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ArribaAbajoActo IV

 

Habitación de la REINA madre en el palacio de Cristiamborg. -Dos puertas laterales. Puerta secreta a la izquierda. -A la derecha un velador cubierto con un rico tapete.

 

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Escena I

 

La REINA, a la derecha, sentada junto al velador.

 

REINA.-  ¡Nadie! ¡Nadie todavía! Mi inquietud se aumenta por momentos; no entiendo este billete anónimo.  (Leyendo.)  «A pesar de la contraorden que habéis dado, uno de los conjurados fue preso ayer noche en el palacio de Falklend. Es el joven Eduardo Burkenstaf. ¡Haced por ver a su padre y ponedle en movimiento! No hay tiempo que perder». ¡Eduardo Burkenstaf preso como conspirador! ¡Con que era de los nuestros! ¿Entonces por qué Koller no me ha prevenido? No le he visto desde ayer; no sé qué es de él. Con tal que no esté también comprometido; es el único amigo con quien puedo contar; acabo de ver al rey; le he hablado; tenía confianza con él, pero su cabeza está más débil que nunca; es todo lo más si me ha conocido y me ha comprendido... Y si ese joven, intimidado por las amenazas, nombra a los jefes de la conspiración, si me vende... mas no; es pundonoroso; tiene valor. Pero y su padre... su padre, que no viene, y que es mi única esperanza. Le he enviado a decir que me traiga las telas que le he encargado, y ha debido comprenderme; ¡en el día nuestra suerte y nuestros intereses son los mismos! De nuestra armonía depende el éxito.

UN UJIER EN LA CÁMARA.-   (Entrando.)  El señor Berton Burkenstaf quiere presentar unas telas a Vuestra Majestad.

REINA.-   (Con viveza.)  Que entre; que entre.



Escena II

 

La REINA, BERTON, MARTA, con telas debajo del brazo, el ujier, que permanece en el fondo.

 

BERTON.-  Ya veis, mujer; no nos han hecho hacer antesala un solo instante.

REINA.-  Venid; os esperaba.

BERTON.-  ¡Vuestra Majestad es demasiado amable! Me habéis hecho llamar a mí; pero yo me he tomado la libertad de traer a mi mujer para que vea el palacio, y sobre todo el favor con que me honra Vuestra Majestad.

REINA.-  Poco importa si es de fiar.  (Al ujier.)  Dejadnos.  (Vase.) 

MARTA.-  Aquí tiene Vuestra Majestad...

REINA.-  No se trata de eso. ¿Sabéis lo que pasa?

BERTON.-  No, señora; no he salido de mi casa. Por una casualidad que no hemos podido comprender estaba encerrado.

MARTA.-  Y lo estaría todavía, a no ser por un aviso secreto que he recibido.

REINA.-   (Con viveza.)  No importa. Os he llamado, Burkenstaf, porque necesito vuestros consejos y vuestro auxilio.

BERTON.-  ¡Es posible!  (A MARTA.)  Ya lo oyes.

REINA.-  Esta es la ocasión de emplear vuestro influjo, de presentaros por fin.

BERTON.-  Vuestra Majestad cree...

MARTA.-  Yo creo que es la ocasión de estarse quieto. Perdone Vuestra Majestad, pero demasiado ha dado ya que decir.

BERTON.-  ¿Callarás?  (La REINA le hace señas que se modere, y va a mirar por el foro si los escuchan. Entretanto BERTON prosigue a media voz, dirigiéndose a su mujer.)  ¡Eso es perjudicar mis ascensos, cortarme la suerte!

MARTA.-   (A media voz a su marido.)  ¡Linda suerte! ¡Rotos nuestros muebles, nuestros géneros saqueados, seis horas de cárcel en un sótano!!

BERTON.-   (Fuera de sí.)  ¡Marta! Pido mil perdones a Vuestra Majestad. (Si yo hubiera sabido esto, me hubiera guardado muy bien de traerla.)  (Alto.)  ¿Qué exigís de mí?

REINA.-  Que unáis vuestros esfuerzos a los míos para salvar nuestro país oprimido, y devolverle la libertad.

BERTON.-  Señora, todo el mundo me conoce; no hay cosa que yo no haga por la patria y por la libertad.

MARTA.-  Y por ser nombrado burgomaestre; porque esto es lo que deseas ahora.

BERTON.-  Lo que deseo es que calles, o sino...

REINA.-  Silencio.

BERTON.-   (A media voz.)  Hablad, señora; hablad.

REINA.-  Koller, uno de los nuestros, os había instruido ya de nuestros proyectos de ayer.

BERTON.-  No, señora.

REINA.-  ¿Es posible? Eso me asombra...

BERTON.-   (Con impaciencia.)  Y a mí... porque al fin, si el señor Koller es uno de los nuestros, me parece que yo era el primero con quien se debía contar.

REINA.-  Sobre todo después de la prisión de vuestro hijo.

MARTA.-   (Dando un grito.)  ¿Preso, decís? ¡Mi hijo preso!

BERTON.-  ¡Se han atrevido a prender a mi hijo!

REINA.-  ¿Qué? ¿No lo sabéis?... Está acusado de conspiración. Su vida está en peligro; por eso os he llamado.

MARTA.-   (Corriendo hacia ella.)  ¡Ah! Eso es distinto; si yo hubiera sabido... Perdonadme, señora.... perdonadme...  (Llorando.)  mi hijo... ¡hijo mío!  (A BERTON con calor.)  La reina dice bien, es preciso salvarle.

BERTON.-  Sí; es preciso sublevar el barrio; alborotar toda la ciudad.

MARTA.-  ¿Y te estás ahí? ¿No estás ya en medio de nuestros amigos, de nuestros vecinos, de nuestros dependientes para provocarlos como ayer a la rebelión?

REINA.-  Eso es todo lo que os pido.

BERTON.-  Entiendo, entiendo; pero es preciso deliberar...

MARTA.-  Es preciso tomar las armas y correr a palacio... que me vuelvan mi hijo  (Siguiendo a su marido, que retrocede algunos pasos hacia la derecha.)  No eres hombre si sufres este ultraje, si tú y los habitantes de esta ciudad toleráis que arrebaten un hijo a su madre, que le sepulten sin razón en un calabozo, que derriben su cabeza; es interés de todos... es la causa del país y de su libertad.

BERTON.-  ¡Hola! ¡La libertad!... Tú también...

MARTA.-   (Fuera de sí.)  Sí, la libertad de mi hijo; poco me importa lo demás; yo no veo más que esa, pero esa la lograremos.

REINA.-  En vuestras manos la tenéis; yo os ayudaré con todo mi poder y todos los adictos a mi causa; pero moveos, moveos por vuestra parte para derribar a Estruansé.

MARTA.-  Sí, señora, y para salvar a mi hijo: contad con nuestra adhesión.

REINA.-  Tenedme al corriente de cuanto hagáis, y de los progresos de la sedición.  (Señalando la puerta de la izquierda.)  Por una escalera secreta que da a los jardines podéis estar en comunicación conmigo y recibir mis órdenes... alguien viene; partid.

BERTON.-  Bien está; bien... pero si además me dijeseis lo que es preciso...

MARTA.-   (Arrastrándole.)  ¡Es preciso seguirme... mi hijo nos espera... ven, ven pronto.  (A la REINA.)  Pierda cuidado Vuestra Majestad; yo os respondo de él y de la rebelión.  (Sale llevándose a su marido por la puerta de la izquierda, al mismo tiempo aparece en el foro el UJIER.) 

REINA.-  ¿Qué hay? ¿Qué queréis?

ujier.-  Dos ministros vienen en nombre del consejo a hacer a Vuestra Majestad una comunicación importante.

REINA.-  ¡Cielos! ¿Qué será?  (Alto.)  Que entren.  (Se sienta.) 



Escena III

 

El CONDE DE RANTZAU, FALKLEND, la REINA.

 

FALKLEND.-  Señora, de ayer acá la tranquilidad de Copenhague se ha visto seriamente comprometida: varias veces se han manifestado grupos y se han proferido gritos sediciosos en distintos puntos; y ayer, por último, se ha tratado de llevar a cabo en mi misma casa un complot, cuyos jefes se ignoran, pero acerca de los cuales tenemos sospechas...

REINA.-  Creo, en efecto, señor conde, que os sea más fácil tener sospechas que pruebas.

RANTZAU.-   (Con intención y mirando a la REINA.)  Verdad es que Eduardo Burkenstaf se obstina en callar... pero...

FALKLEND.-  Obstinación o generosidad que le costará la vida. Entretanto, para ahogar en su origen esas sediciones, cuyos corifeos no quedarán impunes mucho tiempo, venimos en nombre del gobierno a intimaros la orden de no salir de este palacio.

REINA.-  ¿A mí? ¿Y con qué derecho?

FALKLEND.-  Con un derecho que no teníamos ayer, y que hoy nos abrogamos. Una conspiración descubierta da fuerza a un gobierno. Estruansé, que vacilaba todavía, se ha decidido por fin a adoptar las medidas enérgicas propuestas por mí: el que da pronto, da dos veces. Y por consiguiente, no se juzgarán ya los delitos de Estado por los tribunales ordinarios, sino por el consejo de regencia, único tribunal competente: allí se está decidiendo ahora la suerte de Eduardo Burkenstaf, entretanto que hacemos comparecer reos de más alta categoría.

REINA.-  ¡Señor conde!



Escena IV

 

RANTZAU; GELER, FALKLEND, la REINA. GELER entra por el fondo con varios papeles en la mano, saluda a la REINA, y se dirige a FALKLEND sin ver a RANTZAU, que está detrás de él.

 

GELER.-  Aquí está el decreto del consejo que acabo de expedir en calidad de secretario, y al cual sólo faltan dos firmas.

FALKLEND.-  Bien.

GELER.-   (Con aturdimiento y enseñando otros papeles.)  Aquí está también, según me habéis encargado, el proyecto de decreto para la exoneración de...

FALKLEND.-   (En voz baja señalando a RANTZAU.)  ¡Silencio!

GELER.-  ¡Es verdad; no le había visto!  (Mirando a RANTZAU, cuya fisonomía ha permanecido impasible.)  ¡No lo ha oído; ni se le pasa por la imaginación!

FALKLEND.-   (Recogiendo los papeles.)  La sentencia de Eduardo Burkenstaf.  (Leyendo.)  ¡Condenado!

REINA.-  ¡Condenado!

FALKLEND.-  Sí, señora, e igual suerte espera en lo sucesivo a cualquiera que se atreva a imitarle.

GELER.-  He encontrado también una diputación de magistrados y consejeros del tribunal supremo: quejosos de que el consejo de regencia entienda en la causa de Eduardo Burkenstaf, en perjuicio, según dicen, de sus atribuciones, venían a representar al rey, y cuentan para este paso con Vuestra Majestad.

FALKLEND.-  Ya lo veis, señora; todos los descontentos hacen causa común con vos.

REINA.-  Y, gracias a vuestro cuidado, mi corte se aumenta diariamente.

FALKLEND.-   (A la REINA.)  No quiero negar a Vuestra Majestad el placer de esta entrevista.  (A GELER.)  Decid que entren; les daremos audiencia en vuestra presencia.



Escena V

 

RANTZAU, el PRESIDENTE, cuatro consejeros; GELER, FALKLEND, cerca de la REINA.

 

FALKLEND.-  Señores, sé el motivo que os trae, pero nos hemos visto precisados a alterar el curso natural de la justicia, bien a nuestro pesar, para evitar, por medio de un castigo rápido, escenas semejantes a las pasadas.

PRESIDENTE.-   (Con voz firme.)  Perdonad, señor; cuando el Estado está en peligro, cuando el orden público está amenazado, debe pedir a la justicia y a las leyes un apoyo contra la rebelión y no apoyarse en la rebelión para derribar la justicia.

FALKLEND.-   (Con altanería.)  Cualquiera que sea vuestra opinión en el particular, debo recordaros, señores, que estamos en un país donde nadie puede usar semejante lenguaje con el gobierno; os aconsejo que empleéis vuestro ascendiente sobre el pueblo en exhortarle a la sumisión; de otra suerte, que no culpe a nadie de las desgracias que pudieren sobrevenir. Esta noche han entrado tropas en la capital; la guardia del palacio está confiada al coronel Koller, quien tiene orden de repeler la fuerza con la fuerza; y, para probar a todos que nada puede intimidarnos, Eduardo Burkenstaf, hijo de ese comerciante rebelde a quien habíamos perdonado, Eduardo Burkenstaf convencido por su propia confesión de conspirador contra el consejo de regencia, acaba de ser condenado a muerte, y su sentencia es lo que firmo.  (A RANTZAU.)  Conde de Rantzau, sólo falta vuestra firma.

RANTZAU.-   (Fríamente.)  No la daré.

TODOS.-  ¿Cómo?

FALKLEND.-  ¿Por qué?

RANTZAU.-  Porque la sentencia me parece injusta, así como la determinación de quitarle al tribunal supremo las atribuciones que de derecho le corresponden.

FALKLEND.-  ¡Señor conde!

RANTZAU.-  Esa es al menos mi opinión; desapruebo todas esas medidas; están en contradicción con mi conciencia; no firmaré.

FALKLEND.-  Pero eso debierais haberlo dicho en el consejo.

RANTZAU.-  En todas partes se debe protestar contra la injusticia.

GELER.-  En esos casos, señor conde, da uno su dimisión.

RANTZAU.-  Ayer me era imposible; estabais en peligro; hoy sois poderosos, nada se os opone, puedo retirarme sin bajeza; y en cuanto a esa dimisión que el caballero Geler parece desear con tanta impaciencia...

FALKLEND.-  Daré cuenta a la regencia, que la admitirá.

GELER.-  La aceptaremos.

FALKLEND.-  Señores, me parece que habréis entendido... podéis retiraros.

PRESIDENTE.-   (A RANTZAU.)  No esperábamos menos de vos, señor conde; os damos las gracias en nombre de la patria.  (Vase con los consejeros.) 

FALKLEND.-  Voy a dar cuenta a Estruansé de una conducta tan inesperada.

RANTZAU.-  Pero tan de vuestro gusto.

FALKLEND.-   (Saliendo.)  ¿Venís conmigo, Geler?

GELER.-  Ahora mismo.  (Acercándose a RANTZAU con aire bufón.)  Quisiera antes...

RANTZAU.-  ¿Darme las gracias?... No hay de qué... ¡Ya sois ministro!

GELER.-  De todos modos lo hubiera sido.  (Enseñándole los papeles que conserva en la mano.)  Había tomado mis medidas.  (Estregándose las manos.)  ¿No os dije que os derribaría?

RANTZAU.-   (Sonriéndose.)  Cierto. Señor barón, no quiero entreteneros; ¡daos prisa, ministro de un día!

GELER.-   (Sonriéndose.)  ¿Ministro de un día?

RANTZAU.-  ¿Quién sabe?... Puede ser que dure menos todavía. Por lo mismo sentiría mucho robaros un solo instante de poder. Los minutos son preciosos.

GELER.-  ¡Sea! (¡Magnífico! Ya están todos aterrados y confundidos.)  (Saluda a la REINA y vase.) 



Escena VI

 

La REINA, asombrada; RANTZAU.

 

RANTZAU.-  (¡Ah! ¡Ah! Mis amados colegas estaban decididos a destituirme; los he ganado por la mano, y ahora veremos.)

REINA.-  No vuelvo en mí de mi asombro. ¡Vos, Rantzau, dar vuestra dimisión!

RANTZAU.-  ¿Por qué no? Hay momentos en que un hombre de honor debe dar la cara.

REINA.-  Pero os perdéis.

RANTZAU.-  No, señora; es gran cosa una dimisión oportuna. (Es un anzuelo.)  (Alto.)  Por otra parte, si he de confesaros mi debilidad, yo, hombre de Estado, que me creía al abrigo de toda sensación, me siento inclinado a ese pobre Eduardo; me ha indignado la conducta que con él han observado... y, sobre todo, sus procederes para con Vuestra Majestad han acabado de decidirme.

REINA.-  ¡Atreverse a arrestarme en palacio!

RANTZAU.-  Si no fuese más que eso...

REINA.-  ¿Cómo? ¿Tienen otros proyectos? ¿Los sabéis?

RANTZAU.-  Sí, señora; y, ahora que ya no soy miembro del consejo, mi amistad puede revelároslos. Eduardo no es el único preso. Otros dos agentes subalternos... Herman y Gustavo...

REINA.-  ¡Dios mío!... Han descubierto... ¡Ese pobre Koller estará comprometido!

RANTZAU.-  No, señora; ese pobre Koller es el primero que os ha abandonado, que os ha vendido.

REINA.-  ¡No es posible!

RANTZAU.-  La prueba... es que tiene ahora más favor que nunca... que le han confiado la guardia de palacio; y cuando yo os decía ayer: «No os fiéis de él, que os venderá...»

REINA.-  ¿De quién podrá uno fiarse, Dios mío?

RANTZAU.-  ¡De nadie!... Algún día adquiriréis esa triste experiencia. Con pretexto de la causa que ahora fingirán formaros para cubrir las apariencias, están resueltos a encerraros en un castillo para toda vuestra vida. Esta noche misma deben llevaros, y el encargado de ejecutar esa orden... ¿Qué digo? El que lo ha solicitado... es Koller.

REINA.-  ¡Qué horror!

RANTZAU.-  Debe venir aquí al anochecer.

REINA.-  ¡Koller!... Semejante ingratitud... ¿Y sabéis que tengo medios de perderle, que tengo cartas suyas?

RANTZAU.-   (Sonriéndose.)  ¿Sí, eh? Ahora comprendo por qué tenía tanto interés en encargarse de vuestro arresto; quería sorprender vuestros papeles, y no remitir al consejo sino los que le pareciesen convenientes.

REINA.-   (Que ha abierto un mueble y cogido unas cartas que presenta a RANTZAU.)  Tomad... tomad... si sucumbo, tenga al menos el consuelo de derribar su cabeza.

RANTZAU.-   (Cogiendo con viveza las cartas y metiéndolas en la faltriquera.)  ¿Y qué haríais, señora, con la cabeza de Koller? Aquí no se trata de vengarse, sino de triunfar.

REINA.-  ¿Triunfar? y ¿Cómo? Todos mis amigos me abandonan, excepto uno solo, una mano desconocida, tal vez la vuestra, que me ha aconsejado que me entienda con Berton Burkenstaf.

RANTZAU.-  ¡Yo, señora!

REINA.-   (Con viveza.)  En fin, ¿creéis que logre sublevar al pueblo?

RANTZAU.-  Él solo, no, señora.

REINA.-  Pues ayer bien lo consiguió.

RANTZAU.-  Por eso mismo no lo podrá hacer hoy; la autoridad está prevenida; está en guardia; ha tomado sus medidas; por otra parte, ese Berton es incapaz de obrar por sí solo; es un instrumento, una máquina, una palanca; dirigida por un brazo hábil y poderoso puede haceros grandes servicios, pero siempre que él mismo ignore para quién y cómo... si raciocina, si se mete a comprender, ya no sirve para nada.

REINA.-  ¿Qué puedo hacer entonces?... Rodeada de enemigos y de lazos, sin auxilios, sin apoyo, amenazada mi libertad y acaso mi vida, es fuerza resignarme con mi suerte y saber morir. La condesa triunfa... y mi causa es una causa perdida.

RANTZAU.-   (Fríamente.)  Os equivocáis; nunca ha estado más ganada.

REINA.-  ¿Qué decís?

RANTZAU.-  Ayer nada se podrá hacer, porque no teníais de vuestra parte más que un puñado de intrigantes, y conspirabais sin objeto y a la buenaventura. Hoy tenéis en vuestro favor la opinión pública, los magistrados, todo el país, a quien se insulta, se ultraja y se pretende tiranizar, quitándole sus derechos. Vos le defendéis, y él defiende los vuestros. Nuestro rey Cristiano se ve despojado de su autoridad; vos y Eduardo Burkenstaf estáis condenados contra toda ley; el pueblo se pronuncia siempre por los oprimidos: vos lo sois en este momento... a Dios gracias; es una ventaja de que es preciso aprovecharse.

REINA.-  ¿Pero de qué manera? El pueblo no puede ayudarme.

RANTZAU.-  No hagáis cuentas con él; pero vivid segura en todo evento de tenerle por aliado.

REINA.-  Y si mañana Estruansé me ha de prender, ¿cómo impedírselo?

RANTZAU.-   (Sonriéndose.)  Prendiéndole a él esta noche.

REINA.-  (Asombrada.) ¡Os atrevierais!

RANTZAU.-   (Fríamente.)  No se trata aquí de mí, sino de Vuestra Majestad.

REINA.-  ¿Qué queréis decir?

RANTZAU.-  En primer lugar, ¿estáis bien persuadida, como lo estoy yo, de que en las circunstancias presentes no os queda más esperanza, ni otra alternativa, que la regencia o una prisión perpetua?

REINA.-  Lo creo firmemente.

RANTZAU.-  Con semejante certeza todo se puede intentar; lo que en otro caso sería temeridad viene a ser en éste prudencia.  (Con calma y señalando la puerta de la izquierda.)  ¿Esta puerta no da al cuarto del rey?

REINA.-  Sí; acabo de verle: está solo, abandonado de todos: en el estado casi de la infancia.

RANTZAU.-  Entonces, y puesto que podéis todavía entenderos con él, fácil os sería obtener...

REINA.-  ¿Quién lo duda?... ¿Pero para qué? ¿De qué servirá la orden de un rey sin poder?

RANTZAU.-   (A media voz, pero con energía.)  Consigámosla, y después se verá.

REINA.-  ¿Y vos después os moveréis?

RANTZAU.-  Yo no.

REINA.-  ¿Quién, pues?

RANTZAU.-   (Deteniéndose.)  Llaman.

REINA.-   (A media voz.)  ¿Quién?

BERTON.-   (De fuera.)  Yo, Berton de Burkenstaf.

RANTZAU.-   (A media voz.)  Perfectamente: ése es el hombre que necesitáis para ejecutar vuestras órdenes, él y Koller.

REINA.-  ¿Koller?

RANTZAU.-  No es necesario que me vea; hacedle esperar aquí un momento, y venid a buscarme.

REINA.-  ¿Adónde?

RANTZAU.-   (A media voz.)  ¡Allí!

REINA.-  ¡A la antecámara del rey!  (RANTZAU sale.) 



Escena VII

 

BERTON, la REINA.

 

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BERTON.-   (Entrando misteriosamente.)  Soy yo, señora, que no tengo nada que participar a Vuestra Majestad, y que vengo por lo mismo a consultar...

REINA.-   (Con viveza.)  ¡Bien! ¡Bien! El cielo os envía. Esperad aquí y no salgáis: esperad las órdenes que voy a daros, y que deberéis ejecutar inmediatamente.

BERTON.-   (Inclinándose.)  Sí, señora.  (La REINA se entra por la izquierda.) 



Escena VIII

 

BERTON.

 

BERTON.-  No vendrá mal esto: sabré al menos lo que debo hacer; porque todo pesa sobre mí, y no sé a qué atenerme. «Nuestro amo, ¿dónde hemos de ir?... nuestro amo, ¿qué hemos de decir? Nuestro amo, ¿qué hemos de hacer?... -¡Qué diablos sé yo! Les respondo siempre... esperad... no se pierde nada en esperar... pueden ocurrir ideas... al paso que si uno se precipita...».



Escena IX

 

JUAN, BERTON, MARTA.

 

BERTON.-   (A JUAN y MARTA que entran por la puerta de la izquierda.)   ¿Qué hay?

JUAN.-   (Tristemente.)  Esto va mal, ¡todo está tranquilo!

MARTA.-  Las calles están desiertas, las tiendas cerradas: por más que los artesanos que hemos puesto en movimiento han gritado ¡viva Burkenstaf! ¡nadie ha respondido!

BERTON.-  ¡Nadie! ¡Esto es inconcebible! ¡Vea usted! ¡Unas gentes que me adoraban ayer... que me llevaban en triunfo, y hoy permanecen en sus casas!

JUAN.-  ¿Y cómo diablos han de salir? Hay soldados y patrullas en todas las calles.

BERTON.-  ¿De veras?

JUAN.-  Las puertas de nuestros talleres están custodiadas por piquetes de caballería.

BERTON.-  ¡Dios mío!

MARTA.-  Y los primeros artesanos que han tratado de levantar la cabeza han sido presos al momento.

BERTON.-   (Espantado.)  Eso es otra cosa... Oídme, yo no sabía nada de eso. Yo le diré a la reina madre: «Señora, lo siento mucho, pero nadie está obligado a hacer imposibles, y me parece que lo mejor que podemos hacer es volvernos a nuestras casas.»

MARTA.-  Ni aun eso podemos ya; nuestra casa está allanada; varios piquetes se han acuartelado en ella: todo lo han saqueado, y, si en este momento te presentases, hay orden de prenderte, y acaso...

BERTON.-  Pero eso es espantoso, es una arbitrariedad... una... ¿Y dónde nos esconderemos ahora?

MARTA.-  ¿Escondernos? ¿Cuándo mi hijo está en peligro, cuándo dicen que acaban de condenarle?

BERTON.-  ¿Es posible?

MARTA.-  Tú lo has querido; tú nos has metido en esto; a ti te toca ver cómo nos sacas; es preciso moverse, hacer algo.

BERTON.-  Eso quisiera yo..., ¿pero cómo?

JUAN.-  Los trabajadores del puerto, los marineros noruegos están libres; ésos no temen a nadie; y en dándoles oro...

MARTA.-  Dices bien, oro, oro, todo el que tenemos; tenemos oro todavía; lo hemos podido salvar. Cuanto tenemos.

BERTON.-  Pero advierte...

MARTA.-  ¿Dudas todavía?

BERTON.-  No; no dudo precisamente; no digo que no... pero no digo tampoco que sí.

JUAN.-  ¿Pues entonces qué decís, nuestro amo?

BERTON.-  Digo que es preciso esperar.

MARTA.-  ¡Esperar! ¿Y quién os impide tomar un partido?

JUAN.-  Sois el jefe del pueblo.

BERTON.-   (Encolerizado.)  ¡Pues ya se ve! ¡Voto va! ¿Soy el jefe del pueblo? Y nadie me dice una palabra; no se me comunica una orden... ¡Esto es inconcebible!



Escena X

 

Dichos, el UJIER.

 

UJIER.-   (Dando un pliego a BURKENSTAF.)  Al señor Berton Burkenstaf, de parte de la reina.

BERTON.-  ¡De la reina! ¡Ah, qué fortuna!  (Al UJIER, que se va.)  Gracias, amigo, he aquí lo que esperaba para poner esto en movimiento.

MARTA y JUAN.-  ¿Qué es?

BERTON.-  ¡Silencio! No os lo decía; pero estaba así concertado con la reina; teníamos acá nuestro plan.

MARTA.-  Eso es otra cosa.

BERTON.-  Veamos: en primer lugar...  (Leyendo aparte.)  («Mi querido Berton». ¡Bravo! «Os confío, como a jefe del pueblo, esta orden del rey...». ¡Del rey! ¿Es posible? «Vos mismo os encargaréis de que quede entregada». ¡Por supuesto! ¡Vaya! «Hecho lo cual, y sin entrar en ningún detalle ni declaración, os retiraréis, saldréis del palacio, y os mantendréis oculto». Se hará todo exactamente. «Y mañana al amanecer, si veis ondear el pabellón real sobre las torres de Cristiamborg, recorred la ciudad acompañado de los amigos de que podáis disponer, gritando: ¡Viva el rey!». Ya está todo dicho. «Romped en el acto este billete».  (Rompiéndole.)  (Ya está hecho.).

MARTA y JUAN.-  ¿Y bien? ¿Qué hay?

BERTON.-  ¡Silencio, mujer, silencio! Los secretos de Estado no os importan; básteos saber por ahora que sé lo que tengo que hacer. A ver... veamos...  (Cogiendo el pliego cerrado.)  «A Berton Burkenstaf, para entregar al general Koller.»

MARTA.-  ¡Koller!

BERTON.-  ¿Quién diablos es éste? ¡Ay!, ya sé... uno de los nuestros, de quien nos hablaba la reina esta mañana... ¿No te acuerdas?

MARTA.-  Es verdad.

BERTON.-  Pronto lo recibirá. Por lo que a nosotros toca, debemos salir de aquí con el mayor secreto, y mantenernos escondidos toda la noche.

MARTA.-  ¿Qué dices?

BERTON.-  Silencio he dicho; es nuestro plan.  (A JUAN.)  Tú, esta noche, reunirás a los marineros noruegos de que nos hablabas; les darás oro, mucho oro; luego me lo pagarán en honores y dignidades... al amanecer vendréis todos a reuniros conmigo, y entonces...

MARTA.-  ¿Se salvará de esa manera a nuestro hijo?

BERTON.-  ¡Brava pregunta!... Sí, mujer, sí; de esa manera se salvará, y yo seré consejero, tendré un gran destino... gordo, gordo... y Juan también... otro más pequeño.

JUAN.-  ¿Cuál? ¿A ver?

BERTON.-  Por el pronto yo te prometo algo... ¡Pero estamos perdiendo un tiempo precioso, y tengo tantas cosas en la cabeza! Cuando uno tiene que hacerlo todo... no sabe uno por dónde empezar. ¡Ah! Lo primero es esta carta para el señor Koller. Venid conmigo; seguidme.



Escena XI

 

JUAN, MARTA, BERTON, KOLLER.

 

KOLLER.-   (Viendo a BERTON.)  ¿Qué veo? ¿Qué hacéis aquí? ¿Quién sois?

BERTON.-  ¿Qué os importa? Estoy en la cámara de la reina, y estoy en ella de orden suya. ¿Y vos quién sois para interrogarme?

KOLLER.-  El coronel Koller.

BERTON.-  ¡Koller!... ¡Qué fortuna! Y yo soy Berton Burkenstaf, jefe del pueblo.

KOLLER.-  ¿Y os atrevéis a poner los pies en este palacio después de dada la orden de vuestra prisión?

MARTA.-  ¡Cielos!

BERTON.-  Mujer, no tengas cuidado.  (A KOLLER a media voz.)  Sé que con vos estoy seguro; somos de la misma camada... nos entendemos... sois de los nuestros.

KOLLER.-   (Con desprecio.)  ¡Yo!

BERTON.-   (A media voz.)  He aquí la prueba: un pliego que tengo encargo de entregaros de parte del rey.

KOLLER.-  ¡Del rey! ¿Es posible?... ¿Qué significa esto?  (Recorre la carta.)  ¡Cielos! ¡Esta orden!

BERTON.-   (A su mujer.)  ¿Qué tal? ¿Le ha hecho efecto?

KOLLER.-  ¡Cristiano! Es de su puño... indudablemente... su firma... ¿Podréis explicarme, caballero, por qué casualidad...?

BERTON.-   (Gravemente.)  No entraré en ningún detalle ni aclaración: es la orden del rey; ya sabéis lo que tenéis que hacer, y yo también; me voy.

MARTA.-   (Deteniéndole.)  Berton, pero... ¿Qué dice ese papel?

BERTON.-  No te importa: no puedes saberlo.  (A su mujer y a JUAN.)  Vamos.

JUAN.-  ¡Tendré un destino..! ¡Oh!, ¡y bueno! De lo contrario... os sigo, nuestro amo.  (Vanse por la izquierda, escalera secreta.) 



Escena XII

 

RANTZAU, que entra por la izquierda; KOLLER, en pie, pensativo, con la carta en la mano.

 

KOLLER.-  ¡Dios mío! ¡El conde Rantzau!

RANTZAU.-  Parece que el señor coronel está muy meditabundo.

KOLLER.-   (Llegando a él.)  Vuestra presencia, señor conde, me colma ahora más que nunca de placer, y podéis asegurar al consejo de regencia...

RANTZAU.-  No soy del consejo ya; he dado mi dimisión.

KOLLER.-   (Asombrado.)  (¡Su dimisión!... ¡Es decir, que el otro partido va de capa caída!)  (Alto.)  Tanto me sorprende eso como la orden que acabo de recibir.

RANTZAU.-  ¿Una orden? ¿Y de quién?

KOLLER.-   (A media voz.)  Del rey.

RANTZAU.-  No es posible.

KOLLER.-  Precisamente en el momento en que, cumpliendo con la orden del consejo, venía a prender a la reina madre, el rey, que tanto tiempo ha no se metía en asuntos del gobierno ni en negocios de Estado, el rey, que había depositado al parecer toda su autoridad en el primer ministro, me manda, a mí, Koller, su fiel vasallo, que prenda esta noche misma a Estruansé y a su mujer..

RANTZAU.-   (Fríamente examinando el papel.)  Es la firma de nuestro único y legítimo soberano Cristiano VII, rey de Dinamarca.

KOLLER.-  ¿Y qué os parece?

RANTZAU.-  Eso iba yo a preguntaros: porque, al fin, la orden no se dirige a mí, sino a vos.

KOLLER.-   (Inquieto.)  Cierto; pero en la alternativa de haber de obedecer al rey o al consejo de regencia, ¿qué haríais vos en mi lugar?

RANTZAU.-  ¿Qué haría yo?... En primer lugar no pediría consejos a nadie.

KOLLER.-  Obraríais; pero, ¿en qué sentido?

RANTZAU.-   (Fríamente.)  Eso es cuenta vuestra... Como vuestro interés es el que os guía constantemente, meditadlo, calculadlo todo, y ved cuál de los dos partidos os ofrece más ventajas.

KOLLER.-  ¡Señor conde!

RANTZAU.-  Creo que eso es lo que me preguntáis, y yo empezaría por aconsejaros que leyeseis con detención el sobre de esa carta; dice, si no me engaño: «Al general Koller.»

KOLLER.-  (¡Al general! Ese título que tantas veces me ha negado.)  (Alto.)  ¡Yo general!

RANTZAU.-   (Con dignidad.)  Nada más justo; un rey premia a los que le sirven, así como castiga a los que le desobedecen.

KOLLER.-   (Lentamente y mirándole.)  Para premiar y castigar es preciso tener poder: ¿lo tiene?

RANTZAU.-   (En el mismo tono.)  ¿Quién os ha entregado esa orden?

KOLLER.-  Berton Burkenstaf, que se llama jefe del pueblo.

RANTZAU.-  Eso podría probar que existe en el pueblo un partido dispuesto a pronunciarse, y con el cual podríais contar.

KOLLER.-   (Vivamente.)  ¿Vuecencia puede asegurármelo?

RANTZAU.-   (Fríamente.)  Nada tengo que deciros; vos no sois amigo mío. Yo no lo soy vuestro; no tengo necesidad de trabajar para vuestro engrandecimiento.

KOLLER.-  Entiendo...  (Después de una pausa y acercándose a RANTZAU.)  Como fiel vasallo, quisiera obedecer las órdenes del rey; en primer lugar es mi deber; pero, ¿y los medios de ejecución?...

RANTZAU.-   (Lentamente.)  Facilísimos: la guardia del palacio os está confiada; disponéis vos solo de los soldados...

KOLLER.-   (Vacilando.)  Sí; pero, ¿y si sale mal?

RANTZAU.-  ¿Y bien? ¿Qué puede suceder?

KOLLER.-  Nada; que mañana Estruansé me haga ahorcar o fusilar.

RANTZAU.-   (Volviéndose con firmeza.)  ¿Eso es lo que os detiene?

KOLLER.-   (Ídem.)  Eso.

RANTZAU.-   (Ídem.)  ¿No tenéis ningún otro reparo?

KOLLER.-  Ninguno.

RANTZAU.-  En ese caso, tranquilizaos, de todos modos eso no puede dejar de sucederos.

KOLLER.-  ¿Qué queréis decir?

RANTZAU.-  Que si mañana Estruansé es poderoso todavía, os hará prender y condenar en veinticuatro horas.

KOLLER.-  ¿Con qué pretexto? ¿Por qué delito?

RANTZAU.-   (Enseñándole cartas, que vuelve a guardar inmediatamente.)  ¿No bastan estas cartas escritas por vos a la reina madre, estas cartas que encierran la primera idea del complot que debe estallar hoy, y en las cuales verá Estruansé que ayer mismo en el acto de servirle le vendíais?

KOLLER.-  Señor conde, ¿queréis perderme?

RANTZAU.-  No por cierto; de vos pende que estas pruebas de vuestra traición se conviertan en pruebas de fidelidad.

KOLLER.-  ¿De qué manera?

RANTZAU.-  Obedeciendo a vuestro soberano.

KOLLER.-   (Furioso.)  Pero en fin, ¿estáis por el rey? ¿Obráis en su nombre?

RANTZAU.-   (Con altanería.)  No tengo que daros cuenta de mis acciones; no me hallo en vuestro poder, y vos estáis en el mío; cuando os oí ayer denunciar al consejo a unos desgraciados de quienes erais cómplice, nada dije, no os arranqué la máscara: os protegí, al contrario, con mi silencio; me convenía así entonces; en el día ya no me conviene; y puesto que me habéis pedido consejos os quiero dar uno.  (Con tono importante y a media voz.)  Ejecutad las órdenes de vuestro rey: prended esta misma noche, en medio del baile que se dispone, a Estruansé y a la condesa, o sino...

KOLLER.-   (En la mayor agitación.)  Enhorabuena: decidme únicamente que esta causa es la vuestra en lo sucesivo; que sois uno de los jefes, y acepto.

RANTZAU.-  Eso es cuenta vuestra. Esta noche el castigo de Estruansé, o el vuestro mañana. Mañana seréis general, o fusilado; escoged.  (Da un paso para salir.) 

KOLLER.-   (Deteniéndole.)  ¡Señor conde!...

RANTZAU.-  ¿Qué resolvéis, coronel?

KOLLER.-  Obedeceré.

RANTZAU.-  ¡Bien!  (Con intención.)  ¡Adiós, general!  (Vase por la izquierda y KOLLER por el foro.)