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ArribaAbajo1.- Aspectos generales

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ArribaAbajoDialogizar el exilio

Francisco Caudet. Universidad Autónoma de Madrid


Quitar al exilio republicano toda la ganga mitificadora que lo ha ido recubriendo a lo largo de los años y a la vez incorporar nuevas perspectivas temáticas y críticas, esto es para mí dialogizar el exilio.

La experiencia humana del exilio, una situación límite que tiene inevitablemente unas marcadas connotaciones políticas, suele despertar adhesiones o rechazos frontales. Así, queda poco espacio para el debate y el análisis ponderado. Por esa vereda reductora, el discurso se instala en la cuerda floja de la canonización o de la demonización. Una de las consecuencias de tal doble proceder es que el campo de estudio, de naturaleza tan diversa y compleja como es el caso del exilio republicano, se achica y empobrece.

Es comprensible que quienes nos dedicamos a la historia y crítica literarias centremos primordialmente nuestra atención en productos literarios -poesía, novela, teatro, ensayo...-, pero resulta cuestionable la tendencia predominante a olvidar que esos productos en absoluto representan toda la cultura, ya que por tal hay que entender otras manifestaciones, otras concreciones. Ferrándiz Alborz recordaba, en 1957, en la revista España Republicana de Buenos Aires, «que junto con los (sic) intelectuales, se expatrió una multitud de personas más humildes, obreros y labradores, que también representan una merma sensible para la nación». Y a continuación añadía que era una grave equivocación dejar de lado este «aspecto del problema», o considerar «fuera de lugar relacionarlo con la cultura literaria, científica, artística». Entre otros motivos, seguía argumentando Ferrándiz Alborz, porque:

Una cultura no es sólo el libro que se escribe, el cuadro que se pinta, la escultura que se modela, la música que se compone, el fenómeno que se investiga, la clase que se desarrolla. Es también el campo que se ara, la casa que se levanta, el hierro que se forja, el motor que se mueve, etc.4



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Pero incluso si se persiste en sólo centrar la atención en lo estrictamente literario, demasiado a menudo se pone poco o ningún énfasis en que precisamente uno de los motivos por los que resulta tan sangrante y demoledor para los hombres de letras vivir exiliados es -ya lo denunció Francisco Ayala en 19495- la falta de un público para quien escribir. Pero esa situación, real, era matizada por Ferrándiz Alborz, quien en su citado artículo añadía estas reflexiones en torno a la extendida tendencia a desvincular la cultura de la base social:

En Europa y América son continuos los lamentos -justificados- sobre la situación de los intelectuales españoles, como si ellos fueran toda la cultura española, como si la cultura se mantuviera del aire y en el aire, sin una base social -realidad y circunstancia- de la cultura española. Y es esto precisamente lo que dramatiza más aún la situación de la cultura española6.



En su doble proceso de creación y distribución, los productos literarios se asientan en una tupida red de materialidades y contextos de plural naturaleza sin los cuales son como una planta desprovista de suelo, del humus donde germina y toma cuerpo, forma, toda obra humana, incluida la literaria.

La suerte de los intelectuales exiliados -y como correlato inevitable su producción literaria y artística- ha sido motivo de tanta preocupación que se ha llegado a olvidar que formaban una minoría en el cómputo global del exilio. José Pascual Buxó, en «Las alas de Ícaro», llega a decir:

Una primera manifestación de su neurosis [de Dédalo] fue el menosprecio de aquellos otros que, hijos de modestos canteros que acompañaron a Dédalo en su destierro, como antes lo habían servido ingenuamente en la construcción del primer laberinto, no merecían equiparársele en el nombre ni en las obras7.



Las estadísticas, aunque no son completamente fiables -hay para ello motivos de índole diversa-, son muy elocuentes. Porque tanto las realizadas por Lois E. Smith,   —33→   Javier Rubio, Avel.lí Artís-Gener, o con anterioridad las detalladas en la Memoria de Quintanilla sobre los exiliados que llegaron a México en el Sinaia, la de El Mercurio de Santiago de Chile sobre los 2.000 exiliados del Winnipeg, que fletó Pablo Neruda, o las de España Republicana de Buenos Aires, la más general, corroboran, por encima de toda sospecha, que el exilio republicano estuvo mayoritariamente compuesto por una ciudadanía de obreros, campesinos y cuadros medios de distintas profesiones8. Sólo considerando como intelectuales a quienes tenían una formación universitaria o superior se ha establecido, a partir de los datos de la Memoria de Quintanilla, un 28% de intelectuales frente a un 72% que no se pueden considerar como tales9. Los baremos de las siguientes expediciones a México, la del Ipanema y el Mexique, darían sin duda unos porcentajes muy inferiores de intelectuales. España Republicana, que de los aproximadamente 300.000 republicanos que abandonaron en 1939 España hizo un censo por profesiones de 160.000, clasificó como intelectuales -siguiendo el mismo criterio de la Memoria de Quintanilla- a 5.00010. Es decir, poco más del 3%. En cuanto a los 2.000 del Winnipeg, el Cónsul del gobierno de Franco en Chile remitía al Ministerio de Asuntos Exteriores, el 10 de enero de 1940, este informe sobre «los refugiados rojos», que dividía en estos tres grupos:

1.° Los obreros o jornaleros que encuentran pronto acomodo por sus cualidades de seriedad y rendimiento superiores a las de los obreros chilenos y por consecuencia muy apreciados en el ambiente de trabajo.

2.° Los profesionales.

3.° Los agitadores políticos. Ésta es la plaga que encuadra con más acomodo en la mentalidad pobre y degenerada de los politiquillos chilenos. [...] Éstos son los que ensanchan cada día más su actividad expansiva y los que toman parte directa en la política del país11.



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Pero, dejando de lado la más que evidente preocupación del Cónsul franquista por los «agitadores políticos», este informe pone de relieve que la inmensa mayoría de los exiliados del Winnipeg pertenecía al primer grupo. Otro testimonio en esta misma línea es el de Joaquín Edwards Bello, quien en el artículo «Emigrantes», aparecido en La Nación de Santiago en septiembre de 1939, hacía estos comentarios, más matizados que los del anterior informe consular:

Llegaron a Chile dos mil emigrantes españoles, la mayoría de ellos obreros. ¡Bienvenidos! Chile es un espacio sin pueblo. La primera impresión de los campos chilenos es de anemia, de ausencia de humanidad. Falta gente, mucha gente. Pero al pueblo chileno le desagrada el obrero extranjero, competidor.

Nuestro pueblo rechaza al obrero extranjero y acepta al patrón. Por otra parte, el obrero extranjero se habitúa difícilmente a compartir el género de vida de nuestra masa obrera. Por eso tiende invariablemente a mandar, a elevarse, a volverse amo. Se vuelve patrón, o se aleja12.



Estos comentarios, de un lado, daban cuenta de que el exilio -extremo sobre el que volveré más abajo- abocaba a la subcultura y, para decirlo en términos mexicanos, al «agachupinamiento», y, de otro, permiten concluir que Francia, que albergó al grueso de la emigración, no fue el destino, como afirma Antonio Risco, de una emigración de base más popular y sindical que la de América, a la que considera «de carácter pequeño-burgués e intelectual»13. Porque con los datos de que hoy disponemos no se sostiene el argumento, que defienden el mismo Risco y otros estudiosos, de que se produjo una «fractura sociológica»14 que revela la existencia de dos corrientes diferenciadas de exilio: la americana y la europea.

Tampoco resultan fundadas las acusaciones vertidas a lo largo del exilio de que ciertos partidos políticos fueron deliberada y consistentemente discriminados en los embarcos con destino a América. Curiosamente, quienes con más virulencia vertieron esas acusaciones, los partidarios de Indalecio Prieto, fueron los que menos podían, cuando empezaron a actuar desde la JARE, alardear de imparcialidad. A fin de cuentas, el ex ministro de Guerra basó su injustificable apropiación del tesoro del Vita en la difamación de su enemigo de partido, Negrín, y en el anticomunismo15.

Pero, en cualquier caso, quienes más activamente participaron en organizar las grandes expediciones de emigrantes fueron los negrinistas a través del SERE. Este organismo era muy representativo de las distintas formaciones políticas republicanas,   —35→   pues su Consejo ejecutivo incluía a destacados miembros del Partido Socialista, Izquierda y Esquerra Republicana, Unión Republicana, Partido Nacionalista Vasco, Partido Comunista, Federación Anarquista Ibérica, Partido Socialista, Acción Catalana, Confederación Nacional del Trabajo y de la Unión General de Trabajadores.

Concepción Ruiz Funes y Enriqueta Tuñón, que han analizado la militancia política de la población del Sinaia, expedición que por ser la primera y una de las más numerosas era potencialmente la más susceptible de poner a prueba el partidismo de quienes la organizaron, llegan a unas conclusiones que desmienten que así hubiera ocurrido. Las acusaciones de partidismo, alentadas por el anticomunismo de muchos republicanos y de los mismos países que albergaron a los refugiados16, ha sido un lamentable topos del exilio que en buena medida ha conseguido su propósito de empañar la actuación tanto del SERE como de gobiernos17 y diversas organizaciones filantrópicas, como la FOARE18 o los cuáqueros, en favor de los republicanos apresados en los campos de concentración franceses y norafricanos19.

Esa enemiga se ha centrado a menudo en la actuación de ciertas personalidades que desempeñaron un papel muy activo en esos menesteres humanitarios. Tal es el caso de Narciso Bassols y del matrimonio Gamboa, en México20, o de Pablo Neruda, en Chile, a quienes se les continúa acusando de haber actuado de manera sectaria21. Pero ni las estadísticas, ni los testimonios de muchos exiliados, avalaban esos infundios que alimentan el fluir de ciertas memorias atribuladas. Por otra parte, el problema de los refugiados era de una envergadura tal que propiciaba todo tipo de sospechas y especulaciones. Cómo se podía convencer a quienes no eran seleccionados de que simplemente no había sitio para todos en las expediciones. La acusación de discriminación, de partidismo y sectarismo, era una añagaza fácil.

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Además, los países que acogieron a los emigrantes tenían sus propias políticas migratorias. Los representantes del Gobierno mexicano actuaron según las directrices que recibían de su país y lo mismo cabe decir de Chile. Pablo Neruda manifestó, en diciembre de 1939, que «su labor en Francia se hizo de acuerdo con las órdenes recibidas de su jefe el Ministro de Relaciones Exteriores, añadiendo que en los campos de concentración de Francia quedaban todavía alrededor de 120.000 hombres deseosos de trabajar y de surgir»22. Pablo Neruda, que mencionó con cierto detalle en sus memorias el encargo del presidente chileno Aguirre Cerda de organizar una expedición de refugiados, que se dio a conocer con el nombre de su diario de a bordo, Los dos mil del Winnipeg, dedicó a este episodio un emotivo artículo que, entre otras cosas, desmiente a quienes arteramente le acusaron de partidismo23.

A veces parece olvidarse, o queda simplemente como en un segundo plano, que de la dramática situación en que se hallaban los aproximadamente 300.000 refugiados en campos de concentración franceses y norafricanos había unos responsables. En primer lugar, quienes con la rebelión militar forzaron el éxodo masivo de españoles y, en segundo lugar, quienes, habiéndose apoderado de unos bienes destinados a sacar de los campos a los refugiados, entorpecieron y en buena medida impidieron el trasvase a tierras americanas de un mayor número de esos refugiados24.

El sambenito de «rojos» cayó como una losa sobre los republicanos. La política propagandística franquista había calado hondo en amplios sectores del extranjero, tanto en Europa como en América, en donde desde antes del estallido de la guerra civil había empezado a extenderse -el suelo estaba por tanto bien abonado- la identificación con las ideologías totalitarias alemana e italiana. Pilar Rodríguez Verde, en «La memoria del exilio y su representación en el testimonio oral», ha destacado una serie de recuerdos que, por ser los más repetidos entre los sobrevivientes de los campos de refugiados, cristalizan el sentido profundo de las experiencias sufridas en el pasado. He aquí algunos de esos recuerdos más fijados, más repetidos: la expresión francesa «Allez, hop!», que se utiliza normalmente para hacer avanzar o despejar, es mencionada por los refugiados como lo primero que oyeron o aprendieron en francés; o estos otros comentarios de impacto igualmente negativo, grabados   —37→   también con fuerza en los refugiados: «Decían que éramos rojos con rabo». «Nos miraban así... como a los que tienen... leprosos. ¡Ponían una cara...!». «Esa gente te cerraba los comercios, creían que teníamos rabos, que teníamos orejas. Los rojos, ¿sabes?»25.

Jorge Semprún recuerda por su parte en El gran viaje que la primera imagen de refugiado la experimentó, en Bayona, a los catorce años. Esa imagen estuvo asociada, desde entonces, a la que del español se tenía tanto en Francia como en Alemania, donde todos los refugiados españoles eran considerados rojos. De ahí, al menos en parte, las continuas vejaciones que recibieron los refugiados de funcionarios y de amplios sectores de la población26.

En América ocurrió otro tanto. En uno de los informes de la diplomacia franquista en Chile se aseguraba: «Según declaraciones de los mismos refugiados hay entre ellos un 40% de verdaderos criminales comunistas y gente de mala especie que vienen dispuestos a armar alboroto y con los cuales nada quieren saber los restantes»27. En otro escrito se informaba desde la Embajada de Santiago:

El Gobierno argentino se ha alarmado del número crecidísimo de rojos españoles que cruzan su territorio para entrar en Chile por la Cordillera andina. Y ha prohibido la concesión de visados de tránsito, porque muchos lograban quedarse consiguiendo influencias y presiones cerca del Gobierno... Así es que el viaje tendrá que hacerse ahora por el Pacífico28.



En México la derecha atacó, en un principio, la política migratoria de Lázaro Cárdenas, quien, si bien es cierto que actuó por criterios ideológicos y humanitarios, todos hubieron de reconocer, incluidos sus más recalcitrantes enemigos, que el exilio republicano redundó en beneficio del país. Igualmente beneficioso resultó en otros países, Chile, Argentina, Colombia, Santo Domingo, Uruguay..., países donde hubo también, aunque en menor medida que en México, una presencia de exiliados. O en Europa, sobre todo en Francia. Bastaría con solamente recordar su participación en la segunda guerra mundial. Estas palabras de un personaje de El gran viaje de Jorge Semprún podrían haberlas pronunciado miles de refugiados republicanos:   —38→   «(...) Defiendo a mi país, de todos modos, defendiendo a Francia que no es mi país»29.

Volviendo a la creación literaria, estas consideraciones explican que, si bien los escritores exiliados pretendían dirigirse a su base social y a la de los países que les dieron albergue, y a la vez mantenían la ilusión de estar haciendo una obra de creación que en un futuro inmediato habría de integrarse en el legado cultural de España, lo cierto es que esa base social no era culturalmente la más idónea: los países donde estaban desterrados, incluso cuando se hablaba el mismo idioma, pronto hicieron oídos sordos a la cantinela de la patria perdida. Mientras, España, cerrada a cal y canto hasta mediados de la década de los cincuenta, solamente vio a los exiliados como un punto de referencia, nunca decisivo ni en el campo de la cultura ni en el de la política. Y, sin embargo, la producción literaria de los exiliados llegó a alcanzar un nivel altísimo30.

Pero, como sea, España, al igual que los países que acogieron a los exiliados, tenía sus propios cánones, gustos y necesidades literarios y culturales. El exilio, así las cosas, fue interiorizando su percepción de la realidad, se fue metiendo dentro de sí mismo, y miró, más que al futuro, a los perdidos predios del pasado. En esa limitación encontró, paradójicamente, toda su fuerza creadora, siempre entreverada de ribetes trágicos. Algo que quedaba perfectamente expresado en estas dos estrofas de un poema de Emilio Prados, recogido en Jardín cerrado:



Me pierdo en mi soledad
y en ella misma me encuentro,
que estoy tan preso en mí mismo
como en la fruta está el hueso.

Si miro dentro mí,
lo que busco veo tan lejos,
que por temor a no hallarlo
más en mí mismo me encierro31.



  —39→  

Ramón Xirau, en «Emilio Prados en su Jardín», artículo publicado en 1948 en la revista Presencia, decía que los poetas españoles, llegado el tiempo de la guerra y del exilio, empezaron a «andar por dentro» y, a partir de entonces, el mundo exterior

con su luz y su vida renovada, pareció haberse muerto para siempre. España, que había sido una realidad tangible, concreta, vivida en cuerpo y alma, fue la «España peregrina», desarraigada; los poetas empezaron a volverse hacia adentro, a contemplar su alma para ver si en ella encontraban algo de la verdad perdida. Fue la España de la memoria y del olvido. Una España dignificada en el recuerdo, pero lejos, allá lejos, en el tiempo y en el espacio. De España sólo les quedaba el alma32.



La literatura, convertida en expresión de la traumática experiencia de haber perdido las raíces, se sirvió, en efecto, profusamente de la memoria, un mecanismo o artificio generador de estructuras discursivas, en cualesquiera de los géneros y modalidades. José Moreno Villa había escrito en uno de sus poemas:


Remojo la memoria
con agua del destierro33.



Y Rose Corral, en un ensayo sobre los escritos autobiográficos de Moreno Villa, hacía esta muy pertinente observación, que es igualmente aplicable a la mayoría de los exiliados:

Reconstruir su propia vida es una especie de antídoto eficaz contra la fragmentación o dispersión, un ejercicio de serenidad y de equilibrio, tal vez también una forma de conjurar «el tajo del tiempo» o «el hacha divisoria» de la guerra, y de afirmar la continuidad de la vida34.



José Pascual Buxó, en el ya citado artículo «Las alas de Ícaro», señalaba la función mítica y terapéutica que suele tener, en situaciones extremas como la del exilio, la evocación del pasado:

¿Cómo llenaron [inquiría retóricamente Pascual Buxó] ese tiempo de deshora? ¿Cómo dieron cuerpo y voz a afanes de la vida? Dédalo construyó un nuevo laberinto, no ya para controlar las hecatombes de otro Minotauro, sino para asegurarse un espacio libre y protegido donde poder complacerse con las orgullosas creaciones de su espíritu. De la abominable Creta, los héroes desterrados rememoraban las horas de desdicha con el mismo orgullo   —40→   con que hubieran celebrado una victoria; amaban el recuerdo perdurable de otros tiempos en que hasta la injusticia o la miseria parecían más tolerables por virtud de aquella edad bucólica35.



Pero todo ello mostraba, bien a las claras, una tensión psíquica difícil de resolver. Porque si el escritor exiliado se refugiaba en el pasado, lo hacía por sentirse perseguido por memorias y pesadillas históricas, personales y colectivas, irresueltas. En términos poéticos, Jorge Guillén ejemplifica esta situación en varios poemas de Clamor. De un lado, la orilla americana que salva al poeta-náufrago debería idealmente ofrecerle la posibilidad de una absoluta y total -¿pero era ello posible, como se interroga el propio Guillén?- mutación:


Se aleja el Continente con bruma hacia más bruma,
Y es ya rincón y ruina, derrumbe repetido,
(...)
Yo no quiero anularme soñando en un vacío
Que llenen las nostalgias. Ay, sálvese el que pueda
Contra el destino. Gracias, orilla salvadora
Que me acoges, me secas, me vistes y me nutres.
En hombros me levantas, nuevo mundo inocente,
Para dejarme arriba. Y si tuya es la cúspide,
Con tu gloria de estío quisiera confundirme,
Y sin pasado exánime participar del bosque,
Ser tronco y rama y flor de un laurel arraigado.
América, mi savia: ¿nunca llegaré a ser?
Apresúrame, please, esta metamorfosis36.



El pasado, siempre al acecho, irrumpía de la manera más inesperada, como podía ser contemplando un paisaje. Daniel de Tapia, en «El otro paisaje», reconocía que en sus recorridos por tierras mexicanas aparecían constantemente interferencias de paisajes españoles37. Juan Gil-Albert, en carta de 1940 a su hermana Laura sobre México, le comentaba: «El cielo cuajado de estrellas se transparentaba oscurísimo. ¿Estábamos en Andalucía?»38. En una publicación que se hacía a comienzos del exilio en uno de los campos de concentración franceses, ya salía a relucir la obsesiva fijación en el recuerdo de la tierra perdida:

  —41→  

Aunque a balazos
en la tierra me hundáis,
aún mis cenizas
en el aire aventadas,
aunque, hasta el fondo
del mar mi cuerpo vaya
será inútil porfía:
nunca seré yo apátrida
que tierra, mar y aire,
siempre serás, para mí, España39.



Emilio Prados, más poética y sutilmente, había dado a entender lo mismo en esta estrofilla:


Quien vio el romero
y hoy no lo ve:
¡cómo piensa en él!40



También podía ocurrir que el recuerdo dolido de España hiciera inesperadamente presencia leyendo en un libro español un vocabulario que parecía borrado por la diaria inmersión en el castellano de América. Así, en este poema de Nuria Parés, que llegó a México cuando todavía era una niña:


A veces, cuando leo
esas viejas palabras de la tierra
que jamás pronunciamos, siento
crecer hacia lo hondo mis raíces
ya acostumbradas a horadar el viento.
Suenan en mis oídos, me acompañan,
dialogan entre ellas como el lento
y despacioso doblar de las campanas
de la iglesia mayor y el tintineo
humilde de una esquila.
Yo iría por la calle como el tonto del pueblo
hilvanando palabras sin sentido:
«bancales y serones... pan cenceño,
enebro, flor de jara, cardenia...».
Palabras de la tierra, campaneo
del alma, regusto amargo y dulce,
hondo sentir que le pregunta al tiempo
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si este doblar de las palabras viejas
no es ya un doblar a muerto41.



Dante ya había escrito en la Divina Comedia:


Todo lo que más amas, sin tardanza
has de dejar; y es ésta la primera
flecha que el arco del destierro lanza42.



Como continuamente clamaba el pasado, a lo sumo, en el mejor de los casos, el poeta encontraba alivio, nunca pleno consuelo, en la esfera de su mundo privado. El entorno familiar, las experiencias que iban cristalizando a través del discurrir diario, interferían, y si no borraban el pasado, al menos lo difuminaban. Nuria Parés, tras reproducir el anterior poema en unas jornadas sobre poesía y exilio, añadía este comentario que confirmaba la busca del refugio en el ámbito privado: «Pero la vida, el amor, los hijos, los amigos, el trabajo arrinconaron la añoranza. O, por mejor decir, cambian las añoranzas. Yo he cambiado la añoranza de la patria que perdí por la añoranza de los seres que he perdido sin remedio»43.

La alusión al reducto privado, a falta de otras alternativas, aparece asimismo en estos versos de Jorge Guillén:


La patria, lejos, en el lodo.
Soledades alrededor.
Navidad a pesar de todo:
Hijos, su recuerdo, mi amor44.



Si el exilio es el cronotopo por excelencia de la memoria, esa facultad humana se convierte en una metáfora, como los lexemas peregrinaje, mar, naufragio, orilla..., de la experiencia traumática que conlleva la privación del suelo patrio. Experiencia que a su vez metaforiza lo que es la vida misma: abandono de la seguridad del útero materno -condición ineludible que aguarda a todos los nacidos- para caminar unos inciertos caminos que conducen siempre inexorablemente a la muerte, el último y definitivo exilio, un espacio «sin tiempo -como dice Guillén- en que se angustie la memoria»45. De todo ello es compendio brillante, lúcido, altamente poético, este soneto, «La memoria quisiera...», del mismo Jorge Guillén:

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La memoria quisiera con sus redes
Salvarnos eso que se nos escapa,
Casi deshecho por continua zapa,
Abismo abajo, pútridas paredes.

Todo se descompone. Tú no puedes,
Memoria infiel, guardar tras esa capa
De mendigo tus joyas, y en un mapa
De remiendos concluyen tus mercedes.

Algo flota, por fin, contra el olvido
Que sin cesar rehace su marea
Con su reiteración de rollo lento.

En la orilla se yergue conmovido
Náufrago de alta mar. Dice, jadea,
Algo evoca su voz. Si fue, ya es cuento46.



León Felipe, en «¡Oh, memoria, memoria!», que publicó en Los Sesenta, la revista de Max Aub, indagaba los misterios e incógnitas de la existencia:


Y... ¿quién me trajo?
¿Quién me trajo aquí?
¿A quién le dije yo que me trajera?
No recuerdo nada... ¿Hay alguno que recuerde?
¡Oh, memoria, memoria!... Siempre sin memoria.
Todos sin memoria...
Y sólo un cero duro de sombras y misterio
donde se estrellan los gritos, los lamentos
y todas las preguntas47.



El exiliado republicano, incluso los que llegaron a tierras de habla hispana, tuvo enormes dificultades para romper con el pasado y/o integrarse en las sociedades que le ofrecieron albergue48. De ahí la función terapéutica de rememorar y de verbalizar las vivencias del pasado, que son, en fin, dos maneras, entrelazadas, de autoafirmarse y de recuperar la propia estima. Angelina Muñiz, que, como Nuria Parés, llegó a México de niña, hacía estas observaciones sobre los poetas, también aplicables,   —44→   en lo tocante a la necesidad de comunicar vivencias personales, al conjunto de los exiliados:

El exilio, inseparable de la intimidad y del consuelo del lenguaje, propicia y desata la poesía. La poesía hace posible el adentramiento en el ser desprendido. Se convierte en una vía de conocimiento y de redención. Trata de restaurar las piezas maltratadas y de encontrar el sentido del todo.

El poeta del exilio se ve obligado a recrear su mundo instaurando orden en el caos. Un caos que empieza por él y se extiende a su ámbito circundante. Carecer de patria es carecer de ser: «Yo fui, no soy, y mi verdad es ésta», dice Luis Rius49. Se sitúa en un pasado incapaz de ligarlo al presente. Para poner orden, la medida poética -el ritmo, la imagen, la forma establecida- es la que se invoca. La pérdida del paraíso sólo puede sustituirse por un riego y un hallazgo de palabras eslabonadas en un nuevo mundo naciente50.



En Relato de un náufrago, cuando el protagonista de esa odisea -magistralmente narrada por Gabriel García Márquez-, oyó en la playa, salvado del hundimiento, la voz del primer ser humano que salió a su paso, se dio cuenta -como si se tratara de un exiliado- de que más que la sed, el hambre y la desesperación, le atormentaba el deseo de contar lo que le había pasado51. Las tertulias de los republicanos tenían esa función. Viene aquí a cuento recordar, pues está en relación con esta necesidad de utilizar la palabra con una función terapéutica, el relato de Max Aub, La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco, o también, por citar otro ejemplo igualmente ilustrativo, algunas de las páginas del libro de Simón Otaola, La librería de Arana, pues los dos autores exiliados hacen esbozos de las apasionadas y vociferantes tertulias de los republicanos en los cafés de la ciudad de México52. No deja de tener asimismo interés un informe de Juan Ignacio Luca de Tena, embajador de España en Santiago de Chile a comienzos de los años cuarenta. En ese informe, en donde describía al Ministerio de Asuntos Exteriores algunas de las «actividades de los rojos españoles» en Santiago, hacía este comentario:

Asimismo suelen los refugiados rojos reunirse en determinados bares, cafés y restaurantes... De estas reuniones la más importante es la que celebra casi diariamente, y desde luego todos los domingos, un grupo de refugiados, en el segundo piso de un café llamado Noel... Puedo afirmar a Vuestra Excelencia de que en estas reuniones, especialmente en la última citada, existe convencimiento de que en plazo breve fracasará el actual Régimen de España y será   —45→   restablecida nuevamente la República, con la consiguiente reposición de quienes la componen en los cargos que tuvieron durante la misma. Se trata de sostener así un ambiente de hostilidad contra nosotros53...



El exiliado, proclive por las razones que detalla Jacques Vernant a encerrarse en círculos cerrados, ha sido siempre renuente a integrarse plenamente en las sociedades que le acogen54. Los republicanos no fueron una excepción a esta regla. Tanto es así que, como ha concluido Michael Kenny, la emigración republicana, que en un principio se desmarcó enfáticamente de la emigración económica, se fue progresivamente «agachupinando»55. Lo cual implica, entre otras cosas, que los intereses económicos y tribales, en conjunción, llevaron a la emigración política a asimilarse a la emigración económica, a los «gachupines». En cuanto a los escritores y artistas, si bien no siguieron en la mayoría de los casos ese proceso, por ser otras las circunstancias en que se mueve el mundo intelectual, tampoco se dio una integración plena.

Pero esa no integración, de la que hay numerosos ejemplos, no siempre se debió a los exiliados. Hubo de todo. Romance y España Peregrina, las dos primeras revistas del exilio mexicano, dejaron de publicarse porque se desconocía, en el primer caso, la realidad mexicana y latinoamericana; en el segundo, por querellas internas y por haberse quedado descapitalizado el SERE, lo cual, por cierto, también afectó al proyecto editorial de Séneca56. Pero, como sea, las dos revistas arriba mencionadas se mexicanizaron. Romance cambió el primer consejo de redacción, compuesto exclusivamente por españoles, por otro mixto57; España Peregrina se convirtió en Cuadernos Americanos58. La Casa de España se llamó El Colegio de México, en   —46→   clara imitación del Collège de France. Había que borrar la referencia española. Se prefería, evidentemente, el modelo cultural francés al español59.

Hablar, por tanto, de «transtierro», para el caso de los españoles en tierras de habla hispana, es edulcorar una cruda realidad que, más terca que las falsas expectativas de muchos, se fue irremediablemente imponiendo. Extraña que todavía existan muchos lugares comunes sobre este extremo60. Porque pronto se comprobó, por ejemplo, que ni el habla común -ese tan socorrido tópico- unía tanto como se había creído en un principio, ni el encuentro de España con América fue tan natural y fluido como también se ha solido dar por sentado. Y, en buena medida, la culpa hay que imputársela -si es que realmente se puede hablar de culpa- a los españoles. Porque su ignorancia de América, salvo contadas excepciones, era tan mayúscula como su complejo de superioridad intelectual y moral, rayano a menudo en la más torpe arrogancia. Las tesis de Juan Larrea desarrolladas en Rendición del espíritu, cuyas primeras versiones aparecieron en España Peregrina; muchos de los artículos sobre España y América publicados también en esa misma revista, evidencian una confusa retórica de que, tras el alegato espiritual, estaba la añagaza nacionalista -de ahí que lamentablemente hubiera no pocas coincidencias con el discurso imperialista de los nacionalistas.

Con esa retórica se sublimaba, de un lado, el protagonismo histórico de quienes la propugnaban y, de otro, era patente que utilizaban de manera interesada a la América hispana, a la que estaban convirtiendo en plataforma destinada a devolver a España su vieja transcendental misión de salvar y transmitir los valores del Espíritu. España, que era la sola depositaria en el mundo de esos valores, tenía como únicos albaceas a esos republicanos.

Ciertamente, nos hallamos ante un discurso extremo -no todos los exiliados pensaban así-, que refleja una actitud que se había ido incubando en ciertos círculos españoles -sus máximos representantes eran José Bergamín y Juan Larrea- en los que se hacía compatible el culto al conceptismo barroco, el irracionalismo surrealista y una marcada heterodoxia católica con un republicanismo prosoviético -caso de Bergamín- o con un furibundo anticomunismo -caso de Larrea. Pero en otros círculos intelectualmente mucho menos difusos y abigarrados había en lo esencial una coincidencia con estas actitudes. Así, en el Boletín al Servicio de la Emigración Española, que editaba el pronegrinista Comité Técnico del SERE, salió a relucir, aunque el énfasis estaba en la supremacía del ideario político republicano y en la aportación económica de la emigración, ese discurso de la superioridad61. Estos extremos   —47→   fueron señalados por Antonio Sánchez Barbudo, redactor durante la guerra de Hora de España y en el exilio de Romance, quien reconoció sin ambages los errores que cometieron él y sus compañeros de redacción de esa última revista, todos españoles:

Nosotros, los escritores jóvenes, pretendíamos de algún modo influir en la vida mexicana y divulgar nuestros gustos y opiniones. Nuestro españolismo, nada convencional, pero del que estábamos, en parte a causa de la guerra, muy seguros y orgullosos, era un oscuro sentimiento que queríamos imponer... Un españolismo que a los mexicanos debía a veces recordarles -salvando las grandes distancias y diferencias- al de Cortés, el conquistador tan odiado. Pronto hubimos de advertir que nuestras confusas ambiciones eran muy exageradas, ridículas quizá; que no era posible seguir manteniendo esa actitud62...



Había además, en esa actitud, un mecanismo de defensa que respondía -algo que caracteriza a todos los exilios- a una instintiva necesidad de preservar lo propio, pero las más de las veces se pasaba del encarecimiento de esas particularidades a declarar su supremacía. José Pascual Buxó, en «Las alas de Ícaro», confirma, de manera mítico-alegórica, esta actitud que él, joven exiliado, observó en la generación de sus padres y en la suya:

Ícaro, transterrado, ostentó con orgullo su irrenunciable origen; evocó sin tregua su patria originaria; exaltó el pasado anterior a la desdicha y, cuando la memoria faltaba, suplió los recuerdos imposibles con imágenes artificiosas; se desdobló para el elogio y para la injuria y llegó a pensar (...) que no todos los fantasmas merecían el nombre de Ícaro, sino sólo aquellos que podían honrarse con un linaje heroico63.



Pero, claro, ¿acaso no era esa actitud una respuesta psicológica a una situación traumática? ¿No estaba desgranando José Pascual Buxó, en esa inculpación que lanzaba, los rasgos más característicos del exilio, de todo exilio? Las concomitancias que hay entre el texto de José Pascual Buxó y, pongamos por caso, este poema sobre el exilio alemán de Bertolt Brecht, ¿no demuestran que lo que hacía el primero era, en definitiva, caracterizar los rasgos comunes a todo exilio?:


Siempre me pareció falso el nombre que nos han dado: emigrantes.
Pero emigración significa éxodo. Y nosotros
no hemos salido voluntariamente
eligiendo otro país. No inmigramos a otro país
para en él establecernos, mejor si es para siempre.
—48→
Nosotros hemos huido. Expulsados somos, desterrados.
Y no es hogar, es exilio el país que nos acoge.
Inquietos estamos, si podemos junto a las fronteras,
esperando el día de la vuelta, a cada recién llegado,
febriles preguntando, no olvidando nada, a nada renunciando,
no perdonando nada de lo que ocurrió, no perdonando.
¡Ah, no nos engaña la quietud del Sund! Llegan gritos
hasta nuestros refugios. Nosotros mismos
casi somos como rumores de crímenes que pasaron
la frontera. Cada uno
de los que vamos con los zapatos rotos entre la multitud
la ignominia mostramos que hoy mancha a nuestra tierra.
Pero ninguno de nosotros
se quedará aquí. La última palabra
aún no ha sido dicha64.



Y bien, ¿por qué el exilio republicano iba a ser diferente a otros exilios? ¿Bastaba, cuando la hubo, la comunidad idiomática? ¿Podían ser realmente las repúblicas americanas que dieron morada a los republicanos, so pretexto de que había una comunidad racial y cultural con España, un sucedáneo de la tierra perdida? Ni siquiera lo fue para los que salieron de España de niños o de muy jóvenes. Luis Rius dejaba de ello constancia en «El ausente», un poema de finales de los años cuarenta:


En el destierro, España,
yergo mi frente y mi voz levanto.
Quiero identificarme, decir quién soy,
si es menester, gritarlo.
¡Qué cerca estoy de ti!
y sin embargo
qué profundo es el mar
que separa tu cuerpo de mis manos.
¡Qué dentro estoy de ti!
y mi polvo y tu polvo: ¡qué lejanos!
Tuyo soy aunque el tiempo
tu perfil de mi mente haya borrado.
Ni conozco tus mares,
ni conozco tus campos.
Nunca he visto las sendas
que recorrió triunfante don Pelayo;
jamás vi la Valencia
que rindiose al esfuerzo del buen Cid Castellano;
ni las pardas llanuras
que supieron antaño
—49→
de quiméricos sueños
y de hazañas gloriosas de don Quijote y Sancho.
Pero soy tuyo, España,
porque nací de ti y fui dotado
de tus mismas virtudes y tus vicios,
de tu pobre alegría y rico llanto65.



José Pascual Buxó, en una conferencia que pronunció en 1957 sobre la joven poesía española en el exilio, de la que él mismo era uno de los más señalados representantes, hacía estas observaciones:

Diríase que al escribir olvidan su mundo cotidiano para habitar otro incómodo e inhospitalario. En su obra todo es rudeza, e insatisfacción en su vida, son pocos los que gozan de una situación ciertamente privilegiada. La causa de esta ruptura entre vida y obra la encuentro, y me la explico, tomando en cuenta que desde pequeños fueron aleccionados en la añoranza, colocados en el mundo espiritual de sus padres para quienes España -lejana y perdida- ocupa el plano de lo concreto y real.

Esa educación familiar ha sido más poderosa y decisiva que la que pudieron obtener en las instituciones culturales mexicanas, al contacto con una realidad viva y evidente. (...) Alejados de España contra su voluntad y de México por la suya, han venido a perder las dos nacionalidades. No son españoles, aunque se esfuercen por serlo, por cuanto piensan España sin vivirla; no son mexicanos, por cuanto viven en México aislados o solitarios66.



El exiliado es, por naturaleza, un hombre sin raíces y, por tanto, proclive a la inadaptación. El tiempo del exilio, ausente el espacio natural, se anula, como si no existiera. Recuerdo una visita que hice en 1977 a Rafael Dieste y a su esposa Carmen. Pasamos juntos unos días en Rianxo. Una tarde salimos Rafael y yo a pasear. Nos acercamos al malecón del puerto y allí nos quedamos mirando, en silencio, el horizonte. El mar estaba bravío, azotaba un fuerte viento y su larga blanca cabellera volaba alocada. De pronto, como si Rafael hubiera fijado la mirada y la memoria   —50→   en la otra orilla, en las costas de Argentina y Uruguay, le oí musitar: «Todos esos años del exilio no siento que hayan existido. Es un tiempo vacío, perdido». Y yo me pregunté a mí mismo, pero ¿dónde estaba Rafael, allí, en la otra orilla, o en esta orilla? ¿Se vuelve del exilio? ¿O ya está uno instalado en un tiempo sin tiempo? Emilio Prados, en un poema de Jardín cerrado, acercaba sus versos a esta premisa última:



La muerte está conmigo;
mas la muerte es jardín
cerrado, espacio, coto,
silencio amurallado
por la piel de mi cuerpo,
donde, inmóvil -almendra
viva, virgen-, mi luz
contempla y da la imagen
redimida, del fuego.

Si he de morir, ya es muerte:
la estrella, la avenida,
el silencio, la noche,
el agua y el amor.

Lo dice así la fuente
y el suspiro.
También
mi sangre cuando besa67.



Emilio Prados, que había empezado su poemario Penumbras, I (Llegada a México), con el verso: «¡Ando sin vida!...»68, inauguraba bajo este a modo de lúgubre lema una cosmovisión poética que iba a ser compartida por otros poetas -y también por quienes compartían con los poetas la condición de exiliados. Y fue sentida de manera compartida en el destierro, sin que se aceptara responsabilidad ni culpa. No renunciaban a su pasado; simplemente sentían que habían sido condenados a arrostrar una arbitraria expiación. Juan Gil-Albert, en «Imprecación a una divinidad hostil», así calificaba «ese eterno/ser lo que fuimos ya sin esperanza»69.

David Williams, en un brillante artículo, «The exile as uncreator», ha establecido una acertada oposición entre el concepto de exilio y el de comunidad, pues ésta, excluyendo de ella a algunos de sus miembros, define la condición de quienes sufren las consecuencias de tal decisión. El exilio, en suma, es una amputación o segregación violenta, traumática. Todas las sociedades suelen ejercer la mayor violencia sobre quienes son percibidos como distintos, y se les separa del cuerpo   —51→   social, de la comunidad, porque se ve en ellas «a menace to the body and the ideological system that holds it toguether»70.

A la vista de estas consideraciones hay que redefinir el exilio, tal como hace Angelina Muñiz desde su propia experiencia:

Exilio es palabra que indica un desplazamiento de lugar. Un salto afuera, etimológicamente. Un no pertenecer al espacio. Un acto temporal. Por eso, el exiliado busca márgenes, límites, una tierra nueva. Reflexiona sobre la mortalidad al considerar que ha perdido el estado paradisíaco. Se enfrenta a un nuevo aprendizaje y, lo más grave, a una fragmentación de la identidad. Se empeña en afirmar el pasado en la continuidad y en el momento presente. Convierte el presente en una acumulación rememorativa de hechos y datos ya vividos. Desarrolla y ejerce la exégesis a cada golpe de manecilla del reloj. Por un lado, se ve envuelto en una visión de índole apocalíptica al proclamar el fin de los tiempos. Por otro, una fuerte dosis de mesianismo le da fuerzas para esperar tiempos mejores y el reino de la justicia. Se debate entre invención y memoria, poesía y soledad71.



Si bien una definición como la de Angelina Muñiz desmitifica y dialogiza, en la línea de mi argumentación, algunas concepciones que han conseguido prevalecer acaso por su declarada proclividad a recubrir de engañosas idealizaciones al exilio, una vez más he de insistir en que también en este caso se pone demasiado énfasis en lo literario. Por otra parte, ese estado de ánimo que se tradujo en una recurrente temática literaria era la respuesta a una situación marcada por una realidad exterior ajena. Realidad que era repelida porque producía extrañeza y ahondaba el desencuentro y el aislamiento. Luis Cernuda así lo daba a entender en «Ser de Sansueña»:


Y ser de aquella tierra lo pagas con no serlo
De ninguna: deambular, vacuo y nulo,
Por el mundo, que a Sansueña y sus hijos desconoce72.



El reducto íntimo no como opción, sino como condena, como única vía de salvación. De precaria salvación, claro está. Porque la obra que se hacía en esas condiciones, ni siquiera se sabía -algunos decían no importarles- si habría un día de encontrar en España resonancia, aceptación, eco. Tardaba todo demasiado, la espera se hacía insoportable. Luis Cernuda, cansado de aguardar, lanzó más de un exabrupto:

  —52→  

Si soy español, lo soy
A la manera de aquellos que no pueden
Ser otra cosa: y entre todas las cargas
Que, al nacer yo, el destino pusiera
Sobre mí, ha sido ésa la más dura.
No he cambiado de tierra,
Porque no es posible a quien su lengua une,
Hasta la muerte, al menester de poesía.
(...)
Soy español sin ganas
Que vive como puede bien lejos de su tierra
Sin pesar ni nostalgia. He aprendido
El oficio de hombre duramente73.



Y ese oficio le había enseñado, entre otras cosas, que de nada sirve el reconocimiento si éste llega demasiado tarde:



Amargos son los días
De la vida, viviendo
Sólo una larga espera
A fuerza de recuerdos.

Un día, tú ya libre
De la mentira de ellos,
Me buscarás. Entonces
¿Qué ha de decir un muerto?74



Pero Cernuda, como el resto de poetas del exilio, escribía por y para España; también desde y con el dolor de unas heridas interiores que nunca habrían de cicatrizar. El oficio de poeta tiene, en el exilio, estas limitaciones, pero en ellas está toda su fuerza y su grandeza, toda su tensión e intención lírica.

En el exilio, escribir o trabajar en no importa qué oficio son maneras de hacer frente al infortunio, de dignificarse humanamente, de negarse a aceptar la derrota, de resistirse a tener que morir en vida -aunque a veces no se sienta la vida, como si vida y exilio fueran antitéticos, incompatibles. También es una manera -pisamos un campo minado por la paradoja- de abrirse, abandonada la certeza del feudo familiar, al mundo y a los demás. Y a uno mismo. Estas aperturas suelen a veces -menos, por desgracia, de lo deseable- propiciar el encuentro con el otro.

Éste es para mí el mayor reto del exiliado. Reto que debe y puede convertir el fracaso y la pérdida del exiliado en la más exultante victoria, en la más egregia ganancia. Mas no siempre ocurre así. En cuyo caso el fracaso y la pérdida, la condición de exiliado, no tiene ninguna compensación.

  —53→  
Anexo. Pablo Neruda, «El Winnipeg y otros poemas»

(Cfr. la nota 23)

Me gustó desde un comienzo la palabra Winnipeg. Las palabras tienen alas o no las tienen. Las ásperas se quedan pegadas al papel, a la mesa, a la tierra. La palabra Winnipeg es alada. La vi volar por primera vez en un atracadero de vapores, cerca de Burdeos. Era un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a lo largo del tiempo. Lo cierto es que nunca llevó aquel barco más de setenta u ochenta personas a bordo. Lo demás fue cacao, copra, sacos de café y de arroz, minerales. Ahora le estaba destinado un cargamento más importante: la esperanza.

Ante mi vista, bajo mi dirección, el navío debía llenarse con dos mil hombres y mujeres. Venían de campos de concentración, de inhóspitas regiones, del desierto, del África. Venían de la angustia, de la derrota, y este barco debía llenarse con ellos para traerlos a las costas de Chile, a mi propio mundo que los acogía. Eran combatientes españoles que cruzaron la frontera de Francia hacia un exilio que dura más de 30 años.

La guerra civil -e incivil- de España agonizaba en esta forma: con gentes semiprisioneras, acumuladas por aquí y allá, metidas en fortalezas, hacinadas durmiendo en el suelo sobre la arena. El éxodo rompió el corazón del máximo poeta, don Antonio Machado. Apenas cruzó la frontera se terminó su vida. Todavía con restos de sus uniformes, soldados de la República llevaron su ataúd al cementerio de Collioure. Allí sigue enterrado aquel andaluz que cantó como nadie los campos de Castilla.

Yo no pensé, cuando viajé de Chile a Francia, en los azares, dificultades y adversidades que encontraría en mi misión. Mi país necesitaba capacidades calificadas, hombres de voluntad creadora. Necesitábamos especialistas. El mar chileno me había pedido pescadores. Las minas me pedían ingenieros. Los campos, tractoristas. Los primeros motores Diesel me habían encargado mecánicos de precisión.

Recoger a estos seres desperdigados, escogerles en los más remotos campamentos y llevarlos hasta aquel día azul, frente al mar de Francia donde suavemente se mecía mi barco Winnipeg, fue cosa grave, fue asunto enredado, fue trabajo de devoción y desesperación.

Se organizó el SERE, organismo de ayuda solidaria. La ayuda venía, por una parte, de los últimos dineros del gobierno republicano y, por otra, de aquella que para mí sigue siendo una institución misteriosa: la de los cuáqueros.

Me declaro abominablemente ignorante en lo que a religiones se refiere. Esa lucha contra el pecado en que éstas se especializan me alejó en mi juventud de todos los credos y esta actitud superficial, de indiferencia, ha persistido toda mi vida. La verdad es que en el puerto de embarque aparecieron estos magníficos sectarios que pagaban la mitad de cada pasaje español hacia la libertad sin discriminar   —54→   entre ateos o creyentes, entre pecadores o pescadores. Desde entonces cuando en alguna parte leo la palabra cuáquero le hago una reverencia mental.

Los trenes llegaban de continuo hasta el embarcadero. Las mujeres reconocían a sus maridos por las ventanillas de los vagones. Habían estado separados desde el fin de la guerra. Y allí se veían por primera vez frente al barco que los esperaba. Nunca me tocó presenciar abrazos, sollozos, besos, apretones, carcajadas de dramatismo tan delirante.

Luego venían los mesones para la documentación, identificación, sanidad. Mis colaboradores, secretarios, cónsules, amigos, a lo largo de las mesas, eran una especie de tribunal del purgatorio. Y yo, por primera vez, debo haber parecido Júpiter a los emigrados. Yo decretaba el último o el último NO. Pero yo soy más que NO, de modo que dije siempre .

Pero, véase bien, estuve a punto de estampar una negativa. Por suerte comprendí a tiempo y me libré de aquel NO.

Sucede que se presentó ante mí un castellano, paleti de blusa negra, abuchonada en las mangas. Ese blusón era uniforme en los campesinos manchegos. Allí estaba aquel hombre maduro, de arrugas profundísimas en el rostro quemado, con su mujer y sus siete hijos.

Al examinar la tarjeta con sus datos, le pregunté sorprendido:

-¿Usted es trabajador del corcho?

-Sí, señor -me contestó severamente.

-Hay aquí una equivocación -le repliqué-. En Chile no hay alcornoques. ¿Qué haría usted por allá?

-Pues, los habrá -me respondió el campesino.

-Suba al barco -le dije-, usted es de los hombres que necesitamos.

Y él, con el mismo orgullo de su respuesta y seguido de sus siete hijos, comenzó a subir las escaleras del barco Winnipeg. Mucho después quedó probada la razón de aquel español inquebrantable: hubo alcornoques y, por lo tanto, ahora hay corcho en Chile.

Estaban a bordo casi todos mis sobrinos, peregrinos hacia tierras desconocidas, y me preparaba yo a descansar de la dura tarea, pero mis emociones parecían no terminar nunca. El gobierno de Chile, presionado y combatido, me dirigía un mensaje: «Informaciones de prensa sostienen usted efectúa inmigración masiva de españoles. Ruégole desmentir noticia o cancelar viajes emigrados».

¿Qué hacer?

Una solución: Llamar a la prensa, mostrarle el barco repleto con dos mil españoles, leer el telegrama con voz solemne y acto seguido dispararme un tiro en la cabeza.

Otra solución: Partir yo mismo en el barco con mis emigrados y desembarcar en Chile por la razón o la poesía.

  —55→  

Antes de adoptar determinación alguna me fui al teléfono y hablé al Ministerio de Relaciones Exteriores de mi país. Era difícil hablar a larga distancia en 1939. Pero mi indignación y mi angustia se oyeron a través de océanos y cordilleras y el Ministro solidarizó conmigo. Después de una incruenta crisis de Gabinete, el Winnipeg, cargado con dos mil republicanos que cantaban y lloraban, levó anclas y enderezó rumbo a Valparaíso.

Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie.