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ArribaAbajo- XXI -

Al día siguiente...


Pero antes quiero hacer una confidencia. El hecho que voy a declarar me favorece poco, me pintará quizá como hombre vulgar, insensible a los delicados gustos de nuestra sociedad reformista; pero pongo mi deber de historiador por delante de todo y así se apreciará por esta franqueza la sinceridad de las demás partes de mi narración. Vamos a ello. Las buenas comidas y los platos selectos de la mesa de mi hermano llegaron a empacharme, y como transcurrían semanas enteras sin que pudiera librarme de comer allá, concluí por echar de menos mi habitual mesa humilde y el manjar preferente de ella, los garbanzos, que para mí, como he dicho antes, no tienen sustitución posible. El apetito de aquella legumbre me fue ganando, y llegó a ser irresistible. Estaba yo como el fumador vicioso, cuando por mucho tiempo se ve privado de tabaco. Siempre que pasaba por la Corredera de San Pablo y por la tienda de que soy   -127-   parroquiano, titulada la Aduana en comestibles, se me iban los ojos al gran saco de garbanzos colocado en la puerta, y no por verlos crudos se me antojaban menos sabrosos. No pudiendo refrenar más mi deseo, resistime un día a comer con Lica, y previne a Petra que me pusiera el cocido de reglamento. No tengo más que decir sino que me desquité bárbaramente de la privación que había sufrido. Y ahora, adelante.

Al día siguiente encontré a mi hermano en el cuarto de estudio. Quería enterarse personalmente de los adelantos de los niños. Festivo con la maestra y afectando hacia los alumnos una severidad enfática que me pareció fuera de lugar, el futuro marqués me estorbó para decir a Irene varias cosillas que pensadas llevaba. A ella la encontré cohibida y como atontada con la presencia, con las preguntas y con la amabilidad del amo de la casa. No daba pie con bola en las lecciones, y las alumnas corregían a la maestra. Para mayor desgracia, también me privó mi hermano de pasear, llevándome, que quieras que no, a ver al director de Instrucción Pública para un asunto que no me interesaba.

Por fin me convencí de que José María no era un modelo de maridos. Varias veces me había hecho Lica algunas indicaciones sobre este particular; pero me parecieron extravagancias y mimosidades. Una tarde ¡ay!, dispuso mi cuñada que Irene, los niños y el ama salieran en el coche. Mercedes había salido con sus amigas. Yo permanecí en la casa, pues aunque mi gusto habría sido ir al Retiro con Irene, no tuve más remedio que quedarme acompañando a Manuela. Esta me manifestó vivos deseos de hablarme a solas, y yo dije para mí: «Prepárate, amigo Máximo; ya te cayó que hacer. Despabílate y refresca tus conocimientos de ornamentación doméstica y gastronomía suntuaria».

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Pero Lica se ocupó muy poco de estas cosas, y parecía haber tomado en aborrecimiento los saraos y los comistrajos, según el desprecio con que de ellos hablaba. Sus cuitas de esposa no le permitían atender a tonterías de vanidad, y apenas hubo tocado el delicado punto donde estaba su herida, comenzó a llorar. Oía yo sus quejas, y no acertaba a darle ningún consuelo eficaz. ¡Pobre Lica! Sus palabras exóticas, sus cláusulas truncadas, a las que el dolor y la verdad daban persuasiva elocuencia; sus hipérboles americanas no se me han olvidado ni se me olvidarán nunca. Estaba muy brava; tenía el alma abrasada y la vida en salmuera con las cosas de Pepe María. Ya no le valía quejarse y llorar, porque él no hacía maldito caso de sus quejas ni de sus lágrimas. Se había vuelto muy guachinango, muy pillo, y siempre encontraba palabras para escaparse y aun para probar que no rompía un plato. Tenía olvidada a su mujer, olvidados a sus hijos; todo el santo día se lo pasaba en la calle, y por la noche salía después de la reunión y ya no se le veía hasta el día siguiente a la hora de almorzar. Marido y mujer sólo cambiaban algunas palabras tocante a la invitación, al té, a la comida, y pare usted de contar... Esto podría pasar si no hubiera otras cosas peores, faltas graves. José María estaba echado a perder; la compañía y el trato de Cimarra le habían enciguatado; se había corrompido como la fruta sana al contacto de la podrida... Ya no le quedaba duda a la pobrecita de la atroz infidelidad de su esposo. Ella se sentía tan afrentada, que sólo de pensarlo se le salían los colores a la cara, y no encontraba palabras para contarlo... Pero a mí se me podía decir todo. Sí; revolviendo una mañana los bolsillos de la ropa de José María, había encontrado una carta de una sinvergüenza... ¡Una carta pidiéndole dinero!... Se volvía loca pensando que la plata de sus hijos iba a manos de   -129-   una... Pero a la infeliz esposa no le importaba la plata, sino la sinvergüencería... ¡Ay! Estaba bramando. Con ser ella una persona decente, si cogiera delante a la bribona que le robaba a su marido, le había de dar una buena soba y un par de galletas bien dadas. ¡Ay qué Madrid, qué Madrid este! Vale más andar en comisión por el monte, vivir en un bohío, comer vianda, jutía y naranjas cajeles, que peinar a la moda, arrastrar cola, hablar fino y comer con ministros... Mejor estaba ella en su bendita tierra que en Madrid. Allí era reina y señora del pueblo; aquí no le hacían caso más que los que venían a comerle los codos, y después de vivir a su costa se burlaban de ella. Luego esta vida, Señor, esta vida en que todo es forzarse una, fingir y ponerse en tormento para hacer todo a la moda de acá, y tener que olvidar las palabras cubanas para aprender otras, y aprender a saludar, a recibir, a mil tontadas y boberías... No, no; esto no iba con ella. Si José no se enmendaba, ella se plantaba de un salto en su tierra, llevándose a sus hijos.

Yo la consolé diciéndole lo que tantas veces me había dicho ella a mí, a saber, que no fuera ponderativa. Su imaginación, hecha a las tintas y a las magnitudes tropicales, agrandaba las cosas. ¿No podría ser que la carta descubierta no tuviera la significación pecaminosa que ella quería darle?... A esto me respondió con ciertas aclaraciones y datos que no me dejaron dudas acerca de los malos pasos de mi hermano. Su amistad con Cimarra, que había llegado a ser muy íntima, me anunciaba desastres sin cuento y quizás rápidas mermas en el peculio del esposo de Lica. Esta no concluyó sus confidencias con lo que dejo escrito, sino que fue sacando a relucir otras grandes picardías del futuro marqués, que me dejaron absorto. En su propia casa se atrevía el indigno a hacer cosas que resultaban en desdoro de toda la familia y principalmente de su digna esposa...   -130-   ¿Pues no tenía el atrevimiento de galantear a Irene...?

«¡A Irene!».

¡Sí, el muy...! La pobre Lica se ponía fuera de sí al tocar este punto. No acertaba a expresar su furor sino a medias palabras... ¡En su propia casa, en su misma cara! Pues sí; era una persecución no bien disimulada... Últimamente lo hacía con un descaro... Por las mañanas se metía en la salita de estudio y se estaba allí las horas muertas... Una noche entró en el cuarto de Irene, cuando esta se retiraba. En fin, ¿para qué hablar más de una cosa tan desagradable?, la tarde anterior hubo una escena fuerte entre marido y mujer en la puerta misma... ¡Cómo se le atragantaban las palabras a la buena Lica!... en la puerta misma del cuartito de la institutriz. Era indudable que esta no alentaba ni poco ni mucho el indecoroso galanteo del dueño de la casa. Por el contrario, Irene no disimulaba su pena; era una muchacha honesta, dignísima, que no podía tener responsabilidad de los atrevimientos de un hombre tan... En fin, aquella misma mañana Irene había manifestado a la señora que deseaba salir de la casa. Ambas habían llorado... Era una buena de Dios... Y para concluir, yo, Máximo Manso, el hombre recto, el hombre sin tacha, el pensamiento de la familia, el filósofo, el sabio era llamado a arreglarlo todo, haciendo ver a José la fealdad y atroces consecuencias de su conducta inicua; pintándole... yo no sé cuántas cosas dijo Lica que debía yo pintarle. La cuitada no guardaría rencor si su esposo se enmendaba, y estaba decidida a perdonarle, sí, a perdonarle de todo corazón, si volvía al buen camino, porque ella quería mucho a su marido, y era toda alma, sentimiento, cariño, mimito y dulzura... Y ya no me dijo más, ni era preciso que más dijera, porque bastante había sabido yo aquella tarde, y tenía materia sobrada para poner en ejercicio mis facultades de consejo.



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ArribaAbajo- XXII -

Esto marcha


«Esto se complica -pensé al retirarme-. Henos aquí en plena evolución de los sucesos, asistiendo a su natural desarrollo y con el fatal deber de figurar en ellos, bien como simple testigo, lo cual no es muy agradable a veces, bien como víctima, lo que es menos agradable todavía. Ya tenemos que las energías morales, o llámense caracteres, actuando en la reducida escena de un círculo doméstico o de un grupo social, han concluido lo que podríamos llamar en términos dramáticos su período de prótasis, y ahora, maduradas y crecidas las tales energías, principian a estorbarse y se disputan el espacio, dando origen a razonamientos primero, a choques después, y quizás a furiosas embestidas. Tengamos calma y ojo certero. Conservemos la serenidad de espíritu que tan útil es en medio de una batalla, y si la suerte o las sugestiones de los demás o el propio interés no llevan a desempeñar el papel de general en jefe, procuremos llevar al terreno toda la táctica aprendida en el estudio y todo el golpe de vista adquirido en la topografía comparada del corazón humano».

Desveláronme aquella noche la idea de lo que pasaba y las presunciones de lo que pasaría. Al día siguiente corrí a casa de mi hermano y dije a Lica:

«Vigila tú a doña Cándida, que yo vigilaré a Irene».

Ella extrañó que yo recelase de Calígula, y me dijo que no sospechaba cosa mala de amiga tan cariñosa y servicial.

«Cuidado, cuidado con esa mujer... -le respondí creyendo   -132-   hallarme en lo firme-. A pesar de la protección que se le da en esta casa, mi cínife no ha variado de fortuna y se crea todos los días nuevas necesidades. Nada le basta, y mientras más tiene más quiere. Se le ha matado el hambre, y ahora aspira a ciertas comodidades que antes no tenía. Proporciónale las comodidades y aspirará al lujo. Dale lujo y pretenderá la opulencia. Es insaciable. Sus apetitos adquieren con los años cierta ferocidad».

-Pero ¿qué tiene que ver, chinito...?

-Vigila, te digo; observa sin decir una palabra.

-¿Y tú observarás a Irene?

-Sí. La creo buena, la tengo por excepcional entre las jóvenes del día. Es superior a cuanto conozco, es una maravilla; pero...

-A todo has de poner pero...

-¡Ay! Manuela, no sabes a qué tentaciones vive expuesta la virtud en nuestros días. Tú figúrate. Se dan casos de criaturas inocentes, angelicales, que en un momento de desfallecimiento han cedido a una sugestión de vanidad, y desde la altura de su mérito casi sobrehumano han descendido al abismo del pecado. La serpiente les ha mordido, inoculando en su sangre pura el virus de un loco apetito. ¿Sabes cuál? El lujo. El lujo es lo que antes se llamaba el demonio, la serpiente, el ángel caído; porque el lujo fue también querubín, fue arte, generosidad, realeza, y ahora es un maleficio mesocrático, al alcance de la burguesía, pues con la industria y las máquinas se han puesto en condiciones perfectas para corromper a todo el género humano, sin distinción de clases.

-Aguaita, Máximo; si quieres que te diga la verdad, no entiendo lo que has hablado; pero ello será cierto, pues tú lo dices... Bueno; cuidadito con la maestra...

Y en mi cerebro se estampó aquello de cuidadito con la   -133-   maestra, de tal modo, que sólo la idea de mi papel de vigía aumentaba mi suspicacia.

Porque en mí habían surgido terribles desconfianzas, ¿a qué negarlo? Mi fe en Irene se había quebrantado un poco, sin ningún motivo racional. Es que el procedimiento de duda que he cultivado en mis estudios como punto de apoyo para llegar al descubrimiento de la verdad, sostiene en mi espíritu esta levadura de malicia, que es como el planteamiento de todos los problemas. Así, en aquel caso, mientras más me mortificaba la duda, más quería yo dudar, seguro de la eficacia de este modo del pensamiento; y de la misma manera que este ha realizado grandes progresos por el camino de la duda, mi suspicacia sería precursora del triunfo moral de Irene, y tras de mi poca fe vendría la evidencia de su virtud, y tras de las pruebas rigurosas a que la sometería mi espíritu de hipótesis resultarían probadas racionalmente las perfecciones de su alma preciosa. Por otra parte, aquel desasosiego en que yo estaba desde que supe las acometidas de José, me revelaba el profundo interés, el amor, digámoslo de una vez, que Irene me inspiraba, y que hasta entonces podía haberse confundido ante mi conciencia con cualquier aberración caprichosa del sentimiento o de los sentidos. Yo tenía ardientes celos; luego yo quería con igual ardor a la persona que los motivaba.

Lo primero que resolví fue no declarar a Irene nada de lo que sentía, mientras no fuera para mí claro como la luz del sol que la maestra resistiría las torpes asechanzas de mi hermano. Entré a verla y hablarle. ¡Qué confusión tan grande se apoderó de mí al hallarla meditabunda, tristísima, más pálida que nunca, como si embargaran su alma graves y contradictorios pensamientos! ¿Qué le pasaba? Toda mi habilidad y mi charla capciosa no consiguieron abrir el sagrario de su alma, ni sorprender por una frase el   -134-   misterio encerrado en ella. Aquel día funesto no la vi sonreír. Desmintió por completo la idea que yo tenía de su ecuanimidad y del reposo y sereno equilibrio de su carácter. No pude obtener de ella más que monosílabos. Fija su vista en la labor, hacía nudos y más nudos, y yo me figuraba que cada uno de estos era un ergo de la enmarañada dialéctica que había en su cabeza, porque indudablemente pensaba, y pensaba mucho, y discutía y ergotizaba y hacía prodigios de sofística.

Muy mal impresionado me retiré a mi casa, y tan inquieto estuve, tan hostigado del recelo, de la curiosidad, que a la siguiente mañana, luego que concluyó la lección de los niños, abordé mi asunto y le dije:

«Ya sé todo lo que le pasa a usted. Manuela me ha contado las locuras de José María».

Oyome tranquila y se sonrió un poco. Yo esperaba sorprender en ella turbación grande.

«Su hermanito de usted -me contestó-, es muy particular. Qué poco se parece a usted, amigo Manso. Son ustedes el día y la noche».

Y seguí hablando de mi hermano, de su carácter ligero y vanidoso; le disculpé un poco; puse en las nubes a Lica, y...

Irene me interrumpió diciéndome:

«Aunque D. José no ha vuelto a entrar aquí, ni me ha dirigido una palabra desde la escena aquella, me parece que no puedo seguir en esta casa».

No hice más que un signo de sorpresa, porque me atreví a contestarle negativamente. Comprendí que tenía razón. Preguntele si el motivo de la tristeza que había notado en ella el día anterior tenía por causa las desagradables galanterías del amo de la casa, y me contestó:

«Sí y no... sería largo de explicar, pues... sí y no».

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¡Sí y no! Admirable fórmula para llegar al colmo de la confusión o a la locura misma.

«Pero sea usted sincera conmigo. Usted me ha dicho que me consultaría no sé qué asunto grave, y aun creo que dijo: 'Juro hacer lo que usted me mande'».

Entonces me miró muy atenta. Sus ojos penetraban en mi alma como una espada luminosa. Nunca me había parecido tan guapa, ni se me había revelado en ella, como entonces, aquella hermosura inteligente que los más excelsos artistas han sabido remedar en esas pinturas alegóricas que representan la Teología o la Astronomía. Yo me sentí inferior a ella, tan inferior que casi temblaba cuando le oí decir:

«Usted ha dudado de mí... Luego no es usted digno de que yo le consulte nada».

Era verdad, era verdad. Mis preguntas capciosas, mis inquisitoriales averiguaciones del día anterior debieron de serle poco gratas. Su resentimiento me pareció bellísimo, y diome tanto placer, que no pude ocultarle cuánto me agradaba aquel noble tesón suyo. Hícele declaraciones de firme amistad; pero sin excederme ni dar a entender otra cosa, pues no era llegada la ocasión, ni había logrado yo la evidencia que buscaba, aunque tenía el presentimiento de ella.

Salimos de paseo. Mostrose apacible y cordial; pero en nuestra conversación, en nuestros escarceos y juegos de diálogo me manifestaba que algo había que no estaba dispuesta a revelarme, y ese algo era lo que se me ponía a mí entre ceja y ceja, mortificándome mucho.

«Yo haré méritos -le dije-, para ganar otra vez su confianza y oír las consultillas que quiere usted hacerme».

-Veremos. Por de pronto...

-¿Qué?

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-Por de pronto no me ametralle usted a preguntas. Quien mucho pregunta poco averigua. Tenga usted más paciencia, y confianza en mi espontaneidad. En esto soy tremenda; quiero decir que cuando no me chistan me entran en mí deseos de contar algo. Y en cuanto a las consultillas, pierden toda su sal si no se hacen en tiempo oportuno y cuando ellas solas se salen del corazón.

Esto me hizo reír, y cuando nos despedimos en casa de Lica, me reí más con esta salida de Irene.

«Para que haga usted más méritos, le voy a pedir otro favor... ¡Cuánto le agradecería que me hiciera una notita, un resumen, pues, en un papelito así... de la historia de España! ¿Creerá usted que se me confunden los once Alfonsos y no les distingo bien? Todos me parece que han hecho lo mismo. Luego se me forma en la cabeza una ensalada de Castilla con León, que no sé lo que me pasa. ¿Hará usted la nota?...».

-Pero, criatura, ¿la historia de España en un papelito?...

-Nada más que los once Alfonsos. De D. Pedro el Cruel para aca ya me las manejo bien... ¡Qué cosa más aburrida!, ¡aquellas guerras de moros, siempre lo mismo, y luego los casamientos de el8 de acá con la de allá, y reinos que se juntan, y reinos que se separan, y tanto Alfonso para arriba y para abajo!... Es tremendo. Le soy a usted franca. Si yo fuera el Gobierno suprimiría todo eso.

-¿La historia?

-Eso, eso que he dicho. No se enfade usted por estas herejías, y abur.



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ArribaAbajo- XXIII -

¡La historia en un papelito!


¿Cuándo se ha visto extravagancia semejante? Me parece que menudean demasiado los antojos. Un día la Gramática de la Academia, que apenas entiende; otro día lápices y dibujos que no usa, primero las poesías en bable, después la canción de Tosti, y ahora la historia de los Alfonsos en un papelito... Al demonio se le ocurre... Vaya, vaya, que no es tan grande en ella el dominio de la razón, que no hay en su espíritu la fijeza que imaginé ni aquel desprecio de las frivolidades y caprichos que tanto me agradaba cuando en ella lo suponía. Pero lo extraño es que no por perder a mis ojos alguna de las raras cualidades de que la creí dotada, amengua la vivísima inclinación que siento hacia ella; al contrario... Parece que a medida que es menos perfecta es más mujer, y mientras más se altera y rebaja el ideal soñado, más la quiero y...

Esto pensaba yo aquella noche. Hondamente abstraído no asistía a la reunión. Ocupome completamente al otro día un asunto universitario, que me tuvo no sé cuántas horas de Herodes a Pilatos, desde el despacho del rector a la Dirección de Instrucción pública. Asistí a una comida dada por mis discípulos a tres catedráticos, y antes de retirarme a mi casa di una vuelta por la de mi hermano, donde encontré una gran novedad, que me refirió puntualmente Lica. La noche anterior habían cruzado palabras bastante agrias Manuel Peña y el marqués de Casa-Bojío. Fue cuestión de etiqueta que trajo al punto la cuestión de clases, y   -138-   prontamente la de personas; tres cuestiones que se encerraban en una, en la necesidad de que ambos jóvenes se descrismaran a sablazos o a tiros en lo que llaman el campo del honor. La dureza provocativa de las frases dichas por Peña en la malhadada disputa, y su resistencia a dar explicaciones, hacían inevitable el duelo. Había querido José María arreglar el asunto hurgándose el caletre para buscar fórmulas de transacción; que tal era su fuerte; mas por aquella vez el abrazo de Vergara no vendría, como en 1839, sino después de la efusión de sangre, y ya estaba todo concertado para el día siguiente muy temprano. Cimarra y no sé qué otro caballerito eran padrinos de mi discípulo. El disgusto de Lica era grande, y yo deploraba con toda mi alma que un joven de talento claro y de sanas ideas, educado por mí en el aborrecimiento de la barbarie humana, incurriera en la estúpida flaqueza de desafiarse. Lo que yo hablé aquella noche sobre este particular no es para contado aquí. Estuve casi elocuente, y Lica aprobaba con toda su alma mis ideas, y se admiraba de que un criterio tan sano no triunfara en la sociedad anonadando el error y las preocupaciones.

Grande era la pena que yo sentía aquella noche para que no respondiera de malísimo gusto al insufrible y cada vez más pesado poeta, secretario de la sociedad de inválidos. Pero él, rechazado fuertemente por mi desvío, volvía a la carga con más empuje, y me acribillaba con sus inhumanas pretensiones. Quería, ni más ni menos, que yo tomase parte en la gran velada que se estaba organizando, y que echase también mi discursito, rivalizando con los demás oradores que ya estaban comprometidos, entre los cuales los había de primera fuerza. Resistime a todo trance, me blindé con la razón de mi escaso poder oratorio; pero ni aun esto me valía, porque mi hermano, Pez y otros dos graves señores   -139-   (uno de ellos ex-ministro) que presentes estaban, me atacaron de flanco diciéndome que no hacían falta discursos brillantes, sino sólidos y razonados; que con mi palabra tendría la solemne fiesta una autoridad que no le darían los cantorrios y los discursos floridos; y por último, que la Sociedad, si yo la desairaba negándole mi valioso concurso vería en mi ausencia de la velada un vacío imposible de llenar con otro discurso ni con poesías ni con música. Estas lisonjas no hacían mella en mi rígido carácter, y obstinadamente negué mi concurso. Díjome mi hermanito que yo era una calamidad; llamome Lica jollullo, y la cabeza parlante me agració con un juicio bastante duro acerca del poco sentido práctico de los filósofos y de la escasa ayuda que prestan al movimiento de la civilización. El párrafo que este señor me echó, como una rociada de sabiduría, algo semejante al vinagrillo aromático, parecía un artículo de periódico, de esos que se escriben por el vulgo y para el vulgo, y que constituyen la escuela diaria y constante de la vulgaridad. No hice caso, y me marché a casa.

Deseaba saber si Manuel Peña estaba en la suya, y si doña Javiera se había enterado de las andanzas caballerescas de su niño. Buen sermón preparaba yo a mi discípulo, aunque en rigor de verdad, ya no había medio de retroceder en el lance, y la feroz preocupación social, verruga de la cultura moderna y escándalo de la filosofía, sería inevitablemente respetada y cumplida. La idolatría del punto de honra me parece tan absurda hoy, como si a mis contemporáneos les diera de repente la humorada de restablecer los sacrificios humanos y de inmolar a sus semejantes en el altar de un muñeco de barro que presentase cualquier divinidad salvaje. Pero tal es la fuerza del medio social, que yo, con todo el vigor y pureza intolerante de mis ideas, no habría osado alejar a Peña del bárbaro terreno   -140-   ni sugerirle la idea de faltar al emplazamiento. ¿Qué más? Siendo quien soy, creo que no podría ni sabría eximirme de acudir al llamado campo del honor, si me viera impulsado a ello por circunstancias excepcionales. No olvidemos nunca los grandes ejemplos de la debilidad humana, mejor dicho, de transacciones de la conciencia, determinadas por el medio ambiente. Sócrates sacrificó un gallo a Esculapio, San Pedro negó a Jesús.

Doña Javiera no sabía nada. Manuel había tenido el buen acuerdo de engañarla diciéndole que iba a Toledo con unos amigos, y que no volvería hasta el día siguiente. Con esto, la pobre señora estaba tranquila. Yo no lo estaba, pues aunque en la generalidad de los casos los duelos del día son verdaderos sainetes, y esta es la tendencia de todos los que intervienen en ellos como padrinos o componedores, bien podría suceder que las leyes físicas con su fatalidad profundamente seria y enemiga de bromitas, nos regalasen una tragedia.

Desde muy temprano salí, al siguiente día, para enterarme de lo ocurrido, mas nada pude averiguar. A las diez no había entrado Peña en su casa, lo que me puso en cuidado; pero doña Javiera, sin sospechar cosa mala, decía: «Vendrá en el tren de la noche. Figúrese usted; en un día no tienen tiempo de ver nada, pues sólo en la catedral dicen que hay para una semana».

Corrí a casa de José, donde Lica, atrozmente inmutada, me dio la tremenda noticia de que Peñita había matado al marqués de Casa-Bojío. Sentí pena y terror tan grandes, que no acertaba a hacer comentarios sobre tan lamentable suceso, prueba evidente de la injusticia y barbarie del duelo. ¡Aquel joven, dotado de corazón noble, de inteligencia tan clara y simpática, interesantísimo y amable por su figura, por su trato, por las prendas todas de su alma, había asesinado   -141-   a un infeliz inocente de todo delito que no fuera el ser tonto!... ¿y por qué?, por unas cuantas palabras vanas comunes y baldías, accidente de la voz y producto de la tontería, ¡palabras que no tenían valor bastante para que la naturaleza permitiera, por causa de ellas, la muerte de un mosquito, ni el cambio más insignificante en el estado de los seres!

Pero ¡qué demonio!, la noticia la había traído Sainz del Bardal. ¿No era el conducto motivo bastante para dudar...?

«Sí, sí -me dijo Lica-. Corre a enterarte en casa de Cimarra. José María salió muy temprano. No le visto hoy. Dijo que no volvería hasta la noche».

¡Que todos los demonios juntos, si es que hay demonios, o todos los genios del mal, si es que existe genio del mal fuera del alma humana, carguen con Sainz del Bardal, y le puncen y le rajen, y le pinchen y le corten, y le sajen y acribillen, y le arañen y le acogoten, y le estrangulen y le muelan, y le pulvericen y le machaquen hasta reducirle a pedacitos tan pequeños que no puedan juntarse otra vez, y hasta lograr la imposibilidad de que vuelvan a existir en el mundo poetas de su ralea!... ¡Valiente susto nos dio el maldito!... ¿De dónde sacaste, infernal criatura, que el escogido entre los escogidos, Manolo Peña, había quitado la preciosa vida al pobrecito Leopoldito, que por estar blindado de sandeces, como lo está de conchas un galápago, tiene en su inútil condición garantías sólidas de inmortalidad? ¿En qué fuente bebiste, poeta miasmático, peste del Parnaso y sarampión de las Musas? ¿Quién te engañó, quién te sopló, trompa de sandeces? Si no pasó nada, si no hubo más sino que el filo del sable de Peña rozó la oreja derecha del espejo de los mentecatos y le hizo un rasguño, del cual brotaron obra de catorce gotas de sangre de Tellería, y como   -142-   la cosa era a primera sangre, aquí paró el lance y ambos caballeros se quedaron repletos de honor hasta reventar, y luego se dieron las manos, y el que hacía de médico sacó un pedacito de tafetán inglés y lo aplicó a la oreja de Tellería, dejándosela como nueva, y todo quedó así felizmente terminado para regocijo de la humanidad y descrédito de las malditas ideas de la Edad Media que aún viven...

Me contó todo el mismo Cimarra, haciendo ardientes elogios de la serenidad, valor y generosa bravura de Manuel Peña. Faltome tiempo para llevar la buena noticia a Lica, que se había tomado ya cinco tazas de café para quitar el susto. Doña Jesusa dio gracias a Dios en voz alta, Mercedes cantó de alegría, y hasta el ama, Rupertico y la mulata se alegraron de que no hubiera pasado nada.

Después de almorzar, entramos Manuela y yo en el cuarto de estudio para ver escribir a las niñas. Recibionos Irene con viva alegría. ¿Por qué estaba tan poco pálida que casi casi eran sonrosadas sus mejillas? La observé inquieta, con no sé qué viveza infantil en sus bellos ojos, decidora y de humor más festivo, pronto y ocurrente que de ordinario.

«Perdóneme usted -le dije-, pero he tenido muchas ocupaciones y no he podido traerle la historia en un papelito...».

-¡Ah, qué tontería! No se incomode usted... No merece la pena... La verdad; no sé cómo usted me aguanta... Soy de lo más impertinente... En fin, como usted es tan bueno, y yo tan ignorante, me permito a veces molestarle con preguntas. Pero no haga usted caso de mí. ¿No es verdad, señora, que no debe hacer caso?...

-¡Oh!, no, que trabaje, que le ayude, niña... Pues no faltaba más. ¿Para qué le sirve todo lo que sabe?

-Pero qué soso, ¡qué soso es! -dijo Irene mirándome y   -143-   riendo, fusilándome con el fuego de sus ojos y haciéndome temblar con escalofrío nervioso-. ¿Ve usted cómo no quiere tomar parte en la velada?... Lo que yo digo, es de lo más tremendo...

-¡Jollullo!

-Pues tiene usted que hablar, sí, señor. Mándeselo usted, señora, mándeselo usted, pues no hace caso de nadie...

-Pues sí, tienes que hablar, Máximo.

-Se deslucirá la fiesta si no habla -añadió Irene-. Ya le he dicho: «Si usted no abre el pico, amigo Manso, yo no voy», y la señora ha prometido llevarme a un palquito de los de arriba.

-Sí, iremos a un palquito de los altos, donde podamos estar con comodidad... Mamá dice que si hablas, irá también.

Una voz gangosa, lánguida, que arrastraba perezosamente las sílabas, resonó en la puerta, murmurando:

«Tiene que hablar, sí señó...».

Era doña Jesusa que pasaba. Y al mismo tiempo Isabelita se abrazaba a mis piernas y se colgaba de mis manos, chillando también:

«Tienes que hablar, tiito».

Mirome Irene de un modo terrible y dulce... Debió de mirarme como siempre; pero mi espíritu, desencajado en aquellos días, estaba dispuesto a la poesía y a las hipérboles, y lo menos que vio en los ojos de la maestra fue toda la miel del monte Hymeto mezclada a toda la amargura de las olas del mar... Y de estos océanos agridulces emergían, como náufragos que se salvan en una pastilla, estas palabras de acíbar y mazapán:

«Es preciso que hable... tiene usted que hablar...».



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ArribaAbajo- XXIV -

¡Tiene usted que hablar!


Pues tengo que hablar; no hay más remedio. Hay en sus palabras no sé qué de imperioso, de irresistible, que corta la retirada a mi modestia y me deja indefenso y solo entre los ataques de los organizadores de la velada. Al fin sucumbiré... Es necesario hablar. ¿Y sobre qué?

Esto pensaba al retirarme aquella noche después de un paseo con Manuela, Irene y los niños, y cuando me acercaba a mi casa iba pensando qué orden de ideas elegiría para componer un bonito discurso. Lo mismo fue entrar en mi despacho y ver mis libros, que se encendió de súbito mi mente y de ella brotó inspiración esplendorosa. El saber archivado en mi biblioteca parecía venir a mí en rayos, como las voces celestes que algunos pintores ponen en sus cuadros, y yo sentí en mí aquellas voces, tonos y ecos distintos de la erudición, que me decían cada cual su idea o su frase. ¡Qué admirable discurso el mío! ¡Panorama inmenso, síntesis grandiosa, riqueza de particularidades! Ocurrióseme la exposición del concepto cristiano de la caridad, uno de los más bellos alcázares que ha construido el pensamiento humano. Yo analizaría la definición dogmática de aquella virtud teologal y sobrenatural por la que amamos a Dios por sí mismo y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Después me metería con los Santos Padres... ¡oh!, mi memoria no me era fiel en este punto; sólo recordaba la gradación de San Francisco de Sales, que dice: «el hombre es la perfección del universo, el espíritu   -145-   es la perfección del hombre, el amor la del espíritu y la caridad la del amor...». Después de apurar bien la caridad católica, yo, por medio de una transacción apoyada en la hermosa frase de Newton: «sin la caridad la virtud es un nombre vano», me pasaría al campo filosófico; establecería el principio de fraternidad, y pasito a pasito me iría al terreno económico político, donde las teorías sobre asistencia pública y socorros mutuos me darían materia riquísima... Luego la sociología... En fin, me sobraba asunto, tenía ideas con que hacer siete discursos para siete veladas. La dificultad estaba en condensar. No hay nada más difícil que hablar poco de una cosa grande. Sólo los espíritus verdaderamente grandes tienen el secreto de encerrar en el término de escasas palabras espacios inmensurables. Así, yo estaba confuso; no sabía qué escoger entre tanta tesis, entre tan variadas riquezas. Después de reflexionar largo rato, vi claro, y consideré que sería el colmo de la pedantería sacar a relucir el dogmatismo cristiano, los Santos Padres, la filosofía, la ciencia social, la fraternidad y la economía política. Pareciome ridícula la fiebre de erudición que me entró al ver mi biblioteca y consideré a qué locos extravíos conduce la manía de hacinamiento de libros. La erudición es un vicio que tiene sus embriagueces. Librémonos de ella, mayormente en ciertos actos, y aprendamos el arte de llevar a cada sitio y a cada momento lo que sea propio de uno y de otro y encaje en ambos con maravillosa precisión. Volví la espalda a mi biblioteca y me dije: «Cuidado, amigo Manso, con lo que haces. Si en esa famosa velada te descuelgas con un mosaico de erudición tediosa o con un catafalco de filosofía trascendente, el público se reirá de ti. Considera que hablarás delante de un senado de señoras, que estas y los pollos y todas las demás personas insustanciales que a tales fiestas asisten, estarán deseando   -146-   que acabes pronto para oír tocar el violín o recitar una poesía. Prepara una oración breve, discreta, con su golpecito de sentimiento y su toque de galantería a las damas; es decir, que cuando se te escape alguna filosofía, eches luego una borlada de polvos de arroz. Di cosas claras, si puede ser, bonitas y sonoras. Proporciónate un par de metáforas, para lo cual no tienes más que hojear cualquier poeta de los buenos. Sé muy breve; ensalza mucho a las señoras que se desviven arreglando funciones para los pobres; habla de generalidades fáciles de entender, y ten presente que si te apartas tanto así de la línea del vulgo bien vestido que ha de oírte, harás un mal papel, y los periódicos no te llamarán inspirado ni elocuente».

Esto me dije, y dicho esto me callé y me puse a comer, pues aquel día pude también evadirme, por rara suerte, de la comida oficial de mi hermano para consagrarme con sabrosa tranquilidad a la olla doméstica.

La próxima velada y el compromiso que contraje me tenían preocupado. No han sido nunca de mi gusto estas ceremonias, que con pretexto de un fin caritativo sirven para que se exhiban multitud de tipos ávidos de notoriedad. Si algún tiempo antes me hubieran dicho: «vas a hablar en una velada caritativa» lo habría juzgado tan absurdo como si dijeran: «volarás». Y sin embargo, ¡oh, Dios!, yo volé.

Pero un desasosiego mayor que este de pensar en mi discurso me entristeció por aquellos días. Una tarde fui a casa de José María con intención decidida de ver a Irene y de hablarle un poco más explícitamente, porque mi propia reserva empezaba a atormentarme, y me cansaba del papel de observador que yo mismo me había impuesto. La determinación de sentimiento iba tomando tal fuerza en mí de día en día, que andaba la razón algo desconcertada,   -147-   como autoridad que pierde su prestigio ante la insolencia popular. Y doy por buena esta figura, porque el sentimiento se expansionaba en mí al modo de un popular instinto, pidiendo libertad, vida, reformas, y mostrándome la conciencia de su valer y las muestras de su pujanza, mientras la rutinaria y glacial razón hacía débiles concesiones, evocaba el pasado a cada instante y no soltaba el códice de sus rancias pragmáticas. Yo estaba, pues, en plena revolución, motivada por ley fatal de mi historia íntima, por la tiranía de mí propio y por aquella manera especial de absolutismo o inquisición filosófica con que me había venido gobernando desde la niñez.

Aquel día, pues, el brío popular era terrible; se habían desbordado las masas, como suele decirse en lenguaje revolucionario, y la Bastilla de mis planes había sido tomada con estruendo y bullanga. Acordándome de Peña y de sus ideas sobre la necesidad de lo dramático en cierta parte de la vida, me parecía que tenía razón. Era preciso ser joven una vez y permitir al espíritu algo de ese inevitable proceso reformador y educativo que en Historia se llama revoluciones.

«Basta de sabidurías -me dije-; acábense los estudios de carácter, y las disecciones de palabras que me enredan en mil tormentosas suspicacias y cavilaciones. ¡Al hecho, a la cosa, al fin! Planteada la cuestión y manifestados mis deseos, toda la claridad que haya en mí se repetirá en ella, y la veré y apreciaré mejor. Así no se puede vivir. ¡Ay de aquel que en esto de mujeres imite al botánico que estudia una flor! ¡Necio! Aspira su fragancia, contempla sus colores; pero no cuentes sus pistilos, no midas sus pétalos ni analices su cáliz, porque así, mientras más sepas más ignoras, y sabrás lo menos digno de saberse que guarda en sus inmensos talleres la Naturaleza».

  -148-  

Así pensaba, y con estas ideas me fui derecho a su cuarto. ¡Desilusión! Irene no estaba. Las niñas tampoco. Lica salió a mi encuentro y me explicó el motivo de la ausencia de la maestra. Había ido a casa de su tía a arreglar sus cosas. Parece que estaban de mudanza. Doña Cándida había tomado un cuartito muy mono y recorría las almonedas para procurarse muebles baratos con que arreglarlo. Irene estaba en la antigua casa de mi cínife poniendo en orden sus objetos para la mudanza, y ayudando a su tía.

Quise ir allá, pero Lica me retuvo. Tenía que darme cuenta de los malos ratos que estaba pasando con el ama de cría, cuya bestial codicia, iracundo genio y feroces exigencias, no se podían soportar. Todos los días armaba peloteras con la mulata, y se ponía tan furiosa, que la leche se le echaba a perder, y mi buen ahijado se envenenaba paulatinamente. Cuanto veía se le antojaba, y como Manuela le hacía el gusto en todo, llegó un momento en que ni con faldas de terciopelo, ni con joyas falsas o finas se la podía contentar. Cuando la contrariaban en algo, ponía un hocico de a cuarta, y era preciso echarle memoriales para sacarle una palabra. No mostraba ningún cariño a su hijo postizo, y hablaba de marcharse a su casa con su hombre y los sus mozucos. Varios objetos de valor que habían desaparecido fueron descubiertos sigilosamente en el baúl de la bestia. Lica le tenía miedo, temblaba delante de ella, y no se atrevía a mostrarle carácter ni a contrariarla en lo más ligero.

«Que se lleve todo -me decía lloriqueando, a solas los dos-, con tal de que críe al hijo de mis entrañas. Ella es el ama, yo la criada: no me atrevo a resollar delante de ella por miedo de que haga una brutalidad y me mate al hijo».

-¡Buen punto te ha traído doña Cándida! ¿Ves?, de mi cínife no puede salir cosa buena.

  -149-  

-Y doña Cándida, ¿qué culpa tiene?... ¡la pobre!... No seas ponderativo... Si yo pudiera buscar otra criandera sin que esta se maliciara, pues, y plantarla en la calle... ¡Ay! Máximo, tú que eres tan bueno, ayúdame. No cuento para nada con José María. ¿Ese?... como si no existiera. No parece por aquí. Con que Máximo, chinito...

-Pero Lica... y esa doña Cándida, ¿qué dice?

-Si ya apenas viene a casa... Desde que ha vendido las tierras de Zamora y tiene moneda...

-¡Dinero doña Cándida! -exclamé más asombrado que si me dijeran que Manzanedo pedía limosna-, dinero Calígula.

-Sí, está rica: pues si vieras, niño... gasta más fantasías...

-¡Ay Lica, Lica!, yo te encargué que vigilaras bien a mi cínife. ¿Lo has hecho?

-Pero ven acá, ponderativo.

Yo no sabía qué pensar. La necesidad de ver a Irene, y no sé qué instinto suspicaz, que me impulsaba a observar de cerca los pasos de doña Cándida, lleváronme a la casa de esta. Llegué: mi espíritu estaba preñado de temores y desconfianzas. Llamé repetidas veces tirando, hasta romperlo, del seboso cordón de aquella campanilla ronca; pero nadie me respondía. La portera gritó desde abajo que la señora y su sobrina estaban en la otra casa. Pero, ¿dónde estaba esa casa? Ni la portera ni los vecinos lo sabían.

Volví junto a Lica. Irene llegó muy tarde, cansada, ojerosa, más pálida que nunca. La nueva casa de su tía estaba en la barriada moderna de Santa Bárbara, con vistas a las Salesas y al Saladero. Tía y sobrina habían trabajado mucho aquella tarde.

«¡He cogido tanto polvo!... -me dijo Irene-. Estoy rendida de sueño y cansancio. Hasta mañana, amigo Manso».

¡Hasta mañana! Y aquella mañana vino, y también desapareció   -150-   Irene. Vivísima curiosidad me impelía hacia la nueva casa, alquilada y amueblada con el producto de aquellas tierras de Zamora que no existían más que en el siempre inspirado numen del fiero Calígula.

Salí, recorrí las nuevas calles del barrio de Santa Bárbara; pero no di con la casa. Según me había dicho Irene, ni el edificio tenía número todavía, ni la calle nombre: pregunté en varios portales, subí a varios pisos, y en ninguno me daban razón. Parecíame viajar por una ciudad humorística como las tierras de doña Cándida, y aun me ocurrió si el cuartito muy mono estaría en uno de los yermos solares en que no se había edificado todavía. Volví hacia el centro. En la calle de San Mateo, ya cerca de anochecer, me encontré a Manuel Peña, que me dijo: «Ahora van la de García Grande y su sobrina por la calle de Fuencarral».

Nos separamos después de haber hablado un momento de su discurso y del mío. Me fui a casa, volví a salir. Era de noche...




ArribaAbajo- XXV -

Mis pensamientos me atormentaban...


Me atormentaron toda la noche dentro y fuera de mi casa. No sé cómo vino a mí aquella imagen. La encontré, la vi pasar sola y acelerada delante de mí por la otra acera, por la acera del Tribunal de Cuentas. Yo estaba al amparo de una de las acacias que adornan la puerta del Hospicio, y ella no me vio. La seguí. Iba apresurada y como recelosa... A veces se detenía para ver los escaparates. Cuando se paró delante de uno muy iluminado, la miré bien para cerciorarme   -151-   de que era ella. Sí, ella era; llevaba el vestido azul marinero, sombrero oscuro, como un gran cuervo disecado, que daba sombra a cara. Su aire elegante y algo extranjero distinguíala de todas las demás mujeres que iban por la calle.

Pasó junto a la esterería, junto al estanco, entretúvose un momento viendo las telas en el Comercio del Catalán. Después acortó el paso; había descarrilado el tranvía, y un coche de plaza se había metido en la acera. El tumulto era grande. Ella miró un poco y pasó a la otra acera, alzándose ligeramente las faldas, porque había muchos charcos. Aquella tarde había llovido. Tomó la acera de los pares por junto a la botica dosimétrica, y siguió luego con alguna prisa, como persona que no quiere hacer esperar a otra. Pasó junto a la capilla del Arco de Santa María, y mirando hacia dentro, se persignó. ¡También mojigata!... Siguió adelante. Crueles sospechas me mordían el corazón. Para observarla mejor, yo seguía por la acera contraria. Pasó por una esquina, luego por otra. Detúvose para reconocer una casa. En el ángulo se ve el pilastrón de un registro de agua, y arriba una chapa verde de hierro con un letrero que dice: Viaje de la Alcubilla. Registro núm. 6, B. Arca núm. 18, B. Leyó el letrero y yo también lo leí. Era el rótulo del infierno... Dio algunos pasos y se escurrió por el portal oscuro... Yo estaba anonadado, presa del más vivo terror, y sentía agonías de muerte. Clavado en la acera de en frente miraba al lóbrego, angosto y antipático portal, cuando llegó un coche y se paró también allí. Abriose la portezuela, salió un hombre... ¡Era mi hermano!...

Concluiré esta febril jornada diciendo con la candidez de los autores de cuentos, después de que se han despachado a su gusto narrando los más locos desatinos.

Entonces desperté. Todo había sido un sueño.

  -152-  

Pero este atroz sueño mío que me atormentó a la mañana, fue nacido de mis hipótesis de la noche anterior, y llevaba en sí no sé qué probabilidad terrible. Me impresionó tanto, que después recordaba el soñado paseo por la calle de Fuencarral y me parecían tan claros sus accidentes como los de la misma verdad. No es puramente arbitrario y vano el mundo del sueño, y analizando con paciencia los fenómenos cerebrales que lo informan, se hallará quizás una lógica recóndita. Y despierto me di a escudriñar la relación que podría existir entre la realidad y la serie de impresiones que recibí. Si el sueño es el reposo intermitente del pensamiento y de los órganos sensorios, ¿cómo pensé y vi...? ¡Pero qué tontería! Me estaba yo tan fresco en la cama, interpretando sueños como un Faraón, ¡y eran las nueve, y tenía que ir a clase, y después preparar mi discurso para la gran velada que habría de celebrarse aquella noche!... Las cavilaciones de los dos pasados días no me habían permitido ocuparme de semejante cosa, y aún no tenía plan ni ideas claras sobre lo que había de decir. Como improvisador, he sido y soy detestable. No quedaba, pues, más recurso que enjaretar de cualquier modo una oracioncilla en los términos de fácil claridad y sencillez que me habían parecido más propios.

Tal empeño puse, que al anochecer estaba todo concluido satisfactoriamente. Había escrito todo mi discurso y lo había leído tres o cuatro veces en voz alta para fijar en mi espíritu, si no las frases todas, las partes principales de él y de su armónica estructura. Hecho esto, podía salir del paso, pues fijando bien las ideas, estaba seguro de que no se me rebelaría el lenguaje.

Cuando llegó la hora, me vestí y ¡al teatro con mi persona! Dígolo así, porque me llevé como quien lleva a un criminal que quiere escaparse. Yo era polizonte de mí mismo,   -153-   y necesité toda la fuerza de mi dignidad para no evadirme en mitad del camino y volverme a mi casa; pero el yo autoridad tenía tan fuertemente cogido y agarrotado al yo timidez, que este no se podía mover. Bien se conocía, en la proximidad del teatro, que en éste había aquella noche solemnidad grande. Era aún temprano, y ya se agolpaba el público en las puertas. Aunque se habían tomado precauciones para evitar la reventa de billetes, diez o doce gandules con gorra galonada entorpecían el paso, molestando a todo el mundo. Llegaban coches sin cesar, sonaban las portezuelas como disparos de armas de fuego, y cuando me venía al pensamiento que yo formaba parte del espectáculo que atraía tanta gente, se me paseaba por la espina dorsal un cosquilleo... El discurso se me borraba súbitamente del espíritu, y luego volvía a aparecer bien claro para eclipsarse de nuevo, como los letreros de gas encendidos sobre la puerta del teatro, y cuyas luces barría a intervalos el fuerte viento sin apagarlas.

No había dado dos pasos dentro del vestíbulo cuando tropecé con un objeto duro y atrozmente movedizo. Era Sainz del Bardal, que se multiplicaba aquella noche como nunca; tal era su actividad. En el espacio de un cuarto de hora le vi en diferentes partes del coliseo, y llegué a creer que las energías reproductrices del universo habían creado aquella noche una docena de Bardales para tormento y desesperación del humano linaje. Él estaba en el escenario arreglando la decoración, los atriles, el piano; él en el vestíbulo disponiendo los tiestos de plantas vivas que a última hora no habían sido bien colocados; él en los palcos saludando a no sé cuántas familias; él adentro, afuera, arriba y abajo, y aun creo que le vi colgado de la lucerna y saliendo por los agujeros de la caja de un contrabajo. Una de las tantas veces que pasó junto a mí, como exhalación, me dijo:

  -154-  

«Arriba, en el palco segundo de proscenio, están Manuela, Mercedes, y... abur, abur».

Subí. Sorprendiome ver a Lica en lugar tan eminente, en un palco que lindaba con el paraíso. El público extrañaría seguramente no ver a la señora de Manso en uno de los proscenios bajos. Parecía aquello una deserción, harto chocante tratándose de la dama en cuya casa se había organizado la fiesta. Cuando entré, Irene estaba colgando los abrigos en el estrecho antepalco. Saludome en voz baja, dulcísimamente, con algo como secreto o confidencia de amigo íntimo.

«Ya estaba yo con cuidado -dijo-, temiendo que usted...».

-¿Qué?

-Nos hiciera una jugarreta, y a última hora no quisiera hablar.

-¿Pero no prometí...?




ArribaAbajo- XXVI -

Llevose el dedo a la boca imponiéndome silencio


Su discreción me pareció encantadora. Parecía decirme: «Ya hablaremos largamente de ello y de otras mil cosas agradables».

«¿No sabes? -me dijo Lica-. José María se ha puesto muy bravo, porque no he querido ir al palco proscenio. Dice que esto es una gansada... Mejor; que rabie. No me da la gana de ponerme en evidencia. Aquí estamos muy bien... Aguaita, chinito: hemos venido de bata. No te chancees. Aquí   -155-   vemos todo y nadie nos ve... ¡Jesús, cómo está mi marido! Dice que no sirvo más que para vivir en un potrero... ¡Qué cosa! En fin, que rabie».

Mercedes miraba hacia las butacas, y aquel animado panorama a vista de pájaro la desconsolaba un poco, por no encontrarse ella en medio de tanto brillo y hermosura. También estaba doña Jesusa; inaudito fenómeno, tan contrario a sus costumbres sedentarias.

«No he venido más que a oírle, niño -me dijo con toda la bondad del mundo-. Pues si no fuera porque usted se va a lucir, no me sacarían de mi sillón ni toítas las Potencias celestiales».

Estaba la buena señora horriblemente vestida de día de fiesta, con gruesas y relumbrantes alhajas, y un medallón en el pecho con la fotografía de su difunto esposo, casi tan grande como un mediano plato. Yo no me había enterado hasta aquella noche de las facciones del papá de Lica, que era un señor muy bien barbado, vestido de voluntario de Cuba.

«Parece que hay solo de arpa», me dijo Mercedes ilusionada con los misteriosos atractivos del programa.

-Creo que sí. Y también...

-¡Ah!, ¡los versos de Sainz de Bardal son más lindos!... -indicó Manuela-. Me los leyó esta tarde. Hablan de Sócrates y de un tal... no sé cómo.

-¿Y quién más recita?

-Creo que recitarán los principales actores. Voy a que Sainz del Bardal les mande a ustedes un programa.

Irene no despegaba los labios. Sentada tan lejos del antepecho como del fondo del palco, manteníase a decorosa distancia de Lica, acusando su inferioridad, pero sin dar a conocer ni sombra de servilismo. Modesta y digna, me habría cautivado en aquella ocasión, si entonces la hubiera   -156-   visto por primera vez. Al salir vi en la penumbra roja del palco un objeto, una cosa negra, una cara... Me eché a reír, reconociendo a Rupertico, que me miraba y se apretaba la nariz con los dedos para contener sus carcajadas. Estaba sentado en una banqueta, tieso, estirado por la circunspección y el respeto, sin atreverse a mover brazo ni pierna. No había en él más señales de vida que los ímpetus de risa, y para sofocarla se apretaba la boca con las palmas de las manos.

«No hemos tenido más remedio que traerle -me dijo la niña Chucha-. ¡Ay!, ¡qué enemigo! Toda la tarde llorando porque quería venir a oírle».

«Yo creo que le da un accidente, si no le traemos -añadió Lica-. Nos tenía locas. 'Yo quiero oír a mi amo Máximo, yo quiero oír a mi amo Máximo...'. Y llora que llora».

Al tirarle de la oreja vi que en el rincón había un bulto envuelto en un pañuelo rojo. El negrito, al observar que yo miraba aquello, acudió con sus manos a acomodar el pañuelo y a ocultar lo que dentro estaba. Reía convulsivamente, y Lica y Mercedes reían también...

«Fresco, relambido, márchate, márchate, que aquí no haces falta -me dijo Lica-. Después de que hables vendrás a vernos».

En el escenario no se podía dar un paso. Sainz del Bardal y los que le habían ayudado en la organización, no supieron impedir que entrase allí el que quisiese, y todo era desorden y apreturas. Periodistas que iban en busca de pormenores para redactar sus crónicas, oradores, los amigos de los oradores, músicos y todos los amigos de los músicos, actores que habían de recitar y poetas que iban a que les recitaran, individuos afiliados a la Sociedad y multitud de personas a quienes nadie conocía llenaban el escenario. Sainz del Bardal, rojo como un cangrejo, y otro   -157-   señor filántropo y discursista que tiene la especialidad de estas cosas, se esforzaban por imponer orden y expulsaban galantemente a los intrusos. A todas estas concluía la sinfonía, el telón se había corrido, y los individuos de la junta ocupaban una fila de sillas, junto a pomposa mesa, tras la cual aparecía la imagen más grave de todas las imágenes imaginables, D. Ramón María Pez. Este señor debía pronunciar breves palabras, explicando el objeto de la ceremonia, y dando las gracias a las distinguidísimas y eminentes personas que se habían dignado cooperar a su esplendor en bien de la humanidad y de los pobres. Era la oratoria de este señor acabado ejemplo del género ampuloso, hueco y vacío, formado de pleonasmos y amplificaciones, revestido de hojarasca y matizado de pedacitos de talco, oratoria que sirve a las nulidades para hacer un breve papel parlamentario, fatigar a los taquígrafos y macizar esa inmensa pirámide papirácea que se llama el Diario de las Sesiones. Para descubrir una idea del señor Pez era preciso demoler a pico un paredón de palabras, y aún no había seguridad de encontrar cosa de provecho. Decía así:

«Es ciertamente laudable, es altamente consolador, es en sumo grado lisonjero para nuestra edad, para nuestro tiempo, para nuestra generación, que tantas personas eminentes, que tantos varones ilustres en las artes y en las letras, que tantas glorias de la patria, en uno y otro ramo del saber, se presten, se ofrezcan, se brinden a...». Todos estos miembros del discurso iban perfectamente espaciados con enfáticas pausas, entre graves compases, con cadencia pomposa y campanuda que fatigaba como los mazos de un batán. No seguí prestándole atención, porque necesitaba enterarme a prisa del orden de la fiesta, para ver cuál era mi puesto y en qué momento me tocaba ¡ay, Dios mío!, salir a las candilejas.

  -158-  

El programa era vasto, inmenso, vario y complejo como ningún otro. A la legua se conocía que había andado en ello Sainz del Bardal y su destornillada cabeza. Hablaríamos un célebre orador, Manuel Peña y yo; habría cuarteto por eminencias del Conservatorio; leerían versos de celebrados poetas tres actores de los mejorcitos. El único poeta que sería leído por sí mismo era Sainz del Bardal, quien por condiciones especiales de carácter no confiaba a boca ajena las hechuras de su ingenio. Habría además concierto de piano, desempeñado por una señorita de doce años que era un prodigio en teclas; habría gran solo de arpa, tocada por un célebre profesor italiano que había llegado a Madrid pocos días antes. Por último, cantaría un tenor del Real la célebre aria de Mozart Al mio tesoro intanto, y entre el tenor y el barítono despacharían el dúo I marinari... No sé si había algo más. Creo que no.

Sainz del Bardal me notificó que mi puesto en el programa seguía inmediatamente al solo de arpa, lo que me desconcertó un poco, mucho más cuando acerté a ver al solista, que parecía sujeto de mala sombra. Estaba en el fondo del escenario preparando su instrumento y rodeado de una nube de músicos y gente italiana del Real. Mirándole yo, consideré supersticiosamente que en la compañía de aquel dichoso hombre no podía haber cosa buena. Era bastante obeso, con cara de mujer gorda, el peinado en dos cuernecitos muy monos, el bigote pequeño y de moco retorcido, también en cuernecillos, y con dos chapitas en los carrillos que parecían de colorete.

Yo me paseaba solo esperando mi turno. Un noticiero se me acercó y me dijo:

«¿Sobre qué va usted a hablar? ¿Quiere darme usted un extracto de su discurso?».

-Cuatro generalidades... en fin, ya lo verá usted.

  -159-  

-¡Qué poco feliz ha estado ese señor de Pez!

Otro llegó y dijo:

«Ya se acabó el dies iræ. Es un piporro ese señor de Pez... ¡Ah!, vea usted el arpa. ¡Qué figura, amigo Manso! Pues si eso sonara...».

-Parece mentira -añadió un tercero, gomoso, discípulo mío por más señas, buen chico, ateneísta...-. ¡Qué escándalo con los revendedores! Esto no pasa más que en España. El gobernador ha mandado detener a alguno. Sería curioso saber quién les había dado los billetes que no se han vendido en el despacho y son todos personales...

Poco a poco iban llegando conocidos, y se formaba animado corrillo junto a mí.

-Señor de Manso, ¿cuándo va usted?

-Después del arpa. ¡Lástima que mi discurso sea tan pobre de arpegios!

-Yo, a ser usted, hubiera pedido un lugar más adelantado.

-¿Qué más da? Antes o después lo he de hacer bastante mal.

-¡Hombre, hombre, qué pillín es usted!... ¿Con que mal?

-Ps...

-Demasiado sabe usted que...

-Quia. Si este buen señor no sabe lo que vale.

-Diga usted, Sr. de Manso, ¿le convendría a usted darme su discurso para la Revista?... Lo pondremos en el número 15, y después, si usted quiere, se le puede hacer una tirada corta... pues, un folletito.

-Quia, hombre, es demasiado breve.

-¡Ah!, mejor... De todos modos, para la Revista ya me sirve.

-¿De qué se trata?

-De nada, señores, de nada. ¿Se puede hablar de cosas   -160-   serias delante de esta gente, entre un solo de arpa y una tirada de versos? Cuatro generalidades...

-Ya sale el actor a leer el poema de XXX... Es soberbio. Me lo leyó su autor ayer tarde. Es un asombro...

-Sí; pero vean ustedes qué manera de leer.

-Ese hombre es un epiléptico. Se pone verde.

-Milagro será que no se le reviente una vena.

-Esa descripción del naufragio... ¿eh?

-Es la primera fuerza...

-Y ahora el incendio de la cabaña... ¡Bravísimo!

-El poema es de barba de pato.

-¡Calzones, qué verso!

-Pero esa manera de declamar... ¡Ah!, los actores italianos...

-En las transiciones saca una voz de vieja...

-¡Muy bien, muy bien!

Todos aplaudimos al final, rompiéndonos las palmas de las manos. De las localidades venía un rumor de aplausos que parecía una tempestad. De pronto en el círculo amistoso, que se había formado alredor de mí, apareció Manuel Peña con las manos en los bolsillos y el sombrero echado atrás. Parecía un libertino que salía de la ruleta.

-Hola9 perdis...

-Maestro, dichoso usted que está tranquilo.

-Y tú ¿tienes miedo?...

-¿Miedo?... Estoy como el reo en capilla.

-¿Sobre qué vas a hablar?

-Sobre lo primero que se me ocurra.

-¿No has preparado nada?

-Este es lo más célebre... ¿Creerá usted, amigo Manso, que esta mañana no tenía ni idea siquiera del discurso que va a pronunciar?

-Ni la tengo ahora... Veremos lo que sale. Yo me las   -161-   arreglo de este modo. Esta tarde me he leído unos versos de Víctor Hugo y he tomado una docena de imágenes.

-De esas de patrón de mico... ¿eh?

-Cada imagen como la copa de un pino. Y con esto me basta... Hablaré de las damas, de la influencia de la mujer en la historia, del Cristianismo...

-De la mujer cristiana, ¿eh?...

-Eso, y de la caridad... Mucho de la caridad... A ver señores, ¿quién dijo aquello de la caridad corre a la desgracia como el agua al mar?

-Chateaubriand10.

-No, hombre, me parece que es el Padre Gratry.

-No, no. Usted, Manso, ¿sabe...?

-Pues no recuerdo...

-En fin, lo diré como mío.

-¡Ah!... esa frase es de Víctor Cousin...

-Sea de quien fuere... usted, maestro, pronto entra.

-Detrás del arpa... Ahí va.

El italiano y su comitiva italianesca pasó junto a nosotros. Hacía mi benemérito predecesor gimnasia con los dedos, como si quisiera rasguñar el aire.

Hubo un silencio expectante que me impresionó, haciéndome pensar que pronto se abriría ante mí la cavidad muda y temerosa de un silencio semejante. Después oyéronse pizzcatos. Parecían pellizcos dados al aire, el cual, cosquilloso, respondía con vibraciones de risa pueril. Luego oímos un rasgueado sonoro y firme como el romper de una tela, después un caer de gotas tenues, lluvia de soniditos duros, puntiagudos, acerados, y al fin una racha musical, inmensa, flagelante, con armonías misteriosas.

«¡Caramba, que este hombre toca bien!».

-¡Vaya!

-Ahora, ahora, ¡qué melodía! ¿Pero de dónde es esto?

  -162-  

-Es una fantasía sobre La Estrella del Norte.

-¡Qué dedos!

-Si parecen patas de araña corriendo por los hilos.

-¡Y cómo se sofoca el buen señor!... Mire usted, Manso, cómo se le mueven los cuernecitos del pelo.

-Pero ¿han visto ustedes las cruces que tiene ese hombre?

-¿Qué es eso del hombre? Si es la mujer con barbas... esa que estaba en la feria...

-Ps... silencio, señores; esas risas...

Cuando concluyó el solo y sonaron los aplausos, parecía que se me arrugaba el corazón y que se me desvanecía la vista. Mi hora había llegado. Di algunos pasos mecánicos.

«Todavía no. Va a repetir. Tocará otra pieza».

-¡Qué placer!... cinco minutos de vida.

Para animarme, afecté alegría, despreocupación y un valor que estaba muy lejos de tener. La reflexión de estos estímulos artificiales suele ser de momentánea eficacia. Y por último, llegó el segundo fatal. El italiano entró, volvió a salir llamado por el público, y al fin retirose definitivamente. Yo le vi limpiándose el sudor de su amoratado rostro, que parecía un lustroso tomate y oí felicitaciones de los músicos que le rodeaban. Cuando rompí por medio de ellos para salir, las piernas me temblaban.

Y me vi delante del dragón, como quien va a ser tragado, pues las candilejas eran como dentadura de fuego, las filas de butacas, surcos de una lengua replegada, y el cóncavo espacio rojo, cálido y halitoso de la sala, la capacidad de una horrenda boca. Pero la vista misma del peligro parecía restituirme mi valor y fortalecerme. Verdaderamente, pensé, es una tontería tener miedo a esa buena gente. Ni lo he de hacer tan mal que me ponga en ridículo...

Alcé la vista, y allá arriba, sobre el mal pintado celaje del techo, vi destacarse un grupo de cabezas.



  -163-  

ArribaAbajo- XXVII -

La de Irene domina a las otras tres


O, por lo menos, fue la que más claramente vi. Cuando principié, con voz no muy segura, me hacía visajes en los ojos el decorado pseudo-morisco de los palcos: la puntería de gemelos, así como el movimiento de tanto abanico me distraían. En uno de los proscenios bajos había una bendita señora cuyo abanico, de colosal tamaño, se cerraba y se abría a cada momento con rasgueo impertinente. Parecía que me subrayaba algunas frases o que se reía de mí con carcajadas de trapo. ¡Maldito comentario! En el momento de concluir una frase, cuando yo la soltaba redonda y bien cortada, sonaba aquel ras que me ponía los nervios como alambres... Pero no había más remedio que tener paciencia y seguir adelante, porque yo no podía decirle a aquella dama, como a un alumno de mi clase, «haga usted el favor de no enredar...».

Y seguí, seguí. Un miembro tras otro, frase sobre frase, el discursito iba saliendo, limpio, claro, correcto, con aquella facilidad que me había costado tanto trabajo. Iba saliendo, sí señor, y no a disgusto mío, y a medida que lo iba pronunciando, mi facultad crítica decía: «no voy mal, no señor. Me estoy gustando, adelante...».

¿Qué diré de mi discurso? Copiarlo aquí sería impertinente. Una de las muchas Revistas que tenemos y que se distinguen por su vano empeño de hacer suscriciones, lo publicó íntegro, y allí puede verlo el curioso. No ofrecía gran novedad, no contenía ningún pensamiento de primer orden.   -164-   Era una disertación breve y sencilla, a propósito para esto que llaman público, que es, como si dijéramos, una reunión de muchos, de cuya suma resulta un nadie. Todo se reducía a unas cuantas consideraciones sobre la indigencia, sus causas, sus relaciones con la ley, las costumbres y la industria. Luego seguía una reseña de las instituciones benéficas, deteniéndome principalmente en las que tienen por objeto la protección de la infancia. En esta parte logré poner en mi discurso una nota de sentimiento que levantó lisonjeros murmullos. Pero lo demás fue severo, correcto, frío y exacto. Cuanto dije era de lo que yo sabía, y sabía bien. Nada de conocimientos pegados con saliva y adquiridos la noche anterior. Todo allí era sólido; el orden lógico reinaba en las varias partes de mi obra, y no holgaban en ella frase ni vocablo. La precisión y la verdad la informaban, y las amplificaciones y golpes de efecto faltaban en absoluto. Hago estos elogios de mí mismo sin reparo alguno, porque me autoriza a ello la franqueza con que declaro que no había en mi oración ni chispa de brillantez oratoria. Era como si leyese un sesudo y docto informe o un dictamen fiscal. Y el efecto de este defecto lo notaba yo claramente en el público. Sí, al través de la urdimbre de mi discurso, como por los claros de una tela, veía yo al dragoncillo de mil cabezas, y observaba que en muchos palcos las damas y caballeros charlaban olvidados de mí y haciendo tanto caso de lo que decía como de las nubes de antaño. En cambio vi un par de catedráticos en primera fila de butacas que me flechaban con el reflejo de sus gafas, y con movimientos de cabeza apoyaban mis apreciaciones... Y el ras del dichoso abanico seguía rasguñando la limpidez de mi lenguaje como punta de diamante que raya la superficie del cristal.

Se acercaba el fin. Mis conclusiones eran que los institutos oficiales de beneficencia no resuelven la cuestión   -165-   del pauperismo sino en grado insignificante; que la iniciativa personal, que esas generosas agrupaciones que se forman al calor de la idea cristiana... en fin, mis conclusiones ofrecían escasa novedad y el lector las sabe lo mismo que yo. Baste por ahora decir que terminé, cosa que yo deseaba ardientemente, y parte del público también. Un aplauso mecánico, oficial, sin entusiasmo, pero con bastante simpatía y respeto, me despidió. Había salido bien, como yo esperaba y deseaba. Por mi parte, discreción y verdad; por la del público, benevolencia y cortesía. Saludé satisfecho, y ya me retiraba cuando...

¿Qué era aquello que bajaba del techo volando y agitando cintas? Era una cosa de todos colores, un conjunto de ramos verdes, de cenefas rojas... ¡Una corona, cielos vengadores! Fue tan mal arrojada que cayó sobre las candilejas. No sé quién la cogió; no sé quién me entregó aquella descomunal pieza de hojas de trapo, de bellotas que parecían botones de librea, con más cintajos que la moña de un toro, claveles como girasoles, letras doradas, y qué sé yo... Recibí aquella ofrenda extemporánea, y no sé cómo la recibí. Me turbé tanto que no supe lo que hacía, y por poco pongo la corona en la cabeza calva del señor de Pez, que me dijo al pasar: «Muy bien ganada, muy bien ganada».

Murmullos del público me declaraban que el dragoncillo, como yo, había considerado aquella demostración absolutamente impropia, inoportuna y ridícula... Luego la habían arrojado tan mal... Me dieron ganas de tirarla en medio de las butacas.

«Es obsequio de la familia», oí que decía no sé quién.

Me confundí mucho, y después me entró una ira... ¡Ya comprendía lo que guardaba el pícaro negro dentro de aquel pañuelo! ¡Como si lo viera! Debió de ser idea de la niña Cucha...

  -166-  

Me interné en el escenario con mi fastidiosa carga de hojarasca de trapo. En verdad, lo mejor era tomarlo a risa, y así lo hice... Bien pronto, mientras continuaba el programa con la pieza de piano, se formó en torno mío el corrillo de amigos, y oí las felicitaciones de unos, las sinceridades o malicias de otros.

«Muy bien, amigo Manso... Tales manos lo hilaron».

-Me ha gustado mucho... pero mucho. No, no venga usted con modestias. Debe estar usted satisfecho.

-¡Orador laureado!... nada menos.

-Qué lástima que no alzara usted un poco más la voz. Desde la fila 11 apenas se oía.

-Muy bien, muy bien... Mil enhorabuenas... Un poquito más de calor no hubiera estado mal.

-¡Pero qué bien dicho... qué claridad!

-Vaya, vaya, y decía usted que era cosa ligera...

-Al pelo, Mansito, al pelo.

-Caballero Manso, bravísimo.

-Hombre, ya podías haber esforzado un poco la voz, y dar nervio, dar nervio...

-Mira, para otra vez, mueve los brazos con más garbo... Pero ha gustado mucho tu discurso. Las señoras no lo han comprendido; pero les ha gustado...

-¿Con que coronita y todo...?

También vino el arpista a felicitarme, permitiéndose presentarse a sí mismo para tener l'onore de stringere la mano de un egregio professore...

Estas lisonjas me obligaron, mal de mi grado, a dedicar algunas frases al panegírico del arpa, a sus bellos efectos y a sus dificultades, poniendo a los profesores de este instrumento por encima de todas las demás castas de músicos y danzantes.

Hablando con el italiano, con otros músicos, con algunos   -167-   de mis amigos, me distraje de las partes siguientes del programa; pero hasta donde estábamos venían, como olores errantes de un próximo zahumerio11, algunas emanaciones retóricas de los versos que leía Sainz del Bardal. Su declamación hinchada iba lanzando al aire bolas de jabón que admiraban las mujeres y los necios. Las bombillas estallaban, resonando de diversos modos, ya en tono grave, ya en el plañidero y sermonario; y entre el rumor de la cháchara que en derredor mío zumbaba, oíamos: creed y esperad... inmensidad sublime... místicos ensueños... salve, creencia santa. De varios vocablos sueltos y de frasecillas volantes colegimos que el señor del Bardal se guarecía bajo el manto de la religión, que bogaba en el mar de la vida, que su alma rasgaba pujante el velo del misterio, y que el muy pillín iba a romper la cadena que le ataba a la humana impureza. También oímos mucho de faros de esperanza, de puertos de refugio, de vientos bramadores y del golfo de la duda, lo que no significaba que Bardal se hubiera metido a patrón de lanchas, sino que le daba por ahí, por embarcarse en la nave de su inspiración sin rumbo, y todo era naufragios retóricos y chubascos rimados.

«Si encallará de una vez este hombre...».

-Dejarle que le dé al remo... Lástima que ya no tengamos galeras.

-¡Y cómo me le aplauden!...

-Ya... Mientras exista el sexo femenino, las Musas cotorronas tendrán alabarda segura... El público aplaude más estas vulgaridades que los versos sublimes de XXX. Así es el mundo.

-Así es el Arte... Vámonos que ya viene.

-¡Que viene Bardal! ¿Quién le aguanta ahora?

-Temo ponerme malo. Estoy perdido del estómago, y ese poeta emético siempre me produce náuseas... Huyamos.

  -168-  

-Sálvese el que pueda.

Yo también me marché, temeroso de que me acometiera Bardal. Salí del escenario, y en el pasillo bajo encontré mucha gente que había salido a fumar, haciendo de la lectura del poeta un cómodo entreacto. Algunos me felicitaron con frialdad; otros me miraron curiosos. Allí supe que el célebre orador que debía tomar parte en la velada se había excusado a última hora por haber sido acometido de un cólico. Faltaban ya pocos números, y era indudable que parte del público se aburría soberanamente, y pensaba que a los autores de la velada no les venía mal su poquito de caridad, terminando la inhumana fiesta lo más pronto posible.

En la escalera encontré a mi hermano. Andaba visitando palcos, traía un ramito en un ojal y estrujaba en su mano La Correspondencia.

«Has estado verdaderamente filósofo -me dijo con pegadiza bondad-, pero con muchas metafísicas que no entendemos los tristes mortales. Lástima que no hicieras uso de los datos de mortalidad que te dio Pez a última hora y del tanto por ciento de indigentes por mil habitantes que acusan las principales capitales de Europa. Yo he estudiado la cuestión, y resulta que las escuelas de instrucción primaria nos ofrecen 414 niños y 3/4 de niño por cada...».

-¿Has estado arriba, en el palco de la familia? -le pregunté para cortar el hilo funesto de su estadística.

-No, ni pienso ir. ¡Buena la han hecho! ¿Te parece?... ¡Guindarse en ese palcucho! ¡Qué inconveniencia, qué tontería y qué estupidez! Mi mujer me pone en ridículo cien veces al día... Pues digo, ¿y a ti?... ¿Qué te ha parecido lo de la coronita?

La carcajada que soltó mi hermano trajo a mi espíritu la imagen del malhadado obsequio que recibí, y no pude disimular el disgusto que esto me causaba.

  -169-  

-Si es la gente más tonta... Apuesto que la idea fue de la niña Chucha. En cuanto a Manuela, es verdaderamente la terquedad en figura humana. Basta que yo desee una cosa...

Yo disculpé a Lica; él se incomodó; díjome que yo, con mis tonterías de sabio, fomentaba la terquedad y los mimos de su esposa.

-Pero José...

-Tú eres otra calamidad, otra calamidad, entiéndelo bien. Nunca serás nada... porque no estás nunca en situación. ¿Ves tu discurso de esta noche, que es práctico y filosófico y todo lo que quieras? Pues no ha gustado, ni entusiasmará nunca al público nada de lo que escribas, ni harás carrera, ni pasarás de triste catedrático, ni tendrás fama... Y tú, tú eres el que hace en mi casa propaganda de modestia ridícula, de ñoñerías filosóficas y de necedades metódicas.

-Ay, José, José...

-Lo dicho, camarada...

En esto estábamos, cuando nos sorprendió un estrépito que de la sala del teatro venía. Al pronto nos asustamos. ¡Pero quia!... eran aplausos, aplausos furibundos que declaraban entusiasmo vivísimo.

«Pero ¿qué pasa?».

Los pasillos se habían quedado vacíos. Todo el mundo acudía a su sitio para ver de qué provenía tal locura.




ArribaAbajo- XXVIII -

Habla Peñita


Esto decían, y al punto, deseoso de oír a mi discípulo, dejé a mi hermano y subí al empinado palco donde estaba   -170-   la familia. Entré; nadie volvió la cara para ver quién entraba; tan embebecidas estaban las cuatro damas en contemplar y oír al orador. Sólo el negro me miró, y acariciándome una mano, se pegó a mi costado. Acerqueme sin hacer ruido, y por encima de las cuatro cabezas miré al teatro. No he visto nunca gentío más atento, ni mayor grado de interés, totalmente dirigido a un punto. Verdad es que pocas veces he visto mayor ni más brillante ejemplo de la elocuencia humana. Fascinado y sorprendido estaba el público. Un joven con su palabra arrebatadora, don semi-divino en que concurrían la elegancia de los conceptos, la audacia de las imágenes y el encanto físico de la voz robusta y flexible, había cautivado y como prendido en una red de simpatía la heterogénea masa de personas diversas, y en una misma exclamación de gozo se confundían el necio y el sabio, la mujer y el hombre, los frívolos y los graves. Él despertaba, con la vibración celestial de las cuerdas de su noble espíritu, los sentimientos cardinales del alma humana, y no había un solo espectador que no respondiese a invocación tan admirable. Doña Jesusa se volvió hacia mí, y en su cara observé que estaba como lela. Hasta el pintado esposo que campeaba en el pecho de la señora, me pareció que se había entusiasmado en su placa de marfil o porcelana. Mercedes me miró también, haciendo un gesto que quería decir: «esto sí que es bueno». Lica e Irene no movían la cabeza: la emoción las había hecho estatuas.

Por mi parte, debo declarar que la admiración que Manuel me causaba y el regocijo de presenciar triunfo tan grande del que había sido mi discípulo, me ponían un nudo en la garganta. Sí, yo podía tomar para mí una parte, siquiera pequeña, de la gloria que el divino muchacho recogía a manos llenas aquella noche. Si recibió de Naturaleza   -171-   aquel extraordinario hechizo de la palabra, yo había labrado la pedrería de su grande ingenio, yo había dado a sus dones nativos la vestidura del arte, sin la cual habrían parecido desaliñados y toscos, yo le había enseñado lo que fueron y cómo se formaron los grandes modelos, y sin duda de mí procedían muchos de los medios técnicos y elementales de que se valía para obtener tan admirables efectos. Así, cuando al terminar un párrafo estallaba en el público una tronada de aplausos, yo me rompía las manos y deseaba estar cerca del orador para estrecharle entre mis brazos.

¿Y de qué hablaba? No lo sé fijamente. Hablaba de todo y de nada. No concretaba, y sus elocuentes digresiones eran como una escapatoria del espíritu y un paseo por regiones fantásticas. Y sin embargo, notábanse en él pujantes esfuerzos por encerrar su fantasía dentro de un plan lógico. Yo le veía sujetando con firme rienda el brioso caballo alado que en las alturas se encabritaba, insensible al freno y al látigo. Con estar yo tan fascinado como los demás oyentes, no dejaba de comprender que el brillante discurso, sometido a la lectura, habría de presentar algunos puntos vulnerables y tantas contradicciones como párrafos. Mi entusiasmo no embotaba en mí el don de análisis, y, temblando de gozo, hacía yo la disección del esqueleto lógico, vestido con la carne de tan opulentas galas... Pero, ¿qué importaba esto si el principal objeto del orador era conmover, y esto lo conseguía plenamente hasta el último grado? ¡Qué admirable estructura de frases, qué enumeraciones tan brillantes, qué manera de exponer, qué variedad de tonos y cadencias, qué secreto inimitable para someter la voz al sentido y obtener con la unión de ambos los más sorprendentes efectos, qué matices tan variados, y por último, qué accionar tan sobrio y elegante, qué dicción enérgica y dulce sin descomponerse nunca, sin incurrir en la declamación,   -172-   sin salmodiar la frase! Las imágenes sucedían a las imágenes, y aunque no todas eran de gran novedad, y aun había alguna que aparecía un poco mustia, como flor que ha sido muy manoseada, el público, y yo también, las encontrábamos admirables, frescas, bonitas. Algunas fueron de encantadora novedad.

Pero, ¿de qué hablaba? De lo que él mismo había dicho, del Cristianismo, de la redención y enaltecimiento de la mujer, de la libertad y un poco de los ideales grandes del siglo XIX. Allí salieron a relucir Isabel la Católica dando sus alhajas, Colón redondeando la civilización y Stephenson que, con la locomotora, ha emparentado las partes del mundo. Allí oí algo de las catacumbas, de Lincoln, el Cristo del negro, de las hermanas de la Caridad, del cielo de Andalucía, de Newton, de las Pirámides y de los caprichos de Goya, todo enlazado y tejido con tal arte, que el oyente le seguía de sorpresa en sorpresa, pasmado y hechizado, a veces con fatiga de tanta luz, de tan variados tonos y de transiciones tan gallardas.

Cuando concluyó, parecía que se desplomaba el teatro, y que todo su maderamen crujía y se desarmaba con la vibración de las palmadas. Los más cercanos se abalanzaban hacía el escenario como si le quisieran abrazar, y las señoras se llevaban el pañuelo a los ojos para secarse alguna lágrima, por ser cosa corriente en ellas que toda emoción, y el entusiasmo mismo, las haga llorar. Manuel se retiraba, y los aplausos le hacían volver a salir tres, cuatro, qué sé yo cuántas veces. El señor de Pez, no queriendo dejar de hacer algún papel conspicuo en tan solemne ocasión, sacaba de la mano al joven y le presentaba al público con paternal solicitud. Alguien decía: «es un niño»; otros, «qué prodigio», y yo gritaba a los vecinos del palco próximo: «es mi discípulo, señores, es mi discípulo».

  -173-  

Lica se volvió a mí y me dijo:

«¡Qué lástima que no haya venido su mamita a oírle!».

Y doña Jesusa, suponiéndome desairado, me miró con benevolencia, y me dijo:

«También usted ha estado muy bien...».

¡Y yo que no me acordaba de mi discurso, ni de la funesta corona!

-¡Qué lástima que no hubiéramos traído dos guirnaldas!

-A propósito, Manuela, ¡qué inoportunas estuvisteis!...

-Calla, chinito, más mereces tú.

-Si es que Máximo -me dijo doña Jesusa, reforzando su benevolencia porque me suponía triste del bien ajeno-, estuvo también muy bueno... Todos, todos han estado buenos...

Y la otra no decía nada. Cuando concluyeron los aplausos, volvió a su asiento. La miré; tenía las mejillas encendidas; también había llorado.

«¡Qué bueno, qué bueno! -exclamaba Lica sin cesar-. Este niño es un milagro. ¿Qué le ha parecido a usted, Irene?».

Irene me miró, y tuvo una frase celestial.

«Hace honor a su maestro».

-Este muchacho -afirmé yo-, será un gran orador. Ya lo es. Parece que en él ha querido la Naturaleza hacer el hombre tipo de la época presente. Está cortado y moldeado para su siglo, y encaja en éste como encaja en una máquina su pieza principal.

-Ahí, en el palco de al lado, decía un señor que Manuel será ministro antes de diez años.

-Lo creo; será todo lo que quiera; es el niño mimado del destino. Todas las hadas le han visitado en su nacimiento...

-Me parece que debemos marcharnos. Yo estoy muy cansada. ¿Y usted, mamá?

  -174-  

-Por mí, vámonos.

-¿Y no oímos al tenor? -indicó Mercedes con desconsuelo.

-Niña, en el Real lo oiremos.

Levantáronse. Irene estaba en el antepalco distribuyendo abrigos. Cuando todos se abrigaron, también ella tomó el suyo. Yo atendí primero a doña Jesusa, a Lica, a Mercedes, después a ella que, con su alfiler en la boca, desdoblaba el mantón para ponérselo. Irene me dio las gracias. No sé por qué se me antojó que lloraba todavía. ¡Engaño de mis embusteros ojos!... Salimos. El negrito se colgó de mi brazo obligándome a inclinarme del costado derecho. Todo era para alcanzar mi oído con su hociquillo y decirme con tímido secreto:

«Ninguno ha estado tan bien como taita. Mi amo Máximo les gana a todos, y si dicen que no...».

-Calla, tonto.

-Po que no lo entienden.

La necesidad de acompañar a la familia me privó de ir al escenario para dar un estrecho abrazo a mi amado discípulo. Pero yo le vería pronto en su casa, y ahí hablaríamos largamente del colosal éxito de aquella noche...

¡Y mi corona que se había quedado en el escenario! Mejor: in mente se la regalaba yo al arpista. No apoyaba esta idea Lica, que me dijo al subir al coche:

«Bien dice Irene que eres un sosón... ¿Por qué no has traído la corona? ¿Crees que no la mereces?... Pues sí que la mereces. Fue idea mía, ¿qué te parece?».

-No, que fue idea mía -replicó prontamente la niña Chucha.

-No reñir, señoras; quedemos en que fue idea de las dos, lo cual no impide que sea una idea detestable.

-Mal agradecido.

  -175-  

-Relambido.

-Como no hubo tiempo, no pudimos escoger una cosa mejor. Lica escogió las flores.

-Y yo las hojas verdes.

-Y yo, las cintas encarnadas.

-Pues todas, todas han tenido un gusto perverso.

-Bueno, bueno, no te obsequiaremos más.

-¡Ay qué fantasioso!

Irene callaba. Iba junto a mí en el asiento delantero, y con el movimiento del coche su codo y el mío se frotaban ligeramente. Si fuera yo más inclinado a hacer retruécanos de pensamiento, diría que de aquel rozamiento brotaban chispas, y que estas chispas corrían hacia mi cerebro a producir combustiones ideológicas o ilusiones explosivas... Con el cuneo del coche se durmió doña Jesusa. Lica se echó a reír, y dijo:

«Ya mamá está en la Bienaventuranza. ¿Y usted, Irene, se ha dormido también?».

-No señora -replicó la maestra con cierta sequedad.

-Como está usted tan callada... Y tú, Máximo, ¿qué tienes, que no hablas?

Advertí, entonces, que no había desplegado mis labios en un buen espacio de tiempo. No sé si dije algo para responder a Lica. Llegamos, por fin, a casa. Nada aconteció digno de ser contado. Aburrimiento general y desfile de cada persona hacia su habitación. Yo quise decir algo a Irene; la sentí detrás de mí cuando me despedía de doña Jesusa en el pasillo; volvime, di algunos pasos y ya había desaparecido. Fui al comedor... nada. En el gabinete de Manuela... tampoco. Pregunté a la mulata... La señorita Irene se había encerrado en su cuarto... ¡Ay!, ¡qué prisa, Dios mío!... Bien, bien, yo también me retiro.

El negrito se me colgó del brazo para hacerme inclinar   -176-   y hablarme al oído. Siempre me decía sus cosas en secreto, con un susurro cariñoso que parecía infiltrar en mi espíritu el extracto más puro de la inocencia humana. Sus palabras fueron breves y revelaban cándido orgullo:

«Yo taje la corona de la tienda».

-Bueno, hombre, que te aproveche. Adiós.

Antes de subir a casa quise felicitar a doña Javiera. La pobre señora estaba fuera de sí. También ella había ido al teatro, y presenciado desde el paraíso el grandioso triunfo de su querido hijo. Este le había llevado un palco; pero ella no quiso ocuparlo y lo cedió a unas amigas: temía que su amor maternal la arrastrase a demostraciones demasiado violentas, con lo que se pondría en ridículo. En el paraíso, acompañada tan sólo de la criada, había llorado a sus anchas, y cuando oyó los palmoteos y vio el loco entusiasmo del público, creyose transportada al Cielo. A la conclusión, la buena señora había perdido el conocimiento, y por poco no la llevan a la casa de socorro. Abrazome con ardiente alegría, diciéndome que yo, como maestro de aquel milagro de la Naturaleza, tenía la mejor parte de su victoria.

-Por allí no decían más sino: «Este muchacho va a hacer la gran carrera... El mejor día me lo ponen de diputado y de ministro. Vaya un hombrecito...». Figúrese usted, amigo Manso, si estaría yo hueca. Se me caía la baba, y lloraba como una tonta. Me daban ganas de ponerme en pie y gritar desde la barandilla del paraíso: «Si es mi hijo, si le he parido y le he criado a mis pechos...». La suerte que me desmayé... En fin, yo estaba loca. El corazón se me había puesto en la garganta... Por cierto que le vi a usted en un palco alto con las señoras. Yo le miré muy mucho a ver si usted me columbraba, para hacerle una seña diciendo: «aquí estamos todos». Pero usted no miró... ¡Ah!, y ahora   -177-   que me acuerdo. También usted habló muy requetebién. Allí, al lado mío, había un señor muy descontentadizo, que dijo tonterías de usted... Casi nos pegamos él y yo, y cuando le echaron la corona las del palco, grité: «a ese... bien, bien...». Si he de decirle la verdad, desde arriba no se oyó nada de lo que usted dijo, porque como habla usted tan bajito... Es el caso que como oía tan mal me iba quedando dormida. Desperté asustada cuando le echaban a usted la corona, y entonces di unas palmotadas... Después vino el verso. ¡Y qué verso tan precioso! ¡A mí me daba un gusto!... Esto de oír buenos versos es como si le hicieran a una cosquillas. Se ríe y se llora... no sé si me explico.

Y por aquí siguió charlando. Yo estaba fatigadísimo y deseaba retirarme. Era muy tarde y Manuel no venía. Deseaba yo verle aquella misma noche para felicitarle con toda la efusión de mi leal cariño; pero tardaba tanto, que me fui a mi cuarto tercero, y me recogí, ávido de silencio, de quietud, de descanso.




ArribaAbajo- XXIX -

¡Oh, negra tristeza!


Fúnebre y pesado velo, ¿quién te echó sobre mí? ¿Por qué os elevasteis lentos y pavorosos sobre mi alma, pensamientos de muerte, como vapores que suben de la superficie de un lago caldeado? Y vosotras, horas de la noche, ¿qué agravio recibisteis de mí para que me martirizarais una tras otra, implacables, pinchándome el cerebro con vuestro compás de agudos minutos? Y tú, sueño, ¿por qué me mirabas con dorados ojos de búho haciendo cosquillas en los míos, y   -178-   sin querer apagar con tu bendito soplo la antorcha que ardía en mi mente? Pero a nadie debo increpar como a vosotros, argumentos tenues de un raciocinio quisquilloso y sofístico...

Tú, imaginación, fuiste la causa de mis tormentos en aquella noche aciaga. Tú, haciendo pajaritas con una idea y enredando toda la noche; tú, la mal criada, la mimosa, la intrusa, fuiste quien recalentó mi cerebro, quien puso mis nervios como las cuerdas del arpa que oí tocar en la velada. Y cuando yo creía tenerte sujeta para siempre, cortaste el grillete; y juntándote con el recelo, con el amor propio, otros pillos como tú, me manteasteis sin compasión, me lanzasteis al aire. Así amaneció mi triste espíritu rendido, contuso, ofreciendo todo lo que en él pudiera valer algo por un poco de sueño...

La verdad es que no tenían explicación racional mi desvelo y mis tristezas. Se equivoca el que atribuya aquella desazón a heridas del amor propio por el pasmoso éxito del discurso de Manuel Peña comparado con el mío, que fue un éxito de benevolencia. Yo estaba, sí, muy arrepentido de haberme metido en veladas; pero no tenía celos de mi discípulo a quien quería entrañablemente, ni había pensado nunca disputarle el premio en la oratoria brillante. La causa de mi hondísima pena era un presentimiento de desgracias que me dominaba sobreponiéndose a toda las energías que mi espíritu posee contra la superstición; era un cálculo basado en datos muy vagos, pero seductores, y que con lógica admirable llegaba a la más desconsoladora afirmación. En vano demostraba yo que los datos eran falsos; la imaginación me presentaba al instante otros nuevos, marcados con el sello de la evidencia. Al levantarme, me dije:

«Soy una especie de Leverrier de mi desdicha. Este   -179-   célebre astrónomo descubrió al planeta Neptuno sin verle, sólo por la fuerza del cálculo, porque las desviaciones de la órbita de Urano le anunciaban la existencia de un cuerpo celeste hasta entonces no visto por humanos ojos, y él, con su labor matemática, llegó a determinar la existencia de este lejano y misterioso viajero del espacio. Del mismo modo yo adivino que por mi cielo anda un cuerpo desconocido; no lo he visto, ni nadie me ha dado noticias de él; pero como el cálculo me dice que existe, ahora voy a poner en práctica todas mis matemáticas para descubrirlo. Y lo descubriré; me lo profetiza la irregular trayectoria de Urano, el planeta querido, irregularidades que no pueden ser producidas sino por atracciones físicas. Esta pena profunda que siento consiste en que llega hasta mí la influencia de aquel cuerpo lejano y desconocido. Mi razón declara su existencia. Falta que mis sentidos lo comprueben, y lo comprobarán o me tendré por loco».

Esto dije, y me fui a mi cátedra, donde varios alumnos me felicitaron. Yo estaba tan triste, que no expliqué aquel día. Hice preguntas, y no sé si me contestaron bien o mal. Impaciente por ir a la casa de mi hermano, abandoné la clase antes de que el bedel anunciara la hora. Cuando satisfice mi deseo, la primera persona a quien vi fue Manuela, que me dijo con misterio:

«Cosa nueva. Sabes que doña Cándida está encerrada con José María en el despacho. Negocios...».

Pobre José; de esta va a San Bernardino.

Cállate, niño. Si está más rica... Si ha vendido unas tierras...

¡Tierras!... Será la que se le pegue a la suela de los zapatos. Lica, Lica, aquí hay algo... Voy a defender a José. Calígula es terrible; le habrá embestido con mil mentiras, y como es tan generoso...

  -180-  

-No, déjalos... Pero chitito; aquí viene la de García Grande.

Era ella, sí; entró en el gabinete como recelosa, acomodándose algo en el luengo bolsillo de su traje. ¡Ah!, sin duda acariciaba su presa, el pingüe esquilmo de sus últimas depredaciones. ¡Cómo revelaba su mirar verdoso la feroz codicia calmada, la reciente satisfacción de un rapaz apetito!... Nos miró con postiza dulzura, sentose majestuosa, y volviéndose a tocar el bolsillo, se dejó decir:

«Ya, ya negocié esas letras... ¡Es tan bueno José!... ¡Hola!, ¿estás ahí, sosón? Me han dicho que anoche estuviste medianillo. Parece que se durmió el público en masa. Eso me han contado. El que parece que estuvo admirable fue ese Peñilla... ese que es hijo de la carnicera tu vecina... Vamos a otra cosa, Manolita; ¿sabe usted que tengo que darle un disgusto?».

-¿A mí? ¿Qué? -exclamó mi pobre cuñada asustadísima.

-Hija, creo que tendré que llevarme a Irene. Ya ve usted... Estoy tan sola y tan delicadita de salud... Luego mi posición ha variado tanto, que verdaderamente no está bien que Irene... me parece a mí... sea institutriz asalariada, teniendo una tía...

-Rica.

-Rica no; pero que tiene lo necesario para vivir cómodamente. ¿No cree usted lo mismo? ¿No cree usted que debo llevarla conmigo para que me acompañe, para que me cuide?...

-Claro...

-Es mi única familia; yo la he criado, ella será mi heredera... porque estoy tan mal, tan mal, Manuela, créalo usted...

Soltó una lágrima pequeñita, que se disolvió en una arruga y no se supo más de ella.

  -181-  

«Esto no quiere decir -prosiguió-, que yo me lleve a Irene de prisa y corriendo; sería una cosa atroz. Puede estar aquí algunos días, para que complete las lecciones... o si quiere usted que se quede hasta que se le encuentre sucesora... Eso usted y ella lo decidirán. Está tan agradecida, que... ya, ya le costará algunas lágrimas salir de aquí. Adora a las niñas».

Manuela estaba algo desorientada.

«¿Y el ama? -preguntó mi cínife, demostrando vivísimo interés-. ¿Siguen los antojos y las...?».

-¡Ah! -exclamó Manuela-; no me hable usted, doña Cándida... Insoportable, insoportable. Es un demonio.

Dejelas hablando del ama, y corrí a donde me impelía mi ardiente curiosidad. Estaba Irene dando la lección de Gramática, y la sorprendí diciendo con voz dulcísima: hubieras, habríais y hubieseis amado.

Mi ansiedad me quitaba el aliento, y apenas lo tuve para preguntarle:




ArribaAbajo- XXX -

¿Con que se nos va usted?


-Sí -me dijo en tono resuelto, mirándome de lleno, como si vaciara (así me parecía) todo el contenido luminoso de sus ojos sobre mí.

-De veras. ¿Y cuándo?

-Hoy mismo. Lo que ha de ser...

-¡Qué pícara!... ¿Pero tiene usted algún motivo de descontento en la casa?

-No diga usted tonterías. ¡Descontenta yo de la casa! Diga usted agradecidísima.

  -182-  

-Entonces...

-Pero es preciso, amigo Manso. No se ha de estar toda la vida así. Y si tengo que salir de la casa, ¿no vale más hacerlo de una vez? Cada día que pase ha de serme más penoso... Pues nada, hago un esfuerzo, tomo mi resolución...

-¡Es tremendo!... -exclamé hecho un tonto, y repitiendo su adjetivo favorito.

-Sí señor; me corto la coleta... de maestra -replicó echándose a reír.

¿No revelaba su rostro una alegría loca? O así era, o soy lo más torpe del mundo para leer tus signos, alma humana. Aquella alegría me desconcertó, porque habíamos llegado a un punto en que todo desconcertaba, y sólo le dije:

-¿Hay proyectos...?

«Sí señor, tengo mis proyectillos... ¡y qué buenos! ¿Pues qué? Creía usted que sólo los sabios tienen proyectos».

Las dos niñas, Isabel y Merceditas, nos miraban absortas, con sus abiertos libros en las manos y abandonadas estas sobre las rodillas. Saboreaban quizás aquel descanso en la lección, y de seguro nos habrían agradecido mucho que nos estuviéramos charlando todo el día.

«No, no, no. Yo celebro que usted tenga proyectos y que deje esta vida... Mucho hay que hablar sobre el particular... Pero siga usted la lección, que después...».

-¿Hablaremos?... sí señor; yo también deseo hablar con usted; pero es tanto lo que hay que decir...

-Luego... aquí -dije, y en el momento que tal decía, me acordaba de la solemnidad con que los actores suelen pronunciar aquellas palabras en la escena.

De la manera más natural del mundo yo me volvía melodramático. Creo que me puse pálido y que me temblaba la voz.

«Aquí no...» indicó ella respondiendo a mi turbación con   -183-   la suya, y mirando a los chicos y a la Gramática, como solicitada por la conciencia de sus deberes pedagógicos.

Y el aquí no salió de sus labios timbrado con un dulce tono de precaución amorosa. Era el sutil instinto de prudencia, que ya en la primera travesura femenina suele aparecer tan desarrollado como si el uso de muchos años lo cultivara.

«Es verdad, aquí no», repetí.

Yo no tenía iniciativa. Ella la tenía toda, y me dijo:

«En mi casa, en mi nueva casa. ¿Pero no ha de ir usted a visitarnos?».

-Mañana mismo.

-Poquito a poco. Ya le avisaré a usted.

-¿Pero será pronto?

-Creo que sí. Por ningún caso vaya usted antes de que yo le avise.

Y me dio sus señas escritas con lápiz en un papelillo. Sentí susurro de voces junto a la puerta, y los cuatro empezamos a conjugar con un fervor...

Lica entró de muy mal talante. Oímos la voz de José María que se alejaba, y comprendí que entre marido y mujer había chamusquina... Pero mi hermano se fue a almorzar fuera, suspendiendo así las hostilidades, y cuando almorzábamos Manuela y yo, esta, muy altanera, me dijo:

«Ya se fue doña Cándida. ¡Qué cosa!... Nunca he visto en ella tanta prisa para marcharse. Estaba deshecha. Con decirte que no ha querido quedarse a almorzar... Esto no se comprende, el mundo se acaba. No sé qué tengo, Máximo. Doña Cándida me ha dado que pensar hoy. Tenía tanta prisa... Yo le preguntaba sobre su nueva casa, y me respondía mudando la conversación y hablando de otras cosas. Vaya, vaya, como no salga verdad lo que tú dices, y resulte que es una fantasiosa...».

  -184-  

Yo me callé. No, no me callé; pero sólo dije:

«Pronto lo sabremos».

Y ella, taciturna, siguió almorzando entre suspiros, y yo, meditabundo, apenas probé bocado.

José María volvió más tarde. Las ocupaciones que tenía en su despacho parecían un pretexto para estar en la casa a cierta hora. Mostrose complaciente conmigo y con Manuela; mas el artificio de su forzada bondad, se descubría a la legua. Nos dijo que el tiempo estaba magnífico, y enseñándonos billetes de invitación para no sé qué fiesta de caridad que había en los Jardines del Retiro, nos animó a que fuéramos. Manuela no quiso ir ni yo tampoco.

«¿Y tú no vas?» preguntó a su marido.

-Ya ves. Tengo que hacer aquí.

Aparentemente tenía ocupaciones. En el recibimiento y en la sala había ración cumplida de pedigüeños de todas las categorías; los unos empleados cesantes, los otros pretendientes puros. Desde que mi hermano empezó a figurar, las nubes de la empleomanía descargaban diariamente sobre la casa abundosa lluvia de postulantes. Oficiales de intervención, guardas de montes, empleados de consumos, innumerables tipos que habían sido, que eran o querían ser algo, venían sin cesar en solicitud de recomendación. Quién traía tarjeta de un amigo, quién carta, quién se presentaba a sí mismo. José María, cuyo egoísmo sabía burlar toda clase de molestias siempre que no le impulsara a sobrellevarlas el amor propio, se quitaba de encima casi siempre, con mucho garbo, la enojosa nube de pretendientes, y salía dejándolos plantados en el recibimiento o mandándoles volver. Pero aquel día mi benéfico hermano quiso dar indubitables pruebas de su interés por las clases desheredadas, y fue recibiendo uno por uno a los sitiadores dando a todos esperanzas y alentando su necesidad o su ambición.

  -185-  

«Está bien: deme usted una nota... He dado la nota al ministro... Vea usted lo que me contesta el director: me pide nota... Pero si olvidó usted ayer darme la nota... Creo que nos equivocamos al redactar la nota: de ahí viene que la Dirección... Lo mejor es que mande usted otra nota... Ya he tomado nota, hombre, ya he tomado nota».

Y dando notas, y pidiendo notas, y ofreciéndolas y transmitiéndolas se pasó el muy ladino toda la tarde.

Entre tanto, Irene recogía sus cosas. Más de dos horas estuvo encerrada en su cuarto. Sólo las niñas la acompañaban, ayudándola a empaquetar y hacer diversos líos. Poco después vi su baúl mundo en el pasillo atado con cuerdas. Cuando se despidió de Manuela, las lágrimas humedecían su rostro, y su nariz y carrillos estaban rojos. Las dos niñas, medrosas de su propia pena, se habían refugiado en la clase, donde lloraban a moco y baba.

«¡Qué tontería!... -les dijo Irene, corriendo a darles el último beso-. Si vendré todos los días...».

La despedida fue muy tierna; pero Manuela estaba algo atolondrada, y no se había dejado vencer de la emoción lacrimosa. Serena despidió a la que había sido institutriz de sus hijas, y la acompañó hasta la puerta.

En aquel momento José María salió de su despacho. Acabáronse todas las ocupaciones y las notas todas como por encanto.

«¿Pero ya se va usted? -dijo muy gozoso-. Yo también salgo. La llevaré a usted en mi coche».

-No, señor; gracias, no, de ninguna manera -replicó Irene echando a correr escaleras abajo-. Ruperto va conmigo.

José María bajó tras ella. Manuela y yo nos acercamos a los cristales del balcón del gabinete para ver...

En efecto, no pudiendo Irene evadir la galantísima invitación de mi hermano, entró en el coche, seguida de José;   -186-   y al punto vimos partir a escape la berlina hacia la calle de San Mateo.

«¡Has visto, has visto...!» exclamó Lica clavando en mí sus ojos llenos de ira, y corriendo a echarse en una mecedora.

-¿Qué? No formes juicios temerarios... Todavía...

-¿Qué todavía?... Esto es terrible... ¡Qué fresco! La lleva en su coche... Por eso ha estado aquí toda la tarde... esperando... ¡Máximo, qué afrenta, Jesús, qué infamia!... Si no lo hubiera visto... No te chancees... ya... Estoy brava, soy una loba...

Meciéndose, expresaba con paroxismo de indolencia su dolor, como otras lo expresan con violentas sacudidas.

«Yo me muero, yo no puedo vivir así -exclamó rompiendo en llanto-. ¿Máximo, qué te parece?, en mi propia cara, delante de mí, estas finezas... Eso es no tener vergüenza, y la sinvergüencería no la perdono».

-Pero mujer, si no tienes otro motivo que ese... cálmate. Veremos lo que pasa después...

-Bobo, yo adivino, y mis celos tienen mil ojos -me dijo meciéndose tan fuerte que creí que se volcaba la mecedora-. Nada sé positivo, y sin embargo, algo hay, algo hay... Te dije que Irene me parecía muy buena. ¡Guasa!, es que nos engañaba del modo más... Mira, yo he sorprendido en ella... ¡Ay!, yo soy tonta; pero sé conocer cuándo una mujer trae enredos consigo, por mucho que disimule. Irene nos engaña a todos. ¡Es una hipócrita!



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