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ArribaAbajoPresentación

Por Jesús Reyes Heroles, Secretario de Educación Pública de México


Esta exposición, denominada «El exilio español en México», pretende ser una muestra, una síntesis con cortes transversales, de lo que fue el exilio español en nuestro país y de lo que colateralmente, con figuras señeras, como Juan Ramón Jiménez o Pablo Casals, fue en otras naciones. Por así decirlo, esta exhibición constituye la biografía pequeña y esquemática de una emigración política a través de los ojos, los oídos y sentimientos de mexicanos y españoles de hoy.

Antes de que finalizara la guerra civil, se piensa y proyecta que un grupo de intelectuales hispanos pudiera trasladarse a México, al amparo de la Casa de España. Es un intento modesto, acorde con la modestia del país que lo realizaba.

Al ocurrir la derrota y después de los dolorosos sucesos de su viaje, la corriente mayor llega a México. Popularmente, a sus integrantes se les llama refugiados: hombres, mujeres y niños que requieren de un refugio, pues han perdido la casa y solar propios.

Aun cuando la emigración es política por sus orígenes, no se trata de una emigración de políticos. Como aquellos que en el siglo XIX llegaron a Londres. Hay, por supuesto, políticos; pero también muchas gentes que, si bien con una posición y un compromiso, no se dedican a la política como actividad predominante. Quizá esta circunstancia explique, en buena medida, sus múltiples aportaciones en los muy diferentes campos de la vida mexicana.

En la cultura y la enseñanza, la investigación científica, la ciencia e incluso la tecnología, pequeños núcleos de profesores e investigadores inician sus tareas docentes, tanto en la Universidad Nacional como en el Instituto Politécnico, con un espíritu de no olvidar el suelo de su oriundez, de tenerlo siempre en la mente, el corazón y la voluntad, cayendo con frecuencia en un sueño que nos parecía en ese entonces utópico y que era más bien nostálgico, y que en ocasiones resultaba, más que dramático, patético. Sin embargo, hoy ese sueño, para quienes dan preponderancia a los contenidos sobre los continentes, se está realizando, demostrándose que las involuciones en política nunca o casi nunca son irreversibles.

En otros campos también incursionaron y no podemos dejar de mencionar al respecto la industria, de manera relevante la editorial.

Se les veía derrotados, pero no vencidos. Pródigos en compartir lo que sabían y conscientes del drama que representaban estaban dispuestos a todo, a más de lo que sufrieron y dieron. Así, recuerdo en el Palacio de las Bellas Artes a ese hombre, lleno de vitalidad y entusiasmo juvenil hasta sus últimos años, León Felipe, en un acto organizado por la Casa de España, el 12 de septiembre de 1939, más que declamar, con voz estentórea gritar: «Toda la sangre de España por una gota de luz».

El «español del éxodo y del llanto» fue el del trabajo, la iniciativa y la creación. Por imperativo ético, su arduo peregrinar los aguijonea a hacer cada vez más y mejores cosas.

Contaban con un requisito esencial: el derecho de pensar lo que quisieran y poder expresarlo. Se identificaban con su nuevo hogar y lograron así autodefinirse, por el acierto de José Gaos, como transterrados; es decir, hombres que, sin perder su raíz, adquirían otra que estaba más allá de su tierra, o mejor dicho, se convertían en seres con una raíz que se bifurca. Les preocupaba el legado que dejaban a sus compatriotas, el cual consistía únicamente, según Max Aub, en «la fe en el pueblo español y la constancia de nuestras equivocaciones». Nada menos y nada más: honestidad política, que es en sí una lección.

Lo que nació como un acto generoso del gran mexicano Lázaro Cárdenas, devino, a la postre, en una contribución a la nación mexicana, demostrándose diáfanamente, frente a egoístas y tramposos, que la generosidad sí produce dividendos.

Deseamos, como muchos de los transterrados de quienes aprendimos, que esta ligera y sencilla exposición ayude a que nunca surjan las dos Españas; que las numerosas, ricas y dolorosas vivencias que se exhiben en lo que el presidente de la República, Miguel de La Madrid, ha llamado un gesto de amistad entre el gobierno de México y el de España, sean un mensaje de confraternidad, confianza y esperanza en el destino del pueblo español, reconociendo las vicisitudes y obras de un pedazo dinámico de ese pueblo.

Jesús Reyes Heroles,

Secretario de Educación Pública de México

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Éxodo

Nunca en la historia de España se había producido un éxodo de tales proporciones ni de tal naturaleza. En los primeros días de febrero de 1939 cruzaron la frontera por Puigcerdá, La Junquera y Port Bou o a través de las montañas, no solamente soldados y oficiales del ejército de la República, funcionarios del Gobierno, dirigentes políticos y sindicales, obreros y profesionales de todo orden, sino las mujeres y los hijos de no pocos de ellos.
Vicente Llorens.



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ArribaAbajoEl exilio como ausencia y presencia

Por José Luis Abellán


El exilio no es para mí un mero fenómeno histórico. En algún lugar lo he llamado «tema autobiográfico», y, efectivamente, en cierto modo es algo que he vivido personalmente, si bien sea bajo esa forma negativa que llamamos ausencia. Todos los de mi edad hemos sufrido pasivamente esa ausencia y la llevamos en la carne, como creo se irá demostrando a medida que pase el tiempo. Aún recuerdo el impacto que nos produjo, siendo yo estudiante de Filosofía en la Complutense, la muerte de Ortega y Gasset. El hecho de que, quien era catedrático de Metafísica, pudiese morir a pocos pasos de las aulas, sin que los estudiantes de la materia tuviésemos la menor oportunidad de contar con su presencia y de recibir sus enseñanzas, es algo que nos indignó profundamente y que trajo consecuencias graves para la vida universitaria de aquel entonces. Unos años después supimos de la concesión del Premio Nobel a Juan Ramón Jiménez, y nos enteramos de que nuestro entonces más importante poeta vivo permanecía en el exilio desde 1939. Eran noticias que nos removían el alma y nos descubrían la verdadera naturaleza que, desde el punto de vista de la cultura, tenía el régimen político imperante. A reparar la injusticia que bajo tales hechos se desvelaba decidimos dedicar algunos de los mejores años de nuestra vida intelectual, y así ha sido.

En definitiva, el exilio era también un fenómeno histórico -por mucho que se nos hubiera manifestado en la forma autobiográfica que acabamos de escribir-, y ello no sólo ni principalmente por cuanto era un acontecimiento producido en el tiempo, sino por la reiteración con que se había dado en nuestra historia nacional; en otras palabras, por su carácter de constante histórica. Esto era lo grave y lo que se nos presentaba como reto a la altura de nuestro tiempo, desafiándonos a poner las bases que hicieran imposible su repetición. Nos pusimos enseguida en contacto con el profesor Vicente Llorens, activo entonces en Princeton, que -según nuestra información- era la memoria histórica de su generación y conservaba los mejores archivos sobre el tema del exilio. Vicente Llorens era un historiador serio y riguroso, un hombre cordial y lleno de humanidad, que había asumido personalmente la condición existencial que el destierro representaba. El exilio encarnó en él de tal manera, que lo convirtió en eje de sus inquietudes intelectuales y de su actividad profesional, como lo muestran sus obras hasta la saciedad. Yo quiero rendirle desde aquí un homenaje de admiración, simpatía y también -¿por qué no?- de agradecimiento. Desde el primer momento, sintonizó con los proyectos que teníamos, y de las conversaciones con él -más tarde con Manuel Andújar- salió la idea de escribir una gran obra que reivindicase la obra cultural de los exiliados del 39. Pero también él -como nosotros- consideraba que España no podía seguir más por ese camino que nos conducía de exilio en exilio y destierro en destierro, revelando un hondo problema de convivencia nacional. Las soluciones políticas, sociales y económicas que requerían tales problemas tendrían un planteamiento falso, si quienes debían arbitrarlas no eran conscientes del hondo problema convivencial que bajo el fenómeno del exilio se ocultaba. Surgió así la convicción de que, en un país que adolece de un fallo en la memoria histórica colectiva, resultaba imperiosa la necesidad de hacer una historia de los exilios españoles, desde la diáspora judía de 1492 hasta nuestros días. A ello dedicó don Vicente buena parte de sus esfuerzos en los últimos años de su vida.

En un planteamiento semejante se inspiran las directrices de la exposición que motivan estas líneas. Norma elemental del vivir -individual o colectivo- es tratar de aprovechar para el bien lo que tuvo su origen en el mal, y así lo exige también el caso del exilio que nos ocupa. Provocado por una cruenta guerra civil de tres años, colocó en diversos países de América unos cuantos miles de españoles, pertenecientes a los núcleos más prestigiosos de lo que podemos llamar la intelligentsia: profesores, intelectuales, artistas, escritores, pintores, filósofos, arquitectos, ingenieros, etc. Una vez desarraigados de la patria y provocada esa ausencia que después íbamos a sentir en carne viva los que veníamos detrás, hubiera sido lógico aprovecharse de ellos. Producido el mal, era exigencia ética irrenunciable encaminarlo hacia el bien; en este caso, utilizar ese potencial humano para las buenas relaciones con los países hispánicos y procurar el acercamiento entre naciones cultural y espiritualmente afines. Así lo entendió desde muy pronto uno de esos exiliados, José Ferrater Mora, quien en 1944 escribía: «Hay pocos esfuerzos comparables con los que, en múltiples direcciones, desarrollaron los emigrados españoles,   —10→   y cualquier régimen que poseyera un mínimo de sentido común, en vez de desacreditar esa labor ingente y atribuirla a feroces delincuentes, celebraría en esa incomparable actividad uno de los hechos de mayor trascendencia para una de las grandes políticas españolas: la que se refiere a su relación con América». Es indudable que la dictadura de Franco no era el régimen político adecuado para cumplir tales fines, pero pasado ese régimen parece que la hora de la sensatez y del sentido común ha llegado. La exposición que, con este catálogo, se presenta, es la prueba de que esa hora se ha cumplido, y como no podía hacerse con todo el exilio en general, se ha iniciado con México, el país americano que más eminentemente lo representa.

Camino hacia Francia

Argelés

Dos óleos de Jesús Martí, «Camino hacia Francia» y «Argelés», ilustran los terribles momentos del Éxodo y los campos de concentración en Francia.

México recibió del orden de los 30.000 exiliados, gracias a la generosidad del entonces Presidente Lázaro Cárdenas, quien abrió las puertas de su país a los exiliados españoles. La aportación demográfica y cultural de éstos queda bien ilustrada en la exposición, y no me extenderé sobre ello. Sí quisiera, sin embargo, decir algo sobre el talante con que se realizó la integración en aquel país. La nueva tierra de los españoles se apropia de ellos y llegan a sentirla, si no como la que dejaron, tampoco como otra completamente extraña. José Gaos dice que en México los españoles no se sentían desterrados, sino «transterrados»; Juan Ramón Jiménez -al llegar al puerto de Buenos Aires, tras siete años de estancia en Nueva York- dice que se sentía «conterrado» al oír de nuevo hablar español. Los exiliados se españolizan en tierras mexicanas, y así tratan de defender y profundizar en la significación de lo español y de la españolidad. Ramón Xirau dice, hablando de su padre, que «ya en México, lo más importante, como solía decir, es que había descubierto la verdadera España (la de Vives, Lulio, Las Casas, los teólogos españoles de los siglos XVI y XVII, los humanistas españoles en general)». Y José Gaos insiste en la misma idea cuando reconoce que, a pesar de que «la reivindicación de los valores españoles había empezado en España, movilizada justamente por su valer... por fortuna lo que hay de español en esta América nos ha permitido conciliar la reivindicación de los valores españoles y la fidelidad a ellos con la adhesión a los americanos».

En realidad, unos y otros están expresando, a su manera, cómo el exilio les hizo comprender la unidad cultural que nos une a los pueblos hispánicos que vivimos a uno y otro lado del Atlántico. El haber nacido en España no le impedía a Gaos sentirse mexicano, como queda patente en la teoría de las dos patrias que yo le oí formular personalmente: la patria «de origen», que nos viene dada por un azar más allá de toda decisión personal, y la «de destino», libremente elegida por el proyecto de vida que voluntariamente nos hemos impuesto. Entre España, «patria de origen», y México, «patria de destino», Gaos parece complacerse en una aceptación espontáneamente vivida de la segunda, sin renunciar a la primera. Algo de esto puede sentirse en esta exposición, donde visitantes mexicanos y españoles pueden considerar que están viendo parte de una historia común, una historia que les pertenece mutuamente. Y para los españoles -entonces jóvenes- que vivimos en los aciagos años 40 el exilio como ausencia, éste se hace ahora -¡gozosamente!- presencia. ¡Qué lo sea ya para el «siempre» de la historia!


En avalancha, la sangre humana atraviesa la frontera...
Avanzan confiados.
Avanzan orgullosamente en busca de almas hermanas.
Pero el mal es fuerte. Las almas hermanas se ocultan vencidas por el temor.
Y en lugar de unos brazos tendidos, encuentran unos campos rodeados de alambres de espino.


(Molins i Fábrega)                




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ArribaAbajoAlgunos recuerdos personales

Por Francisco Giner de los Ríos


Se me pidió para este catálogo un testimonio personal. Me temo que las notas que aquí he reunido resulten incluso demasiado personales, pero así surgieron por sí solos estos recuerdos de mi llegada a México y de los primeros días de mi destierro y vida en la que ha sido, sin duda, mi segunda tierra. Escritos frente al mar de Nerja -luz de mi niñez-, se me hace ahora evidente lo mexicanas que han sido mi juventud y gran parte de mi vida. Y pienso que ésta no es ni será ya, en lo que le quedan a sus horas, más que un eterno destierro de español en México y nuestra América, o bien de mexicano, chileno y español americano en esta España que quisieron siempre alcanzar en su fidelidad la esperanza y el sueño.


La frontera abierta

24 de mayo de 1939. El jefe del Servicio de Población en Nuevo Laredo, Tamaulipas, el señor Gutiérrez Zamora (que se llama además Perfecto, y prueba serlo para los que allí llegan) firma una simple tarjeta de fichero que todavía conservo. Es una «autorización de internación» que permite viajar (fuera ya los pasaportes provisionales y las visas casi imposibles) hasta la ciudad de México, «con la obligación de presentarse ante la Secretaría de Gobernación a regularizar su situación migratoria». (Nunca me he sentido más libre, más lleno de derechos y obligaciones, incapaz de escaparme de una papeleta que me otorgaba tanta confianza y también tanta responsabilidad. Quedaban atrás las amarguras y los campos de otra frontera, cruzada a pie el 9 de febrero desde la acera española del Perthus -último puesto de mando del Grupo de Ejércitos de Cataluña- al lado francés, que guardaban aquellas cadenas y los nerviosos y agresivos soldados senegaleses.)

En Nueva York (adonde había llegado a fines de marzo, gracias a la inolvidable ayuda de mi tío Fernando de los Ríos, todavía Embajador de la República Española en Washington) me incorporé a una expedición de la Junta de Cultura Española, presidida por José Bergamín, Juan Larrea y Josep Carner, en la que iban hacia México, entre otros, los tres mencionados, y Emilio Prados, Roberto Fernández Balbuena, Antonio Rodríguez Luna, José Renau, José María Gallegos Rocafull, Ricardo Vinós, algunos de ellos con sus familias respectivas. Viajamos en un autobús desde Nueva York a México y yo compartí los cuartos del largo camino con Emilio y con nuestro amigo mexicano Juan de la Cabada, que se había quedado hasta el final de la guerra en los frentes catalanes, disimulando su acento ¿extranjero? cuando la retirada de las Brigadas Internacionales. Juan iba cada vez más alegre conforme nos acercábamos a la frontera, y nos prometía iniciarnos en seguida en la cocina mexicana.

Y él ordenó la cena. Sacaron lo que nos pareció a todos una sencilla sopa de fideos, pero Juan, sonriente, indicó que había que aderezarla con la salsa de «jitomate» distribuida por la mesa en unas preciosas ollitas de rojizo barro oscuro. Nos servimos generosamente varias cucharadas y ese silencio colectivo que suele producirse cuando varios comen juntos, se interrumpió en seguida con toses y aspavientos. Aquella salsa estaba llena de ese incomparable fuego de chile que nos quemó la boca y la garganta. Juan se disculpaba: «es duro, pero sabroso», y se reía a carcajadas. Desde entonces gozo siempre la sabrosura que me descubrió uno de mis primeros amigos mexicanos, el extraordinario cuentista de Paseo de mentiras, con aquella alucinante María la Voz en su aire.




La llegada

Después del largo viaje en el mismo autobús -maravillosa y estremecedora visión del desierto norteño, la noche en Ciudad Victoria, el tremendo paisaje con los oscuros órganos llenos de luna y la tierna sorpresa del español recuperado con otro dejo y tono, con su cortés mesura, desde la frontera misma- llegamos casi de madrugada a la antigua «Ciudad de los Palacios», entonces todavía situada en «la región más transparente del aire». Hotel Regis en la Avenida Juárez, las maletas amontonadas en la acera. («¿De quién es este velis?... que vuela».) A la mañana siguiente estaban allí Octavio Paz, Efraín Huerta y otros amigos mexicanos. Pedí orientaciones sobre la dirección de Díez-Canedo, porque no figuraba en un plano de la ciudad limitado por el Monumento a la Revolución que había entrevisto al llegar. Octavio conocía la casa, pero no la recordaba exactamente: «Como ahora vamos a ver a León Felipe, él te indicará».

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Fuimos a media mañana a Edison 5, la casa del poeta y de Berta Gamboa, su mujer, a quien yo no conocía. (A León lo había saludado en Valencia durante la guerra, cuando me asomé un día al Congreso Internacional de Escritores.) Todos los amigos se abrazaban y se hacían preguntas y lloraban de pena y alegría entremezcladas. Berta se acercó a mí, que estaba un tanto solo en el grupo, y me preguntó quién era. Me agarró de la mano: «Ven conmigo, te están esperando», y me llevó hasta casa de Canedo, unas tres cuadras más allá, en las calles de Ezequiel Montes, donde me aguardaba María Luisa, mi novia desde febrero de 1937, norte tierno que me llevó a México sin duda entonces por encima de cualquier otra razón. Comí con la que iba a ser pronto mi familia y luego María Luisa y yo nos perdimos por los paseos y jardines de una ciudad encontrada del todo...

Regresé al Hotel Regis y pedí la llave de mi cuarto: «Usted ya no se aloja aquí y se han llevado su velis». Y me dieron una nota que firmaban Berta y León: «Te esperamos en casa mientras se arreglan tus cosas». Desde esa noche -con el inolvidable desayuno de huevos rancheros, previo el mango de Manila, a la mañana siguiente-, Berta Gamboa fue para mí en México como mi segunda madre. Ella lo supo siempre y siempre conté con su generoso aliento. (Allá al final de los años cincuenta «los muros altos de un nuevo destierro en Chile se me hicieron filialmente patentes cuando Berta murió... en México, tan lejos entonces de nosotros», he dicho mucho tiempo después en otro sitio.)