Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoCapítulo VIII


Helo, helo por do viene
El infante vengador,
Caballero a la jineta
En caballo corredor.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Iba a buscar a don Cuadros.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El venado le arrojó.


Rom. del inf. vengador.                


Muy avanzada estaba la noche y muy en silencio todos los habitantes de Madrid y de su fuerte alcázar. No todos, sin embargo, disfrutaban del sueño y del descanso, como hubiera podido cualquiera figurarse. Podemos asegurar que don Enrique de Villena y Ferrus conversaban muy animadamente en el laboratorio del hermético, como arriba dejamos dicho. El enamorado doncel había tratado inútilmente de conciliar el sueño, y se había entregado, desesperado ya de conseguirlo, a la más profunda meditación, buscando en su cabeza un arbitrio por medio del cual pudiese descubrir a la de Albornoz el peligro inminente que la amenazaba. Bien conocía que el aviso urgía, pues si antes de haber descubierto Villena su plan lo tenía aplazado para el día siguiente, era probable que tratase de atropellar la ejecución de sus ideas desde el momento en que había hecho partícipe de él al enemigo.

El doncel estaba determinado a dar su amparo a la de Albornoz, en primer lugar por pertenecer a la orden de caballería que principalmente se daba, como se lee en Amadís de Grecia, «para defender las dueñas y doncellas que tuerto reciben»; orden por la cual «el que la profesa debe ayudar a las dueñas y doncellas fijas dalgo», como en el instituto de la Banda, fundado por Alonso XI, se contiene; orden, en fin, por la cual se advertía a los que la recibían, como en el Doctrinal de caballeros consta al lib. I, tít. 3, que «al caballero o dueña que viesen cuitados de pobreza o por tuerto que hobiesen recebido, de que non pudiesen haber derecho, que pugnasen con todo su poder de ayudarlos». Agregábase a esta principal razón otra, si bien menos generosa y obligatoria, más fuerte acaso que todos los institutos y órdenes del mundo; a saber, cierta simpatía que con una persona - ligada a la suerte de la de Albornoz alimentaba Macías en todas sus acciones.

Pero si estaba decidido a favorecer a las débiles víctimas del poder del ambicioso conde, no por eso dejaba de conocer cuán dificultoso era, si no imposible, introducir a aquellas horas un saludable aviso en la habitación de la condesa o de su camarera.

Después de largo rato de discurrir, en que desechó unas ideas, adoptó otras, volvió a desechar éstas y a adoptar y desechar otras ciento, fijóse, por fin, decididamente en una que debió de parecerle la mejor y la menos arriesgada de ejecutar si la fortuna le ayudaba. No quiso despertar a Hernando, que sordamente roncaba, para no ser conocido en la expedición que premeditaba si llegaba a sorprenderle fuera del alcázar la madrugada que a largos pasos andando se venía; endosóse un basto sayo de montero de su criado, su gorro de lo mismo, su tosco tabardo de paño buriel, ciñó la espada, y tomando debajo del brazo un objeto que, como trovador, siempre llevaba consigo, salióse pasito de su estancia y sin ser sentido llegó hasta la puerta exterior del alcázar, evitando por corredores y patios conocidos de él las centinelas interiores, que hubieran podido interrumpir su proyecto; pero, llegado allí, estuvo tentado varias veces de volver a su aposento y desistir de su empresa, cuando se oyó dar el ¿quien va? del ballestero encargado de la guardia de aquel punto.

-Un caballero que desea salir.

-Atrás, ¡voto a Santiago! -le respondió una voz ronca del vino o del frío de la noche-. Buena hora de salir a tomar el fresco, cuando está un cristiano deseando el relevo para calentarse.

No había meditado el doncel este inconveniente; no quedaba, sin embargo, más remedio que desistir y abandonar a la condesa a su destino o descubrir su clase de doncel de Su Alteza, y como tal lograr que se le abriesen las puertas. Calculando que de todas suertes habría de saberse al día siguiente su entrada en el alcázar, puesto que ya no podía por entonces pensar en volverse a Calatrava, decidióse al segundo partido prontamente; hizo llamar al jefe del pequeño destacamento y no tardó en oír su voz, que denotaba el mal humor de un hombre a quien se ha sacado intempestivamente del sueño para cumplir con un deber.

-Por la Virgen de Atocha, vive Dios -exclamó observando y dejando ver su oblonga figura-, que he de escarmentar al borracho que a estas horas...

-Mirad lo que habláis -interrumpió Macías al oír hablar de sí, como quien está debajo de una campana, a aquel amalgama de gordura, de bestialidad y de sueño.

-¿Quién sois, voto va, el que habláis tan gordo? ¡Aah! -prosiguió bostezando.

-Por Santiago, ya os debía haber conocido en lo que tenéis de común con los jabalíes de El Pardo. ¿Sois vos, Bernardo?

-¿Quién es, repito, por las muelas de santa Polonia, quién es el que me conoce tan a fondo?

-Dejadme salir; soy un doncel de Su Alteza y voy a asuntos del servicio del Rey...

-¿Doncel? Metedme el dedo en la boca; más traza tenéis que de doncel de don villano -repuso el ingenioso Bernardo a caza del equivoquillo-. El vestido...

-¡Voto va, Bernardo, que os haga arrepentir de vuestra insolencia si insistís en faltar al respeto a!... Pero oíd -añadió acercándose a su oído-, ¿conocéis a Macías? Miradle aquí.

-¡Ballesteros!, echadme a ese aventurero en un cubo de agua fresca; dice que es un hombre que está en Calatrava. Voto va el santo patrón del sueño que, o ha trasegado de la botella a su estómago mucho del tinto, o es hechicero.

No pudo sufrir ya más tiempo el doncel el impertinente responder del ballestero; y asiéndole con mano vigorosa del cuello, llevóle sin dejarle gañir, ni aun para pedir socorro a los suyos, hacia un farol que cerca de ellos ardía, y enseñándole entonces su rostro descubierto:

-¿Conocéisme, don Bellaco, portero de los infiernos y hablador que Dios no perdone? ¿Conocéisme? ¿O habéis menester todavía que os abra yo los ojos con el puño?

Abría el ballestero unos ojos como tazas, y no acababa de comprender cómo podía salir del alcázar un hombre que no había entrado en él, pues lo creía en Calatrava; hubo, sin embargo, de convencerse, y tendiendo entonces la pierna hacia atrás y descubriendo su cabeza, pidió mil excusas al doncel, y fue preciso que éste pusiera treguas también a sus disculpas y cortesías como a sus impertinencias, sin lo cual nunca se hubiera visto donde por fin se vio, es decir, en medio del campo y recibiendo sobre sí una menuda lluvia que a la sazón comenzaba a caer, lo cual, añadido a la persecución del cerbero del alcázar, no era del mejor agüero para nuestro osado doncel, que dejaremos rodeando los altos muros de la fortaleza para dar cumplimiento a sus caballerescos proyectos.

Mientras que los acontecimientos paralelos de la conversación de don Enrique con Ferrus y la salida del doncel se verificaban en el alcázar a una misma hora, dormía inquietamente y luchando con los fantasmas que su imaginación le representaba, la hermosa Elvira, que en su lecho, medio desnuda, dejamos. Habíase quedado con sólo un vestido blanco; cubríale éste desde la garganta hasta los pies, que, desnudos, parecían dos carámbanos de apretada nieve; su cabello, tendido cuan largo era, velaba sus hombros, su seno, su talle y por algunas partes su cuerpo entero; una mano pendía del lecho, y la opaca claridad de la luna que penetraba por entre las nubes, no muy densas, y sus ventanas, entreabiertas por el calor de la estación, la hacía aparecer un verdadero ser fantástico, como la hubiera soñado un amante deseoso de una ocasión.

Su seno y su respiración interrumpida denunciaban la inquietud de su descanso y el trabajo de su imaginación aun en el sueño.

Fuese casualidad, fuese porque era el que más había dormido, el paje fue el primero que a un extraño rumor que en aquellas inmediaciones se oyó, hubo de interrumpir el reposo en que yacía. Un laúd suave y diestramente pulsado adquiría nueva dulzura del silencio de la noche; oyólo primero el paje entre sueños, pero la realidad tomó en su fantasía la apariencia de una representación ficticia y se creyó transportado a algún sábado de hechiceras, que era la especie de gentes que él más temía. Había templado algún rato el músico, para llamar la atención, pero sin ser oído de nadie; y cuando el paje echó de ver la aventura, y cuando don Enrique había notado la música que le había obligado a no cerrar su ventana, como arriba dejamos dicho, había cantado ya con melodiosa voz, si bien varonil, las dos siguientes coplas, cuyos ecos se llevó el viento antes que fuesen para nadie de provecho a que sin duda aspiraban:


    En el almenado alcázar
Duerme Zaida sin cuidado.
Guarda, mora, que tus grillos
Te forja un conde cristiano.
    Alza y parte, desdichada,
Primero que veas relumbrar su espada.
    Vela tú, si Zaida duerme,
Oh dulce señora, mía.
¡Guar del conde que la acecha!
Que un caballero te avisa.
    Alza y parte, desdichada,
Primero que veas relumbrar su espada.



Al repetir estos dos últimos versos del estribillo fue cuando el paje, elevando la voz, llamó a la hermosa Elvira.

-¿Oís, discreta prima?

-¡Cielos! -exclamó Elvira sentándose sobre el lecho-. ¿A estas horas?...

-No he podido entender la letra...

-Oigamos, que prosigue.

Volvía efectivamente a empezar de nuevo el músico, despechado de no advertir ninguna señal de inteligencia en las bellas a quienes advertía su propio riesgo. Repitió, pues, la última copla, que hizo un efecto bien diferente en el paje que en su alterada prima, que aún no había vuelto enteramente en sí de su asombro, y en don Enrique y Ferrus, que prestando la mayor atención desde su cámara escuchaban.

-Ferrus -dijo don Enrique a la mitad de la copla-, desde aquí no podemos ver quién es el músico que tan delicadamente se viene a regalarnos los oídos a deshoras de la noche; el ángulo saliente del alcázar nos impide reconocerle, y aun su voz llega aquí tan desfigurada que es imposible entenderle.

-¿Qué quieres, pues, señor? -contestó Ferrus.

-Importa a mis fines confirmar o desvanecer mis sospechas; ¡voto a Santiago que si fuese!... Escucha, Ferrus: baja al soto lo más de prisa que pudieres...

-¿Yo, señor? -interrumpió Ferrus con algún sobresalto.

-En el acto, Ferrus; ni una palabra más, y quiero darte instrucciones acerca de lo que en todos casos deberás hacer.

No había medio de replicar a una orden tan positiva; oyó Ferrus las instrucciones que le daban y se propuso no traspasar los límites del puente levadizo sin llevar consigo a cierta distancia alguno que otro ballestero del destacamento de la puerta para que le guardase las espaldas contra el músico, que podía no gustar de que saliesen a escucharle al claro de la luna.

-¡Cielos! -exclamó la agitada camarera saltando del lecho al oír las primeras palabras de la letra-. Conozco la voz. ¿Es cierto, pues, que ha vuelto de Calatrava? ¿Sueño todavía? Mas ¿qué sentido encierran esas palabras? ¡El conde, un caballero te avisa! ¡Entiendo, entiendo!

El músico, que oyó aquel rumor en la habitación donde sabía que habitaba Elvira, clavó los ojos en la ventana, abierta ya de par en par: distinguió un leve contorno blanco, que parecía salirse del mismo fondo de las tinieblas, como nos dicen que salió el mundo del caos; olvidó la prudencia que debiera haber sido su norte y no pudo resistir a la tentación de poner en su carta una posdata para sí.

Volviendo a preludiar en su instrumento, añadió a las dos ya cantadas la siguiente estrofa:


    ¡Pluguiera a Dios que pudiese
librarse así el caballero
Que tienes, señora mía,
Entre tus cadenas preso!...



Al llegar aquí no pudo Elvira contener más tiempo el sobresalto y la agitación que la ofuscaba: ¡Basta!, oyó decir el caballero, ¡basta, trovador imprudente! a una voz que resonó en su oído como la campana de la población inmediata en el del caminante perdido, y oyó en pos cerrar con un ¡ay! doloroso la ventana.

Mas no tardó mucho en volverse a abrir. Cesó de pronto el laúd; el músico, cuyo bulto había visto hasta entonces Elvira al pie de su ventana, había mudado entretanto de sitio o había obedecido a la voz celestial; un ruido como de voces ofensivas y alteradas se oyó un breve instante; sucedió un confuso ruido de armas, el cual cesó de allí a poco; sacó Elvira la cabeza por entre los hierros de la reja, como saca el cuello del agua el infeliz, asido de una tabla, que se siente ahogar en medio del mar; un prolongado gemido se siguió al silencio, y retumbó el ruido hueco y resonante de un cuerpo armado que cae en tierra cuan largo es.

Helóse la palabra en la garganta de la infeliz Elvira, que era todo oídos, pues nada alcanzaba a ver. Un momento después oyó el ruido de un hombre que monta a caballo y parte aceleradamente.

-¡Infeliz! -exclamó Elvira después de un momento de pausa glacial; pero un nuevo rumor la obligó a prestar atención.

-¿Dónde está? -dijo una voz de hombre que sobrevino de allí a poco.

-¡Qué sé yo! ¡Voto a tal? ¿No le oísteis por aquí? -respondió otra.

-Debió caer.

-Y también debió levantarse.

-O debieron levantarle; según yo oí, no quedó muy bien parado.

-Volvamos, y el diablo le lleve.

-Llévele en buen hora. ¡Ah!

-¿Qué es eso? ¿Os caéis?

-Voto a tal que con el lodo está el piso que parece mármol. Heme caído.

-¿Con el lodo, eh? A ver, volveos; poneos a la luz de la luna. Por el alma del cobarde, que es el diablo quien le ha llevado o el hechicero, porque aquí ha dejado... toda... su... vida...

-¿Qué decís?

-¿No veis cómo os habéis puesto?

-¿De qué?

-¡De sangre, voto a tal! ¡Y que esto pase por alguna desvanecida!

El diálogo era en todas sus partes destrozador para la infeliz Elvira, que por los antecedentes que tenía no podía prescindir de ver claro en este desdichado asunto; cada palabra retumbaba en su alma como el golpe del martillo que hace entrar a trozos la cuña en la madera; así entraba la horrible realidad en el alma de Elvira. Pero al oír la palabra sangre un estremecimiento involuntario la sobrecogió; la atmósfera pesó como plomo sobre su cabeza al resonar en el aire el amargo reproche con que la frase concluyó; un ¡ay! penetrante se escapó de su pecho desgarrado; dio consigo en tierra, privada de sentido la triste camarera, sonando su cabeza sobre el pavimento como piedra sobre piedra, y nada volvió a oír.

Llegó el ay dolorido a los oídos de los dos que hablaban, y era, efectivamente, tan penetrante e inexplicable, que no sólo en aquel siglo de ignorancia, sino aun en éste, más de un valiente hubiera temblado al escucharle a aquellas horas, en aquel sitio, sin ver de dónde saliese, y sobre el pedazo de tierra que acababa de ser teatro de una muerte, según todas las apariencias.

-¿Has oído? -dijo uno al otro-. ¡Cuerpo de Cristo! Aquí ha quedado su alma para pedir venganza a todo el que pase; ese grito no es de persona; huyamos.

-Huyamos -repuso el compañero, y sonaron un momento sus pasos precipitados al rededor del muro. De allí a un momento nada se oía ni dentro ni fuera ni en las inmediaciones del funesto alcázar.

Imagen




ArribaAbajoCapítulo IX


    Ese caballero, amigo,
Dime tú qué señas trae.


Cancion. de Rom.                


Imagen

La hora del alba sería cuando el famoso caballero dor Enrique de Villena, cansado de esperar inútilmente a su juglar, a quien había comprometido, como sabe el lector, en el misterioso y nocturno acontecimiento de la víspera, vacilando entre mil ideas confusas, había entregado al descanso sus miembros fatigados. Ni el miedoso juglar había vuelto, ni él, desde el punto en que le enviara a explorar quién fuese el músico, había tornado a oír más que el confuso ruido de las armas de los desconocidos combatientes. No habiendo querido dar sospechas a nadie en el alcázar de que pudiera tener la menor parte en los sucesos que él se figuraba haber ocurrido, no se había determinado ni a salir en persona a reconocer el estado de las cosas ni a despertar a ninguno de sus pacíficos sirvientes. Habíale, entretanto, sorprendido el sueño en medio de la encontrada lucha de sus opuestos pensamientos, y vestido como estaba, se había reclinado en su rico lecho, determinado a esperar el día y con él la aclaración de los acontecimientos de la noche. El sol, sin embargo, que a más andar se venía, amaneciendo por las doradas puertas del Oriente, daba la señal a caballeros y escuderos de tornar a las obligaciones diarias, porque en la época de nuestra narración no se había introducido aún la moda regalona de perder las gentes principales las horas más hermosas del día en el mullido y caliente lecho.

La cámara principal del señor de Cangas y Tineo, inmediata a su gabinete alquimístico (cuya entrada no era a todos permitida), presentaba un aspecto imponente, tanto por el lujo y afectación con que se hallaba alhajada como por las diversas personas que en ella se veían reunidas, esperando a que se dignase recibir su acostumbrado homenaje el ilustre pariente de Enrique III. Gentileshombres, caballeros y escuderos de su casa, oficiales de su servicio, donceles y pajes, conversaban en diversos grupos, pendientes del menor ruido que pudiera anunciarles la deseada presencia de su señor. Notábase sólo la falta de dos personas, y no se oían más que preguntas misteriosas sobre su extraña ausencia.

¿Qué era del primer escudero? ¿Qué del juglar?

-¿Qué puede causar la tardanza de Fernán Pérez?

-Por el señor Santiago que es cosa difícil de comprender. Cuando volvíamos anoche de la batida, él se adelantó con un solo montero y se separó de nosotros. Desde entonces no le volvimos a ver.

-Sí -reponía otro-, apostaría la mejor pieza de mi arnés a que fue a ver bajo las ventanas de su amada esposa si andaban moros en la costa.

-Bravo modo de decirnos que el escudero es celoso.

-¡Dios me perdone! Como un moro.

-¡Oh! entonces -decía un tercero- ya se explica su ausencia. Habrá tardado en conciliar el sueño... al lado de su dama...

-¡Chitón! La puerta de la cámara se ha abierto.

-Es el camarero.

-El camarero, el camarero -repitieron varias voces por lo bajo. Fijáronse las miradas de todos en Rui Pero, quien con la mayor inquietud preguntó:

-¿No ha venido aún Ferrus? Su señoría pregunta por su juglar.

-Estará haciendo alguna trova o pensando algún donaire -dijo el más atrevido de los caballeretes.

-Cierto que comienza su tardanza a inquietarme -dijo Rui Pero. Y acercándose a los principales personajes de aquella corte-: Su Señoría no se ha desnudado esta noche; Fernán Pérez no aparece; Ferrus tarda... -les dijo misteriosamente-; temo grandes novedades. Voy a prevenir a Su Señoría -añadió en voz baja, y se entró.

Duraron otro rato las misteriosas conversaciones de la cámara; pero no tardó mucho en venir a interrumpirlas la presencia del primer escudero.

-Dios nos dé su bendición -dijo en entrando- al comenzar este día -y se santiguó devotamente.

-Dios nos la dé -repitieron los circunstantes, e imitaron, como en las cortes se usa, la acción del valido-. Bien venido sea el escudero de Su Señoría -exclamaron después.

-Bien venido, sí, y bien despierto; la trasnochada me ha hecho ser indolente. Vuestras mercedes me darán licencia que entre a tomar las órdenes de nuestro amo. Ya hace rato que debiera estar a su lado.

No le dio lugar, sin embargo, a entrar la salida del conde en persona, a quien acompañaba su fiel camarero. Hízose, como los demás, a un lado respetuosamente Fernán Pérez; y el conde, que le había visto antes que a otro alguno, disimulándolo sin embargo, como para castigarle de su tardanza, dirigió comedidamente la palabra a sus principales cortesanos, después de las ceremonias y fórmulas de uso.

-Caballeros -dijo el conde-, asuntos de alguna importancia me obligan a separarme de vuestras mercedes. Podréis esperarme en la antecámara de Su Alteza, adonde no tardaré en seguiros. Fernán Pérez, quedaos.

Inclinaron la cabeza los circunstantes, y hablando entre sí por lo bajo, dejaron la cámara desocupada, no muy contentos con el frío recibimiento del distraído conde de Cangas y Tineo.

-Y bien. Fernán Pérez -dijo a éste luego que quedaron solos- supongo que habéis encontrado en completa salud a la hermosa Elvira.

-Esa pregunta, señor...

-¡Oh! No, hacéis bien; no se puede vacilar entre el servicio de una hermosa y el de un conde. Voy viendo que os debo de armar caballero, porque ya, sin serlo, cumplís perfectamente con la orden de caballería. ¿A qué hora habéis entrado en Madrid? Rui Pero, dispondréis que se busque dentro y fuera del alcázar a Ferrus. Su ausencia me inquieta. Ya estamos solos, Vadillo. ¿A qué hora habéis entrado?.

-Podrían ser las cuatro, si dicen las horas las estrellas.

-¿Las cuatro? A esa hora... ¿no habéis visto a la entrada a Ferrus?

-Ojalá, señor, que hubiera visto a Ferrus; algo peor es lo que he visto.

-¿Peor? Explicaos presto.

-Y peor lo que he oído.

-¿Habéis oído?

-Volvía, señor, de la batida, como me dejaste mandado, a la cabeza de los caballeros y monteros de tu casa; al llegar al alcázar habíame adelantado algún tanto para hacer la señal de que nos echaran el rastrillo, cuando creí oír hacia cierto punto del alcázar, pero de la otra parte del foso, un laúd asaz bien templado.

-Seguid, Vadillo.

-Parecióme mal que a tales horas se diesen serenatas hacia la parte precisamente del alcázar que habita...

-Seguid.

-Apreté los ijares al caballo; cuando llegué, la música había cesado; pero un hombre que rodeaba el muro exterior, y que a la sazón se hallaba debajo de las ventanas de mi señora la condesa...

-¡Vadillo!

-De Elvira, señor... Perdonad si mi lengua... ¡maldita sospecha! ahora caigo en que... Aquel hombre, pues, no me pareció bien, y le acometí.

-Por Santiago que acertaste. ¡Es mi hombre! ¿Era el músico?

-Sin duda, puesto que por allí otro alguno no se veía.

-¿Se defendió?

-Trató de defenderse y trató de hablar; pero mi venablo no le dio todo el espacio que él quisiera. Le disparé y cayó.

-¿Cayó? Adelante, Vadillo. Tu recompensa igualará tu servicio.

-Apeéme del caballo para reconocerle, pero fue imposible; había llovido, y él cayó en el fango; mi venablo le había pasado por la frente, y su cara estaba llena de lodo y de sangre; la oscuridad, además, y mi turbación no me permitieron conocerle. Figuréme, sin embargo, que no debía de estar muerto aún, pues latía su corazón y se quejaba. Deseoso de saber quién fuese el músico que a aquellas horas osaba comprometer el honor de las dueñas del alcázar, atravesélo en mi caballo; sin embargo, antes de entrar lo encomendé al cuidado del montero que se había adelantado conmigo; respondióme de su seguridad. Fui a dar órdenes para hospedar a la gente de la batida, y ahora sólo espero las tuyas, gran señor, para reconocer al insolente trovador,

-¡Ah! ¿No sabéis aún quién sea?

-Sólo sé que no está herido de muerte; pero el montero al anunciármelo añadió que el maestro a quien había recurrido, al hacerle la cura, había encargado que no se le viese ni hablase. Creí, pues, del caso esperar a la mañana. Parecióme, sin embargo, joven y gallardo mancebo.

-Él es, no hay duda. Te tengo en mi poder, mal caballero. Vadillo, es preciso tenerle a buen recaudo.

-¿Conócesle tú entonces, gran señor?

-Sí, le conozco; tú le conocerás también. Necesito sin embargo a Ferrus. A esa misma hora de las cuatro le envié a reconocer al músico; de entonces acá ha desaparecido. El villano cobarde ha tenido miedo sin duda; acaso luego se aparecerá y creerá desarmar mi enojo con alguna juglaría. Entretanto Rui Pero está en el encargo de encontrármelo muerto o vivo. Sus orejas servirán de pasto a mis lebreles si ha cometido villanía, por Santiago. Ahora, Vadillo, es preciso no perder tiempo; supuesto que está en nuestro poder quien pudiera únicamente desbaratar mis planes, dentro de una hora he de quedar servido. Hernán Pérez, ¿tenéis valor y resolución?

-Dispón, señor, de mi vida.

-Venid conmigo; prontitud y secreto.

Dicho esto, salieron don Enrique y su primer escudero, y atravesando apresuradamente las galerías del alcázar, se dirigieron a las caballerizas del conde; dieron allí varias órdenes, al parecer de la mayor importancia, y separáronse en seguida. El primer escudero buscó y habló misteriosamente a algunos escuderos de la casa de Su Señoría. El movimiento y el sigilo con que ciertos preparativos se hacían, pronosticaban algún proyecto de la mayor importancia. Reuniéronse de nuevo el conde y su primer escudero, y en otra secreta conferencia aquél pareció dar a éste instrucciones de grave peso, después de las cuales se dirigieron entrambos, seguidos de los escuderos y armados que para su plan habían escogido, y desaparecieron entrándose por la cámara de don Enrique. Nada se trasluce en las crónicas del objeto de aquellas ignoradas conferencias. El lector, sin embargo, si presta un poco de paciencia, podrá tal vez adivinarlo por sus prontos resultados.




ArribaAbajoCapítulo X


Mate el conde a la condesa,
Que nadie no lo sabría,
Y eche fama que ella es muerta
De un cierto mal que tenía.


Rom. del conde Alarcos.                


Cuando Fernán Pérez de Vadillo hubo dejado su presa al cuidado del montero, se apresuró a desvanecer las sospechas que en su alma comenzaban a nacer acerca de la dueña a quien podría haber sido la serenata dedicada. Era evidente que el trovador se hallaba debajo de las rejas de doña María de Albornoz; ¿rondaba, empero, a la condesa? ¿Era acaso Elvira el objeto de tan intempestiva música? La conducta irreprensible de la condesa y de su esposa las ponían en cierto modo a cubierto de cualquier juicio temerario. Los maridos, sin embargo, que nos lean, no extrañarán que el celoso escudero fabricase en el aire mil castillos fantásticos hasta la completa aclaración, por lo menos, de sus terribles dudas.

El taimado pajecillo, entretanto, al oír saltar de su lecho a su hermosa prima, se había levantado y había conseguido hacer que ella volviese en sí de su aturdimiento, golpeando a su cerrada puerta y preguntándola sí necesitaba algún auxilio, y cuál era la causa de aquel ¡ay! doloroso y del extraordinario ruido que acababa de oír.

Repúsose Elvira lo mejor que pudo, y tranquilizando al paje, mandóle que se retirase a su lecho, y aun le trató de visionario y de curioso impertinente. A lo de curioso tenía el pobre Jaime que responder, pero en cuanto a lo de visionario, él sabía muy bien que no había soñado lo que realmente había oído, y si obedeció por entonces, no fue sin reservarse el derecho de averiguar todo el caso en amaneciendo. Elvira, satisfecha con el silencio del paje, tornó a escuchar, pero no oyendo ruido alguno que pudiese ponerla en camino de dar con la verdad de lo sucedido, volvióse al lecho también; de suerte que a la venida inesperada del celoso escudero, pudo disimular convenientemente la reciente turbación. Después de las primeras preguntas que entre los dos pasaron acerca de aquella imprevista llegada, en balde trató Fernán Pérez de sondear mañosamente el alma de su avisada esposa. Nada había oído, nada sabía de cuanto a Vadillo traía inquieto. Hubo éste, pues, de conformarse y remitir a otra ocasión más favorable la satisfacción de sus deseos. Concilió el sueño de que tanta falta tenía, y cuando despertó se vistió apresuradamente, y despidiéndose de su amada esposa, se dirigió a la cámara de don Enrique, como arriba dejamos indicado.

No deseaba Elvira otra cosa; cada vez más inquieta acerca del oscuro sentido de las trovas de la noche pasada, presagiaba ya mil próximas desventuras; determinó dar aviso a la condesa, quien había oído muy confusamente los sucesos referidos. Antes, empero, de dar este importante paso, llamo al paje y le dijo cómo era inútil que guardase por más tiempo el secreto de la venida del caballero de Calatrava, puesto que ella lo había reconocido; añadióle que importaba mucho a la seguridad de su señora la condesa saber cuál había sido el desventurado lance de la noche, y hablar al caballero, si habla quedado de él con vida y libertad, para que le aclarase sus misteriosos avisos; prometió el paje indagar cuanto hubiese en el asunto, tanto por dar contento a su querida prima, como por el interés que en las cosas del caballero trovador se tomaba. Salió, pues, en busca de él, resuelto a no volver mientras no diese con él y no le indicase el deseo de la condesa, de agradecerle su fina amistad e implorar al mismo tiempo su protección y amparo, si algo sabía que fuese en contra de ella o de los suyos.

Más tranquila después de esta primera diligencia, acudió la triste Elvira a la cámara de su señora, a quien encontró levantada, pero no repuesta de las terribles escenas de la víspera. No contribuyó a aquietarla lo que Elvira le refirió, y entrambas a dos determinaron vivir con cautela, no dudando que las palabras del trovador tuviesen alguna relación con los proyectos que el irritado conde había dejado traslucir la noche antes en medio de su colérico arrebato contra su inocente esposa.

Bien quisiera la condesa penetrar el arcano que las nocturnas trovas encerraban, y aún más quisiera traslucir quién podía ser el caballero generoso que tan bien informado se hallaba de las asechanzas que contra ella se prevenían y que tan singular interés por su seguridad tomaba. No eran pequeñas, por otra parte, las zozobras y la duda que a entrambas nuestras heroínas agitaban acerca de los resultados de la desgracia que al caballero le había acarreado su generosidad.

Era para Elvira evidente que poco después de haber callado el desventurado cantor, le había sobrevenido un trance de armas; la caída de un cuerpo había resonado luego funestamente en sus oídos y en su corazón, y el silencio y la duda habían sucedido a la catástrofe. Era de presumir que el muerto o herido fuese el músico; pero era imposible saber nada a punto fijo antes de la vuelta del paje. Corría entretanto el tiempo, si bien no tan aprisa como al desgraciado que espera le suele comúnmente convenir, y el paje no daba noticias de su persona.

Si nuestros lectores han esperado alguna vez podrán formar una idea aproximada de la penosa agonía de la de Albornoz y Elvira, porque idea exacta de ninguna manera la podrán concebir.

-¿Has oído? -preguntaba en medio del mayor silencio la condesa.

-¡Es Jaime! -respondía Elvira-; mas no, no suena nada -añadía después de un momento de inútil expectación.

-Ahora... ahora sí -exclamaba de allí a un rato la condesa.

-Sí; ahora; pasos son, y pasos acelerados...

-De muchacho.

-Jaime, Jaime es... ahora sí... -repetía Elvira atenta a la puerta, los ojos fijos en sus batientes hojas y palpitándole el seno aceleradamente con el movimiento de las olas azotadas por la brisa; veíala abrirse ya, se medio incorporaba en su asiento, entreabría los labios para hablar a Jaime... La puerta, sin embargo, cerrada, fija, inmóvil como una pared. Los pasos se alejaban, apenas se oían. Nada ya.

-Sería algún criado que pasaba.

Una vez, en fin, la puerta se movió al morir en ella el ruido de los pasos; todavía no se podía ver al que iba a entrar; parecía sacudirse lo bastante para dar paso al paje, que era sin duda el que iba a entrar, la condesa y Elvira unánimemente inspiradas de uno de esos raptos del primer momento, tan comunes e irreprimibles como inexplicables en las mujeres, habían gritado:

-¡Jaime!, entra, Jaime.

Abrióse por fin la puerta enteramente y entró don Enrique de Villena. Hay una inclinación natural en el que espera a creer que nadie puede venir sino el esperado; nada tienen, pues, de particular el asombro y la repentina frialdad de la condesa y su camarera al ver echado por tierra tan inesperadamente todo el aéreo castillo de sus fantásticas esperanzas. Miráronse una a otra en el primer momento de estupor; el lector hubiera adivinado en sus semblantes infinidad de ideas que bullían en sus imaginaciones y que por la vista se cruzaban, se comunicaban, se hablaban, se refundían en un solo objeto de entrambas comprendido sin más verbal explicación.

Examinó un momento don Enrique de Villena las cambiantes fisonomías de la señora y su camarera.

-Bien veo -dijo pausadamente después de un momento- bien veo, doña María, que no esperáis a vuestro esposo. ¿Pudiera yo merecer vuestra confianza hasta el punto de saber cuál interés os liga al imprudente paje que ha abandonado de una manera tan imprevista mi envidiado servido? ¿Calláis? ¿Me conserváis rencor aún por la escena de anoche?

Dijo estas palabras con tal acento de dulzura y de reconvención que no pudo menos la ilustre víctima de manifestar a las claras en su semblante su singular asombro. Tenía, efectivamente, el de Villena gran facilidad para revestir la máscara que a sus fines mejor convenía. Nadie hubiera reconocido en sus modales y palabras al tirano esposo de la víspera.

-¿No queréis, señor, que extrañe tan singular mudanza en vuestras acciones? ¿Debo creeros o prepararme para otra?...

-Basta, doña María; ¿es posible que no acabéis de conocer los sentimientos de don Enrique de Villena? No negaré que pudierais estar justamente ofendida; pero vengo a reclamar mi perdón. He pensado mejor mis verdaderos intereses, he reconocido mi error; vuestras virtudes me han hecho abrir los ojos; si sois la misma que habéis sido siempre, Elvira puede ser testigo de nuestra reconciliación.

-¡Don Enrique! -exclamó alborozada la de Albornoz. Miró, sin embargo, a Elvira como para preguntarla con los ojos si podría creer en la sinceridad de las palabras del conde. Elvira bajó los suyos y dejó sin respuesta la muda interrogación de su señora.

-Desechad las dudas, doña María. Vengo a datos una prueba positiva de mi afecto. Espero que esta noche os presentaréis brillante de galas y preseas en la corte de Enrique III. Quisiera que vencieseis en esplendor a todas vuestras émulas, y que la corte toda, a quien hemos dado harto motivo de murmuración con nuestras anteriores contiendas, presenciase los efectos de nuestra nueva alianza. ¿Dudáis aún?

-Esta duda, señor -repuso la de Albornoz-, puede seros garante del deseo que en mi alma abrigaba de veros, por fin, esposo algún día. ¡Ah! si vuestro amor, si esta reconciliación fuesen una nueva artería, si fuesen un lazo...

-¡María!

-Perdonadme; vos habéis dado lugar a mi desconfianza; si esta paz aparente fuese sólo la calma precursora de nuevas borrascas, seríais bien cruel y bien pérfido caballero. ¿Qué gloria podría prestarle al león el jugar con la inocente y crédula oveja? Ved mi alma: yo os perdono, don Enrique; perdonémosnos entrambos. Oíd, empero. Si sólo intentáis divertiros a costa de mi loca credulidad, Dios confunda al malsín, abandone la Virgen Madre al engañador de las damas y el buen Santiago al mal caballero. Apodérese el ángel malo del alma del traidor, y no le sean bastante castigo las penas todas de los condenados al fuego eterno. He aquí mi mano y mi amor, don Enrique.

Las últimas palabras enérgicas que la de Albornoz había pronunciado con toda la entereza de la virtud y el entusiasmo de la inspiración habían hecho bajar los ojos al imperturbable don Enrique; un estremecimiento involuntario le había cogido desprevenido, y estrechó la mano de la de Albornoz, diciendo balbuciente y confuso:

-Ved aquí la mía; el cielo sabe la verdad de mis palabras.

Abrazáronse los consortes en presencia de la asombrada Elvira, quien, acostumbrada a la táctica de don Enrique, no hacía sino examinar su semblante como buscando en sus facciones y en el más insignificante de sus gestos pruebas contra sus palabras. La de Albornoz, deslumbrada por su mismo deseo y su amor al conde, se entregaba más fácilmente a la esperanza de ver, por fin, su suerte mejorada. ¿No era, por otra parte, muy posible que sus virtudes hubiesen hecho realmente en don Enrique el efecto que éste acababa de suponer? Nada hay más fácil que hacernos creer lo que con vehemencia deseamos. La de Albornoz tragó, pues, el cebo y el anzuelo.

-Repuesto don Enrique de su primera turbación, no perdonó medio alguno de inspirar confianza a su esposa; las palabras más tiernas fueron por él prodigadas y las más vivas protestas de amor y fidelidad. Un amante no hubiera dicho más que el hipócrita marido.

Poco tiempo podía hacer que esta escena duraba en la cámara de doña María de Albornoz, cuando la puerta misma que el día antes había proporcionado a don Enrique retirada, se abrió con admiración de los circunstantes, y se aparecieron seis figuras fantásticas, que un hombre del vulgo hubiera llamado entonces seis endriagos. Venían armados, al parecer, de pies a cabeza, pero unas especies de sayos que sobre la armadura traían, y cuya capucha cubría su cabeza y rostro, a manera de los que usaban los almogávares, no permitían ver quiénes ni qué especie de hombres fuesen.

Suspensas quedaron a tan extraña aparición doña María y su camarera; mirábanse alternativamente, y miraban luego con atención exploradora a don Enrique, deseosas de reconocer en su fisonomía si se presentaban los intrusos allí por su orden o si tendrían ellas motivo para temer algún nuevo peligro.

-¡Vive Dios! -exclamó don Enrique levantándose-; ¿quién es el osado que os envía? ¿Quién se atreve a interrumpir de un modo tan incivil las conversaciones del conde de Cangas y Tineo? Salid fuera y...

No le dieron tiempo a proseguir los encubiertos; el que parecía ser el jefe de ellos desenvainó una espada, a cuya señal se acercaron los demás con sendos puñales a las aterradas damas, todo sin proferir una palabra.

-¡Don Enrique! -exclamó la de Albornoz arrojándose a sus pies y estrechando sus rodillas; al paso que éste, con el acero fuera ya de la vaina, parecía protegerla de todo extraño acometimiento.

-Traición, señora -gritó Elvira-; traición; ¡nos han vendido! -y quiso arrojarse hacia la puerta para demandar socorro. No se lo consintieron dos de los fantasmas, que arrojándose a su paso, la sujetaron fuertemente y pusieron término a sus alaridos cubriendo su boca con un fino cendal y procediendo en seguida a sujetarla a una de las columnas de la cámara. Don Enrique, entretanto, gritaba y maldecía.

-¡Por Santiago! he olvidado mi silbato de plata en mi cámara y ningún criado me oirá aunque los llame. Pero venid -añadía al jefe de los invasores-; llegad y arrancadme la vida antes que el honor.

En vano trató la de Albornoz de separar a su esposo del trance que le esperaba. Don Enrique la rechazó y cruzó la espada con la del desconocido, en tanto que los compañeros de éste, apoderándose de la casi desmayada doña María, vendaban su boca con su propio pañuelo, en cuyas puntas se veían ricamente recamadas en oro las armas reunidas de su casa y la de Aragón; cubriéronla toda con un largo manto negro, que de pies a cabeza la ocultaba, y comenzaron a sacarla fuera de la cámara por la puerta secreta, sin que pudiese oponerles resistencia alguna la consternada y ya enteramente enajenada víctima.

Combatía entretanto don Enrique con el desconocido, el cual, visto lo hecho por sus compañeros, se replegaba defendiéndose con destreza. Miraba Elvira con atención el semblante de don Enrique por ver si descubría en él alguna señal que manifestase estar mancomunado con los traidores. Ofendía y se defendía éste, empero, con bizarría; voceaba llamando a sus criados y persiguiendo siempre al fuerte caballero que protegía la retirada de los suyos con su presa, mas sin poder herirle; al llegar a la puerta secreta el desconocido hizo su último esfuerzo para desembarazarse de su molesto perseguidor, y tirándole un furibundo mandoble desarmó al conde. Bien trató el al parecer irritado Villena de recoger su acero en cuanto vio que el encubierto no se había aprovechado de su ventaja para rematarle, pero la acción de don Enrique dio tiempo al fugitivo; lanzóse a la escalera cerrando tras sí la puerta con el oculto cerrojo, de modo que cuando el conde, apoderado ya de su arma, volvió a la carga, no halló más que una pared tersa e insuperable delante de sí, procurando en vano tocar el resorte que solía abrir.

Volvióse atrás entonces el conde, y no parando mientes en Elvira, que atada y amordazada permanecía, salió por la puerta principal de la cámara llamando socorro y armas contra los robadores, como los llamaba, y malandrines que acababan de arrebatar a su cara esposa de entre sus mismos brazos, allanando su propia habitación por arte sin duda de Luzbel y con auxilio de todas las potestades del abismo, contra su robusto y valeroso brazo.

-A la mina, mis escuderos, al campo -gritaba, al campo del moro, al Manzanares; allí los alcanzaremos; la escalera secreta no tiene otra salida.

No tardó mucho en esparcirse por el alcázar la noticia del extraordinario robo y desacato cometido en la persona de la condesa de Cangas y Tineo; caballeros y escuderos acudían todos a la voz del conde, y en menos de media hora estuvo éste en disposición de traspasar el rastrillo en busca de los robadores. Quién enlazaba este acontecimiento con la música oída la noche antes bajo la ventana de la condesa, quién suponía que el hecho era imposible, en vista de que sólo don Enrique poseía las llaves de los candados que cerraban aquella salida al campo. Todos conjeturaban, todos hablaban, nadie veía clara la verdad.

No era, sin embargo, menos cierto que los robadores habían hallado el secreto de introducirse en la cámara de la de Albornoz por la puerta que la unía con la del conde, y que tenía salida a la escalera, y de allí a la larga mina no conocida de todos. Nada más frecuente en los alcázares antiguos, y de construcción morisca sobre todo, que estas minas secretas; hacíanse prudentemente con la mayor reserva y secreto, y solían parar a una o dos leguas, a veces, del alcázar a que pertenecían. Varias puertas y trampas de hierro, bien cerradas y puestas a trechos, impedían la entrada en ellas a los enemigos, aun en el caso de ser su boca descubierta, cosa de suyo poco menos que imposible, y podían ser de mucha utilidad a los poseedores del alcázar, tanto para hacer una salida imprevista como para introducir víveres, como también para salvarse por ellas en una noche la guarnición del castillo en el caso de verse reducida al último extremo por un ejército aguerrido y numeroso. Por una de estas minas, pues, escaparon los encubiertos; de suerte que ya se hallaban muy lejos de Madrid cuando pudieron llegar sus perseguidores a la boca de la mina, habiéndoles sido preciso reunirse, armarse, salir del alcázar y dar un gran rodeo para su objeto, pues perseguirlos por la mina era caso imposible, puesto que habiendo sustraído y llevado las llaves de las diversas puertas los encubiertos, era claro que habrían ido cerrándolas todas sucesivamente tras sí, como con la primera de la cámara había hecho el jefe de ellos, con el prudente objeto de asegurarse las espaldas.

Dejemos a don Enrique a la cabeza de los ofíciales de su casa corriendo el Campo del Moro en busca de su robada Elena y pidamos al lector un ligero descanso que, después de la pasada refriega y aventura extraordinaria referida, habemos en gran manera menester.

Imagen




ArribaAbajoCapítulo XI


Cuando el conde aquesto vido
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Fuérase para el palacio
Donde el rey solía estar,
Saludó a todos los grandes,
La mano al rey fue a besar.


Rom. del conde Grimaltos. Silva de varios rom.                


Imagen

La pequeña corte de la antecámara de don Enrique, que dejamos en anteriores capítulos descrita, era un imperfecto y pálido remedo de la del muy alto y poderoso don Enrique III.

Veíanse lucir en ésta, a más de los que tenían los primeros oficios de la real casa de Su Alteza, las principales dignidades de Castilla. Hallábanse en derredor del trono a derecha e izquierda, y por el orden de su dignidad y favor, el buen condestable don Rui López Dávalos, el almirante don Alfonso Enríquez, don Fadrique, duque de Medinaceli, el conde don Juan Alfonso de Niebla, los maestres de Santiago y Alcántara, el mariscal don Garci González de Herrera, don Juan de Velasco, camarero mayor, Diego López de Stúñiga, justicia mayor, Pero López de Ayala, chanciller mayor y del sello de la puridad, el adelantado Pedro Manrique, donceles y caballeros principales, en fin, que a la corte asistían. En el momento de nuestra narración llegaba Su Alteza a ocupar su regia silla; acompañábanle al lado don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo, don Juan Hurtado de Mendoza, su mayordomo mayor, y sosteníanle del brazo fray Juan Enríquez, su confesor, y don Mosén de Abenzarsal, su físico. Don Enrique III, en medio de su juventud, tenía el natural aspecto enfermizo que a su rostro prestaban sus habituales dolencias. Semblante pálido y prolongado por la enfermedad, noble con todo, grave y lleno de majestad; sus ojos eran hermosos; mezclábase en ellos cierta languidez y tristeza con la penetración y la severidad; su andar era lento y su voz flaca.

Hasta el momento de la entrada de Su Alteza habíase tratado con raro interés entre los palaciegos del robo singular de doña María de Albornoz, y ninguno en consecuencia extrañaba la ausencia de don Enrique de Villena y de los caballeros de su casa. Sucedió el mayor silencio a la entrada de Su Alteza, y éste recorrió con la vista apresuradamente el círculo de sus cortesanos, saludando a uno y otro lado con su natural sequedad.

-¿Y nuestro fiel pariente y vasallo don Enrique de Villena? -preguntó Su Alteza. Condestable, ¿creo que me habéis dicho que ha vuelto de la montería del Real de Manzanares?

-Señor -dijo el buen López Dávalos inclinando su cabeza cana y despojada por el tiempo-, cierto es lo que aseguré a tu Alteza: don Enrique volvió ayer de El Pardo.

-¡Por San Francisco! que no sabe sus intereses mi primo cuando olvida presentarse a su Rey.

-¡Es una omisión imperdonable!... Pero, señor, hay causas a veces que...

-¿Causas? Quiero saberlas.

-Seis enmascarados han robado a su esposa.

-¿Robado? ¿Dónde?

-En su cámara misma.

-¿En mi palacio? No puede ser, condestable. Tal desacato costaría la cabeza... Explicaos.

-Nada hay más cierto, señor.

Aquí el condestable, amigo del conde de Cangas y Tineo, refirió al Rey cuanto en el alcázar corría acerca de tan extraño acontecimiento.

-Diego López de Stúñiga -dijo el Rey levantándose cuando hubo oído la relación del caso-, el rey Enrique no desmentirá jamás la fama que tiene granjeada de justiciero. Como justicia mayor de mis reinos os cometo la averiguación del suceso. Compadezco a nuestro fiel pariente y vasallo y quiero vengar la felonía cometida en la persona de mi muy amada doña María de Albornoz. Antes de tres meses me habréis descubierto quién sea el reo. Juro por las llagas de San Francisco que no le podré dar seguro aunque me le pida.

Inclinó respetuosamente la cabeza Diego López de Stúñiga y volvió a ocupar su lugar.

-Vos, Pero López de Ayala, tendréis entendido que quiero que se extienda hoy mismo la cédula que os dije; es mi real voluntad que no paguen mis reinos más monedas, a pesar de no haberse acabado aún la guerra con Granada. ¿Qué os parece, almirante?

-Paréceme, señor, que pudieran recrecerse graves daños de la supresión del tributo de las monedas -repuso el almirante-; si bien con eso contestáis a los pecheros y hombres de afán, también si los moros vuelven a hacer entrada...

-No me lo digáis -repuso el Rey-; estad cierto que tengo yo mayor miedo de las maldiciones de las viejas de mis reinos que de cuantos moros hay de esta parte del mar.

Calló el almirante, y alto murmullo de aprobación acogió el paternal dicho de Enrique el Doliente.

Otra media hora pasaría en que el rey de Castilla despachó en medio de su corte algunos negocios del gobierno de sus reinos; ya iba a dar la vuelta a la cámara cuando se sintió ruido como de muchas personas armadas que se acercan; volviendo todos las cabezas hacia el sitio por donde el rumor sonaba, un faraute de Su Alteza, llegando hasta el medio de la sala, hizo una reverencia, otra a poca distancia, y hecha la tercera a los pies casi del trono:

-Poderoso Rey -dijo en alta voz- y justo don Enrique, tu pariente y leal vasallo don Enrique de Aragón, conde de Cangas y Tineo, ricohombre de estos reinos y señor de Alcocer, Salmerón y Valdeolivas, viene a pedir a tus plantas justicia y reparación

-Decid que entre a mi pariente y leal vasallo.

Retiróse el faraute con las mismas cortesías, sin volver jamás las espaldas, y llegado a la puerta:

-Entrad -dijo con voz descomunal.

Dos farautes de don Enrique precedían. Don Enrique de Villena detrás, con rostro a la par airado y pesaroso. Seguía a su lado su primer escudero y detrás un caballero de su casa con el estandarte de sus armas, en que lucían sobremanera las barras paralelas de Aragón. El estandarte, pendiente de una asta a la manera de los que aún se usan en algunas procesiones, era ricamente recamado de oro y plata sobre campo azul. Venían después, armados como su señor, los caballeros y escuderos vasallos del poderoso don Enrique.

Pedido y dado el permiso de hablar por Su Alteza, tres veces reclamaron los farautes de don Enrique la atención y silencio de los demás señores y asistentes.

-Oíd, oíd, oíd el desacato y felonía cometido en la persona de la muy noble e ilustre señora doña María de Albornoz, esposa del muy noble e ilustre señor don Enrique de Aragón, y que en nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y de la Bienaventurada Virgen gloriosa, viene a pedir justicia y reparación.

Respondido hablad, tres veces también, por el faraute de Su Alteza, comenzó don Enrique, hincando en tierra una rodilla, a hacer relación de cómo le había sido, en su misma cámara, robada su muy amada esposa, y de cómo había salido en persecución de los robadores, entre los cuales contábanse criados de su casa, cuya falta había notado al mismo tiempo.

-Alzad -le dijo el Doliente rey-, conde de Cangas y Tineo, y decid cuál sea el fruto de vuestra expedición.

-No me levantaré, señor excelso, mientras no acabe el cuento de mi cuita y no este seguro de que tu alteza me otorga lo que a pedirte vengo. Inútilmente he recorrido el campo en busca de los robadores; a haberlos encontrado, señor, no hubiera menester pedirte justicia, porque mi espada me la supiera dar muy suficiente. Pero ¡oh dolor!, gran Rey, he hallado en vez de la esposa o de la venganza que buscara, esos sangrientos despojos que sólo una funesta catástrofe me pueden anunciar.

Adelantáronse, al llegar a decir esto, dos escuderos, que tendieron a la vista del rey el manto y el velo de doña María de Albornoz todos ensangrentados.

-¡Cielo santo! -exclamó horrorizado el piadoso Rey. Un movimiento de horror circuló por la corte, y todos apartaban la vista de los sangrientos restos.

-He aquí, señor -exclamó sollozando el desdichado esposo-, ¡y ojalá no hubiera encontrado más pruebas de mi desgracia!

-¿Qué decís? Hablad -exclamó Enrique III.

-Un pastor, gran Rey, que es el que ves y puede darte de ello testimonio, me ha asegurado que unas horas antes de encontrar con estas ropas había visto pasar a unos armados con un cadáver de una mujer, a su parecer hermosa y joven; mi esposa, señor. Receláronse de él y quisieron echarle mano para impedir que su mal hecho se supiese; mas el conocimiento que tiene del país, las quebradas de las peñas y sus buenos pies le salvaron, por desdicha mía, para mi amargo desengaño.

-Pastor, llegad -dijo don Enrique-; ¿vos habéis visto eso?

-Verdad dice su grandeza -repuso el pastor con visible turbación, que achacaron todos al asombro de hallarse en tal paraje-. Llevábanla, sin duda, a enterrar en los sitios ocultos en donde los vi.

-Justicia; pues, señor, justicia. Otorgadme que me dé a buscar al alevoso, y que donde quiera que le encuentre, pueda, sin duelo ni formalidad alguna, castigar al que como villano se portó.

-Yo os juro, don Enrique, justicia y reparación. Alzad; ¿tenéis vos indicios de quién pueda ser el robador?

-Ninguno -respondió Villena levantándose.

-¿Sospecháis, por ventura, si una venganza o si una pasión?...

-¡Ay de quien osare ofender la memoria de mi esposa!...

-Nadie en mi presencia la ofenderá, conde de Cangas y Tineo. Imposible me fuera concederos que os entreguéis a buscar al delincuente; necesito vuestra asistencia en mi corte. Pero los oficiales de mi justicia apurarán la verdad y le hallarán donde quiera que se esconda. Os otorgo, sin embargo, en nombre de Dios trino y uno, a quien en la tierra representan los reyes ejercitando su justicia, que matéis al villano, si lo halláis, donde quiera que lo halléis, armado o desnudo, solo o acompañado, por vuestra mano o por la de villanos vasallos vuestros. Otorgo, otro sí, que quede privado de cualquier gracia que pudiere yo hacerle o le hubiere hecho sin conocerle; mando a quien le encuentre, caballero, escudero, noble o pechero, y le requiero que le castigue como su villanía merece, y al que le mate hágole de su muerte salvo y perdonado. Alzad ahora, don Enrique.

-No esperaba yo menos, gran Rey, de tu recta justicia.

Adelantándose entonces don Enrique el espacio que del trono le separaba, llegó con rostro apenado, y doblando de nuevo la rodilla ante el rey Doliente, quitóse el yelmo, besóle la mano, y dióle repetidas gracias por el favor singular que acababa de otorgarle. Retiróse en seguida a desarmar, con sus caballeros, por el mismo orden que habían venido.

Quedaron los cortesanos estupefactos de cuanto acababan de oír. ¿Qué motivo racional se podía, efectivamente, dar a la extraordinaria muerte de doña María? Todos discurrían y se hablaban al oído-, pero ninguno conjeturaba la verdad, si bien muchos dudaban del relato y de la manera y forma de la muerte por don Enrique referida. Pero donde el Rey había creído públicamente, no era lícito, ni aún a los mayores enemigos de don Enrique, dudar del caso sino en secreto. Todos, por lo tanto, callaron, y el físico de Su Alteza, que vio que la animada audiencia de la mañana y lo mucho que Su Alteza había hablado, había alterado visiblemente su color, le advirtió respetuosamente que le convenía tomar algún descanso. Oído esto por el Rey, bajó del regio sillón, y despidiendo a sus cortesanos, entróse en su cámara con aquéllos mismos que le habían acompañado a su salida, menos don Pedro Tenorio, el arzobispo de Toledo, que quedó en la sala de audiencia con los más grandes, dando y tomando en la singular aventura del que, entonces más que nunca, comenzó a aparecer verdadero hechicero a los ojos de los suspicaces cortesanos de don Enrique el Doliente.

Imagen




ArribaAbajoCapítulo XII


    Por dar al dicho don Cuadros
Dado ha al Emperador.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    -¿Por qué me tiraste, infante?
¿Por qué me tiras, traidor?
-Perdóneme la tu Alteza,
Que no tiraba a ti, no.


Rom. ant. del Infante vengador.                


No bien hubo llegado don Enrique a su cámara, despachó a sus caballeros y sólo quedó a su lado su predilecto escudero; depuesta allí la falsa máscara de la pena, cuando hubo quedado solo el intrigante conde con Fernán Pérez de Vadillo, trabó con él una breve conversación.

-Fernán, nada tenemos que temer.

-Siempre tiene que temer quien no obra bien, señor.

-¡Fernán!

-Perdonadme, pero no apruebo lo hecho. Y ahora que he obedecido tus órdenes sin murmurar tengo algún derecho a descargar mi conciencia.

-Vadillo -díjole al oído el conde-, de nada tiene que acusarme la mía.

-¿De nada?

-Bien; convengo en que el medio ha sido violento-, pero era preciso ser maestre de Calatrava.

-Callo, señor; obedezco, pero no lo apruebo. Permíteme que te lo diga por última vez.

-En buen hora; vuestro silencio y vuestra obediencia es lo que necesito. Y vamos a lo que más importa. Tiéneme inquieto el camino que habrán tomado los armados.

-En cuanto a los que llevaron a la condesa, yo te respondo de su silencio y de su fidelidad.

-Bien; ¿y Ferrus?

-¿Tanto sentís la pérdida del juglar?

-¡Sí, la siento, Hernán! Aquél nunca desaprueba nada; su conciencia es la del estúpido; nada le dice nunca; yo soy harto débil y harto bueno todavía para no necesitar tener a mi lado en mis fines un hombre honrado como vos. Quiero un instrumento, no un amigo. ¿Y el trovador prisionero?

-Podemos verle.

-¡Podemos!... Es indispensable. ¿No os dije yo que era él? Ved si ha estado detrás del sillón del trono, como acostumbra hallándose en la corte. El golpe nuestro será tanto más seguro cuanto que nadie tiene noticia de su llegada. Habrá desaparecido del mundo, y quién sabe si alguien notará la coincidencia de su desaparición y de la condesa.

-Eso, señor, pudiera no convenirte.

-Conviéneme mucho ser maestre de Calatrava. Partamos. Guíame a donde esté.

Inquietos iban los dos acerca de la entrevista que con el nocturno músico les esperaba. Al odio que contra él, por la denegación referida, abrigaba don Enrique, agregábase cierto recelo de que hubiese en su conducta algo más que ley de caballería y pura generosidad hacia la condesa; y aunque no amaba a su esposa, como bien a las claras lo acababa de probar, irritábale, sin embargo, la idea de que un simple caballero hubiese puesto los ojos en cosa suya y en tan alta persona. Con respecto a Vadillo, no dejaba de tener alguna inquietud, pues no estaba muy claro para él si daba serenata a la condesa o si acaso su esposa... Imposible y horrorosa le parecía tan descabellada sospecha de la virtud de Elvira-, pero la duda se había hecho lugar en su corazón, y es huésped por cierto que, una vez alojado, no se arroja del pecho a voluntad.

A entrambos parecía cosa indisputable que el músico era Macías, y nosotros, que desde la noche anterior nada sabemos de su existencia, no podemos menos de abundar en la opinión de los que tal pensaban.

Llegaron, por fin, a una puerta pequeña que en el extremo de una larguísima galería se encontraba.

-Alvar -dijo llamando Vadillo, y se abrió la puerta inmediatamente. Alvar era el montero a quien en la noche anterior había confiado el escudero la importante presa. Entraron en una pequeña habitación, cerrándose tras ellos la puerta.

-¿Y el preso? -preguntó Vadillo.

-Descansa en la pieza inmediata; debía no haber dormido en un mes, ronca tranquilamente.

-¿Ronca? ¿No está, pues, herido de peligro?

-Más daño debió de hacerle el miedo que vuestro venablo, señor escudero. Tiene algo arañada la cara de la caída y un brazo vendado; pero el maestro que lo ha reconocido esta mañana asegura que podrá salir después del medio día.

-Despertad a ese caballero -repitió entre dientes Alvar.

-¿Qué respondéis en voz baja? Despachad -dijo Fernán-. ¿Hase quejado de la violencia que con él se ha usado?

-Ayer noche todo era pedir que se le condujese a presencia de su amo el ilustre conde...

-¿Su amo? -dijo el conde-. El trovador ha perdido la cabeza.

-Voy a advertirle que vuestras señorías...

-Presto, Alvar, presto.

Entróse Alvar en la inmediata pieza, mientras que don Enrique y Fernán se preparaban a la extraña entrevista que iban a tener. No tardó mucho en volver a salir Alvar, asegurando que había despertado al enfermo, quien, sintiéndose completamente reparado de fuerzas con el pasado sueño, metía sus vestidos para salir a recibir a sus ilustres huéspedes.

-¿Es segura esa puerta, Alvar? -preguntó el conde.

-Las fuerzas de diez hombres reunidos no bastarían, señor, a violentarla -respondió Alvar-. Además dos monteros le guardan conmigo y está indefenso; de aquí no saldrá sino para donde vuestras señorías determinen. Pero aquí está.

Salía, en efecto, el asombrado prisionero, el cual, no bien hubo visto al conde, cuando, acercándose a él, como quien ve a su libertador, se echó a sus pies, y con lágrimas de gozo y de temor:

-Señor -exclamó besándoselos-, ¿en qué ha podido ofenderte para merecer tan dura prisión tu fiel Ferrus?

Dos estatuas de mármol parecieron a tan inesperada vista el conde y su escudero. No sería mayor el asombro y la indignación del rústico pastor que se viese torpemente cogido en el propio lazo que hubiera preparado para el raposo.

-¿Tú, Ferrus? -exclamó después de la primera sorpresa el furioso conde-. ¿Tú, Ferrus? Fernán, nos han vendido. Venid acá, don villano -añadió derribando por tierra de un empellón al desesperado juglar-; venid acá vos, Alvar, ¿es éste el preso que se os ha confiado? ¿Qué hicisteis, don bellaco, del doncel de Su Alteza?

Asíale de la garganta, y ahogárale sin remedio, si no se le pusiera por medio Hernán, que más sereno comenzaba a vislumbrar la verdad del caso.

-¿Qué doncel, señor? -gritó cuando pudo Alvar. Lleve mi alma el diablo si tuve yo jamás en mi poder más preso que el que el señor escudero me entregó, y si no es ése el mismo de que me encargué.

-¿Qué es esto, Hernán? -dijo don Enrique soltando la presa.

-¡Qué ha de ser, señor! Que sin duda debió de ser Ferrus el músico que yo cogí.

-Negra fortuna mía -gritó don Enrique-. ¡Qué músico habíais de coger, ni qué!... ¡Por Santiago! Venid acá, Ferrus; ¿qué hicisteis vos de cuanto os encargué? ¿Quién era el músico, juglar? Acabado...

-Serénate, señor -respondió temblando el aterrado Ferrus-. Yo obedecí tus órdenes ciegamente; yo rodeaba el muro y me acercaba ya al que tañía, cuando él, echando de ver mi bulto, calló y hundióse precipitadamente en la tierra; el diablo debía de ser sin duda que tomó la forma de músico para perderme en tu estimación...

-¿El diablo? Malandrín... -no pudo menos de sonreírse don Enrique al oír la simpleza de su juglar-. ¿El diablo?

-Señor, lo jurara; lo cierto es que yo no le volví a ver más; y cuando, todo ojos y orejas, me acercaba al sitio donde le había visto y buscaba el boquerón que habría dejado al hundirse, sin saber por dónde encontréme con un caballo encima y un caballero... Bien sabe Dios que en aquel trance me santigüé...

-Adelante, miserable, acaba.

-Por acabado, señor; desde aquel punto ni vi ni oí; cuando recobré el uso de mi razón, halléme en ese camaranchón donde me curaban las heridas que el mal enemigo me había hecho.

-Calle el necio -interrumpió, no pudiendo sufrir más, don Enrique-. ¡Vive Dios que nada comprendo, Hernán!

-Yo infiero, señor -dijo Hernán-, que el músico debió ser, si no diablo, muy ligero por lo menos, y yo debí tomar a Ferrus por el que tañía.

-Eso debió ser sin duda. Pero ¡voto a Santiago! que todos los deseos que de encontrar a Ferrus tenía no me pagan del pesado chasco. Alza, Ferrus, y vente con nosotros. ¡Necio de mí que fui a escoger para tan delicada empresa al mandria mayor que vio la tierra! ¿Enviéte yo para que cogieras al músico o para que te dejaras coger por el primero que llegase?

-Perdóname, señor -contestó algo repuesto Ferrus-; dijérasme lo que había de hacer contra el diablo en viéndole...

-¿Vuelves a mentar al diablo, menguado? ¿Dónde está el diablo, mal servidor? Enséñamele, desalmado.

-¡Jesús! Líbreme Dios. ¡Jesús! -exclamó Ferrus, santiguándose a más y mejor.

-Vamos de aquí, Hernán. Juro no abrir libro ni hacer trova, y júrolo por el apóstol Santiago, hasta no tener en mi poder al insolente doncel que de tal manera ha burlado mi esperanza. Ahora está libre, ¡vive Dios! y puede hacernos mucho mal. Alvar, tu fidelidad será recompensada.

Inclinóse Alvar, y nuestros tres predilectos personajes salieron silenciosamente a la galería; regocijado Ferrus de verse libre, en poder de su señor legítimo, y disipado ya el nublado que sobre su cabeza tronaba desde la noche anterior; disimulando Hernán la risa que en el cuerpo le retozaba al recordar a sangre fría el chasco inesperado y mohíno por demás el desairado conde, a cuya imaginación se agolpaba, entre otros peligrosos recuerdos, el del secreto que había imprudentemente confiado al perseguido doncel, y dándole no poco cuidado la reflexión de no haberle visto en la corte, siendo así que no era la causa que él había pensado la que podía habérselo impedido.




ArribaAbajoCapítulo XIII


¿Qué es aquesto, mi señora?
¿Quién es el que os hizo mal?


Cancion. de Rom.                


Imagen

Largo tiempo hacía que Elvira, atada a la columna y sin poder pedir a nadie auxilio a causa del pañuelo que le tapaba la boca, esperaba con insufrible paciencia a que la casualidad o el transcurso del día le deparase un libertador que de tan crítica situación la sacase. Por fin llegó el momento deseado, y el paje que tanto había tardado en la averiguación de lo que se encomendara a su cuidado, abrió las puertas de la cámara que de prisión servía a la afligida hermosa. Miró en derredor y a nadie veía, hasta que, fijando los ojos en la columna, ofrecióse a su vista el espectáculo de su aprisionada prima. Asustóse primero y exclamó:

-¡Santo Dios! ¿Qué ha ocurrido aquí?...

Mal podía responderle Elvira sino con los ojos; pero cuando vio el pajecillo que no parecía nadie, ni había asomos de peligro, soltó la carcajada, impertinente a la verdad en aquel momento, y comenzó a dar brincos.

-¿Quién os ha puesto así, mi señora Elvira? ¿Os ató el señor escudero por?...

Diole lástima al llegar aquí el ver que su prima no parecía gustar de la prolongación de tan pesada chanza. Llegóse entonces el atolondrado a Elvira y desató sus crueles ligaduras.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Elvira en viéndose libre-. Alguna desgracia está sucediendo a mi señora la condesa. Corramos...

-¿Adónde vais tan de prisa? -repuso el paje deteniéndola-. ¿Y quién me paga mi recado? ¿Quién escucha las nuevas que traigo? ¿Quién, sobre todo, me cuenta lo que os ha sucedido y la razón de haberos encontrado así mano a mano con esa columna negra?

-¿Traes nuevas? -preguntó Elvira olvidando todo lo demás-. ¿Traes nuevas?

-Y buenas -contestó el paje-. El caballero de las armas negras era el que tañía...

-Lo sé... y...

-Pero sabed que le esperé inútilmente dos largas horas, más largas que las del arenero...

-¿Inútilmente?

-Sí, pero por fin llegó.

-¿Llegó? ¿Con que no era él el?... ¡Yo os bendigo, Dios mío!... Sigue.

-¡Si le vierais qué agitado! Descompuesto el cabello, espantados los ojos, entró en su cámara y no me vio. ¡Negra suerte! -exclamó, y despedazó con sus manos el laúd que traía cruzado sobre la espalda-. ¿No me serviréis -dijo rompiendo las cuerdas- sino de gemir eternamente? Viome en seguida. ¿Qué haces aquí? -me dijo con voz terrible; pero al reconocerme templóse toda su ira-. Paje -me dijo entonces con voz mesurada-, ¿tornas aún con nuevas demandas del hechicero?

-¡Ah! si supierais quién me envía -dije entonces-; si supierais que una hermosa dama...

-Silencio exclamó-, no pronuncies su nombre... ¿Es posible? Díjele entonces la comisión que me disteis en nombre de la señora condesa; largo rato suspiró y miró al cielo sin hablar. Paje -me dijo en fin-, no nos veremos más. He creído que mi brazo podía ser útil a una inocente; pero si es fuerte contra los hombres, es impotente contra los recursos de una ciencia misteriosa y... maldecida. El infierno me envía enemigos en medio de la soledad y la Madre de Dios me abandona. Un acontecimiento extraordinario ha interrumpido mis avisos. He rondado la noche toda para volver a entrar en el alcázar; las órdenes más rigurosas, dadas no sé por quién después de mi salida, me han impedido verificarlo. He debido esperar a que entrase el día para que no fuese mi entrada sospechosa. Pero mañana el alba me encontrará lejos, bien lejos de Madrid. Si alguna mujer necesita mi amparo en cualquier ocasión, mal pudiera negársele un doncel de don Enrique. Dígame qué puedo hacer, por mí lo ignoro. Adiós. Apretóme la mano de una manera, prima, que yo creí que le atormentaban otros recuerdos que los de nuestra amistad. Envolvióse entonces en su pardo gabán, y cubriéndose con él la cabeza, oíle sollozar y salí. He aquí, prima, las nuevas.

-Tristes, bien tristes -dijo pensativa Elvira-. ¿Y de la condesa supiste?...

-¿La condesa? ¿Es su confidenta la que me pregunta?

-Sí, ¿nada sabes?

-Pero, querida prima, ¿qué tenéis? Vuestra palidez, vuestra agitación me asustan...

-¡Ah, Jaime!, la condesa es víctima en este momento de la más espantosa villanía... Volemos a su socorro: no sé adónde me dirija; la menor imprudencia mía puede comprometer su suerte y el éxito mismo de mis diligencias. Si supiera... pero la más completa oscuridad reina en todas mis conjeturas.

Meditó un momento Elvira el partido que tomaría, mientras que hacía nudos a uno de los cordones, que de su cintura pendía, el distraído paje. De pronto pareció que había iluminado su entendimiento un rayo de luz.

-No hay más recurso -dijo-, para los casos extremos son los remedios violentos. Jaime..., deja ese cordón, déjale te digo... Vamos a buscar a mi esposo; averigüemos primero qué voces corren de lo ocurrido y qué se cree en el alcázar... Después, si eres prudente, si has de ser callado, pero callado como la muerte, tú, que sabes el camino, me guiarás adonde pienso ir.

-Puede que algún día pruebe Jaime a su hermosa prima que no es tan atolondrado como le llaman.

Elvira apretó la mano del inteligente pajecillo con expresión de gratitud, y ambos salieron de la cámara que acababa de ser teatro de tan extraordinarias escenas.

Buscó Elvira a su esposo sin más demora, porque si bien sospechaba que don Enrique hubiera tenido parte en la pérfida desaparición de la condesa, ni veía claro en esto ni menos lo podía asegurar. ¡Tan bien se había representado por todos la farsa que dejamos descrita! Ni por otra parte, aunque a pies juntillas hubiera creído la traición del conde, cabía en su imaginación la menor sospecha acerca del extremado honor de su esposo; sabíale ligado a los intereses de su señor, pero que él hubiese tomado parte activa en el mal hecho no le era lícito a Elvira imaginarlo siquiera.

Así era la verdad: hidalga sangre corría por las venas del escudero y hacía vanidad de honradez y de rectos sentimientos; no era uno de los pocos hombres ilustrados de la época; no hubiera sostenido una intrincada tesis con un teólogo; participaba de las preocupaciones de su siglo; pero era en sus acciones hidalgo, y esto es por lo menos tan recomendable como el talento. Alguna parte había tenido en el criminal proyecto de don Enrique, pero sólo aquélla que no había podido excusar en calidad de escudero suyo; así que se había opuesto constantemente a las miras de su señor, habíale afeado los medios y le había reconvenido después, como arriba dejamos indicado; pero la misma probidad que le impulsaba a manifestar francamente sus sentimientos en tan delicado asunto, a riesgo de perder la gracia del conde, le impedía oponerse de hecho a sus deseos: era forzoso obedecer y callar por el propio honor del deslumbrado magnate; propúsose, pues, ser completamente pasivo y guardar el más riguroso silencio. Sospechando, sin embargo, que la primera que había de poner a prueba su fidelidad había de ser su esposa, no había vuelto a desatar las crueles ligaduras en que había quedado presa, y de que había sido él la causa, pues desde luego había manifestado al conde la imposibilidad de separarla de él y la dificultad que hubiera encontrado para realizar su voluntad mientras Elvira pudiese obrar libremente en los primeros momentos. Había, pues, dejado a alguna casualidad que no podía tardar en sobrevenir el cuidado de su esposa, deseoso de retardar a cualquier costa el instante de una explicación con ella, para la cual no tenía todavía muy meditadas las respuestas.

Avínole mal, no obstante, pues poco tardó Elvira en presentarse ante sus ojos, con una agitación tal, que no le pudo quedar duda al infeliz del objeto de su intempestiva venida. Hubiera él querido hallarse a cien leguas entonces de su consorte y del mundo entero, en cuyas miradas creía ver a cada paso otras tantas reconvenciones a su reservada y ambigua conducta. Repúsose, con todo, lo mejor que pudo, y ni las preguntas sencillas de Elvira, ni sus halagos, ni sus reconvenciones, lograron recabar de él la menor noticia que pudiese dar luz sobre lo ocurrido a la desconsolada hermosa. Obstinóse en negar constantemente la menor participación del conde en el robo de la condesa; en una palabra, manifestó con toda entereza hallarse en la misma ignorancia que la corte toda, y aun se indignó con notable aire de verdad a la menor idea de sospecha presentada por Elvira. Comenzaba ya ésta a dudar si serían sus juicios temerarios, pero nunca pudo convencerse a sí misma; vio además a don Enrique y parecióle que brillaban al través de su aparente dolor sentimientos de otra especie. Difícil cosa es, por cierto, engañar la natural penetración de una mujer; la inutilidad de los esfuerzos del de Villena para dar con los robadores y el horrible atentado cometido en una mujer que a nadie había hecho daño, reunidos a los antecedentes particulares que de aquel matrimonio desgraciado sólo ella acaso tenía, la hacían ver más claro en tan atroz intriga que todos los demás. Inexplicable fue su dolor cuando llegó a sus oídos la funesta nueva, que de boca en boca corría por el alcázar, de la desdichada muerte de su señora; afirmábanse al recordarla todas sus sospechas, ardía en deseos de venganza, y la idea de la impunidad la hacía padecer tormentos imponderables. Resolvióse, pues, a realizar el plan que tenía meditado, arriesgado en verdad, y delante del cual había retrocedido muchas veces. El amor, en fin, que a la condesa había tenido, una voz superior y celestial que creía oír continuamente, pidiéndole venganza y reparación, la hicieron creer que el cielo mismo y que su conciencia la obligaban a volver por la inocencia, y constituyóse entonces campeón de la ultrajada virtud. Seguida del inquieto paje, que, tan asombrado como ella, lloraba también la desgracia de doña María de Albornoz, entróse en su aposento, donde la dejaremos poniendo los medios que más propios creía para dar cima a la importante empresa que sobre sí tomaba, sin comprometer su honor por otra parte, su virtud y hasta su misma tranquilidad.

Imagen




ArribaAbajoCapítulo XIV


    Contadme vuestros enojos;
No toméis malencolía;
Que sabiendo la verdad
Todo se remediaría.


Rom. del conde Alarcos.                


En la misma postura que el paje refería haber dejado al melancólico doncel, envuelto en su gabán hasta los ojos y roto a sus pies el laúd, permanecía cuando se presentó delante de él Hernando, diciéndole con su acostumbrada sequedad:

-¿Lloras, señor? Levanta la cabeza y mira, que o yo entiendo poco de rastro o se te viene la res por sí sola a tiro de tu venablo.

Alzó la frente el consternado mancebo y vio a pocos pasos de él una figura envuelta en un ropón negro y cubierta la cara con la mascarilla que usaban en aquel tiempo las damas cuando salían, sobre todo, de su casa o cuando habían de hablar con caballeros desconocidos.

-¿De qué hablas, Hernando? ¿Quién es esta dama? -preguntó desembozándose con enfado el doncel. Miróla entonces de alto abajo y reparando que su silencio podía indicar que no venía a hablarle con testigos:

-Retírate, Hernando -dijo-; yo te llamaré cuando te haya menester -cogiendo entonces de una mano a la dama hízola entrar en su cámara. Luchaban en su fantasía mil encontradas ideas.

-Señora -le dijo con voz mesurada y tímida-, sola estáis; si alguna revelación tenéis que hacerme, si alguna ocasión tenéis que proporcionarme en que pueda seros útil mi débil brazo, hablad; no en vano os habéis dirigido, a un caballero de la corte del ínclito y poderoso rey de Castilla.

-Caballeros tiene la corte de don Enrique que pudieran desmentir la hidalguía de vuestras palabras -repuso la tapada con voz que desfiguraba enteramente la mascarilla que cubría su rostro.

-Nombradlos, señora; si algún caballero ha mancillado el nombre de una orden de caballería, él me dará razón y satisfacción.

-No os alteréis y oídme. Sí, caballeros hay, y cerca de nosotros, que amancillan la clase a que pertenecen. Ni la sangre que corre por sus venas, ni el nombre ilustre que ostentan, ni la dorada cuna en que se mecieron, son rémora bastante a sus desenfrenados deseos. ¿Conocéis a la condesa de Cangas y Tineo, a la ilustre doña María de Albornoz?...

-¿Sería posible? ¿Seríais vos, señora?...

-¡Pluguiese al cielo! Pero ni soy la condesa... ni...

-¿Quién sois, pues, vos, la que en su nombre?...

-Templad vuestro ardor, noble caballero, y dadme palabra de oírme y de no indagar quién yo soy...

Latía violentamente en el pecho el corazón de Macías; miraba una y otra vez a la desconocida; no osaba, sin embargo, afirmarse en sus sospechas.

-Con esa palabra proseguiré en mi demanda la -dijo la dama. Contóle en seguida al caballero, que de todo estaba ignorante, cuanto de la condesa se decía...

-¡Muerta la condesa! -exclamó Macías al llegar al funesto desenlace de tan triste historia-. ¡Y vive el conde todavía... y!...

-¡Silencio! He aquí el objeto de mi venida. La tiranía, la injusticia piden reparación. Mañana una amiga de la condesa se arrojará a los pies del Rey y denunciará la traición. Acaso será preciso que un caballero salga fiador con su espada de su acusación. ¿Estaréis mañana en la corte de don Enrique?...

-¿Qué me pedís, señora? Cuando pensaba alejarme de esa funesta corte...

-¿Alejaros? -dijo con un movimiento de sorpresa la dama-; ¿alejaros? -repitió, lanzando un amargo suspiro.

-¡Ah!, señora, ¿ignoráis -repuso el doncel con la mayor agitación- que mi tranquilidad depende acaso de mi marcha precipitada?...

-¿Y dejaréis a la inocencia ser presa de la traición?...

-Jamás; pero...

-¿Y sabéis vos, por ventura, poco generoso mancebo, lo que en este momento sacrifica la que tenéis ante vuestros ojos, los respetos que atropella, los riesgos a que se expone?...

-Acabad, santo Dios, ¿quién sois? Vos, vos... no hay duda...

-Caballero, respetad mi silencio y mi dolor. Acabemos; he procedido de ligero cuando he creído que...

-No, no; mañana estaré en la corte de don Enrique. Una sola gracia os pido. Si he de ser vuestro caballero, dadme una prenda, señora, un color...

-¡Mi caballero! -interrumpió la dama-. El caballero seréis de la inocencia: el mío es imposible...

-¡Imposible! Elvira, vos sois...

-Soltad, imprudente joven, soltad. ¿Por dónde presumís que soy la esposa del escudero? Vuestra imaginación os engaña, y acaso vuestro deseo...

-¡Me engaña!... Mi deseo, señora, es de servir a esa dama, que conozco, como pudiera conocer...

-Vuestra turbación os delata; pero esa imprudencia permanecerá oculta en mi pecho. Conozco a esa Elvira, y su honor me es harto caro...

-Nunca podría padecer su honor...

-Bien, ¿qué importa Elvira? La prenda que me pedís, si mañana, ante la corte toda, el Rey decreta el duelo y el juicio de Dios, la tendréis; pero ni os podréis nombrar mi caballero ni exigiréis de mí que me descubra. Básteos saber que conozco demasiado a la dama que nombrasteis y que sé, doncel, que ella no viniera a vos.

-¿Eso sabéis?

-Lo sé.

Dejó caer Macías al oír estas dos palabras, pronunciadas con funesta tranquilidad, la mano con que tenía asida una punta de la ropa de la tapada como para detenerla. Inclinando en seguida la cabeza declaró que al día siguiente se hallaría en la corte de don Enrique, y ofreció su mano a la desconocida; aceptóla ésta para salir, pero un notable temblor la agitaba; oprimióla suavemente el doncel, como si quisiese tentar este último y desesperado recurso para salir de su terrible duda; un movimiento involuntario y convulsivo correspondió a su indicación, y en el mismo momento la tapada, volviendo en sí, arrancó su mano de la del doncel y se lanzó fuera de la estancia. Arrojóse en pos Macías; iba a prosternarse a sus pies, iba a hablar, pero un ademán imperioso de la negra fantasma le mandó apartarse, y más rápida en seguida que esas rojas exhalaciones que surcan el espacio en una oscura noche de estío, desapareció a sus ojos la aérea visión. Macías creyó ver un ser sobrenatural, la sombra acaso de la misma condesa; permaneció con los brazos cruzados y la vista fija, como si quisiese ver más allá de la oscuridad y de la distancia. Entonces oyó un suspiro lanzado a lo lejos, y parecióle que al desaparecer de sus ojos en el confín del corredor, se había reunido la dama a otra figura más pequeña que allí la estaba sin duda alguna esperando.

-Sé, doncel, que ella no viniera a vos -repitió un momento después Macías con doloroso acento-. Yo también lo sé: nunca me amó. ¿No amaba a ese infeliz escudero cuando se unió a él en indisolubles lazos? ¡Loco, insensato de mí! Ah, quien quiera que seas la que vienes a implorar mi espada, ¡cuán poco conoces el corazón del hombre! ¡Un amante correspondido, un mortal feliz es invencible; a un miserable despechado y aborrecido un niño le vence!!!




ArribaAbajoCapítulo XV


¿De dónde vino este diablo?


Rom. del Cid.                


Imagen

De vuelta don Enrique en su cámara con su primer escudero y con su favorito juglar, revolvía en su cabeza los medios de dar a su intriga la feliz conclusión que por tanto tiempo había deseado. Estorbábale la idea de Macías, pero dejó al tiempo el cuidado de iluminarle acerca de lo que de él podía temer. Despidió, pues, a Hernán, cuya probidad le incomodaba no poco para sus fines, y sólo el juglar, de cuya aparente estupidez nada recelaba, entró con él al secreto laboratorio.

-Libres estamos ya de la condesa, Ferrus -dijo-; pero merced a tu singular valor quédanos en campaña otro enemigo no menos terrible...

-¿Eres ya maestre, señor?...

-Lo seré, Ferrus, o poco ha de poder don Enrique de Aragón; acabo de recibir un aviso secreto de que ha sido elegido papa en Aviñón don Pedro de Luna bajo el nombre de Benedicto XIV. Esperaba este favorable acaecimiento de un momento a otro. Luna es aragonés, como yo, y vínculos de amistad nos unen; la lucha que habrá de sostener además con Urbano en este cisma de la Iglesia y la necesidad que tiene de Castilla y Aragón, unida a la influencia que él sabe que ejerzo en estos dos reinos, me aseguran su provisión para el maestrazgo; la piedad, por otra parte, de don Enrique III no podrá menos de pesar en la balanza en favor mío cuando éste sepa que mi allegado, el ricohombre de Luna, ha ceñido a sus sienes la triple corona. Ahora necesito sacar partido de la ignorancia en que de esta nueva está la Corte y de la feliz tardanza de la noticia de la muerte del maestre de Calatrava...

-Tu antecesor.

-Así lo espero, Ferrus. Tira el cordón que corresponde al cuarto del astrólogo y retírate a esa cámara inmediata.

Hízolo Ferrus como se le mandaba. Apenas había doblado tras sí las batientes hojas de la puerta, oyéronse los vacilantes pasos de una persona de edad que bajaba escalones con toda la prisa que sus cansados años le permitían.

-Entrad -dijo don Enrique, y se presentó en la habitación el físico de Su Alteza, Mosén Abrahem Abezarsal, el mismo que en la corte de la mañana había acompañado constantemente al Doliente rey. Su estatura era pequeña, su tez pálida y macilenta; brillaban sus ojos en su oscuro semblante como dos carbunclos en medio de las tinieblas de la noche, y era la expresión de toda su persona malignidad y avaricia; su mano descarnada y su barba larga le daban cierto aire de adusta gravedad. Su traje era un largo y amplio balandrán negro cogido con una larga correa; ayudábale a andar un nudoso y retorcido báculo semejante al bastón pastoral, y una toquilla con dos plumas malamente colocadas encubertaba su calva zolloa.

-¿En qué puedo servir al ilustre y eminente?...

-Tregua a las lisonjas; nos conocemos y entre nosotros no son necesarias.

-Sea en buena hora, conde -repuso con humildad el físico-. ¿Habéis menester de mi ciencia y de las relaciones que con el espíritu del ser conservo? ¿Queréis consultar el curso de las estrellas?...

-En cuanto a las estrellas, Abrahem, no creo saber menos que vos. Dejemos a los astros del cielo recorrer tranquilamente su carrera y no nos acordemos más de ellos que ellos se acuerdan de nosotros. Otros astros más humildes que cruzan sombríamente por esta esfera terrestre, haciendo sombra a mis vastos planes, son los que os será preciso desviar y no consultar.

-¿Queréis que amolde una semejanza de cera?... Señaladme la víctima: antes que la noche haya tendido sus densas sombras sobre el alcázar de Madrid, veréisla concluida y atravesado el pecho con punzante almarada; una lámpara arderá delante de ella; cuando gustéis, una vez pronunciado el funesto conjuro, vos mismo apagaréis el resplandor mortecino, y el que os haya ofendido, bien pudiera estar en el apartado polo, caerá herido de invisible mano...

-Tregua, viejo miserable, tregua al torpe manejo de vuestra pérfida ciencia. ¿Creéis, por ventura, que tengo yo mi tiempo libre para oír vuestras impertinencias? ¿Creéis que habláis con el imbécil don Enrique el Doliente, a quien su débil contextura arroja como una víctima inerme en vuestros groseros lazos? ¿Creéis que he pasado años enteros sobre los triángulos y los crisoles, llamando inútilmente a ese espíritu de las tinieblas, para dejarme deslumbrar de vuestra imprudente charlatanería? Guardad para el vulgo esa necia ostentación y acordaos de que es más fácil oír que adivinar.

Temblaba el viejo de mal reprimido coraje, pero no osaba arrostrar la indignación del impaciente Villena.

-Ea, Abrahem -dijo entonces don Enrique, más sosegado con el terrible efecto que en el réprobo habían hecho sus tonantes expresiones-, ¿cuánto oro habéis fabricado esta mañana?

-¿Oro? ¡Pluguiera al cielo! En vano he intentado encerrar en el crisol un rayo de ese sol que nos alumbra; él contiene la apetecida esencia del oro; pero el medio, el medio...

-¿No sabéis, pues, hacer oro con vuestra ciencia?

-Si supiera hacer oro, señor, ¿imagináis que fraguara, para ganarle, mentiras que algún tiempo yo mismo creí, pero que la experiencia me obliga en fin a desechar tristemente?

-Bien, Abrahem; ahora os ponéis en la razón, ahora habláis con el conde de Cangas. Ved, yo soy mejor alquimista. Sin andar a caza de la esencia del oro encerrada en un rayo del sol, yo hago ese precioso metal con los terrones de mis estados. Tomad esas doblas -añadió alargando al viejo, cuyos ojos brillaban ya de alegría, un repleto bolsón de cuero-, ése es el mejor conjuro; a la voz de ése no hay espíritu en el orbe que no responda.

-¿Y en qué puede serviros vuestro criado?

-Oíd: ¿sabéis qué os ha elevado al alto favor que en la corte de don Enrique gozáis?

-Con tu licencia, señor, mi padre Abrahem Abenzarsal era ya físico del rey don Pedro el Cruel.

-¿Y os sostendríais, Abenzarsal, en ese lugar, que creéis arrogantemente haber heredado, si el nieto del célebre y primer marqués de Villena quisiese patentizar a la corte entera que vuestra existencia toda, vuestras palabras, vuestra misma persona no son más que una prolongada impostura?

-Pero ¿esas preguntas?...

-Quiero asegurarme vuestra fidelidad. Conozco a los hombres; son fieles cuando tienen interés en serlo. Escuchad ahora. Quiero ser maestre de Calatrava.

-¡Por Israel! Comprendo; un rayo de luz acaba de iluminarme, y la muerte de la condesa no es ya un enigma para...

-Pues os advierto, precisamente, que debe serlo hasta para vos,

-En buen hora, señor; no digas más: confieso que no lo entiendo. Pero hay ya un maestre, y no suele haber dos en ninguna orden...

-Precisamente eso es lo que todas las figuras cabalísticas no os hubieran revelado nunca a vos antes que a los demás. No hay ninguno.

-¡Dios de Abraham! Dos muertos en menos de...

-Con respecto al maestre Guzmán, ese mismo Dios de Abraham que invocáis tuvo a bien llevarle a mejor vida.

-¿Qué dices, señor?

-Ahora lo sabemos dos en Madrid. Vos y yo.

-¿Y creéis que Clemente VII...?

-Clemente VII estará probablemente ahora donde el maestre...

-¡Qué de importantes noticias!

-Don Pedro de Luna ocupa la santa silla de Aviñón. Ahora bien, ¿a qué hora veréis a Su Alteza?

-Debo asistir a su refacción de la noche.

-¿Qué más pudierais pretender? Deslumbrad a la corte. Allí podéis hacer uso de vuestra recóndita ciencia. Adivinad delante de Su Alteza las noticias que acabo de daros y adivinad también que el maestre de Calatrava ha de ser...

-Don Enrique de Villena.

-Justo. Mañana me ha de saludar el Rey en la corte con ese pomposo título. Para el logro de nuestro fin es preciso que le conste al Rey que no nos hemos visto.

-Nada más fácil. Ya sabes, señor, que la quebrantada salud del joven Rey me obliga a habitar, ciñéndome a sus mismos órdenes, una habitación inmediata a la suya, y que todos ignoran que tengo una comunicación abierta con vuestro laboratorio. Su Alteza juzga que encanezco ahora sobre los crisoles, que consulto las estrellas sobre el éxito de la guerra de Granada y que revuelvo a Dioscórides buscando remedio a sus dolencias.

-Perfectamente. Esperad. Dos personas más me estorban para mis fines...

-Ya sabéis que he recibido no ha mucho de Italia un pomo de aquella agua clara, más cristalina que la que envían las sierras vecinas a esta villa, y que el que la llega una vez a sus labios no vuelve en sus días a tener sed.

-Basta, Abenzarsal, basta. Si el estudio endurece de esa suerte el corazón del hombre, quemaré mis libros, viejo empedernido en el pecado; soy ambicioso, pero creo que hay un Dios, y juzgo que ya he hecho lo bastante hoy para haberle de dar cuentas largas y terribles el día que se digne llamarme a su juicio.

-En ese caso...

-Oíd. La una persona es un doncel de Enrique el Doliente, un mancebo valeroso; las armas no pueden nada con él... pero es mozo de pasiones vivas; acaso manejándolas y volviéndolas contra él mismo...

-¿Se llama?

-Macías.

-¿Está en Calatrava?

-En el alcázar, por mi desgracia.

-Prosigue, señor: la otra...

-Elvira, la mujer de...

-Tranquilizaos. Vos ignoráis, acaso, algunas circunstancias que derraman gran luz sobre mis ideas. Mañana os he de decir...

-No; hablad ahora.

-Bien; sabed que ese mancebo ha estado fuera de la Corte por una pasión que le domina...

-¿Qué decís? Yo creí que mis servicios sólo...

-Os equivocáis.

-¡Ah! ¡De esa ignorancia nació mi error! Proseguid.

-Es bizarro, pero preocupado, supersticioso como los jóvenes todos de esa corte ciega y atrasada...

-Proseguid.

-En una ocasión halléle en mi habitación; iba a consultarme sobre su horóscopo; examiné su temperamento, ardiente, arrebatado; hícele varias preguntas al parecer indiferentes; pero un joven de veinte años mal hubiera pretendido encubrir su flaco a un hombre de mi experiencia. Díjome sin querer decirlo que amaba, y de sus respuestas, que yo aparentaba despreciar, inferí que amaba a una dama casada...

-¿Casada?

-Mi predicción fue vaga. Deseoso de informarme mejor, tomé tiempo para responderle más claramente. Observéle entretanto; de allí a pocos días un ramillete cayó del pecho de una dama desde un corredor al patio de los leones de Su Alteza; recordaréis que un caballero incógnito, armado y calada la visera, se precipitó a recoger el ramillete a riesgo de su vida...

-Adelante, Abrahem.

-El ramillete era de Elvira; el caballero, Macías. En la corte, y entre los que no tenían antecedente ni interés alguno en observarlos, esta anécdota sonó dos días y se olvidó después. De allí a poco anuncié al mancebo que un astro fatal le perseguía en la Corte.

-¡Santo Dios!

-El crédulo mancebo me creyó y desapareció. No me cabe duda: ama a Elvira, y la ama como un frenético. Mas, debe de ser correspondido; la dama no pensó en recoger su ramillete. Creedme, le he examinado atentamente; es de aquellos hombres en quienes el amor es siempre precursor de la muerte.

-¡Qué descubrimiento! ¿Y pensáis que...?

-Pienso que si logramos poner en juego esa pasión, pienso que si el doncel no ha olvidado su amor, vuestros enemigos se destruirán por sí solos, sin que necesitéis cargar vuestra conciencia con un crimen.

-Hacedlo, Abenzarsal, hacedlo -gritó don Enrique fuera de sí-, quitáisme un peso horrible.

-Un medio para reunirlos, una ocasión, y son perdidos.

-Un medio, una ocasión... es más fácil decirlo que...

-No importa. Una ocasión.

-Y que Hernán Pérez...

-Sí; una vez impuesto Hernán Pérez su ruina es cierta; el escudero es osado, pundonoroso, valiente...

-¡Ah! pero me hacéis recordar... Si ha de envolver su desgracia la de mi escudero... Mirad que me ha prestado servicios...

-Tranquilizaos, ilustre conde. ¿Qué mal le podrá venir? ¿Haber de encerrar a su mujer en una reclusión para toda su vida? Supongo que sabéis que un esposo de tres años no se morirá de tristeza por tan terrible golpe... Vos erais también esposo y...

-Abrahem, Abrahem, ya os he dicho que no consiento alusiones en esa materia; dejadme tiempo a lo menos para reconciliarme conmigo mismo.

-Señor...

-En buen hora, concluyamos en ese asunto, pues vos me respondéis de mi inocencia y de la vida de mi escudero; de consuno buscaremos un medio para reunirlos, y acaso la Virgen Santísima de Atocha, de quien soy devoto, nos le proporcione presto. Si lo consigo, ofrezco edificarla un santuario en la mejor villa del maestrazgo...

-Besad este escapulario, señor, que representa su efigie -dijo entonces el redomado físico, alargando el que del cuello traía pendiente-, y ella y su Hijo os ayuden.

-Amén -dijo levantándose don Enrique, con aquella incomprensible mezcla de devoción y de imprudencia, de religión y de vicios, que distinguía así a los hombres vulgares como a los más ilustrados de la época, sin que dejemos de inclinarnos a creer que en hombres como nuestros dos interlocutores eran aquellas prácticas exteriores hijas sólo de la costumbre-. Amén -repitió, y apretando la mano del físico, separáronse con una afectuosa mirada de inteligencia; volvió a subir el astrólogo la escalera escondida por donde había bajado, para meditar en los medios de cooperar a los planes ambiciosos de don Enrique, y éste cruzó su laboratorio alquimístico en busca de Ferrus, que en la cámara impaciente le esperaba.

Imagen




ArribaAbajoCapítulo XVI


    Viendo aquesto un moro viejo
Que solía adivinar...
Suspirando con gran pena,
Aquesto fue a razonar.


Canc. de Rom.                


Inútil es decir a nuestros lectores que el físico Abrahem Abenzarsal contó, en cuanto llegó a su aposento, las relucientes doblas del de Villena, y que animado con su sonido vivificador, y con la esperanza fundada de merecer nuevas confianzas de la misma especie, coordinó sus ideas y estudió preventivamente el difícil papel que ante el rey de Castilla había de representar de allí a poco. Llegada la hora, asistió como tenía de costumbre a la mesa frugal de Su Alteza, ora previniéndole los platos que debía comer y los que sólo debía gustar, ora dando pábulo con sus bien estudiadas respuestas a la conversación naturalmente seca y desabrida de Enrique III. Hubieron, empero, de chocarle tanto a Su Alteza las misteriosas palabras con que salpicó la cena su médico, que no pudo menos de hacerle entrar en su cámara, y a presencia sólo del buen condestable Rui López Dávalos, que gozaba con él de la mayor privanza, y era no poco afecto a supersticiones y hechicerías:

-Abrahem -le dijo-, tus palabras encierran esta noche un sentido que no acierto a comprender. Dime, por tu vida, si algún fausto acontecimiento se prepara para estos reinos, o si alguna calamidad nos amaga, que podamos evitar con el favor de nuestro padre San Francisco, a quien venero particularmente.

-Vana es ya la intención de los santos, señor, cuando es pasada la hora del hombre.

Paróse aquí el inspirado varón, arqueó las cejas con siniestro mirar, dio un golpe en el pavimento con su nudoso báculo y permaneció suspenso largo espacio, insensible a las reiteradas instancias del asustado monarca, que puesto en pie y descubierta su cabeza, pendía de su boca, ni más ni menos que el reo que espera oír de la boca de su juez la temida sentencia. Llegándose entonces el astrólogo judiciario a una rasgada y gótica ventana, y examinando el cielo detenidamente:

-No me engañaron -exclamó con voz hueca y sonora, que salía como un trueno de lo más hondo de su agitado pecho-, no me engañaron los infalibles cálculos de mi cábala. El astro que ha presidido tan infausto día, velado entre cenicientas y rojas nubes, acabó su diurna revolución y corrió a lanzarse en la inmensidad de los mundos, dejando tras sí sangrientas huellas de su funesto paso. ¡Oh rey! humilla tu frente soberbia; la Iglesia de tu Dios, dividida y presa de un cisma prolongado, va a caer su columna principal; el sublime vicario de su ungido inclina la frente pálida, soltando sus sienes la triple corona que dignamente llevó y sus débiles manos las llaves de Pedro y el anillo del Pescador.

-¡Dios mío! -exclamaron a un tiempo el piadoso Rey y el asombrado condestable- ¡Clemente VII!

-Sí, Clemente VII -continuó el energúmeno- ha pagado a la tierra el tributo de que sólo un profeta de Israel, arrebatado por el fuego del cielo, pudo eximirse. Pero, esperad; veo levantarse sobre su asiento y calzar la sagrada sandalia a un ilustre aragonés; un rico-hombre de los de Luna es el elegido del Señor, a quien confía el timón de su nave zozobrante... ¡Oh, Benedicto, catorce de este nombre! A alta misión has sido llamado por el cielo. ¡Qué de lágrimas costará tu aragonesa condición, tu invencible tenacidad a los fieles divididos! En ti habrán de estrellarse los esfuerzos conciliadores de Urbano y del Sacro Colegio romano.

-¡Don Pedro de Luna! -exclamó, vuelto hacia el condestable, el sorprendido Rey-. ¡Don Pedro de Luna! -y arrodillándose ante una venerada estampa de las llagas de San Francisco-, ¡oh portento! -continuó-; libradme, Señor, de todo mal y purificad mi alma si estas predicciones son hechas por arte de Vos reprobado...

-Rey -interrumpió al oír este escrúpulo religioso el solapado Abrahem-, el Dios del cielo y de la tierra no reprobó nunca la ciencia, si bien quiso descubrir a pocos sus recónditos arcanos. Los hechos que te refiero, además, no son prescripciones de incierto porvenir, en cuya oscuridad no es dado siempre a los míseros mortales penetrar; a la hora esta, si es cierto que hablan los astros a los que poseen el don de entender su lenguaje sublime, Aviñón ha sido testigo ya de los grandes acontecimientos que te anuncio. ¿Ves aquella estrella, cuyo incierto resplandor parece querer apagarse con vacilantes oscilaciones, a la derecha de la Osa menor, siguiendo la dirección de mi báculo? Parece lanzar sus mortecinos reflejos a la parte de Calatrava...

-Abrahem, ¿qué nueva desdicha?...

-Una columna de la cristiandad española yace derribada, el rayo contra el moro de Granada se extinguió. Acaba de entregar su espíritu al Señor...

-¿Guzmán? -preguntó con precipitación el buen López Dávalos.

-Sí; ¿veis aquella parda y manchada nubecilla que el viento del Norte impele violentamente hacia el Mediodía? Miradla reunirse a los demás vapores que un resto del calor del día levanta de la húmeda superficie de la tierra. El astro del virtuoso maestre se ha eclipsado para no volver a lucir jamás.

Al llegar aquí, un profundo silencio sucedió a la tonante voz de Abenzarsal, y don Enrique y el condestable oraron fervorosamente por el alma del difunto maestre.

-Si las señales de mi ciencia -continuó el físico- no han de ser infalibles, sangre más ilustre ha de reemplazar la del piadoso maestre, y el estandarte de Calatrava verá agregarse a su cruz roja las barras de Aragón. Otro aragonés llevará a la victoria a los valientes caballeros de Calatrava. El cielo ensalza a los hijos de don Jaime, y un nieto del primer condestable de Castilla...

-Basta -interrumpió don Enrique III con voz desfallecida-, ¡basta, Abrahem! Los altos juicios de Dios son incomprensibles, pero el tiempo viene a justificarlos. Ayer todo el voto de la orden de Calatrava hubiera apartado a ese nieto del primer marqués de Villena del alto puesto a que está destinado. Un acontecimiento desgraciado, pero cuya causa, escondida hasta ahora, revelan tus palabras, ha llevado a mejor vida a mi muy amada doña María de Albornoz, y su afligido esposo ha quedado desatado de los lazos que le alejaban del maestrazgo. Dios la tenga en su santa gloria. ¡Adoro tus fines, oh Providencia! Abrahem, decid, ¿habéis visto hoy al conde de Cangas?

-Señor -respondió con afectada sorpresa el hipócrita charlatán-, tu alteza sabe que el estudio absorbe las horas de mi vida y desde esta mañana no he cesado de consultar mis pergaminos en mi cámara inmediata a la tuya. Don Enrique, por otra parte, no se aparta de su estancia en estos momentos de luto para su corazón. No he visto, pues, al conde...

-¿No sabes, en ese caso -repuso el rey-, si está dispuesto a admitir el alto cargo a que el cielo le destina?

No creo que haya pensado en ello siquiera, ni menos que pueda saber nadie en el alcázar todavía la triste muerte de don Gonzalo...

-Dices bien, Abrahem. Por otra parte, el nombre ilustre de mi pariente no puede menos de dar realce a la orden de Calatrava, y sus caballeros no opondrían obstáculo a tan acertada elección.

-¡Hágase la voluntad del Señor! -respondió el taimado físico con solemne entonación, e inclinando la cabeza, el recogimiento en que quedó pareció anunciar el fin de sus predicciones.

-Condestable -dijo el Rey después de una ligera pausa-, mañana dispondréis que la corte se reúna. Quiero recibir a los embajadores del Tamorlán y del rey de Francia. Abenzarsal, ayudadme a entrar en mi camara; mis fuerzas se debilitan, y después de la agitación de esta noche necesito que las restaure un sueño reparador.

Llamó el condestable a los camareros de Su Alteza, y abriéndose las puertas de la estancia en que dormía, despidióse de él el primero; el Rey, de allí a poco, apoyado en el brazo de su físico favorito, desapareció, volviéndose a cerrar las hojas de la puerta y quedando aquella parte del regio alcázar sumida en el más profundo silencio.




ArribaAbajoCapítulo XVII


Yo os repto, los zamoranos,
Por traidores fementidos;
Repto a todos los muertos,
Y con ellos a los vivos;
Repto hombres y mujeres,
Los por nacer y nacidos;
Repto a todos los grandes,
A los grandes y a los chicos,
A las carnes y pescados,
Y a las aguas de los ríos.


Cancion. de Rom.                


Imagen

Aún no había conciliado el sueño el poderoso rey de Castilla cuando ya el impaciente conde de Cangas y Tineo sabía, palabra por palabra, el coloquio que en el anterior capítulo dejamos descrito. A la mañana siguiente creyó ya del caso la llegada de la noticia de la muerte del maestre de Calatrava; tomó en consecuencia sus disposiciones para que el enviado, que precisamente había llegado la víspera y que él había sabido entretener, se presentase en la corte de aquel día, y esperó tranquilo el resultado de su artificio.

El salón principal del alcázar donde tenía corte Su Alteza se hallaba ya ocupado en la mañana del día que tan fecundo prometía ser en notables acontecimientos por algunos caballeros jóvenes, donceles del Rey, por varios pajes de lanza y de estribo, y por los caballeros que guardaban las puertas, como prevenía la etiqueta del tiempo. Algunos caballeros cortesanos, de los que no acompañaban al Rey a la misa, que a la sazón oía, discurrían sobre las noticias del día.

-¿Qué novedades -dijo un joven de gallarda apostura y de pulido arreo, a otro caballero que paseaba con él a lo largo del salón-, qué novedades habéis recogido para vuestra corónica, señor coronista Pedro López de Ayala?.

-La principal, señor don Luis de Guzmán, es la que de Sevilla me escribe el ginovés Micer Francisco Imperial.

-¿El de las trovas que comienzan Gran sosiego e mansedumbre, a doña Angelina de Grecia, la princesa que ha regalado a Castilla el gran Tamorlán, del botín que cogió al turco Bayaceto?

-El mismo. ¡Buen ingenio!

-¿Y qué os dice?

-Díceme que el ginebrino que envió a buscar Su Alteza a París para componer el reloj de la torre de Sevilla halo compuesto a las mil maravillas, y que da todas las horas como antes de haber caído el rayo hace un año.

-Cierto que es importante, porque no había otro reloj tan maravilloso en Castilla ni quien supiera componer aquella enredada máquina. ¿Premiáronlo bien?

-Merece, más de diez mil maravedís. ¿Habéis oído, señor comendador, que acaba de llegar un demandadero de Calatrava?

-Por la Virgen de Atocha que eso me interesaría, porque mi tío el maestre estaba malo...

-¿Sabéis que si muriese, lo que Dios no quiera, podríais pretender?...

-Acaso. Pues nada oí; estuve jugando a las tablas...

-¡Ah!, vos bohordáis bien.

-Sí, ahora que no está aquí el doncel Macías; cuando está, nadie lanza con más tino el bohordo, ni derriba más veces el tablero. Cobróle afición el Rey sólo por eso.

-¿Y qué es de Macías? ¡Bravo trovador y buen caballero!

-Desde que está en comisión del hechicero, no se sabe de él. ¿Sabéis que ese hombre es el diablo y que todo el que se le llega desaparece? Mirad ahora la condesa...

-¡Bah! Como dice Rodríguez: del Padrón, el trovador gallego, amigo de Macías, ya se le podría hechizar a él con una buena lanza, porque sea dicho sin ofenderle, se le entiende más de lais y virolais, que de achaque de encuentros. Ahora anda enseñando la gaya ciencia al marqués de Santillana.

-Ése sí que es mancebo de sutil ingenio. El joven don Íñigo de Mendoza gusta mucho de letras, y ha de hacer con el tiempo mejores trovas que el mismo Alfonso Álvarez de Villasandino y que el judío Baena. A propósito, ¿cómo lleváis vos vuestro rimado?

-Téngolo suspendido, porque digo grandes verdades en él, y ya sabéis que en palacio...

-¡Oh! la verdad nunca gusta a...

-¡El Rey!... -dijo una voz que salía de las piezas inmediatas.

-¡El Rey! -repitieron dos farautes que entraban ya, vestidos de ceremonia, por las puertas del salón. Apartáronse los caballeros, y don Enrique subió a su trono, rodeado de los principales señores de Castilla, a cada uno de los cuales seguían los caballeros y escuderos de su casa.

Ocupaba don Enrique de Villena, como tío segundo que era de Su Alteza, el lugar preeminente, si se exceptúa el del físico y el del condestable Dávalos, que a uno y otro lado pisaban el primer escalón del trono. Tenía el conde a su izquierda a su primer escudero y detrás al juglar, y rodeábanle varios caballeros en cuyos pechos lucían las cruces de Calatrava, en lo cual echará de ver el lector que no se había descuidado aquella mañana en atraérselos con mercedes y distinciones para tenerlos favorables a sus miras. Vestía luto, pero su semblante más anunciaba alegría que dolor, por más que procuraba él disimularla.

-Chanciller -dijo don Enrique cuando se hubo sentado y saludado en derredor a sus cortesanos-, ¿qué letras tenéis?

-Acábanse, señor, de recibir éstas.

-¡Ah! de Otordesillas, de mi esposa. Díceme doña Catalina que está próxima a su alumbramiento. ¿Paréceos, Abenzarsal, que tendrá Castilla que jurar un príncipe de Asturias después de haber jurado solemnemente a la infanta doña María, mi muy amada hija?

-Pudiera ser, señor. ¿Qué mal habría en eso?

-Haced, condestable, que se dispongan tiros, y avisad a los pueblos de aquí a Otordesillas que se hagan grandes fogatas y ahumadas en las eminencias luego que las vean hacer en el pueblo inmediato, empezando Otordesillas mismo en cuanto Su Alteza dé a luz un príncipe. De esa suerte sabremos ese fausto acontecimiento pocas horas después; dispondréis que no falten atalayas. ¿Hay más?

-Señor, desea besar los pies de tu alteza el sublime Mahomat Alcagí, embajador del llamado gran Tamorlán.

-Que entre -dijo Su Alteza, y los cortesanos todos volvieron las cabezas con ansiosa curiosidad hacia la puerta, como quien iba a ver una cosa que no todos los días se veía.

Entró, efectivamente, el tártaro con áspero continente al aviso de un paje de antecámara. Acompañábanle al lado Payo Gómez de Sotomayor y Hernán Sánchez de Pazuelos, embajadores del rey de Castilla al Tamorlán, que habían vuelto con él después de haber recorrido vastas regiones, climas apartados y diversas costumbres de países.

Hablaba el bárbaro, y Sotomayor, que en dos años que su larga embajada había durado, había tenido ocasión de aprender algún tanto su lengua, le sirvió de truchimán.

-El rey Tamurbec el Honrado, Tabor Bermacián, mi señor, me envía a ti, Rey de las ciudades y lugares de Castilla y de León e España. Dure tu tiempo y buena fama en noblezas generales y en gracias cumplidas. El Rey, mi amo, noticioso de la grandeza de tu reino, acepta la amistad y buena correspondencia que con tus embajadores le enviaste a ofrecer. El Profeta te sea en ayuda, te dé sus salutaciones. En muestra de buena amistad, envíate el Rey mi señor el presente de joyas y las dos hermosas damas que te traje para tu harem, que al hijo de Osmín ha cogido en la gran victoria que le ha ganado. El Rey de los Reyes ha humillado la soberbia condición del hijo de Osmín, y hoy, en una jaula de hierro, sirve de estribo al poderoso Tamurbec, rayo de Dios.

-Recibo vuestra embajada, valiente Mahomat Alcagí, y no os doy respuesta -dijo don Enrique-, porque quiero que tornen embajadores míos a vuestro amo y señor el muy honrado Tamurbec, con mis cartas y presentes. Rui González de Clavijo -añadió vuelto a éste su camarero, que entre la turba de cortesanos andaba oscurecido-, quiero que vos y fray Alonso Páez de Santa María, maestro en Santa Teología, y Gómez de Salazar, mi guarda, hagáis este viaje como embajadores míos.

Adelantóse entonces Rui González de Clavijo, y poniendo en tierra una rodilla:

-Beso a tu alteza los pies -dijo- por la lisonjera distinción con que honras a tu vasallo.

Retiróse el embajador de Tamorlán, y salieron con él algunos caballeros, curiosos de preguntarle y saber las varias noticias que de tan luengas tierras y afamadas hazañas podía darles.

Entraron en seguida los embajadores del rey Carlos de Francia, sexto de este nombre, los cuales dijeron a Su Alteza, después de las primeras fórmulas de etiqueta, cómo se hallaba bastante malo el Rey su amo de resultas de habérsele prendido fuego en un baile de máscaras a una piel de salvaje de que iba vestido. Aseguraron después a los cortesanos, en confianza, que lo que en Francia más se temía no eran las resultas de este accidente, sino que corría el rumor de que el buen rey Carlos VI estaba a punto de perder la razón; que se había observado ya muchas veces tal cual desatino en su conducta, que pasaba los días enteros sin hablar y otras extravagancias de esta especie. Estos embajadores trajeron en presente dos truenos grandes, como entonces se llamaban, que fueron la admiración de los cortesanos, por haberse reducido ya a tan cortos límites un arma que había empezado por no poderse usar sino en las murallas de una plaza sitiada, que se había podido trasladar de un punto a otro después por medio de una máquina convenientemente montada, y que ya podía manejar y disparar casi un hombre solo, si bien con trabajo. Apreció mucho este regalo el rey Enrique y despachó a los embajadores, los cuales volvieron para su tierra, no sin dejar alguna moda de las de su traje en la corte del rey de Castilla, pues eran muy galanos y venían lindamente ataviados. Al día siguiente salieron ya varios jóvenes donceles con el pantalón muy ajustado y dos mangas perdidas recortadas como las habían visto en los embajadores; moderaron la barba, que antes se dejaban crecer en derredor de la cara, porque los embajadores no la traían, y hubo quien sacó el zapato retorcido y puntiagudo, que entonces se llevaba, con más de seis pulgadas de punta, ni más ni menos que el asta de un toro.

Presentóse, en seguida de los embajadores franceses, un demandadero de Calatrava, el cual anunció a Su Alteza la infausta noticia de la muerte del maestre.

-La sabíamos -dijo el Rey-, y hoy mismo le nombraré sucesor.

-Hernán Pérez -dijo el de Villena dándole con el codo.

-Entiendo, señor -contestó el taimado escudero.

Apenas se había retirado el demandadero, cuando se dejó ver en las puertas del salón, precedida de dos dueñas vestidas de negro, una dama enlutada y con antifaz que le tapaba completamente el rostro... Grande fue la sorpresa de los cortesanos todos; examinaban detenidamente sus contornos por ver si descubrían quién fuese la que de aquella manera se presentaba. Llegóse la tapada lentamente hasta los pies del trono y prosternóse en actitud de esperar a que Su Alteza le diese licencia para hablar.

-Condestable -dijo curioso y admirado don Enrique-, ¿por qué no me habéis prevenido que hoy nos las habíamos de haber con fantasmas? Vive Dios que hubiera preparado mi alma a recibirlas dignamente. ¿Sabéis quién sea esta dolorida?

-Ha burlado sin duda la vigilancia de los ballesteros; si su presencia te incomoda, señor, harásela salir.

-Es mujer, condestable, y su manera de presentarse encierra algún misterio que es fuerza aclarar. Alzad, señora -prosiguió don Enrique-, alzad y declarad qué causa extraordinaria os fuerza a venir de esta manera.

-¡Justicia, señor, justicia! -exclamó con doliente voz la arrodillada dama.

-Alzad y contad vuestras cuitas -repuso Su Alteza-; nunca el Rey de Castilla negó justicia a nadie.

-Señor -prosiguió la dama levantándose y mirando en derredor con notable inquietud, como si buscase a alguien que apoyase la demanda que iba a hacer-; señor, un crimen se ha cometido en tus dominios, en tu villa de Madrid, en tu propio palacio.

-¿Un crimen?

-Un crimen, y crimen destinado a quedar impune. Los poderosos que rodean insolentemente tu trono, validos de tu favor, son, señor, los que infringen tu justicia y los que la arrostran. Doña María de Albornoz, la ilustre condesa de Cangas y Tineo, ha sido asesinada...

-Lo sabemos, dueña -dijo don Enrique-, y ya hemos dado nuestras órdenes para que se descubran los autores de tan horrible atentado.

-¿Los autores, señor? Uno hay no más, y ése no corre los campos fugitivo a esconder, como debiera, debajo la tierra su insolente rostro; ése se ampara en tu misma corte. Ése nos oye.

-¿En mi corte? -dijo don Enrique mirando dudoso a todas partes. Agolpáronse al oír estas palabras los cortesanos para escuchar más de cerca a la atrevida acusadora. Don Enrique de Villena, de cuyo semblante había desaparecido su natural serenidad desde el momento en que había columbrado el sentido de las palabras de la dama, la miraba con ojos indagadores, y afectando una curiosidad hija del interés que le convenía aparentar por el descubrimiento del perpetrador del asesinato de su esposa.

-Hernán -dijo en voz baja a su escudero durante la pausa que se siguió a las últimas palabras de la tapada-, Hernán Pérez, ¿qué quiere decir esto?

Hernán Pérez estaba tan inquieto como el conde; por una parte creía que la tapada no podía ser otra que una persona que muy de cerca le tocaba. Su voz, aunque disfrazada, le había hecho un efecto singular; por otra parte no podía concebir que se diese tal paso sin su noticia.

-Señor -contestó al conde-, sea lo que fuere, tu escudero no desmiente nunca su fidelidad.

-En tu corte -prosiguió la dama-; él nos oye y él recibe tus beneficios...

-Nombradle -dijo el Rey-, nombradle.

-Sí -añadió con voz trémula el de Villena, echando el resto a su mal sostenido disimulo-, ¿quién es?

-¡Vos! -respondió una voz tonante-, ¡vos!

-¿Yo? -preguntó don Enrique-. ¿Yo?

-¡Don Enrique! -exclamó el rey mirando alternativamente a Villena y a la tapada.

-¡Don Enrique! -repitieron en voz confusa, casi a un mismo tiempo, los señores todos que rodeaban el trono.

-¡Santo cielo! -exclamó el agitado conde, volviéndose al Rey con ademán y gesto hipócrita-. ¿No me bastaba, señor, que una fatal estrella me privase de mi esposa; era preciso que la calumnia se uniese a la alevosía y que don Enrique de Villena se viese así ultrajado en tu misma corte y en tu presencia misma? Toma, señor, los honores que me has dado, recoge las distinciones con que me has honrado; toma esta espada, acepta esa banda que mal pudiera llevar con honor quien vio de esa manera el suyo atropellado...

-Serenaos, don Enrique -dijo tranquilamente, después de un breve rato de meditación, el Rey justiciero-, serenaos; conservad esas distinciones, que tan bien os están, y tened presente que la calumnia se embota en el inocente como la punta de la lanza en el bruñido peto.

-¿La calumnia? -repitió mirando de nuevo en derredor la dueña desconsolada.

-Dueña -dijo don Enrique entonces con entereza-, ¿sabéis el nombre que habéis tomado en boca y la persona a quien ultrajáis...?

-La verdad nunca puede ser ultraje.

-¿Sabéis a ciencia cierta lo que dijisteis...?

-Juráralo si fuera menester.

-¿Que caución dais de vuestras palabras? ¿Quién sois? ¿Por qué venís tapada a acusar al delincuente? La verdad trae la cara descubierta a la faz del sol. La mentira es la que se esconde.

-¿Quién yo soy, señor? Si pudiera decirlo no viniera de este modo. ¿No es posible que circunstancias personales me impidan descubrirme en público? Tomad, señor -dijo entonces la tapada, presentando a Su Alteza un anillo que en el dedo traía-. Ese anillo puede decir quién soy algún día.

Tomó Su Alteza el anillo y examinóle detenidamente.

-¿Conocéis ese anillo, Abenzarsal, o la seña que dice esa dama?

-Señor -dijo Abenzarsal al oído de Su Alteza-, las piedras forman un nombre.

-Guardadle, pues.

-Además, señor, no trato de huir; póngome bajo tu salvaguardia; sé que desde el punto en que tomo sobre mí esta acusación, mil peligros me rodean.

-¿Y sabéis, incauta dueña, que la pena del talión espera al impostor...?

-Sólo sé que el crimen debe denunciarse y desenmascararse al criminal.

-¿Sabéis que si os faltan pruebas, o un caballero que sostenga vuestra acusación, seréis puesta en tormento y...?

-¡En tormento! -dijo espantada la dama, volviendo a mirar en derredor con inquietud-. ¡En tormento!

-A tiempo estáis de desdeciros...

-¡Desdecirme!... -exclamó la dama enlutada, clavando en don Enrique los ojos, que aparecían en medio de su antifaz como los relámpagos que rasgan la negra nube en medio de una noche tempestuosa-. ¡Jamás!

-En ese caso es forzosa la muerte del delincuente o la vuestra.

-¡Nadie, nadie! -dijo entre dientes la demandante mirando a las puertas, y escuchando con la mayor ansiedad.- ¿No hay un caballero -exclamó entonces con despecho, volviéndose a los cortesanos todos-, no hay un cortesano siquiera del poderoso rey de Castilla que sepa empuñar una lanza por la inocencia, que salga por una mujer?

Leve y susurrante murmullo corrió por la asamblea a esta invitación desesperada. Pero lucían en los pechos y en los brazos de los más jóvenes caballeros prendas del amor de sus damas; un caballero que tenía la suya no podía adoptar otra. No era, además, seguro que la acusadora no hubiese perdido el juicio, cuando con tan poco apoyo y favor osaba habérselas con el más poderoso señor de Castilla. ¿Quién la conocía? Nadie; ¿quién estaba seguro de no ser víctima del rencor del de Villena si tomaba la defensa de la advenediza?

-¡Oh oprobio! ¡Oh mengua! ¡Oh caballeros! -exclamó sollozando la desairada hermosa-. ¡He aquí la corte de don Enrique III! Lo veo, aunque tarde: la inocencia no encuentra defensa entre los hombres. ¡No importa! Insisto en la acusación.

-Faraute -dijo entonces Su Alteza-, haced vuestro deber.

Adelantóse un faraute, y en la fórmula del tiempo anunció tres veces en alta voz la acusación hecha a don Enrique de Villena; preguntó si algún caballero tomaba la demanda de la acusadora, y sucediendo a sus voces sepulcral silencio, intimó a aquélla que en el plazo preciso de tres días había de presentar un defensor o las pruebas de su acusación, y que cumplido el plazo sin presentarle, sería puesta en tormento y llevada al suplicio, donde le sería la lengua cortada y arrojada a los canes; después de ello ajusticiada por calumniadora.

No pudo oír esta última parte de la intimación la desolada dama sin exhalar un gemido de terror, y abandonándola sus fuerzas, dejóse caer en brazos de una de las dueñas que la habían acompañado.

Movido a lástima el Rey al ver su situación, alzóse en el trono y puesto en pie:

-Don Enrique -dijo-, estoy seguro de vuestra inocencia, y el cielo en todo caso saldrá por ella. Aflígeme, sin embargo, el estado de esa desgraciada, y la administración de la justicia exige que yo satisfaga la vindicta pública. Dadme, Abenzarsal, ese anillo. Quiero yo mismo requerir por última vez un defensor. Ricos-hombres, caballeros, ¿quién de vosotros toma esta demanda? El caballero que se proclame su defensor recibirá este anillo como prenda de la dama que va a defender, y si sale con victoria de la prueba a hierro y demuestra en el palenque, con el favor de Dios, la verdad de la acusación, que no creemos, este anillo le servirá de seguro para los días de su vida; la persona que me lo presente logrará la gracia que pida, y su dueño será libre de toda pena en el momento de presentarlo. ¿Quién de vosotros toma la demanda de la acusadora?

-¡Yo! -exclamó una voz estentórea que resonó fuera de la cámara todavía.

-¡Él es! -gritó con penetrante alarido la enlutada, y el exceso de la alegría, pudiendo más en su alma que el pasado dolor, la derribó sin sentido en brazos de sus dos dueñas.

Volvieron los ojos los cortesanos a mirar quién fuese el temerario que en tan arriesgada demanda se entrometía, y don Enrique de Villena, cuya alegría se había manifiestamente conocido por algunos instantes, dirigió miradas de fuego y de incertidumbre hacia el advenedizo defensor de su acusadora.

Entraba éste ya por la cámara con ademán resuelto y pasos precipitados. Venía armado de pies a cabeza; su sobrevesta negra y su penacho del mismo color, que ondeaba funestamente sobre su capacete, parecían anunciar la muerte a todo el que se opusiese a su bizarro valor.

-Yo -repitió con voz fuerte entrando. Dirigiéndose en seguida hacia el trono, arrodillándose y pidió a Su Alteza para tomar la demanda de la desconocida, fuese la que fuese.

Mirábanse unos a otros los circunstantes; no sabían qué pensar de las aventuras de la mañana.

-Condestable -dijo el Rey volviéndose a Rui López Dávalos-, ¿será que hoy no hayamos de conocer a ninguno de nuestros vasallos? ¿Qué decís, conde de Cangas, de este defensor? ¿Le conocéis?

-No responderé nunca, señor, a la acusación de dos enmascarados.

-¿Y responderéis a la mía? -preguntó alzándose la visera el denodado mancebo.

-¡Macías! -exclamó el Rey.

-¡Macías! -repitieron asombrados los más de los que presentes estaban. Don Enrique fue el único que, sobrecogido de la ira y del terror, ni acertaba a pronunciar palabra ni osaba levantar los ojos del suelo, al cual se los habían hecho bajar mal su grado la seguridad y la audacia de las miradas de Macías

-Perdóneme tu Alteza -prosiguió éste vuelto a don Enrique el Doliente- si me hallo en tu palacio sin haberme presentado antes a recibir tus órdenes; tu Alteza conoce mi lealtad, y sólo poderosísimas causas pueden habérmelo impedido.

-Sensible es a mi corazón, doncel, que cuando os veo después de tan larga ausencia sea para declararos contrario de mi muy amado pariente el conde de Cangas y Tineo y para defender contra él una acusación que estimo calumniosa.

-El cielo, señor, puede sólo decidir esta querella.

-Aquí, pues, tenéis -dijo el Rey presentando a Macías el anillo de la tapada, que ya había vuelto en sí de su desmayo- la prenda de la dama que elegís.

-Perdóneme tu Alteza -exclamó la dama arrojándose en medio del Rey y de Macías-, permite que no reciba de mi mano ese anillo hasta el día en que haya de verificarse el combate. Yo informaré a la persona de tu confianza que elijas, de mis circunstancias, y quedaré hasta que las sepas en tu poder, si necesario fuese. Como prenda de que os admito por mi campeón, aceptad este lazo, noble caballero.

Arrodillóse el mancebo, a quien palpitaba violentamente el corazón dentro del pecho, y mientras que su dama rodeaba su cuello con una banda negra que tenía por lema estas dos palabras bordadas imposible, venganza:

-¿Será posible -le dijo en voz baja- que insistáis en ocultaros de quien ha de ser vuestro caballero no sólo acaso en la lid...?

-Imposible -repuso, por lo bajo también, la tapada.

-¿Qué tenéis, pues, derecho a exigir de mí?... -repuso Macías.

-Venganza -volvió a contestar la dama, concluyendo de anudarle el lazo.

-Y bien, Macías, ¿tenéis que pedirme gracia? -dijo el Rey.

-Ninguna -respondió el doncel-, sino que oiga tu Alteza y apruebe mi desafío. Oíd, ricos-hombres, caballeros y escuderos. Yo, Macías, doncel del poderoso rey de Castilla don Enrique III, a ti, don Enrique de Aragón de Villena, conde de Cangas y Tineo, tomamos por testigos a todos los aquí presentes, te desafiamos de mal caballero, descortés y aleve, y te retamos a muerte como matador de tu esposa la muy ilustre doña María de Albornoz, a ti y a todos los caballeros de tu casa, a lanza o a espada, a pie o a caballo, mientras corra la sangre en las venas, renunciando a la mía, y sobre esto Dios y la Virgen de Atocha me ayuden. A ti solo o a varios.

Al decir estas palabras, arrojó Macías su guante. Gran suspensión y silencio siguió a esta acción determinada.

-Conde de Cangas y Tineo -dijo el Rey, volviéndose a alzar en el trono y comenzando a bajar los escalones-, Macías, mí doncel, ricoshombres, caballeros, escuderos aquí presentes, yo don Enrique, rey de Castilla, concedo el juicio de Dios a mi doncel Macías y a don Enrique de Villena para que en combate singular riñan, cuerpo a cuerpo, y declaro traidor y aleve y digno de muerte al que fuere en la lid vencido, si saliere del vencimiento con vida. Dios sea en favor de la inocencia y de la justicia. Conde, ¿qué hacéis? -añadió viendo que don Enrique, inmóvil, no recogía el guante que le había arrojado su contrario.

-Espero, señor, que no permitirás que yo descienda de la clase en que el parentesco que nos une y los honores con que me has distinguido me han colocado para rebatir cuerpo a cuerpo con un simple doncel de tu Alteza una calumnia que desprecio y...

-Si os empeñáis -contestó el Rey picado-, igualaré al doncel Macías...

-No es necesario, señor -replicó Hernán Pérez, adelantándose a recoger la prenda abandonada-, no es necesario, yo la alzaré por mi señor...

-Teneos... -gritó Macías poniendo un pie en el guante-: sois escudero.

-Le armaré -dijo el conde- y será vuestro igual; y en tanto, Hernán, alzad el guante por mí. O yo o vos. Bastamos cualquiera de los dos para castigar la insolencia del campeón de las damas desconocidas.

Iba a responder Macías a este sarcasmo, pero el Rey, volviéndose a entrambos:

-Conde -dijo-, espero que vos, o un caballero en vuestro lugar, sostendréis vuestra buena fama. Os hago maestre de Calatrava; espero que ni los caballeros de la Orden ni Su Santidad desaprobarán esta elección que recae en mi misma sangre.

-Señor -dijo inclinándose con mal rebozada alegría el conde-, estoy pronto a aceptar esta nueva honra si los caballeros de la Orden...

-¡Viva el maestre don Enrique! -clamaron tumultuariamente varios de los presentes.

-Bien, señores, bien -dijo el Rey-; no esperaba menos de mis leales caballeros de Calatrava. A vos, Macías, os doy un hábito de Santiago, y os cubriré yo mismo. Habéis manifestado hoy valor y cortesanía. Espero que entraréis en mi cámara en cuanto os desarméis.

Inclinóse Macías en señal de gratitud, y el Rey se retiró diciendo al condestable:

-Rui, me recordaréis que debo fijar el día del combate. Vos, Abrahem Abenzarsal, encargaos de esa dueña en vuestra cámara hasta que órdenes posteriores mías os indiquen dónde puede permanecer durante el plazo que falte para el combate.

El físico, en consecuencia, intimó la orden a la dama enlutada y la encaminó con un paje a su cámara. Retiróse el Rey, y con su marcha desaparecieron en pocos momentos los más de los cortesanos.

-No ha sido del todo feliz el día -dijo Abenzarsal a don Enrique, que se retiraba con su escudero-; pero no importa, son nuestros; haced por dirigir a la noche a Hernán Pérez a mi cámara.

-¿Habéis hecho algo? -preguntó don Enrique.

-Espero hacer.

Dicho esto se separaron por no dar sospechas. Don Enrique y su escudero se fueron, departiendo cerca de los muchos sucesos buenos y malos que habían pasado aquel día, y acerca de quién podía ser la dama, si bien muy pocas dudas les quedaban, y ya se proponía salir de ellas al momento el escudero.

Entretanto rodeaban a Macías varios caballeros, quién a darle la bienvenida, quién a preguntarle nuevas de Calatrava. Entre los muchos que se le acercaban tocóle uno en el hombro con misteriosa familiaridad.

Imagen

-¡Ah! sois vos, padre mío, buen Abrahem -le dijo Macías con un estremecimiento involuntario, y una nube de tristeza envolvió su frente.

-Bien venido a la Corte.

-¡A la Corte!

-Sí; adiós, joven osado...

-Escuchad; esas palabras... me dijisteis, es verdad... ¡Corte, Corte funesta!

-Adiós.

-¿No podéis explicaros?

-Ahora imposible; si queréis verme, al anochecer os esperaré en mi cámara.

-¿Cierto, Abrahem? Esperadme. Adiós.

-Adiós.

Siguió el astrólogo con su aparente prisa la dirección de su cámara y Macías, distraído, revolviendo mil confusas ideas en su imaginación, quedó entre sus curiosos amigos, a quienes ni contestaba ya acorde ni podía apenas atender. ¡Tal era la impresión que la palabra corte, pronunciada por el físico, había hecho en su imaginación!

-Macías ha perdido la cabeza -iban diciendo sus amigos al despedirse de él-. Ese maldito hechicero, en cuyas comisiones ha andado, le ha turbado el juicio. ¡Habéis visto qué desconcierto! ¡Qué distracción! O está enamorado o ha perdido el seso.



Anterior Indice Siguiente