Escena I
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CAROLINA, envuelta en una capa y
debajo un traje de baile;
FALKLEND.
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FALKLEND.-
(Dando un abrazo a su hija.)
¿Cómo estáis ya?
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CAROLINA.-
Gracias, señor; estoy
mejor.
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FALKLEND.-
Tu extraordinaria palidez me
había asustado; creí que te caías en medio del baile,
delante de todo el mundo.
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CAROLINA.-
Ya sabéis que yo hubiera
preferido estarme aquí; pero vos, a pesar de mis ruegos, habéis
querido que fuese.
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FALKLEND.-
Cierto: ¿qué no se
hubiera dicho de tu ausencia? ¿No era bastante que se hubiese enterado
ayer todo el mundo de tu turbación cuando encontraron en casa a ese
joven? No era cosa, me parece, de que creyesen las gentes que tus penas te
impedirían asistir a la fiesta.
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CAROLINA.-
¡Padre mío!
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FALKLEND.-
Que estaba por cierto
magnífica. ¡Qué lujo! ¡Qué suntuosidad!
¡Qué multitud! No necesito más pruebas de la seguridad, de
la firmeza de nuestro poder: por fin hemos fijado la suerte; nunca ha estado la
condesa más seductora; ¡se veía brillar en sus ojos el
orgullo del triunfo! A propósito, ¿has reparado en el
barón de Geler?
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CAROLINA.-
No, señor.
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FALKLEND.-
¿Cómo no? Ha abierto el
baile con la condesa, y parecía todavía más satisfecho de
esta predilección que de su nueva dignidad de ministro; porque le han
nombrado... Sucede inmediatamente al conde de Rantzau, que a fuer de
hábil nos deja, y se va cuando viene la fortuna.
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CAROLINA.-
No son muchos capaces de hacer otro
tanto.
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FALKLEND.-
Sí; ¡siempre le ha
gustado singularizarse! Así es que no le hemos guardado por eso
ningún rencor. Que se retire, que haga sitio a otros; ha concluido, y la
Corte, que teme su talento, se ha considerado muy afortunada en darle un
sucesor.
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CAROLINA.-
A quien no teme.
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FALKLEND.-
¡Precisamente! ¡A un
caballero amable y galante como mi yerno!
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CAROLINA.-
¡Vuestro yerno!
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FALKLEND.-
(Con severidad y mirando a
CAROLINA.) Sin duda.
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CAROLINA.-
(Con timidez.) Mañana os
hablaré, señor, acerca del barón.
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FALKLEND.-
¿Y por qué no ahora
mismo?
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CAROLINA.-
Es tarde, la noche está muy
adelantada; y además no estoy enteramente restablecida de la
conmoción que he experimentado.
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FALKLEND.-
Pero, ¿cuál ha sido la
causa de esa conmoción?
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CAROLINA.-
¡Ah! Eso sí puedo
decíroslo. Nunca me he hallado tan sola ni tan aislada como en esa
fiesta, y al notar la alegría que brillaba en todos los semblantes no
podía creer que a algunos pasos de allí seres desgraciados
gemían acaso entre cadenas... Perdonadme, padre mío; esta idea
era superior a mis fuerzas, y me perseguía por todas partes. Cuando el
marqués de Ostén se acercó a Estruansé, que estaba
a mi lado, y le habló al oído, no entendí bien lo que
dijo; pero Estruansé parecía estar impaciente, y por fin se
levantó diciendo: «Es tiempo perdido, señor marqués:
no puede haber piedad para los delitos de alta traición; no lo
olvidéis.» El marqués entonces se inclinó,
respondiéndole: «No lo olvidaré, excelentísimo
señor, y acaso no tardaré en tener ocasión de
recordároslo.»
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FALKLEND.-
¡Qué insolencia!
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CAROLINA.-
Este incidente había reunido
algunas personas a nuestro alrededor y oí confusamente estas palabras:
«El ministro tiene razón: es preciso hacer un ejemplar».
«Sí, decían otros, ¡pero condenarle a
muerte!..». ¡Condenarle! Al oír esta palabra, un frío
mortal se difundió por mis venas, se me puso un velo delante de los
ojos, y sentí que mis fuerzas me abandonaban.
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FALKLEND.-
Felizmente estaba yo cerca de ti.
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CAROLINA.-
Sí; era un terror absurdo y
quimérico, lo conozco; pero, ¿qué queréis?
Encerrada hoy todo el día en mi cuarto, a nadie había visto ni
preguntado... Hay un nombre que no me atrevo a pronunciar en vuestra presencia,
pero... ¿no es verdad que él no tiene por qué temer?
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FALKLEND.-
Seguramente... que no...
tranquilízate.
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CAROLINA.-
Eso he dicho yo... es imposible...
por otra parte, le prendieron ayer, no pueden haberle condenado hoy, y los
pasos que habrán dado los suyos, y vuestra influencia misma, padre
mío...
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FALKLEND.-
Por supuesto: como tú has
dicho muy bien, mañana, querida mía, hablaremos de eso. Me
retiro, te dejo.
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CAROLINA.-
¿Volvéis al baile?
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FALKLEND.-
No: he dejado en él a Geler,
que hará nuestras veces perfectamente, y que bailará
probablemente toda la noche... No puede tardar mucho en amanecer; ya no me
acuesto; voy a mi despacho a trabajar. ¡Hola!
(JORGE aparece en el fondo,
y otro criado que toma una bujía.) Vamos, hija mía,
valor, ánimo. Buenas noches, buenas noches.
(Sale seguido de un criado.)
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Escena III
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MARTA y
CAROLINA.
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MARTA.-
Mil perdones, señorita, por
atreverme a estas horas...
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CAROLINA.-
Señora Burkenstaf...
(Corriendo a ella y cogiéndole las
manos.) ¡Ah, cuánto me alegro de haberos recibido!
¡Qué dichosa soy cuando os veo!
(Con alegría y ternura.)
(¡Es su madre!)
(Alto.) ¿Venís a
hablarme de Eduardo?
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MARTA.-
¡Ah!, señorita, en medio
de mi desesperación, ¿puedo hablar por ventura de otra cosa que
de mi hijo... de mi pobre hijo? Vengo de verle.
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CAROLINA.-
(Con viveza.) ¿Le
habéis visto?
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MARTA.-
(Llorando.) Vengo de abrazarle,
señorita... ¡Por la última vez!
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CAROLINA.-
¿Qué decís?
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MARTA.-
Le han notificado esta tarde su
sentencia.
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CAROLINA.-
¿Qué sentencia?
¿Qué quiere decir eso?
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MARTA.-
(Con alegría.) ¿Lo
ignorabais, señora? ¡Ah! ¡Tanto mejor! De otra suerte no
hubierais estado en ese baile, ¿no es verdad? Por elevada que sea
vuestra clase, por grande que fuera el compromiso, no habríais podido
divertiros cuando el que tanto os ha querido está condenado a
muerte...
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CAROLINA.-
(Dando un grito.) ¡Ah!
(Con delirio.) ¡Con que
decían la verdad! Hablaban de él... y mi padre me ha
engañado.
(A
MARTA.) ¡Le han condenado!
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MARTA.-
Sí, señorita.
Estruansé lo ha firmado, la condesa lo ha consentido.
¿Podéis concebirlo, señora? ¡Y es madre sin embargo!
¡Tiene un hijo!
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CAROLINA.-
Serenaos, señora; yo tengo
alguna esperanza todavía.
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MARTA.-
Yo pongo en vos todas las
mías. Mi marido tiene proyectos que no quiere explicarme; no debiera
deciros... pero vos no me venderéis; entretanto no se atreve a
presentarse; está escondido; sus amigos no darán la cara, o la
darán muy tarde; y yo, en medio de mi dolor, ¿qué puedo
intentar? ¿Qué puedo hacer? Si todo se redujese a morir... nada
os pediría, ya estaría mi hijo en libertad. He corrido a su
calabozo, he dado tanto oro, que los he reducido a que me vendiesen el placer
de abrazarle; le he estrechado contra mi corazón, le he hablado de mi
desesperación de mis temores... Pero ¡ah! ¡Él no me
ha hablado sino de vos!
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CAROLINA.-
¡Eduardo!
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MARTA.-
Sí, señora; el ingrato,
al consolarme, pensaba en vos. «Espero, me decía, que
ignorará mi suerte, que no sabrá nada, porque felizmente
será al amanecer... al rayar el día.»
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CAROLINA.-
¿El qué?
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MARTA.-
(Con delirio.) ¿No os lo
he dicho, señora, o no lo habéis adivinado por mi
desesperación? Dentro de poco, de aquí a algunos instantes, es
cuando van a matar a mi hijo.
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CAROLINA.-
¡A matarle!
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MARTA.-
Sí; a matarle, sí,
ahí, en esa plaza; debajo de vuestros balcones le van a conducir.
Entonces, en el delirio que se apoderó de mi alma, me desasí de
sus brazos, y, desoyendo sus ruegos, he corrido aquí para deciros:
«Le van a matar... amparadle...» pero vos no estabais aquí,
y he esperado... ¡Ah, qué horrible suplicio! ¡Considerad si
habré sufrido contando los minutos de esta noche que deseaba y
temía abreviar!, pero ya estáis aquí; ya os veo; vamos
juntas a arrojarnos a los pies de vuestro padre, a los pies de la condesa; ella
lo puede todo; pediremos el perdón de mi hijo.
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CAROLINA.-
Os lo prometo.
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MARTA.-
Vos le diréis que no es
culpable; no lo es, y os lo juro; nunca ha pensado en complot ni en rebeliones:
nunca ha pensado en conspirar, ¡él no pensaba en nada sino en
amaros!
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CAROLINA.-
Lo sé, lo sé, y su amor
es lo que le ha perdido: por mí, por salvarme moriría...
¡Oh!, no; no puede ser; tranquilizaos; yo os respondo de su vida.
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MARTA.-
¡Es posible!
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CAROLINA.-
Sí, señora, sí;
una persona quedará perdida; pero no será él.
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MARTA.-
¿Qué queréis
decir?
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CAROLINA.-
¡Nada!... ¡Nada!...
Volveos a vuestra casa, partid: dentro de algunos instantes obtendrá su
perdón; ¡se salvará! Descuidad en mi celo.
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MARTA.-
(Vacilando.) Pero sin
embargo...
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CAROLINA.-
En mi palabra... En mis
juramentos.
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MARTA.-
Pero...
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CAROLINA.-
(Fuera de sí.) Pues bien,
en mi ternura... ¡en mi amor! ¿Me creéis ahora?
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MARTA.-
(Asombrada.) ¡Cielos!
Sí, señorita, sí... ya no tengo miedo.
(Dando un grito y señalando a la
vidriera.) ¡Ah!
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CAROLINA.-
¿Qué tenéis?
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MARTA.-
¡Se me figuró que
amanecía! No; a Dios gracias es de noche todavía. Dios os proteja
y os pague algún día lo dichosa que me hacéis;
¡adiós, adiós!..
(Vase.)
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Escena V
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CAROLINA,
FALKLEND.
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FALKLEND.-
(Ha oído las últimas
palabras, se pone delante de ella, y le coge la carta.) ¡Una
carta! ¿Para quién?
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CAROLINA.-
(Con espanto.) ¡Mi
padre!
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FALKLEND.-
«A la señora condesa
Estruansé.» Vaya, no os turbéis de esa manera; puesto que
tenéis tanto interés en que esta carta llegue a manos de la
condesa, yo se la entregaré... pero paréceme tengo derecho para
saber lo que mi hija escribe, y me permitiréis...
(Queriendo abrir la carta.)
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CAROLINA.-
(Con tono deprecatorio.)
Señor...
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FALKLEND.-
(Abriendo.) Me lo
permitís...
(Leyendo.) ¡Cielos!
¡Eduardo Burkenstaf estaba aquí por vos, oculto en vuestro cuarto,
y en presencia de todo el mundo ha sido descubierto!
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CAROLINA.-
Sí, sí; ¡esa es
la verdad! ¡Abrumadme con vuestro enojo! No soy culpable, ni indigna de
vos; no, os lo juro; bastante es ya que mi imprudencia haya podido
comprometeros; ni trato de justificarme, ni de evitar reconvenciones que tengo
tan merecidas, pero he sabido, y vos me lo ocultabais, que está
condenado a muerte, que, víctima de su generosidad, va a perecer por
salvar mi honor; entonces he creído que comprarle a ese precio era
perderle para siempre; he querido ahorrarme a mí remordimientos, a vos
un crimen... ¡he escrito!
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FALKLEND.-
¡Firmar una confesión de
esta especie! Y, por medio de este testimonio que va a hacerse, que debe ser
público, ¡declarar a los ojos de la condesa, del primer ministro,
de la Corte entera, que la condesa de Falklend, ciega por un comerciante, ha
comprometido por él su clase, su cuna, su padre, que demasiado expuesto
ya a los tiros de la calumnia y de la sátira se va a ver abrumado ahora,
y va a sucumbir bajo sus golpes! No; este escrito, padrón de nuestra
infamia y de nuestra ruina, no verá la luz pública.
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CAROLINA.-
¿Qué osáis
decir, señor? ¡No os opondréis a esa sentencia!
|
FALKLEND.-
No soy yo el único que la ha
firmado.
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CAROLINA.-
Pero sí sois el único
sabedor de su inocencia; si os negáis a enviar esa esquela a la condesa,
corro a echarme a sus pies... Pertenezco a su casa... Sí, señor,
sí, por vuestro honor, por vuestra tranquilidad; yo le gritaré:
«¡Perdón, señora!... ¡Salvad a Eduardo, y
salvad sobre todo a mi padre!».
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FALKLEND.-
(Deteniéndola.) ¡No,
no iréis! No saldréis de aquí.
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CAROLINA.-
(Asustada.) ¡Espero que no
trataréis de detenerme por fuerza!
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FALKLEND.-
Quiero, a pesar vuestro, impedir
vuestra perdición, y no os separaréis de mí.
(Cierra la puerta del foro.
CAROLINA le sigue para detenerle, pero dirige una
mirada a la vidriera, y da un grito.)
|
CAROLINA.-
¡Ah!, ¡la aurora, la
aurora! He aquí la hora de su suplicio; si os detenéis, no hay
esperanza de salvarle; sólo nos quedarán nuestros remordimientos:
¡padre mío! ¡Por Dios!, os lo ruego a vuestros pies:
¡mi carta!
|
FALKLEND.-
Dejadme... levantaos.
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CAROLINA.-
No; no me levantaré: he
prometido su vida a su madre, y cuando venga a pedirme a su hijo, a quien vos
habréis muerto, y a quien yo amo
(Ademán de cólera de
FALKLEND.
CAROLINA se levanta rápidamente.)
No; bien; no le amo ya; le olvidaré; faltaré a todos mis
juramentos... seré la esposa de Geler... os obedeceré;
(Dando un grito.) ¡ah!, ese
redoble, ese ruido de armas...
(Corre a la ventana.)
¡Soldados! ¡Un preso! Él es... ¡Le llevan al suplicio!
¡Mi carta!, presto; enviadla; acaso es tiempo todavía.
|
|
FALKLEND.-
Compadezco tu locura; he aquí mi
respuesta.
(Rompe la carta.)
|
CAROLINA.-
¡Ah! ¡Esto ya es
demasiado! Vuestra crueldad rompe todos los vínculos que me unían
a vos. Sí: le amo; sí, y nunca amaré o otro... Si perece,
yo no le sobreviviré... le seguiré... su madre al menos
quedará vengada, y vos como ella os quedaréis sin hija.
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FALKLEND.-
¡Carolina!
(Se oye ruido fuera.)
|
CAROLINA.-
(Con energía.)
Oídme empero, oídme con atención; si ese pueblo que se
indigna y que murmura se sublevase aún para salvarle, si el cielo, la
fortuna, ¿quién sabe? La casualidad tal vez, menos cruel que vos,
le sustraje a vuestra venganza, os declaro aquí que no habrá
poder en el mundo, ni aun el vuestro, que me impida ser suya: lo juro.
(Se oye un redoble más fuerte y
gritos en la calle,
CAROLINA da un grito y cae sobre un sillón
ocultando su cara con las manos. En aquel momento llaman a la puerta del foro.
FALKLEND va a abrir.)
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Escena VI
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CAROLINA,
RANTZAU,
FALKLEND.
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FALKLEND.-
(Asombrado.) ¡El conde de
Rantzau en mi casa a estas horas!
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CAROLINA.-
(Corriendo hacia él toda
llorosa.) ¡Ah! Señor conde, hablad, ¿es cierto?...
El desdichado Eduardo...
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FALKLEND.-
Silencio, Carolina.
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CAROLINA.-
(Fuera de sí.)
¿Qué consideraciones he de tener yo ahora? Sí,
señor conde, yo le amaba, yo soy la causa de su muerte, y yo me
castigaré.
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RANTZAU.-
(Sonriéndose.) Perdonad;
no sois tan delincuente como creéis; Eduardo existe todavía.
|
FALKLEND y CAROLINA.-
¡Cielos!
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CAROLINA.-
¿Y ese ruido que hemos
oído?...
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RANTZAU.-
Le causaban los soldados que le han
salvado.
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FALKLEND.-
(Queriendo salir.) No puede ser;
y mi presencia...
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RANTZAU.-
Pudiera aumentar acaso el peligro;
así es que yo, que no soy nada, que nada aventuro, acudía a
vuestro lado, querido y antiguo colega.
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FALKLEND.-
¿Por qué
razón?
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RANTZAU.-
Para ofreceros a vos y a vuestra hija
un asilo en mi casa.
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FALKLEND.-
(Estupefacto.) ¡Vos!
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CAROLINA.-
¿Es posible?
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RANTZAU.-
¡Eso os asombra! ¿No
hubierais vos hecho otro tanto por mí?
|
FALKLEND.-
Os doy gracias por vuestra
generosidad, pero antes de todo quisiera saber... ¡Ah! ¡El
barón de Geler! Y bien, amigo mío, ¿qué hay? Hablad
presto.
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Escena VII
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CAROLINA,
RANTZAU,
GELER,
FALKLEND.
|
GELER.-
¿Qué diablos sé
yo? Es un desorden, una confusión. Por más que pregunto, como
vos, ¿qué hay? ¿Cómo se ha compuesto esto? Todos me
preguntan, y nadie me responde.
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FALKLEND.-
Pero vos estabais allí en el
palacio...
|
GELER.-
Ya se ve que estaba: he abierto el
baile con la condesa, y, poco tiempo después de haberse retirado su
excelencia, estaba yo bailando el nuevo minué de la Corte con la de
Thornston, cuando entre los grupos que nos miraban empiezo a notar una
distracción que no era natural; no nos miraban ya, hablábanse
unos a otros en voz baja; circulaba por los salones un murmullo sordo y
prolongado; dábanse prisa todos a recoger sus pieles y sus capas, y a
tomar sus coches. ¿Qué es eso? ¿Qué hay? Se lo
pregunto a mi pareja, que está de todo tan inocente como yo; y por fin
sé por un lacayo pálido y consternado que la condesa acaba de ser
presa en su cuarto de orden del rey.
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FALKLEND.-
¡De orden del rey!, pues
¿y Estruansé?
|
GELER.-
Preso también, de vuelta del
baile.
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FALKLEND.-
(Con impaciencia.) ¿Y
Koller, ¡santo Dios! ¿Koller, a quien estaba confiada la
guardia?
|
GELER.-
Eso es lo más sorprendente y
lo que me hace dudar de todo. Añaden que esas dos prisiones han sido
ejecutadas, ¿por quién diréis?, por Koller mismo, portador
de una orden del rey.
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FALKLEND.-
¿Él...? ¿Koller
vendernos? Es imposible.
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GELER.-
(A
RANTZAU.) Eso es lo que yo he dicho; no es
posible; pero entretanto se dice, se repite; la guardia de palacio grita:
¡Viva el rey!. El pueblo, sublevado
por Berton Burkenstaf y sus amigos, grita más fuerte todavía; las
demás tropas, que habían hecho resistencia en un principio, hacen
a la hora esta causa común con ellos; por fin, yo no he podido entrar en
mi casa, delante de la cual he visto un grupo amotinado, y me vengo
aquí, no sin riesgo, y conforme me ha pillado, en traje de baile.
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RANTZAU.-
En la actualidad menos peligroso es
ese traje que el de ministro.
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GELER.-
De ayer acá no han tenido
tiempo de hacerme el mío.
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RANTZAU.-
Podéis ahorraros ese dinero.
¿Qué os decía yo ayer? Todavía no ha veinticuatro
horas, y ya no sois ministro.
|
GELER.-
¡Señor conde!
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RANTZAU.-
Lo habéis sido para bailar una
contradanza, y después de un trabajo de esta especie necesitaréis
algún descanso; os lo ofrezco en mi casa,
(Con viveza.) así como a
todos los demás, pues es el único asilo donde podéis estar
actualmente seguros; y no hay tiempo que perder. ¿Oís los gritos
de esos furiosos? Venid, señorita, venid... seguidme todos y vamos.
(En este momento se abren violentamente
las dos vidrieras del fondo.
JUAN y varios marineros y hombres del pueblo
aparecen en el balcón armados de carabinas.)
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Escena X
|
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JUAN y sus compañeros,
EDUARDO;
MARTA, entrando la primera y abalanzándose a su
hijo, a quien abraza;
BERTON, rodeado del
PUEBLO;
RANTZAU,
CAROLINA,
FALKLEND,
GELER. Detrás de ellos
KOLLER; y en el fondo
PUEBLO, soldados, magistrados, gentes de la
Corte.
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MARTA.-
(Abrazando a
EDUARDO.) ¡Mi hijo! ¡Herido!
¡Está herido!
|
EDUARDO.-
No, madre mía, no es nada.
(Le abraza varias veces mientras el
PUEBLO grita:
¡Viva Berton Burkenstaf!)
|
BERTON.-
Sí, amigos míos,
sí; por fin hemos triunfado; gracias a mí, que en servicio del
rey todo lo he conducido y dirigido: me glorío de ello.
|
TODOS.-
¡Viva!
|
BERTON.-
(A su mujer.) ¿No oyes,
mujer? Ha vuelto el favor.
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MARTA.-
¿Qué me importa a
mí? Ya no pido nada; ya tengo a mi hijo.
|
BERTON.-
¡Silencio, señores,
silencio! Tengo aquí las órdenes del rey, órdenes que
acabo de recibir en este instante; nuestro augusto soberano tenía puesta
en mí toda su confianza.
|
JUAN.-
(A sus compañeros.)
¡Tiene razón el rey!
(Señalando a su amo, que se saca
de la faltriquera la orden.) Parece que no, pero ¡qué
cabeza! Ya sabía él lo que se hacía cuando tiraba el oro a
manos llenas...
(Con alegría.) Porque de
veinte mil florines no le queda nada, ni un rixdaler.
|
BERTON.-
(Abriendo el pliego y haciéndole
señas para que calle.) ¡Juan!...
|
JUAN.-
Bien, nuestro amo.
(A sus compañeros.) Y si
la cosa hubiera salido al revés, todos hubiéramos olido a cordel,
él, su hijo, su familia, y los mancebos de su tienda.
|
BERTON.-
¡Juan, silencio!
|
JUAN.-
Bien, nuestro amo.
(Gritando.) ¡Viva
Burkenstaf!
|
BERTON.-
(Con satisfacción.) Bien
está, amigos míos, bien; pero escuchad.
(Leyendo.) «Nos Cristiano
VII, rey de Dinamarca, a nuestros fieles vasallos y habitantes de Copenhague,
salud. Después de haber castigado la traición, réstanos
recompensar la fidelidad en la persona del conde Beltrán de Rantzau, a
quien, bajo la regencia de nuestra madre, la reina María Julia,
nombramos nuestro primer ministro.»
|
RANTZAU.-
(Con aire modesto.) ¡Yo que
pretendo retirarme de los negocios!...
|
BERTON.-
(Con severidad.)
¡Imposible, señor conde! El rey lo manda; es preciso obedecer.
Dejadme acabar, os ruego.
(Leyendo.) «En la persona
del conde Beltrán de Rantzau, a quien nombramos nuestro primer ministro,
(Con énfasis.) y en la de
Berton Burkenstaf, comerciante de Copenhague, a quien nombramos en nuestra casa
real
(Bajando la voz.) primer mercader
de sedas y proveedor de la corona.»
|
TODOS.-
¡Viva el rey!
|
JUAN.-
¡Magnífico! Pondremos
las armas reales sobre nuestra tienda.
|
BERTON.-
(Haciendo un gesto.) ¡Linda
recompensa! ¡Y al precio que esto me cuesta!...
|
JUAN.-
¿Y yo, aquel destinillo que me
habíais prometido?
|
BERTON.-
Déjame en paz.
|
JUAN.-
(A sus compañeros.)
¡Qué ingratitud! Yo que lo he hecho todo, ¡de esta suerte me
pagan!
|
RANTZAU.-
Puesto que el rey lo exige, fuerza es
obedecer, señores, y tomar uno sobre sus hombros una carga que
harán más ligera, como lo espero,
(A los magistrados.) vuestros
consejos, y el aprecio de mis conciudadanos.
(A
EDUARDO.) Por lo que hace a vos,
caballero, que en esta ocasión habéis corrido los mayores
peligros, se os debe también alguna recompensa...
|
EDUARDO.-
(Con franqueza.) Ninguna,
señor; ahora puedo decírselo, a vos sólo...
(A media voz.) jamás he
conspirado.
|
RANTZAU.-
(Imponiéndole silencio.)
Bien, bien; esas cosas no se dicen nunca, sobre todo después.
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EDUARDO.-
(Señalando a
CAROLINA.) El único premio...
|
CAROLINA.-
¡Eduardo!
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RANTZAU.-
Arreglaremos eso: mi antiguo colega
acaso vencerá ahora su repugnancia.
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BERTON.-
(Tristemente.) (¡Proveedor
de la corona!)
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MARTA.-
Ya debes estar contento, ¿no
era eso lo que deseabas?
|
BERTON.-
¡Qué diablos! Ya lo era
de hecho: sino que antes proveía a dos cortes, la de la reina madre y la
de la condesa; y derribando a una pierdo la mitad de mi parroquia.
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MARTA.-
Y has aventurado tu fortuna, tus
bienes, tu vida, la de tu hijo, que está herido, y acaso peligrosamente,
¿y todo para qué?
|
BERTON.-
(Señalando a
RANTZAU y
KOLLER.) Para otros, que se llevan la
prebenda.
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MARTA.-
¡Y luego haga usted
conspiraciones!
|
BERTON.-
(Alargándole la mano.) Se
acabó; en lo sucesivo las veré pasar, ¡y lléveme el
diablo si me vuelvo a meter en otra!
|
TODO EL PUEBLO.-
(Rodeando a
RANTZAU, e inclinándose delante de
él.) ¡Viva el conde de Rantzau!!!
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