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ArribaAbajoActo II

 

Tienda de BERTON BURKENSTAF. -En el fondo puertas vidrieras que dan a la calle, y delante de las cuales se ven piezas de telas de muestra. -A la izquierda una hermosa escalera que conduce a sus almacenes. Debajo de la escalera la puerta de un sótano. Al mismo lado un mostrador pequeño; y detrás libros de caja y de muestras. -A la derecha géneros, y una puerta que da a lo interior de la casa.

 

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Escena I

 

BERTON, MARTA.

 
 

BERTON está delante de su mostrador, y su mujer en pie a su lado, con varias cartas en la mano.

 

MARTA.-  He aquí pedidos para Lubek y para Altona... quince piezas de raso y otras tantas de tafetán.

BERTON.-   (Con impaciencia.)  Bien, mujer, bien.

MARTA.-  Y cartas de nuestros corresponsales, a las cuales es preciso responder.

BERTON.-  Ya ves que ahora estoy ocupado.

MARTA.-  También es preciso escribir a ese rico tapicero de Hamburgo.

BERTON.-   (Irritado.)  ¡A un tapicero!

MARTA.-  ¡Toma! Uno de nuestros mejores parroquianos.

BERTON.-  Escribir a un tapicero... precisamente cuando estoy ocupado en escribir a una reina.

MARTA.-  ¡Tú!

BERTON.-  ¡A la reina-madre! Una petición que la dirijo en nombre del comercio, porque es de saber que la reina-madre no me puede negar cosa alguna. Si hubieras visto, mujer, cómo me ha recibido esta mañana, y a qué altura me hallo con ella.

MARTA.-  ¿Y qué bienes nos vienen con esa gracia?

BERTON.-  ¿Qué bienes, eh? Se conoce que no eres más que una simple mujer, y una mujer simple; una tendera que no entiende el cristus de los negocios ¿Qué bienes? ¡Oiga! Crédito, favor, consideración... seré un hombre de influencia en mi barrio, en la ciudad, en el Estado... algo, en fin, algo.

MARTA.-  ¿Y todo para qué? ¡Para ser proveedor con real privilegio de la corona! ¡No puedes vivir sin dictados, sin títulos! No has tenido nunca otros sueños ni otros deseos.

BERTON.-  Déjame en paz... ¡Cabalmente!... Se trata de ser proveedor de la corona.  (A media voz.)  Se trata, señora Burkenstaf, de ser preboste del comercio, y ¿quién sabe?, hasta burgomaestre de la ciudad de Copenhague... Sí, señor, lo he dicho, que para eso y para más hay favor... ¡Eh! Con la popularidad de que gozo y con la protección de la Corte... ¡Huy!



Escena II

 

JUAN, BERTON, MARTA.

 

JUAN.-   (Con géneros debajo del brazo.)  Aquí estoy, señor... Vengo de casa de la baronesa de Molke.

BERTON.-   (Bruscamente.)  Y bien, ¿qué me importa?, ¿qué quieres?

JUAN.-  No quiere el terciopelo negro; le quiere verde. Y me ha dicho que se alegraría de que pudieseis llevarle vos mismo las muestras.

BERTON.-  ¡Mal rayo! Verán ustedes como tengo que abandonar mis negocios... Verdad es que la baronesa de Molke es mujer de Corte... Irás allá, mujer; éstas son incumbencias tuyas.

JUAN.-   Además traigo aquí...

BERTON.-  ¡Otra vez! No acabará nunca.

JUAN.-    (Enseñándole un saco.)  El dinero de las veinticinco varas de tafetán...

BERTON.-   (Cogiendo el saco.)  ¡Voto va! Cuidado que da vergüenza tener uno que ocuparse en esos pormenores.  (Devolviéndole el saco.)  Lleva esto arriba a mi cajero, y que me dejen todos en paz.  (Se pone de nuevo a escribir.)  Sí, señora... a Vuestra Majestad es a quien...

JUAN.-   (Pasando a la derecha, y sopesando el saco.)  Da vergüenza, ¿eh? no tanto; muchas vergüenzas como esta quisiera yo pasar.

MARTA.-   (Deteniéndole.)  Oiga usted, señor Juan. Me parece que ha echado usted bastante tiempo para dos tristes comisiones que tenía que desempeñar.

JUAN.-  (¡Ah, maldita!... Ésta está en todo; no es como el amo.)  (Alto.)  Os diré, señora; es que me he detenido un rato por las calles para oír lo que se decía en algunos corrillos.

MARTA.-  ¿Y a propósito de qué?...

JUAN.-  Pardiez, no sé... a propósito de un decreto del rey.

MARTA.-  ¿Y qué decreto?

BERTON.-   (Con aire importante desde el mostrador.)  No sabéis eso vosotros; el decreto que se ha publicado esta mañana, y que toda la autoridad real a Estruansé.

JUAN.-  Tanto vale; maldito si lo entiendo; lo que sé es que se hablaba con calor, que la cosa se iba animando... y Dios sabe si tendremos ruido.

BERTON.-   (Con aire importante.)  Seguramente; el caso es grave.

JUAN.-   (Con alegría.)   ¿De veras, eh?

MARTA.-   (A JUAN.)  ¿Y eso que te importa a ti?

JUAN.-  ¡Vaya! Me da gusto; porque cuando hay ruido, se cierran las tiendas, no se hace nada: día de asueto: y para los mancebos de las tiendas es un domingo más en la semana; ¡y luego da gozo correr las calles gritando lo que gritan los demás!

MARTA.-  ¡Gritando! ¿Qué?

JUAN.-  ¡Qué sé yo! ¡Pero se grita!

MARTA.-  Basta. Sube, y quédate arriba: hoy no saldrás del almacén.

JUAN.-   (Yéndose.)  ¡Voto va! En esta casa no puede uno sacar partido de nada.

MARTA.-   (Volviéndose y viendo a BERTON, que entretanto ha tomado su sombrero.)   ¡Oiga! Y tú, que estabas tan ocupado, ¿adónde vas?

BERTON.-  Voy a ver qué es eso.

MARTA.-  ¿Tú también?

BERTON.-  ¡Está bueno! ¡Pues no tiene miedo ya, ¡las mujeres son el diablo! Mujer, no tengas cuidado; no voy más que a ver lo que pasa, a meterme entre los corrillos de los descontentos, y soltar cuatro expresiones de peso en favor de la reina-madre.

MARTA.-  ¿De la reina-madre? ¿Y qué diablos de falta te hace a ti su protección? Cuando uno tiene dinero en sus arcas, no necesita uno, de la protección de nadie; se ríe uno de los grandes señores; es uno libre, independiente; es uno rey en su casa; estate en la tuya... tu obligación está en tu almacén.

BERTON.-   ¿Es decir, que no sirvo sino para medir terciopelo? ¿Es decir, que tú tienes en poco el comercio?

MARTA.-  ¿Yo tener en poco el comercio? ¡Yo, que creo que es la profesión más útil al Estado, y la causa de su riqueza y de su prosperidad! Yo en fin, que no conozco nada más apreciable que un comerciante que es comerciante. Pero si él mismo se avergüenza de su profesión, si abandona su mostrador por andar corriendo antesalas, eso ya es otra cosa... y cuando dices necedades como palaciego, ¡maldito si puedo apreciarte como comerciante!

BERTON.-  ¡Magnífico, señora Burkenstaf! ¡Brava arenga! Desde que la señora condesa Estruansé gobierna a su marido, cada mujer del reino se cree con derecho a gobernar el suyo... Y vos, que tanto despreciáis la Corte, pudierais dejar de imitar sus usos.

MARTA.-  ¡Vaya, vaya! Olvida a la Corte, como ella te tiene olvidado a ti, y acuérdate más de lo que te rodea. ¿Estás ya cansado de ser feliz? ¡No tienes un comercio que prospera, amigos que te estiman, una mujer que te reconviene, pero que te ama, un hijo que todo el mundo nos envidiaría, que es nuestro orgullo, nuestra gloria, nuestro porvenir?

BERTON.-  ¡Ah! Si tomas ahora ese capítulo por tu cuenta...

MARTA.-  Sí, señor... ésa es mi ambición, mi asunto de Estado... no me importa lo que pasa en casa del vecino. ¿Qué se me da a mí de que el rey tenga un favorito, o de que no le tenga; que mande este o aquel otro ambicioso? Lo que importa saber es si mi casa está arreglada, si mi marido está bueno, si mi hijo es feliz; yo no pienso más que en vosotros y en vuestro bienestar; ése es mi deber. Cumpla cada uno con el suyo... y como dice el refrán: Zapatero, a tus zapatos... ¡Eso es!

BERTON.-   (Impaciente.)  ¿Y quién te dice lo contrario?

MARTA.-   Tú, que a cada momento me haces temblar por nuestra tranquilidad, siempre metido en discusiones políticas con todos los que a la tienda concurren, hablando de todo lo que se hace y de lo que se deja por hacer; tú, a quien tus ideas de ambición han hecho descuidar el trato de nuestros mejores amigos de Michelson, por ejemplo, que te ha convidado tantas veces inútilmente a ir a pasar unos días con él al campo.

BERTON.-  ¿Y qué quieres? ¡Michelson! ¡Michelson! Un mercader de paños que no es nadie en el Estado... porque, al fin, vamos a ver, ¿qué es?

MARTA.-  Es nuestro amigo; pero ¡ya se ve! Tú necesitas grandeza, brillo, oropel. Por esa loca ambición no quisiste que se quedase nuestro hijo con nosotros, donde hubiera estado perfectamente, sino que te empeñaste en que había de entrar en la secretaría de un gran señor, de donde no ha sacado más que disgustos, que tiene todavía la delicadeza de ocultarnos.

BERTON.-  ¡Cómo! ¿Es posible? ¡Mi hijo! ¡Mi hijo único es desgraciado!

MARTA.-   ¿Y no lo has echado de ver? ¿Ni siquiera lo has sospechado?

BERTON.-  Ésos son asuntos domésticos... ¡Yo no me meto en eso! ¿Para qué estás tú aquí? ¡Yo estoy siempre abrumado de negocios!... ¿Y qué quiere? ¿Qué necesita? ¿Dinero? Pregúntale cuánto... o más bien... toma... Ahí tienes la llave de la caja: dásela.

MARTA.-  Silencio, ¡aquí está!



Escena III

 

MARTA, EDUARDO, BERTON.

 

EDUARDO.-  ¡Ah! ¿Estáis aquí, padre mío?... Temía que hubieseis salido. Hay alguna agitación en la ciudad.

BERTON.-  Eso dicen; pero todavía no sé de qué se trata, porque tu madre no me ha dejado salir. Cuéntame, cuéntame.

EDUARDO.-  No es nada, absolutamente nada; pero hay ocasiones y momentos en que es bueno manejarse con prudencia, aún sin motivos fundados. Sois el negociante más rico del barrio; tenéis alguna influencia; y no os mordéis la lengua para hablar del favorito y de su mujer. Esta mañana en palacio, sin ir más lejos...

MARTA.-  ¿Es posible?

EDUARDO.-  Puede llegar a sus oídos...

BERTON.-  ¿Y qué me importa? A nadie tengo miedo; no soy un hombre oscuro y desconocido, y no se atreverán a proceder contra Berton Burkenstaf del Sol de Oro. Aunque quisieran, no podrían.

EDUARDO.-   (A media voz.)  Acaso os equivoquéis, padre mío; ¿y si se atrevieran?

BERTON.-   (Espantado.)  ¡Eh!, ¿qué dices?... No es posible.

MARTA.-  Ya me lo figuraba yo: ahora mismo se lo estaba diciendo. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿qué será de nosotros?

EDUARDO.-  Tranquilizaos, madre mía; no os asustéis.

BERTON.-    (Temblando.)  Ya se ve; nos vienen con esos terrores... ese miedo os hace perder la cabeza, os perturba, no sabe uno lo que se hace... y precisamente en una coyuntura en que necesita uno toda su serenidad... Vamos a ver... ¿y quién te ha dicho?... ¿Por dónde lo sabes?

EDUARDO.-  Lo sé de buena tinta: por una persona que está desgraciadamente muy bien informada, y cuyo nombre no puedo deciros; pero podéis creerme.

BERTON.-  Te creo, hijo mío; y guiándonos por los datos positivos que acabas de darme, ¿qué debo hacer?

EDUARDO.-  La orden no está firmada todavía, pero puede estarlo de un momento a otro, y lo más sencillo, lo más prudente, es abandonar quedito vuestra casa, y manteneros escondido por espacio de algunos días...

MARTA.-  ¿Y dónde?

EDUARDO.-  Fuera de la ciudad, en casa de algún amigo.

BERTON.-   (Con viveza.)  En casa de Michelson, el mercader de paños... allí no me irán a buscar... es un excelente hombre, que no se mete con nadie... que sólo se ocupa en su comercio...

MARTA.-  ¡Hola! ¡ya veis que alguna vez es bueno ocuparse uno en su comercio!

EDUARDO.-  ¡Madre mía!

MARTA.-  Tienes razón; pensemos sólo en ponerlo en salvo.

EDUARDO.-  Hasta ahora no hay peligro, ¡pero no importa! Os acompañaré, padre mío.

BERTON.-  No, mejor será que te quedes, porque al fin, cuando vengan y no me encuentren, si hubiese alborotos y tumulto, tú impondrías algún respeto a esas gentes, cuidarías de nuestros almacenes, y tranquilizarías a tu madre, a, quien veo ya llena de miedo.

MARTA.-  Sí, hijo mío, quédate..

EDUARDO.-  Como gustéis.  (Viendo a JUAN, que baja la escalera.)  Así como así, Juan puede acompañar a mi padre hasta la casa de campo de Michelson. Juan, vas a salir.

JUAN.-  ¿De veras? ¡Qué bueno! ¿La señora lo permite?

MARTA.-  Sí, saldrás con tu amo.

JUAN.-  Sí, señora.

EDUARDO.-  Y no te separarás de él.

JUAN.-  No, señor.

BERTON.-  Sobre todo prudencia; pocas habladurías; poca, curiosidad.

JUAN.-  Sí, señor; ¿hay algo, pues?

BERTON.-   (A media voz a JUAN.)  La Corte y el ministerio están echando chispas contra mí, quieren prenderme, encerrarme... ¿y quién sabe?...

JUAN.-  ¡Oiga! ¡Eso ver! Buen ruido quisiera yo se armaría en todo el barrio; ya me veríais a mí, amo; ¡veríais qué zalagarda! Me oirían los sordos.

BERTON.-  Silencio, Juan; eres demasiado vivo.

MARTA.-  Eres un buscarruidos.

EDUARDO.-  Felizmente tus buenos deseos serán inútiles, porque no habrá nada.

JUAN.-    (Aparte tristemente.)  (No habrá nada... Tanto peor... ¡yo que esperaba ya ruido y vidrios rotos!)

BERTON.-   (Que entretanto ha abrazado a su mujer y a su hijo.)  Adiós... adiós...  (Vase con JUAN por el foro: MARTA y EDUARDO le acompañan hasta la puerta, y quedan mirándolos hasta perderlos de vista.) 



Escena IV

 

MARTA, EDUARDO.

 

MARTA.-  ¿Me das palabra de que le volveremos a ver dentro de dos días?

EDUARDO.-  ¿Quién lo duda? Hay una persona que se digna interesarse por nosotros, y que empleará todo su favor en hacer que cesen las pesquisas, y en devolvernos a mi padre. Lo creo al menos así.

MARTA.-  ¡Qué feliz seré entonces! ¡Cuando nos hallemos todos reunidos, cuando nada pueda separarnos ya! Pero y tú... ¿Qué tienes? ¿De qué procede ese aire tan triste y esas miradas?

EDUARDO.-   (Cortado.)  Temo que no se realicen vuestros deseos; por lo que toca a mí... acaso me vea pronto precisado a separarme de vos por mucho tiempo.

MARTA.-  ¿Qué dices?

EDUARDO.-   (Con más resolución.)  Yo hubiera querido no deciros una palabra... pero estas circunstancias... y por otra parte marchar sin daros un abrazo... ¡Oh!, imposible; no me hubiera determinado jamás.

MARTA.-  ¿Marchar? ¿Y lo escucho? ¿Y por qué?

EDUARDO.-  Quiero ser militar; he pedido una charretera.

MARTA.-  ¡Tú, Dios mío! ¿Qué te he hecho yo para que huyas de esta suerte de mí, para que abandones el hogar paterno? ¿Te hemos hecho por ventura desgraciado? ¿Te hemos dado algún disgusto? Perdónanosle, hijo mío; habrá sido sin querer... y yo repararé todas nuestras faltas...

EDUARDO.-   ¡Vuestras faltas! ¿Vos, señora, la mejor y la más cariñosa de las madres?... No, sólo acuso a mi suerte... Pero no puedo permanecer en Copenhague.

MARTA.-  ¿Pero por qué? ¿Hay algún sitio en el mundo donde seas más amado que aquí? ¿Qué te falta? ¿Quieres brillar en el mundo? ¿Quieres eclipsar a los más ricos señores? Podemos, podemos...  (Dándole la llave.)  Toma, dispón de nuestras riquezas, tu padre lo consiente; yo te lo suplico y yo te lo agradeceré, porque para ti y sólo para ti trabajamos y atesoramos; esta casa, esos almacenes, todo es tuyo... ¡absolutamente tuyo!

EDUARDO.-  Basta, señora, basta: no los quiero, no los necesito; no soy digno de vuestros beneficios. ¡Si os dijese que estoy a punto de despreciar esos mismos bienes, fruto de vuestro trabajo, y que esa misma profesión que ejercéis con tanto honor y probidad, y que en otro tiempo me envanecía, es hoy la causa de mi tormento y de mi desesperación, es lo que se opone a mi felicidad, a mi venganza, a todas las pasiones violentas, en fin, que abriga en este momento mi corazón!...

MARTA.-  ¡Qué dices!

EDUARDO.-  Sí, os lo diré todo; este secreto es una carga demasiado pesada. Por otra parte, ¿a quién pudiera uno confiar sus penas mejor que a una madre? Fijando vuestra felicidad en un hijo que os ha dado tantos disgustos, le habláis criado con demasiado esmero, acaso...

MARTA.-  ¡Como un señor, como un príncipe! Y si hubiera habido otra educación mejor, más cara, esa hubieras recibido...

EDUARDO.-   No habéis querido que permaneciese en ese mostrador, que era mi puesto...

MARTA.-   No yo, sino tu padre; él te hizo secretario privado del conde de Falklend.

EDUARDO.-  Por mi desgracia: admitido en su casa con intimidad, pasando los días enteros al lado de Carolina, su hija única, se me ofrecían mil ocasiones de verla, de oírla, de contemplar sus hermosas facciones, que son el más pequeño de sus encantos... ¡Ah! Si hubierais podido apreciarla en su justo valor como yo todos los días, si la hubierais visto tan seductora a la vez por su talento y por su gracia, tan sencilla y tan modesta, que ella sola parecía ignorar su mérito, un alma tan noble, un carácter tan generoso!... ¡Ah, si la hubierais conocido, madre mía, hubierais hecho lo que yo! ¡La hubierais adorado!

MARTA.-  ¡Cielos!

EDUARDO.-  Sí; dos años hace que este amor es mi tormento y mi felicidad, mi existencia. Y no creáis que, desconociendo mis deberes y los derechos de hospitalidad, le he descubierto mi corazón, ni me ha pasado nunca por la imaginación declararle un amor que hubiera querido ocultarme a mí mismo... No... hubiera sido entonces indigno de amarla... Pero ese secreto, que ella sin duda no sospecha, y que ignorará mientras viva, otros ojos más perspicaces deben haberle adivinado; su padre debe haber comprendido mi turbación, porque al verla todo lo olvidaba: ¡cuán feliz era! ¡Ah, y esta felicidad se ha concluido para siempre!... Ya sabéis cómo el conde me ha despedido sin manifestarme los motivos de mi desdicha, cómo me ha arrojado de su casa, y que desde este día no ha vuelto a haber para mí ni tranquilidad, ni gozo, ni alegría.

MARTA.-  Es verdad.

EDUARDO.-  Pero lo que no sabéis es que todas las tardes, todas las mañanas yo vagaba alrededor de los jardines para ver más de cerca a Carolina, o más bien las ventanas de su habitación; uno de estos días no sé qué especie de delirio se había apoderado de mí... mi razón me abandonó, y, sin saber lo que me hacía, penetré en el jardín.

MARTA.-  ¡Qué imprudencia!

EDUARDO.-  Cierto, madre mía, porque yo no debía verla... y a no ser por esa, la última gota de mi sangre... pero tranquilizaos; eran las once de la noche; nadie me había visto, nadie, sino un fatuo que, seguido de dos criados, cruzaba por una calle para volverse a su casa. Era el barón Federico de Geler, sobrino del ministro de Marina, que todas las noches, según parece, venía a hacer valer su... Sí, madre mía, es su prometido, el que se va a casar con ella... Yo no lo sabía entonces, pero lo adivinaba por la antipatía que hacia él experimentaba: así que, cuando él me gritó con tono insolente y altanero: «¿Adónde vais? ¿Quién sois?». La insolencia de mi respuesta igualó la de la pregunta, y entonces... este recuerdo no se borrará jamás de mi memoria... mandó a uno de sus criados que me echase de allí; y uno de ellos efectivamente levantó la mano, sí, madre mía, y me ultrajó: no dos veces, no, porque a la primera estaba ya tendido a mis pies, pero me había ultrajado; y cuando corrí a su amo, cuando le pedí una satisfacción... «Bien, -me dijo: ¿quién sois?». Díjele mi nombre. «¡Burkenstaf! -exclamó con desprecio-: yo no me bato con el hijo de un tendero. Si fueseis noble u oficial no digo que no».

MARTA.-   (Espantada.)  ¡Dios mío!

EDUARDO.-  Noble no puedo serlo, ¡es imposible! Pero oficial...

MARTA.-    (Con viveza.)  No lo serás; no conseguirás ese grado, a que no tienes derecho alguno; no, no le tienes... El puesto que debes ocupar está en esta casa, al lado de tu madre, que lo pierde todo en un solo día; ya estás como tu padre, prontos los dos a abandonarme, a exponer vuestra vida, ¿y por qué? Porque no sabéis ser felices, porque vivís de ambición, porque os comparáis con los que son más que vosotros. Yo no pido nada a los poderosos, ni a los señores, ni a sus hijas... no quiero más que mi marido y mi hijo... pero los quiero absolutamente, porque son míos...  (Abrazándole.)  porque me pertenecen... porque son toda mi felicidad, y nadie me la quitará.



Escena V

 

MARTA, JUAN, EDUARDO.

 

JUAN.-   (Con alegría, mirando a la calle.)  ¡Eso es! ¡Soberbio!... Así, así...

EDUARDO.-  ¿Cómo? ¿De vuelta ya?... ¿Está ya mi padre en casa de Michelson?

JUAN.-   (Alegremente.)  Mejor que eso.

MARTA.-    (Impaciente.)  ¿Está salvo por fin?

JUAN.-   (Con aire de triunfo.)  Lo han preso.

MARTA.-  ¡Cielos!

JUAN.-  ¡Toma! ¡No os asustéis! Va bien; ¡la cosa va perfectamente!

EDUARDO.-   (Con ira.)  ¿Te explicarás por fin?

JUAN.-  Cruzábamos la calle de Stralsund, cuando hétenos cara a cara dos soldados de guardias que nos observan... nos siguen; encarándose luego con vuestro padre: «Señor Burkenstaf -le dice uno de ellos con mucha cortesía-, en nombre de su excelencia el señor conde de Estruansé, os intimo que vengáis con nosotros; desea hablaros...»

EDUARDO.-  ¿Y qué?

JUAN.-  Viendo sus buenos modos, vuestro padre les responde: «Estoy pronto, señores, a seguiros»; y todo esto había pasado con tanta tranquilidad, que nadie en la calle lo había echado de ver; pero yo... ¡para el tonto que creyera!... Plántome en el arroyo, y póngome a gritar como un desesperado:... «¡Socorro, socorro, amigos!... Que prenden a mi amo... Berton Burkenstaf.. ¡A ellos, a ellos!».

EDUARDO.-  ¡Imprudente!

JUAN.-  ¡Ca! No, señor; había yo visto un grupo de trabajadores y artesanos que iban a su trabajo... me oyen, y acuden a mi voz; al verlos correr, las mujeres y los muchachos corren también, y los que van por la calle hacen otro tanto; unos por interés, otros por curiosidad... En un momento se arma un tumulto... Se obstruye la calle... los coches se detienen... los tenderos salen a las puertas, y los vecinos se asoman a las ventanas... Entretanto ya habían rodeado los artesanos a los soldados, y, libre ya vuestro padre, se lo llevaban en triunfo, seguidos, por supuesto, de la multitud, que se aumentaba por instantes; pero al pasar por la calle de Altona, donde están nuestros talleres, allí habíais de haber visto, ¡qué algazara! Había corrido ya la voz de que habían querido asesinar a nuestro amo, y que había habido una pelea encarnizada con la tropa; la fábrica entera se levantó, y el barrio con ella, y todos corren en tropel al palacio gritando que da gozo: «¡Viva Burkenstaf! Que nos le vuelvan».

EDUARDO.-  ¡Qué locura!

MARTA.-  ¡Y qué desgracia!

EDUARDO.-  De un negocio insignificante por sí han hecho un asunto de Estado, que va a comprometer a mi padre y a justificar las medidas que se tomaban contra él.

JUAN.-  ¡Bah! No tengáis cuidado: no hay nada ya que temer: los demás barrios se han alborotado también. Ya están rompiendo por todas partes los faroles y los vidrios de las casas grandes. Va bien; eso es lo más divertido del mundo. No se hace daño a nadie; ¡pero en encontrando gente de palacio les tiran piedras y lodos a ellos y a sus coches! Eso es excelente, porque limpia las calles... A propósito... ¿Oís los gritos? ¿Veis aquel coche que han detenido enfrente de nuestro almacén, y que tratan de derribar?

EDUARDO.-  ¿Qué veo? Las armas del conde de Falklend. ¡Si fuese!  (Se precipita en la calle.) 



Escena VI

 

JUAN, MARTA.

 

MARTA.-   (Tratando de detener a EDUARDO.)  ¡Hijo mío! ¡Eduardo! ¡Se va a exponer!

JUAN.-  Dejadle, señora... ¡Exponerse él! ¿El hijo de nuestro amo? No corre ningún riesgo... a nada se expone, sino a que lo lleven al triunfo...  (Mirando al foro.)  ¿Lo veis desde aquí cómo habla con aquéllos que rodean el coche...? A todos los conozco... ¡Ah!, se apartan, se alejan.

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MARTA.-  Felizmente. Pero, ¿y mi marido? Quiero saber qué es de él... corro a buscarle.

JUAN.-   (Queriendo detenerla.)  ¿Qué vais a hacer?

MARTA.-    (Empujándole y precipitándose en la calle.)  Déjame, te digo... quiero... quiero buscarle.

JUAN.-  Imposible detenerla  (Llamando a EDUARDO.)  ¡Señor Eduardo!  (Mirando.)  ¡Oiga! ¿Qué diablos está haciendo ahora?... Ayudar a bajar del coche a una señorita, muy linda por cierto... y muy elegante. ¡Vaya! ¡Pardiez! ¡A que está desmayada! ¿Toma, no lo dije?  (Viniendo hacia la escena.)  ¡Pobrecilla! ¡Pues no ha tenido miedo!

EDUARDO.-   (Entrando con CAROLINA en sus brazos desmayada la siente en un sillón.)  Agua, madre mía, agua.

JUAN.-  Acaba de salir para saber de nuestro amo.

EDUARDO.-  Ya vuelve... ¿Qué haces ahí tú? Vete.

JUAN.-  ¡Miren qué pedrada! No deseo yo otra cosa. Voy a unirme con la turba y a gritar como los demás.  (Vase.) 



Escena VII

 

CAROLINA, EDUARDO.

 

CAROLINA.-   (Volviendo.)  Esos gritos, esas amenazas, esa muchedumbre furiosa que me rodea... ¿Qué dañó les he hecho yo?... ¿Dónde estoy?

EDUARDO.-   (Con timidez.)  Estáis segura; no temáis nada.

CAROLINA.-   (Conmovida.)  Esa voz...  (Volviéndose.)  ¡Eduardo! ¿Sois vos?

EDUARDO.-  Sí, soy yo, que os vuelvo a ver, y el más feliz de los hombres porque he podido defenderos, protegeros y daros asilo.

CAROLINA.-  ¿En dónde?

EDUARDO.-  En mi casa; en casa de mi padre; perdonad si os recibo en este sitio indigno de vos; estos almacenes, este mostrador, tan distintos de los brillantes salones de vuestro padre... pero nosotros no somos nadie; no somos más que unos comerciantes.

CAROLINA.-  Eso sería ya por sí solo un título a la consideración de todo el mundo; pero para conmigo y con mi padre tenéis otros, Eduardo, y el favor que acabáis de hacerme...

EDUARDO.-  ¿Favor? ¡Ah!, no pronunciéis esa palabra...

CAROLINA.-   (Siempre sentada.)  ¿Y por qué?

EDUARDO.-   Porque va a imponerme silencio de nuevo, porque me encadena otra vez con lazos que quiero por fin romper. Sí; mientras fui bien recibido por vuestro padre, mientras que me acogió bajo su techo hospitalario, hubiera creído faltar a la probidad, al honor, a todos mis deberes, descubriendo un secreto de cuyo peso me alivian hoy sus ultrajes; nada le debo ya... estamos pagados; y antes de morir quiero hablar, quiero, aunque hayáis de abrumarme con vuestro desprecio y vuestra indignación, que sepáis por fin cuánto he padecido, y cuánto dolor, cuánta desesperación abriga mi pecho...

CAROLINA.-   (Levantándose.)  ¡Eduardo! ¡por Dios!

EDUARDO.-  Sí, ¡lo sabréis!

CAROLINA.-  ¡Ah, desgraciado! ¿Creéis por ventura que lo ignoro?

EDUARDO.-   (Con entusiasmo.)  ¡Carolina!

CAROLINA.-   (Asustada.)  ¡Silencio! ¡Silencio! ¿Creéis vos mi corazón tan poco generoso que no haya comprendido la generosidad del vuestro, que no haya sabido agradecer vuestros sacrificios, y sobre todo vuestro silencio?  (Movimiento de alegría de EDUARDO.)  Sea hoy la última vez que os atreváis a romperle; desde mañana estoy destinada a otro; mi padre lo exige, y sumisa siempre a mis deberes...

EDUARDO.-  Vuestros deberes...

CAROLINA.-  Sí; sé lo que debo a mi familia, a mi cuna, a esas distinciones que acaso no hubiera yo deseado, pero que el cielo me ha impuesto, y de que sabré hacerme digna.  (Acercándose a EDUARDO.)  Y vos, Eduardo  (Con timidez.)  no me atrevo a decir amigo mío, no os abandonéis a la desesperación en que os veo; conoced que la deshonra y el honor no penden del rango que uno ocupa, sino del modo con que se desempeñan los deberes, y haréis lo que yo... y podréis soportar el vuestro con valor y resignación. Adiós para siempre; mañana seré mujer del barón de Geler.

EDUARDO.-  No, no; mientras yo viva, yo os juro aquí... ¡Cielos! Alguien viene...



Escena VIII

 

CAROLINA, EDUARDO, RANTZAU, MARTA.

 

MARTA.-    (A RANTZAU.)  Si buscáis a mi hijo, aquí le tenéis, (Imposible averiguar nada. Es una confusión.)

CAROLINA.-   (Viéndolos.)  ¡Cielos!

MARTA y RANTZAU.-   (Saludando.)  ¡La señorita de Falklend!

EDUARDO.-   (Con viveza.)  A quien hemos tenido la dicha de ofrecer un asilo, porque su coche había sido detenido.

RANTZAU.-  ¿Y bien? No parece sino que os queréis disculpar de una acción que os honra.

EDUARDO.-   (Turbado.)  ¿Yo, señor conde?

MARTA.-   (¡Conde! ¡Vaya! Esto es hecho, nuestra tienda es el punto de reunión de todos los señores.)

RANTZAU.-   (Que ha echado una mirada penetrante a CAROLINA y EDUARDO que bajan los ojos.)  Bien; muy bien. Una joven libertada por un caballero galante... novelas he leído que empezaban así.

EDUARDO.-   (Tratando de mudar de conversación.)  Pero vos, señor conde, paréceme que no andáis muy prudente en salir a pie por las calles.

RANTZAU.-  ¿Por qué? Precisamente ahora las gentes de a pie son potencias; ellas son las que salpican a los que van en alto: por otra parte, no tengo más que una palabra; os había prometido traeros vuestros despachos de paso que venía a hacer algunas compras.  (Sacándolos del bolsillo y dándoselos.)  Aquí tenéis.

EDUARDO.-  ¡Qué fortuna! ¡Soy oficial!

MARTA.-   Esto es hecho... ¡Infeliz de mí! ¡Con razón desconfiaba yo de este hombre!

RANTZAU.-    (Volviéndose hacia ella.)  Señora, os felicito por el favor y la popularidad de que gozáis en este momento.

MARTA.-  ¿Qué me queréis decir con eso?

RANTZAU.-  ¿Pues qué ignoráis lo que pasa?

MARTA.-  Vengo de nuestros talleres, donde no ha quedado un alma.

RANTZAU.-  Todos están en la plaza: vuestro marido se ha hecho el ídolo del pueblo. Por todas partes se ven banderas y letreros en que resaltan estas palabras: «¡Viva Burkenstaf, nuestro jefe! ¡Burkenstaf para siempre!». ¡Su nombre es un grito de reunión!

MARTA.-  ¡Desdichado!

RANTZAU.-  Las oleadas tumultuosas de sus parciales rodean el palacio y gritan de corazón: «¡Muera Estruansé!».  (Sonriéndose.)  Hasta los hay que gritan: «¡Mueran los miembros de la regencia!».

EDUARDO.-  ¡Santo Dios! ¿Y no teméis...?

RANTZAU.-  ¡Bah! Nada; me paseo incógnito, como simple aficionado por otra parte, al menor peligro me ampararía con vuestro nombre.

EDUARDO.-   (Con viveza.)  Y no en balde; yo os lo juro.  (Cogiéndole una mano.)  Cuento con ello.

MARTA.-   (Yendo hacia el foro.)  ¡Dios mío! ¿No oís ese ruido?

RANTZAU.-   (Tomando la derecha.)  (¡Magnífico! Esto marcha. Si sigue así, no tendrá uno necesidad de meterse en nada.)



Escena IX

 

CAROLINA, EDUARDO, JUAN, MARTA, RANTZAU.

 

JUAN.-   (Sin aliento.)  ¡Victoria! ¡Victoria! ¡Es nuestro!

MARTA, EDUARDO y RANTZAU.-  Habla: ¿qué?, acaba.

JUAN.-  No puedo más; cuidado si he gritado. Estábamos en la plaza mayor, delante del palacio, debajo de los balcones... tres o cuatro mil éramos lo menos, gritando: «Burkenstaf, Burkenstaf; que se revoque la orden que le condena; Burkenstaf». Entonces Estruansé se deja ver en el balcón, y a su lado la condesa vestida de gran gala. Vaya si estaba bien. Terciopelo azul... buena figura... ¡hermosa voz! Fue a hablar, y todo el mundo calló. «Amigos míos, dice, nos han engañado; revoco toda especie de arresto, y os prometo en nombre del rey y en nombre mío que Burkenstaf es libre y no tiene por qué temer».

MARTA.-  ¡Respiro!

CAROLINA.-  ¡Qué fortuna!

EDUARDO.-  ¡Todo se ha salvado!

RANTZAU.-  (¡Todo se ha perdido!)

JUAN.-  Entonces fue ella. «¡Viva el primer ministro!, gritamos todos; ¡viva la condesa!, ¡viva Burkenstaf!». Y cuando yo dije a los que estaban a mi lado, y a todo eso: «Yo soy el que soy, Juan, el mismo Juan, el Juan mancebo de su almacén»: «¡Viva Juan!», gritaron también, y me rompieron todo el vestido, cogiéndome en volandas para enseñarme a la muchedumbre. Tira por aquí, tira por allí... ¡añicos! Y esto no es nada todavía; ahora se están organizando, van a venir con sus jefes a la cabeza para cumplimentar a nuestro amo y llevársele por ahí en triunfo a las casas capitulares.

MARTA.-  (¡En triunfo! ¡Va a perder la cabeza!)

RANTZAU.-  (¡Qué lástima! ¡Un motín que empezaba tan bien!... ¿En quién puede uno confiar ahora?).



Escena X

 

CAROLINA, EDUARDO, en el fondo; BERTON y varios notables que le rodean, MARTA, JUAN, RANTZAU.

 

BERTON.-   (Recogiendo varios memoriales.)  Bien, amigos míos, bien; presentaré vuestras reclamaciones al ministro y al gobierno; preciso será que hagan justicia... Además yo estaré en todo... hablaré, hablaré. En cuanto al triunfo que el pueblo me prepara, y que mi modestia me aconseja rehusar...

MARTA.-  (¡Eso es otra cosa!)

BERTON.-  Lo acepto, por el bien público, y en atención al buen efecto. Aquí esperaré la comitiva, que puede venir por mí cuando guste. Por lo que hace a vosotros, queridos colegas y notables de nuestro gremio, espero que de vuelta del triunfo vendréis a cenar a mi casa; os convido a todos.

TODOS.-   (Gritando al salir.)  ¡Viva Burkenstaf! ¡Viva nuestro jefe!

BERTON.-  ¡Nuestro jefe! ¡Ya lo oís! ¡Qué honra!...  (A EDUARDO.)  ¡Qué gloria, hijo mío, para nuestra casa!  (A MARTA.)  Y bien, mujer, ¿qué te decía yo? Soy una potencia, un poder del Estado. Nada hay igual a mi popularidad, y ya ves el partido que puedo sacar de ella.

MARTA.-  Sí; sacarás una enfermedad; descansa, sosiega; ¡estás sofocado!

BERTON.-    (Limpiándose la frente.)  ¿Qué? No. La gloria no cansa nunca. ¡Qué hermoso día! ¡Hombre! Todo el mundo se inclina delante de mí, todos se dirigen a mí, todos me hacen la corte.  (Viendo a CAROLINA y RANTZAU, que están junto al mostrador a la izquierda y que EDUARDO le ocultaba.)  ¿Qué veo? ¡La señorita de Falklend y el conde de Rantzau en mi casa!  (A RANTZAU con énfasis y protección.)  ¿Qué hay, señor conde? ¿En qué puedo serviros? ¿Qué venís a pedirme?

RANTZAU.-   (Fríamente.)  Quince varas de terciopelo.

BERTON.-   (Cortado.)  ¡Ah! Era eso... perdonad, pero si es cosa del comercio no puedo... Si fuese otra cosa...  (Llamando.)  ¡Marta! Bien conocéis que en el momento de mi triunfo... ¡Marta!, sube al almacén y sirve al señor conde.

RANTZAU.-   (Dando un papel a MARTA.)  He aquí mi nota.

BERTON.-   (Gritando a su mujer, que sube ya la escalera.)  Y después pensarás en la cena; una cena digna de nuestra nueva posición; ¡buen vino!, ¿estamos?  (Señalando a la puerta que está debajo de la escalera.)  El vino del sótano.

MARTA.-   (Subiendo la escalera.)  ¿Acaso tengo yo tiempo para hacerlo todo?

BERTON.-  ¡Vaya! No te incomodes:  (A RANTZAU.)  Tendré que ir yo mismo en persona.  (MARTA acaba de subir la escalera y desaparece.)  Mil perdones, señor conde; ya lo veis, tengo tantas cosas sobre mí, tantos cuidados...  (A CAROLINA con tono protector.)   Señorita, he sabido por Juan, mi mancebo de...  (Reteniéndose.)  mi dependiente... la falta de respeto cometida con vos y con vuestro coche; podéis estar segura de que yo ignoraba... ¡ya se ve! Yo no puedo estar en todas partes...  (Con tono de importancia.)  de otra suerte hubiera interpuesto mi autoridad; os doy palabra de manifestar públicamente cuánto ha sido mi desagrado, y quiero empezar...

RANTZAU.-  Por hacer llevar esta señorita a casa de su padre.

BERTON.-  Eso es precisamente lo que yo iba a decir... me hacéis pensar en ello... Juan, a ver, que devuelvan su coche a esta señorita. Y diréis que lo mando yo, Berton de Burkenstaf; y para escoltar a esta señorita...

EDUARDO.-   (Con viveza.)  Yo me encargo de eso, padre mío...

BERTON.-  ¡Enhorabuena!  (A EDUARDO.)  Si os sucediese algo, si os quisiesen detener, dirás: Soy Eduardo Burkenstaf, hijo del señor...

JUAN.-  Berton Burkenstaf; ya se sabe.

RANTZAU.-   (Saludando a CAROLINA.)  Señorita... adiós, amigo mío.  (EDUARDO ofrece la mano a CAROLINA, y sale con ella seguido de JUAN.) 



Escena XI

 

RANTZAU, BERTON. RANTZAU se ha sentado junto al mostrador, y BERTON al otro lado.

 

BERTON.-   Os hacen esperar; me es muy sensible.

RANTZAU.-  A mí no... con eso estoy más tiempo en vuestra compañía: siempre gusta uno ver de cerca a los personajes célebres.

BERTON.-  ¡Célebre! Sois muy amable. Ello, es cosa inconcebible; esta mañana nadie se acordaba de semejante cosa, ni yo tampoco... ¡yo mismo!... Todo ha venido en un instante.

RANTZAU.-  Esas cosas vienen siempre con esa prisa... (y con la misma se van.)  (Alto.)  Sólo siento que esto se haya acabado tan pronto.

BERTON.-  ¡Oh!, pero esto no está acabado. Ya lo habéis oído... van a venir por mí para llevarme por ahí en triunfo. Perdonad; voy a vestirme; si los hiciese esperar, se impacientarían con razón; creerían que el gobierno me había hecho desaparecer.

RANTZAU.-   (Sonriéndose.)  Cierto; y la jarana volvería a empezar.

BERTON.-  Ni más ni menos; ¡ya se ve! ¡Me quieren tanto! así es que esta noche, esa cena que doy a los notables será, me parece, de un efecto seguro; porque en un banquete se bebe... y...

RANTZAU.-  Se animan todos.

BERTON.-  Se echan brindis a Burkenstaf, al jefe del pueblo, como me llaman... ya entendéis, Adiós, señor conde.

RANTZAU.-    (Sonriéndose y llamándole.)  Un instante; para beber a vuestra salud es menester vino, y eso que le decíais a vuestra mujer hace poco...

BERTON.-   (Dándose una palmada en la frente.)  Es verdad; se me olvidaba.  (Pasa detrás de RANTZAU y detrás del mostrador, y señala la puerta que está debajo de la escalera.)  Ahí tengo un sótano soberbio, donde conservo mis vinos del Rhin y de Francia. Mi mujer y yo somos los únicos que tenemos la llave.

RANTZAU.-   (A BERTON, que abre la puerta.)  Precaución muy prudente. Al principio creí que teníais ahí vuestro tesoro.

BERTON.-   No; y eso que estaría seguro.  (Golpeando la puerta.)  Seis pulgadas de grueso y forrada en hierro.  (Yendo a entrar.)  Con vuestro permiso, señor conde.

RANTZAU.-  Vos le tenéis... Yo subo al almacén.  (BERTON baja al sótano; RANTZAU se acerca a la puerta, la cierra y vuelve a la escena tranquilamente, diciendo:)  Un hombre como éste es un tesoro, y los tesoros...  (Enseñando la llave.)  deben estar siempre bajo llave.  (Sube la escalera que conduce al almacén y desaparece.) 



Escena XII

 

JUAN, y después MARTA, MOZOS, y EL PUEBLO.

 

JUAN.-   (Dejándose ver en el fondo, a la puerta, mientras que el conde sube la escalera.)  Aquí están, aquí están, es cosa vistosa; una comitiva asombrosa: los jefes de los gremios con sus estandartes y músicas y...  (Se oye una marcha triunfal, y se descubre la cabeza de la comitiva, que se coloca en el fondo del teatro, en la calle, fuera de la tienda.)  ¿Dónde diablos está nuestro amo? Arriba sin duda.  (Corriendo hacia la escalera.)  ¡Señor Berton, señor!, que vienen ya a buscaros; ¿me oís?

MARTA.-   (Apareciendo en la escalera con dos mancebos de tienda.)  ¿Qué tienes tú, qué gritas?

JUAN.-  Grito porque busco a nuestro amo.

MARTA.-  Abajo está.

JUAN.-  Está arriba.

MARTA.-  Te digo que no.

EL PUEBLO.-   (Fuera.)  ¡Viva Burkenstaf! ¡Viva nuestro jefe!

JUAN.-  ¡Voto va! Y no está aquí... Y van a gritar sin él...  (A los dos mancebos de tienda que han bajado.)  A ver vosotros si registráis toda la casa.  (Van entrando algunos del PUEBLO. MARTA baja.) 

EL PUEBLO.-   (De fuera.)  ¡Viva Burkenstaf! ¡Que salga! ¡Que salga!

JUAN.-   (En altas voces a la puerta de la tienda.)  Ahora, ahora; han ido a buscarle; os le van a enseñar.  (Recorriendo el teatro.)  Esto me hará perder la cabeza... La sangre me hierve en las venas.

VARIOS MOZOS.-   (Entrando por la derecha.)  Yo no le he encontrado.

OTROS.-   (Bajando de los almacenes.)  Ni yo tampoco; no está en casa.

EL PUEBLO.-   (Fuera con sordo murmullo.)  ¡Burkenstaf! ¡Burkenstaf!

JUAN.-   ¡Voto va! Ya se impacientan; ya murmuran. ¿Dónde diablos puede estar?

MARTA.-  ¡Dios mío! ¿Le habrán preso de nuevo?

JUAN.-  ¿Qué? ¿Después de la palabra que nos han dado?  (Dándose una palmada en la frente.)  ¡Ah! Dejadme... Aquellos soldados que yo he visto rondando la casa...  (Corriendo hacia el foro.)  ¡Y la música tocando siempre! ¡Silencio!, ¡silencio!, ¡callad! Me ocurre una idea... ¡Es horroroso!... ¡Es una infamia!

MARTA.-  ¿Qué diablos tienes?

JUAN.-   (Dirigiéndose a un grupo.)  Sí, amigos míos, sí, se han apoderado de nuestro amo... han asegurado su persona, y mientras que nos estaban echando buenas palabras lo estaban prendiendo por otra parte; ¡está preso otra vez! ¡Favor, los amigos, favor!

EL PUEBLO.-   (Precipitándose en la tienda y rompiendo los vidrios el fondo.)  ¡Aquí estamos! ¡Viva Burkenstaf, nuestro jefe... nuestro amigo!

MARTA.-  ¡Vuestro amigo, y le destrozáis la casa!

JUAN.-  ¿Y qué? Sí, señora; eso es entusiasmo, y vidrios rotos. ¡Al palacio! ¡Al palacio!

TODOS.-   ¡Al palacio! ¡Al palacio!

RANTZAU.-   (Dejándose ver en lo alto de la escalera, y mirando cuanto pasa.)  ¡Ah!, ¡ah! Esto ya es otra cosa... Esto empieza a animarse otra vez.

TODOS.-   (Agitando en el aire sombreros, pañuelos y sus banderas.)  ¡Muera Estruansé! ¡Viva Burkenstaf! ¡Que nos le vuelvan! ¡Que nos le vuelvan! ¡Burkenstaf para siempre!  (Todo el PUEBLO sale en el mayor desorden con JUAN. MARTA cae desesperada sobre el sillón que está junto al mostrador y RANTZAU baja lentamente la escalera, estregándose las manos de gozo. Cae el telón.)