Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaActo V

 

Salón del palacio de FALKLEND. -A cada lado una gran puerta; en el fondo otras y dos vidrieras de otros tantos balcones. A la izquierda en primer término una mesa, y recado de escribir. -Sobre la mesa dos bujías encendidas.

 

imagen


Escena I

 

CAROLINA, envuelta en una capa y debajo un traje de baile; FALKLEND.

 

FALKLEND.-   (Dando un abrazo a su hija.)  ¿Cómo estáis ya?

CAROLINA.-  Gracias, señor; estoy mejor.

FALKLEND.-  Tu extraordinaria palidez me había asustado; creí que te caías en medio del baile, delante de todo el mundo.

CAROLINA.-  Ya sabéis que yo hubiera preferido estarme aquí; pero vos, a pesar de mis ruegos, habéis querido que fuese.

FALKLEND.-  Cierto: ¿qué no se hubiera dicho de tu ausencia? ¿No era bastante que se hubiese enterado ayer todo el mundo de tu turbación cuando encontraron en casa a ese joven? No era cosa, me parece, de que creyesen las gentes que tus penas te impedirían asistir a la fiesta.

CAROLINA.-  ¡Padre mío!

FALKLEND.-  Que estaba por cierto magnífica. ¡Qué lujo! ¡Qué suntuosidad! ¡Qué multitud! No necesito más pruebas de la seguridad, de la firmeza de nuestro poder: por fin hemos fijado la suerte; nunca ha estado la condesa más seductora; ¡se veía brillar en sus ojos el orgullo del triunfo! A propósito, ¿has reparado en el barón de Geler?

CAROLINA.-  No, señor.

FALKLEND.-  ¿Cómo no? Ha abierto el baile con la condesa, y parecía todavía más satisfecho de esta predilección que de su nueva dignidad de ministro; porque le han nombrado... Sucede inmediatamente al conde de Rantzau, que a fuer de hábil nos deja, y se va cuando viene la fortuna.

CAROLINA.-  No son muchos capaces de hacer otro tanto.

FALKLEND.-  Sí; ¡siempre le ha gustado singularizarse! Así es que no le hemos guardado por eso ningún rencor. Que se retire, que haga sitio a otros; ha concluido, y la Corte, que teme su talento, se ha considerado muy afortunada en darle un sucesor.

CAROLINA.-  A quien no teme.

FALKLEND.-  ¡Precisamente! ¡A un caballero amable y galante como mi yerno!

CAROLINA.-  ¡Vuestro yerno!

FALKLEND.-   (Con severidad y mirando a CAROLINA.)  Sin duda.

CAROLINA.-   (Con timidez.)  Mañana os hablaré, señor, acerca del barón.

FALKLEND.-  ¿Y por qué no ahora mismo?

CAROLINA.-  Es tarde, la noche está muy adelantada; y además no estoy enteramente restablecida de la conmoción que he experimentado.

FALKLEND.-  Pero, ¿cuál ha sido la causa de esa conmoción?

CAROLINA.-  ¡Ah! Eso sí puedo decíroslo. Nunca me he hallado tan sola ni tan aislada como en esa fiesta, y al notar la alegría que brillaba en todos los semblantes no podía creer que a algunos pasos de allí seres desgraciados gemían acaso entre cadenas... Perdonadme, padre mío; esta idea era superior a mis fuerzas, y me perseguía por todas partes. Cuando el marqués de Ostén se acercó a Estruansé, que estaba a mi lado, y le habló al oído, no entendí bien lo que dijo; pero Estruansé parecía estar impaciente, y por fin se levantó diciendo: «Es tiempo perdido, señor marqués: no puede haber piedad para los delitos de alta traición; no lo olvidéis.» El marqués entonces se inclinó, respondiéndole: «No lo olvidaré, excelentísimo señor, y acaso no tardaré en tener ocasión de recordároslo.»

FALKLEND.-  ¡Qué insolencia!

CAROLINA.-  Este incidente había reunido algunas personas a nuestro alrededor y oí confusamente estas palabras: «El ministro tiene razón: es preciso hacer un ejemplar». «Sí, decían otros, ¡pero condenarle a muerte!..». ¡Condenarle! Al oír esta palabra, un frío mortal se difundió por mis venas, se me puso un velo delante de los ojos, y sentí que mis fuerzas me abandonaban.

FALKLEND.-  Felizmente estaba yo cerca de ti.

CAROLINA.-  Sí; era un terror absurdo y quimérico, lo conozco; pero, ¿qué queréis? Encerrada hoy todo el día en mi cuarto, a nadie había visto ni preguntado... Hay un nombre que no me atrevo a pronunciar en vuestra presencia, pero... ¿no es verdad que él no tiene por qué temer?

FALKLEND.-  Seguramente... que no... tranquilízate.

CAROLINA.-  Eso he dicho yo... es imposible... por otra parte, le prendieron ayer, no pueden haberle condenado hoy, y los pasos que habrán dado los suyos, y vuestra influencia misma, padre mío...

FALKLEND.-  Por supuesto: como tú has dicho muy bien, mañana, querida mía, hablaremos de eso. Me retiro, te dejo.

CAROLINA.-  ¿Volvéis al baile?

FALKLEND.-  No: he dejado en él a Geler, que hará nuestras veces perfectamente, y que bailará probablemente toda la noche... No puede tardar mucho en amanecer; ya no me acuesto; voy a mi despacho a trabajar. ¡Hola!  (JORGE aparece en el fondo, y otro criado que toma una bujía.)  Vamos, hija mía, valor, ánimo. Buenas noches, buenas noches.  (Sale seguido de un criado.) 



Escena II

 

CAROLINA, JORGE.

 

CAROLINA.-  ¡Respiro! Me había asustado sin razón; se trataría de otro sin duda. ¡Ah!, se me figuraba que todos deben estar como yo, y no pensar más que en él.

JORGE.-  Señorita...

CAROLINA.-  ¿Qué hay, Jorge?

JORGE.-  Hace gran rato que está ahí esperando una mujer que da lástima por cierto. Dice que, aunque le cueste esperar toda la noche, está resuelta a no salir de la casa sin haber hablado a la señorita privadamente.

CAROLINA.-  ¿A mí?

JORGE.-  Me ha suplicado que os pase el recado.

CAROLINA.-  ¡Que entre! Aunque estoy muy cansada, la recibiré.

JORGE.-   (Que ha ido a buscar a MARTA.)  Aquí tiene usted, buena señora... aquí está la señorita: despachaos, que es tarde.  (Vase.) 



Escena III

 

MARTA y CAROLINA.

 

MARTA.-  Mil perdones, señorita, por atreverme a estas horas...

CAROLINA.-  Señora Burkenstaf...  (Corriendo a ella y cogiéndole las manos.)  ¡Ah, cuánto me alegro de haberos recibido! ¡Qué dichosa soy cuando os veo!  (Con alegría y ternura.)  (¡Es su madre!)  (Alto.)  ¿Venís a hablarme de Eduardo?

MARTA.-  ¡Ah!, señorita, en medio de mi desesperación, ¿puedo hablar por ventura de otra cosa que de mi hijo... de mi pobre hijo? Vengo de verle.

CAROLINA.-   (Con viveza.)  ¿Le habéis visto?

MARTA.-   (Llorando.)  Vengo de abrazarle, señorita... ¡Por la última vez!

CAROLINA.-  ¿Qué decís?

MARTA.-  Le han notificado esta tarde su sentencia.

CAROLINA.-  ¿Qué sentencia? ¿Qué quiere decir eso?

MARTA.-   (Con alegría.)  ¿Lo ignorabais, señora? ¡Ah! ¡Tanto mejor! De otra suerte no hubierais estado en ese baile, ¿no es verdad? Por elevada que sea vuestra clase, por grande que fuera el compromiso, no habríais podido divertiros cuando el que tanto os ha querido está condenado a muerte...

CAROLINA.-   (Dando un grito.)  ¡Ah!  (Con delirio.)  ¡Con que decían la verdad! Hablaban de él... y mi padre me ha engañado.  (A MARTA.)  ¡Le han condenado!

MARTA.-  Sí, señorita. Estruansé lo ha firmado, la condesa lo ha consentido. ¿Podéis concebirlo, señora? ¡Y es madre sin embargo! ¡Tiene un hijo!

CAROLINA.-  Serenaos, señora; yo tengo alguna esperanza todavía.

MARTA.-  Yo pongo en vos todas las mías. Mi marido tiene proyectos que no quiere explicarme; no debiera deciros... pero vos no me venderéis; entretanto no se atreve a presentarse; está escondido; sus amigos no darán la cara, o la darán muy tarde; y yo, en medio de mi dolor, ¿qué puedo intentar? ¿Qué puedo hacer? Si todo se redujese a morir... nada os pediría, ya estaría mi hijo en libertad. He corrido a su calabozo, he dado tanto oro, que los he reducido a que me vendiesen el placer de abrazarle; le he estrechado contra mi corazón, le he hablado de mi desesperación de mis temores... Pero ¡ah! ¡Él no me ha hablado sino de vos!

CAROLINA.-  ¡Eduardo!

MARTA.-  Sí, señora; el ingrato, al consolarme, pensaba en vos. «Espero, me decía, que ignorará mi suerte, que no sabrá nada, porque felizmente será al amanecer... al rayar el día.»

CAROLINA.-  ¿El qué?

MARTA.-   (Con delirio.)  ¿No os lo he dicho, señora, o no lo habéis adivinado por mi desesperación? Dentro de poco, de aquí a algunos instantes, es cuando van a matar a mi hijo.

CAROLINA.-  ¡A matarle!

MARTA.-  Sí; a matarle, sí, ahí, en esa plaza; debajo de vuestros balcones le van a conducir. Entonces, en el delirio que se apoderó de mi alma, me desasí de sus brazos, y, desoyendo sus ruegos, he corrido aquí para deciros: «Le van a matar... amparadle...» pero vos no estabais aquí, y he esperado... ¡Ah, qué horrible suplicio! ¡Considerad si habré sufrido contando los minutos de esta noche que deseaba y temía abreviar!, pero ya estáis aquí; ya os veo; vamos juntas a arrojarnos a los pies de vuestro padre, a los pies de la condesa; ella lo puede todo; pediremos el perdón de mi hijo.

CAROLINA.-  Os lo prometo.

MARTA.-  Vos le diréis que no es culpable; no lo es, y os lo juro; nunca ha pensado en complot ni en rebeliones: nunca ha pensado en conspirar, ¡él no pensaba en nada sino en amaros!

CAROLINA.-  Lo sé, lo sé, y su amor es lo que le ha perdido: por mí, por salvarme moriría... ¡Oh!, no; no puede ser; tranquilizaos; yo os respondo de su vida.

MARTA.-  ¡Es posible!

CAROLINA.-  Sí, señora, sí; una persona quedará perdida; pero no será él.

MARTA.-  ¿Qué queréis decir?

CAROLINA.-  ¡Nada!... ¡Nada!... Volveos a vuestra casa, partid: dentro de algunos instantes obtendrá su perdón; ¡se salvará! Descuidad en mi celo.

MARTA.-   (Vacilando.)  Pero sin embargo...

CAROLINA.-  En mi palabra... En mis juramentos.

MARTA.-  Pero...

CAROLINA.-   (Fuera de sí.)  Pues bien, en mi ternura... ¡en mi amor! ¿Me creéis ahora?

MARTA.-   (Asombrada.)  ¡Cielos! Sí, señorita, sí... ya no tengo miedo.  (Dando un grito y señalando a la vidriera.)  ¡Ah!

CAROLINA.-  ¿Qué tenéis?

MARTA.-  ¡Se me figuró que amanecía! No; a Dios gracias es de noche todavía. Dios os proteja y os pague algún día lo dichosa que me hacéis; ¡adiós, adiós!..  (Vase.) 



Escena IV

 

CAROLINA, agitada.

 

CAROLINA.-  Diré la verdad; diré que no es culpable; publicaré a gritos que se ha acusado a sí mismo para no comprometerme, y para salvar mi reputación. Y yo...  (Deteniéndose.)  ¡Oh! ¡Yo perdida! Deshonrada para siempre... ¿Y qué? ¿De qué me sirve pensar en eso? Es forzoso; no puedo permitir su muerte. Él por amor me daba su vida, y yo por amor le daré más todavía.  (Sentándose.)  Sí, sí; escribamos; pero, ¿a quién confiarme? A mi padre... ¡oh!, no: ¿a Estruansé?, menos: delante de mí ha dicho que no perdonaría jamás; pero la condesa es mujer, me comprenderá... por otra parte, yo no quería creerlo, pero si, como dicen, es amada, ¡si ama! ¡Dios mío, haz que sea cierto! Tendrá lástima de mí, y no me culpará;  (Escribiendo rápidamente.)  démonos prisa; esta declaración solemne no dejará duda alguna acerca de su inocencia. Carolina de Falklend...  (Dejando caer la pluma.)  ¡Ah! Mi oprobio, mi deshonra es lo que firmo:  (Plegando la carta.)  no pensemos en eso, no nos acordemos de nada... los momentos son preciosos, y a estas horas... ¿de qué medio me valdré? ¡Ah!, por su camarera... enviándole a Jorge, que es de toda confianza... Sí, es el único medio de hacer que llegue pronto esta carta a su destino.



Escena V

 

CAROLINA, FALKLEND.

 

FALKLEND.-   (Ha oído las últimas palabras, se pone delante de ella, y le coge la carta.)  ¡Una carta! ¿Para quién?

CAROLINA.-   (Con espanto.)  ¡Mi padre!

FALKLEND.-  «A la señora condesa Estruansé.» Vaya, no os turbéis de esa manera; puesto que tenéis tanto interés en que esta carta llegue a manos de la condesa, yo se la entregaré... pero paréceme tengo derecho para saber lo que mi hija escribe, y me permitiréis...  (Queriendo abrir la carta.) 

CAROLINA.-   (Con tono deprecatorio.)  Señor...

FALKLEND.-   (Abriendo.)  Me lo permitís...  (Leyendo.)  ¡Cielos! ¡Eduardo Burkenstaf estaba aquí por vos, oculto en vuestro cuarto, y en presencia de todo el mundo ha sido descubierto!

CAROLINA.-  Sí, sí; ¡esa es la verdad! ¡Abrumadme con vuestro enojo! No soy culpable, ni indigna de vos; no, os lo juro; bastante es ya que mi imprudencia haya podido comprometeros; ni trato de justificarme, ni de evitar reconvenciones que tengo tan merecidas, pero he sabido, y vos me lo ocultabais, que está condenado a muerte, que, víctima de su generosidad, va a perecer por salvar mi honor; entonces he creído que comprarle a ese precio era perderle para siempre; he querido ahorrarme a mí remordimientos, a vos un crimen... ¡he escrito!

FALKLEND.-  ¡Firmar una confesión de esta especie! Y, por medio de este testimonio que va a hacerse, que debe ser público, ¡declarar a los ojos de la condesa, del primer ministro, de la Corte entera, que la condesa de Falklend, ciega por un comerciante, ha comprometido por él su clase, su cuna, su padre, que demasiado expuesto ya a los tiros de la calumnia y de la sátira se va a ver abrumado ahora, y va a sucumbir bajo sus golpes! No; este escrito, padrón de nuestra infamia y de nuestra ruina, no verá la luz pública.

CAROLINA.-  ¿Qué osáis decir, señor? ¡No os opondréis a esa sentencia!

FALKLEND.-  No soy yo el único que la ha firmado.

CAROLINA.-  Pero sí sois el único sabedor de su inocencia; si os negáis a enviar esa esquela a la condesa, corro a echarme a sus pies... Pertenezco a su casa... Sí, señor, sí, por vuestro honor, por vuestra tranquilidad; yo le gritaré: «¡Perdón, señora!... ¡Salvad a Eduardo, y salvad sobre todo a mi padre!».

FALKLEND.-   (Deteniéndola.)  ¡No, no iréis! No saldréis de aquí.

CAROLINA.-   (Asustada.)  ¡Espero que no trataréis de detenerme por fuerza!

FALKLEND.-  Quiero, a pesar vuestro, impedir vuestra perdición, y no os separaréis de mí.  (Cierra la puerta del foro. CAROLINA le sigue para detenerle, pero dirige una mirada a la vidriera, y da un grito.) 

CAROLINA.-  ¡Ah!, ¡la aurora, la aurora! He aquí la hora de su suplicio; si os detenéis, no hay esperanza de salvarle; sólo nos quedarán nuestros remordimientos: ¡padre mío! ¡Por Dios!, os lo ruego a vuestros pies: ¡mi carta!

FALKLEND.-  Dejadme... levantaos.

CAROLINA.-  No; no me levantaré: he prometido su vida a su madre, y cuando venga a pedirme a su hijo, a quien vos habréis muerto, y a quien yo amo  (Ademán de cólera de FALKLEND. CAROLINA se levanta rápidamente.)  No; bien; no le amo ya; le olvidaré; faltaré a todos mis juramentos... seré la esposa de Geler... os obedeceré;  (Dando un grito.)  ¡ah!, ese redoble, ese ruido de armas...  (Corre a la ventana.)  ¡Soldados! ¡Un preso! Él es... ¡Le llevan al suplicio! ¡Mi carta!, presto; enviadla; acaso es tiempo todavía.

imagen

FALKLEND.-  Compadezco tu locura; he aquí mi respuesta.  (Rompe la carta.) 

CAROLINA.-  ¡Ah! ¡Esto ya es demasiado! Vuestra crueldad rompe todos los vínculos que me unían a vos. Sí: le amo; sí, y nunca amaré o otro... Si perece, yo no le sobreviviré... le seguiré... su madre al menos quedará vengada, y vos como ella os quedaréis sin hija.

FALKLEND.-  ¡Carolina!  (Se oye ruido fuera.) 

CAROLINA.-   (Con energía.)  Oídme empero, oídme con atención; si ese pueblo que se indigna y que murmura se sublevase aún para salvarle, si el cielo, la fortuna, ¿quién sabe? La casualidad tal vez, menos cruel que vos, le sustraje a vuestra venganza, os declaro aquí que no habrá poder en el mundo, ni aun el vuestro, que me impida ser suya: lo juro.  (Se oye un redoble más fuerte y gritos en la calle, CAROLINA da un grito y cae sobre un sillón ocultando su cara con las manos. En aquel momento llaman a la puerta del foro. FALKLEND va a abrir.) 



Escena VI

 

CAROLINA, RANTZAU, FALKLEND.

 

FALKLEND.-   (Asombrado.)  ¡El conde de Rantzau en mi casa a estas horas!

CAROLINA.-   (Corriendo hacia él toda llorosa.)  ¡Ah! Señor conde, hablad, ¿es cierto?... El desdichado Eduardo...

FALKLEND.-  Silencio, Carolina.

CAROLINA.-   (Fuera de sí.)  ¿Qué consideraciones he de tener yo ahora? Sí, señor conde, yo le amaba, yo soy la causa de su muerte, y yo me castigaré.

RANTZAU.-   (Sonriéndose.)  Perdonad; no sois tan delincuente como creéis; Eduardo existe todavía.

FALKLEND y CAROLINA.-  ¡Cielos!

CAROLINA.-  ¿Y ese ruido que hemos oído?...

RANTZAU.-  Le causaban los soldados que le han salvado.

FALKLEND.-   (Queriendo salir.)  No puede ser; y mi presencia...

RANTZAU.-  Pudiera aumentar acaso el peligro; así es que yo, que no soy nada, que nada aventuro, acudía a vuestro lado, querido y antiguo colega.

FALKLEND.-  ¿Por qué razón?

RANTZAU.-  Para ofreceros a vos y a vuestra hija un asilo en mi casa.

FALKLEND.-   (Estupefacto.)  ¡Vos!

CAROLINA.-  ¿Es posible?

RANTZAU.-  ¡Eso os asombra! ¿No hubierais vos hecho otro tanto por mí?

FALKLEND.-  Os doy gracias por vuestra generosidad, pero antes de todo quisiera saber... ¡Ah! ¡El barón de Geler! Y bien, amigo mío, ¿qué hay? Hablad presto.



Escena VII

 

CAROLINA, RANTZAU, GELER, FALKLEND.

 

GELER.-  ¿Qué diablos sé yo? Es un desorden, una confusión. Por más que pregunto, como vos, ¿qué hay? ¿Cómo se ha compuesto esto? Todos me preguntan, y nadie me responde.

FALKLEND.-  Pero vos estabais allí en el palacio...

GELER.-  Ya se ve que estaba: he abierto el baile con la condesa, y, poco tiempo después de haberse retirado su excelencia, estaba yo bailando el nuevo minué de la Corte con la de Thornston, cuando entre los grupos que nos miraban empiezo a notar una distracción que no era natural; no nos miraban ya, hablábanse unos a otros en voz baja; circulaba por los salones un murmullo sordo y prolongado; dábanse prisa todos a recoger sus pieles y sus capas, y a tomar sus coches. ¿Qué es eso? ¿Qué hay? Se lo pregunto a mi pareja, que está de todo tan inocente como yo; y por fin sé por un lacayo pálido y consternado que la condesa acaba de ser presa en su cuarto de orden del rey.

FALKLEND.-  ¡De orden del rey!, pues ¿y Estruansé?

GELER.-  Preso también, de vuelta del baile.

FALKLEND.-   (Con impaciencia.)  ¿Y Koller, ¡santo Dios! ¿Koller, a quien estaba confiada la guardia?

GELER.-  Eso es lo más sorprendente y lo que me hace dudar de todo. Añaden que esas dos prisiones han sido ejecutadas, ¿por quién diréis?, por Koller mismo, portador de una orden del rey.

FALKLEND.-  ¿Él...? ¿Koller vendernos? Es imposible.

GELER.-   (A RANTZAU.)  Eso es lo que yo he dicho; no es posible; pero entretanto se dice, se repite; la guardia de palacio grita: ¡Viva el rey!. El pueblo, sublevado por Berton Burkenstaf y sus amigos, grita más fuerte todavía; las demás tropas, que habían hecho resistencia en un principio, hacen a la hora esta causa común con ellos; por fin, yo no he podido entrar en mi casa, delante de la cual he visto un grupo amotinado, y me vengo aquí, no sin riesgo, y conforme me ha pillado, en traje de baile.

RANTZAU.-  En la actualidad menos peligroso es ese traje que el de ministro.

GELER.-  De ayer acá no han tenido tiempo de hacerme el mío.

RANTZAU.-  Podéis ahorraros ese dinero. ¿Qué os decía yo ayer? Todavía no ha veinticuatro horas, y ya no sois ministro.

GELER.-  ¡Señor conde!

RANTZAU.-  Lo habéis sido para bailar una contradanza, y después de un trabajo de esta especie necesitaréis algún descanso; os lo ofrezco en mi casa,  (Con viveza.)  así como a todos los demás, pues es el único asilo donde podéis estar actualmente seguros; y no hay tiempo que perder. ¿Oís los gritos de esos furiosos? Venid, señorita, venid... seguidme todos y vamos.  (En este momento se abren violentamente las dos vidrieras del fondo. JUAN y varios marineros y hombres del pueblo aparecen en el balcón armados de carabinas.) 



Escena VIII

 

JUAN, RANTZAU, CAROLINA, FALKLEND, GELER.

 

JUAN.-   (Apuntando.)  Alto ahí, excelentísimos señores; ¿adónde bueno?

CAROLINA.-   (Dando un grito y rodeando a su padre con sus brazos.)  ¡Ah, señor, soy siempre vuestra hija! Lo soy al menos para morir con vos.

JUAN.-  ¡Encomendad vuestra alma a Dios!



Escena IX

 

JUAN, RANTZAU; EDUARDO, con el brazo izquierdo suspendido arrojándose por la puerta del foro, y poniéndose delante de CAROLINA, FALKLEND y GELER.

 

EDUARDO.-   (A JUAN y sus COMPAÑEROS, que acaban de saltar en la habitación.)  Deteneos, no haya muertos, no haya sangre; caigan del poder; eso basta.  (Señalando a CAROLINA, FALKLEND y GELER.)  A costa de mi vida los defenderé; ¡yo los protejo!  (Viendo a RANTZAU y corriendo a él.)  ¡Ah, mi libertador, mi Dios tutelar!

FALKLEND.-   (Admirado.)  ¡Él!... ¡El conde de Rantzau!

JUAN y sus COMPAÑEROS.-   (Inclinándose.)  ¡El conde de Rantzau! Eso es otra cosa; es el amigo del pueblo, es de los nuestros.

GELER.-  ¡Es posible!

RANTZAU.-   (A FALKLEND, GELER y CAROLINA.)  Sí, señor; amigo de todo el mundo; preguntádselo sino al general Koller, y a su digno aliado el señor Berton Burkenstaf.

TODOS.-   (Gritando.)  ¡Viva Berton Burkenstaf!



Escena X

 

JUAN y sus compañeros, EDUARDO; MARTA, entrando la primera y abalanzándose a su hijo, a quien abraza; BERTON, rodeado del PUEBLO; RANTZAU, CAROLINA, FALKLEND, GELER. Detrás de ellos KOLLER; y en el fondo PUEBLO, soldados, magistrados, gentes de la Corte.

 

MARTA.-   (Abrazando a EDUARDO.)  ¡Mi hijo! ¡Herido! ¡Está herido!

EDUARDO.-  No, madre mía, no es nada.  (Le abraza varias veces mientras el PUEBLO grita: ¡Viva Berton Burkenstaf!

BERTON.-  Sí, amigos míos, sí; por fin hemos triunfado; gracias a mí, que en servicio del rey todo lo he conducido y dirigido: me glorío de ello.

TODOS.-  ¡Viva!

BERTON.-   (A su mujer.)  ¿No oyes, mujer? Ha vuelto el favor.

MARTA.-  ¿Qué me importa a mí? Ya no pido nada; ya tengo a mi hijo.

BERTON.-  ¡Silencio, señores, silencio! Tengo aquí las órdenes del rey, órdenes que acabo de recibir en este instante; nuestro augusto soberano tenía puesta en mí toda su confianza.

JUAN.-   (A sus compañeros.)  ¡Tiene razón el rey!  (Señalando a su amo, que se saca de la faltriquera la orden.)  Parece que no, pero ¡qué cabeza! Ya sabía él lo que se hacía cuando tiraba el oro a manos llenas...  (Con alegría.)  Porque de veinte mil florines no le queda nada, ni un rixdaler.

BERTON.-   (Abriendo el pliego y haciéndole señas para que calle.)  ¡Juan!...

JUAN.-  Bien, nuestro amo.  (A sus compañeros.)  Y si la cosa hubiera salido al revés, todos hubiéramos olido a cordel, él, su hijo, su familia, y los mancebos de su tienda.

BERTON.-  ¡Juan, silencio!

JUAN.-  Bien, nuestro amo.  (Gritando.)  ¡Viva Burkenstaf!

BERTON.-   (Con satisfacción.)  Bien está, amigos míos, bien; pero escuchad.  (Leyendo.)  «Nos Cristiano VII, rey de Dinamarca, a nuestros fieles vasallos y habitantes de Copenhague, salud. Después de haber castigado la traición, réstanos recompensar la fidelidad en la persona del conde Beltrán de Rantzau, a quien, bajo la regencia de nuestra madre, la reina María Julia, nombramos nuestro primer ministro.»

RANTZAU.-   (Con aire modesto.)  ¡Yo que pretendo retirarme de los negocios!...

BERTON.-   (Con severidad.)  ¡Imposible, señor conde! El rey lo manda; es preciso obedecer. Dejadme acabar, os ruego.  (Leyendo.)  «En la persona del conde Beltrán de Rantzau, a quien nombramos nuestro primer ministro,  (Con énfasis.)  y en la de Berton Burkenstaf, comerciante de Copenhague, a quien nombramos en nuestra casa real  (Bajando la voz.)  primer mercader de sedas y proveedor de la corona.»

TODOS.-  ¡Viva el rey!

JUAN.-  ¡Magnífico! Pondremos las armas reales sobre nuestra tienda.

BERTON.-   (Haciendo un gesto.)  ¡Linda recompensa! ¡Y al precio que esto me cuesta!...

JUAN.-  ¿Y yo, aquel destinillo que me habíais prometido?

BERTON.-  Déjame en paz.

JUAN.-   (A sus compañeros.)  ¡Qué ingratitud! Yo que lo he hecho todo, ¡de esta suerte me pagan!

RANTZAU.-  Puesto que el rey lo exige, fuerza es obedecer, señores, y tomar uno sobre sus hombros una carga que harán más ligera, como lo espero,  (A los magistrados.)  vuestros consejos, y el aprecio de mis conciudadanos.  (A EDUARDO.)  Por lo que hace a vos, caballero, que en esta ocasión habéis corrido los mayores peligros, se os debe también alguna recompensa...

EDUARDO.-   (Con franqueza.)  Ninguna, señor; ahora puedo decírselo, a vos sólo...  (A media voz.)  jamás he conspirado.

RANTZAU.-   (Imponiéndole silencio.)  Bien, bien; esas cosas no se dicen nunca, sobre todo después.

EDUARDO.-   (Señalando a CAROLINA.)  El único premio...

CAROLINA.-  ¡Eduardo!

RANTZAU.-  Arreglaremos eso: mi antiguo colega acaso vencerá ahora su repugnancia.

BERTON.-   (Tristemente.)  (¡Proveedor de la corona!)

MARTA.-  Ya debes estar contento, ¿no era eso lo que deseabas?

BERTON.-  ¡Qué diablos! Ya lo era de hecho: sino que antes proveía a dos cortes, la de la reina madre y la de la condesa; y derribando a una pierdo la mitad de mi parroquia.

MARTA.-  Y has aventurado tu fortuna, tus bienes, tu vida, la de tu hijo, que está herido, y acaso peligrosamente, ¿y todo para qué?

BERTON.-   (Señalando a RANTZAU y KOLLER.)  Para otros, que se llevan la prebenda.

MARTA.-  ¡Y luego haga usted conspiraciones!

BERTON.-   (Alargándole la mano.)  Se acabó; en lo sucesivo las veré pasar, ¡y lléveme el diablo si me vuelvo a meter en otra!

TODO EL PUEBLO.-   (Rodeando a RANTZAU, e inclinándose delante de él.)  ¡Viva el conde de Rantzau!!!