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El arte de conspirar

Comedia en cinco actos y en prosa

Mariano José de Larra



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PERSONAS
 

 
MARÍA JULIA,   reina viuda, suegra de Cristiano VIII, rey de Dinamarca.
EL CONDE BELTRÁN DE RANTZAU,   miembro del consejo de Estruansé, primer ministro.
FALKLEND,   ministro de la Guerra, miembro del consejo de Estruansé.
FEDERICO DE GELER,   sobrino del ministro de Marina.
CAROLINA,   hija de Falklend.
KOLLER,   coronel.
BERTON BURKENSTAF,   mercader de sedas.
MARTA,   su mujer.
EDUARDO,   su hijo.
JUAN,   mancebo de su tienda.
JORGE,    criado de Falklend.
BERGEN,   señor de la Corte.
Un ujier.
El presidente del tribunal supremo de justicia.
Pueblo.   
 

La escena se supone pasar en Copenhague en enero de 1772.

 




ArribaAbajoActo I

 

Salón del palacio del rey Cristiano. -A la izquierda la habitación del rey. -A la derecha la de Estruansé.

 

Escena I

 

KOLLER, sentado a la derecha; al mismo lado Grandes del reino, militares, empleados de palacio, pretendientes, con memoriales, esperando la audiencia de Estruansé.

 

KOLLER.-   (Mirando a la izquierda.)  ¡Qué soledad en las habitaciones del rey!  (Mirando a la derecha.)  ¡Qué multitud a la puerta del favorito!... Si yo fuera poeta satírico, mi empleo era el más a propósito... ¡Capitán de guardias en una Corte donde un médico es primer ministro, la mujer del médico reina y el rey nada! Ya se ve, ¡un rey débil y enfermo! ¿Quién ha de mandar? ¡Paciencia!... Para eso está aquí la Gaceta, que ve en eso nuestra mayor felicidad...  (Leyendo para sí.)  ¡Hola!... Otro decreto... «Copenhague, 14 de enero de 1772. Nos Cristiano VIII, por la gracia de Dios rey de Dinamarca y de Noruega, por la presente hemos venido en confiar a su excelencia el conde de Estruansé, primer ministro y presidente del consejo, el sello del Estado; y mandamos que todos los actos emanados de él se guarden, cumplan y obedezcan en todo el reino, sin más requisito que su sola firma, y aunque nos no pongamos la nuestra...». Ahora comprendo la causa del gentío que acude esta mañana a cumplimentar al favorito... ¡Eh!, ya es rey de Dinamarca... Este decreto es una abdicación del otro...  (Viendo llegar a BERGEN.)  ¡Ah! ¡Vos aquí, querido Bergen!

BERGEN.-  Sí, coronel. ¿Veis qué gentío en la antecámara?

KOLLER.-  Aguardan que se levante el amo.

BERGEN.-  Desde que amanece le llueven las visitas.

KOLLER.-  Eso es muy justo. Ha hecho tantas él cuando era médico, que es razón que se las paguen ahora que es ministro. ¿Habéis leído la Gaceta de hoy?

BERGEN.-  No me habléis de eso... Todo el mundo está escandalizado. ¡Qué descaro! ¡Qué infamia!

UN UJIER.-   (Sale de la habitación derecha.)  Su excelencia el conde de Estruansé está visible.

BERGEN.-  Perdonad.  (Se mete entre la multitud y entra en la habitación de la derecha.) 

KOLLER.-  ¡También éste va a pretender! He aquí los hombres que logran los empleos, y nosotros por más que pretendamos, ¡nada!... Pues bien; antes morir que deberle la menor gracia... ¡tengo demasiado orgullo para eso! Cuatro veces me ha negado ya... a mí... el coronel Koller, el grado de general, que tengo tan merecido, aunque no deba yo decirlo... pues hace diez años que lo pretendo. Pero le ha de pesar... él sabrá quién soy yo... ¿No quiere comprar mis servicios?... Se los venderé a otros.  (Mirando al foro.)  La reina madre, María Julia; viuda, a su edad... demasiado pronto por cierto... ¡Es terrible! Razón tiene para aborrecerle más que yo.



Escena II

 

La REINA, KOLLER.

 

REINA.-   (Mirando al rededor con inquietud.)  ¡Ah! ¡Sois vos, Koller!

KOLLER.-  Nada temáis, señora; estamos solos: todos acaban de entrar a besar los pies de Estruansé y de la hermosa condesa... ¿Habéis hablado al rey?

REINA.-  Ayer, como teníamos convenido, le hallé solo en un cuarto retirado triste, pensativo... se le caían las lágrimas, y estaba haciendo fiestas a su enorme perro, su fiel compañero, el único de sus dependientes que no le ha abandonado. «Hijo mío, le dije, ¿no me conoces? -Sí, me contestó; sois mi madrastra... no, no, añadió cariñosamente, mi amiga, mi verdadera amiga, porque me tenéis lástima, ¡me venís a ver!...». Y alargándome la mano, me decía afligido: «¡Veis qué malo estoy! Yo muero, señora, y no hay remedio para mí».

KOLLER.-  ¿No es cierto, pues, que esté privado del juicio, como quieren hacernos creer?

REINA.-  No, sino viejo antes de tiempo, aniquilado enteramente por excesos de toda especie: se han embotado sus facultades, y se ha debilitado su cabeza hasta el punto de no poder soportar el menor trabajo, la más ligera ocupación: hasta el hablar le cuesta un esfuerzo... pero al oír lo que se le dice, se animan sus ojos, y brillan con una expresión particular. Ayer su semblante manifestaba muy al vivo cuánto sufría, y me dijo con una sonrisa amarga: «Ya lo veis; todos me abandonan.- ¿Y la condesa? ¿Y Estruansé? -¡Estruansé!... ¡Lo quiero tanto! ¿Dónde está? Que venga a curarme».

KOLLER.-  Entonces era ocasión de manifestarle... de abrirle los ojos...

REINA.-  Ya lo hice; pero era preciso mucho tino... Sabéis lo que puede en el corazón de un enfermo pusilánime, abatido, débil, un médico que le promete la salud... la vida... Es su oráculo... su amo... ¡su Dios! -Empecé, pues, por recordarle cuando ese hombre oscuro logró introducirse en palacio, a pretexto de la enfermedad del príncipe, y casi le hice ver que él lo mató errando torpemente la cura; le puse ante los ojos cómo después su carácter intrigante logró granjearle su intimidad, y adulando sus pasiones llevarlo él mismo de exceso en exceso al estado de postración en que se halla... con la idea sin duda de hacerse cada día más preciso, de dominarle más y más, y llegar a satisfacer los planes desmedidos de ambición que la casualidad le ofrecía... Le hice ver que, lejos de emplear su ciencia en curarlo, su interés era mantenerle largos años en aquel estado doloroso de sufrimiento y de debilidad que tanto le atormenta, y con promesas y esperanzas mentidas, con consejos falsos y pérfidos, asustarlo, aislarlo, y arrancar de sus manos el poder. Se le presenté elevándose sucesivamente al rango de ayo de príncipe, de consejero, de conde... aspirando y logrando con escándalo del reino y con toda la osadía de un favorito hasta la mano de una mujer unida a la familia real por los vínculos de la sangre, montando su casa con la etiqueta y servidumbre palaciega, y hasta el punto de contar él, primer ministro, entre las damas de honor de esa su insolente esposa, a la hija de otro ministro: le patenticé la conducta descabellada de su parienta traficando con su posición, con su hermosura, con los empleos... se le pinté, en fin, haciendo gala de su ilimitado poder, y burlándose casi en público de la aprensión... de la nulidad, de la demencia de un rey a quien todo lo debe, y a quien manda como a un esclavo, o más bien como a un autómata... Al oír esto, un rayo de indignación brilló en aquel rostro desfigurado; sus facciones pálidas y ajadas se encendieron de repente, y con un tono que me sorprendió empezó a exclamar a gritos: «¡Estruansé! ¡Infame!... ¡Estruansé! ¡Que venga aquí! ¡Quiero hablarle!».

KOLLER.-   ¡Cielos!

REINA.-  De allí a poco vino Estruansé con aquel aire de superioridad... de seguridad... dirigiéndome al paso una sonrisa de triunfo y de desdén. El rey estaba irritado... aquélla era la ocasión... pero en vano. Yo los dejé solos, e ignoro qué armas pudo emplear en su defensa: lo que sé es que este incidente ha contribuido a aumentar el ascendiente del favorito; que la condesa estaba anoche más altanera que nunca, y que han llegado al pináculo del poder: ese decreto que ha arrancado al infeliz monarca, y que publica hoy la Gaceta oficial, reviste al primer ministro, a nuestro mortal enemigo, de toda la potestad real.

KOLLER.-  Y el primer uso que harán de ella será contra vos, señora; no dudaré que llegue su venganza hasta el punto de...

REINA.-  Sí; y es preciso evitarlo... Es preciso que hoy mismo... ¿Quién viene?

KOLLER.-   (Mirando al foro.)  ¡Favoritos del favorito! El sobrino del ministro de Marina, Federico Geler... y Falklend, el ministro de la Guerra... ese hombre que para adular a Estruansé no ha dudado en consentir la humillación de hacer a su hija dama de honor de la condesa... Ella viene con él.

REINA.-  Sí: Carolina: silencio delante de ella.



Escena III

 

GELER, CAROLINA, FALKLEND, la REINA, KOLLER.

 

GELER.-    (Dando la mano a CAROLINA.)  Sí; hoy acompaño a la condesa Estruansé en la magnífica cabalgada que ha dispuesto... Si vierais, Carolina, qué bien se tiene a caballo... ¡Con un aire! ¡Oh, aquello no es una mujer!

REINA.-   (A KOLLER.)  No; es un sargento de caballería.

CAROLINA.-   (A FALKLEND.)  ¡La reina madre!...  (Los tres la saludan.)  Señora, iba a ver a Vuestra Majestad.

REINA.-   (Con sorpresa.)  ¿A mí?

CAROLINA.-  Tenía encargo de hacer a Vuestra Majestad una súplica.

REINA.-   Ésta es la mejor ocasión.

FALKLEND.-  Hija mía, te dejo; voy al cuarto del conde de Estruansé, nuestro primer ministro.

GELER.-  Yo os acompaño: tengo que cumplimentarle por mí y por mi tío, el ministro de Marina, que está hoy algo indispuesto.

FALKLEND.-  ¿De veras?

GELER.-  Sí; ayer tarde acompañó a la condesa Estruansé en el paseo que dio en la falúa real... y el mar le ha hecho daño...

REINA.-  ¡A un ministro de Marina!

GELER.-  ¡Oh, no será nada!

FALKLEND.-    (Viendo a KOLLER.)  ¡Ah, buenos días, coronel Koller!... ya sabéis que no me olvido de vuestra pretensión.

REINA.-   (Bajo a KOLLER.)  ¿Vos pretendéis de ellos?

KOLLER.-   (Ídem.)  Por alejar toda sospecha.

FALKLEND.-  Por ahora, amigo, no hay cabida: la condesa Estruansé nos ha recomendado a un joven oficial de dragones.

GELER.-  ¡Hermosa figura! En el último baile se llevó la atención bailando la húngara.

FALKLEND.-  Pero ya veremos; entraréis a la primera promoción de generales, si continuáis sirviéndonos con el mismo celo.

REINA.-  ¡Y si aprendéis a bailar!

FALKLEND.-    (Sonriéndose.)  ¡Su Majestad está hoy de un humor graciosísimo!... Veo que participa de la satisfacción que nos causa a todos el nuevo favor concedido a Estruansé... Tengo el honor de ofrecer a Vuestra Majestad mis respetos.  (Éntrase por la derecha con GELER.) 



Escena IV

 

CAROLINA, la REINA, KOLLER.

 

REINA.-  Hablad, pues señorita, veníais...

CAROLINA.-  Señora, la condesa Estruansé me ha rogado...

REINA.-  ¡La condesa Estruansé!...  (A KOLLER.)  ¿Qué embajada será ésta?

CAROLINA.-  Que diese parte a Vuestra Majestad de que mañana da un baile en su palacio, y le suplicase al mismo tiempo en su nombre que se dignase honrarlo con su presencia...

REINA.-  ¿Yo?...  (A KOLLER.)  ¡Qué insolencia! -¿Con que un baile?...

CAROLINA.-  Sí, Señora: ¡un baile magnífico!...

REINA.-   ¡Para celebrar sin duda su nuevo triunfo!... Y tiene la bondad de convidarme... ¡a mí!

CAROLINA.-  Señora... ¿qué le diré?

REINA.-  Que no.

CAROLINA.-  ¡Señora!... ¡Vuestra Majestad se niega!

REINA.-  ¿Y queréis que os dé las razones, no es verdad? ¡Aún no he olvidado el decoro que se me debe como reina y como mujer, y nunca autorizaré con mi presencia el escándalo de esos saraos, el olvido del pudor, el desprecio de las costumbres públicas! Donde presiden Estruansé y su mujer... donde reinan la traición y la deshonra... no hay sitio para mí... ¡ni para vos tampoco, señorita!... Y ya creo que lo hubierais echado de ver, si vuestro padre, atento sólo a su ambición, al permitiros alternar en semejante sociedad, ¡no os mandase sin duda cerrar los ojos sobre lo que allí pasa!...

CAROLINA.-  Ignoro, señora, lo que puede motivar la severidad y el rigor que Vuestra Majestad manifiesta... y no entraré en una discusión ajena de mi edad y mi conducta. Sumisa a mis deberes, yo obedezco a mis padres y nada más... a nadie tengo motivo de acusar, porque nada he visto... Si a mí me acusaren, ¡dejaré a mi conducta el cuidado de mi defensa!...  (Saludando.)  A los pies de Vuestra Majestad.

REINA.-  ¿Os vais?... ¿Tanta prisa corre la contestación?...

CAROLINA.-   No, señora... otros quehaceres...

REINA.-  ¡Ah! Sí, se me había olvidado... ya sé que vuestro padre también da hoy un convite... ¡no se ve otra cosa! ¿Una gran comida, según creo, a que deben asistir todos los ministros?

CAROLINA.-   Sí, señora.

KOLLER.-  ¡Convite diplomático!

REINA.-   Tiene otro motivo además: vuestro contrato de boda...

CAROLINA.-  ¡Cielos!

REINA.-  Con Federico Geler, el que acabamos de ver... el sobrino del ministro de Marina... ¿Qué, no lo sabíais? ¿Es ésta la primera noticia?

CAROLINA.-  Sí, señora.

REINA.-  Siento habérosla dado, porque parece que no os ha agradado...

CAROLINA.-   Señora, mi obligación y mi deseo serán siempre obedecer a mi padre.  (Saluda y vase.) 



Escena V

 

La REINA, KOLLER.

 

REINA.-  Ya lo habéis oído, Koller... esta tarde en el palacio del conde de Falklend... ese convite donde se hallarán reunidos Estruansé y sus colegas... Eso es lo que iba a contaros cuando vinieron a interrumpirnos.

KOLLER.-  Y bien, señora, ¿qué hacemos con eso?

REINA.-   (En voz baja.)  ¡Cómo! ¡Qué hacemos!... ¿No veis cómo el cielo nos entrega así a todos nuestros enemigos de una vez? Es preciso apoderarnos de ellos.

KOLLER.-  ¿Qué decís?

REINA.-  El regimiento que vos mandáis está de guardia en palacio esta semana... podéis disponer de él... y sobra para una empresa que sólo pide prontitud y osadía.

KOLLER.-   ¿Y creéis?

REINA.-  Por lo que he visto ayer, el rey, a causa de su debilidad, no tomará ningún partido, pero aprobará seguramente todos los que se tomen. Una vez destituido Estruansé, no faltarán pruebas contra él... pero lo primero es echarlo abajo... es cosa fácil... si he de creer en esta lista que me habéis dado y que os devuelvo. Es el único medio de acabar con ese usurpador y tomar yo la regencia en nombre de Cristiano VII.

KOLLER.-  Tenéis razón, un golpe atrevido: es lo más pronto... esto vale más que todas esas intrigas diplomáticas, de que no entiendo una palabra. Esta tarde os entrego los ministros, muertos o vivos... nada de perdón... el primero Estruansé... Geler, Falklend, ¡y el conde Beltrán de Rantzau!...

REINA.-   No, no; a ése no hay que tocarle.

KOLLER.-  A ése más que a ninguno; le aborrezco personalmente: sus chanzonetas continuas contra los oficiales palaciegos, soldados de antecámara, como él los llama...

REINA.-  ¿Y qué os importa eso?

KOLLER.-  Es que lo dice por mí, bien le entiendo... y me vengaré...

REINA.-   Bueno; pero no ahora.- Necesitamos de él... lo necesitamos mucho para que ponga de nuestra parte al pueblo y a la Corte. Su nombre, sus riquezas, sus talentos personales pueden dar consistencia a nuestro partido... que no la tiene; porque todos esos nombres que me habéis enseñado valen poco... son de ninguna influencia, y no basta derribar a Estruansé, es preciso que uno ocupe su lugar... y sobre todo que sepa mantenerse en él.

KOLLER.-  Convengo... ¡pero ir a buscar aliados entre vuestros enemigos!...

REINA.-  Rantzau no lo es: tengo pruebas de ello: ha podido perderme mil veces, y no tan sólo no lo ha hecho, sino que en mil ocasiones me ha advertido indirectamente los riesgos a que iba a exponerme mi imprudencia; por último, estoy segura de que Estruansé, su colega, le teme y quisiera deshacerse de él; que él por su parte aborrece a Estruansé y vería con placer su caída... ya veis... de esto a ayudarnos, no hay más que un paso...

KOLLER.-  Es verdad... pero yo no puedo sufrir a ese Beltrán de Rantzau... es un viejecillo maligno, que, aunque en verdad no es enemigo de nadie, tampoco es amigo más que de sí propio. Si conspira, es sólo en provecho suyo... ¡Todo para él!... En fin, un conspirador egoísta, ¡con el cual nada se puede ganar!...

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REINA.-  Estáis equivocado...  (Mirando hacia la izquierda.)  ¡Mirad! ¿Lo veis en aquella galería, conversando con el gran chambelán?... Sin duda irá al consejo... dejadnos; antes de atraerlo a nuestro partido, ni descubrirle nada de nuestros proyectos, quiero saber cómo piensa.

KOLLER.-   ¡Trabajo os mando, señora! -De todos modos, voy por el pronto a hacer que algunos de los nuestros se repartan por la ciudad y vayan preparando la opinión pública... Herman y Gustavo son conspiradores subalternos, a ésos no hay sino pagarlos... Hasta la tarde; contad conmigo y con el sable de mis soldados... en materia de conspiraciones esto es lo que hay de más positivo.  (Vase por el foro, señalando a RANTZAU, que sale por la izquierda.) 



Escena VI

 

RANTZAU, la REINA.

 

REINA.-   (A RANTZAU, que la saluda.)  Vos también, señor conde, venís a palacio a felicitar a vuestro muy alto y muy poderoso colega...

RANTZAU.-  ¿Y quién os dice, señora, que no vengo para hacer la corte a Vuestra Majestad?

REINA.-  Eso sería muy generoso... muy digno de vos, por otra parte; en el momento en que estoy más en desgracia... en que voy a ser desterrada tal vez...

RANTZAU.-  ¿Creéis que se atreverían?...

REINA.-  Eso os podría yo preguntar, a vos, Beltrán de Rantzau, ministro, y de influencia... a vos, miembro del consejo.

RANTZAU.-  ¡Yo! Ignoro cuanto en él pasa... nunca voy. Sin deseos, sin ambición, no aspirando a otra cosa que a separarme de los negocios, ¿qué podría yo hacer en él? Todo lo más tomar a veces la defensa de algunos amigos imprudentes, lo cual podría muy bien sucederme hoy mismo.

REINA.-  Vos que afectabais no saber nada... ¿sabéis, pues?...

RANTZAU.-  Lo que pasó ayer en la cámara del rey... sí por cierto... convenid conmigo que fue raro empeño el de querer probarle absolutamente que su favorito... ¡Oh! Vuestra Majestad no podía tener razón.

REINA.-  ¡Es decir que me reconvenís por mi fidelidad a Cristiano, a un rey desgraciado! ¡Suponéis que no se puede tener razón cuando se intenta quitar la máscara a los traidores.

RANTZAU.-   Cuando no se consigue, sí, señora.

REINA.-  Y si yo lo consiguiese, ¿podría contar con vuestro auxilio, con vuestro apoyo?

RANTZAU.-   (Sonriéndose.)  ¡Mi apoyo! ¿Eso me decís a mí, que en semejante caso tendría por el contrario que reclamar el vuestro?

REINA.-   (Con energía.)  Y lo tendríais... os lo juro... ¿Me haréis vos igual juramento, no digo antes, pero después del peligro?

RANTZAU.-  ¿Es decir que le hay?

REINA.-  ¿Puedo fiarme de vos?

RANTZAU.-  No sé... pero me parece que soy ya depositario de algunos secretos que hubieran podido perder a Vuestra Majestad, y que jamás...

REINA.-   (Con viveza.)  Lo sé.  (A media voz.)  ¿Esta tarde tenéis en casa del ministro de la Guerra, el conde de Falklend, una gran comida, a la cual asistirán todos vuestros colegas?...

RANTZAU.-  Sí, señora; y mañana un gran baile, al cual asistirán también. Así tratamos nosotros los negocios. Yo no sé si el gobierno marcha, lo que sé es que baila mucho.

REINA.-   (Con misterio.)  Pues bien; si queréis creerme, estaos en vuestra casa.

RANTZAU.-   (Mirándola con penetración.)  ¡Ya! Desconfiáis de la comida... no valdrá nada.

REINA.-  Precisamente... no os digo más.

RANTZAU.-   (Sonriéndose.)  Confianzas a medias. ¡Cuidado! Yo puedo divulgar los secretos que adivino... pero nunca los que me confían.

REINA.-  Tenéis razón; prefiere decíroslo todo. Buen número de soldados a mis órdenes rodearán el palacio de Falklend; se apoderarán de las salidas.

RANTZAU.-   (Con aire incrédulo.)  ¿Ellos por sí solos, y sin jefe?

REINA.-  Koller los manda; Koller, que no reconoce más ordenes que las mías, se precipitará con ellos por las calles de Copenhague, gritando: «¡Los traidores han concluido! ¡Viva el rey! ¡Viva María Julia!». Enseguida nos dirigimos a palacio, en donde, si nos ayudáis, el rey y los grandes del reino se declaran por nosotros, me proclaman regenta, y desde mañana soy yo, o más bien vos y Koller, quien dicta leyes a Dinamarca... Ése es mi plan y ésos mis designios; ya los conocéis: ¿queréis entrar en ellos?

RANTZAU.-   (Fríamente.)  No, señora; hasta quiero ignorarlos enteramente, y juro a Vuestra Majestad que los proyectos que acaba de confiarme morirán conmigo, cualquiera que sea su éxito.

REINA.-  Os negáis a ayudarme, vos que habéis tomado siempre mi defensa, vos en quien yo confiaba.

RANTZAU.-  ¡Para conspirar!... Vuestra Majestad se equivocaba.

REINA.-  ¿Y por qué?

RANTZAU.-  Señora... si he de hablar francamente...

REINA.-  Veo... que me vais a engañar.

RANTZAU.-   (Fríamente.)  No: ¿con qué objeto? Hace mucho tiempo que me he desengañado de conspiraciones, y os diré porqué. He observado que los que se exponen rara vez sacan provecho de ellas; trabajan siempre para otros, que vienen después con sus manos lavadas a recoger sin peligro el fruto que aquéllos han sembrado a fuerza de riesgos. Semejante albur sólo pueden correrle los muchachos, los locos, los ambiciosos que no ven claras las cosas. Pero yo raciocino: tengo sesenta años, algún poder, ¡riquezas!... Iría yo a comprometer todo eso, aventurar mi posición, mi crédito... ¿y para qué?...

REINA.-  ¡Para llegar al primer puesto! ¡Para ver a vuestros pies a un colega, a un rival, que trata él mismo de derribaros!... Sí... sé... a no poderlo dudar, que Estruansé y sus amigos quieren separaros del ministerio.

RANTZAU.-  Eso dice todo el mundo, y yo no puedo creerlo. Estruansé es mi protegido, mi hechura, yo le he puesto donde está...  (Sonriéndose.)  Verdad es que algunas veces lo ha olvidado; convengo en ello; ¡pero en su posición es difícil tener memoria! Por lo demás, fuerza es confesarlo, es un hombre de talento, ¡un hombre superior que tiene altas miras para la prosperidad del reino y medios de llevarlas a cabo! Es un hombre, en fin, con quien puede uno dividir el poder sin mengua... ¡Pero un Koller, un soldado oscuro, cuya sedentaria espada no ha salido nunca de la vaina, un agente intrigante, que ha vendido hasta la presente a cuantos le han comprado!...

REINA.-  ¡Queréis mal a Koller!

RANTZAU.-  ¡Yo! Yo no quiero mal a nadie... pero muchas veces digo para mí: que un cortesano, que un diplomático sea diestro, intrigante y aún algo más... ¡Vaya!, es su oficio; ¡pero que un militar, que como base del suyo debe profesar lealtad y franqueza, trueque la espada por un puñal!... Un militar intrigante... un traidor con uniforme... ése es el ente más vil: y acaso hoy mismo os pese de haberos fiado de él.

REINA.-  ¿Qué importan los medios, si se consigue el objeto?

RANTZAU.-  ¡Es que no le conseguiréis! Nadie verá en ese negocio sino los proyectos de una venganza o de una ambición personal. ¿Y qué le importa al pueblo que os venguéis de la condesa, vuestra rival, y que de resultas de esa cuestión de familia logre el caballero Koller un buen empleo? ¿Qué significa una intriga de Corte, en la cual el pueblo no toma parte? Para que un movimiento de esa especie sea duradero y estable, es preciso que esté preparado o hecho por él: y para eso es necesario que estén en juego sus intereses... o que se lo hagan creer al menos. Entonces se levantará, entonces no hay más que dejarle: él irá más lejos de lo que se quiera. Pero cuando uno no tiene de su parte la opinión pública, es decir, la nación... puédense suscitar motines, complots, rebeliones, ¡pero no llevar a cabo revoluciones!... Esto es lo que os sucederá.

REINA.-  Enhorabuena; aunque fuera cierto eso, aunque mi triunfo no hubiese de durar más que un día, me habría vengado a lo menos de todos mis enemigos.

RANTZAU.-   (Sonriéndose.)  Ved ahí otra nueva razón que os impedirá triunfar. Os domina la pasión, el rencor... Cuando se conspira, no se debe tener odio, porque ciega y quita la serenidad. No se debe aborrecer a nadie, porque el que hoy es enemigo puede ser amigo mañana... Por otra parte, si os dignáis dar crédito a los consejos que me dicta mi mucha experiencia, el arte consiste en no entregarse a nadie, en no tener más cómplice que uno mismo; yo, que os hablo en estos términos, yo, que aborrezco las conspiraciones, y que por consiguiente no conspiraré... Si diese alguna vez en la tentación, aunque fuese por Vuestra Majestad y en su favor... os juro que vos misma no sabríais nada, y ni aun lo sospecharíais.

REINA.-  ¿Qué queréis decir?

RANTZAU.-  Gente viene.



Escena VII

 

Dichos; EDUARDO, dejándose ver en la puerta del fondo en conversación con los ujieres de la cámara.

 

REINA.-  ¡Ah! Es el hijo de mi mercader de sedas, Eduardo Burkenstaf... Llegad... acercaos... ¿Qué me queréis? Hablad sin temor.  (Bajo a RANTZAU.)  Es preciso irse haciendo popular.

EDUARDO.-  Señora, he venido a palacio con mi padre, que traía unas muestras a la condesa Estruansé, y también, según tengo entendido, a Vuestra Majestad; y mientras le dan audiencia... Venía... será acaso demasiado atrevimiento en mí... a pedir a Vuestra Majestad una gracia...

REINA.-  ¿Qué gracia?

EDUARDO.-  ¡Ah! Apenas me atrevo... Es tan terrible esto de pedir... ¡sobre todo cuando no tiene uno derecho alguno en qué fundarlo!

RANTZAU.-  Éste es el primer pretendiente a quien oigo hablar en estos términos; cuanto más os miro, joven, más me convenzo de que no es ésta la primera vez que nos vemos.

REINA.-  En los almacenes de su padre... almacén del Sol de Oro... Berton Burkenstaf.. el negociante más rico de Copenhague.

RANTZAU.-  No... no ha sido allí... sino en los salones de mi terrible compañero el conde de Falklend, ministro de la Guerra...

EDUARDO.-  Sí, señor... he sido dos años su secretario privado; mi padre lo había querido; deseando proporcionarme una carrera brillante, había logrado este favor por empeño de la señorita de Falklend, que solía venir a nuestros almacenes, en vez de dejarme en mi profesión, que acaso me hubiera estado mejor.

RANTZAU.-   (Interrumpiéndole.)  No por cierto, más de una vez he oído a Falklend, naturalmente severo y descontentadizo, hacer elogios de su secretario.

EDUARDO.-   (Inclinándose.)  ¡Bondad suya!  (Con frialdad.)  Hace quince días que me ha quitado ese destino, y me ha despedido de su casa.

REINA.-  ¿Y por qué?

EDUARDO.-  Lo ignoro. Era dueño de despedirme; ha usado de su derecho, y no me quejo. Vale tan poco en el mundo el hijo de un comerciante, que no se le deben satisfacciones de los desaires que se le hacen. Sólo quisiera...

REINA.-  Otro destino... nada más justo.

RANTZAU.-   (Sonriéndose.)  Cierto; y puesto que el conde ha cometido la torpeza de privarse de vuestros servicios... Los diplomáticos nos apresuramos a aprovecharnos de los descuidos de nuestros compañeros: yo os ofrezco en mi casa lo mismo que teníais en la suya.

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EDUARDO.-   (Con viveza.)  ¡Ah! Señor, eso sería para mí ganar cien veces más de lo que he perdido; pero soy tan desgraciado que no puedo aceptar.

RANTZAU.-  ¿Por qué?

EDUARDO.-  Perdonad; no puedo decirlo... pero quisiera ser oficial... quisiera... y no puedo pedirlo directamente al señor ministro de la Guerra.  (A la REINA.)  Venía, pues, a suplicar a Vuestra Majestad que se dignase interesarse por mí; una charretera en cualquier arma, en cualquier regimiento. Os juro que la persona a quien yo deba este favor no tendrá nunca por qué arrepentirse de habérmele dispensado, y que mi vida estará a su disposición.

REINA.-   (Con viveza.)  ¿Decís verdad? ¡Ah! Si sólo dependiese de mí, desde este momento quedaríais nombrado; pero en la actualidad tengo poco favor...

EDUARDO.-  ¿Es posible? ¡Entonces mi único recurso es la muerte!

RANTZAU.-   (Acercándose a él.)  Eso sería muy sensible, sobre todo para vuestros amigos, y como yo desde hoy entro en ese número...

EDUARDO.-  ¿Qué oigo?

RANTZAU.-  Probaré, a título de tal, a lograr de mi colega...

EDUARDO.-   (Con calor.)  ¡Ah, señor, os deberé más que la vida!  (Con alegría.)  ¡Podré hacer uso de mi espada como caballero!... Ya no seré el hijo de un comerciante, y si me insultan tendré el derecho de matar o morir.

RANTZAU.-   (Reconviniéndole.)  Caballerito...

EDUARDO.-   (Con viveza.)  O más bien, vos seréis dueño de mi existencia; no soy ingrato.

RANTZAU.-  Os creo, amigo mío, os creo.  (Señalándole la mesa.)  Escribid vuestro memorial; yo le haré decretar por Falklend, a quien debo ver en el consejo.  (A la REINA, mientras que EDUARDO escribe.)  ¡He aquí un corazón entusiasta y generoso, una cabeza capaz de todo!

REINA.-  ¿Es decir que creéis en ése?

RANTZAU.-  Señora, yo creo en todos... hasta los veinte años... pero después, ya es otra cosa.

REINA.-  ¿Y por qué?

RANTZAU.-  ¡Porque entonces son hombres!

REINA.-  Es decir que creéis que se puede contar con él, y que para sublevar al pueblo, por ejemplo, es el hombre que necesitamos...

RANTZAU.-  No... hay algo más que ambición en esa cabeza, y yo en vuestro lugar... pero Vuestra Majestad hará lo que guste. Advierta Vuestra Majestad que yo no la aconsejo, que yo no aconsejo nada.  (EDUARDO, que ha acabado su memorial, le presenta al conde. Al mismo tiempo se oye a BERTON gritar afuera: ¡Esto no se concibe!... ¡Es inaudito!

EDUARDO.-  ¡Cielos! ¡La voz de mi padre!

RANTZAU.-  No podía venir más a tiempo.

EDUARDO.-  ¡Ah! No, señor, no: os suplico que no sepa nada.  (Entretanto la REINA ha atravesado el teatro, hacia la izquierda, y RANTZAU le arrima un sillón.) 



Escena VIII

 

RANTZAU; la REINA, sentada; BERTON, EDUARDO.

 

BERTON.-   (Irritado.)  Si no estuviese en palacio, y no supiese el respeto que se debe...

EDUARDO.-   (Saliéndole al encuentro, y enseñándole la REINA.)  ¡Padre!

BERTON.-  ¡Ah! ¡La reina!...

REINA.-  ¿Qué tenéis, señor Berton Burkenstaf?

BERTON.-  Perdonad, señora; estoy confundido, desesperado... sé que la etiqueta prohíbe un arrebato como el mío en un palacio real, y sobre todo delante de Vuestra Majestad; pero después del ultraje que se acaba de hacer en mi persona a todo el comercio de Copenhague que represento...

REINA.-  ¿Cómo es eso?

BERTON.-  ¡Hacerme esperar dos horas y un cuarto con mis muestras en una antecámara... a mí, Berton de Burkenstaf, síndico del comercio, para enviarme a decir con un ujier: «Vuelva usted otro día, amigo mío; la señora condesa no puede ver esas muestras, porque está indispuesta!».

RANTZAU.-  ¿Es posible?

BERTON.-   Y si hubiera sido cierto, vaya; hubiera gritado el primero: «¡Viva la condesa!»...  (A media voz.)  ¡Pero es bueno saber!... Creo que puedo explicarme sin temor delante de Vuestra Majestad.

REINA.-  Seguramente.

BERTON.-  Pues no bien me habían dado el recado, cuando desde la ventana de la antecámara donde yo estaba, y que da sobre el parque, veo a la señora condesa paseándose alegremente agarrada del brazo de un oficial de dragones...

REINA.-  ¿De veras?

BERTON.-  Y riéndose con él a carcajadas... de mí, sin duda.

RANTZAU.-   (Seriamente.)  ¡Oh! No, no; eso no es creíble.

BERTON.-   Sí tal, señor conde; estoy seguro; y a fe que en lugar de burlarse de un síndico, de un vecino respetable que paga exactamente al Estado su patente y su contribución, la señora condesa podría ocuparse en los negocios de su casa y de su marido, que no están muy bien parados.

EDUARDO.-   Padre... ¡por Dios!

BERTON.-   No soy más que un comerciante, es verdad; pero todo lo que se fabrica en casa me pertenece; en primer lugar mi hijo, que está presente; porque mi mujer Ulrica Marta, hija de Gelastern, el burgomaestre, es una mujer honrada, que ha andado siempre derecha, por lo cual me paseo por todas partes con la cabeza erguida; y hay algunas personas muy encopetadas en Copenhague que no pueden decir otro tanto.

RANTZAU.-   (Con dignidad.)  Señor Burkenstaf...

BERTON.-  No nombro a nadie... ¡Dios proteja al rey! Pero por lo que hace al señor favorito y a la señora condesa, es harina de otro costal.

EDUARDO.-  ¿Pensáis lo que decís? Si os oyesen...

BERTON.-  Me oirían. ¡Y qué! ¡No tengo miedo a nadie! Tengo ochocientos artesanos a mi disposición... Sí, pardiez; pues qué, ¿soy yo como mis compañeros que traen sus géneros de París o de Lyon? Yo fabrico los míos aquí, en Copenhague, donde mis talleres ocupan todo un arrabal, y si tratasen de jugarme una mala partida, si se atreviesen a tocarme al pelo de la ropa... ¡Justicia divina!... ¡Habría una revolución en la ciudad!

RANTZAU.-   (Con viveza.)  ¿De veras? (Bueno es saberlo.)  (Mientras que EDUARDO procura calmar a su padre, llevándolo a un lado de la escena, RANTZAU, que está de pie a la izquierda junto al sillón de la REINA, le dice a media voz, señalando a BERTON:)  Ahí tenéis el hombre que necesitáis para jefe.

REINA.-  ¿Qué decís? ¡Un fatuo, un necio!

RANTZAU.-  ¡Tanto mejor! Un cero bien colocado tiene un gran valor; es un hallazgo ese hombre para ponerle en primer término; si yo hubiese de tomar cartas en el juego, si yo explotase a ese negociante, me produciría un ciento por ciento de beneficio.

REINA.-    (A media voz.)  ¿Lo sentís como lo decís?  (Levantándose y dirigiéndose a BERTON.)  Señor Berton Burkenstaf..

BERTON.-   (Inclinándose.)  ¡Señora!

REINA.-  Me es muy sensible que os hayan faltado; yo honro el comercio, quiero protegerle, y si puedo haceros algún servicio a vos personalmente...

BERTON.-  Señora, ¡cuánta bondad! Puesto que Vuestra Majestad se digna animarme, una gracia solicito hace mucho tiempo, el título de mercader de sedas de la corona.

EDUARDO.-   (Tirando de su casaca.)  Pero ese título lo tiene ya el señor Revantlow, vuestro compañero.

BERTON.-  Que no trabaja, que se quiere retirar del comercio, que no tiene surtido ninguno... y, aunque fuese esto, una morisqueta que yo le jugase... ya has oído que Su Majestad quiere proteger el comercio; me atrevo a decir que yo tengo derecho en ese sentido a la protección de Su Majestad; porque al fin, de hecho yo soy el proveedor de la Corte. Hace mucho tiempo que vendo a Vuestra Majestad; vendía a la señora condesa... cuando no estaba indispuesta; he vendido esta mañana a su excelencia el señor conde de Falklend, ministro de la Guerra, para el próximo casamiento de su hija...

EDUARDO.-   (Con viveza.)  ¡De su hija!!... ¡Se casa!

RANTZAU.-   (Mirándole.)  Efectivamente; con el sobrino del conde Geler, nuestro colega.

EDUARDO.-  ¡Se casa!

BERTON.-  ¿Qué te importa?

EDUARDO.-  Nada... me alegro por vos.

BERTON.-  Sí por cierto; haré negocio...

RANTZAU.-  Ya veo a Falklend; pasa al consejo.

REINA.-  ¡Ah! No quiero verle. Adiós, conde, adiós, señor Burkenstaf; no tardaréis en tener órdenes mías.

BERTON.-  Seré nombrado... Me la llevaré... Corro a decírselo a mi mujer: ¿vienes, Eduardo?

RANTZAU.-  No; ¡todavía no! Tengo que hablarle.  (A EDUARDO, mientras que BERTON se va por el foro.)  Esperadme allí.  (Le señala la izquierda.)  En aquella galería; sabréis al momento la respuesta del conde.

EDUARDO.-   (Inclinándose.)  ¡Señor!!



Escena IX

 

RANTZAU; FALKLEND, entrando por la derecha.

 

FALKLEND.-   (Pensativo.)  ¡Estruansé se equivoca! Su posición es demasiado elevada para tener nada que temer; puede atreverse a todo.  (Viendo a RANTZAU.)  ¡Ah! ¿Sois vos, querido colega? Eso es lo que se llama exactitud.

RANTZAU.-   Contra mis costumbres... porque asisto raras veces al consejo.

FALKLEND.-  Todos nos quejamos de eso.

RANTZAU.-  ¿Qué queréis? A mi edad...

FALKLEND.-  Es la edad de la ambición, y se me figura que no tenéis bastante.

RANTZAU.-  Son tantos los que tienen de más la que a mí me falta... ¿De qué se trata hoy?

FALKLEND.-  De un asunto bastante delicado. Se nota estos días un abandono, un desenfreno...

RANTZAU.-  ¿En palacio?

FALKLEND.-  No; en la ciudad. Se habla con toda libertad, y se habla mal, según parece, del primer ministro y de su esposa. Yo estoy por medidas fuertes y enérgicas. Estruansé tiene miedo; teme disturbios, sublevaciones que no pueden existir; y entretanto los descontentos toman alas, y se aumenta la osadía; por todas partes circulan coplas, canciones, libelos, caricaturas...

RANTZAU.-  Paréceme sin embargo que todo ataque de esa especie hecho al gobierno es un delito, y en semejantes casos la ley os autoriza... y os da facultades...

FALKLEND.-  De que es preciso usar. Tenéis razón.

RANTZAU.-   Sí; con un ejemplar, uno solo, todo el mundo callará. Ahí tenéis sin ir más lejos un descontento, un hablador, hombre de cabeza y de chispa, y tanto más peligroso cuanto que es oráculo de su barrio.

FALKLEND.-  ¿Quién?

RANTZAU.-  Me lo han nombrado; pero siempre estoy reñido con los nombres propios... un mercader de sedas... almacén del Sol de Oro.

FALKLEND.-  ¿Berton Burkenstaf?

RANTZAU.-  Precisamente; ¡el mismo! Ahora, si es cierto o no, eso es lo que yo no sé; no soy yo quien le ha oído...

FALKLEND.-  No importa; las noticias que os han dado son demasiado ciertas, y yo no sé por qué mi hija se surte siempre en su casa.

RANTZAU.-    (Con viveza.)  En la inteligencia de que es preciso no hacerle daño alguno... uno o dos días de cárcel...

FALKLEND.-  Pongámosle ocho.

RANTZAU.-   (Fríamente.)  Vayan ocho. Como gustéis.

FALKLEND.-  Excelente idea.

RANTZAU.-  Vuestra toda; no quiero quitaros esa gloria a los ojos del consejo.

FALKLEND.-  Gracias: eso pondrá término a las hablillas. Tengo un favor que pediros.

RANTZAU.-  Decid.

FALKLEND.-  El sobrino del conde de Geler, nuestro colega, va a casarse con mi hija, y le propongo hoy para una bonita plaza que le dará entrada en el consejo. Espero que por vuestra parte no habrá obstáculo alguno a este nombramiento.

RANTZAU.-  ¿Cómo pudiera haberlo?

FALKLEND.-  Pudiera decirse que es demasiado joven...

RANTZAU.-  En el día eso es un mérito... La juventud es la que reina; y la condesa, por ejemplo, que no deja de tener alguna influencia en los negocios, no puede echarle en cara un efecto, de que tendrá ella que reconvenirse a sí misma por espacio de muchos años todavía.

FALKLEND.-   Esa sola galantería la decidiría, si fuese precisa su cooperación; bien dicen, que el conde Beltrán de Rantzau es el hombre de Estado más amable, más conciliador, más desinteresado.

RANTZAU.-    (Sacando un papel.)  Tengo que pediros una bagatela; una subtenencia que necesito.

FALKLEND.-  Concedida en el acto.

RANTZAU.-   (Enseñándole el papel.)  Enteraos antes...

FALKLEND.-   (Pasando a la izquierda.)  Sea para quien sea. En recomendándolo vos...  (Leyendo.)  ¿Qué es esto?... Eduardo Burkenstaf... Es imposible...

RANTZAU.-   (Fríamente, tomando un polvo.)  ¿Creéis que es imposible? ¿Y por qué?

FALKLEND.-   (Cortado.)  Es hijo de ese sedicioso, de ese hablador.

RANTZAU.-  El padre enhorabuena; pero el hijo no habla; no dice palabra; por el contrario, sería una política excelente colocar un favor al lado de un castigo.

FALKLEND.-  No digo que no; pero también dar una charretera a un muchacho de veinte años...

RANTZAU.-  Como decíamos no hace mucho, la juventud es la que reina en el día.

FALKLEND.-  Es verdad; pero ese muchacho cabalmente, que ha estado en los almacenes de su padre y después en mi secretaría, no ha servido nunca en la milicia...

RANTZAU.-   Ni más ni menos que vuestro yerno en la administración. Sin embargo, si creéis que ése puede ser un obstáculo, no insistiré; respeto vuestra opinión, querido colega; la seguiré en todo y por todo...  (Con intención.)  Y lo que vos hagáis, eso haré.

FALKLEND.-   (¡Maldito!)  (Alto y procurando ocultar su rabia.)  Vos hacéis de mí lo que queréis: lo examinaré, veré.

RANTZAU.-  Cuando gustéis; hoy; esta mañana; antes del consejo podéis librar los despachos.

FALKLEND.-  No hay tiempo... son las dos...

RANTZAU.-   (Sacando su reloj.)  Menos cuarto.

FALKLEND.-  Atrasáis...

RANTZAU.-  No por cierto, y la prueba es que siempre he sabido llegar a tiempo.

FALKLEND.-   (Sonriéndose.)  Ya lo veo.  (Con amabilidad.)  Nos veremos luego... supongo... en casa... ¿a comer?...

RANTZAU.-  No lo sé todavía; mucho me temo que mi dolor de estómago no me lo permita; pero de todas suertes seré puntual en el consejo, y allí me veréis.

FALKLEND.-  Cuento con ello.  (Vase.) 



Escena X

 

EDUARDO, RANTZAU.

 

EDUARDO.-  ¿Y bien, señor conde?... Me abraso de impaciencia.

RANTZAU.-   (Fríamente.)  Estáis nombrado, sois subteniente.

EDUARDO.-  ¿Será cierto?

RANTZAU.-  A la salida del consejo iré a casa de vuestro padre a escoger algunos géneros, y yo mismo os llevaré vuestros despachos.

EDUARDO.-  ¡Señor! ¡Qué de bondades!

RANTZAU.-  Os doy además un aviso, a vos, sólo a vos, bajo la fe de secreto. Vuestro padre es indiscreto, imprudente... habla demasiado alto; esto pudiera acarrearle disgustos.

EDUARDO.-  ¡Cielos! ¿Está amenazada su libertad?

RANTZAU.-  No sé nada, pero no sería imposible. En todo caso, ya estáis avisado; vos y vuestros amigos no le perdáis de vista; y sobre todo, silencio.

EDUARDO.-  ¡Ah! Primero me dejaría matar que soltar una expresión que pudiese comprometeros.  (Tomando la mano de RANTZAU.)  Adiós señor, adiós.  (Sale.) 

RANTZAU.-  ¡Excelente muchacho! ¡Cuánta generosidad hay encerrada ahí, cuántas ilusiones, cuánta felicidad!  (Con tristeza.)  ¡Ah! ¿Por qué no había uno de poder estar siempre en los veinte años?  (Sonriéndose.)  Aunque, por otra parte, ¡mejor está así! ¡Sería uno muy fácil de engañar! ¡Vamos al consejo!  (Vase.) 




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