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ArribaAbajoCapítulo XVIII


    Melisendra está en Sansueña,
Vos en París descuidado,
Vos ausente, ella mujer.
Harto os he dicho; miradlo.


Rom. de Gaiteros.                


En cuanto había llegado a su habitación don Enrique de Villena se había despedido de él el escudero, ansioso de saber definitivamente si era su esposa la que, por obsequio a la memoria de la condesa, se había presentado con tanta osadía en la corte del rey de Castilla. Pesábale en gran manera que hubiese cabido en la imaginación de su consorte tan heroica determinación, pero lo que con más cuidado le traía era la circunstancia de haber llegado tan a punto el doncel para tomar sobre sí su demanda, y la exclamación de la tapada al oír la voz de su defensor, circunstancias entrambas que ligaba, mal que bien, con el músico de la noche anterior a la desaparición de la condesa. Podía ser casual esta coincidencia; podrían muy bien, su consorte por amistad a doña María de Albornoz, y Macías por amor a esa misma, o por cortesanía de caballero ocioso, encontrarse en el mismo camino. Esta reflexión, sin embargo, no bastaba a aclarar sus dudas, y pensó en el partido que debería tomar si no encontraba a Elvira en su cuarto.

Sucedióle, sin embargo, lo que no pensaba. Llamó el escudero a su habitación, y la primera persona con quien dio fue con el listo paje, el cual con aire sumamente alegre:

-Buenos días -le dijo-, señor Hernán Pérez; bien hacéis en venir, porque desde que la señora condesa ha desaparecido, no hay medio de alegrar a mi prima. Venid, venid a consolarla; mis esfuerzos todos son inútiles.

-¡Vuestra prima, señor paje! -dijo con asombro y gravedad el escudero-. ¿Supongo que no os queréis burlar de mí?

-¿Yo burlarme, señor escudero, pesia mi alma? Para burlas estamos por cierto, y no se cesa de llorar hoy en esta habitación. Entrad vos mismo y lo veréis.

Abrió Hernán Pérez la mampara inmediata y quedóse como de piedra cuando, contra todas sus esperanzas, vio levantarse, al presentarse él, a Elvira, que con afectuosas palabras:

-Esposo -le dijo-, cuán mal lo hacéis conmigo; vos tenéis secretos para mí, vos pasáis los días enteros lejos de mí; hoy, sobre todo, me habéis dejado sola, y sabéis que no tenía ya la compañía de la condesa...

-Perdonad, Elvira, si... Yo... ya sabéis que... -pero nunca pudo decir más el asombrado escudero. Su esposa estaba vestida de negro, sí, pero su ropa no manifestaba haber salido aquella mañana; por otra parte, la dama enlutada había quedado en palacio.

-¿Qué tenéis? ¿Traéis mala nueva?

-Sí por cierto -contestó más repuesto Fernán Pérez-; os traigo la de que me he vuelto loco.

-Muy cuerdo lo decís.

-Jurara que os había visto en otra parte...

-Puede...

-¿Cómo? ¿Puede?...

-Tantas veces me habéis dicho que no me separo un punto de vuestra imaginación, que me veis en todas partes tal cual soy... Qué... ¿no es cierto?

-Sí -replicó mordiéndose los labios el desairado esposo-. Pero esta mañana no os creí yo ver de ese modo. En fin, parece que estáis aquí...

-¿Os estorbo, Vadillo? Habladme con el corazón en la mano... ¿Queréis que salga efectivamente...?

-No, no es eso; es que me he vuelto loco, ya lo he dicho.

-Lindo humor traéis, esposo. Si hubierais perdido una amiga, si os persiguiese una voz que os gritase continuamente en vuestro pecho: un crimen se ha cometido y el criminal está impune...

-¿Qué decís? ¿Oís vos esa voz?

-Os digo que no puedo desechar de mi imaginación que esa pobre condesa ha sido malamente muerta, y que una persona...

-¡Silencio! -gritó con terror Vadillo.

-¿Silencio, por qué? Esta noche lo he soñado.

-¿Qué habéis soñado?

-Tonterías; pero cuando está una afligida y prevenida por una idea... no sé qué efecto...

-Contad.

-Nada; soñé que había estado en la corte no sé por qué accidente, y que una dueña enlutada se había aparecido a pedir justicia...

-Proseguid -dijo temblando Vadillo.

-Sus facciones eran las de la condesa, su voz la misma; arrojéme a abrazarla y...

-¿Vos?

-Yo, y me rechazó: «Aparta, dijo; estoy manchada de sangre; ¿no la ves correr aún?» Un chorro, entonces, pareció salpicarme toda, y temblé... Pero ¡Dios mío! vos tembláis también.

-No.

-Sí.

-Bien, sí... Estoy mortal -añadió para sí, levantándose, Vadillo-; ¿si habrá muerto efectivamente la condesa? ¿sería capaz el conde?... ¡Qué horror! Por otra parte, conociéndome, si lo hubiera hecho, me lo hubiera ocultado... yo le afeé... ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Yo he sido cómplice de un asesinato? La dueña enlutada no podía ser sino la sombra misma de la condesa. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Virgen Santísima! -gritó Vadillo fuera de sí.

-Esposo, ¿qué es eso? ¿Sabéis que empiezo a temer que sea cierta la pérdida de vuestra razón?... Contadme, por Dios...

-Nada; imposible; en dos palabras: ¿vos no habéis salido?

-¡Qué pregunta!

-¿No saldréis?

-¡Qué aire!

-Adiós, Elvira, adiós. No me esperéis hasta la noche. Asuntos de importancia me llaman al lado de don Enrique...

-¿Os vais? ¿Para eso habéis venido? Mirad...

-Bien sé que me queréis, que me sois fiel; soy un loco... pero... la condesa... ya sabéis... Ahora dejadme, por Dios, dejadme, vuestra presencia me hace mal.

Separóse, al decir esto, casi por fuerza de los brazos de su esposa, la cual quedó sollozando en un sillón con el paje al lado.

-Esto es mejor -dijo el paje-. ¿Lloráis de veras?

-Jaime, sí. Hace una tantas cosas contra su voluntad; las consideraciones del mundo...

-¿Cómo? ¿Lo decís porque tenéis que agasajar y poner buen semblante a vuestro esposo?

-¿Qué dices, Jaime? -preguntó, lanzando un suspiro, Elvira-. ¿Quién te ha dicho eso? Es mentira, mentira. Yo amo a mi esposo; ni pudiera amar sino a él; ¡es tan bueno!

-Pues entonces -dijo el paje- no os entiendo; yo por mí, si no os viera llorar, ahora me reiría, soltaría la carcajada.

-¿Por qué? ¿Porque una circunstancia desgraciada le ha puesto en el caso bien triste de no poder distinguir la verdad del engaño? ¿Porque una mujer tenga mil veces que parecer artificiosa con su esposo se habrá de deducir que éste es risible? Ah, Jaime, en todo engaño ten lástima siempre del engañador, que en realidad ése es el más risible, y ése es acaso realmente el engañado.

Después de esta pequeña reprimenda no osó hablar el pajecillo.

-Mira, Jaime, si va lejos ya Hernán Pérez.

-Tan lejos que no le alcanzaría el mismo Hernando, que no hay corza que no alcance.

-Vamos, pues, paje; no hay tiempo que perder; ya tienes tus instrucciones. Prudencia y silencio... como la muerte, ¿estás?

-Como la muerte -respondió el paje. Dichas estas palabras, Elvira y el paje pasaron a otra pieza, donde no- nos es lícito penetrar con ellos.

Fernán Pérez, entretanto, recorría con más terror que celos las inmensas galerías del alcázar; cada pisada suya le parecía las de la condesa. Hay muchos hombres valientes, temerarios contra un millar de enemigos armados en un día de batalla y que perecen de terror ante la idea de un muerto y el recuerdo de una fantasma, que treparían los primeros a la brecha y no subirían nunca solos una escalera oscura. En aquel momento Hernán Pérez era de éstos; el menor ruido que hubiera oído realmente, la menor sombra que se hubiera puesto delante de sus ojos, le hubiera derribado por tierra sin sentido. Tal traía él la imaginación llena de ideas de muertes y apariciones, de sombras y emplazamientos. Llegó, por fin, a la cámara de don Enrique. Abrióla de golpe y precipitóse dentro con los cabellos erizados y los ojos casi fuera del cráneo.

-¿Qué traes, Vadillo? -dijo levantándose don Enrique al ver el desorden de su escudero.

-Es su sombra, señor, es su sombra -repuso Vadillo, mirando atrás todavía y procurando componer su semblante.

-¿Qué sombra? -replicó don Enrique-. Será la que hace vuestro cuerpo al pasar por delante de la lámpara de la galería.

-No es eso, señor, no es eso.

-¿Qué es, pues? Explicaos.

-Mi esposa...

-¿Vuestra esposa es sombra? ¿Qué decís?

Temblaba ya Ferrus de pies a cabeza con la explicación del escudero, y no sabía don Enrique qué creer de semejante asombro.

-Digo, señor -concluyó Vadillo reponiéndose-, que la dueña enlutada no es mi esposa, porque mi esposa está en su habitación, y mi esposa no ha salido ni saldrá...

-¿Estáis seguros?

-Como estoy vivo.

-¿Quién puede entonces?...

-No puede ser -dijo Ferrus-, sino...

-La sombra de la condesa -concluyó Vadillo.

-¿La sombra de la condesa? ¡Ésa es buena! -exclamó soltando una estrepitosa carcajada don Enrique de Villena.

-¿Te ríes, señor?

-¿No he de reírme, si habéis perdido entrambos la cabeza?

-Ah, señor -repuso Vadillo-, veo que si yo contara un sueño... En fin, quiero que me hayáis referido de la condesa la pura verdad. ¿Estáis seguro de que el encargado de...?

-Deliráis, Vadillo, deliráis. Verdad es que ahora pierdo yo el hilo de mis observaciones y no sé... Puesto que decís que estáis seguro de haber visto a vuestra esposa, confieso que no entiendo... De todos modos, es necesario que vayáis a buscar al astrólogo; os aguarda para darme una razón que espero con ansia. ¿Os atreveríais, ya que vais, Vadillo, a averiguar quién sea la tapada? ¿Tendríais resolución...?

-Manda, señor, a tu escudero.

-Bien, pues yo confío a vuestro talento esa intriga; si el nigromántico lo sabe, os lo dirá; si no, ved de tocar siquiera esa sombra, que como la toquéis, y como ella ofrezca cuerpo y resistencia -añadió riéndose don Enrique- podéis estar seguro, no quiero yo decir de que sea vuestra esposa, pero a lo menos, sí, de que es persona; y a ser hombre, como parece mujer...

-Entonces, señor, yo os prometo que mi espada hiciera pronto la experiencia. Perdona si el sobrecogimiento de una escena que he tenido tan rara, tan extraordinaria, me ha hecho parecer a tus ojos, señor...

-Vadillo, os he visto pelear; sé que tenéis valor. Conozco, por otra parte, a los hombres: son débiles y miserables en todo. Una preocupación es más fuerte que cien caballeros.

Iba a despedirse el escudero para la cámara del astrólogo, donde le esperaban acontecimientos más extraordinarios cien veces que los pasados; pero don Enrique le detuvo para dar lugar, lo uno a las intrigas que debía preparar el nigromante, y lo otro porque entonces, que en realidad le engañaba, una voz interior le gritaba que debía tratarle con más amistad y consideración que nunca. No debía faltarles tampoco que hablar desde que don Enrique era maestre, desde que iba a ser Hernán Pérez caballero, y desde que el singular duelo de la mañana había venido a complicar tan extraordinariamente los negocios y los intereses de los principales personajes de nuestra verídica historia.




ArribaAbajoCapítulo XIX


    Y después de haber propuesto
Su intento y sus pretensiones
A los de guerra y estado
Que atento le escuchan y oyen,
En confuso conferir
Se oye un susurro discorde
Que sala y palacio asorda
La diversidad de voces.


Rom. de Bernardo del Carpio.                


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Cosa indudable es que don Enrique de Villena, una vez adoptadas sus ambiciosas ideas de elevación, no perdonaba medio alguno de llevarlas a cabo ni daba punto de reposo a su imaginación, buscando trazas para asegurarlas. El alto puesto que anhelaba era, sin embargo, bastante apetecible para que se le ofreciesen naturalmente en el camino de sus intrigas temibles maquinaciones de sus enemigos y poderosos contendedores. No habrá olvidado el lector tan pronto, si es que ha llegado a tomar alguna afición a los sucesos que le vamos con desaliñada pluma narrando, aquel don Luis de Guzmán, que paseaba el salón de la corte en la mañana de este mismo día, hablando con el famoso cronista Pero López de Ayala. Si no ha olvidado a aquel caballero, y si recuerda el diálogo en que se le presentamos por primera vez, tendrá presente, también, que el cronista le había designado como sucesor probable de su tío don Gonzalo de Guzmán, último maestre de Calatrava. Llamábanle, efectivamente, a este alto puesto, en primer lugar su parentesco con el difunto, su vida ejemplar e irreprensible conducta, el título de comendador de la Orden y la confianza que inspiraba a los más de los caballeros. Era generalmente querido, y en realidad más digno del maestrazgo que don Enrique de Villena, en aquella época, sobre todo, en que el valor solía suplir todas las demás cualidades; teníale don Luis en alto grado, y había dado de él repetidísimas y brillantes pruebas en las guerras de Portugal y de Granada; al paso que de don Enrique se podía sospechar fundamentalmente que no era su virtud favorita, pues nadie recordaba haberlo visto jamás en ningún trance de armas. Había probado, además, don Luis que conocía los deberes todos de buen caballero en las diversas justas y torneos en que había sido mantenedor o aventurero; sabía manejar en todas ocasiones con singular gracia un caballo, rompía una lanza con bizarría, corría parejas con extrema donosura, cogía sortijas con destreza y disparaba cañas con notable inteligencia. Don Enrique, por el contrario, empleaba todo su fuego en semejantes circunstancias en hacer una trova muy pulida y altisonante, en que cantaba las hazañas ajenas a falta de las propias. Pero era el mal que en la corte de don Enrique no habían obtenido todavía las trovas aquel grado de estima que en reinados posteriores llegaron a alcanzar; cosa en verdad que no dejaba de ser justa, si se atiende a que las trovas servían sólo para matar el fastidio momentáneamente en un banquete de damas y cortesanos, al paso que una lanza bien manejada derribaba a un enemigo; y en aquellos tiempos belicosos eran más de temer los enemigos que el fastidio.

Las intrigas de don Enrique habían impedido que este mancebo generoso supiese a debido tiempo la infausta nueva de la muerte de su tío. La primera noticia que de ella tuvo fue la que en pública corte recibió, y en el primer momento la sorpresa de no haber sido de ella avisado, circunstancia que no acertaba a explicarse a sí mismo fácilmente, y el dolor, le embargaron toda facultad de pensar y abrazar un partido prontamente. Sacóle, empero, de su letargo la elección que hizo el Rey de su pariente para suceder en el maestrazgo, e indignóle, aún más que semejante nombramiento, la bajeza con que se adelantaron varios caballeros de su Orden a proclamar casi tumultuosamente al conde. Mal podía, sin embargo, en aquella circunstancia manifestar su agravio, ni menos oponerse a la dicha de su competidor. Aunque lo hubiera intentado, hubiérale sido muy difícil pronunciar una sola palabra, porque debemos añadir a lo que de su carácter llevamos manifestado, que tenía tanto don Luis de cortesano como don Enrique de valiente. Todos sus conocimientos estaban reducidos a los de un caballero de aquellos tiempos; habíanle enseñado, en verdad, a leer y escribir, merced a la clase elevada a que pertenecía; pero cuando no tenía olvidado él mismo que poseía tan peregrinas habilidades, que era la mayor parte del tiempo, no comprendía por qué se habrían empeñado sus padres en hacerle perder algunos años en aquellos profundísimos estudios, que no le podían ayudar, decía a rescatar una espuela ni el guante de su dama en un paso honroso. ¿Qué cota, por débil que fuera, qué almete por mal templado, había cedido nunca a la lectura de un pergamino, por bien dictado que estuviese, o al rimado de una trova, por armoniosa que sonase? Despreciaba, asimismo, las galas del decir y el elegante artificio de la oratoria, porque solía repetir que él llevaba la persuasión en la punta de su lanza; y efectivamente había convencido con ella a más moros que los misioneros que iban continuamente a Granada; éstos no solían sacar otro fruto de su peregrinación cristiana que la palma del martirio, la cual podía ser muy santa y buena para su alma, pero no daba un solo súbdito a la Corona de Castilla, sino antes se lo quitaba. Bien se ve por este ligero bosquejo que era don Luis hombre positivo y que no hubiera hecho mal papel en el siglo XIX. En esta candorosa ignorancia, y en la fuerza de su brazo, consistía su popularidad, porque entonces, como ahora, se pagaba y paga la multitud de las cualidades que le son más análogas y que le es más fácil tener; en ellas tomaba su origen el carácter impetuoso y poco o nada flexible de don Luis; cuando oyó la elección que había hecho el rey Doliente, miró a una y otra parte todo asombrado, como si no pudiese ser cierta una cosa que no le agradaba, enrojecióse su rostro, cerró los puños con notable cólera e indignación, miró en seguida al Rey, miró al conde de Cangas, miró a los caballeros calatravos que le proclamaban, encogióse de hombros y sin proferir una sola palabra salióse determinadamente de la corte; acción que en otras circunstancias menos interesantes hubiera llamado extraordinariamente la atención de los circunstantes. Nadie, sin embargo, la notó, y el ofendido caballero pudo entregarse libremente al desahogo de su mal reprimida indignación. Hubiera él dado su mejor arnés y su mejor caballo por haber sabido el golpe que le esperaba en el momento aquél en que la acusadora de su rival había apostrofado a los caballeros presentes en favor de su demanda. No hubiera sido Macías entonces el que se hubiera llevado el honor de salir por la belleza; porque es de advertir que la acusación, que, como a todos, le había parecido inverosímil en el instante de oírla, comenzó a tomar en su fantasía todos los visos no sólo de verosímil, sino de probable, y hasta de cierta, desde el punto en que se vio suplantado porque era objeto de la querella. «Es evidente, dijo para sí, que don Enrique es un fementido; mientras más lo pienso, más me convenzo de su iniquidad. ¡Felonía! ¡Matar a una mujer!» Desde que hizo este raciocinio hasta el día de su muerte, don Luis de Guzmán no pudo admitir jamás suposición alguna que no fuese en apoyo de esta opinión; era evidente para él que don Enrique había matado a su esposa, y aunque la hubiera vuelto a ver de nuevo buena y sana, cosa que no sabremos decir si era fácil ya que sucediese, hubiera dudado primero de sus propios ojos que del delito de don Enrique. Así juzgan los hombres, y los hombres exaltados sobre todo.

Llegado don Luis a su casa, llamó a su escudero y le dio el encargo de convocar a los caballeros de Calatrava en quienes más confianza tenía y que no habían asistido a la corte de aquel día. Mientras que el escudero partió a desempeñar su delicada comisión, quedó don Luis paseando a lo largo de su habitación y maquinando cómo podría asir la dignidad que acababa de deslizársele entre las manos.

De allí a poco comenzaron a ir llegando los caballeros de Calatrava, llamados unos, de su propia voluntad otros, al saber la escandalosa novedad que en la Orden ocurría. Varios entre ellos tenían el mismo motivo de agravio que don Luis, es decir, que no podían alegar más causa de su enemistad a don Enrique que el haber éste conseguido lo que ellos para sí deseaban; estos tales se hubieran reunido igualmente con Villena contra don Luis si hubiera sido éste el afortunado, El amor propio ofendido y el deseo de derribar al poseedor eran su único objeto al reunirse, cosa que sucede comúnmente en los más de los conspiradores y descontentos. No sucedió, pues, en esta ocasión sino lo que suele siempre suceder en casos semejantes; pero había una circunstancia favorable para ellos esta vez, a saber: que Villena prestaba mucho campo a la oposición, de suerte que en realidad no eran sus enemigos los que tenían ventaja, sino él el desaventajado.

No tardaron mucho tiempo en hallarse reunidos en la casa posada de don Luis de Guzmán más de veinte entre caballeros y comendadores de Calatrava. Seguía paseándose en silencio el desairado candidato y solamente una seca inclinación de cabeza y un ademán más seco todavía, con que hacía seña de ofrecer asiento, marcaban de cuando en cuando la entrada de un nuevo concurrente. Al ver tan distraído y preocupado al dueño de la casa, sentábase cada cual y esperaba con humilde resignación a que tuviese por conveniente romper tan incómodo silencio; lo más a que se extendía el atrevimiento en tan solemne reunión era a preguntar, en voz imperceptible, alguno a su compañero y adlátere el objeto de aquella misteriosa asamblea. Luego que le pareció a don Luis suficiente el número de sus oyentes, soltó la rienda a su desnuda elocuencia con toda la seguridad de un hombre que está muy lejos de imaginar que puedan reprochársele las frases que usa o vituperársele los vocablos que para expresar sus ideas adopta.

-¡Por Santiago, caballeros de Calatrava -exclamo-, que hoy luce un día bien triste para nuestra Orden! Día de oprobio, día que no saldrá fácilmente de vuestra memoria. Un Rey débil, un Rey enfermo, un Rey en cuya mano estaría mejor la rueca de una dueña que la lanza de un caballero osa atropellar vuestros fueros y privilegios, y ¡voto va! que no luce bien la cruz roja en un pecho dispuesto a sufrir humillaciones. ¿Sabéis lo que es honor, caballeros de Calatrava? -se interrumpió bruscamente a sí mismo el comendador, parándose de pronto en su paseo, como hombre que ha perdido el hilo de un largo discurso que trae mal estudiado y que se decide por fin a reasumir en una sola frase enérgica y terminante todos sus cargos y argumentaciones-. ¿Sabéis lo que es honor, caballeros de Calatrava?

A la primera enunciación de este inesperado apóstrofe, dejóse percibir sordo murmullo de desaprobación en el auditorio, y poniéndose en pie uno de sus principales oyentes:

-Duda es ésa, señor don Luis de Guzmán -dijo- que cada uno de los que aquí miráis reunidos a vuestro llamamiento sabría desvanecer bien presto, a no ser vos el que la anunciáis. Ignoro los motivos que podéis tener para haber llegado a darle entrada en vuestro corazón, pero yo en mi nombre, y en el de todos los presentes, os ruego que os sirváis exponernos brevemente la causa que a esta convocación os mueve y a declarar qué habéis visto en los caballeros de la Orden que provoque tan alta indignación. Espada tenemos todos, y en cuanto al valor, no será esta la primera ocasión en que probemos que no estamos acostumbrados a sufrir ultrajes impunemente.

-Nunca dudé -contestó don Luis con la satisfacción de un hombre que ve abundar a sus oyentes en sus mismas opiniones- nunca dudé de vuestro valor. Como comendador más antiguo, como pariente de nuestro buen maestre, que acaba de fallecer en Calatrava, he creído tener derecho a convocaros cuando se trata de los altos intereses de la Orden y de evitar acaso su ruina.

-¿Su ruina? -exclamaron a una todos los caballeros.

-Su ruina, sí -repitió Guzmán-; su ruina. Hoy ha llevado un golpe que tarde o nunca se reparará. Varios de vosotros lo habéis oído. Escuchadlo los demás con espanto y con indignación. No se espera ya a que los caballeros de la Orden, reunidos en su capítulo, pongan a su cabeza, movidos de justas razones, al caballero más perfecto, más experimentado en las lides, más prudente en los consejos. No; un Rey por sí, atropellando nuestros más sagrados derechos, eleva a la dignidad que mil hechos heroicos, que una larga vida de virtudes bastan apenas a merecer, ¿a quién? A un hombre cuyo penacho no sirvió nunca de guía a los valientes en una batalla, a un hombre que nunca dio el primero ni oyó resonar en tomo suyo el grito de ¡Santiago y cierra España!; a un hombre que ha trocado la lanza por la pluma, cuyo campo de batalla es una mesa cubierta de inútiles pergaminos, que no ha vencido nunca sino las necias dificultades de lo que llama él rimas; a un hombre, caballeros, de quien con fundada razón se dice que tiene inteligencia con los espíritus y que...

-¡Qué horror!

-Oídlo, sí, con escándalo, nobles compañeros. Ése es el hombre que nos destinan por maestre; un afeminado cortesano, un intrigante ambicioso, un rimador, un nigromante en fin...

-¡Fuera, fuera! -gritaron a una los caballeros, cuyos ánimos iba templando ya el calor comunicativo y la natural elocuencia de la pasión que dominaba en el comendador.

-¿Lo sufriremos? -continuó don Luis, como una piedra que caída de una altura desmesurada sigue rodando largo espacio después, de llegada al llano-. ¿Lo sufriremos? Yo por mí, nobles caballeros, juro a Santiago de no dormir desnudo y de no comer pan a la mesa mientras que vea la Orden a su cabeza al... al... ¿para qué callarlo, en fin? Al asesino de su esposa.

No necesitaban ni tanto ya los caballeros; reunidos en casa del comendador para acabar de perder la poca sangre fría que les quedaba. La última frase del orador produjo el efecto de una chispa lanzada en medio de un montón de estopa seca. Veíase lucir en todos los semblantes la misma animación que en el de Guzmán; todos provocaban y excitaban mutuamente su cólera con la relación de las ofensas que en aquel momento se figuraba cada cual haber recibido o del rey Doliente o del intruso maestre. Inútil es decir si se recapitularon largamente las calidades del conde de Cangas. Había quien le había visto horas enteras evocando los manes de los difuntos en un cementerio, en compañía del judío Abenzarsal; había quien le había visto sepultarse en una larga redoma y desaparecer a los ojos de los circunstantes, y hasta se llegaba a probar que había estado en más de una ocasión en dos partes opuestas a un mismo tiempo; lo cual, como convinieron todos, no podía obrarse sino por arte del demonio, si se atiende a que cada uno suele tener en el mundo más que un cuerpo. Ahora bien: era cosa sabida que el demonio no hace nada de balde, circunstancia que podría hacerle pasar perfectamente por escribano o agente de negocios, de lo cual era forzoso inferir que don Enrique le habría vendido su alma, si bien no había entre tanto ilustre caballero quien osase descifrar las ventajas que al demonio le podían resultar de poseer el alma de don Enrique de Villena, tanto más cuanto que a todo tirar no era realmente de las mejores.

Quedó, sin embargo, establecido por punto general, primero, que don Enrique había sido, era y sería eternamente nigromante por pacto con el demonio; segundo, que había sido asimismo, era y sería eternamente el asesino de su esposa, lo cual había de ser irremisiblemente cierto, mas que no hubiese tal demonio ni tal esposa muerta, cosas para nosotros, si hemos de decir verdad, igualmente dudosas.

Resueltos estos dos puntos principales, era consecuencia forzosa el resolver la deposición del maestre; esto, en verdad, ofrecía mas dificultades, pero la imaginación las superó; convínose primeramente en que don Luis de Guzmán quedaría en la Corte para exponer reverentemente a Su Alteza que los estatutos de la Orden de Calatrava determinaban que sólo pudiese ser nombrado el maestre por elección de los caballeros y comendadores reunidos en capítulo; y que para ganar tiempo, mientras se recababa de Su Alteza la revocación del nombramiento ilegal, saldrían varios de los caballeros presentes en calidad de emisarios a los diversos puntos donde había fortalezas y castillos de la Orden para evitar que se reconociese y prestase juramento de pleito homenaje al conde de Cangas. Uno, sobre todo, debía ir y declarar al clavero de la orden, residente en Calatrava, que era la voluntad del mayor número de los caballeros que siguiese desempeñando las funciones de maestre; lo cual, además, le suplicaban rendidamente por el bien de todos, mientras que se procedía a la elección del que hubiese de ser válida y legalmente nombrado.

No perdieron, pues, instantes preciosos, y antes de anochecer los caballeros habían hecho voto solemne de llevar adelante su empresa mientras que estuviese pegado el puño de la espada a la hoja y mientras que corriese una gota de sangre por las venas; todos habían ofrecido al santo de su devoción el don que les parecía más grato a sus ojos, y se habían separado, después de conferidos poderes a cada uno de los emisarios en nombre de aquella junta, que llamaron capítulo extraordinario, y al cual supusieron igual poder que al capítulo general, en vista de la urgencia y apuro de las circunstancias en que se había celebrado.

Verdad es que tampoco se había dormido don Enrique de Villena, a quien no se le ocultaba que podría encontrar una enérgica oposición en los caballeros; antes, disponiendo de varios de los que se habían pronunciado en su favor en la corte de aquella mañana, tomó igual providencia, enviando a Calatrava, a Alhama y a otros puntos, emisarios que le dieran a reconocer, que animasen a los tibios con promesas de adelantamiento, ganasen a los descontentos con plazas efectivas de comendadores y enardeciesen a los amigos para que no pudiese en ningún caso ser contraria a la elección de Su Alteza la elección del capítulo, que bien sabía él que se necesitaba para la tranquilidad e indisputable posesión del apetecible maestrazgo.

Dejemos, empero, a los emisarios de uno y otro corriendo los campos de Castilla, y llevando de una parte a otra órdenes contradictorias, y volvamos a seguir el hilo de las maquinaciones de que era teatro la parte del alcázar destinada a las habitaciones de Su Alteza y de sus más allegados servidores.

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ArribaAbajoCapítulo XX


Quien esto vos aconseja,
Vuestra honra no quería.


Rom. de don García.                


Empezaba a anochecer cuando el astrólogo Abrahem Abenzarsal, paseándose en su laboratorio con notable inquietud, parecía esperar a alguna persona, o el éxito por lo menos de alguna de las muchas intrigas en que le tenía embarcado a la sazón su desmedida avaricia.

-¿Si habré cometido una imprudencia? -decía-. ¡Oh, a mi edad sería imperdonable! ¡Los motivos que me expuso fueron tan poderosos y tantas sus lágrimas, tan eficaces sus ruegos! ¡No sé qué principio de condescendencia hay en el corazón del hombre, el más duro, el más empedernido, el más viejo, para con una mujer, y una mujer hermosa y joven que suplica!... Pero... alguien viene... ¡Ah! No cometí imprudencia alguna. Señora, me halláis en la mayor inquietud... estaba anocheciendo ya...

-Os di mi palabra -respondió la dama que entraba- e hicisteis mal en estar con cuidado. Pero os advierto lo mismo que esta mañana os advertí: bien conocéis cuán difícil es que en mi posición pueda continuar semejante enredo. Os he dicho ya que las razones que a ocultarme me obligaron nada tenían de común con Su Alteza; muchas veces no se puede hacer una obra buena a cara descubierta; las pasiones de la vida... En fin, ya me habéis comprendido. Espero, pues, que si no habéis hablado a Su Alteza, le habléis cuanto antes os sea posible.

-Esta misma noche, señora, podréis retiraros. Una vez que sepa Su Alteza quién sois, ¿qué inconveniente podrá haber?...

-¡Qué agradecida debo estaros, sabio Abrahem!

-Vuestra estancia aquí es ahora indispensable. Su Alteza pudiera querer veros, y sus órdenes han sido tan terminantes... Por otra parte, no es de extrañar que quiera tomar con la acusadora de su querido pariente todas las medidas que la prudencia indica, sobre todo cuando no presenta acusación tan atrevida vislumbre alguno de verosimilitud.

-¿Vos también, Abenzarsal, vos que conocéis a don Enrique de Villena?...

-Porque le conozco, señora, no le creí nunca capaz de un...

-De todo, Abrahem, de todo.

-Veo que os hace obrar, señora, algún resentimiento particular... ¡Oh! Sabido es que el conde fue siempre aficionado en demasía a las bellas...

-De nada le hubiera servido esa afición para conmigo...

-Conozco vuestra virtud... pero pudiera muy bien...

-¿Sí? ¿Y qué? ¿Para qué negarlo? Largo tiempo duró su persecución; pero si alguno de los dos puede aborrecer al otro por ese recuerdo, él es y no yo...

-Lo sé, señora.

-Por lo que a mí hace, me ha movido la amistad que a la condesa, mi señora, siempre he profesado, y el cielo, no otras consideraciones. Las que puedan moverle a él contra mí me interesan poco, Abenzarsal. Hállome bajo la protección de las leyes, bajo la salvaguardia de mi estado, bajo la custodia ahora de Su Alteza mismo.

-Decís bien, hermosa dama. Perdonadme si no entro ahora mismo a hablar por vos a Su Alteza; pero tengo para mí que ha de estar en su cámara todavía su doncel favorito, cuya larga ausencia no podía menos de dar lugar ahora a largas entrevistas. ¿Conocéis, supongo, al doncel Macías? ¡Pero qué distracción! Es vuestro defensor.

-Sin embargo -respondió la dueña cubriéndose el rostro con su abanico morisco- nunca le hablé...

-¿No?

-Ya visteis que su presencia en la Corte no tenía indicio de cosa premeditada de consuno. La casualidad sin duda le trajo... a tiempo que ningún caballero de la corte de don Enrique quería arrostrar por una débil mujer el poder del insolente Villena.

-Y su bizarro valor fue, en ese caso, y su cortesanía lo que le obligó a...

-¡Oh! eso no es nada. Más es de admirar la cobardía de los demás caballeros que su valor. Ése es deber...

-No seréis vos, sin embargo -prosiguió el astuto astrólogo-, la que negaréis al único caballero que os ha librado del riesgo en que estabais las brillantes y peregrinas dotes que Castilla toda le concede... no. ¿Sabéis qué hora es?

-Aquí tenéis el arenero... Un sólo defecto suelen encontrarle...

-¿A quién?

-Al doncel.

-¿Y cuál? -repuso la dama, afectando una indiferencia que por cierto no sentía.

-Nada; dícese que nunca se le ha conocido dama alguna; sin embargo, tiene ya edad de enamorarse...

-¿Quién sabe si lo estará realmente? ¿Es forzoso decir a gritos?...

-No; pero sabéis que a su edad es raro el caballero que no puede llevar un mal lazo, una banda, prenda del amor de su dama. Hasta es desdoro. Como no sea que adore en secreto a alguna belleza cuyo mote no puede llevar...

-¿Qué decís?

-O es eso, señora, o es que el doncel no es sensible sino al aguijón de la gloria. En ese caso, su galantería sería pura caballerosidad...

-¿Estará ya solo Su Alteza? -interrumpió la agitada dama.

-Paréceme, señora, que tenéis interés en interrumpir la conversación del doncel... ¿Sería yo indiscreto al hablar delante de vos?

-¡Oh no, no, nada de eso!; hablar de él como pudierais de cualquier otro. Sólo me relaciona con él el vínculo de la gratitud que recientemente me ha merecido.

-Sólo una cosa tenía que añadir, en el supuesto de que esta conversación no os incomode... ¿Estáis inquieta?

-No, os he dicho que no; estoy tranquila. ¿Por qué no habría de estarlo?

-Digo, pues, que acaso ahora con ser vuestro caballero...

-¡Mi caballero!

-Forzosamente ha de serlo.

-Sí, mi campeón -repuso la enlutada, con un suspiro escapado del pecho a su pesar.

-Como queráis. La posición en que está para con vos, ese misterio que os empeñáis en guardar, la compasión que inspiráis y el entusiasmo al mismo tiempo a que inclina el hermoso rasgo de amistad que habéis...

-No me lisonjeéis y acabad.

-Todo eso, pues, hará nacer acaso en su imaginación ideas que no habrá tenido nunca tal vez, y en su corazón una afición...

-Perdonad, Abrahem, si os interrumpo; pero admiro vuestra penetración. ¿Habéis conocido antes en mi rostro que me sentía incomodada?...

-¿Será cierto? Esta conversación...

-No, la conversación no -repuso la dama reclinándose-; pero la agitación del día, la precipitación, además, con que he tenido que andar, no me ha permitido tomar alimento, y siento una debilidad...

-¿No os decía yo? La palidez de vuestro rostro me lo anunciaba. Ved qué necio, yo creía que era la conversación... ¡Qué tontería! Ya veo que el día que habéis traído hoy es más que suficiente motivo...

-Decís bien.

-Ya sabéis que mi primera ciencia es la de curar; si queréis seguir mis consejos...

-¡Ah! ¿Creéis que esta debilidad...?

-¿Queréis tomar algún alimento?

-Me será imposible...

-Verdad es... Si quisierais una bebida cordial que os diese fuerzas...

-¿Tenéis?...

-Yo mismo os la prepararía... Os daría descanso y fuerzas...

-Como gustéis, Abrahem.

-La tomaréis -dijo el físico preparando unas yerbas- y podréis descansar un rato aquí mientras que paso a hablar a Su Alteza.

-Pero en vuestra ausencia...

-No temáis; nadie viene a mi cámara; el estudio y el retiro en que vivo alejan de mí las visitas que pudieran turbar vuestro reposo. Ningún sitio del palacio más seguro que éste; su inmediación a la cámara del Rey, las muchas guardias que custodian las próximas galerías...

-No, no es que tema ningún peligro; pero...

-Perded miedo; por otra parte tenéis vuestro antifaz, que puede en todo caso guardaros de la indiscreción, y vuestras dos dueñas esperan vuestras órdenes en mi antecámara. A la menor voz, ellas y los ballesteros...

-Decís bien.

-Perdonad si vuestros mismos intereses me obligan a dejaros sola en mi habitación; mi ausencia será corta.

-Eso deseo.

-Tomad, pues, señora, esa bebida.

-Pero ¿me respondéis de su eficacia?...

-Estoy seguro de ella; apuradla.

-Ya veis si tengo confianza en el físico de Su Alteza; ni una sola gota he dejado.

-Obrasteis como prudente -repuso el empírico con una alegría que disimulaban mal sus ojos de fuego y de esperanza-. Reclinaos ahora un momento.

-No, no hay necesidad.

-Presto conoceréis sus efectos; es maravillosa la virtud de la bebida; al principio parecerá quitaros las fuerzas; pero después... y obra con una rapidez...

-Sí; paréceme que siento como pesadez...

-¿No os dije? Acaso os hará dormir...

-¡Dormir, Dios mío! y aquí... ¡Abrahem!

-¡Señora!

-¡Santo Dios! ¿Por qué no me lo habéis dicho?

-Oh! será un momento... una hora.

-¡Una hora, Abrahem! Quiero marcharme... Me pondré el antifaz...

-¿Qué decís? Si queréis, mi lecho...

-¡Dios mío! ¡Dios mío!... ¡Qué sueño, Abrahem, qué pesadez! Es de plomo mi cabeza... Abrahem, Abrah... ah... Bien.

Apenas tuvo fuerzas para pronunciar esta última palabra, a la cual no podía ya dar la enlutada sentido alguno. Inclinóse su cabeza, dejó caer su brazo lánguidamente, abrióse su mano y desprendióse de ella sobre su sitial el hermoso pañuelo que bordado de su propia mano traía, y en que lucía su nombre con gruesos caracteres góticos de oro y seda artificiosamente mezclados. El más profundo letargo había sobrecogido a la enlutada, y el astrólogo conocía, efectivamente, muy bien el maravilloso efecto de la narcótica bebida.

-¡Es mía! -dijo, después de un momento de silencio, el físico-. ¡Es mía! -añadió levantando el antifaz con que se había cubierto la dueña la cara antes de dormirse, y volviendo a dejarle caer sobre sus hermosas facciones luego que la vio profundamente dormida-. Téngola segura aquí para hablar con Su Alteza; otra para el desenlace de esta intriga infernal. Infernal, sí, pero pagada. Ésta es la circunstancia que han de tener las intrigas.

Dichas estas palabras, reconoció el astrólogo su habitación y las puertas de ella; cerró la comunicación con la escalera secreta y salió con dirección sin duda a la cámara de Su Alteza.

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ArribaAbajoCapítulo XXI


    ¿Cúyo es aquel caballo
Que allí bajo relinchó
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    ¿Cúyas son aquellas armas
Que están en el corredor?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    ¿Cúya es aquella lanza
Que desde aquí la veo yo?


Canc. de rom. anón.                


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Más de una hora había pasado desde que el intrigante viejo había sepultado en letargo profundo a la incauta enlutada y no había alterado en aquel espacio el más mínimo ruido la tranquilidad que en el laboratorio reinaba.

Por fin dos hombres, vestido el uno de rica y vistosa seda, de tosco buriel el otro, armado aquél simplemente con una espada, balanceando éste en su diestra mano un agudo venablo, entraron en la pieza inmediata a la del astrólogo.

-¿Con que está decidido -dijo Hernando- que vais a ver a ese astrólogo?

-Citóme esta mañana, Hernando -repuso Macías-, y no ha mucho que le he visto en la cámara de Su Alteza. «Dentro de una hora -me dijo- estaré en mi aposento; esperadme, si tardare, un momento.»

-¡Plegue a Dios que no acabe el judío de volverte el juicio, señor!

-¿Por qué, Hernando?

-Por el soto de Manzanares, señor, que otra vez le viniste a ver y nos ha costado andar meses enteros perdiendo halcones en los montes de Calatrava, que así sirven para los de Madrid como sirven los más de los perros del rey Enrique para mi leal Bravonel.

-Así estaba escrito, Hernando; mi negra estrella lo dispuso de esa suerte.

-Voto va, señor, que yo no tuve nunca más constelación que mi mano derecha; y lo que sé decirte es que siempre está escrito que muera el venado contra el cual disparo mi venablo.

-¿Niegas tú, pues, la influencia de las constelaciones?

-No niego nada, pesia mí; pero si tienes enemigos, señor, y si quieres conjurarlos, ¿por qué no me dices: Hernando, escatima el rastro de aquel oso que me incomoda? Mal año para Hernando si antes de la luna nueva no habías de poderte hacer una buena zamarra con la piel de la bestia.

-Muchas veces, Hernando, conviene cazar de otra manera. Puede más el ingenio que la fuerza.

-¿Y qué? ¿No tiene ingenio un montero? No todo ha de ser tampoco dar lanzada; pero maneras hay de cazar, si bien no se hicieron todas para monteros de corazón. No gusto yo de ardides; pero por ti, válame Dios, que monteara yo presto de todos modos. También yo estuve en tu tierra; allí en Galicia aprendí la montería a buitrón, y más de un lobo he cogido al alzapié.

-Bien se trasluce, Hernando, que se te alcanza más de ardides de montería que de intrigas de corte. Mira si puedes esperar a mi salida, y dejemos para mejor coyuntura tus toscos lazos.

-Toscos, señor, per o seguros. Aquí te espero, y a la buena de Dios. Quiera éste que no caigas tú en la hoya del adivino y salgas cazado pudiendo cazar.

-No temas, Hernando, que en el último apuro no ha de faltarme nunca una buena lanza, y eso es todo lo que necesita un caballero. Entretanto, no tengo que temer del astrólogo, a quien nunca hice mal, sino de mí mismo, y este peligro es el que vengo a prevenir, que aquél prevenido está.

-Como de esas veces sale la fiera de donde menos se espera. El oso era enemigo del hombre antes que el hombre supiera cazarle. Anda con Dios, señor, mientras yo le quedo rogando que sea más feliz esta predicción del astrólogo que la pasada.

Sentóse a un lado Hernando dichas estas últimas palabras, y el dudoso doncel entró en el laboratorio del judío, inquieto por sus propios presentimientos, reforzados con las palabras del montero y por el objeto de su supersticiosa visita.

La luz que alumbraba la habitación era una lámpara de que sólo ardía un mechero, y ése con pálido resplandor, porque el adivino no ignoraba cuán favorable es a la osadía en el amor un débil reflejo que sirve de velo al pudor y de capa al enamorado deseo. El doncel, por lo tanto, dirigió la vista a la mesa a la que solía estar sentado trabajando el judío, y no vio a nadie. El sitial, donde estaba la dama reclinada, caía del otro lado de la mesa, y el aburrido caballero se creyó solo por consiguiente.

-No está -dijo para sí-; le esperaré.

No hacía mucho que se había abandonado en un asiento a sus melancólicas imaginaciones, cuando le sacó de su distracción un ruido acompasado semejante al que produce el desigual aliento de una persona que duerme agitadamente. Miró a todos lados y creyó que su oído le engañaba, cuando un profundísimo suspiro vino a confirmarle en su primera sospecha.

-¿Quién hay aquí? -dijo levantándose-, ¿quién? Alguien duerme en esta habitación. ¿Será que el judío, rendido al poder del sueño?... Pero, Santo Dios, ¿qué veo? -añadió reparando en la dormida, cuyo vestido se confundía en color con el fondo oscuro de los muebles y de la habitación- Una persona... ella... ella es... La dama que esta mañana... no hay duda. Yo te doy gracias, santo Dios, por esta ocasión que me deparas propicio para averiguar lo que tanto anhelaba saber. ¡Oh! -añadió acercándose con blando paso, temeroso de despertarla. ¡Haced, Dios mío, que no venga nadie ahora, nadie!

La postura que el abandono de su letargo había hecho adoptar a la dormida era tan elegante como puede serlo la de una hermosa dormida: su ropa la cubría enteramente; uno de sus pies adelantado indolentemente, y levantando el extremo de su vestido, dejaba ver el torneado y ascendente contorno de una pierna modelada por el deseo: no la hubiera hecho más perfecta la imaginación. Reclinábase sobre la una mano su cabeza, y la otra, naturalmente caída, parecía destinada a ser el objeto de la osadía de un amante arrodillado. Su extrema blancura, que se destacaba del fondo negro del vestido sobre que descansaba, la hacía semejante a esas pequeñas manchas de nieve que suelen verse todavía a fines de la primavera, desde larga distancia, resaltando entre las quebradas de una escarpada y oscura montaña. La agitación de su descanso marcaba a cada sobrealiento la delicada forma de su seno, que se alzaba y deprimía como suelen alzarse y deprimirse las leves ondas al blando impulso de la brisa azotadora. Su aliento desigual solevantaba de cuando en cuando el ligero antifaz de seda y dejaba descubierta un instante la extremidad de su rostro, por la cual parecía poderse deducir fundamentalmente la hermosura del resto que no se llegaba a ver; levantándose alguna vez un poco más el antifaz, llegaba a descubrirse cerca de la boca la huella de una fugitiva y vaga sonrisa; bien como un relámpago más prolongado suele, en una noche tenebrosa, ofrecer por un instante a la vista del ansioso espectador una porción del cielo que dejan a descubierto los intervalos de las nubes o la lejana y suave superficie de un arroyo plateado.

El doncel, cruzado de brazos a su lado, y sin atreverse a respirar ni acercarse por no terminar él mismo con el más leve ruido la dicha de su contemplación, esperaba el inmediato movimiento del antifaz, como si hubiese de ir viendo cada vez más porción de aquel tan deseado rostro, que la importuna tela robaba a sus ansiosas miradas.

No era, sin embargo, el descanso del tierno objeto de su expectación aquél que en la inmediación de la mañana tiñe en alegres imágenes la fantasía de una bella; era el sueño fatídico de una horrible pesadilla producida por la pena o por una bebida ponzoñosa y antinatural. Algún gemido se escapaba de cuando en cuando del pecho oprimido; un ay oscuramente pronunciado moría al nacer en sus trémulos labios, y la mano que pendía, moviéndose con dificultad, parecía querer desviar de su dueño la fantástica figura que atormentaba sin duda su intranquilo sueño.

-Padece la infeliz, padece -dijo entre dientes Macías-. ¡Ah! ¿Quién puede ser sino ella? ¿Quién sino ella podría atar de esta manera mis acciones? ¿Quién producir este respeto y esta agitación que a un mismo tiempo me dominan?

Un movimiento, en fin, más marcado pareció anunciar que iba a despertarse.

-Dejadme, dejadme -dijo confusamente-; huid. La muerte, la muerte...

-No -dijo Macías sin poderse contener por más tiempo-, no; la vida, la vida a tu lado eternamente. ¿Quién se atreverá a ofenderte estando Macías a tu lado?

Arrojóse entonces a sus pies, e iba a levantar con mano atrevida el antifaz.

-Salgamos de una vez -exclamó- de esta penosa situación.

Recordó entonces que en la mañana del mismo día había manifestado la enlutada su deseo de no ser conocida, y que él la había empeñado su palabra de no descubrirla.

-¡Horrible tormento! -exclamó-; pero respetare tu voluntad, mujer cruel. Atrevióse entonces a llegar su mano a la de la tapada, y un fuego desconocido corrió por sus venas.

-¡Dios mío! -gritó despertándose la dama, al sentir su mano oprimida por la del doncel-. ¿Dónde estoy? ¡Ah! ¿Qué hacéis? ¡Abrahem! Pero, cielos, ¿qué veo? ¿Pierdo la cabeza? ¿Quién sois? Soltad... Guiomar, Guiomar -añadió levantándose y llamando a una de sus dueñas que en la antecámara la esperaban.

-Callad, por Dios, callad -exclamó Macías mirando a la puerta-. No llaméis a nadie; señora, ¿qué tenéis?

-¿Quién es? ¡Ah! ¡Sois vos! ¿Me engaña mi deseo?

-¿Tu deseo? ¿Has dicho tu deseo? Repítelo otra vez, repítelo.

-No; no, caballero; no he dicho mi deseo. Perdonad si... no sé lo que pronuncio; el sueño, la... Pero decidme, ¿por qué estáis aquí? ¿Qué hacéis? Huid, huid, ahora que os conozco.

-¡Cruel! ¿Por qué?

-Soltad mi mano; soltadla, que no es vuestra...

-¡No es mía! ¡Mil rayos me confundan! Perdonad si mi dolor... Pero ¿qué veo? Este anillo... ¡Santo Dios! ¡Ella es! ¡Ella es! ¿Quién sino ella pudiera tener este anillo? Es el mismo, le conozco, es el mismo.

-¡Imprudente! -exclamó la dama retirando y escondiendo precipitadamente su mano.

-¡Elvira!

-¡Silencio!

-Vos sois, vos sois; no me lo ocultéis por más tiempo si no queréis que muera a vuestros pies.

-Y bien, yo soy -respondió la dama abalanzándose hacia atrás para poner todo el espacio posible entre ella y el doncel-; yo soy, puesto que fuera inútil negároslo por más tiempo. Y ¿qué queréis? ¿Qué exigís de mí?

-¿Qué exijo, señora, qué exijo? -preguntó el doncel arrebatado de su loco frenesí-. ¿Tengo derecho a exigir algo de vos?

-Huid, pues, y no turbéis por más tiempo mi tranquilidad.

-¿Vuestra tranquilidad? Y la mía, señora, ¿quién la turbó sino vos? ¿O no es nada por ventura mi tranquilidad?

-¿Yo?

-¿Quién sino vos emponzoñó mi existencia, antes feliz y descuidada? ¿Quién sino vos me dijo: Macías, mírame y ama?

-¿Yo?

-Vuestros ojos, vuestros ojos se clavaron cien veces en los míos y bien claro lo dijeron. ¡Ah! Elvira, yo he aprendido bien a mí costa a leer en ellos.

-Santo Dios, ¿qué decís?

-¿Juzgáis, señora, por ventura, que es lícito mirar a un hombre y elegirle con los ojos entre la multitud para abrasarle impunemente? ¿Creéis que no vale tanto un hombre como una mujer? ¿Imaginasteis que su vida no es nada, que su existencia es vuestra? Vuestra, sí, si la compráis; pero con una sola moneda, con la sola moneda que la paga; ¡con amor!

-Pero Macías, ¿deliráis?

-Sí, deliro, porque te veo, porque te hablo, porque ésta era la felicidad que anhelaba y que huía hace tres años. ¡Tres años, Elvira! Tú sabes los días, los larguísimos días que encierran, cuando se pasan sin esperanza. He huido yo también, pero no hay hombre más fuerte que su destino. Te amo, Elvira, te adoro. Ámame o mátame.

-Elegid, caballero, lo que gustéis -exclamó Elvira fuera de sí y haciendo un esfuerzo sobrenatural-. ¡Vos osáis ofenderme, vos abusáis de esa manera de mi loca confianza! ¿Quién os ha dicho que os amé? ¿Olvidáis que no puedo ser vuestra nunca, jamás?

-¡Yo olvidarlo, señora! ¡Pluguiera al cielo que me fuera dado olvidarlo! ¿Quién más dichoso entonces? Pero nunca creí que vos misma os complaceríais en repetírmelo. Añadidme ahora que amáis a ese hidalgo...

-¿Y si os lo dijera mentiría? Le amo...

-¡Silencio! El infierno, el infierno se abre en este momento ante mis ojos... Necio de mí, que consumí una vida entera de amor en conquistar este desengaño... Pero, ¿qué veo? ¿Lloráis? Elvira, ¿lloráis? Nos entendemos; se hablan nuestras almas a pesar de nosotros y de los obstáculos, confesadlo; es imposible que no me améis. No se ama nunca con este amor que me abrasa para no ser correspondido. Os comprendo. ¿Teméis? ¿Miráis a todas partes? Bien, callaré, señora, callaré. Pero decidme os amo y nada más.

-Basta ya; ¡es imposible! ¿Paréceos que la superchería que conmigo usáis, y que este encuentro, casual sin duda, en la habitación del astrólogo, merecen de mi parte premio y galardón? Creedme, joven imprudente, un mundo entero existe entre vos y entre mí; jamás le traspasaréis.

-¡Jamás! ¡Dios mío!

-Y escuchad; si queréis evitar mi odio, si mi aprecio os interesa, jamás me habléis de amor; os prohíbo que habléis de amor-, os prohíbo que os presentéis delante de mí, os prohíbo que me dirijáis trova ni canción alguna; os prohíbo...

-Prohibidme el vivir, cruel, y acabaréis más pronto -contestó el doncel con toda la amargura de la desesperación.

-Juradlo, Macías, juradlo si sois caballero.

-¿Que jure yo no amarte? Jurad vos no ser hermosa, jurad que vuestra voz no será dulce y penetrante, jurad que vuestros ojos no me abrasarán en lo sucesivo y yo juraré entonces...

-¡Silencio! Soy perdida. ¿No sentís pasos? ¿No oís? ¡Abrahem, Abrahem!

-Sí; pero esa puerta se cerrará...

-¿Qué hacéis? Teneos. ¿Queréis hacerme delincuente cuando soy sólo desgraciada?

-Señor Fernán Pérez -dijo a este tiempo la conocida voz del astrólogo en la antecámara-, entrad en mi habitación y daré satisfacción a vuestras preguntas.

-Él es -exclamó Macías apretando por última vez la mano de Elvira, que se desasió de él, y lanzando un ¡ay! agudo y penetrante, se dejó caer sobre el sitial que detrás de sí tenía.

El lejano y repentino ruido de la conocida tormenta no pone más pavor en el corazón del asustado marinero que el que produjo en el pecho del hidalgo la voz acongojada que en balde intentaba desconocer.

-¡Santo cielo! -gritó-; ¡esta voz es la suya! -lanzóse en seguida en la habitación como se abalanza el tigre al redil llamado por el tímido balido de la inocente oveja.

Detúvole, empero, y acabó de confundir todas sus ideas la presencia del doncel, que ya en pie, y echada la visera, parecía el ángel tutelar de la enlutada, puesto allí delante de ella para defenderla de todo riesgo.

-Abrahem -dijo entonces vuelto hacia el astrólogo-, ¿quién es esta enlutada?

Fingía el judío hallarse en la mayor agitación.

-Señor -le respondió por último-, permitid que no descubra a nadie este secreto que se me ha encargado, y menos a vos...

-¿A mí?... Yo he de saberlo... Acercóse entonces, resuelto, a la tapada, con ánimo al parecer de descubrirla.

-¿Qué hacéis, hidalgo?... -preguntó una voz de trueno, deteniéndole al mismo tiempo el brazo del doncel.

Llegándose entonces el astrólogo a la dama, que se había arrojado de rodillas como a implorar piedad ante el celoso marido, asióla de una mano, y aprovechando el momento en que forcejeaba Hernán Pérez con el doncel, sacóla de la cámara, diciéndola al oído precipitadamente:

-Me ha sido imposible evitarlo; pero salvaos.

-La he de seguir -exclamó el hidalgo.

-No mientras esté yo aquí -repuso el doncel-. Id, señora...

-¿Y con qué derecho?...

-Con el de la fuerza.

-¡Ah! os conozco, mis dudas se desvanecen; ¿sois vos el doncel...?

-Yo mismo.

-Sacad la espada...

-¿Osado y descortés?

-Sacadla.

-No en el alcázar -gritó el astrólogo arrojándose entre los dos-. Imprudentes, respetad mis canas. Macías, no tenéis razón sino para envainar vuestro acero. Hidalgo, os deslumbra tal vez...

-¡Basta, pérfido astrólogo! -gritó fuera de sí el irritado hidalgo-; ¡basta! Doncel, respetemos este lugar; pero en otra parte tengo que hablaros, salgamos.

-Salgamos -repuso Macías echando a andar tras el escudero-. ¡Tiempo hace que lo deseaba! -añadió en lo más profundo de su corazón.

-¡Oídme! -gritaba el astrólogo- ¡Teneos!

Pero de allí a poco dejó de oír sus pasos precipitados. Mirando entonces hacia la puerta por donde habían salido:

-¡Miserables -dijo cerrándola-, os preciáis de fuertes y de entendidos y un torpe anciano juega con vosotros como con sus maniquíes!

Abriendo en seguida la comunicación que daba a la cámara de don Enrique, asió de una lámpara y bajó silenciosa, pero precipitadamente, la escalera retorcida. Daba la luz en parte sólo de su rostro, merced a su mano derecha, que interpuesta le defendía los ojos del resplandor. Sonaban sus sandalias de escalón en escalón, y su larga ropa crujía barriendo el pavimento. Parecía el genio del mal de aquel oscuro alcázar, que recorría sus más recónditos rincones, buscando víctimas nuevas que sacrificar el día siguiente a su insaciable furor.

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ArribaAbajoCapítulo XXII


    Cuando la noche cerró,
Ambos se fueron armare,
Cabalgaron a caballo,
Salieron de la ciudade,
Armados de todas arma
A guisa de peleare.


Rom. del marqués de Mantua.                


Con feroz expresión de alegría llegó Abenzarsal a noticiar al conde de Cangas y Tineo el funesto resultado de su bien combinada intriga; gran parte había tenido en ella la casualidad; pero ni creyó oportuno declarárselo así al conde ni acaso lo creería él mismo. Regocijóse mucho don Enrique de Villena al principio de su narración, pero fue oscureciendo su rostro una nube de descontento cuando, llegando al desenlace de la escena referida en nuestro anterior capítulo, calculó que a la hora en que él estaba escuchando tranquilamente de boca del empedernido viejo la horrible maquinación, ésta podría estar costándole la vida a uno de los dos combatientes, pues no era difícil inferir que a pelear y no a otra cosa habían salido en aquella forma y a aquellas horas del alcázar el amoscado hidalgo y el impetuoso caballero. Parecióle de veras mal que pasase la burla tan adelante. Cuando había admitido para este asunto los auxilios del astrólogo judiciario o se había lisonjeado de que éste conseguiría colocar las cosas en cierto punto del cual no pasasen, y que bastase, sin embargo, para poner fuera de combate a sus enemigos; o lo que es más probable, no se había tomado el trabajo de reflexionar suficientemente que las pasiones no se manejan con la mano, y que el tino ha de estar en ver cómo se ha de soltar el león de la jaula, porque una vez suelto, ni hay retroceder ni hay calcular dónde y cómo habrá de parar el estrago. Como todos los hombres débiles y faltos de energía, había procurado ahogar en un principio los latidos de su conciencia, si se nos permite esta atrevida metáfora. En balde trató el viejo redomado de tranquilizar su espíritu y embotar sus remordimientos presentándole el caso menos arriesgado de lo que era y debía ser realmente; en balde le citó mil ejemplos de desafíos empezados y no concluidos, y enumeró infinidad de ellos terminados al llegar al campo por miedo de uno o de los dos adversarios, o por cualquiera extraña casualidad sobrevenida; o llevados a cabo, en fin, a costa sólo de algunas heridas de poca importancia y gravedad. Para haber cedido a la insinuante persuasión del físico era preciso no haber conocido el pundonoroso espíritu del hidalgo, y haber ignorado completamente la fibra irritable y la arrojada decisión del doncel. Luchaba el conde con mortales angustias entre el deseo de ver perdido al doncel y el temor de que quedase envuelto en su ruina su fiel escudero, cuyos leales servicios y cuya probidad, sólo cariño y respeto le podían merecer. Si hubiera sido posible que por una causa ajena enteramente de él hubiera desaparecido Macías y callado para siempre la importuna honradez del hidalgo, hubiérase alegrado tal vez, pero la idea de que iba a recaer sobre su cabeza la sangre de un semejante suyo, no era bastante malvado para arrostrarla. ¡Estado infeliz del hombre que ni puede llamarse bueno ni malo completamente, en cuyo corazón domina todavía el conocimiento de lo primero, sin el suficiente vigor para desechar lo segundo! El tiempo, entretanto, corría, y era forzoso decidirse presto.

-Abenzarsal -dijo por fin Villena con la violencia que se hace el enfermo para pasar de un trago la amarga medicina a que ha de deber mal su grado su salud-, Abenzarsal, me habéis perdido. Nada habéis hecho por mí si muere alguno. Corramos a evitar una catástrofe. ¡Ay de nosotros si llegamos tarde! No os mandé yo tanto.

-¿Qué dices, señor? -repuso asombrado el astrólogo, que contaba todavía con la indecisión del conde y con su propia elocuencia para acabarle de determinar-. ¿Pretender lograr tus planes con semejante cobardía? ¿Nada quieres sacrificar? Nada, pues, lograrás. El entendido maestro corta un brazo para salvar los demás miembros. Los términos medios nada remedian. Dejémosles correr su suerte. Si su constelación, por otra parte, es morir, ¿qué poder tendremos para contrastar los astros?

-¡Los astros!, ¡los astros! Acostumbrado a ese pérfido lenguaje, queréis deslumbraros a vos mismo. Si uno de ellos está pereciendo en este instante, ¿qué astro sino vuestra intriga les habrá perdido?

-Eso querrá decir, don Enrique, que su constelación era que les perdiese mi intriga.

-Basta, Abenzarsal -gritó Villena mirando al reloj-. Cada grano de menuda arena que veis caer en la parte inferior de esa vasija es una gota de sangre tal vez, y no encierran tantas gotas las venas de ningún hombre como granos contiene ese arenero. Abenzarsal, yo quiero que su constelación no ordene su muerte; venid conmigo...

-¿Adónde? ¿Quién es capaz de adivinar dónde han dirigido sus pasos en medio de las tinieblas de la noche, dos locos, que...

-Locos, sí, locos; pero hombres, en fin, que cuerdos o locos no tienen más que una vida, y ésa la perderán si les dejamos.

-¿Y bien? ¿Serán los primeros que hayan muerto víctimas de su necedad? ¿Soy yo, por ventura, quien les ha persuadido de que vale tanto una hermosura pasajera como la vida del hombre? Si no han aprendido a conocer a la mujer, ¿será nuestra la culpa de su muerte? ¡Insensatos! Los que consienten en morir por un ser pérfido no merecen que dé nadie dos pasos para salvarles la vida. ¿Serán por ventura más felices cuando la conserven para vivir esclavos y fascinados por el loco capricho de un sexo envenenador, para creer gozar en una falsa sonrisa, para llorar lágrimas de sangre ante un injusto desdén? Su muerte será acaso su felicidad.

-¡Sofisma, Abenzarsal, bárbaro sofisma!

-Es decir, pues -replicó el viejo, batido en sus últimos atrincheramientos-, es decir...

-Es decir, viejo insaciable, que no consiento réplicas. ¿Cuánto oro necesitas para ceder? ¿En cuánto aprecias la vida de dos hombres?

-Si por eso lo decís, en nada. De balde les salvaré.

-Tomad, sin embargo -repuso Villena arrojándole otro bolsón parecido al que poco antes le había dado-, tomad y acallad con oro vuestra conciencia, si es que os remuerde de obrar bien alguna vez. Vamos de aquí, ¡Quiera el cielo oír mis votos! Aseguraremos sus vidas, y no nos faltarán medios después para deshacernos de ellos de un modo menos culpable.

Al decir esto asió del brazo al astrólogo, que obedeció de mala gana a la violencia que se le hacía.

-¡He aquí el hombre! -salió diciendo entre dientes detrás de Villena, que a pasos precipitados se lanzó fuera del aposento-. Inventa recursos, Abenzarsal -añadió hablando consigo mismo-, imagina arbitrios para engrandecer a un ser débil y de carácter indeciso, y él mismo derribará la obra que hayas edificado. ¡Remordimientos, remordimientos dos hombres! Sin embargo, si mueren por una hermosa, la hermosa al saber su muerte, la colgará como trofeo en el altar de sus conquistas, y volverá los ojos a emponzoñar tranquilamente con sus nuevas sonrisas y desdenes la existencia de un tercero. ¡Y nosotros, entretanto, con remordimientos!

Mientras esto pasaba en la cámara de don Enrique de Villena, caminaban hacia el soto de Manzanares con el mayor silencio nuestros dos competidores. El hidalgo, al salir por la puerta del cubo de la Almudena, se había vuelto a Macías, que le seguía con la indiferencia y serenidad de un hombre que nada espera y que está por consiguiente dispuesto a todo, y le había dicho:

-Caballero, mientras más apartados de la población, reñiremos con más libertad.

Al decir estas palabras, que fueron sin duda oídas, aunque no contestadas, hizo un ademán con la mano dando a entender que debían seguir algún trecho más adelante, camino de la casa de El Pardo, que a la sazón edificaba don Enrique el Doliente en medio del famoso soto. Macías manifestó su asentimiento a tal proposición, siguiéndole a pocos pasos. Así anduvieron largo trecho, conservando siempre entre sí igual distancia y el mismo silencio; parecían en medio de la oscuridad dos troncos cortados a igual altura, que movidos de impulso extraordinario, se trasladaban a otro punto, por entre sus muchos lozanos compañeros, que desafiaban a las nubes con sus altas copas, por cuyas ramas pasaba, agitándolas y susurrando tristemente, el viento de las vecinas sierras. Por fin, llegaron a una especie de plazoleta formada por los leñadores, que habían hecho su carga en aquel paraje derribando algunos arbustos y matorrales. Paróse al entrar en ella el hidalgo, miró en derredor, y dando con el pie en el suelo y desembozando su corto capotillo:

-Aquí -dijo con voz alterada por la cólera-, aquí.

Imitó el doncel su acción, y desenvainando su espada sosegadamente, esperó a que le acometiera su contrario con resuelto continente. Desenvainó la suya también el escudero, pero antes de proceder al combate cruel que les esperaba:

-No creo inútil -dijo al doncel- que fijemos los pactos de nuestro duelo. En primer lugar deseo preguntaros si tenéis noticia de una música que se dio no hace muchas noches al pie de la ventana de mi señora la condesa de Cangas y Tineo.

-Sí -contestó Macías secamente-. Defendeos.

-Esperad. ¿Y sabéis quién era el músico?

-No me creo obligado a contestaros -repuso Macías en el mismo tono, volviendo a hacer ademán de dar principio al combate.

-¿Y queréis decirme quién era la dama enlutada que acusó esta mañana en pública corte a mi señor el conde?

-Los mismos datos tenéis para conocerla que yo.

-¿Qué motivos tuvisteis para abrazar su defensa?

-Los que creí justos.

-¿Cómo os he encontrado solo con ella en el laboratorio del judío? ¿Sabéis que soy su esposo?

-He dicho una vez por todas que no me creo obligado a responderos. No acostumbro a sufrir interrogatorios.

-No me podréis negar que una entrevista de esa especie supone relaciones que mi honor...

-Vuestro honor está ileso. Vuestra esposa, inocente.

-Probádmelo.

-Con la punta de mi espada, al momento.

-¿No tenéis, pues, otras pruebas?

-Para hablar, hidalgo, no necesitábamos habernos apartado tanto de Madrid.

-Decís bien -repuso el hidalgo, en quien la ira crecía más y más en el corazón con cada respuesta del arrogante mancebo-: vengamos, pues, a los pactos de nuestro duelo. El que venza...

-El que venza -dijo Macías irritado ya por la tardanza -enterrará al otro, o lo dejará, si le parece mejor, para pasto de los cuervos de Castilla.

-Si le venciese, empero, sin matarle, podrá imponerle...

-Os prevengo, hidalgo, que no me venceréis sino matándome. Por lo demás, recordad que no estáis armado caballero, y cuando me sujeto a reñir con vos, no puede haber pacto por consiguiente entre nosotros.

-No estoy armado, pero soy hidalgo. Por no haberla recibido no desconozco la orden de caballería...

-Probadlo, pues.

Bien vio el hidalgo que en balde intentaría obtener de su adversario más amplias explicaciones. Meditó un momento buscando en su imaginación algún medio que pudiera hacerle conocer si era realmente tan culpada su esposa como él lo había imaginado o si habría procedido de ligero; pero no hallando ninguno, y temiendo, por fin, que sus dilaciones diesen motivo al doncel para dudar de su valor, púsose en actitud de acometer sin proferir más palabras, y dentro de pocos instantes sonaban ya las espadas cruzándose con desapacible y temeroso ruido. La oscuridad no permitía una defensa tan hábil como la exigía la seguridad de cada uno; pero en cambio podemos decir que realmente entrambos a dos tiraban más bien a ofender al contrario que a resguardar su propia vida del contrapuesto acero. Por otra parte, los dos manejaban las armas y las conocían perfectamente. Imposible nos fuera enumerar y describir los golpes que se tiraron y las heridas que recibieron: nada dicen de esto las leyendas. Lo único que podemos asegurar, como si lo hubiéramos visto, es que a poco rato de encarnizada refriega, se hallaba ya tinto el suelo en más de un paraje con la roja sangre de los combatientes. Ni una palabra se oía; ni una exclamación involuntaria que exhalara alguno al sentirse herido o al conocer que su estocada había dado en el cuerpo del contrario; y el aullido de algún lobo, que al ruido del hierro huía precipitadamente todo espantado del sitio del combate, era el único rumor que en gran trecho a la redonda se percibía.

De allí a poco, parándose de pronto el doncel y clavando en tierra la punta de su espada:

-Hidalgo -dijo en voz baja-, teneos; ¿no habéis oído algo?

-Nada -respondió el hidalgo, cesando de pronto en el acometer.

-Imaginé haber oído pies de caballos en el camino inmediato, y aun si mi oído no me engaña, pasos de alguno persona entre esos espesos matorrales.

-Alguna fiera que busca su guarida. ¿Estáis cansado?

-De vivir y de que me resistáis. Espero que no podré temer una emboscada ni...

-¿Qué decís? ¿No hemos salido juntos?

-Perdonad.

-¿Estáis herido?

-No -contestó Macías con voz que reprimía el dolor, tal vez, de los golpes recibidos-. No es vuestra la herida que me duele.

-Ahora creo yo oír gente -dijo a su vez Fernán-; sintiera que nos interrumpiesen.

-¿Interrumpir, hidalgo? ¡Ea!, acabemos de una vez. A buen tiempo llegan; enterrarán al vencido.

-Acabemos -respondió Fernán.

Y volvieron con nuevo furor al interrumpido combate, no ya como hasta entonces batiéndose según las reglas de la caballería, y atacando y respondiendo. Alzadas a un tiempo mismo las espadas, descargábanlas simultáneamente, sin cuidar más de la defensa que si tuvieran dos vidas. Iban a acabarse muy presto uno a otro, pues que si bien Macías llevaba indudablemente ventaja en el manejo de las armas, la oscuridad y su rabia no le permitían usar de ella, y el hidalgo reñía con celos. La casualidad, empero, quiso que Hernán Pérez, al arrojarse sobre su adversario, pusiese el pie en un paraje del suelo humedecido con la sangre que ambos habían perdido, y por tanto resbaladizo; no bien le había sentado, cuando el mismo impulso que su cuerpo llevaba le hizo venir a tierra a los pies del enfurecido doncel. Vencedor ya éste, dirigió la punta de su espada al rostro del caído.

-¡Sois muerto! -le gritó; pero al mismo tiempo una mano, más fuerte que las manos unidas de diez hombres, asiendo del brazo del vencedor, no sólo le detuvo en su mortífero intento, sino que levantándole en el aire, le apartó largo trecho del sitio de la pendencia, con la misma facilidad que lleva el viento un ligero copo de nieve de una parte a otra. No volvía el doncel de su aturdimiento, ni acababa de entender el caído hidalgo cómo le duraba la vida todavía.

Oyóse al mismo tiempo gran ruido de caballos que se abrían paso por entre la espesura de la selva.

-¡Aquí están -decían unos a otros-, aquí!

Llegándose en seguida dos de los jinetes, que para alumbrarse traían teas en la mano, al que en el suelo yacía, y no debía de estar muy bien parado según lo indicaba su extrema palidez; probó a levantarse al sentir sobre sí aquella máquina de gentes extrañas, pero inútilmente; el terrible golpe que acababa de llevar, cayendo cuan largo era, había abierto más sus heridas, y así permaneció en tierra, esperando en silencio el desenlace de aquella extraordinaria interrupción. Macías, en tanto, buscaba con los ojos, por todo lo que alcanzaba a ver a la luz de las teas, al atrevido que había osado apartarle de aquel modo, tan incivil como peregrino, de su ya conseguida victoria; pero en cuanto los de las teas hubieron reconocido al hidalgo y -a su contrario, matando las luces de repente:

-El caído es Fernán Pérez -dijo el que parecía principal de ellos-; el otro el doncel.

Y no bien hubo acabado estas palabras, cuando precipitáronse tres jinetes sobre el doncel, que se dirigía ya hacia ellos con el objeto de reconocer qué gente fuese, desenvainaron las espadas y comenzaron a acometerle todos a una con la ventaja de los caballos y con la de gente no cansada ya como él de pelear. Amparó Macías en tan inminente peligro sus espaldas del tronco de un árbol, y defendíase como un león acosado a la puerta de su caverna por una manada de hambrientos lobos.

-Date -le gritó uno de los tres-; no queremos tu vida, sino tu persona.

-Jamás, cobardes -les gritó Macías defendiéndose con bizarría, y a los primeros golpes acertó a dejar a uno desmontado, hiriéndole peligrosamente el caballo. Los compañeros, que vieron tan indeciso el combate, acudieron en número de otros tres al auxilio; y era evidente que Macías no hubiera podido resistir mucho tiempo a lucha tan desigual.

-Date -repitió el mismo que había hablado al ver llegar el socorro-, date o eres...

No pudo acabar la frase, porque dio consigo en tierra desde el caballo, con no poca admiración del doncel, que entretenido con otro, no había podido ofender al que hablaba. Igual suerte tuvo de allí a un momento el que más acosaba a Macías.

-¡Mueren por sí solos mis enemigos! -exclamó Macías-. Villanos -prosiguió cobrando ánimo con la invisible protección que el cielo le daba-, rendíos, y decid quién sois, y qué intento os ha traído. Si sois salteadores...

-¡Muera! -dijo uno de los tres que le quedaban acometiendo-. ¡Muera! Yo daré cuenta de su muerte. Él ha muerto a tres de los nuestros. Abalanzóse sobre él Macías, pero antes que su espada hubiese llegado a tocarle-: ¡Cielos!, ¡soy muerto! -y cayó cuan largo era.

Al oír esta exclamación tan inesperada, llenos de terror sus compañeros, dieron a correr gritando:

-¡Es hechicero! ¡Es hechicero! ¡El diablo le defiende!

Arrojóse tras ellos Macías, pero conoció que sería vano intento querer alcanzarlos; detúvole en aquel punto la misma mano que parecía haberle salvado aquel día de tantos peligros.

-¿Quién eres? -iba a decir Macías a su invisible protector, cuando una voz ronca que parecía hablar sola en medio de las tinieblas, dijo con reposado continente:

-¡Voto va! dejad ese venado, que ni sirven esas piezas para yantar, ni menos para vestir. El montero de ley no ha de cazar nunca raposas, cuando puede cazar venado más noble.

-¡Cielos! -exclamó Macías-; ¿eres tú, Hernando? ¿Es a ti a quien debo esta noche la existencia acaso?...

-¡Por Santiago! Yo creí que ya sabía mi amo el doncel Macías que donde está la fiera allí está Hernando.

-¡Hernando! -exclamó Macías arrojándose en sus brazos.

-Vaya, dejemos eso. Si esta noche me debéis la vida, yo os la estoy debiendo todo el año, pues me mantenéis. ¡Voto va!, ¿y qué pieza era ésa que estaba ahí tendida?

-Hernando, me recuerdas mi deber; busquemos a ese desgraciado. Está vencido y debemos dar treguas al rencor.

Pusiéronse a buscar en seguida al hidalgo, pero inútilmente.

-¡Esta es buena! -dijo Hernando- Los pícaros lo han llevado. ¡Bella presa! ¿No dije yo, señor, que no podía salir nada bueno de ese astrólogo? A mí líbreme Dios de hombre que no caza. En su vida ha cogido un venablo.

-¡Ea! Hernando, esas reflexiones son para otro lugar; puesto que el hidalgo no parece y que nosotros cumplimos ya con nuestro deber, partamos. Necesito curar mis heridas...

-¿También eso? Vamos, señor; ¡vive Dios! Hernando quiere que lo manteen a él si vuelve a suceder, mientras estemos en esta maldita corte, que se separe un punto de su amo y señor.

Concluida esta imprecación, hicieron otro rebusco por si a una parte u otra podrían encontrar vivo o muerto al escudero. Y yendo apoyado Macías en su fiel montero, por el dolor que empezaban a causarle las heridas, tomaron en seguida el camino de Madrid, por el cual ningún vestigio habían dejado los de los caballos, si es que por él habían pasado.




ArribaAbajoCapítulo XXIII


    ¿Qué mal tenéis, caballero?
¿Queredes me lo contare?
¿Tenéis feridas de muerte?
¿O tenéis otro algún male?
-Hame ferido Carloto,
Su fijo del emperante,
Porque él requirió de amores
A mi esposa con maldade;
Porque no le dio su amor,
Él en mí se fue a vengare.
Pensando que por mi muerte
Con ella había de casare.


Rom. del marqués de Mantua y Valdovinos.                


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Cuando Elvira fue sacada de la mano por el astrólogo de su cámara, a la inesperada entrada de Fernán Pérez de Vadillo, apenas tuvo tiempo aquél de indicarla que habiendo informado ya a Su Alteza de sus circunstancias, la daba éste licencia para restituirse a su habitación tranquilamente hasta el día en que, realizándose el combate, hubiese de concurrir a sostener en el juicio de Dios su acusación, por medio de sus pruebas o del esfuerzo del caballero que había escogido por campeón. Pero por una parte, ella esperaba ya este resultado, y por otra el sobresalto en aquel primer momento no podía dar lugar a la reflexión; así que, huir debió ser su primer cuidado. En realidad, ninguna de las acciones de Elvira era culpable; por un exceso de amistad poco común, y animada del espíritu caballeresco y reparador de agravios que se dejaba sentir tan generalmente en aquella época, se había lanzado a un acto de generosidad que nadie podía reprocharle con razón fundada. Conociendo que no podía vengar a la condesa, o descubrir su suerte y paradero, sin ofender al conde, de quien al fin era escudero su esposo, un principio de delicadeza le había inspirado la idea de ocultarse, a lo cual se había añadido otra importante consideración: no conocía en la corte de don Enrique caballero tan valiente ni generoso como Macías a quien dirigirse para que amparase su debilidad contra el enemigo que iba a granjearse; pero era demasiado perspicaz para no conocer cuán falsa era la posición en que estaban uno respecto de otro, y demasiado virtuosa para no tratar de huir de toda ocasión en que pudiese aventurar aquél verbalmente una declaración que ya tantas veces le habían hecho sus ojos con elocuente silencio. En este asunto no había, pues, en sus acciones otro delito ostensible contra su esposo, sino aquella especie de reserva que con él había guardado; reserva tanto más disculpable, cuanto que a no haber sido por la intriga del astrólogo, enteramente independiente de Elvira, y que no podía por consiguiente haber entrado en sus planes, le hubiera salido a medida de su deseo, puesto que sólo se hubiera sabido que era ella la acusadora, del modo que sabemos haber estado en un baile de máscaras una persona a quien creemos haber conocido, pero que no se descubrió nunca en él y que niega constantemente su asistencia; lo cual no es saber las cosas, sino dudarlas. El que su esposo la hubiese encontrado sola con el doncel en el laboratorio del químico, ella sabía, y el lector sabe perfectamente, que no podía ser argumento contra ella. Pero el lector sabía acaso una cosa que Elvira no sabía por lo visto, o que no había reflexionado bastante, y es que no hay posición más falsa que aquélla en que se pone una persona al guardar secretos para otra que tiene derecho a exigir una total franqueza. El misterio hace aparecer culpables las cosas más inocentes, y por otra parte es fuerza confesar que si las acciones de Elvira no eran culpables, acaso no podía ella decir otro tanto de sus pensamientos, por más que procurase sofocarlos de continuo; y cuando nosotros mismos nos reconocemos culpados, de nada sirve para nuestra tranquilidad que nos tenga el mundo por inocentes. Si sólo hubiera abrigado Elvira indiferencia con respecto a Macías, no se hubiera creído perdida al ver entrar a Vadillo; de lo cual es forzoso inferir: primero, que Elvira huyó de sí misma, creyendo huir de su esposo; y segundo, que para ser malo es preciso serlo del todo; una mujer menos virtuosa que Elvira, en todo este desgraciado asunto no hubiera comprometido ella misma su seguridad, porque hubiera calculado más y dominado mejor sus emociones.

Su primer pensamiento fue huir sin saber adónde; pero a poca distancia del aposento de Abenzarsal ofreciéronse a su imaginación las reflexiones todas que hubieran debido ocurrírsele un momento antes: era inocente; declararía a su esposo francamente su posición, y esta franqueza la granjearía más y más su aprecio. ¿Y adónde podría dirigir sus pasos sino a su habitación? Cualquiera otro partido hubiera sido indisculpable. Llena de la idea de que en último resultado nada podía echársele en cara, pues que había sabido resistir a las seductoras palabras del doncel y nada había en su conducta verdaderamente reprensible, dirigióse a su departamento, no sin luchar algún tanto, y aunque a su pesar desventajosamente, con el recuerdo perseguidor del diálogo que acababa de tener con un hombre más peligroso de lo que ella pensaba para su tranquilidad. Habíanla seguido sus dueñas, inquietas al notar su zozobra e indecisión.

Quitáronla el manto en cuanto llegó y el antifaz, y pudo entregarse ya más libremente a reflexionar sobre su verdadera posición.

La primera idea que entonces le ocurrió fue el riesgo de un próximo rompimiento en que había dejado a Macías y a su esposo. Segura, empero, e ignorante, al mismo tiempo, de las sospechas y recelos que le atormentaban de algún tiempo a aquella parte, no creyó que lo ocurrido pudiese ser motivo suficiente para comprometer su existencia; a lo cual se agrega la reflexión de que a aquellas horas y en aquel sitio tan inmediato a la cámara de Su Alteza, no era posible que se enredasen de palabras hasta el punto de realizar sus temores; y para el otro día se prometía haber desvanecido ya todo género de duda en el corazón de Vadillo con respecto a su conducta, porque en esta materia las mujeres suelen contar siempre demasiado con los recursos que concedió el cielo a su sexo, naturalmente fascinador y artificioso. Más serena con estas reflexiones, esperó la llegada de su esposo con toda tranquilidad que en su posición cabía, si bien sin hacer caso de las continuas interrupciones con que el pajecillo cortaba de cuando en cuando el hilo de su meditación. Viendo éste, por fin, que eran inútiles cuantos recursos empleaba para distraer a la melancólica Elvira, y que tampoco estaba ésta por entonces de humor de descargar en su pecho el peso de sus secretos, decidióse a guardar silencio, esperando otra ocasión más propicia de averiguar las penas que debían de afligir a su hermosa prima. Retiróse con mal humor a un rincón de la pieza por ver si le llamaba al cabo de un rato de desvío; pero no habiendo surtido tampoco efecto alguno este inocente arbitrio, quedóse al cabo de un rato profundamente dormido, con aquel sueño que tan fácilmente se toma como se deja en aquella feliz edad de la vida que nuestro paje alcanzaba. Mucho tardó en llegar el momento tan deseado y temido, al mismo tiempo, de Elvira; pero cuando, por fin, después de horas enteras de ansiosa expectativa, vio a su esposo, ¡cuán distinto le vio de lo que esperaba!

Abrióse la puerta de la cámara, y lo primero que se ofreció a la vista de Elvira fue Fernán, llevado en brazos de dos siervos del conde de Cangas y Tineo. Apenas creía a sus ojos; pero cuando no pudo rechazar por más tiempo la horrible realidad, arrojóse hacia él exhalando un i ay! que salía de lo más hondo de su corazón y que hizo abrir al herido los ojos lánguidamente, si bien volvieron a cerrarse casi en el mismo instante.

-¡Vive, vive! -exclamó la desdichada esposa reparando su movimiento, y llegando sus labios a los suyos para reanimar su amortiguada vida. Dirigió en seguida a los que le traían mil preguntas, que se sucedían tan rápidamente unas a otras, que apenas dejaban entre sí espacio para las respuestas.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó medio informada ya de lo ocurrido-. ¡Fernán Pérez! ¡Querido esposo! -estrechábale en sus brazos, regaba el pálido rostro de Vadillo con sus ardientes lágrimas, cogía una de las manos del herido entre las suyas, acercaba éstas otra vez a su corazón por ver si palpitaba todavía... En una palabra, en aquel momento Macías entero había desaparecido de su imaginación; su esposo, herido, bañado en su sangre, moribundo, acaso por su imprudencia, la ocupaba toda. Toda lucha había desaparecido, y el más débil, el más necesitado, triunfaba entonces en su corazón de mujer.

Dejémosla entregada a su acerbo dolor y al tierno cuidado del doliente hidalgo; otros personajes de nuestra historia reclamaban por ahora nuestra atención. Con respecto al caballero, no había salido tan mal parado de la refriega, pero no dejaban de reclamar sus heridas algún cuidado. Apoyado en el brazo de su tosco montero, llegó a las puertas de Madrid y del alcázar poco después que su adversario. Introducido en su cuarto, salió Hernando inmediatamente a buscar un maestro en el arte de curar, como se llamaba entonces generalmente a esos seres de suyo carniceros que llamamos en el día cirujanos, el cual maestro declaró que ninguna de sus heridas era mortal, con tanta seguridad y un tono tan decisivo, como si él efectivamente lo supiera. Aplicóle las yerbas que más convenientes le hubieron de parecer, y por esta vez hubiera sido notoria injusticia dudar un solo momento de su ciencia. Corrióse por la Corte al punto que el doncel favorito de Su Alteza, a quien nadie conocía en lo distraído de su vuelta de Calatrava, había tenido un duelo singular en el soto de Manzanares, de cuyas resultas debía guardar el lecho por algunos días. Y en atención a que el escudero de don Enrique de Villena había necesitado también los auxilios del arte, y se hallaba igualmente en cama, no se dudó un momento que hubiese sido entre los dos el ruidoso duelo. Ahora bien: sabido esto, no era difícil que la pública maledicencia añadiese alguna particularidad notable a las circunstancias de la desavenencia y que tratase de hallar el verdadero motivo de ella. Algunos de los enemigos del conde de Cangas no necesitaron más que asegurar que éste, cuya natural prudencia era pública, tratando de evitar la necesidad, siempre desagradable, de responder a la acusación intentada contra él, y sostenida por el doncel, había determinado a su escudero a acometer a aquél, acompañado de otros varios, una tarde que había salido a halconear por el soto de Manzanares; relación a que daba bastante verosimilitud la circunstancia de haber vuelto Fernán en brazos de algunos siervos del de Villena. Otros, sin embargo, de los amigos de Macías que habían notado su singular aislamiento, su profunda tristeza y que habían creído interceptar en varias ocasiones algunas miradas de rencor dirigidas por el doncel a Vadillo, y que recordaban con este motivo una serenata dada cierta noche a los pies de la habitación de la condesa, no se sabía por quién, tuvieron lo bastante para decir que el doncel había puesto los ojos en cierta dama, cosa que no le había parecido bien, según ellos, al hidalgo, que aunque no era caballero, era marido, y según malas lenguas un si es no es celoso. A esta versión daba algún peso tal cual sonrisa maligna que el judío Abenzarsal había dejado escapar en algunos corrillos de la corte, donde se había referido el duelo singular. El propalar estas especies no era, en verdad, servir amistosamente la pasión de Macías ni hacer gran favor a la buena opinión y fama de Elvira; pero hay autores que aseguran que la amistad no excluye la envidia, de donde infieren que las conversaciones de los amigos no son siempre las más favorables. Nosotros, que estamos lejos de participar en esta opinión arriesgada, creemos más bien que algún amigo de Macías sospechó aquella explicación como la más satisfactoria y natural sobre el lance ocurrido; éste, en confianza, comunicaría su idea a algún otro amigo, quien la trasladaría a otro bajo la misma fe del secreto, de cuyo modo fue corriendo la noticia; y como nosotros somos defensores acérrimos de los amigos, en los cuales creemos como en nuestra salvación, nos atrevemos a asegurar que al repetirse sus conjeturas de boca en boca, siempre irían acompañadas de aquellas expresiones cariñosas tales como: «¡Pobre Macías! ¿Sabéis que el desafío fue por Elvira? ¿Qué decís? Sí, no lo digáis; pero es indudable, está perdido de amores por ella, y es lástima, ciertamente», y otras semejantes que descubren a cien leguas la más pura amistad hacia el objeto de tales conversaciones.

Lo cierto es que esas voces corrieron, y como fieles historiadores, nos creemos obligados a asegurar, porque lo sabemos de buena tinta, que ni Macías ni el hidalgo pudieron dar lugar a ellas. Aquél estaba harto interesado en guardar el más riguroso silencio sobre punto tan delicado, y a éste no podía convenirle en manera alguna poner en claro la causa verdadera del desafío, pues tan de cerca tocaba al honor de su esposa. El mismo Enrique III tentó más de una vez el vado con Macías, usando de las expresiones más afectuosas; pero nunca pudo recabar nada de él, y otro tanto sucedió con el hidalgo, a quien quiso arrancar el conde de Cangas y Tineo la confesión de aquello mismo que él sabía ya demasiado bien por el astrólogo judiciario.

Por lo que hace a éste y al ilustre colaborador de su funesta intriga, ya habrá conocido el lector que, después de los escrúpulos que habían atormentado, como arriba dejamos dicho, al indeciso conde, habían salido ambos con varios criados en busca de los desafiados, con el intento de salvar al escudero del peligro que le amenazaba peleando con tan acreditado caballero como era Macías, y de hacer desaparecer a éste de la Corte, apoderándose de su persona, como en aquellos tiempos solían practicarlo los poderosos con los débiles, y encerrándole después en alguno de los castillos del conde, desde donde no hubiera podido volver a oponer obstáculos en su vida a los planes del nigromántico, como le llamaba el vulgo justa o injustamente.

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Si este proyecto se había malogrado, no había sido en verdad por culpa del intrigante maestre, ni de su servicial consejero, sino merced al valor de Macías y a la desconfianza, penetración y fuerza sobrenatural del montero Hernando, quien, luego que había visto salir en aquella forma a su señor y al escudero, no había dudado un solo momento en seguir sus pasos a lo lejos y en espiar todas sus acciones, como el lector ha visto en nuestro capítulo anterior. Apenas había podido distinguir en medio de la oscuridad cuál de los dos combatientes era su señor, pero luego que notó que uno de ellos había caído, creyó que en todo caso lo más seguro era separarlos, y sólo al asir del que era realmente su amo, le había conocido. No sabemos si era su intención favorecer, como favoreció, a su enemigo, pero lo que no se puede dudar es que sin su destreza en herir a los servidores del conde con los venablos arrojadizos de que se había provisto antes de salir del alcázar, acaso se hubiera terminado nuestra historia mucho antes de lo que nosotros mismos deseamos, y de lo que quisiéramos que desearan también nuestros lectores.




ArribaAbajoCapítulo XXIV


Todo le parece poco
Respecto de aquel agravio;
Al cielo pide justicia,
A la tierra pide campo,
Al viejo padre licencia,
Y a la honra esfuerzo y brazo.


Rom. del Cid.                


Después del mal éxito que había tenido la tentativa de don Enrique de Villena y del judío Abenzarsal para quitar de en medio el estorbo de Macías, apenas quedaba a éstos otro recurso que esperar el sesgo que quisiesen tomar las cosas.

En realidad sólo podían temer ya de él fundadamente el juicio de Dios, que acerca de la acusación quedaba pendiente, porque las medidas que habían tomado para asegurar el maestrazgo habían sido tales y tan buenas, que aunque quedaban declarados por la parcialidad de don Luis de Guzmán gran número de castillos y lugares de la Orden, podía contar el maestre, sin embargo, con la mayor parte. Estaban por él Alhama, Arjonilla, Favera, Maella, Macalón, Valdetorno, la Frejueda, Valderobas, Calenda y otras villas del maestrazgo, con más infinitos castillos, en los cuales había puesto ya alcaides a su devoción. Con respecto a Calatrava, donde estaba el primer convento de la Orden y el clavero, hechura todavía del maestre anterior, no se habían apresurado a prestarle el homenaje debido, sino que habían respondido, tanto a él como a Su Alteza, que convocarían el capítulo para elegir y nombrar, según los estatutos de la Orden, al maestre. Lisonjeábase el clavero en su respuesta de que la elección de Su Alteza hubiese recaído en un príncipe tan ilustre y de sangre real, y se prometía que los votos todos unánimes de los comendadores y caballeros serían conformes con los deseos del rey don Enrique; pero esto era, en realidad, resistirse a la arbitrariedad y ganar tiempo con buenas palabras. El artificioso conde no había creído oportuno, sin embargo, intrigar para que se acelerase la reunión del capítulo, porque se prometía acabar de ganar las voluntades de sus enemigos en el ínterin, y sólo Luis de Guzmán era el que no perdonaba medio de llevar a cabo cuanto antes sus intenciones. Presentóse, en consecuencia, a Su Alteza con una humilde demanda, firmada por él y sus parciales; en ella alegaba el derecho de la Orden de elegirse su maestre, y no dejaba de apuntar el que creía tener a la dignidad de que estaba ya casi en posesión el de Villena. No fue tan bien recibida esta moción de Su Alteza como se esperaba; pero el rey Doliente era demasiado justiciero para atropellar abiertamente los fueros de una Orden tan respetable; convencido, además, de que el cielo había designado para maestre a su ilustre pariente, curábase poco de creer en la posibilidad de otra elección, y así, fue su decisión que el capítulo se reuniría en cuanto él recibiese las noticias que esperaba de Otordesillas, que eran en realidad las que más por entonces le ocupaban, pues deseaba ardientemente que su esposa doña Catalina diese a luz un príncipe digno de suceder en su corona, si bien estaba jurada ya princesa heredera por las Cortes del reino la infanta doña María, su primogénita. Más de un astrólogo de los que en aquellos tiempos de credulidad y superstición vivían especulando con la pública ignorancia, le habían lisonjeado con esperanzas conformes con sus deseos. Quedó, pues, pendiente por entonces el litigio del maestrazgo, y cada uno de los contrincantes procuró aprovechar aquel intervalo para engrosar su partido. Don Enrique era, entretanto, el mejor librado, pues disfrutaba a buena cuenta de las prerrogativas y de gran parte de las rentas y dominios del maestrazgo, que la adulación de sus parciales se había adelantado a poner a su disposición.

Quedaba en pie, solamente, la otra merced que en la mañana de la acusación de Elvira había dispensado Su Alteza al adversario de Villena. Pero no tardó mucho Macías en estar en disposición de concurrir de nuevo a la corte, y de acompañar al Rey en sus partidas de cetrería, especie de caza de que gustaba mucho Su Alteza, y en que su doncel sobresalía singularmente; afianzóse más en ella la amistad que el Rey le profesaba; en consecuencia, de allí a poco Su Alteza mismo quiso, como lo había prometido, poner el hábito de Santiago a su doncel; esta ceremonia, con toda la solemnidad que de tal padrino podía esperarse, se verificó en la iglesia de Almudena, con presencia del maestre de la Orden y de todos los comendadores y caballeros santiaguistas que asistían a la sazón a la corte; favor singular que hubiera lisonjeado singularmente el amor propio de Macías si hubiese él podido desechar la funesta idea que le perseguía siempre por todas partes desde que por primera vez había visto a Elvira, y en particular desde que la explicación desgraciada que había tenido en la cámara del judío no había podido dejarle a ella duda alguna acerca de su amorosa pasión. El doncel, desde aquella funesta noche, no había vuelto a ver al objeto de su amor, que viviendo en el mayor retiro, y cuidando sólo de la salud de su convaleciente esposo, evitaba toda ocasión de presentarse en público, fuese porque la tristeza, que cada vez se arraigaba más en su corazón, la hiciese no hallar gusto sino en la soledad, fuese porque se hubiese afirmado en quitar al doncel todo motivo de esperanza; fuese, en fin, por desvanecer en el ánimo de Fernán Pérez de Vadillo todo género de duda acerca de su irreprensible conducta. ¿De qué servía, empero, al doncel no ver personalmente a Elvira, si un solo momento no se separaba su recuerdo de su ardiente imaginación?

Entretanto se restablecía diariamente el hidalgo de sus heridos; el cuidado de su esposa, la flaqueza que aún le quedaba y la ausencia del doncel, si no habían bastado a aplacar su rencor, contribuían no poco a debilitar la fuerza de sus sospechas y a embotar en gran manera sus primeros celos, Pero conforme iba volviendo la serenidad al corazón de su esposo, conforme iba el peligro desapareciendo, volvía a tomar imperio sobre Elvira el recuerdo de su perdido amante. Le hubiera sido, además, imposible olvidarle del todo. En la Corte ningún caballero hacía más papel que Macías; era raro el día que no tenía que oír de sus mismos criados los elogios suyos, que de boca en boca se repetían. Ya había bohordado en la plaza con tal primor, que había dejado atrás a los mejores jugadores de tablas; ya había compuesto una trova o una chanzón tan tierna, tan melancólica, que no había dama que no la supiese de memoria, ni juglar que no la cantase al dulce son de la vihuela de arco, instrumento de quien dice el arcipreste de Hita, autor contemporáneo.


La vihuela de arco fas dulses de balladas,
Adormiendo a veces, muy alto a las vegadas,
Voces dulces, sonoras, claras, et bien pintadas
A las gentes alegra, todas la tiene pagadas.



¿Y cómo resistir, sobre todo, a este mágico poder, si al leer la trova o la chanzón donde los demás no veían más que una brillante poesía, Elvira no podía menos de leer un billete amoroso? Parecía que sus composiciones la estaban mirando continuamente a ella, como los ojos de su autor. Miraba a veces a su esposo, al parecer, Elvira, y su imaginación solía estar muy lejos de él. Una lágrima entonces, dedicada al doncel, solía asomarse a sus ojos. Vadillo, convaleciente aún, la miraba absorto y enternecido: «Elvira, le decía, da tregua a tu aflicción; todo peligro ha huido; me siento mejor ya, y esas lágrimas que por mí derramas sólo pueden contribuir a afligirme.» Volvía en sí Elvira al oír esas palabras; un oculto sentimiento de vergüenza teñía sus mejillas de carmín, y la despedazaba la idea de abusar, sin querer, de la credulidad de su esposo.

En los primeros días había esperado Elvira a que Fernán Pérez la hablase del acontecimiento que le había reducido a aquel término; y lo había esperado con ansia y con temor, pero en balde. El hidalgo, fuese por amor propio, fuese por no tener bastante seguridad para emprender una explicación en que él no podía hacer todavía el papel de acusador, guardó el más riguroso silencio. En vista de esta conducta, parecióle a Elvira que lo mejor que podía hacer era aventurar alguna pregunta; pero igual suerte tuvo su arrojo que su expectativa. No sólo no consiguió ninguna explicación satisfactoria en este punto, sino que habiendo conocido que toda conversación relativa a la noche del duelo, alteraba visiblemente a Vadillo, hubo de renunciar a su importuna curiosidad. Creyendo el hidalgo, también, que su esposa le negaría haber sido ella la enlutada encontrada en el cuarto del astrólogo, y que mientras no tuviese otras pruebas irrecusables sería más bien espantar la caza que asegurarla el hablar del caso, observaba sobre este particular la misma conducta que sobre el duelo, reservándose, sin embargo, dos cosas: primero, el propósito de espiar más escrupulosamente en lo sucesivo todos los pasos de Elvira; segundo, la intención decidida de terminar cuanto antes, con cualquiera ocasión y pretexto que fuese, el suspendido duelo con el hombre primero que había aborrecido en su vida, y que había aborrecido como se aborrece cuando no se aborrece más que a uno.

Constante en estos propósitos, no bien estuvo Hernán Pérez restablecido, dirigióse a la cámara de su señor el conde de Cangas. Su semblante dejaba ver todavía la huella de la enfermedad.

-Hernán Pérez -le dijo don Enrique con afabilidad, ¿os han permitido ya dejar el lecho? Debierais recordar, sin embargo, que vuestra salud es harto importante para vuestro señor, y no exponerla con tan temerario arrojo a una recaída peligrosa.

-Las heridas del cuerpo, gran príncipe, aquéllas que hizo la lanza o la espada -repuso Vadillo con reconcentrada tristeza- sánanse fácilmente; las que recibimos en el honor son las que no se curan sino de una sola manera.

-¿Qué decís? ¿Será que, por fin, os habréis decidido a abrirme francamente vuestro corazón? -contestó don Enrique-. ¿Será que queráis explicarme los motivos de vuestra conducta, de ese duelo singular, cuyos efectos se ven todavía en vuestro rostro, y de esa reconcentrada melancolía que deja diariamente en él huellas aún más indelebles y duraderas?

-Señor -contestó Vadillo-, ya creo haber manifestado a tu grandeza en varias ocasiones que mi mayor pena es no poder confiarte las muchas que agobian a tu escudero.

-Quiero no darme por ofendido -contestó fríamente Villena- de vuestra inconcebible reserva.

-Perdónala, señor -dijo Vadillo, hincándose de rodillas-, y permite que puesto a tus plantas solicite tu escudero de tu grandeza una gracia, que acaso nunca te hubiera propuesto sino en el campo de batalla, si una ofensa, y una ofensa mortal, no le obligara a ello.

-Alzad, Vadillo, y decid la gracia, que yo os juro por Santiago que os será concedida.

-No me levantaré, señor, mientras que no sepa que nadie en lo sucesivo podrá decir impunemente a un hidalgo: «No ha lugar a pacto entre nosotros, pues no eres caballero.» Ármame, señor. Si mis largos servicios te fueron gratos; si pasando de la clase de doncel, en que fui admitido a tu servicio, a la honrosísima que ocupo hoy a tu lado, no dejé nunca de cumplir con esas sagradas obligaciones que los más grandes señores no se desdeñan de ejercer; si desempeñé los deberes de la hospitalidad con tus huéspedes y los de la mesa contigo; si fue siempre la fidelidad mi primera virtud; si has tenido pruebas de mi valor alguna vez, confiéreme, señor, esa orden tan deseada. Y si no bastan mis méritos, básteme esa hidalguía, de que en balde blasono, si puede cualquiera deshonrarme impunemente como a villano pechero.

-Alzad, Vadillo -dijo don Enrique viendo que había acabado su petición el afligido escudero-. Por mucho que me sorprenda vuestra demanda en esta coyuntura -continuó-, por mucho que me dé que recelar, mal pudiera negaros una gracia, a que sois, Vadillo, tan acreedor.

-Guarde el cielo, señor, tu grandeza...

-Remitid, Vadillo, vanos cumplimientos. Os armaré; os lo prometí en pública corte y no ha mucho tiempo, y tomo a repetíroslo ahora. Pero decidme, ¿qué causa en esta ocasión más que en otra?...

-Tu honor y el mío. Has sido calumniado, atrozmente calumniado; porque tú dijiste, señor...

-Calumniado, sí, Vadillo, calumniado. Pongo al cielo por testigo que podéis, fiado en la justicia de mi causa...

-Bástame tu palabra a desvanecer mis dudas todas. Quiero, pues, que mi primer hecho de armas, en que gane mi divisa, sea la defensa de mi señor. Yo alcé en tu nombre el guante que un mancebo temerario arrojó públicamente en testimonio de desafío. Yo responderé de él; si tu causa es justa, la victoria es segura.

-¿Cómo pudiera no aceptar vuestra generosa oferta, Fernán Pérez? Quédame, sin embargo, una duda; duda que, en obsequio vuestro, quisiera desvanecer. Solos estamos; abridme vuestro corazón; decidme, ¿no tenéis alguna otra causa que os mueva?...

-Señor...

-¿Presumís que puede tenerse noticia de vuestro encuentro con Macías en el soto... y del arrojo con que os adelantasteis en la corte a alzar el guante, al punto que visteis ser él el mantenedor de la acusación, sin sospechar al mismo tiempo que causas muy poderosas?... Hablad...

-Acaso las hay. No lo niego.

-Escuchad -añadió Villena en voz casi imperceptible-, ¿sería cierto que tuvisteis celos?

-¿Celos, señor, yo celos? -exclamó Fernán con mal reprimido amor propio-. ¿Quién pudo decir?...

-Nadie, Fernán, nadie; yo solo soy el que he creído en este momento...

-¿Vos solo? Si supiera...

-¿Y bien? ¿A mí por qué no descubrirme?... ¿Vuestra esposa, sin embargo?...

-Basta, señor, no hablemos más de eso. ¡Mi esposa, Dios mío! ¡Mi esposa! Si mi esposa pudiese faltar...

-¿Qué es faltar, Vadillo?

-Si pudiese tan sólo con su pensamiento empañar la más pequeña porción de mi honor, no necesitaría castigar a ningún caballero; dagas tengo aún; la última gota de su sangre, la última, no sería bastante indemnización de tan insolente ultraje. ¡Elvira, a quien amo más que a mí propio! ¡Mi bien! ¡Mi vida!

-Sosegaos, Vadillo; nunca fue mi propósito ofenderos; pero pudierais, sin que Elvira hubiese empañado nunca vuestro honor...

-Jamás, señor. Si un atrevido hubiera osado poner sus ojos en mi esposa, ¿viviría aún, viviría? -contestó el hidalgo pudiendo disimular apenas la lucha que existía entre sus palabras y sus ideas.

-Entonces, pues, ¿qué ofensa?...

-Permite, gran señor, que la calle. La hay, lo confieso, y si alguien pudiera vencerme en la lid, si me pudieran vencer todos, nunca Macías; un fausto presentimiento me dice que lavaré en su sangre mis ofensas. Confiéreme la orden de caballería, y yo te respondo, gran señor, de una victoria pronta y segura.

-Sea -contestó don Enrique- como lo deseáis. Mañana os la conferiré. Mañana juraréis en mis manos defender la fe, el honor y la hermosura.

Después de este breve diálogo, el candidato besó las manos del conde de Cangas y se retiró a esperar con mortal impaciencia el nuevo día, que había de poner término a todas las esperanzas que contentaban por entonces su ambición.




ArribaAbajoCapítulo XXV


    Agua le echaron por el rostro
Para facerlo acordado,
Y vuelto que fuera en sí
Todos le han preguntado
Qué cosa fuera la causa
De verlo así tan parado.


Rom. del Cid.                


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A la mañana siguiente brillaban con fuego extraordinario los ojos de Fernán Pérez. Leíase en su semblante la alegría que inundaba su corazón. Efectivamente, la orden de caballería era en aquel tiempo la más alta dignidad a que pudiese aspirar un hombre de armas tomar. Su virtuoso origen y sus fines, aún más virtuosos, le daban tal prestigio, que los reyes se honraban con tan honorífico dictado, y un caballero, sólo con serlo, tenía derecho a comer en su mesa, honor que no disfrutaban ya ni sus mismos hijos, hermanos o sobrinos, mientras no entraban en aquella noble cofradía. Era preciso ser hidalgo por parte de padre y madre, y con la antigüedad por lo menos de tres generaciones; era preciso haber dado pruebas de valor y gozar de una reputación pura e inmaculada. A muchos les costaba, además, pasar por el largo noviciado de paje y escudero progresivamente. Los que habían entrado al servicio y a hacer prueba de su persona con un rey o un príncipe de alta categoría, en calidad de pajes, se llamaban donceles; Macías se había hallado con Enrique III en este caso, y si se le llamaba todavía públicamente el doncel, era porque habiéndole tomado Enrique III, con quien se había criado, más afecto que a otro alguno, habíale conservado aquel nombre por modo de cariño, aun después de haber recibido la orden de caballería. En el mismo caso se había hallado con don Enrique de Villena el hidalgo Fernán Pérez; habíale entrado a servir primero en calidad de paje o doncel, y había pasado a ser su escudero. El cargo de escudero, en estos tiempos, y hasta ese nombre, parecen sonar mal a los oídos delicados. Podemos asegurarles, sin embargo, que no sólo no tenía en aquel tiempo nada de denigrante, sino que antes era tan honorífico, que muchísimos grandes, señores y príncipes que habían llegado a ser caballeros por el orden regular de los grados requeridos para ello en tiempos de paz, no se habían desdeñado de ejercerlo. En la recepción de escudero, los padrinos o madrinas del paje prometían en su nombre religión, fidelidad y amor, con la misma formalidad e importancia que en la recepción de un caballero. Reducíase la obligación del escudero a seguir por todos partes a su señor o al caballero con quien hacía veces de tal, llevándole su lanza, su yelmo o su espada; llevaba del diestro sus caballos, en los duelos y batallas proveíale de armas, levantábale si caía, dábale caballo de refresco, reparaba los golpes que iban dirigidos contra él; pero sólo en grandes peligros le era lícito tomar armas por sí en las pendencias y encuentros a que asistía. Sus deberes domésticos se ceñían a trinchar y presentar las viandas en la mesa, y aun a ofrecer el aguamanil a los convidados antes y después de comer. Pero estos cargos se desempeñaban con tanta más dignidad, cuanto que los platos los recibía de mano del maestresala, que ya era por sí una dignidad, aunque más subalterna, y el agua de mano de los pajes, que la tomaban ellos ya de los domésticos inferiores. En público, y en los banquetes en que reinaba toda etiqueta y ceremonia, no podía sentarse el escudero a la mesa de su señor. Para probar que ni el oficio de doncel ni el de escudero eran sino muy honoríficos, concluiremos diciendo que en las historias francesas del siglo XIII hallamos designados estos donceles y escuderos con el nombre de valets, más humillante aún en el día que los de damoiseau y écuyer, que corresponden a aquéllos en la lengua francesa. Diremos que Villehardouin, en su historia, hablando del príncipe Alexis, hijo de Isaac, emperador de los griegos, le llama en repetidas ocasiones el valet (o escudero) de Constantinopla, porque aquel príncipe, aunque heredero del Imperio de Oriente, no había recibido todavía la orden de caballería. Por igual causa son calificados con la misma designación por los historiadores sus contemporáneos, Luis, rey de Navarra; Felipe, conde de Poitou; Carlos, conde de la Mancha, hijo de Felipe, -y otros infinitos. Entre nosotros fue paje y doncel famoso y nobilísimo don Pero Niño, conde de Buelna, y el mismo don Álvaro de Luna, célebre por su progidioso favor como por su ruidosa desgracia.

En tiempos de guerra, y en los principios de la orden de caballería, se confería ésta con menos pompa y formalidad; el rey o el general creaba caballeros antes y más comúnmente después del combate; en esos casos reducíanse todas las ceremonias a dar la pescozada o espaldarazo dos o tres veces en el hombro del candidato con el plano de la espada, diciéndole en alta voz: Os hago caballero en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Solía ser otras veces el teatro honroso donde se confería la orden de los valientes, leales y esforzados, un torneo, un campo de batalla, el foso de un castillo sitiado o asaltado, la brecha abierta ya de una torre o una fortaleza feudal. En medio de la confusión y tumulto de la refriega, arrodillábase el escudero a las plantas del rey, del general o de un caballero cualquiera acreditado ya por sus altos hechos de armas. Cuando el famoso Bayardo, caballero sin tacha y sin reproche, confirió de esa suerte la orden de la caballería al rey Francisco I: «Oh, espada mía exclamó-, mil y mil veces venturosa por haber dado hoy la orden de caballería a un Rey tan grande y tan poderoso, yo te conservaré como preciosa reliquia y te preferiré siempre a cualquier otra.» Después, añade el historiador que nos ha conservado este rasgo singular, dio dos saltos y envainó su espada.

En tiempos de paz, y cuando posteriormente hubo llegado esta famosa institución a su más alto grado de esplendor y a su verdadero apogeo, se solía aprovechar, para conferirla a los escuderos que se habían hecho de ella merecedores, alguna solemnidad. Un día grande de la Iglesia, el aniversario de una famosa victoria, la boda o nacimiento de un príncipe o una coronación, eran las coyunturas más comúnmente escogidas, y en tales casos hacíase la promoción con otra pompa y con más minuciosas formalidades; las cuales complicaron más y más, sobre todo desde el siglo XI, en que pareció tomar aquella orden un carácter nuevo con la mezcla de ceremonias religiosas y profanas que para la admisión de los señores en esta vasta cofradía se exigieron.

Fernán Pérez de Vadillo no podía menos de dar a su nueva dignidad la importancia que en aquellos siglos tenía. Todo aquel día empleó en los preparativos de la ceremonia solemne que se preparaba para él. El condestable Ruy López Dávalos quiso ser su padrino, y obtuvo que fuese madrina la noble esposa de don Juan de Velasco, camarero mayor de Su Alteza. El conde de Cangas y Tineo era un personaje bastante calificado para que la dignidad que iba a conferir a su escudero llamase la atención de la corte. Su posición ventajosa, en aquel momento más que en otro alguno de su vida, le granjeó la asistencia a aquel acto y la cooperación de las primeras personas de Castilla. Don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo, se brindó a oficiar en la ceremonia, y el mismo rey don Enrique, al señalar para ella la capilla de su regio alcázar, quiso presenciarla, también, desde una tribuna, a pesar de sus dolencias. El candidato ayunó aquel día, conformándose con los usos establecidos; revestido de una larga túnica cenicienta, verdadero traje de su clase de escudero, asistió a la comida que dio don Enrique de Villena a los que debían presenciar la ceremonia. El candidato, colocado aparte en una mesa pequeña, mientras los demás comían en la principal, permaneció en ella servido por donceles del conde su señor; pero éste, escrupuloso observador de la etiqueta, le intimó al sentarse que no podría hablar ni reír durante la comida, ni aun llegar bocado a los labios. Concluida esta ceremoniosa comida, fue llevado el candidato por sus padrinos, acompañado de los demás concurrentes y seguido de gran número de juglares y ministriles, que tañían gran variedad de instrumentos y cantaban baladas alusivos al acto que se preparaba, a la capilla del alcázar. Esperábale ya, custodiada por dos hombres de armas de Villena, una hermosa armadura blanca sin mote ni divisa, de que le hacía merced su señor. Separóse de él allí la concurrencia, y quedó Fernán Pérez de Vadillo velando sus armas y en oración la noche entera, después de haberse despojado de la túnica escuderil y haber vestido una cota, embrazado la adarga y empuñado la lanza.

Llegada la mañana, confesó devotamente con fray Juan Enríquez, confesor de Su Alteza. No sabremos decir si vuelto su corazón a Dios hizo sacrificio ante el altar augusto de la penitencia del rencor y de los sanguinarios proyectos de venganza que le habían determinado a armarse caballero. Presumimos que así lo haría, y creemos que si luego, más adelante, la Historia nos ha conservado algunos rasgos que podrían oponerse a aquella concesión cristiana, debe achacarse más bien esta inconsecuencia a la flaqueza del corazón humano o a la mezcla extraordinaria de pasiones y religión que reinaba en aquella época, que a la falta de verdadera contrición del noble hidalgo. Hecha, su confesión, y veladas ya las armas, retiróse el candidato por el mismo orden que había venido, y llegado a su habitación, vistió el traje de caballero, más rico y adornado que el de escudero, que acababa de dejar para siempre. Allí recibió las visitas y felicitaciones de sus deudos y amigos, y varios señores allegados a don Enrique de Villena vistiéronle, sobre la cota de menuda malla, una ancha loriga guarnecida de piel, adorno reservado sólo en aquel tiempo a personas de categoría, y pusiéronle sobre los hombros un gran manto, cortado a manera de manto real. En esta forma, y llevando colgada del cuello la espada, llegó, seguido de los padrinos, de los convidados y de sus amigos, a la real capilla, donde esperaban el momento de dar principio a la augusta ceremonia. Su Alteza en su tribuna, rodeado de varios dignatarios, el arzobispo, que había salido al altar al verle llega, y gran número de damas. Distínguíase entre ellas la madrina del novel caballero, ricamente ataviada, y a la derecha del buen condestable, arrodillados los dos al lado de la epístola en ricos reclinatorios de terciopelo carmesí, en que se veía recamado en oro el escudo de sus armas respectivas y de que pendían largos borlones de aquel precioso metal. Algo detrás, y entre otras damas principales, se veía a Elvira, esposa del hidalgo, cubierta con un velo, al través del cual se traslucía, sin embargo, su hermosura, como suele verse al través de ligeras nubecillas el resplandor del sol. A la otra parte se colocó el poderoso conde de Cangas, acompañado de algunos caballeros principales y seguido de dos de sus pajes, con su yelmo el uno y el otro con las espuelas y demás piezas de la armadura que debían revestirle a Vadillo en acto tan solemne.

El resto de la capilla estaba ocupado por la numerosa concurrencia que la calidad de las personas había traído, y por bandas de ministriles que habían seguido la comitiva, tañendo dulcemente sus instrumentos. Era gran gusto oír la desacorde confusión que producían, tocadas a un tiempo, la cítola sonora, la guitarra morisca, de las voces aguda e de los puntos arisca, el corpudo laúd, el rabé gritador, el orabín, el salterio, la adedura albardana, la dulcema e axabeba y el hinchado albogón, la cinfonia, el odrecillo francés y la reciancha mandurria, cuyos ecos distintos se unían al sonsonete de las sonajas de azófar y al estruendo de los atambores y atambales, de las trompas y añafiles; instrumentos todos con que se verían tan apurados nuestros músicos del día para organizar una sola tocata medianamente agradable, si se los trocaran de pronto con los que la civilización música les ha perfeccionado, como se verán nuestros lectores para formar una exacta idea de su figura y armónica melodía sin más datos que esta breve enumeración, por más fidedigna que la constituya la autoridad del trovador arcipreste a quien la robamos.

Establecido ya el silencio, arrodillóse el hidalgo ante la reverenda persona del arzobispo, quien le quitó del cuello la espada que traía suspendida y la colocó en el altar en que iba a oficiar. Comulgó en seguida el candidato con edificante fervor. Después de un momento de oración y recogimiento, principió el arzobispo los oficios, acabados los cuales se levantó el candidato, e hincándose de hinojos ante la persona de su señor feudal, el poderoso conde de Cangas y Tineo, pidióle reverentemente que le hiciese merced de conferirle la orden de caballería. Juró en seguida en manos del ilustre maestre de Calatrava no excusar su vida ni sus bienes en defensa de la santa religión católica, apostólica, romana, y guerrear hasta morir en toda coyuntura y ocasión que se presentase contra los infieles de aquende y allende el mar; fórmula en que se comprendían no sólo los moros que mantenían guerra todavía con los reyes de Castilla, sino también los sarracenos que poseían a la sazón el santo sepulcro, y contra los cuales se dirigían de todos los puntos de Europa continuamente innumerables cruzados. Juró amparar y defender las viudas y huérfanos que hubiesen recibido tuerto, y los desvalidos que a su fuerte brazo recurriesen para deshacer sus agravios, no pudiendo de otra manera los enderezar. Prestado este noble juramento, leyéronsele los Evangelios, sobre los cuales le repitió nuevamente. Hecho lo cual, el arzobispo, cogiendo la espada que había estado sobre el altar durante el oficio divino, la bendijo y se la ciñó. Llegándose a él sus padrinos, calzóle la una espuela el buen condestable don Ruy López Dávalos y la otra la esposa del noble don Juan de Velasco, a quienes el novel caballero dirigió las más expresivas gracias por la merced singular que le dispensaban. Uno de los principales señores que acompañaban a don Enrique de Villena le ciñó la coraza antigua, compuesta del peto y espaldar, dándole paz después. Don Enrique de Villena, adelantándose en seguida, le dio tres espaldarazos con el plano de la espada, armándolo caballero en nombre de Dios, de San Miguel y de Santiago. Recibióle después en sus brazos, y en seguida hicieron con él igual ceremonia todos los demás asistentes, como para darle a entender que se gozaban mucho de tener admitido en su gremio caballero que tan completo prometía ser como el noble hidalgo.

Alzóse entonces alegre estruendo de todos los instrumentos, proclamando al nuevo caballero. Entre los que debían dar la paz al recién admitido, hallábase uno armado de pies a cabeza, que se había mantenido constantemente inmóvil al lado del Evangelio y enfrente del sitio destinado a las damas principales de la corte. Ni el oficio divino ni la larga ceremonia, habían sido parte para sacarle de su asombrosa distracción. Parecía la estatua del fundador de la capilla, como en aquellos tiempos solían verse algunas en las más de las iglesias. Pero si se llegaba a presumir que era una persona y no una estatua para comprender su perfecta inmovilidad y la fijación de sus ojos, era preciso creer que un maleficio particular ejercía sobre él una influencia funesta y le obligaba a mirar a aquella parte con la misma irresistible fuerza con que un instinto fatídico obligaba a la incauta mariposa a girar en torno de la vacilante llama que la ha de acabar, y con que una atracción física llama hacia la serpiente cascabel al mísero pajarillo, para hacerle víctima de su irresistible voracidad. Causaba aquel embeleso una dama que no había podido menos de notarla y que en balde había pensado ponerle término interponiendo su velo entre las atrevidas miradas del caballero y su aciaga hermosura. Esta medida había producido un efecto enteramente contrario al que esperaba. Si las miradas habían sido antes continuadas, pero naturales, tomaron después un carácter de investigación muy parecido al que tienen las de aquel que trata de leer durante el crepúsculo o a la opaca luz de la luna. Apenas quedaba concluido el acto, cuando deseosa la dama de esconderse a tan imprudentes miradas, se había confundido y desaparecido entre la multitud; los ojos, sin embargo, del caballero, acostumbrados a ver en aquel punto su contorno, le seguían viendo gran rato después de haber desaparecido, como le sucede al que se atrevió a mirar fijamente por largo espacio al luminar del día. Horas enteras conserva su retina la impresión indestructible, y por más que haya desviado ya los ojos de su deslumbrante luz, por más que los cierre, en fin, ve el sol todavía donde no le hay. Al llegar Vadillo al caballero, acababa de levantarse la dama. Tendió el hidalgo los brazos naturalmente a recibir de él, como de los demás, el beso de ceremonia, e hizo la misma figura que el que fuese a abrazar un árbol o una columna. No pudo menos de levantar la cabeza y de reparar en la especie de estatua que delante de sí tenía. Conociólo, y su primera acción fue volverse con la rapidez del rayo a seguir la visual del caballero y ver en qué objeto se paraba; si alcanzó a ver algo todavía, o si el punto a que las miradas se dirigían bastó a contestar a su muda pregunta, eso es lo que no sabemos. Diremos sólo que su rostro se tiñó de carmín, y que vertiendo fuego por los ojos y los poros de su encendido semblante, sacudió con una mano al distraído diciendo por lo bajo, pero con reconcentrada cólera:

-Ya puede haber pactos entre nosotros, que ya no soy escudero.

A esta sacudida inesperada, volvió en sí el caballero como quien despierta de un largo sueño. Reconoció su imprudencia al reconocer al que le hablaba, y no ocurriéndole nada que responder de pronto a su rara interpelación, bajó los ojos y quiso enmendar su pasada distracción, tendiendo entonces los brazos al hidalgo. Éste, empero, poniendo entrambas manos en ellos:

-Dejad -le dijo- el abrazo para ocasión en que estéis menos ocupado, que yo quisiera que el que nos diésemos fuese más estrecho y más largo.

-Como gustéis, hidalgo -repuso el caballero con arrogancia-, como gustéis.

No había podido menos de notarse por la concurrencia esta pequeña escena episódica lanzada en medio de aquel acto solemne; nadie oyó lo que se dijeron, pero los más tuvieron algo que decirse al oído acerca de aquella rara singularidad. Nosotros diremos, como fieles historiadores, que la dama, cuando se creyó fuera ya del alcance de las miradas del importuno, volvió la cabeza y alcanzó aún a ver algo, que fue lo bastante para despertar en ella ideas de inquietud a que hacía ya algún tiempo que no había dado lugar en su corazón.

Acabada la ceremonia, retiróse cada cual, y el novel caballero, acompañado de sus padrinos y de sus deudos, se trasladó a la habitación del señor de Cangas y Tineo, donde esperaban ya a la comitiva varias damas y convidados, y donde un magnífico banquete, dado por el ilustre maestre, terminó con toda pompa, digna de tal solemnidad, un día señalado en la vida de nuestro celoso hidalgo.



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