpo, llegaría a creer que el Universo está desequilibrado y que el orden de la Naturaleza se ha destruido... ¿Y lo creerá usted? Hay otro hombre que me incocora más que Leopoldito, y es el benemérito hermano de mi maestro.

-¿Y también le vas a desafiar? ¿Pero estás loco? Anda... has declarado la guerra al género humano... Manuel, Manuel, niño, modera esos impulsitos, o será preciso ponerte un chaleco de fuerza. Estás hecho un pisaverde, un monstruo de alfeñique, un calaverilla de estos que se estilan hoy, verdaderos muñecos desvergonzados que representan el Don Juan con los trapos y la voz de polichinela.

Cuando subíamos la escalera, la señora de Peña abrió la puerta. Nunca se acostaba hasta que volvía de la calle su hijo. Aquella noche, la célebre doña Javiera, soñolienta   -125-   y mal humorada por la tardanza del nene, nos echó un mediano réspice a los dos.

«¡Ay, qué horas, qué horas de venir a casa!... Pero ¿también usted, amigo Manso, anda en estos pasos? Usted tan pacífico, tan casero, tan madrugador, se descuelga aquí a las cuatro y media de la mañana. Vaya con el maestrito, con el padrote...».

-Este pillo, señora, este pillo es quien me pervierte.

-No, mamá; él a mí.

-¡Ay!, hijo, qué pálido estás... ¿qué tienes? ¿Te ha pasado algo?

-Nada, mamá; no tengo nada.

-¿Pero no entras a acostarte?

-Voy un momento arriba con el amigo Manso. Quiero que me deje unos libros que necesito.

-¡Libros tú! -le dije, entrando en mi casa-. ¿Para qué quieres libros?

-Para preparar mi discurso.

-¿Qué discurso? ¿Ahora sales con eso?

-Usted sí que está en Belén. ¿No le he dicho a usted que voy a hablar en la gran velada?

-¿Qué gran velada es esa?

-La que dará la Sociedad para socorro de los inválidos de la Industria.

-¡Ah!, es verdad. ¿Sobre qué tema vas a hablar? Toma los libros que quieras...

Yo me caía de sueño. Dejele en el despacho y me fui a mi alcoba, que era la pieza contigua. Desde mi cama le veía revolviendo en los estantes, tomando y dejando este o el otro libro.

Antes de dormirme le dije:

«Mañana me contarás los motivos de ese resentimiento que sientes contra mi pobre hermano».

  -126-  

-No lo puedo decir, es un secreto... ¿Le parece a usted que me lleve a Spencer?

-Hombre, llévate al moro Muza, y déjame descansar.

Ya desvanecido en el primer sueño, le oí decir:

«Es un canalla, es un canalla».

Y dormido profundamente, en mi cerebro no había más reminiscencias de la vida exterior que aquellas palabras, rielando en la superficie oscura y temblorosa de mi sueño, como el fulgor de las estrellas sobre el mar.



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