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La boda

Yo ya había «pedido» personalmente a Díez-Canedo la mano de su hija, delante de él los dos: «Queremos casarnos». Y cuando don Enrique nos hacía recomendaciones razonables sobre esperar a que las cosas se arreglasen mejor, y reflexiones sobre la juventud de los dos y las no prisas, sonó el timbre de la puerta y entró Héctor Pérez Martínez, el escritor de Campeche, director de El Nacional, recién elegido gobernador de su Estado. Venía a invitar a don Enrique a su toma de posesión. «Fíjese, Héctor, que estos muchachos me estaban diciendo que quieren casarse». «Pues ya tienen arreglado su viaje de bodas a Campeche», le contestó sonriente nuestro amigo. (Y lo fue para siempre. Murió en 1948 siendo Secretario de Gobernación y cuando todo el mundo estaba seguro de que iba a ser el nuevo Presidente de la República. Nunca olvidaré que, ya muy enfermo, tuvo tiempo para ayudarme -¡y cuántos refugiados españoles recibieron su generoso apoyo!-, cuando yo regresaba de Francia en febrero de ese año a «volver a empezar» mi segundo destierro en México. Tuve entonces una colaboración semanal en su viejo periódico, apoyado por Fernando Benítez y mi fraternal Juan Rejano, que dirigía el suplemento de cultura. Mis «Laureles de Oaxaca», que aparecieron en esos días gracias a Vicente Polo y su Gráfica Panamericana, están dedicados a la memoria de Héctor, «poeta y escritor, esperanza de México, noble y constante amigo».)

Todo quedó sellado alegremente en ese momento y comenzaron en seguida los trámites para la boda. «Es muy sencillo -nos había dicho Berta Gamboa-; van ustedes al Registro Civil, dicen que quieren casarse en tal día y ya está». Tomamos por 40 pesos un piso de una sola pieza, con una cocinilla y un baño, en Edison 7, un pequeño edificio de departamentos que había al lado de la casa con jardinillo de León Felipe, y en el que ya se habían instalado el poeta Pedro Garfias y su sevillana Margarita, que cuidaba mucho de los huevos fritos su esplendorosa «bata de recibir». Lo amueblamos sucintamente gracias a Proudhon (María Luisa había traducido para el Fondo de Cultura un libro de Cuvillier sobre él), y yo me fui al Registro Civil para arreglar la ceremonia. Y no podía ser «hasta dentro de unos meses», porque «todas las fechas estaban ya tomadas». Todo se arregló ante mi impaciencia con la pregunta que me hicieron: «¿cuánto está usted dispuesto a dar?». Y aquella hermosa primera mordida se tasó en una cantidad pequeña dada mi situación. Era un sábado por la mañana: «Vengan ustedes con los testigos el próximo miércoles». Y allá fuimos -al número 14 de las calles de Pino, detrás de Mascarones- el 19 de julio de 1939 la familia Díez-Canedo en pleno (menos Joaquín que todavía no se escapaba de España) y los testigos, que fueron Alfonso Reyes y Enrique hijo por María Luisa, y Diego de Mesa y Daniel Tapia por mí. Alfonso me dijo al salir que hacía muchos años que no asistía a una boda civil en México, y que estaba impresionado por la seriedad del juez y sus ayudantes, cuando antes todo era a base de propinas y extorsiones, un relajo. No quise desilusionarle con la anterior anécdota, entre otras cosas porque yo estaba profundamente emocionado con la epístola de Melchor Ocampo -tan limpio y sereno, serio y medido sentimiento-, que el juez nos acababa de leer al joven matrimonio.

La luna de miel -a que nos invitaron León y Berta, con ellos incluidos en la «expedición», pero siempre suficientemente distantes- fue una semana en Cuernavaca, en el famoso Hotel Marik, junto a la hermosa plaza llena todavía entonces de laureles y de la algarabía de los pájaros.

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Campo de concentración de Bram

Campo de concentración de Bram. La farmacia. Foto Centelles.

Con estas medidas higiénicas, ¿cómo extrañarse de las palabras de Manuel Andújar?: «Los piojos no vacan, cubren su hueco 'ornamental'. Curioso indicar a este tenor que proporcionan el más socorrido argumento de diálogos, musa chocarrera de las bromas, espita de la agresividad, que logra calar el ánimo destemplado. A veces, jocosos, bailan en el cuello de una guerrera, se agazapan en la pelambrera del pecho, circulan por las costuras de la ropa. De mil tamaños, tonalidades, predilecciones. Definen al propietario, que se resigna con gesto pasivo, o los combate con desesperación o se hunde en un asco cuyo desgarramiento raja la epidermis mental».




Lo provisional y lo permanente

El 7 de abril de 1940 nace Bernardo, el primero de mis tres hijos, todos mexicanos de padres españoles, y en mayo del mismo año aparece La rama viva, el primero de mis libros, con cuya edición me sorprendieron -las primeras pruebas halladas sobre mi mesa oficinesca de trabajo- varios amigos mexicanos y españoles que se reunían en tertulia diaria en el Hotel Imperial en las primeras cuadras del Paseo de la Reforma, esquina de Morelos. Hijo y libro. Y el árbol no faltaba para cumplir el trío del famoso dicho. En el recuerdo me acompañaban en México unos pinos que planté de mi mano cuando era muchacho con mis padres y mis tíos, Gloria y Fernando, allá por Bellavista, en Miraflores, en la casa que miraba hacia la Najarra y el puerto de Morcuera, a la sombra del Pico de la Pala. Los vi tiernos y verdes, medrando ya su talla necesaria el mismo verano de la guerra, en el 36 aquel de todos los pecados y virtudes. Y en México -y en tantos sitios más- planté otros árboles nuevos que hoy me nublan también los ojos de recuerdo. Ellos me dan raíz -rumorosa de vida también mía- en las distancias. (Desde Nerja los miro y me conmueve tanta vida pasada, con árboles creciendo allá lejanos, como crecían lejos -muy cerca de mi sueño- los pinos de la sierra madrileña, los frutales nerjeños de aquí mismo, en el huerto.)

He sido en México -lo veo ahora bien claro- un refugiado peculiar. Sé que se criticaba mi despego de lo español político del día en los corrillos divididos y hostiles de nuestra emigración, mi preferencia por lo mexicano y por el mundo nuevo que el país me abría ante los ojos, asombro enamorado. Y era verdad en el fondo de mi gusto, en lo que más llamaba a mi inclinación, el amor a la tierra que encontraba y dictaba su ley en la hermosura. Tenía más amigos mexicanos -varios de ellos hermanos además-, sin dejar mis querencias y amigos españoles, que siempre llevaban a lo mismo: volver hacia lo nuestro, hacer del sueño la realidad completa del desvelo español en que vivía.

Campo de concentración de Bram

Campo de concentración de Bram (Aude). Foto Centelles.

Los más odiados vigilantes de los campos eran los «senegaleses». Pero la gendarmería francesa también ejercía vigilancia, como se ve en esta excelente instantánea de Agustín Centelles.

Y cuando lo provisional se iba haciendo permanente con la llegada del hijo, con mis padres que vinieron,   —17→   desterrados de su refugio de Santo Domingo; con mis libros nuevos -los trabajos y los días mayores cada vez-; con mi hija María Luisa como flor de febrero en 1944 desde un poema anterior que llegó a ser su carne; con la muerte casi inmediata de Canedo (que en 1938 dejó de «hacer bulto» en la guerra y se fue a México para empresas mayores en la Casa de España, todo él hecho de patria y ausencia, / tiempo eterno y hora breve); cuando, en fin, ya tenía camino la senda encontrada, vino, con el término de la segunda guerra mundial, la que muchos creímos la desaparición de la España de Franco. Y me fui a Francia -permanente en lo mío pero todo provisional de nuevo durante dos años larguísimos- a lograr en seguida (con mi familia y mis libros, con la entera esperanza española más alta que nunca) el definitivo regreso.

En París cumplí los treinta años y algunos trabajamos -¡te acuerdas desde tu cielo, centenario Alberto Jiménez Fraud, de lo que intentamos juntos?- para encontrar entonces unas fórmulas heterodoxas en lo republicano o lo monárquico, pero que quizá llevaban ya a lo que hoy se intenta con otra perspectiva. Triunfaron en aquellas horas las intransigentes ortodoxias de uno y otro lado. Y regresé a México deshecho de reveses, pero derecho aún en vocaciones que nunca se han tronchado, aunque ya sea tarde para llevarlas adelante. ¿Debí volver a España aquellos días? Creo hoy que sí, si pienso en todo aquello que traía entre manos. Pero volví hacia México, donde estaba lo que era permanente de otro modo en mi vida de entonces. Y la vida creció de nuevo entre lo suyo, muy rica de promesas más o menos cumplidas, de posibles trabajos importantes, de una luz que bajaba del Popo su medida perfecta: milpa y cielo para guardar el fuego (chimenea de Begonias) que a todo me atizaba.

Pasaron esos años (1948-1952) y los sentí pasar, feliz, sin más reparo. Una nueva aventura me esperaba, americano ya en mis devociones. Prebisch y la CEPAL, América Latina y su lucha tan grande por ser ella. Y dejé otra vez el valle permanente en que vivían mis sueños y proyectos mexicanos, los libros que salían de mi casa, aquel rincón de Justo Sierra (Librería Universitaria) por las calles de la vieja Universidad, renovándose ya de su salón del Generalito hacia el ancho Pedregal que la esperaba. ¿Me equivoqué de nuevo? Lo supongo, aunque no me arrepienta de esos años -otros veinte no más- en que quemé lo mío para otros. Y no está mal hacerlo, haberlo hecho. Pero en mi fondo mío queda cierto lo que unos versos cantan: Yo debía haber muerto con vosotros / en la hora exacta de la muerte mía. Así decía yo en 1943 a los muertos de España en una elegía que casi nadie conoce y quizá eso hubiera sido lo justo y necesario. Sin embargo, siguió todo y me llevó a otros valles, en que me sumergí y olvidé lo más mío, guardándolo en las noches, midiendo en soledades, que sólo yo conozco, su altura y su caída, el sitio que ha tenido esta poesía mía sin sitio «literario», sólo sitio total en una senda en que me pierdo vivo, casi muerto de esa vida mayor que ya me invade.

Campo de concentración de Bram

La vigilancia por senegaleses en el campo de concentración de Bram (Aude). Foto Centelles.


«Negros senegaleses
Negros como el carbón
de ojos amarillos
La madre que os parió».