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- XV -

Lenguas semíticas y africanas

Hebreo

     El estudio científico del idioma sagrado y de los patriarcas, como el de todas las lenguas semíticas, nació, propiamente hablando, con el cristianismo, a cuya sombra y bajo cuya inmediata protección y dependencia creció y tomó incremento en los primeros siglos de la vida de éste; pero los resultados prácticos en él obtenidos hasta el siglo XVI de nuestra era, si se comparan con los grandes adelantos y descubrimientos hechos en los siguientes hasta nuestros días, aparecen insignificantes o de poca importancia. En todo ese tiempo fueron las letras casi exclusivo patrimonio de la Iglesia y de su clero, y el hebreo, por lo tanto, dependía inmediata y únicamente de la teología, siendo sólo cultivado como auxiliar poderoso de la misma, sin que por entonces se intentase buscar en él otras aplicaciones, que si bien, atendido el carácter limitado y puramente religioso de su literatura, no tienen el interés práctico ni la importancia que su aplicación a los estudios teológicos y exegéticos de la sagrada Biblia, pero que poniéndolo en directo contacto y comparación con otros idiomas con él relacionados, y variando el campo de las investigaciones, contribuyen eficazmente a los adelantos de su estudio y al descubrimiento de muchos fenómenos antes ignorados o desconocidos, como el valor y origen de sus formas, voces, sonidos, etc.

     El protestantismo, proclamando la libertad de conciencia, del [295] libre examen, y por lo tanto, la interpretación igualmente libre de la Biblia, hizo necesarios y originó profundos y sólidos estudios del idioma sagrado, al cual dio una importancia hasta entonces desconocida. Todos los estudios bíblicos anteriores al tiempo de la aparición del protestantismo habían tenido próximamente el mismo objeto, y procedían de hombres unidos por la comunidad de fe, de creencias y opiniones. San Jerónimo poseía inmensos y profundos conocimientos en hebreo; hombres de todas opiniones y matices lo confiesan, y es bien seguro que el mejor hebraizante moderno, con los infinitos y poderosos medios que los adelantos y descubrimientos hechos en siglos posteriores hasta nuestros días ponen a su disposición, apenas sería capaz de hacer una traducción de la Biblia mejor que la de este ilustre padre de la Iglesia, cuyas explicaciones y comentarios sobre la misma han sido la base de los estudios del hebreo, y son hoy el mejor auxiliar a los que con ellos se ocupan. Otros muchos teólogos y exegetas cristianos siguieron el ejemplo de San Jerónimo; pero las investigaciones sobre el texto primitivo original no fueron frecuentes ni profundas hasta tanto que se levantaron enemigos de las doctrinas contenidas en el texto, que con sus ataques, nuevas explicaciones, traducciones y comentarios despertaron el amor a estos estudios, que pronto se hicieron generales. Los ingenios que con éxito tan brillante cultivaron los estudios del arameo en sus dos dialectos siriaco y caldeo, desde el siglo XIII, no olvidaron en sus investigaciones el hebreo (V. páginas 236 y siguiente); y desde el siglo X, en que comenzó la decadencia de las escuelas rabínicas de Oriente, fue también España asiento principal de los estudios del hebreo, cultivado entonces con especialidad por los judíos españoles. El médico de Fez Judá Shayug, que floreció por los años de 1040, compuso varios trabajos gramaticales, de que existen aún originales en Europa, y fue tenido por el verdadero fundador de la ciencia gramatical. A éste aventajó el médico de Córdoba, conocido por el sobrenombre de Abuluâlid (1121), cuyos trabajos gramaticales y lexicográficos son muy apreciables por los grandes conocimientos que tenía de su idioma natal el árabe, del talmúdico y del caldeo. Otros rabinos de gran nota se dedicaron a componer y escribir comentarios posteriores, como el Talmud, Mishna, etc. Entre éstos sobresale ya, a fines del siglo XI, Shelomoh ben Isaak, llamado Rashi.

     En el siglo XII, hemos visto, principiaron los grandes estudios sobre los dialectos arameos (pág. 236); en el mismo florecieron rabinos que extendieron, modificaron y perfeccionaron notablemente los del hebreo. Sobresalen entre ellos los Kimshi padre e hijos. El padre, José K. (1160), sólo dejó una obra de poca importancia. Su hijo mayor, Moisés Kimshi, compuso una gramática muy apreciable, y que en el método y exposición se aproxima mucho a las modernas, y existe impresa en varias ediciones. Su segundo hijo fue el célebre David Kimshi, que, como gramático, lexicógrafo y comentador, ocupa uno de los puestos más distinguidos entre los hebraizantes de aquella época, y no solamente no tuvo sucesor durante muchos siglos, sino que los gramáticos cristianos han seguido en sus obras al célebre rabino. El trabajo principal de éste es acaso el titulado miqlôl o perfección, que contiene gramática y diccionario; también es notable su obra sêfer sharâshîm, o libro de las raíces.

     En los siglos XV al XVII florecieron varios hebraizantes de gran nota, entre los que merecen especial mención; Elías Levita (1469-1549), cuyas obras gramaticales y lexicográficas son muy apreciables porque en ellas explica con gran cuidado muchas palabras difíciles, cuyo conocimiento, sin sus explicaciones, se habría acaso perdido; Santes Pagnino, dominico de Luca, a los cuales aventajó el célebre J. Reuchlin, que si bien siguió en sus obras el método de los judíos, pero introdujo notables mejoras y preparó el camino a los profundos investigadores que florecieron en el mismo y siguientes siglos, de algunos de los cuales hemos hecho mención en otro lugar (p. 236), y otros españoles estaremos después.

     Ya en el siglo XVII comenzaron los estudios comparativos con Buxtorf o Buxtorfio, y Castello, de cuyos ensayos sacaron grandes resultados en el siguiente los dos Michaelis y otros, hasta el presente, en que los adelantos y resultados de la filología semítica pueden compararse con los de la indo-europea.

     Los estudios del hebreo recibieron nuevo impulso con los descubrimientos [297] hechos en Oriente, algunos de los cuales despertaron más el espíritu a los estudios comparativos, multiplicando sus aplicaciones, antes limitadas a las investigaciones bíblicas. En nuestro siglo vemos dividido el campo de investigadores del hebreo en dos grandes y poderosos partidos, el católico y el protestante; por el número de los que trabajan, y de las obras publicadas, así como por el mérito científico de las mismas, resultados y descubrimientos en ellas contenidos, lleva, hasta el presente, el segundo grandes ventajas sobre el primero. Quién sea de esto responsable no es cosa que yo deba averiguar; sólo tengo presentes los hechos históricos, que brevemente consignaremos en las páginas que siguen.

     El alemán Guillermo Gesenio es tenido, y con razón, por el fundador de la filología semítica propiamente dicha. Los grandes trabajos gramaticales de este ilustre orientalista (1786+1842), y más aún los lexicográficos que dejó terminados o comenzados, fueron la base sobre que edificaron los nuevos hebraizantes. Sólo allí donde quiso hacer el papel de dogmatizador perdió la antorcha de su claro ingenio, y sus investigaciones y doctrinas participan entonces de la oscuridad en que parece hallarse envuelta su razón.

     Aplicando el método comparado sacó a los idiomas inmediatamente relacionados con el hebreo del aislamiento en que antes se les tenía y estudiaba; hizo más interesante y ameno su estudio, en el cual tomaron luego parte hombres distinguidos de todas clases y opiniones, grandes ingenios y talentos sobresalientes. Preciosos manuscritos, que yacían empolvados en los estantes de muchas bibliotecas, vieron la luz pública, sin que se descuidasen las apreciables obras de algunos sabios rabinos, que con sus comentarios [296] sobre el antiguo Testamento habían echado los fundamentos para la interpretación e inteligencia del sagrado texto. Gramática, lexicografía, crítica, exégesis, todos los medios de que se valían los filólogos de las lenguas indo-europeas para resolver sus problemas aplicaron los semitas con el mismo fin; y las riquísimas bibliotecas de Londres, Oxford, Escorial, Viena, Berlín, París y otras, fueron honradas con las frecuentes visitas de los celosos e infatigables investigadores de la Biblia .(194, 195, 196, 197, 198, 199) [298]

     Henrique Ewald ocupa el segundo lugar entre los filólogos semitas. Dotado también de grandes talentos, despejada inteligencia y con vastísimos conocimientos en lenguas enteramente diversas, semíticas e indo-europeas, ha trabajado sin descanso y con excelentes resultados en el cultivo de las primeras. Pero cuanto más elevado le ha puesto la naturaleza con los dotes sobresalientes que le adornan, mayores son también sus caídas al separarse del camino de la investigación y de la práctica, para entrar en el de la teología especulativa y meterse a dogmatizar. Sus comentarios sobre el antiguo Testamento están llenos de contradicciones y errores evidentes, de sutilezas y absurdos, a fin de sacar derivaciones caprichosas, inventar raíces y variantes en el texto, etc., conformes a sus opiniones, creencias y dogmas; emplea sus talentos nada comunes y todos sus conocimientos en lenguas para torcer la etimología de las voces y establecer hipótesis a veces opuestas al sentido común, combatidas no menos por sus correligionarios que por los católicos. A pesar de las faltas que debían originarse de tal proceder y método en la explicación del antiguo Testamento, han contribuido Gesenio y Ewald más que alguno otro en nuestro siglo a dar a conocer los ricos tesoros literarios que ese antiquísimo libro encierra. Los orientalistas que les precedieron tenían en cuenta solamente su carácter religioso, y desconocían el mérito puramente lingüístico de las composiciones; hoy, estudiado y examinado su contenido con imparcialidad completa, y hecha en lo posible abstracción del fin que sus autores se propusieron, se descubre una fuente inagotable de vida, un continuo manantial de nuevos conocimientos e ideas, que pueden sacarse de los bellísimos pensamientos que brotaron de la fecunda imaginación israelita.

     No solamente debemos buscar en este libro la confirmación de los dogmas católicos; el primer objeto del filólogo es examinar, y hacer ser las bellezas literarias que contiene. Todo el que provisto de los conocimientos necesarios, y libre de preocupaciones penetra en el contenido de los libros proféticos, se halla poseído de asombro, de veneración y de respeto hacia sus autores, al ver en ellos cómo un pobre pastorcillo, ignorante y tosco, remonta su inteligencia entusiasmada a las regiones del infinito, [299] y prorrumpe en cánticos llenos de fuego, poesía y sentimiento, que revelan una imaginación fecunda y animada; cánticos que nunca envejecen ni pierden el interés, porque su objeto es siempre del día, y la forma de su composición es siempre nueva (200).

     Cuando el europeo había abandonado la ciencia, para dirigir su atención a objetos más bajos, pero que halagaban también más su egoísmo, -desde el siglo VIII al XV,- hemos visto a los judíos y árabes trabajar activamente en el cultivo de todos los ramos del saber entonces conocidos, y principalmente de su lengua. Publicar las importantes producciones de aquellos ingenios es una de las primeras obligaciones del orientalista, y ha sido también de los primeros trabajos que han ocupado su atención en los últimos decenios de este siglo. (201, 202, 203).

     Olshausen aplica en mayor escala el método comparado, por medio del cual puede explicar mejor muchos fenómenos de la lengua. Una excelente Gramática, más completa que las anteriores, debemos a Böttcher; la de Nägelsbach es recomendable por su sintaxis, y la del Sr. García Blanco tiene, en su clase, y prescindiendo de su método, con el que pocos orientalistas pueden estar conformes, cosas buenas y dignas de estudio.

     Para adquirir en breve tiempo idea clara del sistema gramatical del idioma hebreo, aventaja a todas las anteriores la excelente gramática del Dr. Braun, que es, sin disputa, el mejor trabajo de este género que tenemos en nuestra lengua. El Dr. Braun expone la sintaxis hebrea según el método alemán, por lo que es oscuro en algunos puntos de ella (204, 205, 206, 207, 208, 209, 210)

     Hemos visto a Gesenio como primer gramático, y le encontramos ocupando el mismo lugar entre los lexicógrafos. Su Diccionario-Manual, si bien no está libre de errores en materias religiosas, es muy apreciable y usado con ventaja en todos los países y por toda clase de personas; en su Thesaurus, del cual se puede afirmar lo mismo que del Manual con relación al dogma católico, depositó un caudal inagotable de conocimientos y noticias sobre la literatura, creencias, costumbres, historia, geografía, etc., del pueblo hebreo y semitas en general, sirviendo de base a toda investigación etimológica en el terreno de los idiomas semíticos. Esta grandiosa obra será por mucho tiempo la mejor y más completa entre [300] las de su género. El judío convertido Drach ha corregido el Diccionario-Manual, y hecho en él algunas adiciones, tomadas del Thesaurus. Los trabajos de J. Fürst merecen también especial mención; y entre las crestomatías, las del mismo Gesenio y de Metzger (211, 212, 213) aventajan a muchas otras publicadas hasta el día.

     El protestantismo dio también origen a los grandes trabajos críticos y exegéticos sobre el Antiguo y Nuevo Testamento, que se han continuado sin interrupción hasta el presente. En nuestra reseña histórica hablaremos sólo de los que han aparecido en los últimos decenios de este siglo, por el interés práctico que para nosotros tienen. Las cuestiones que se han suscitado sobre los diferentes libros de la Biblia son tan variadas e importantes para el simple filólogo como su contenido: autenticidad, autores y tiempo de su composición, fuentes en que bebieron aquéllos, variantes introducidas en lo sucesivo, así como la utilidad que de estas obras se puede sacar para la historia, geografía, y en general para conocer la influencia del pueblo hebreo en el desenvolvimiento de las ciencias y artes entre los pueblos de Oriente; estas y otras muchas cuestiones de este género han sido objeto de investigaciones detenidas en escritos especiales, introducciones al estudio del Antiguo y Nuevo Testamento, en comentarios y monografías, etc. Gran número de estos trabajos encierran ricos tesoros de ciencia, productos de largos estudios y de meditaciones profundas; en otros, al contrario, guiados sus autores por el espíritu de negarlo todo, que domina a muchos en nuestro siglo, sofocan con absurdas sutilezas los buenos frutos que pudieran dar sus talentos en unión con los vastos conocimientos que les adornan. Los trabajos de Gesenio contienen muy buenas observaciones sobre la lengua y etimologías acertadas, mostrando en ellos la profundidad que caracteriza todos sus estudios lingüísticos, pero en su crítica no podía menos de mostrarse, conforme a los absurdos principios que había sentado como base de sus investigaciones.

     Los exegetas y comentadores católicos del Antiguo Testamento son, en nuestros días, muy pocos en número relativamente a la gran falange que pueden presentar los protestantes de todas confesiones, en los diversos países europeos, pero con especialidad [301] en Alemania; los ingleses y franceses han seguido, aquí como en los estudios de filología indo-europea, a los alemanes, cuyos principales trabajos han imitado o traducido; presentando, sin embargo, algunas obras originales de importancia; los hebraizantes y filólogos españoles ni aun tienen el mérito de haber hecho lo primero, hasta el punto de aventajarnos en esto los italianos, entre los cuales adquieren gran importancia los estudios filológico-lingüísticos.

     Contemporáneo de Gesenio, aunque muy inferior a él en sus conocimientos del hebreo, fue el alemán J. G. Herbst (+1836), que siguió la marcha de los católicos llamados liberales, y dejó, entre otros trabajos, una introducción al A. Testamento. Mejores y más profundos conocimientos de la lengua sagrada tuvo F. E. Movers (+1856), que como crítico y exegeta ocupa un puesto distinguido entre los católicos modernos, pero desgraciadamente dejó pocos escritos (214, 215) . También merecen citarse de esta época, como exegetas críticos, J. L. Hug (+1846), que escribió una introducción al Nuevo Testamento, muy estimada hasta el presente; A. B. Feilmeser (+1831), en cuyas obras se descubre un juicio recto, sano y despreocupado, cualidades sobremanera apreciables en este género de escritos.

     Por este tiempo florecía también, de los protestantes, el distinguido orientalista G. L. de Wette (+1849), como uno de los mayores ingenios que han dedicado toda su vida y talentos a fomentar y dar lustre a los estudios críticos de la Sagrada Biblia, de los cuales es tenido por verdadero fundador entre los que participan de sus opiniones; mas sus apreciaciones críticas son, en los más de los casos, de poco valor, y sus talentos como tal tienen carácter puramente negativo, puesto que al exponer los argumentos en que otros han apoyado o intentado apoyar sus opiniones, niega la fuerza de los mismos o su conveniencia, sin tomarse la molestia de presentar otros en contra, y tiene por costumbre desechar las pruebas de otros sin examinarlas, de Wette no aparece libre de preocupaciones en favor y en contra de ciertos y determinados principios; si bien puede observarse que en el curso de sus estudios e investigaciones sobre el Antiguo Testamento, cambió o modificó sus principios y opiniones, que, no obstante, quedaron [302] siempre en alto grado racionalistas. Algunos de sus escritos, que son muy apreciables bajo el punto de vista filológico, hicieron época en los estudios bíblicos, y se han publicado en varias ediciones, no sin haberse introducido en ellos grandes mejoras. (216)

     A la cabeza de una escuela diferente de la que representó de Wette, aunque basada en los mismos principios racionalistas, y notable por su exclusivismo intransigente, aparece después de la muerte de aquél, Enrique Ewald, a quien ya conocemos como gramático. Ewald, siempre ingenioso y profundo en sus investigaciones, cuando tienen por único objeto el idioma, resuelve con acierto y agudeza las cuestiones puramente lingüísticas; y por sus numerosos escritos se comprende que los servicios por él prestados a la ciencia hubieran sido mucho mayores, si con tanta frecuencia no se hubiese apartado del camino de la observación y de la práctica.

     Pero este método es incompatible con los principios exaltados racionalistas, y con las marcadas preocupaciones del eminente orientalista alemán, que en medio de sus investigaciones se ve como arrastrado por un impulso irresistible a establecer nuevos principios, crear dogmas y dar la ley en materias teológicas; y cual si hubiese removido la más leve duda acerca de la verdad de sus opiniones, condena y anatematiza con increíble presunción todo lo que a las mismas se opone. Mas, a pesar de esto, no se detiene en la superficie de las cosas que examina; antes bien penetra con mirada aguda en los secretos y en el espíritu sublime del Antiguo Testamento, cuyas bellezas literarias descubre y comprende cual ningún otro; en sus juicios y apreciaciones no se contenta con pruebas negativas como de Wette; pero en cambio sus fallos son, por lo común, decisivos, aun en aquellos puntos dudosos que evidentemente admiten controversia, o que, por estar en contradicción con sus propias opiniones, son a todas luces falsos. Tal es el carácter general de este infatigable orientalista y filólogo, cuyas obras publicadas en su mayor parte por él mismo en varias ediciones, contienen preciosos descubrimientos en el terreno de la filología oriental, y aventajan a las de su predecesor de Wette. Ewald ha publicado también varios trabajos sobre teología [303] dogmática y controversia, muy inferiores a los puramente filológicos o exegéticos (217, 218). Fernando Hitzig, también alemán, sobresale entre los comentadores de la Biblia, que siguen total o parcialmente la escuela de Ewald. En sus comentarios sobre diversos libros del Antiguo Testamento se muestra aun más seguro y confiado que aquél en la verdad de sus propias opiniones y principios; pero aunque en sus juicios y deducciones es tan absoluto e intransigente como el jefe de la escuela, se aparta de él en muchos puntos de importancia.

     Hitzig, más racionalista, si cabe, que Ewald, penetra sin decoro, y como con despreciativo y altanero orgullo en el santuario del A. T., y trata de un modo brusco, irreverente y vulgar los objetos santos y sagrados de que hablan sus diversos libros. Pero, en esto es consecuente con sus principios; porque, si la Biblia es un mito, y su contenido un conjunto de leyendas fabulosas, no merece de nosotros más respeto que los Puranas o Itihasas de los indios, los cuales aun pudieran aventajar a aquélla en antigüedad y mérito literario. Sin apartarse de sus principios, niega, Hitzig toda profecía enunciada por causa o previsión sobrenatural, y así le vemos buscando conjeturas e hipótesis con que explicar los hechos contenidos en los sagrados libros (hechos que la ciencia y la razón le obligan a admitir), allí donde el sentido literal del texto se opone abiertamente a semejante negación; hipótesis que, si bien en muchos casos demuestran sus profundos conocimientos en lenguas orientales y su claro y despejado ingenio, son siempre desgraciadas, como que están en marcada contradicción con el contenido del texto, que no es posible variar a capricho sin faltar a los principios de la crítica.

     En los escritos proféticos se anuncian con frecuencia acontecimientos venideros, tales como la ruina de un imperio, la caída de una dinastía, la cautividad de un pueblo, etc.; vaticinios que en realidad sucedieron del modo que anunciaron los profetas, puesto que así nos lo enseña la historia. Admitida la autenticidad de tales libros, habremos de admitir también la posibilidad de la profecía, y por lo tanto de los milagros; ningún hombre científico de nota, ha puesto en duda la autenticidad de los libros que componen el A. T., con excepción de alguno de ellos. Es, pues, [304] forzoso acudir a otros medios para negar la existencia de anuncios verdaderamente proféticos en tales casos. Hitzig, Ewald y demás racionalistas modernos admiten los hechos, pero afirman que su predicción por parte de los profetas tiene siempre lugar cuando la perspicacia de una inteligencia mediana, pero algún tanto experimentada en la marcha de los negocios públicos, y de los acontecimientos que cambian la faz de los pueblos, podía ya prever, acaso con muchos años de antelación, que tendría lugar lo que ellos predecían o cosa semejante. Para dar algún viso de probabilidad a este aserto, es forzoso fijar la época en que floreció el profeta o escritor sagrado, próxima al tiempo en que los acontecimientos de la profecía se realizaran. Pequeña dificultad es esta para quien pretende no hallar ninguna, y mucho más en el caso presente. Varias veces hemos observado cuán grande incertidumbre reina en toda la cronología oriental; no es, por lo tanto, difícil dar apariencia de verdad a las sofísticas suposiciones o hipótesis con que se pretende cambiar, trocar o atrasar la época en que vivieron algunos profetas, cuando así conviene a las ideas de algún comentador de nuestros días, aunque esto se oponga a las noticias históricas y de tradición más autorizadas que sobre la misma tenemos, y contra las cuales faltan otros datos.

     Las profecías, según los principios racionalistas, son descripciones del pasado, presentadas bajo la forma de predicciones de acontecimientos venideros; con otras palabras, las profecías del A. T. son una mentira, y sus autores unos farsantes; hombres de imaginación fecunda y animada, dominados por la idea que les preocupa, y con la cual pretenden engañar al pueblo. Ésta es, en realidad, la opinión de los comentadores racionalistas del A. T., presentada bajo el oropel de palabras engañadoras, de elogios a los profetas y de profundo respeto hacia sus obras. Consecuentes con estos principios, la mayor parte (no todos) de los comentadores que siguen la escuela de Ewald no hacen distinción alguna entre los profetas del A. T. y los adivinos, astrólogos, etc., de otros pueblos de la antigüedad. La profecía, según Ewald, es un beneficio o bien común a todos los pueblos antiguos, y se ha presentado más grandiosa, pura y con más caracteres de credibilidad entre aquellos que tenían dogmas y principios religiosos más sublimes, [305] creencias, costumbres y hábitos, basados en la moralidad más pura y sana, y cuyo sistema religioso, en general, había llegado a mayor perfección; y como todo esto tuviese lugar en el pueblo hebreo, de aquí el que en su profecía hallemos reunidas esas cualidades, que tanto la elevan sobre las de otros pueblos. Para los corifeos del racionalismo moderno no hay diferencia entre los profetas del A. T. y el oráculo de Delfos: el mismo caligo futuri ocultaba los acontecimientos venideros a los unos que al otro. Hitzig les confunde en una denominación. Ewald habla con más respeto de los profetas, pero explica la especie de inspiración que les anima como una consecuencia del entusiasmo natural que circunstancias dadas pueden despertar en cualquiera hombre (¡en un estado muy semejante de inspiración y entusiasmo parece escribir con frecuencia el mismo Ewald!).

     Estas afirmaciones, que con tanta frecuencia leemos en escritos del día son puros sofismas o puras afirmaciones, que sus autores no se han tomado la molestia de probar. En ellas se desconoce la naturaleza de las profecías del A. T., muchas de las cuales se refieren evidentemente a hechos que la historia nos enseña sucedieron tal cual allí se predice, y sobre los cuales no puede haber duda; de este género son entre otras, las que predicen la cautividad del pueblo judío en sus dos ramas, Israel y Judá, con la completa destrucción del templo de Salomón (de Jeremías); la vuelta del pueblo reunido a su patria; la ruina de los imperios (de Daniel); la destrucción del templo de Jerusalem (Zacarías); la venida del Mesías y su nacimiento de una virgen (de Isaías) (8); la ruina de Nínive (Nahum y Sofonías), y otras que se compusieron, escribieron y publicaron muchos años y siglos antes de que pasasen a ser hechos, que hoy leemos en la historia y contemplamos en las consecuencias de tales acontecimientos. Para quitar el valor a las profecías queda sólo el mezquino recurso de trastornar la época en que vivieron los escritores sagrados, lo cual con algunos (Daniel, Jeremías, etc.) es también imposible. [306]

     Desconócese también la naturaleza de los oráculos y vaticinios que leemos en algunos libros de varios pueblos antiguos, que siempre se presentan bajo formas inciertas, vagas e indeterminadas, y que pueden aplicarse a cosas opuestas; como si al preguntar «¿Quién vencerá de dos reyes en un combate?» se respondiese: «Vencerá el rey de un gran pueblo.» En muchas obras antiguas se habla de vaticinios que sucedieron, pero sin hacer mención de sus autores, ni de la época en que vivieron; en el Yasna (cap. IX) leemos que el nacimiento del gran profeta Zoroastro había sido anunciado con muchos años de anterioridad, pero en ninguna parte se nos habla del profeta ni de sus predicciones; comparar las profecías del A. T. con vaticinios de este género, los cuales vienen siempre envueltos en la oscuridad y la fábula más absurda, es tan irracional como el negar el carácter sobrenatural de las primeras. Pero la naturaleza de esta obra no consiente que nos detengamos en esta materia, sobre la cual se ha escrito mucho y bueno.

     La tradición es uno de los medios más poderosos y de las autoridades más seguras que podemos y debemos seguir en nuestras investigaciones y estudios sobre las literaturas de todos los pueblos, pero con especialidad de los orientales; sólo allí debemos apartarnos de la misma, donde la historia, la lengua, etc., nos ofrezcan datos más ciertos; pero el racionalismo filosófico de muchos investigadores del A. T. se aparta con demasiada frecuencia de las tradiciones hebreas, allí donde son acaso el único medio para obtener el verdadero sentido de sus sagrados libros.

     La crítica moderna desecha todo testimonio exterior, como el de las tradiciones históricas, porque con presunción anti-científica procede en sus apreciaciones y juicios, plenamente convencida de que todo aquello que no pueda ella misma decidir y probar, independiente de otra autoridad cualquiera, es o dudoso o falso, y en consecuencia de este principio, niega el valor de los argumentos que no hayan emanado de la razón. Este procedimiento, sin embargo, es poco menos que impracticable en las investigaciones filológico-lingüísticas y críticas del A. T., y estéril en sus resultados, por lo que apenas tiene partidarios entre los investigadores o comentadores del mismo. [307]

     La verdadera y sana crítica, armada de todos los medios históricos, lingüísticos y filológicos que la ciencia moderna nos ofrece, es indispensable y de todo punto necesaria para la interpretación e inteligencia de los autores bíblicos, como lo es en estudios sobre los clásicos griegos o latinos; hoy es la crítica un ramo integrante e indispensable de la ciencia hebrea, y por lo tanto de la ciencia eclesiástica. El hombre que piensa, examina, estudia y prueba todo lo que se le propone como verdadero y como objeto de su fe. Sin la crítica es imposible penetrar en el contenido del A. T., percibir sus bellezas literarias, ni menos apreciar los ricos tesoros que encierran sus libros. Pero hablamos aquí de la crítica que funda sus apreciaciones y juicios en los hechos que examina, cual en sí son, y no según la existencia y forma que toman en imaginaciones exaltadas y confusas, que se proponen, como resultado de su investigación, negar el contenido de las obras literarias, más bien que hallar su verdadera interpretación y sentido; hablamos de la crítica que, sin negar la verdad, examina los principios en que se funda, y sin desechar los hechos históricos, busca los motivos que puede haber para admitirlos o desecharlos.

     Hitzig se distingue de todos los comentadores y exegetas críticos modernos del A. T., por las raras y extravagantes sutilezas y fantásticas combinaciones de que con tanta frecuencia se vale para introducir modificaciones y variantes en el texto; por las absurdas etimologías que propone para hallar el origen de muchas palabras y darlas aquel significado que mejor favorece sus opiniones; en general muestra el más refinado racionalismo en todas sus obras y comentarios, pero descubre siempre vastos conocimientos en las lenguas orientales y su literatura, de los que se vale como arma poderosa, y a primera vista temible, para sostener sus principios. (219, 220)

     Contra esta escuela (protestante) racionalista pura se ha levantado otra más numerosa y fuerte, animada, como aquélla, por el entusiasmo que nace del ardiente amor a la ciencia y apego a los principios, pero guiada por el espíritu de principios menos exaltados, que, sin ser racionalistas, son más conformes a la razón. No obstante esta unidad con que proceden en sus investigaciones y trabajos todos los individuos de esta escuela, en cuanto que tienen [308] por objeto general la interpretación y explicación del sagrado texto, vemos en ella hombres de muy diversas ideas, consecuencia necesaria de la diversidad de opiniones que reina en las confesiones protestantes.

     En dos grandes ramas se divide esta escuela: la pietista y la ortodoxa. Como fundador del pietismo protestante se tiene comúnmente a Felipe Jacobo Spener, que en el siglo XVII pretendió oponerse a los dogmáticos ortodoxos, enseñando que no bastaba la pureza de doctrina y la fe para la justificación, sino que es necesario que a una acendrada piedad acompañen las buenas obras. Tuvo pronto numerosos sectarios, que se distinguían por las excesivas muestras exteriores de religiosidad, lo cual les mereció el sobrenombre de pietistas. Spener estableció reuniones en que se leía, enseñaba y explicaba prácticamente la Sagrada Biblia, en Frankfort primero, y luego en todos los puntos donde tuvo discípulos. Después de muchas persecuciones y contratiempos ganaron nombre y autoridad entre el pueblo culto, de tal modo, que para la nueva universidad de Halle, abierta en 1695, fueron nombrados profesores los más notables teólogos pietistas, quedando aquel establecimiento como baluarte de la secta hasta mediados del siglo XVIII. La exterioridad en las obras es carácter de los pietistas, como la severidad y pureza en la doctrina lo es de los llamados ortodoxos. De aquí el que los primeros descuidasen demasiado la ciencia y el estudio, hasta el punto de que la teología fue tenida por ciencia profana y del mundo. Por esta razón ganó más partidarios entre las clases bajas de la sociedad.

     El exaltado racionalismo se manifestaba cada día más poderoso e imponente en Alemania, y ante el peligro común trataron de unir sus fuerzas pietistas y ortodoxos, y permanecieron algún tiempo unidos en intereses, aunque no de todo punto en opiniones. Unos y otros, sin embargo, sostienen, contra el racionalismo, el origen divino de la Biblia, y aun el dogma del pecado original, y del poder de la sangre de Cristo para quitar la mancha contraída por el mismo.

     Ern. Guillermo Hengstenberg (+1869) aparece ya como defensor de la nueva restauración teológico-pietista por los años de 1820. Hengstenberg era el hombre a propósito para tal empresa. Con [309] pleno convencimiento de que defendía la verdad y la justicia inflexible en sus opiniones y con el gran tesoro de conocimientos y de ciencia teológica y bíblica que se había adquirido, no sin trabajos ni sacrificios, se puso el ilustre profesor de Berlín a la cabeza de su despreciado partido, para el cual ha ganado honor y gloria inesperada en su continua lucha contra el racionalismo, y aun contra el purismo de los ortodoxos. Desde los años 1830 comenzó la defensa de sus doctrinas en numerosos escritos, a todos los cuales aventajó su obra maestra La Cristología del A. T. En ella expone el autor todas la alegorías, figuras y profecías que representan, simbolizan o se refieren al Mesías; lo cual hace con gran aparato de ciencia y erudición, mostrando sobre todo sus profundos conocimientos en hebreo. Siguieron a éste gran número de trabajos, en su mayor y mejor parte comentarios exegéticos del A. T.; el mejor de ellos es acaso su gran comentario de los salmos. Hengstenberg no abandonó jamás sus opiniones ni cedió en sus principios, no obstante de verse casi solo como hombre de ciencia, y atacado continuamente por racionalistas y ortodoxos, como no podía menos de suceder, atendida la extravagante manía con que trabaja por hacer ver en los pasajes del A. T. principios que apoyan sus doctrinas. Entre los jefes de esta escuela sobresale en Inglaterra el Dr. Pusey, cuyas obras muestran bien los profundos conocimientos de su autor en la lengua de los antiguos profetas. (227, 228, 229, 230, 231, 232)

     A la cabeza de la escuela ortodoxa protestante aparece el profesor alemán Francisco Delitzsch. Pocos comentadores y exegetas modernos del A. T. habrán escrito más y mejor que este ilustre orientalista. En todas sus numerosas obras se muestra siempre el mismo investigador, buen teólogo, profundo lingüista, filólogo, que dominado por una idea sublime, no se detiene ni retrocede ante las imponentes dificultades que se oponen a la empresa y a la defensa de la misma. Su gran comentario sobre los salmos, sobre el profeta Isaías y sobre Job son obras maestras, en las cuales parece haber profundizado Delitzsch, más que otro alguno, en el sentido de los sagrados escritores. Aumentan sobremanera el valor y mérito de estos grandes trabajos, las notas que en ellos se encuentran, de otros escritores ilustres, ya para explicar la etimología [310] y significado de muchas palabras hebreas de origen oscuro, por medio de las respectivas de los demás dialectos semíticos, o para dar aclaraciones sobre el sentido de expresiones o giros hoy ignorados en hebreo, por medio de otros análogos de uso común entre los pueblos hermanos. Merecen especial mención entre estas notas las del profesor Fleischer (de Leipzig) sobre el árabe, y las del cónsul Wetzstein sobre el dialecto del mismo que hablan los beduinos. A esta escuela pertenece el gran comentador del Antiguo Testamento C. F. Keil, que en sus ideas y opiniones no se aparta de Delitzsch, con el que trabaja en la publicación de un comentario completo sobre todos los libros del mismo.

     Más digno de nuestra atención es G. Hupfeld, profundo hebraizante y buen teólogo, cuyo excelente comentario sobre los salinos es acaso de lo mejor y más apreciable que sobre esa preciosa joya de la literatura hebrea se ha escrito. Este ilustre expositor protestante, sin dejar de ser ortodoxo como Delitzsch, muestra menos inclinación a las doctrinas pietistas, y combate, hasta cierto punto, las nimiedades y sutilezas anticientíficas de la secta y de los ortodoxos que a ella se acercan. Algunas obras de Hupteld han sido trabajadas de nuevo por Riehm, quien ha hecho adiciones de importancia, y merecido bien de la ciencia hebrea. Estos son los principales corifeos de las escuelas protestantes, que se ocupan en la interpretación del texto hebreo del A. T. Bien quisiéramos decir algo sobre las numerosas y apreciables obras y comentarios de otros ilustres escritores, cuyo mérito acaso en nada cede, si no aventaja, al de las que acabamos de mencionar; pero, atendida la índole de este libro, debemos contentarnos con indicar los principales en el catálogo.

     La escuela católica moderna tiene también sus heroicos defensores y representantes en Alemania y demás países europeos.

     Bonifacio de Haneberg, ilustre abad benedictino y profesor de la universidad de Munich, se presenta en primer lugar a nuestra consideración. Sus profundos y variados conocimientos en lenguas orientales, con especialidad semíticas; su gran ciencia teológica y bíblica; su vasta erudición en todos los ramos del saber, y sobre todo en lo que se refiere a la literatura y ciencia de los pueblos orientales; la firmeza, imparcialidad y facilidad con [311] que defiende sus opiniones y trata las materias más áridas; éstas y otras inapreciables circunstancias y cualidades que adornan al infatigable investigador de la literatura hebrea son las que mejor convienen a uno de los principales corifeos de una escuela contra la cual todas las otras dirigen sus reiterados ataques. La obra más importante del distinguido profesor es la que lleva por título: Las antigüedades sagradas de la Biblia. En ella hace su autor un estudio detallado, completo y profundo de la ciencia, de las artes y de todo lo que se refiere a la cultura intelectual y material de un pueblo, examinado prácticamente o en los productos y monumentos artístico-científicos y literarios que del mismo nos quedan, o que conocemos por la historia, por la lengua y por su literatura. Esta obra inapreciable, es de gran interés e importancia para todos los amantes de las letras. Poco inferior en mérito y ciencia a la anterior es su segunda obra, Historia de la revelación de la Biblia, que contiene preciosas noticias e investigaciones acerca de los escritores, contenido de los sagrados libros que la componen, y época en que florecieron aquéllos y fueron compuestos los segundos, con otras muchas cuestiones del mayor interés para los que se ocupan con este género de estudios, tratadas y expuestas las materias con la profundidad y método que caracterizan las obras del autor.

     Entre los comentadores católicos modernos del A. T. ocupa un lugar distinguido Benito Welte, antiguo profesor de teología en la universidad de Tubinga, gran conocedor de las lenguas hebrea, árabe y demás dialectos semíticos, y versado en las literaturas orientales. La composición y publicación del gran Diccionario enciclopédico de la teología católica, que bajo su inmediata dirección han redactado los más distinguidos doctores de la Alemania católica, han consumido la mayor parte de su vida, a lo cual se debe el que tengamos pocos trabajos sobre el A. T., de la pluma de este escritor. De los mejores es su excelente comentario al libro de Job, obra preciosa, y que ha contribuido no poco a la inteligencia y aclaración de muchos pasajes oscuros del libro más difícil, menos conocido, y sobre el cual acaso se han publicado mayor número de escritos que sobre cualquier otro del A. T.

     También merecen especial mención los trabajos exegéticos del [312] profesor Pedro Schegg, que a sus buenos conocimientos del hebreo, los añade más profundos en teología y en todos los ramos de la ciencia eclesiástica. La obra más apreciable y más digna de estudio que tenemos de este comentador católico alemán es su gran Comentario de los Salmos; los Profetas menores tienen cosas muy buenas. Schegg sigue demasiado las explicaciones, aun etimológicas, de San Jerónimo, de quien se ha constituido en especial y entusiasta apologista. Debemos advertir, y hacer constar, que todos los comentadores alemanes modernos, de todas las escuelas y opiniones, respetan y admiran a este ilustre padre de la Iglesia, al cual siguen en muchas de sus explicaciones; San Jerónimo será siempre la base de los estudios filológicos sobre el Antiguo Testamento.

     Francia ha producido poco en este ramo de las ciencias: aun los trabajos tan decantados de Renan no merecen lugar en nuestra reseña histórica; al lado de los trabajos de Gesenio, Ewald y Hitzig, racionalistas exaltados como son, los trabajos de Renan parecen más bien una novela que estudios sólidos, profundos, y serios sobre la literatura de un pueblo grande, respetable y digno de admiración aun en su envilecimiento y desgracia. (233-286)

     España ha contribuido menos, en los tiempos modernos, a la explicación e interpretación filológica de los sagrados libros, que cualquier otro país de Europa. Este género de trabajos, fundados única o especialmente en el idioma original del texto de la Biblia, requiere grandes conocimientos en todos los semíticos; sólo puede emprenderlos un orientalista y teólogo, y en España no hay teólogos que sean realmente orientalistas. Muchos verán en esto un borrón negro para la historia de la Iglesia española, que siempre fue celosa en mantener alta la bandera de las letras, y en caminar al frente de los descubrimientos de la ciencia, uno de cuyos principales ramos hoy descuida, con perjuicio y daño de su buen nombre y fama.

     En otros tiempos los comentadores bíblicos españoles daban la ley en el mundo literario, y las primeras y más grandes producciones salían de su pluma. Sin hacer mención de los judíos españoles Maymonides, Aben-Ezra, Abanbanel y otros de que ya hemos hablado anteriormente, bastará recordar algunos nombres [313] de cristianos, célebres por sus escritos sobre la Biblia, basados en el original hebreo, para conocer que los españoles modernos, y el clero con especialidad, al abandonar este y otros estudios, nos hemos apartado de la senda que siguieron nuestros ilustres predecesores.

     Raimundo Martin, del siglo XV, dejó en su obra de controversia, titulada Pugio fidei, un testimonio de su vasta erudición y de sus conocimientos en la literatura hebrea, en lo que se distinguió también el rabino converso Pablo de Santa María, llamado el Burgense, y más que todos los de su tiempo, el Tostado, celebérrimo y conocido expositor de los sagrados libros, con quien termina el siglo XV. Comienza después una época más brillante y rica en producciones de este género con la Polyglotta complutense, verdadera joya literaria de aquel tiempo, que dio extraordinario impulso a los estudios bíblicos en toda Europa, y en la que fueron cooperadores hombres muy eminentes en letras, y en lenguas orientales algunos; de los primeros, son bien conocidos Antonio Nebrija, Fernando el Pinciano, López de Zúñiga, Juan Vergara y otros; de los segundos, Pablo Coronel y Alfonso de Zamora. Aparece después el célebre Arias Montano, esclarecido ingenio, dotado de vastísimos conocimientos, con especialidad en la ciencia teológico-bíblica, cuya Polyglotta, el aparato a la misma, sus traducciones, exposiciones y comentarios de muchos libros sagrados, le colocan a la cabeza de todos los sabios de su siglo y le hacen merecedor de un lugar muy distinguido entre todos los modernos que se han ocupado y ocupan con trabajos sobre la Biblia.

     Fr. Luis de León muestra en muchos de sus escritos los profundos conocimientos que tenía del idioma hebreo y de su literatura. La versión que hizo del Libro de Job y de los Cantares, y las bellísimas paráfrasis de los salmos, son obras admirables en su género y que deleitan por sí mismas. En sus exposiciones se le ve siempre conocedor de la lengua del texto y muy versado en todas sus particularidades; es la prueba más concluyente de los grandes estudios que en su tiempo se hacían en nuestra patria sobre el idioma hebreo.

     Francisco de Toledo se sirvió también de sus conocimientos en [314] hebreo y griego, y mereció que el Papa le encomendase la corrección de la Vulgata, hecha según el texto primitivo. Pasando por alto los comentarios y trabajos isagógicos sobre el A. T. de Prado, Villalpando, Gaspar Sánchez y otros, que hicieron uso especial del hebreo en todas sus obras, debemos hacer mención particular del gran escriturario Malvenda, hombre de mucha erudición, que escribió notas y correcciones muy acertadas sobre la Vulgata, comentarios sobre varios libros del A. T., y emprendió además una traducción de la Biblia hecha directamente del hebreo, pero que sólo pudo llevar hasta el capítulo XIV de Ezequiel. En general, florecieron en los siglos XVI y XVII gran número de escriturarios, algunos de los cuales se distinguieron por el uso que en sus exposiciones hacían del hebreo. El famoso Miguel Servet dio en latín la Biblia de Pagnino con notas y comentarios (1542), lo cual supone notables conocimientos del hebreo. También los poseía muy sobresalientes Cipriano de la Huerga, que compuso un libro sobre arqueología bíblica, por los años de 1550, sirviéndose con especialidad del hebreo, como lo hizo también Diego de Zúñiga en su comentario sobre el Libro de Job, publicado a fines del mismo siglo. Sería demasiado prolijo citar aquí los nombres de los más distinguidos escriturarios de los dos siglos mencionados, que en sus exposiciones y comentarios se sirvieron con acierto y éxito notable del hebreo.

     En el XVIII florecieron, entre otros, Pascual Sala (+1731), autor de un calendario hebreo, que además escribió sobre las pesas y medidas de los judíos antiguos. Luis Tárrega (+1733) compuso también comentarios sobre diversos libros del A. T., a los cuales aventajaron acaso Teodoro Tomas y Juan Carreras con sus excelentes trabajos sobre el mismo.

     Acaba el siglo, y comienza el actual con el célebre lingüista Lorenzo Hervás, de quien hemos hablado en otro lugar, y con Pérez Baller, que escribió un libro muy erudito y de gran importancia, titulado De nummis hebraeo-sammaritanis, y una gramática. Parecía que los estudios filológico-lingüísticos seguirían en nuestro siglo la marcha y el impulso que habían recibido en los anteriores, principalmente del genial L. Hervás; pero no fue así. Después de este ilustre escritor, apenas encontramos otro digno [315] de especial mención en el terreno de la lingüística y filología.

     Los estudios bíblicos fueron completamente abandonados, y se comenzaron a mirar como secundarios aun para aquellos que se dedican a las ciencias eclesiásticas, y cuyo principal deber es el de guardar y conservar intacto el depósito de las sagrados libros; deber que no pueden cumplir sin el conocimiento y continuado estudio de la lengua en que primitivamente fueron compuestos. Consignamos aquí los hechos para sacar después las consecuencias y reflexiones que de los mismos se desprenden.

     No debemos terminar nuestra reseña histórica sin hacer mención especial de los dos únicos escriturarios españoles que en nuestros días se han servido del hebreo para sus exposiciones y comentarios del A. T. El primero, y que ha emprendido la difícil tarea de regenerar los estudios hebreos en nuestra patria, nos es ya conocido por su gramática de la misma lengua. Don Antonio María García Blanco ha comenzado la traducción y exposición de los sagrados libros, basadas ambas en el texto primitivo.

     Mejores resultados prometen los trabajos del antiguo profesor del célebre seminario del Escorial D. Francisco Caminero, quien a sus buenos conocimientos teológicos, basados en la verdadera ciencia católica y del idioma hebreo, añade algunos, raros por cierto en nuestra patria, de la lengua árabe, la cual sirve de poderoso auxiliar en toda clase de investigaciones sobre el A. T. Hemos dicho anteriormente que los estudios filológicos y comentarios sobre el mismo requieren sólidos conocimientos en los idiomas semíticos, o que sólo un buen orientalista puede emprender hoy tales estudios. (287)

Árabe.

     El estudio del lenguaje, atendida únicamente la relación en que está con la naturaleza del hombre, es una de las ocupaciones que más le ennoblecen. Y de todas las lenguas en concreto, deben llamar en primer lugar nuestra atención aquellas que más se aproximan a la propia, o por su estructura gramatical o por los elementos que la constituyen,- las palabras. Si esto es así, en ningún idioma, después del latino, hallaremos tantos y [316] tan poderosos motivos para hacerle objeto de nuestras investigaciones, como en el del pueblo con quien por espacio de muchos siglos vivieron nuestros padres en inmediata relación y comercio. Los grandes tesoros literarios que posee esta lengua, rica, sonora y elegante, uno de los medios más perfectos que sirven al pensamiento y fantasía para manifestarse al exterior, y de los que más elementos han dejado entre aquellos idiomas con quienes se puso por algún tiempo en contacto, rechazando él a su vez los extraños con orgulloso desprecio, como quien tiene de sobra; esas bellísimas producciones de la inteligencia que sobre todos los ramos del saber humano trasmitieron a la posteridad los árabes antiguos como testimonio de su civilización y grandeza; pero también como aviso que nos dice el abatimiento a que puede llegar un pueblo cuya cultura no está sostenida por verdaderos principios; esas producciones debiera estudiar el español como propias, por la influencia que ejercieron sobre el carácter de nuestra literatura, sobre su contenido, civilización y costumbres.

     El estudio del árabe es muy antiguo en Europa: el padre Alcalá, español de nación, publicó la primera gramática de esta lengua en 1505, muy apreciable hasta últimos del pasado siglo. En éste publicaron gramáticas árabes el P. Cuñes y el P. Patricio de la Torre. Merino Bacas publicó otra a principios del nuestro que no carece de mérito. En el extranjero se hicieron publicaciones análogas, de que ya hemos hecho mención. Este idioma es, entre los semíticos, el que más ha ocupado a los orientalistas de nuestros días; efecto que sólo puede atribuirse a la importancia de su rica literatura. Todos los ramos y objetos que la constituyen han sido tratados más o menos extensamente en obras especiales, sin que por eso se hayan agotado las riquezas extraordinarias que encierra. Gran número de obras inéditas han visto la luz pública; pero quedan otras muchas que aguardan igual suerte (especialmente en España). Excelentes trabajos gramaticales han aparecido en toda Europa, entre los cuales sobresalen los publicados por franceses y alemanes.

     Silvestre de Sacy (+1839), uno de los más grandes y profundos arabistas de este siglo, fue el fundador de los estudios orientales en Francia, y por medio de los numerosos discípulos que salieron [317] de sus aulas, en toda Europa. Sus apreciables trabajos sobre el idioma árabe fueron también la base de su estudio.

     En 1810 apareció la primera edición de su Gramática árabe, con la cual, puede asegurarse, comenzó una nueva era para el estudio de la lengua. En muchos puntos de ella (especialmente en la sintaxis) se apartó ya Sacy del método confuso y poco práctico de los gramáticos árabes, a quienes habían seguido casi por completo los europeos. No satisfecho Sacy con su primer trabajo; y movido por las reiteradas instancias de los mejores arabistas y literatos de la época, emprendió otro nuevo, sin comparación más completo y perfecto que el anterior, y que por mucho tiempo no tendrá igual en este idioma. El autor trata en él algunos puntos de la gramática con profusión oriental, lo cual hizo de su grande obra un libro impropio para la enseñanza. Para explicar el sencillo empleo de los tiempos, entre otros, dedica, en la analogía y sintaxis, sobre un centenar de páginas. Por otra parte, la falta absoluta de obras lexicográficas en aquel tiempo (el diccionario de Freytag no estaba aún terminado) le obligó a extenderse demasiado en materias propias del diccionario, como en el tratado de las partículas, adverbios, etc. Esto hace que el inapreciable trabajo de Sacy sea demasiado lato y confuso. Encuéntranse también en él algunos errores gramaticales, que ha rectificado en varias memorias, publicadas al efecto, el distinguido orientalista alemán Fleischer, en las cuales hace su autor algunas adiciones de importancia a la obra de Sacy. (289)

     H. Ewald, a quien ya conocemos como hebraizante, comentador y exegeta del A. T., se ha distinguido también por sus escritos sobre la lengua del Korán. Entre ellos merece especial mención su gramática, muy diferente de las demás obras de este género de autores europeos, por el método científico y filosófico que sigue su autor. Ewald analiza y estudia las formas gramaticales como en sí son y según el oficio que desempeñan en el idioma; pero examina en ellas su naturaleza como elementos del lenguaje, y según que en ellas se realiza la idea general del mismo; estudia lo que son y lo que deben ser. En esta obra es igualmente apreciable la breve pero clara exposición que su autor hace del arte métrica de los árabes. No es menos apreciable la gramática del [318] danés P. Caspari, que, por su claridad, sencillez en el método y buena disposición de las materias, es preferible a las anteriores, con especialidad en la edición inglesa, por las mejoras y aumentos que en ella ha hecho el traductor. El autor de este libro ha publicado una española, siguiendo un método teórico-práctico (290, 291, 292, 293). Todo aquel que aspire a comprender sin grandes dificultades el sentido de los clásicos árabes, y a penetrar en el espíritu de sus numerosas producciones, debe hacer un detenido y especial estudio de los gramáticos indígenas, o de la terminología usada por ellos; y esto es indispensable, entre otras causas, porque las obras árabes más notables, como Korán, Hamâsa, Makâmât, Moa'llakât y otras muchas, son incomprensibles al europeo, y aun al árabe moderno, sin los comentarios indígenas, en los cuales se hace uso de dichos términos; aun es frecuente el empleo de los mismos entre los poetas, especialmente en juegos de palabras o retruécanos, de que gustan mucho los autores árabes. (294, 295, 296)

     El estudio y conocimiento de los dialectos es en todas las familias del lenguaje, objeto del mayor interés: en ellos se conservan con frecuencia las formas primitivas o más antiguas del idioma, y en ellos únicamente podemos estudiar con seguridad el significado primitivo y genuino de muchas voces que se han perdido en el lenguaje moderno. De aquí la importancia capital que tienen hoy algunos dialectos antiguos (como el litáuico) aun cuando carezcan de literatura. Hasta nuestros días se ha descuidado por completo el estudio científico de los mismos, porque se ignoraba su importancia y no se conocían sus aplicaciones. El cónsul alemán Wetzstein, entre otros lingüistas, ha demostrado con numerosos ejemplos lo que pueden valer los dialectos para explicar la etimología y significado de palabras oscuras. Por medio de voces, hoy de uso común entre los beduinos del Irak y países limítrofes (Asia menor) ha explicado satisfactoriamente la etimología y significado de muchas palabras hebreas, antes de origen dudoso, pero frecuentes en el A. T. (233). Otras muchas aplicaciones tienen los dialectos en la ciencia y a la vida práctica. El idioma árabe tiene varios de gran importancia, y muy extendidos por diversas partes del globo, como el de Siria, de Egipto, [319] el Magribita o de Argel, y el de Marruecos; de los cuales se distingue por muchas particularidades características el que hablaban los moros españoles hasta el siglo XV. Sobre todos estos dialectos se han publicado trabajos notables y muy útiles, con especialidad en Francia y Alemania; algunos de los cuales, como el del alemán Wahrmund, acompañan a la teoría numerosos ejemplos prácticos, elegidos de la conversación y aplicados con oportunidad. (295, 296)

     Entre los lexicógrafos europeos ha merecido hasta el presente un lugar distinguido el alemán Guillermo Freytag. Su obra, que comenzó a publicarse desde el año 1830 en cuatro grandes tomos folio, está basada en los trabajos de Golio, Meninski y otros, de que antes hemos hecho mención; pero siendo estos trabajos demasiado incompletos, aprovechó Freytag para la composición de su gran Lexicon los trabajos más perfectos de los dos maestros de la lexicografía árabe, llamados Chauhar y Firuzabadi. Esto no obstante, los nuevos adelantos y descubrimientos hechos en el estudio de la lengua vinieron a demostrar pronto que el gran trabajo del orientalista alemán era capaz de muchas y considerables mejoras y adiciones, y no habían pasado dos decenios del siglo, después de la publicación del mismo, cuando se vio la necesidad de una obra más completa y que correspondiese al gran impulso que habían recibido los estudios orientales. Freytag da en su diccionario el significado de las voces, sin probar su exactitud con autoridades competentes o de los clásicos, según es costumbre en obras de este género; la significación que da a muchas voces no está comprobada, y la de otras muchas es inexacta. Faltan en él también gran número de voces, muy frecuentes en cierto género de obras, que si no son puramente clásicas, gozan de singular popularidad entre los amantes de la literatura oriental, tales como las Mil y una noches y otras de este género; semejantes voces no deben faltar en un diccionario completo del idioma árabe.

     El inglés G. Lane ha emprendido la obra colosal de componer y publicar un diccionario el más completo que puede esperarse del estado en que actualmente se hallan los estudios de la lengua. Este diccionario (del que va publicada una buena parte, y para [320] la completa composición del cual tiene el autor reunidos todos las materiales indispensables), promete ser un monumento inapreciable, que podrá compararse con las grandes obras de este género que poseen otras lenguas. Lane da en él las autoridades clásicas en que apoya o de quien deriva la significación de las voces menos comunes, y respecto de las cuales puede haber alguna duda. Con esto será su precioso Lexicon, a la vez, un medio fácil y seguro para hacer nuevas investigaciones, puesto que Lane se ha podido servir para la composición del mismo de gran número de obras muy apreciables de los autores árabes, tanto lexicográficas como gramaticales, que han visto sucesivamente la luz pública después de la publicación del diccionario de Freytag. Entre ellas se cuentan las dos grandes obras de Chauhar y Firuzabadi, el lexicón enciclopédico del célebre Hachi Jalfa, el diccionario geográfico de Yakût, y otros muchos y muy estimados trabajos de este género, que tanto abundan en la literatura de los árabes. (299, 300, 301, 302, 303, 304)

     Entre las crestomatías o colecciones de piezas escogidas, no tiene semejante hasta hoy la del inmortal Sacy, que por su extensión, traducción y preciosas notas que la acompañan, ya etimológicas, ya históricas o geográficas, es uno de los mejores trabajos del infatigable orientalista francés. También es muy apreciable la de Kosegarten, por su glosario, y por los trozos que en ella se encuentran de obras clásicas aún inéditas; siendo además de fácil adquisición.

     Nuestras antes escasas y confusas noticias sobre la literatura de este pueblo, tan digno de estudio en los días efímeros de su inmenso poderío como lo es hoy en su abyección, barbarie y envilecimiento sin igual, han recibido grandes aumentos y nuevas luces con las acertadas investigaciones de los arabistas alemanes, ingleses, franceses y de algunos españoles.

     Hammer Purgstall emprendió un estudio detallado y científico sobre la historia de la literatura árabe, y expuso el resultado de sus trabajos en una grande obra, de vastísima erudición, y de suma utilidad para la ciencia. Las materias están, sin embargo, dispuestas con poco orden y método, a lo cual, y al no haberla terminado, se debe el que la obra de Hammer no tenga el [321] mérito que pudiera esperarse de los talentos de su autor. (306)

     Freytag es, entre los modernos, de los que más han contribuido a los progresos de la filología arábiga con sus acertadas publicaciones. Por primera vez hizo una exposición completa y clara de los principios que rigen en el arte métrica de los árabes, acompañándola de numerosos ejemplos tomados de vates indígenas; al mismo tiempo se ocupaba en la composición de uno de los libros más importantes y de más utilidad para el estudio de la lengua; quiero decir, su colección de proverbios árabes, cuyo conocimiento es necesario en todos los idiomas, pues son como la quinta esencia de las opiniones, hábitos y costumbres de los pueblos; pero en ninguno más que en éste, por el uso continuo y universal que de ellos se hace en toda clase de composiciones; en esta obra se dan curiosas noticias acerca del origen de gran número de estos proverbios, cada uno de los cuales encierra un compendio de historia. Este ilustre arabista no ha cesado en sus interesantes publicaciones sobre la lengua del Korán, hasta los últimos días de su vida. (307, 308, 309, 310)

     De las aulas de Silvestre de Sacy habían salido numerosos y aventajados discípulos, que por este tiempo comenzaron a dar pruebas prácticas de su actividad literaria, y encendieron en otros el amor a los mismos estudios; con la segunda publicación de la gramática de Sacy y del gran Lexicon de Freytag dio principio una nueva era para la filología arábiga, brillante y rica en producciones y descubrimientos. G. Flügel comenzaba entonces la publicación del gran Lexicon enciclopédico de Hachi Jalfa (V. página 242), después de haber dado a luz el texto del Korán en una edición de las más correctas que tenemos hasta el día. Flügel ha hecho también el primer estudio detallado de las famosas escuelas de Basora y Kûfa, de los gramáticos y demás escritores que de ellas salieron y de sus principales producciones. Éste fue también el tiempo de las traducciones de obras magistrales, por medio de las cuales se ha de dar a conocer al pueblo culto la importancia de la literatura. El inglés Guckin d'Slane ha prestado excelentes servicios a la ciencia con trabajos de este género. (311, 312, 313, 314, 315)

     El primer período en el estudio filológico de un idioma es el [322] gramatical y lexicográfico; los trabajos en este período tienen por objeto especial el estudiar y dar a conocer la estructura y mecanismo de la lengua; después de este resultado comienza el de los estudios críticos sobre la literatura y de las publicaciones de los clásicos.

     Hasta nuestros días se habían descuidado las bellísimas producciones de los genios, y especialmente de los poetas musulmanes; cuyas preciosas y divertidas obras, amenizadas por las diversas formas bajo las cuales su imaginación viva y fecunda y entusiasmada fantasía supieron presentar un mismo objeto, el de su amor, yacían sepultadas en las bibliotecas y en el olvido.

     Silvestre de Sacy dio a conocer algunas composiciones en su Crestomatía, y otras en publicaciones separadas, que acompañó siempre, como en aquélla, de excelentes traducciones, cual podía esperarse de tan sobresaliente orientalista. Semejantes trabajos fueron luego muy raros en Francia, pero tanto más numerosos en Alemania. Freytag acompañó también su edición del libro llamado Hamasah, o colección de poesías que fueron compuestas, en su mayor parte al menos, antes de Mohammed, de una traducción bastante correcta, y explicación del texto y comentario árabe.

     El alemán Fernando Wüstenfeld sobresale entre todos los arabistas modernos en este género de publicaciones, tan útiles para los que se ocupan con la literatura de este pueblo, como penosas para quien las emprende; es el que más ha contribuido, con esta clase de trabajos, a los progresos de la filología árabe; sus ediciones de los clásicos se distinguen además por lo correctas (316). Arnold, Dieterici, M. J. Müller, Kosegasten y otros muchos se han dedicado con celo y entusiasmo, nunca bien ponderado y alabado, a esta especie de trabajos, y gran número de las antiguas producciones musulmanas son hoy tan fáciles de adquirir para el joven orientalista como nuestros clásicos. (317-329)

     Hacer una buena traducción es tan difícil como componer su original; y si aquélla se hace de una lengua a otra de carácter y estructura gramatical completamente diferentes, se aumenta la dificultad en proporción que sea mayor la diversidad de caracteres. Esto bastará para creer que habrá muy pocas traducciones buenas y exactas de autores orientales, sin excluir los árabes, en [323] nuestros idiomas; mas la sospecha no es del todo exacta. Para llevar a cabo empresas que ofrecen grandes obstáculos se presentan a menudo talentos y genios sobresalientes, y así acontece en esta especie de trabajos, a los cuales se han dedicado, con éxito a veces brillante, Silvestre de Sacy y el incomparable alemán Rückert, cuyas traducciones son otras tantas obras clásicas y poéticas, con Wolff, Nöldeke, Reinhardt y varios otros. (330, 331, 332)

     Las ricas y preciosas fuentes que nos dejaron los escritores árabes para la historia han sido especial objeto de investigación y estudio. El alemán Sprenger ha compuesto, a la vista de originales árabes, una interesante obra sobre la vida, doctrina y hechos de Mohammed, en la cual examina la influencia que este personaje pudo ejercer en la marcha de los acontecimientos políticos de Europa, Asia y África, y en la civilización de los pueblos, especialmente modernos. G. Weil, para la composición de su apreciable Historia de los califas, se ha servido de los mejores materiales que los adelantos modernos han sacado de toda la literatura oriental, y de los autores árabes con especialidad; los mismos han servido al gran arabista D. Pascual de Gayángos para la composición de su apreciable obra sobre «las dinastías.»

     Los grandes pensadores y filósofos árabes han tenido también sus investigadores, y sobre sus trabajos, publicados unos, inéditos otros, se han escrito numerosas obras de grande interés y aplicación. Entre éstos no debemos pasar en silencio los de Dieterici, y el del profesor de Munich M. José Müller, sobre la filosofía del célebre Averroes, publicada en el original por el mismo distinguido profesor, quien además se ha ocupado con otros trabajos relativos a la historia de los árabes españoles, y a las palabras que del mismo idioma han quedado en el nuestro.

     Sobre este último objeto se ha ocupado con admirable éxito R. Dozy, quien en la segunda publicación de su Glosario hace un estudio detallado, científico y completo de todas las palabras españolas y portuguesas derivadas del arábigo, sirviéndose también de los acertados trabajos sobre la materia del citado profesor Müller. No son menos apreciables sus obras sobre la Historia de España en la Edad Media y sobre los Nombres de vestimentas árabes, para cuya composición se ha servido de trabajos originales [324] del idioma, en que tan profundos conocimientos posee. Así hemos abandonado los españoles en manos de extranjeros, estudios que exclusivamente nos pertenecen. Sobre la filosofía árabe (y sobre la de Aristóteles) son muy apreciables los escritos del abad y profesor de Munich B. de Haneberg. (333, 334, 335, 336, 337, 338, 339, 340)

     Todo objeto que ofrezca algún interés especial, como el carácter que presentan las diferentes épocas literarias y escritores, filosofía, Korán, legislación, teología, medicina y otras muchas cuestiones de grande interés y utilidad para la historia de la cultura y civilización de este pueblo memorable, que en algún tiempo estuvo a punto de hacerse dueño de los destinos de Europa, y que tan buenos testimonios ha dejado del celo con que fomentó las ciencias y artes en su literatura; todo cuanto tiene relación con el desarrollo intelectual de un pueblo, o puede influir en él, ha ocupado a los arabistas de nuestro siglo. Pero el manantial está muy lejos de agotarse; una densa nube cubre aún muchos puntos importantes de esta rica literatura, y preciosos manuscritos esperan en nuestras bibliotecas a que algún español amigo de un pueblo con quien por tantos siglos vivió en íntimo comercio, les robe los interesantes secretos que depositó en ellos la diestra pluma de algún musulmán. Y si el amor a la ciencia, y los nuevos descubrimientos que para nuestra historia podemos hacer en las obras de los árabes, no son motivos poderosos para despertar nuestro celo hacia su estudio, séalo el ejemplo de todas las demás naciones europeas, en las cuales, sin exceptuar la moscovita ni la revolucionaria Italia, vemos a hombres eminentes trabajar con extraordinario entusiasmo en un estudio que ni remotamente les ofrece las ventajas que a nosotros. Al estudiar la literatura árabe, hacemos el estudio de la nuestra, y con más propiedad puede afirmarse esto de la lengua; pues no es posible conocer a fondo la nuestra propia sin el auxilio de aquélla.

     Las bellísimas composiciones poéticas que como piedras preciosas adornan la literatura árabe, han sido para los orientalistas objeto predilecto de estudio, como también para el pueblo culto de recreo. Mas para percibir y comprender las bellezas de tales producciones de la fantasía oriental es necesario revestirse del carácter, opiniones y preocupaciones político-religiosas que rodean [325] y distinguen al hijo de Sem, habitante o nómada del desierto, y respirar la atmósfera de ideas que constituyen como el elemento de su vida. El árabe, siempre noble y nunca infiel a sus antiguas tradiciones, ha conservado con tenacidad las creencias, que según su libro religioso, fueron reveladas al caudillo enviado por Dios a fin de regenerar la corrompida humanidad.

     El entusiasmo y fanatismo que aquel hombre emprendedor y de talento nada común supo despertar en los ignorantes idólatras de la Arabia, como en los monoteístas cristianos y judíos, proclamando los sublimes dogmas de los últimos, y halagando las pasiones desenfrenadas de todos, despertó las imaginaciones fecundas, animadas y vírgenes de muchos ingenios, que sin ese impulso hubieran permanecido inertes y sin fruto. Mahoma desterrando las abominables costumbres gentílicas, aboliendo muchas de sus degradantes supersticiones entre los hijos del desierto, y estableciendo como fundamento de su religión el principio de la unidad de Dios, ganó para sí las hordas de los hijos de Sem, esencialmente monoteístas, y creó una literatura que caminó siempre en oposición a la que produjo el politeísmo de los arios, hijos de Jafet, en la cual se pierde la imaginación como en un laberinto de dioses, principios y creencias a veces opuestas y que se destruyen mutuamente.

     Sin Mohammed careceríamos de esos bellos frutos de la inteligencia humana, y acaso una gran parte de la humanidad hubiera permanecido sumida en la más grosera idolatría.

     Para el español es la historia de su patria el primer atractivo que le debe mover a estudiar el idioma de que nos ocupamos; pues sabida es la importancia de las obras que sobre nuestra historia y geografía nos dejaron los sectarios del Profeta. La atención especialísima que semejantes trabajos han merecido de los sabios europeos prueba mejor que todo lo que nosotros pudiéramos decir de su importancia. Y sin embargo, es relativamente muy escaso el número de obras de este género que han visto la luz pública, y estamos en el principio de la empresa. Aquí, más que en ninguna otra especie de escritos, es necesaria la crítica. El filólogo, después de examinar la suerte que cupo a nuestros padres durante la dominación sarracena, debe también estudiar el desarrollo [326] de las letras y de las inteligencias durante la misma dominación.

     El impulso inmenso que las ciencias recibieron en España en este período ofrece el interés especial de haberse dado cuando toda Europa se hallaba sumida en las tinieblas de la ignorancia, y esta gloria del pueblo musulmán recae también sobre España, porque la cultura floreciente de los árabes se aclimató en nuestro feraz suelo, echó profundas raíces y dio luego ópimos frutos, que se reprodujeron por todo el mundo cristiano. Las ciencias todas se cultivaron en las escuelas de Córdoba, donde alcanzaron un grado de desarrollo superior a lo que pudiera esperarse de aquellos remotos y calamitosos tiempos. La medicina, las ciencias naturales, exactas, filosofía, retórica, poética y gramática, tuvieron hombres grandes, ingenios que forman bellas páginas de la historia de la literatura muslímica en su relación con la nuestra. Pero guárdese el filólogo de admitir con demasiada credulidad como verdadero todo lo que encuentre en los historiadores árabes; porque, llevados por su amor a lo maravilloso, han acogido en sus obras infinidad de fábulas, tradiciones y cuentos, cuya distinción de los hechos verdaderamente históricos exige un juicio experimentado y sano. La idea del fatalismo, enseñada en el Korán, y en virtud de la cual el destino del hombre está irrevocablemente decretado, es la causa de que ningún historiador mahometano se ocupe en hacer un examen crítico de los sucesos que narra. Al tropezar con un hecho extraordinario y cuya explicación le es difícil, no considera como deber suyo el investigar las causas naturales que le han podido producir; Allah sabe más que todos (wallahu aa'lam) es en historia el último refugio del mahometano y el non plus ultra de su crítica.

     De lo dicho sobre la lengua árabe y su literatura se deduce que hemos abandonado en manos de extranjeros un estudio que nos pertenece. Sin el conocimiento de los historiadores de este pueblo es imposible a los nuestros caminar sobre base firme en las investigaciones acerca de la historia de España, y sin el de su lengua no podemos poseer con fundamento la propia, así como es necesario partir de su literatura para explicar el origen y desenvolvimiento de la nuestra; esta lengua sirve también de poderoso [327] auxiliar en los estudios sólidos de la geografía española, por lo menos en lo tocante a nombres propios y de ciudades. Al apreciar el mérito de los trabajos que sobre la lengua del Korán y su literatura han sido publicados en todos los países europeos, no es mi intento rebajar el de los españoles, y principalmente las diversas obras de los eminentes arabistas los Sres. Gayángos, Alcántara, Nieto y Simonet, pero queda manifestado y probado con la historia de los hechos, que los trabajos españoles son insignificantes, casi nulos, al compararles en número y valor con los extranjeros. (342, 343, 344)

     Francia cuenta en esta clase de estudios hombres sobresalientes, que no ceden en mérito a los alemanes; Silvestre de Sacy, Quatremère, Reinaud, Derembourg, Caussin de Perceval, Kazimirsky, Burnouf, Mohl, Bréal, etc., han sido y son las columnas de la filología en el vecino país, aunque en todos los estudios y ramos de esta ciencia ocupan el primer lugar los alemanes por el número y mérito de sus trabajos.

     Sobre las lenguas africanas propiamente dichas se han hecho excelentes ensayos para determinar sus caracteres y estructura gramatical, puesto que la mayor parte de las mismas carecen de literatura. En la inmensa extensión comprendida entre el Ecuador y la Hotentotia se hablan lenguas que forman una gran familia, conocida bajo el nombre de Kongo o Bantu, y que extiende sus ramas desde la misma Hotentotia hasta el octavo grado latitud N.; y desde Fernando Po hasta la tribu gala. Se las divide comúnmente en tres grandes grupos: l.º, el del E.; 2.º, el del medio y 3.º, el del O., con varias subdivisiones en cada uno. Al primer grupo corresponden las lenguas de los cafres, Zanzibar, etc.; al segundo las subdivisiones Setchuana y Tekeza; al tercero pertenecen Bunda y Kongo, con las lenguas herreró, bunda, kongo, kele, Fernando Po, y otras. Estas lenguas guardan entre sí la misma relación que las indo-europeas o los dialectos semíticos.

     La filología moderna, pues, ha hecho el importante descubrimiento de que en la mayor parte del África, en una extensión de más de 35 grados, habitan pueblos con lenguas semejantes. Muchos de esos pueblos o tribus serán, sin duda, emigrados de otros puntos del globo. [328]

     Algunos de sus idiomas han sido agregados a distintas familias; a las semíticas por unos, y a la que modernamente se ha distinguido por el nombre hamítica, en la que se cuenta también el Egipcio. Las lenguas llamadas bantu se cree que comprendan la extensión que hay desde la costa E. (Gala y Somali) a la del O.; y de Fernando Po al país de los Hotentotes. Las comprendidas entre Fernando Po y Sierra Leona,-hasta cerca del Nilo superior,- forman pequeños grupos, y aun las hay que parecen estar completamente aisladas, quizá porque, a falta de conocimientos, no sabemos distinguir la relación que existe entre las mismas.

     El inmenso campo de la filología ofrece allí, donde menos pudiera esperarse, lugares escabrosos y desconocidos; uno de ellos existe en nuestra España. La lengua de la antigua Cantabria se ha opuesto a todos los esfuerzos hechos por los filólogos, a fin de determinar la familia o grupo a que pertenece, con la misma tenacidad que sus habitantes a los conquistadores extranjeros, y hoy están aquéllos en completa incertidumbre acerca de este punto capital, creyéndola unos ural-altaica, turánica otros, y dejándola aislada los terceros. En el mismo caso se encuentran algunas lenguas del centro y norte de Asia, cuya importancia está en la relación que puedan tener con las de la América del Norte. (345)

     De notar es un grupo, bastante numeroso, que no habiendo podido ser aún incorporado a alguna de las familias conocidas, ha recibido su nombre del punto en que principalmente se hablan las lenguas que le componen, a saber, grupo kaucásico. Hácense de ellas dos subdivisiones, comprendiendo en una las de Georgia, y las demás en otra. Aquélla, que también se llama ibérica, ocupa un lugar distinguido entre todas las kaucásicas por su desarrollo gramatical y por su antigua literatura. Pertenecen al mismo grupo el Mingrélico, Suano y Abjásico, y hace una excepción rara, pero digna de estudio, el Osético, que encontrándose rodeado de estas lenguas y otros dialectos, pertenece a la familia indo-europea en su grupo eránico, como hemos visto.

     El segundo grupo presenta la particularidad de no designar el género como una cualidad que el objeto posee en sí mismo, y sí el género de aquel objeto a que se refiere la palabra; nosotros decimos [329] reina, atribuyendo la cualidad femenina a la persona; luna id., al objeto personificado, etc. Aquí se dice, por ejemplo: wo-u, amor hacia un hombre; yo-u, amor hacia una mujer; bo-u, amor hacia un objeto cualquiera; wa-qe, hambre del hombre; ya-qe, hambre de la mujer.

     Algunas de estas lenguas son ásperas y gustan del amontonamiento de consonantes.

     Para algunas lenguas habladas en la isla de Ceylan, Singhalés (moderno) y Elu (antiguo), no se ha encontrado aún familia que las reciba como miembros que la pertenecen. Nuevos adelantos vendrán a explicarnos estos y otros fenómenos lingüísticos, hoy desconocidos, descubriendo al propio tiempo nuevos objetos ignorados, y que deberán serlo de investigaciones ulteriores. De este modo se presentan a la inteligencia humana, en aquello mismo que inventa o descubre, causas permanentes de su aplicación y estudio. [330]



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- XVI -

La escritura

     Sin el lenguaje escrito, se hubieran presentado a la inteligencia humana tales dificultades en la obra de su desenvolvimiento histórico, que le habrían hecho poco menos que imposible, como también el de las ciencias y artes por la misma cultivadas. La escritura es el complemento del lenguaje hablado, y el auxiliar más poderoso en la obra de su formación y desenvolvimiento histórico; es un elemento necesario en la historia de los pueblos civilizados y sociales. Sin lenguaje es el hombre, como ser racional, inconcebible; sin un medio que perpetuase la memoria de los hechos y descubrimientos, llegaría muy pronto al término de sus adelantos y progresos, porque le faltaría un elemento que le ayudase a dominar la naturaleza y descubrir los secretos que encierra. El lenguaje une los individuos de una sociedad; la escritura establece comunicación entre las razas todas y las edades, y facilita los medios de adquirir una educación universal.

     La escritura tiene también su historia, porque, como medio de la inteligencia, es susceptible de progresos, cambios y mejoras. La forma bajo la cual manifestamos el pensamiento se modifica y varía de una edad a otra; y la escritura, que es como la encarnación del mismo, sufre muchos de los cambios y modificaciones de esa forma, o sea del lenguaje. Pero la escritura es cosa accesoria a la naturaleza racional, mientras que el lenguaje le es constitutivo esencial, por lo que existió mucho tiempo sin aquélla.

     Los primeros ensayos hechos para perpetuar y transmitir las [331] producciones de la inteligencia y los hechos de la humanidad a las generaciones venideras fueron imperfectos y rudos. La historia de la escritura está envuelta en las tinieblas de la fábula, y no podemos hacer cosa mejor que presentar algunos hechos, dejando al lector que forme sobre ellos la opinión que juzgue conveniente.

     El impulso natural y casi irresistible que siente el hombre a comunicarse a distancia le llevó a descubrir diversos medios de representar pensamientos por medio de signos visibles, a lo que también contribuyó su inclinación a conservar el recuerdo de los hechos y trasmitirlos a los venideros; otras ventajas de este medio, como la de recordar sus propios pensamientos y facilitar el análisis de los mismos, no vinieron acaso a la memoria de los primeros inventores del lenguaje figurado.

     El primer ensayo de escritura le tenemos acaso en la costumbre que observaban algunos pueblos antiguos de entregar a sus embajadores algún objeto visible como testimonio y símbolo de su carácter de tales. Los pueblos americanos anunciaban la paz y declaraban la guerra a sus amigos o enemigos, enviándoles mensajeros de la alegre o triste nueva, provistos de una especie de pipa larga y adornada con diferentes objetos, que simbolizaban la intimación que hacia el mensajero. Símbolos análogos empleaban otros pueblos por medio de sus heraldos o embajadores. Jeremías recibe la orden (Jer., cap. 19) de tomar una vasija de barro y romperla ante los ancianos de su pueblo, para significar la pronta e irremediable destrucción con que les amenaza. Objetos convencionales y arbitrarios han servido en todos tiempos para recordar alguna cosa de más o menos importancia. Los norte-americanos indígenas (indios) usaban una especie de tiras o canutillos, hechos primeramente de concha marina, y luego de porcelana (en forma de tubo también), para comunicarse acontecimientos importantes y conservar simbólicamente su memoria.

     Estos medios de comunicación figurada, los más rudos y groseros que imaginarse puede, fueron explotados y perfeccionados por los indios del Perú, que con signos análogos, llegaron a formar un sistema de escritura. Consistían estos signos o figuras en una especie de globulitos a manera de cuentas de rosario, a los [332] que se llamó quippos o nudos. Con nudos de diversa magnitud y color hacían combinaciones muy variadas o grupos de los mismos, cada uno de los cuales representaba uno o varios conceptos generales, que los demás convencionalmente entendían. Dícese que los Anales del imperio de los poderosos Incas fueron escritos y se conservan en esta especie de escritura singular, y hay quien sostiene que algunos indios conocen el secreto de la misma. Esto último nada tiene de probable; mas de lo primero tenemos claros indicios en los numerosísimos ejemplos que de los quippos se encuentran en los vasos, utensilios, instrumentos y otros enseres hallados en el Perú, especialmente en sepulcros y monumentos de los muertos; los nudos están esculpidos o tallados en la materia de que se compone la vasija o instrumento. Era también costumbre el ensartarlos en hilos, y así, formando grupos o combinaciones, suspenderlos de varas o palos, que entregaban a los embajadores destinados a llevar algún mensaje de importancia. Los peruanos no supieron modificar ni perfeccionar este grosero sistema de escritura, del cual, sin embargo, sacaron no poca utilidad y provecho. Según una tradición muy recibida, la usaron algún tiempo los chinos, hasta que su emperador Fohi inventó otro sistema mejor y más sencillo.

     Superior ingenio y más capacidad y desarrollo de la inteligencia se descubre en la invención de la escritura iconográfica, por medio de la cual se designan los acontecimientos pintándolos. Los hechos se representan aquí confusos, de golpe, sin análisis de sucesión; todo el complejo se presenta a la vista de una vez, como lo concibe la imaginación inculta del salvaje; pero en un sistema tal, vemos ya ciertos signos que representaban los nombres de las cosas, y a los cuales se daba la denominación especial de totems (entre los indios); eran como el germen de la verdadera escritura, cuyos signos representan los sonidos del lenguaje hablado; pero la inteligencia virgen del indio no tuvo capacidad para desarrollarle. El pueblo mejicano, sin embargo, llevó esta escritura a un alto grado de perfección, y la hizo servir de vehículo a una civilización floreciente. Favorecía esto también el carácter de los nombres propios de su lengua, porque todos los que expresaban personas como los que designaban lugares, [333] estaban compuestos de palabras significativas, y podían muy bien representarse por jeroglíficos; como si nosotros designásemos gráficamente la ciudad de Granada pintando el fruto de su nombre; la de León, el animal del mismo, etc. Por este método conservaban más fácil y fielmente la memoria de los hechos, que los peruanos con los quippos. El mejicano representaba gráficamente los nombres reales de los objetos, en lo cual iba ya envuelta la idea de un sistema de escritura jeroglífica, que se hubiera acaso desenvuelto y originado de aquélla, si la conquista del país por los españoles, que destruyeron todo lo nacional indígena, no hubiese cortado de un golpe la corriente que seguía la civilización mejicana, que se encontraba entonces representada en gran número de monumentos literarios, especialmente históricos, destruidos casi en su totalidad por los mismos españoles.

     Cuentan los historiadores de la Conquista de Méjico por Hernán Cortés que, al desembarcar este ilustre caudillo con sus gentes, y presentársele los primeros indios, hacían éstos con gran diligencia exactos dibujos de sus armamentos, aspecto exterior de las personas, de los buques anclados en la playa, y de todo cuanto pudiera dar la más completa idea de tan notable acontecimiento a los ausentes; estos dibujos se remitían sin pérdida de tiempo a la capital del imperio, Méjico, y entregados al jefe del Estado, Motezuma; tales dibujos eran, sin duda alguna, documentos oficiales escritos en el sistema iconográfico. A la pintura del objeto se añadían otros apéndices convencionales, por medio de los cuales se modificaba el valor primitivo del signo; de este modo podrían expresarse hasta las ideas abstractas. Los mejicanos sacaron gran partido de este segundo ensayo de verdadera escritura, que encontramos desenvuelto y llevado a la perfección por otros pueblos más afortunados.

     En Egipto, idénticos principios dieron incomparablemente mayores resultados; la escritura iconográfica tomó aquí otro carácter diferente del que conservó entre los mejicanos. Designábanse los objetos, gráficamente, por medio de dibujos; pero éstos, que recibieron ya el nombre de jeroglíficos, constituyen un sistema perfecto y complicado, aun en los monumentos más antiguos de este país. [334]

     En su estado y empleo primitivo vemos aquí una manera de escribir monumental, cuyo objeto era recordar hechos o acontecimientos; de carácter iconográfico, puesto que cada signo representaba un objeto visible, solo o acompañado de otros que servían para explicar y determinar el signo principal del grupo; de esta manera, por medio de combinaciones sistemáticas y simbólicas, llegaron los egipcios a expresar en su escritura los conceptos y las ideas abstractas con mucha mayor claridad y precisión que el mejicano. En esta última circunstancia vemos ya un gran adelanto en el desarrollo histórico de la escritura; los signos reciben un valor convencional, no representado en la figura de los mismos, de esto a la invención de un sistema silábico había un solo paso.

     La imaginación fuerte, fecunda y civilizada del egipcio trabajaba sin cesar en el perfeccionamiento y desarrollo de aquel sistema gráfico, en el que había depositado gran parte de sus tesoros literarios, y perpetuado sus creencias religiosas. Habían seguido en esto la costumbre de indicar un objeto por medio de figuras que recordaban al entendimiento los sonidos de que estaba compuesto el nombre del mismo; de donde vinieron a tener valor fonético algunos de los signos jeroglíficos. De esta idea debiéramos esperar grandes resultados, pero nos vemos engañados al saber que la escritura conservó el carácter general antiguo de monumental. No obstante, parece que la figura de un objeto representaba primeramente a éste, pero podía designar al propio tiempo algún concepto, cuyo nombre (en el lenguaje hablado) concordaba con los valores fonéticos consonantes que había recibido dicho signo; además, las figuras jeroglíficas no recibían un valor fonético arbitrario, ni representaban cualquiera de los sonidos que tenía su nombre, sino que, con el tiempo, se estableció una ley, según la cual algunas figuras podían representar solamente el sonido de la letra inicial del nombre que figuraban; así, la figura del león, labo, representaba a la vez l, como la de águila, ahom, a. Con esta clase de signos están expresados los nombres propios de las inscripciones egipcias. Sobre las diferentes especies en que se dividió el sistema primitivo hemos hablado en otro lugar (páginas 134 y 335). [335]

     En China tuvo la escritura origen análogo al que hemos visto en Méjico y Egipto; el jeroglífico fue la base de la escritura moderna, poco menos complicada que el primero. Dícese que el primer ensayo de escritura entre los chinos se hizo con nudos, parecidos a los quippos peruanos; pero si esto es verdad, fueron muy pronto sustituidos por signos jeroglíficos o pinturas de los objetos que representaban; como el disco expresaba el sol, etc. Con este procedimiento tenían signos para muchos objetos visibles, acaso los más comunes en el uso ordinario de la vida social. Viéronse pronto obligados a aumentar el número de los mismos, formando compuestos con dos o más simples, como hacen con las voces en el lenguaje hablado; así los signos de montaña y hombre juntos significaban ermitaño; los de ojo y agua, lágrimas, etc.; a otras figuras primitivas añadían ciertos apéndices simbólicos, con los que modificaban su valor; la figura de una bandera significaba derecha e izquierda, según la dirección del dibujo. Luego encontraron medio de multiplicar los signos, dando a muchos de los ya existentes valor fonético, y combinando los elementos fonético e ideográfico en un signo compuesto (pág. 105).

     Sabemos que la lengua china tiene muchos homónimos, o sea palabras de igual sonido y distinta significación (como muestras falda, era); para designar estas palabras en la escritura se procedió de modo que cuando se inventaba un signo que representase a una de ellas, lo hacía en todas sus acepciones, distinguiéndosele por medio de apéndices que caracterizasen sus diversos valores significativos: pe, blanco, precedido del signo de árbol, significa una especie de ciprés, y con el signo de hombre significa el hermano mayor, etc. De este modo el signo de hombre entra en algunos centenares de combinaciones (sobre 500). La figura primitiva de los signos chinos ha sufrido tales modificaciones, que en muy pocos de ellos pudiera descubrirse, después de un detenido examen, su origen jeroglífico; éste nos es conocido por la tradición. La figura actual de los signos se fijó ya en los primeros siglos de nuestra era, conservando cada uno de ellos el valor que tenía el primitivo de que procedieron (V. pág. 104).

     La escritura cuneiforme, se cree haber tenido igualmente origen jeroglífico; y si bien nada cierto podemos afirmar, hay motivos [336] históricos para creer que su nacimiento debe buscarse en la iconográfica, y las figuras que se hallan imitadas en algunas combinaciones o grupos de conos del sistema asirio lo comprueban. El signo de rey, tan frecuente en las inscripciones de la tercera especie, es una imitación del pájaro que representaba el mismo concepto entre los egipcios; y lo propio acontece con otros grupos. Solo así se concibe el sistema complicado de esta escritura, que hubiera recibido otro carácter más sencillo si hubiera nacido independiente, y recibido sus signos valor convencional. En la escritura cuneiforme ideogramática no guardan los signos proporción en su figura con el objeto que representan; todo lo contrario de lo que tiene lugar en las demás de esta clase hasta la iconográfica. Los quippos peruanos no llegaron jamás a constituir un verdadero sistema, porque habiendo sido invento original, encontró el pueblo insuperables dificultades al formar de un solo elemento, el nudo, el inmenso número de combinaciones necesarias para representar los objetos más comunes del lenguaje hablado. Tampoco las inscripciones cuneiformes se hubieran elevado a sistema de escritura, si las combinaciones o grupos de conos no fuesen derivados de figuras que guardaban proporción con el objeto por ellas designado. Los primitivos jeroglíficos o figuras iconográficas del chino, han quedado convertidas en signos, compuestos acaso de las líneas o rasgos elementales del dibujo de que proceden, y con la significación primitiva; del mismo modo pudieron proceder los grupos asirios de figuras análogas, y los conos representan los rasgos elementales del jeroglífico. Del asirio se originaron después las otras dos especies cuneiformes.

     La segunda clase general de escritura es la silábica; en este sistema las letras representan articulaciones en lugar de simples sonidos, y por lo tanto, las vocales van inseparablemente unidas a las consonantes, y representadas unas y otras en un solo signo. En las inscripciones cuneiformes y en los jeroglíficos hemos visto ya el germen del silabismo (V. pág. 334). Este género de escritura es propio de lenguas de sencillo mecanismo gramatical, en las cuales sólo se analizan los elementos silábicos de las palabras. De los alfabetos más notables de este sistema, es el japonés kata- kana [337] o irofa, así llamado de los nombres de sus primeros signos, como el alfabeto de alfa y beta. Formose de fragmentos de figuras chinas, y consta de cuarenta y siete signos, uno para cada sílaba de las que pueden entrar en palabras japonesas; tiene diez consonantes y cinco vocales; las sílabas se componen generalmente de una vocal precedida de consonante simple. La vista de libros ingleses, que no comprendía ni aun sabía leer, fue causa de que un ingenioso chiroqués inventase para su tribu un alfabeto silábico análogo al japonés, de 85 signos, formados según el tipo de las letras latinas, aunque sin tener en cuenta su valor primitivo (V. pág. 127).

     Entre los semíticos, el alfabeto etíope es también silábico, pero en éste el número de signos es mucho más considerable, porque la distinción que hace de vocales largas y breves aumenta el número de sílabas posibles, y por lo tanto el de signos, que asciende a más de doscientos, con las variaciones de sílabas iniciales, mediales y finales, etc.

     Una especie de alfabeto silábico es el propiamente semítico, en el cual la consonante es única parte sustancial e indispensable de la sílaba, y la vocal es subordinaria y aun muy secundaria, como si sólo fuera el colorido de aquélla; por eso la primera puede formar por sí, gráficamente, la sílaba; y la vocal, o no se indica absolutamente, o se hace por signos especiales, que van unidos a la consonante. Este sistema fue la base de todos los modernos y usados por las naciones civilizadas del globo. La manera de apreciar en él los valores de consonantes y vocales guarda perfecta relación con el carácter de los idiomas semíticos, según hemos tenido ocasión de observar anteriormente. El tipo más antiguo de este sistema (fenicio) constaba de 22 signos consonantes, tres de los cuales participan de la naturaleza de las vocales, y pudieran llamarse semivocales: son y, v, con la aspiración suave h.

     Hay motivos poderosos, históricos y de observación, para creer que este sistema, en su tipo primitivo el llamado fenicio, nació del jeroglífico o iconográfico; ya sea que los semitas usaran algún tiempo esta clase de escritura, introduciendo en ella modificaciones sucesivas; o que, tomando de otro pueblo la idea de la misma, trabajasen desde luego el sistema alfabético. [338]

     Confirma este origen la circunstancia de que todas las letras, en los diversos tipos del sistema, llevan nombres que designan objetos naturales, y cada nombre tiene por inicial el sonido que representa la letra; así b se llama bet, que significa casa; a, alif o alef, toro;'g, ghimel, camello, etc. En algunas hay analogía entre el nombre del signo y la figura que representa, especialmente en el tipo más antiguo del sistema, o fenicio, donde el alef está representado por la cabeza de un toro; el a'in, ojo, por un círculo; mim, agua, por rasgos que asemejan ondas, etc.

     Del tipo primitivo de este sistema se derivaron los tres alfabetos principales semíticos conocidos hoy, hebreo, siriaco y árabe, extendidos por una gran parte del mundo antiguo, y el último usado por indo-europeos (persas, afganeses y en el Indostán), escitas (turco) y polinesios (malayo). Del mismo se derivan acaso los alfabetos eránicos e indios, lo cual prueba la analogía que existe entre los nombres de las letras en éstos y los semíticos, así como también el orden en que se enuncian y la figura o tipo general de las mismas. Los signos del alfabeto indio, llamado Devanagari, o escritura de los dioses, tienen mucha semejanza con los hebreos en su forma cuadrada o merubba', por lo menos en el aspecto general cuadrado, aunque en varios signos es más estrecha la semejanza. Las vocales mediales y finales se expresan por un método análogo al semítico, empleándose signos que se escriben sobre, debajo o al lado de las consonantes, si bien en sanskrit no puede omitirse la vocal, como acontece entre los semitas.

     En Europa el alfabeto semítico cayó primeramente en manos de los griegos, quienes introdujeron en él las modificaciones que pedía el carácter de su lengua, y las mejoras de que le conoció capaz su ilustrada inteligencia, inventando a la vez signos especiales para las vocales, que pudieran escribirse independientes de las consonantes. Del alfabeto griego nacieron otros, como el kopto, el armenio, los llamados runas de los germanos, acaso la escritura de los celtas, la de los rusos modernos, y algunas de los pueblos del Cáucaso. Pero la más importante de sus formas derivadas la tenemos en el alfabeto latino. Las colonias helénicas, que se habían extendido por el S. de Italia, dieron a conocer en la [339] Península su alfabeto nacional, y varios de los pueblos indígenas, como los etruscos, umbríos, oscos y latinos, aprovecharon tan favorable ocasión de proveerse con alfabetos derivados de la Grecia. Muchos de ellos desaparecieron con la nacionalidad de esos pueblos; pero el latino se ha conservado como propiedad común de todas las naciones civilizadas de Europa, para ser el vehículo de la cultura más floreciente, y con la misma ser trasportado a los países más remotos de la tierra.

     Los griegos hallaron en el alfabeto semítico, además de la falta de vocales, otros signos que, por ser representantes de sonidos ignorados en su lengua, o por causas que nosotros no conocemos, creyeron conveniente modificar, sustituir o suprimir; los sonidos guturales fueron en parte convertidos en vocales, como el a'in, en o; la y, en i; v, en digama; y faltando signo para u, le inventaron nuevo; con estos y otros cambios o sustituciones formaron un alfabeto perfecto y rico en signos, que guarda completa armonía con la hermosura y elegancia de su lengua.

     Al tiempo en que se constituyó el alfabeto latino, tenían los signos griegos una forma algo diferente de la en que hoy les conocemos. La h conservaba aún su sonido aspirado, que después A sustituyó por el de ê (). La mayor parte de los signos del alfabeto griego pasaron al latino sin cambios esenciales, y conservaron su figura primitiva o semejante. Suprimieron algunas letras, como la k, que sustituyeron por la c; cambiaron el valor de otras, como el de P, en griego r, que pasó a ser p; añadiendo al mismo signo un apéndice para representar la r. Procedimientos análogos se han seguido en la formación de otros alfabetos derivados o secundarios.

     Antes de terminar este artículo nos permitiremos una observación acerca del origen del alfabeto semítico. Es opinión comúnmente admitida que este sistema, base de los principales alfabetos conocidos, fue invención original de los fenicios. El grado de cultura a que se elevó este favorecido pueblo da alguna fuerza a los débiles argumentos con que se pretende probar y aun presentar como seguro semejante aserto. Es hecho cierto que los fenicios extendieron el sistema alfabético y le dieron a conocer entre los pueblos con quienes mantenían relaciones de comercio; [340] también lo es que el alfabeto hoy llamado fenicio es el más antiguo de los semíticos conocidos; pero el primero de estos hechos y acaso el más fuerte de los argumentos en favor de la invención fenicia, sólo prueba que este pueblo fue el propagador del sistema; y del segundo podemos decir que no conocemos con certeza, como así es en realidad, el tipo primitivo del sistema; y que aun supuesto que éste lo sea, pudo muy bien haber sido abandonado por el pueblo verdadero inventor, habiéndose apoderado del mismo los fenicios.

     Varias razones, que de paso hemos indicado anteriormente, nos inducen a creer que el sistema de escritura semítico es secundario, o que nació del jeroglífico o iconográfico. El pueblo inventor de aquel sistema debió, pues, conocer alguno de éstos. De entre los pueblos antiguos sólo el egipcio podía prestar ese conocimiento a los fenicios, puesto que, con el chino era el único que se servía de los jeroglíficos, y en general de un sistema de escritura, en el que los signos guardasen proporción con el objeto designado. Mas una circunstancia viene a despertar en nosotros fuerte duda de que esto fuese así. Hay un pueblo antiquísimo, noble y grande como el fenicio, al que no cede en civilización y cultura; y este pueblo, que es el hebreo, vivió largo tiempo mezclado con el egipcio, y conocía, por lo tanto, su ciencia, sus adelantos, y su escritura, cual ninguna otra nación antigua. Y de este pueblo sabemos que, pocos años después de su salida del Egipto, se servía de escritura para conservar y perpetuar sus sagradas tradiciones y creencias religiosas. Algunos de los libros llamados de Moisés no pueden atribuirse a otro que a este legislador y caudillo, quien a su muerte los dejó escritos; y en las tablas de la ley se dieron al pueblo los preceptos del Decálogo escritos. Hay, pues, motivos tan poderosos y razonables para creer que el pueblo hebreo inventó, acaso en el mismo Egipto y a vista de los jeroglíficos, el sistema de escritura semítica, como los que se presentan en favor de la invención por parte de los fenicios. Nosotros nos contentamos con hacer indicaciones, sin pretender en lo más mínimo resolver cuestión tan importante y escabrosa. [341]



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Conclusión

     Hemos hecho en este libro un breve y sucinto estudio del lenguaje humano, comenzando por examinar la naturaleza y origen del mismo, y caracteres más universales de todas las clases, familias y grupos que le componen, para establecer la clasificación ordenada de las lenguas; y siguiendo por cada una de aquéllas, hemos presentado algunos de sus caracteres distintivos más sobresalientes, por medio de los cuales mejor pudiéramos conocer la forma exterior de las familias, de los grupos, y la estructura y mecanismo especial de los individuos o variedades que les constituyen. En todo esto nada nos hemos apartado del camino de la observación práctica, por el que nos propusimos marchar en un principio, y nos hemos servido de la comparación allí donde la creíamos conveniente y propia para dar claridad a las materias; de modo que nuestro estudio ha sido, en su mayor parte, comparativo y práctico; y a la verdad no hay pruebas más fuertes y seguras que las tomadas de los hechos; y en estudios de pura observación, como los lingüísticos, los raciocinios filosóficos son inútiles, perjudiciales y falaces; el análisis filosófico de una lengua, como el de cualquier otro objeto o principio en la naturaleza, debe seguir al estudio práctico de la misma.

     Hemos visto cómo por el estudio comparativo de las lenguas se obtienen grandes resultados de aplicación a las necesidades de la vida, a las ciencias o a las artes cultivadas por la inteligencia. De muchas familias podremos llegar hasta reconstruir el idioma primitivo, que sirvió de modelo para la formación de los hoy existentes en las mismas; un ensayo feliz hemos visto ya en la nuestra (8). Por la comparación de los sistemas de escritura modernos con los antiguos que se nos han conservado en medallas e inscripciones, hemos llegado a reconocer un alfabeto primitivo, del que los demás son probablemente modificaciones o imitaciones. Esto consiguió, en parte, Jacobo Primsep, quien al descifrar las inscripciones de los reyes budistas, y analizar su escritura, vio en ella una forma anticuada de la India. Así, Lepsius ha demostrado, con grandes probabilidades de verdad, que [342] el alfabeto indio Devanagari, con los de la Oceanía y muchos de Asia, derivados directamente del mismo, y los europeos de origen griego, nacieron del semítico; y como éste procedió del jeroglífico, en el sistema antiguo jeroglífico en unión con el iconográfico, tenemos la base probable de todos los alfabetos conocidos. En esto, vemos al indio extendiendo su poderosa influencia a los pueblos más remotos; las tribus Drávidas o indígenas de la India; los tibetanos y malayos (exceptuando los propiamente llamados malayos), los habitantes de Java, Sumatra, Celebes, Filipinas (tagalo) y de otras islas del Océano, tomaron su escritura del indio; esta universalidad de la cultura india se debió en parte al Budismo, pero el principal agente en ella fue la floreciente civilización de este pueblo, que, como hemos observado en la reseña histórica de su literatura, hizo de todos los ramos del saber humano otros tantos objetos de sus minuciosas y profundas investigaciones; el lenguaje fue objeto predilecto de su estudio (9).

     Hemos presentado argumentos prácticos, que prueban la importancia de la filología general. Sin la etnografía no puede existir la historia, y aquella tiene su fundamento en la lingüística. Las lenguas nos enseñan el carácter de los pueblos, nos marcan las líneas divisorias de los mismos, y nos dan noticias seguras acerca de su origen, propagación y cultura intelectual. El origen y formación del lenguaje es anterior a la historia; por medio de las lenguas estudiamos la vida, relaciones, artes, industria, opiniones, creencias religiosas, culto, etc., de los pueblos, en tiempos [343] prehistóricos. Por las lenguas sabemos con certeza que todos los pueblos indo-europeos vivieron algún tiempo juntos y hablaban un solo idioma, que hoy no existe. En diversos períodos se fueron separando tribus de aquel pueblo, que luego formaron los ocho hermanos, hoy conocidos bajo el nombre común de indo-europeos, a saber: indios, persas, griegos, romanos, eslavos, litauos, germanos y celtas. Con los vedas en la mano, podemos seguir cronológicamente las emigraciones de estos pueblos, y saber cuáles vivieron por más tiempo juntos. Por medio de las lenguas sabemos aproximadamente el estado de cultura a que llegaron nuestros antepasados antes de la separación, cuando la historia no da otras noticias de ellos que las que ha tomado de la lingüística y filología. Para llegar a este resultado, sacaremos de las lenguas las expresiones que tenían comunes para ciertos conceptos, las cuales constituyen el tesoro lingüístico que cada uno tomó en la separación. En las lenguas que nacieron después de la separación de las tribus indo-europeas encontramos expresiones comunes a todas, para designar los objetos relativos a la vida doméstica, organización civil y militar, cría de ganados, agricultura y otras, que presuponen una mitología y sistema religioso bien acabado; por la cual circunstancia sabemos que nuestros padres, antes de su separación, conocían la vida doméstica, cultivaban los campos, y por lo tanto no eran nómadas; cuidaban de sus ganados y vivían en aldeas o pueblos; dividían el tiempo en años y meses, y reconocían la autoridad de un jefe, que era el más anciano de la familia. Análogos descubrimientos podemos hacer en otras tribus.

     La sociedad humana es la reunión de las inteligencias individuales, de modo que estudiando las producciones literarias, penetramos en el espíritu de aquella. El hombre pensador no puede mostrarse indiferente a los estudios filológico-lingüísticos, que se ocupan con los objetos más nobles de las ciencias, y que en más inmediata relación están con el espíritu del hombre, con el origen, creencias, tradiciones, cultura, ocupaciones y costumbres de todos los pueblos de la tierra.

FIN [344] [345]



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Apéndices

[346] [347]

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- I -

Catálogo

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     180. L. Burnouf. Méthode pour étudier la langue grecque. 1868.

     181. R. Valpi. The elements of greek grammar. 1854.

     182. Montbel. Iliade d'Homère. 1862.

     183. Id. Odyssée et poésies homériques (trad.). 3.ª ed. 1861.

     184. E. Pessonneaux. Iliade d'Homère. 1865.

     185. P. de Azcárate. Obras completas de Platón (traducción). Tomo I. 1871.

     186. Ortega. Gramática griega. 5ª ed. 1862.

     187. B. de las Casas. Gramática griega.

     188. E. de Ochoa. Obras completas de P. Virgilio M. (traducción). 1869.

     189. C. Coloma. Obras de C. C. Tácito (traducción). 1866.

     190. Búrgos. Obras de Horacio (trad. en verso).

     191. Gabriel (Infante). Obras de C. Salustio (trad.). 1865.

     192. J. Goya. Comentarios de Cayo J. César (trad.). 1865.

     193. God. Stallbaum. Platonis opera omnia (texto gr. con excelentes notas latinas). 10 vol. 1842.

     194. G. Gesenius. Hebräisches. Elementarbuch; grammatik (20.ª edic.), 1866. Lesebuch. 10.ª edic. 1865.

     195. Id. Ausführliches Lehrgebäude der hebr. Sprache, mit Vergleichung der dialekte.

     196. H. Ewald. Ausführliches Lehrbuch der hebr. Sprache. 8.ª ed. 1869.

     197. Id. Hebraische Sprachlere für Anfänger. 3.ª ed. 1862.

     198. G. Gesenius. Hebräisches und Chald. Handwörterbuch. 7.ª ed. 1868.

     199. Id. Thesaurus philologicus criticus linguae hebreae et chaldeae, 3 tom. ed. 2.ª 1829-58.

     200. H. Ewald. Geschichte des Volks Israel. 7 vol., 3.ª edición 1864.

     201. Jehuda ha Levi. Das Buch Kusari, nach den hebr. Texte des J. ibn Tibbon. 2.ª ed. 1868.

     202. Maimonides. Sefer ha Mizwoth; liber praeceptorum, ex arab. hebr. fecit Ibn Tibbon. 1868.

     203. Julius Fürst. Bibliotheca judaica. 3 vol., 2.ª ed. 1863.

     204. M. Kalish. A hebrew grammar with exercices. 1863.

     205. B. Davidson. Outlines of hebrew accentuation. 1861. [357]

     206. G. Nägelsbach. Hebräische Grammatik. 3.ª ed. 1870.

     207. F. Böttcher. Auführl. Lehrbuch der hebr. Sprache. 2 volúmenes. 1868.

     208. J. Olshausen. Lehrbuch der hebr. Sprache. 1861.

     209. H. Vosen. Rudimenta linguae hebraicae. 3.ª ed. 1867.

     210. G. Blanco. Análisis filosófico de la lengua hebrea, 2 volúmenes. 1841.

     211. Fürst. Hebräisches und chald. Handwörterbuch. 2 volúmenes, 2.ª ed. 1863.

     -Id. A hebrew and chaldee Lexicon transl. from the G. by Davidson. 3.ª ed. 1865.

     212. J. Buxtorfii Lexicon chaldaicum, talmudicum et rabbinicum ed. B. Fischer.

     213. J. Metzger. Hebräisches Uebungsbuch. 2.ª ed. 1864.

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     215. E. Meier. Die poetisch. Bücher des A. T. übersetzt. 1853.

     216. L. de Wette. Commentar über die Psalmen, 5.ª ed. 1856.

     217. Ewald. Alterthümer des Volks Israel. 2.ª ed. 1854.

     218. Ewald. Die propheten des alten Bundes. 2.ª ed. 3 vol. 1868.

     219. J. Hitzig. Der prophet Jeremia erkl. 2.ª ed. 1866.

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     222. Th. Benfey. Vollständige grammatik der Sanskrit sprache. 1852.

     223. Id. A practical grammar of the Sanskrit language. 2.ª edición. 1868.

     224. Max Müller. A grammar of the Sanskrit language. 1866.

     225. Jules Oppert. Grammaire Sanscrite. 2.de ed. 1864.

     226. Fr. Bopp. Glossarium comparativum linguae Sanscritae, etc. 1867.

     227. G. Hengstenberg. Der Prediger Salomo ausgelegt. 1859.

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     233. Jr. Delitzsch. Biblischer commentar über das A. T.

     -Id. Die Psalmen. 2.ª ed. 1867.

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     - Id. über das Buch Job, 1864.

     234. J. Keil. Commentar über Genesis und Exodus. 2.ª ed.

     -Id. Com. über Leviticus, Numeri and Deuteronomium. 1869. 2.ª ed.

     -Id. Com. über Josue, Richter, Ruth. 2.ª ed.

     -Id. Com. über die Bücher Samuels.

     -Id. Com. über die Bücher der Konige.

     235. H. Hupfeld. Die Psalmen übersetzt und ausgelegt. (2.ª ed. de Riehm.) 3 vol. 1869.

     -Id. Commentatio de primitiva et vera temporum festorum et feriatorum apud Hebraeos. 1858.

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     -Id. Grossen und Kleinen propheten des A. T. 4 vol. 1862.

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     237. Crelier. Le livre de Job vengé des interprétations fausses et impies de Rénan. 1860.

     238. O. Thenius. Die Bücher Samuels. 2.ª ed. 1864.

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     -Id. Die Bücher Exod. und Leviti. erkl. 1857.

     -Id. Die Bücher Numeri Deuteronom. und Josua. 1861.

     -Id. Der prophet Jesaia erkl. 3.ª ed. 1861.

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     241. B. de Haneberg. Geschichte der biblischen Offenbarung. 3.ª ed. 1864.

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     243. B. Welte. Das Buch Job, übers und erkl. 1849.

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     246. Mishna, cum comment. Berlinoro, etc. 6 vol. 4.º 1862.

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     248 S. Pinsker. Einleitung in das babylonisch hebräische Punktationssystem (obra muy buena). 1863.

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     347. Aem. Rödiger. Locmani fabulae quae circumferuntur (con notas críticas y glosario muy apreciables). 2.ª ed. 1839. [365]



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II -

Ejemplos de la declinación y conjugación sanskita, comparadas con las de los idiomas, zend, griego, latín, eslavo, litáuico y godo

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