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El primer trabajo

Llevaba yo algunos papeles de recomendación de familiares y amigos a mi paso por los Estados Unidos, y entre ellos varias cartas para Alfonso Reyes. Las entregué en seguida. En nuestra entrevista Reyes me habló de su España nuestra, de lo que había significado en su vida el ejemplo del abuelo Giner, de su devoción por todo lo que era Institución y Guadarrama, Residencia de Estudiantes, Cosío y los dos Jiménez, lo que él llamaba juanramonianamente -y era quizá de Alberto- la España posible que tenía a orgullo haber sentido y compartido en su ausencia, obligada primero y luego oficial, de México. Me parece verle detrás de su mesa, en aquel despacho impersonal, que él llenaba de su luminosa, redonda y elástica persona, inteligencia toda, los vivos ojos tristes y alegres a un tiempo, como tendidos siempre a hermosura buscada y recogida. El local era el que el Fondo de Cultura Económica tenía en el Banco Hipotecario (no recuerdo qué piso alto de Madero 32) y que había cedido en parte a La Casa de España en México. Ésta había sido fundada en 1938 por mi general Lázaro Cárdenas para abrir -luego fueron en 1939 las puertas generales mexicanas a todos los que llegamos a ellas- una como puerta especial y selecta a los intelectuales españoles. Alfonso acababa de llegar del Brasil para presidirla, y en la organización previa de todo había jugado muy decisivo papel el director del Fondo, Daniel Cosío Villegas, que cuidaba asimismo -¡y cómo y con qué rigor!- la secretaría de la nueva institución.

Estaba yo deslumbrado por el amor (María Luisa al fin) y por la suerte de llegar tan joven -veintiún años cumplidos- a tanta luz abierta, conjunta, emocionada. Reyes me propuso un sueldo (150 pesos mensuales) «por si me convenía» y, al darle yo atónito y agradecido mi conformidad, le pregunté cuándo quería que me presentase a mi trabajo: «Pues si acepta usted, es mejor que mañana mismo comencemos. Le espero a las nueve». Y me propuso de inmediato un tuteo -«es más cómodo, sabes, para trabajar juntos»-, que yo acepté en seguida de su parte y su insistencia amable no pudo vencer nunca de la mía, por grande que llegó a ser nuestra intimidad.

He contado en otra ocasión las «mañanas con Alfonso Reyes», inolvidables para mí, cuando cada día me llegaba con los frutos de la noche (sonetos, ensayos, un cuento, sus notas de erudito), que no pocas veces compartía en su lectura con aquel vasco maravilloso, Eugenio Imaz, entregado a sus cosas y a las de tantos más, allí mismo, despacho del Fondo compartido entre los dos tanto tiempo. No puedo insistir en ello en estas páginas, pero lo que sí quiero rescatar aquí es la fascinación personal que Alfonso -como escritor y maestro y, sobre todo, como «amigo mayor»- ejerció en mí todos aquellos años (1939-1945) de lo que llamo mi primer destierro mexicano, interrumpido con mi marcha a Francia junto al Gobierno de la República Española en el Exilio.

De Alfonso Reyes y los españoles habría para un libro entero -y quizá un catálogo como éste del destierro español lo ameritaría en su luz, como aquel otro corazón leal de otro poeta mexicano lo hacía en la sombra-, pero hay que contenerse -o comprimirse como Alfonso recordaba madrileñamente- en lo que pide este vuelo ligero de hoy. Y no es mala contención Daniel Cosío Villegas, que me puso en seguida en las realidades en que comenzaba a estrenarme como «funcionario» de las dos instituciones. En unas   —13→   páginas todavía inéditas que aguardan la hora de unas memorias aún demasiado revueltas (Pepe Moreno Villa para su título y en no pequeña parte para su inspiración), hablo largamente de Cosío, y dejo adivinar lo que fueron unas relaciones tan difíciles como provechosas de fondo para mí. Todo en la vida tiene su saldo. Y quizá le deba yo a Cosío más que a nadie en lo que fueron mi vida mexicana primero y mi vida profesional de editor entonces y después.

Adelanto aquí en parte lo que fue mi colaboración con Reyes y Cosío. Secretario del primero en las mañanas mientras duró la Casa de España, comienzo a trabajar con el segundo en las tardes para el Fondo de Cultura como corrector de pruebas. Desde 1940-1941 en la casona preciosa de Pánuco 63, ya Colegio de México la inaugural Casa de España, organizo su primera biblioteca y tengo a mi cargo sus publicaciones, haciéndolas compatibles con mi trabajo dentro del personal técnico del Fondo de Cultura. Y Cosío me mueve y me remueve en lo que ahora pienso -otro saldo final- que fue una amorosa pelea «por hacerlo mejor» (coincidencia del todo) y «por no saberlo hacer como él quería» (conflicto mayor o menor), para finalmente lograr un equilibrio que me compensarían años después el respeto y la amistad mutuos, y, desde hace mucho tiempo, mi admiración por su obra y mi agradecimiento por lo que sus insignes tejemanejes representarán algún día en la historia de la cultura hispano-mexicana. (¿O no es verdad, Víctor Urquidi, que de ahí viene la inspiración de muchos de nosotros, cada uno en lo suyo, y también de ti con tus no menos insignes quehaceres de El Colegio?)

 
Campo de Saint-Cyprien

Campo de Saint-Cyprien.

En las madrugadas de los primeros días, sin haber construido siquiera las míseras «chabolas», la escarcha se acumula sobre los enseres, las mantas y alrededor de los que duermen. (Foto y texto: Julián Oliva.)




La «república» de la plaza de Río de Janeiro

La llegada a México en esos días de dos amigos con los que estuve estrechamente unido al final de la guerra (Diego de Mesa y Daniel Tapia), me hicieron buscar nuevos horizontes. No tenía horas entre mi trabajo mañanero, mis paseos en las tardes con María Luisa (volvimos a coincidir -nueva Facultad de Filosofía y Letras madrileña con José Gaos en sus clases- en aquella mexicana del patio de Mascarones), y las tertulias del Centro Republicano Español y de los cafés mexicanos, que en seguida españolizamos, y que se prolongaban después en casa de Berta y León Felipe. A las tres de la mañana aparecía León -su constante cigarrillo entre la barba, la boina en su sitio- para leerme su poema último, y me proponía un paseo por el Monumento a la Revolución, apagados ya desde mucho antes los ajetreos del Frontón México, muro entre la calle Edison y la espléndida luna de la plaza.

Llevé con ellos a los amigos recién llegados y hablamos de nuestros problemas. El sueldo de León en la Casa de España se destinaba todo a dar ayuda a los amigos refugiados sin medios. Mi segunda quincena de funcionario se fue en alquilar un piso en la plaza de Río de Janeiro, allá por las alturas de la colonia Roma, tras la Avenida Chapultepec, por la calle aquella de Orizaba, con la iglesia grande de la Sagrada Familia, frente a la que había un quiosco de periódicos que veíamos feo y que después movimos cierta noche de lugar. León y Berta nos ayudaron con camas y ropas, con algunos cacharros y siempre con su apoyo y su simpatía.

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Junto con Daniel y con Diego llegaron otras gentes, como se dice en México y va bien dicho. El matrimonio Ramos (Teresa y Antonio), que era ya íntimo de Daniel desde la travesía en el Sinaia (¡aquel estrecho con luces de España por la costa antes y después temblando en la memoria!), encajó inmediatamente con Diego y conmigo.

Inauguramos «la república» (a la que también cooperó el luego perdido Sixto Ontán con Berta, León y María Luisa, todavía novia mía), y nos reímos todos -agradecidos de su ayuda- cuando ellos comprobaron que había que alternar entre cuatro los tenedores más o menos suficientes al principio y éramos catorce o quince sentados por el suelo. Allí llegaban muchos amigos españoles en el día y la noche. Me acuerdo cuando pisé en el pasillo el cuerpo dormido de Andrés Acero, que tan pronto iba a morir. (En aquel mismo momento proyectó revivir en México La Barraca de Lorca, con Eduardo Ugarte y Emilio Prados.) Y de aquellos niños pequeños, hijos de arquitectos (Arturo Calzada) y antropólogos (Pedro Armillas), que humedecían las camas de Diego, Daniel y mía, mientras les daban por fin a sus padres un piso de aquellos inagotables y siempre agotados de la Plaza de Río de Janeiro 56. ¡Qué precioso el lugar con sus árboles y su estanque quieto, sólo turbado por el beber de las palomas inasequibles y ajenas a unos apetitos nuestros no del todo espirituales! Y me acuerdo también de la maravillosa María Luisa Algarra, tan alta -a mí casi me sacaba la cabeza-, que buscaba ya su teatro lo mismo que mi juventud totalmente contemporánea buscaba su poesía, y con la que Diego de Mesa y yo -compartidas con ella unas cubas libres del todo mexicanas y provocativas- nos íbamos por los bares y cantinas de la Colonia de los Doctores a jugarnos las tres vidas de los tres con aquella güera -¡qué rubia altura tenías, María Luisa Algarra!- que a todos parecía incomprensible que apareciese por allí.

Campo de Saint-Cyprien

Un aspecto exterior del campo de Saint-Cyprien. Foto Julián Oliva.


a) El desayuno

Pero era otra cosa la vida cotidiana. El piso de «la república» estaba pagado, con electricidad y todo, gracias al General Cárdenas que fundó la Casa de España. La ducha funcionaba. Se fue a Chihuahua Antonio Ramos en busca de una agricultura que más tarde se convirtió en un gran laboratorio. Y no había comida. Todo era buscar trabajo entre los otros. Y yo -el afortunado primer trabajador del grupo- no tenía un centavo y me iba caminando a mis tareas.

Funcionaba la ducha para todos, ya lo dije. El agua sobraba y siempre había algún plátano o durazno, y un nescafé infame -según dicen, ¡tan práctico y económico!-, pero todos salíamos a la verde plaza con el apetito no satisfecho de ayer y quizá ya de mañana.

Y un día fue el milagro. Al fin fueron bien empleados los tenedores y el desayuno espléndido. Los jugos de naranja, las frutas -¡hasta mangos!-, los huevos con jamón y con papas. Un café de verdad que zumbaba de olores en el aire. Y hasta algún plato lindo, quizá lindo, por nuevo. Nos quedamos callados. ¿Qué pasaba de fuera -en las ventanas viejas de «la república»- al hondo de la casa sin remedios? Nos reímos, gozamos el regalo y la luz que tenía el desayuno. Y de repente vimos que la cabeza de Teresa se escondía en un pañolón y que ella lloraba debajo de sí misma, desposeído el aire del cabello cobrizo y dorado. Sus trenzas no brillaban al sol de la mañana. Setenta y cinco pesos valieron cada una: «el pelo europeo se paga muy bien, sabéis». Comimos todos varios días, con cierto remordimiento por la mutilada belleza generosa.




b) El marino mercante

No recuerdo su nombre -y mejor no hace al caso-, aunque lo veo enjuto y fino, vasco él, el traje siempre limpio, cuando llegaba a comer con nosotros y a hacer planes. Como marino profesional que era, estaba consiguiendo financiamiento para un barco de turismo que haría el itinerario Acapulco-San Francisco. Él sería el capitán y nosotros (los matrimonios Ramos, Tapia y Giner) los encargados de los distintos servicios del buque y la administración del gran negocio. Cenamos con frecuencia varios meses, ilusionados con el proyecto, aunque nunca del todo convencidos de que fuera hacedero, pese a la fe que el capitán   —15→   mostraba no siempre con igual convencimiento. Y algo debió fallar, en efecto, pues el marino desapareció silenciosamente de la casa y no supimos más de aquel Pacífico de los sueños turísticos en que -todo mezclado- había soluciones económicas, vida agradable y horas de luz con cielo y mar desde la borda.

Un día, mucho después, fuimos juntos Daniel y yo al entierro de un amigo refugiado y de repente, en medio del silencio final, apretada nuestra amistad en torno de aquel hoyo, reconocimos al viejo capitán mercante, que echaba tierra al muerto con su pala de sepulturero.

 
Campo de Saint-Cyprien.

Campo de Saint-Cyprien.

Por error, la administración envió un caldero más de comida a uno de los compartimientos del campo. Dos compañeros se acercaron a las alambradas del compartimiento vecino a repartir esa comida a los que les faltaba. (Foto y texto: Julián Oliva.)