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ArribaAbajoHacia una poética del exilio: la generación hispanomexicana

Angelina Muñiz-Huberman


El exilio, antes que nada, es fuente de creación. Tal ha sucedido a lo largo de la historia. Desde la literatura bíblica hasta la más reciente que podamos pensar. Exilios divinos, exilios humanos, de pueblos enteros o de individuos.

Producto de una ruptura y de un abandono, se desarrolla en el movimiento incesante, en la creación puesta a prueba y en el establecimiento de patrias imaginarias. Sustenta su existencia en el cultivo de la memoria, de la imagen, de la ficción.

La palabra se sitúa en su propia tensión y debe cubrir los abismos del alma. Cuando no hay terreno firme bajo los pies la expresión lingüística es el centro vital mismo. El apátrida se forja en su propio callejón sin salida: no es raro que aprenda a trepar paredes.

El exilio literario español de 1939 produjo un fenómeno único y especial, casi comparable a un proceso de mutación genética: el exilio fue heredado por la primera generación de niños y jóvenes. Educados en una situación ideal y con la esperanza puesta en el regreso a España, que se consideraba inmediato, les fue difícil adaptarse a la realidad del país al que arribaron. En el caso de México, surgió una generación de jóvenes poetas y narradores en busca de su identidad. Algunos de ellos son Ramón Xirau, Pedro Miret, Luis Rius, César Rodríguez Chicharro, Enrique de Rivas, Francisca Perujo, Carlos Blanco Aguinaga, Jomí García Ascot, Gerardo Deniz, Roberto Ruiz, Manuel Durán, José de la Colina, Federico Patán, Arturo Souto, Angelina Muñiz-Huberman.

Los orígenes de esta generación, que aún no se sabe bien cómo llamar (el término de «hispanomexicanos» es insuficiente pues muchos de ellos ya no viven en México), se nutrió de la memoria de los padres y los profesores. Quienes escribían se referían a una España que apenas habían conocido o que ni siquiera conocieron. Todos ellos fueron excelentes escuchas que recogían con fervor las historias de sus mayores. Reunirse alrededor de la mesa después de la comida o en los días de campo, sentados en el suelo con un pedazo de tortilla de patatas en la mano, era   —58→   buen pretexto para oír cómo había sido ganada la batalla del Ebro o cuándo sería el ansiado retorno a España.

Quien escucha relatos, pronto empieza a pensar en repetirlos a su vez y así nacen los jóvenes escritores, que se convirtieron en la esperanza de la emigración. Si, por un lado, fueron jóvenes melancólicos, como los describió Max Aub, por el otro, es verdad que se enfrentaron al silencio del entorno literario mexicano, que los consideró intrusos, pero al cual tampoco se unieron en un principio. Al paso de los años y, sobre todo, en este momento se encuentran ya integrados, aunque con temas y estilos inconfundibles.

Sólo en los casos en los que la poética de la sumisión se cambió por la de la rebeldía se pudo sacar provecho de lo que significaba vivir y escribir en el exilio. Fue un arduo camino, pero finalmente los que sobrevivieron están dando sus frutos de madurez.

Es por eso que la poética de la segunda generación en el exilio es la que intenta definir qué es esa situación. Para la primera fue un hecho que se vivió, pero sobre el cual fue difícil reflexionar.

Para la segunda, situada en la distancia, o en el postexilio, las cosas fueron más claras y los recursos poéticos y narrativos más amplios y elaborados: dobles distancias dan dobles o múltiples visiones. La búsqueda artística se establece como prioridad. El llamado «salto del exilio» de Joseph Conrad y de Witold Gombrowicz ya puede darse. Entonces, precisamente con la «generación postexílica», será cuando aparezcan los rasgos definitorios.

El salto que había que dar era el salto a lo desconocido para entrar de lleno en el reino de la imaginación creadora y de la violación de la metáfora. Para la generación postexílica dejaron de existir el compromiso y la esperanza. La realidad a la que se enfrenta es a la de una pérdida total. Pérdida total en su sentido positivo: quien todo lo ha perdido es capaz del riesgo y de la ganancia. Es una muerte renovada y renovadora. Un acto de sacrificio, pero también un acto de redención.

A la manera de ejemplo citaré el siguiente. Roberto Ruiz da ese salto entre sus novelas El último oasis y Paraíso cerrado, cielo abierto. La primera más tradicional, la segunda, alegórica y experimental. La primera aún apegada al recuerdo de la guerra y al valor del testimonio. La segunda en el libre campo de la invención y la fantasía, rotas ya las ataduras y liberado el espíritu de la melancolía. Cuando el reino de la transgresión es lo que cuenta. Cuando el punto de vista no es el propio sino el del otro. Lo desconocido, el más allá, lo recóndito se exhiben como fuente de la vida. Lo familiar ya no interesa, ha quedado atrás. Lo que fascina es el otro lado de la frontera: aquello a lo que siempre se enfrenta el sin tierra.

En Paraíso cerrado, cielo abierto, Roberto Ruiz utiliza la alegoría para disminuir hasta el mínimo la capacidad de tierra: su novela sucede en una isla. Una isla nada   —59→   paradisíaca ni utópica, una isla de prisioneros y carceleros: es decir, de exiliados. Una isla mental de juegos entre el bien y el mal, la esperanza y la desesperanza, el comienzo de los tiempos y la condena apocalíptica. La prosa se desarrolla de manera intermitente, irónica, con una condensación centrada en lo esencial, en lo imprescindible. La estructura es libre, sin trabas, fluye según su propio ritmo y necesidad. Si se trata de recuperar la idea del paraíso perdido, éste ya ha sido encontrado, pero es una prisión en una isla: doble llave a doble clausura. La apertura única es la del cielo. Así, la salida, el exilio, son sinónimos de muerte y el ciclo se completa. Al invertir lo extraño y hacerlo familiar se cumple el deseo del exiliado. Disociar es crear una nueva sociedad.

Fernando Aínsa, otro escritor enamorado de las islas y las utopías, encuentra la relación entre isla y exilio: «Imagino un derivado lingüístico del término isla en la palabra exilio que nos ha acompañado estos últimos años, es decir, ex-isla, aquella isla que poseímos alguna vez y que ya no tenemos más. Como quien dice: 'paraíso perdido', Edén del que hemos sido expulsados y que evocamos en la distancia»75.

Edmond Jabès en su Libro de preguntas anota: «Haznos, mediante una imagen, ver el exilio, le pidieron. Y dibujó una isla»76.

En mi libro De magias y prodigios incluyo un relato sobre una isla, y del «hombre desasido», que es su único habitante, escribo: «El hombre, solo en la isla, no se da cuenta que domina el mundo. No tiene ni una atadura. Ni un amor. Ni un arraigo. Es libre. En totalidad. La parálisis del alma lo invade»77.

La imaginación exílica se apacigua ganando terreno, como compensación por lo perdido. De este modo, la metáfora, a la manera de destino narrativo, acumula material utilizando todo lo que encuentra a su alcance: historia, leyenda, mito, literatura, experiencia propia, escuchada o inventada.

Otro modo de extremar la metáfora es concebir el exilio no como la representación de extensión de territorio y anhelo de regreso, sino, en palabras de Michael Seidel, «la extensión como el regreso»78, es decir, ocupar de nuevo un espacio imaginativo y quedarse en él. Que el regreso al hogar sea ese espacio imaginativo.

Cuando el espacio imaginativo se convierte en el lugar virtual, el olvido del mundo exterior deja de afectar y la incertidumbre del exilio se resuelve simbólicamente. Se crea una nueva matriz acogedora y hay una recuperación del paraíso. La narrativa se permea de elementos alegóricos y el acceso a las que parecían puertas   —60→   cerradas se abre. El título de Roberto Ruiz, Paraíso cerrado, cielo abierto, es clarísimo con respecto a la imaginativa del exilio.

Otro tema propio del exilio es el del descenso a los infiernos. Si se ha perdido el paraíso, resta el otro mundo, el desconocido, el irreversible, el condenatorio. El terreno que ocupa el infierno es un terreno fértil para la imaginación. El exiliado, en su obsesión de poseer terreno, mientras menos delimitado, más propicio para la creación metafórica, mientras más terrible, más bello. Siempre elevará su mano hacia lo inalcanzable. A eso es a lo que se ha acostumbrado.

El descenso al abismo del exilio es también una metáfora del proceso creativo en sí. Sólo quien se atreve a perderlo todo y en-sí-mismarse puede renacer de sus cenizas. La muerte no es sino el camino de regreso a nueva fuente de vida. Y de amor por lo que ha quedado atrás.

El abismo es también un reconocimiento de la duplicidad del exilio. La vida en otra parte no cancela la anterior. La voz del narrador en exilio tiene más de un matiz: combina la propia con la ajena, tanto si describe la tierra abandonada como si describe la habitada. En los dos casos, su punto de vista será el de alguien alienado, alguien fuera de lugar, alguien que no encuentra acomodo.

En una de mis novelas, Dulcinea encantada, se encarna la locura de las múltiples voces del exilio, así como la extraterritorialidad, al colocar la acción dentro de un automóvil que viaja por el periférico de la ciudad. La integración de la voz propia con la ajena y sus numerosas variantes en una sola, junto con la imposibilidad de atrapar un pedazo de tierra (porque el automóvil rueda sin parar), es el colmo de una situación exílica.

Así, el exilio puede ser también el desexilio:

Ah, Dulcinea, se te olvida algo. No, no se me olvida. Mi terrible conflicto, mi verdadero conflicto es que ya ni siquiera soy exiliada. Claro, ya no lo soy. ¿Cómo sigo llamándome exiliada? Si desde el día en que murió Franco (otra pasividad más: Franco tuvo que morir de muerte natural) pudiste regresar a tu tierra de promisión. Entonces, quítate ese marbete de exiliada. Y qué soy: ¿ex-exiliada? Confórmate con no ser nada79.



Exilio y literatura forman un entretejido de metáforas que oscilan entre lo mimético y lo alegórico, lo presente y lo ausente, la nostalgia y la realidad, el olvido y la memoria, la ironía y la melancolía. Es, en suma, un compendio de concentraciones tamizado por una experiencia única de apartamiento y de pregunta sin respuesta. Es el silencio de la palabra escrita. Es el vaciamiento espiritual equiparable a la forma mística de la creación.

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Se puede, entonces, grabar un Decálogo del exilio, como lo he llamado80.

En realidad, el exilio es un asombro constante en un recogimiento absoluto. Es una situación intermedia en progreso. Un tránsito obligado a lo desconocido. Es la conciencia de la temporalidad. Se erige sobre fragilidades que al reconocerse como tales adquieren la fortaleza del castillo que se defiende. La sensación de debilidad debe ser apuntalada por un mundo interno poderoso, un lenguaje bien definido, una estructura perfectamente calculada. Cuando todo se ha derrumbado externamente la necesidad de la reconstrucción es insoslayable. No se puede vivir en las ruinas. Si el escritor trasciende la etapa de las ruinas, su obra adquiere una mayor profundidad y su propósito es claro en cuanto a qué tipo de realidades estéticas quiere desarrollar.

En primer lugar, organizará unas estructuras válidas para distintos ámbitos: escribirá para sí, para los otros exiliados y para quienes no son exiliados. Aspirará a una universalidad convincente. Trasvasará su situación personal en términos de equivalencias. Los nacionalismos se transmutarán en alegorías. Las diferencias en calas de la pasión. La distancia en medidas de soledad. Una por una, con la precisión de un experto cirujano, desprenderá las capas de piel para ir descubriendo el centro de todas las cosas. Con la nuez en la mano, alimento frugal, cascará su superficie en busca del seco y sustancioso fruto. Llegar al meollo será su propósito. Heredero de la antigua melancolía, envolverá en tules el dolor que se transparenta. Se recogerá. Rehuirá. Se esconderá.

En segundo lugar, no se engañará con falsas promesas, por más que de algo deba vivir. Si quiere la esperanza, aprenderá que el mayor de los tormentos es la esperanza, y habrá de inventarla cada día sin creer que sea asible. La imaginación volará a falta de una realidad en la palma de la mano.

En tercer lugar, abordará cada variante de la emoción, del humor, de la racionalidad, hasta tocar fondo y crear de ahí, como acto de prestidigitación, una ilusión de un nuevo mundo.

En cuarto lugar, ir y venir por las arenas del conocimiento como si fuera un desierto que escondiera oculta vida en flor.

En quinto lugar, hallar el código del lenguaje: crear la ruptura, la expresión denodada, la metáfora nunca antes oída.

En sexto lugar, romper con la mitificación del exilio. Luchar con el propio concepto que ha circunscrito su vida y crear un devastador exilio en el exilio.

En séptimo lugar, creer en la fuerza de lo callado: del silencio poblado de voces que sólo escucha quien quiere escuchar.

En octavo lugar, luego de la duda y la debilidad, adquirir la certeza de que no hay otro camino: el exilio es el exilio.

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En noveno lugar, si el exilio es el exilio no habrá modo de darle más vueltas. Ésos son los pasos que señalan el camino.

En décimo lugar, el exilio que es el exilio no es otra cosa sino la poesía alcanzada.

Luego de haber ascendido al Sinaí de la desolación, se desciende con una tabla en la mano: el decálogo ha sido grabado. El exilio tiene su ley.



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ArribaAbajo¿Y para qué la literatura del exilio en tiempo destituido?

José María Naharro-Calderón. University of Maryland at College Park



Demain je serai espagnol
Petites fesses grande bagnole
Elles passeront toutes à la casserole
Quitte à pourchasser dans Hambourg
Des Carmencitas de faubourg
Qui nous reviendront de vérole
Je les voudrais fraîches et joyeuses
Bonnes travailleuses sans parlote
Mi-andalouse mi-onduleuses
De ces femelles qu'on gestapotte
Parce qu'elles ne savent pas encore
Que Franco est tout à fait mort.


Jacques Brel                


No invoco los versos de Hölderlin con ningún objetivo moralizante ya que toda lección ética es siempre poco virtuosa en sí. Pero sí quiero enfatizar lo que ya es platitud en el horizonte del exilio: el implacable olvido que sufren sus manifestaciones y que aquí toca a las literaturas peninsulares aherrojadas en 1939. Quiere ello decir que nos encontramos ante el problema de la memoria. Si, como pensaba Tocqueville, «el exceso de memoria puede perjudicar en política, su ausencia siempre acarrea graves averías» (García de Cortázar). Ninguna prueba más fehaciente de esto que el haber contemplado, durante el vigésimo aniversario de la muerte del dictador, el silencio sobre la responsabilidad del exilio en lo que se ha llamado «transición». Al contrario, el énfasis discursivo ha versado sobre la necesidad de poner tierra de por medio con todo fenómeno asociado con la Guerra Civil, el exilio, el franquismo o su oposición, por lo que se ha seguido levantando el espejismo de un revisionismo histórico que plantea el postfranquismo como una ruptura interna y autónoma con todo lo que invoque los fantasmas del pasado.

Pero a este coro peninsular que entona salmos de «donde habite el olvido», se   —64→   le une una fauna en principio tan heterogénea como afín: el general Pinochet, «la única solución al problema se encuentra en el olvido» (cit. por Délano); Radovan Karadzic, «la pérdida de vidas humanas eran inevitables» (cit. por Georges) o Mario Vargas Llosa, «[en Argentina] harían bien en dirigir sus miradas hacia países que, como España o Chile, han sido capaces de enterrar el pasado a fin de poder construir el futuro». Semejante recetario sólo puede anticipar una repetición cíclica de infecciones sangrientas. Memorias como las del exilio entorpecen la apacible jubilación de abuelitos que alternan penas de muerte con un enternecido babeo ante sus nietos.

En el exilio español de 1939 me parece que no existe memoria más incómoda para esta amnesia que la del periplo concentracionario de los campos en los que se amordazó a los republicanos españoles. Para tratar este tumor existen dos terapias: una que inyecta las cualidades sedativas del olvido. Irónicamente posee el efecto tranquilizante del agua de Vichy, sede del régimen colaborador francés durante la ocupación nazi. Y fue en parte este tratamiento de Vichy, como mecanismo de la razón de estado que gobierna las democracias parlamentarias, el que contribuyó a la metástasis y al consiguiente trágico final de muchos españoles en campos de concentración. Por otro, se puede optar por una incisión radical, a modo de sangría de la memoria concentracionaria. Frente a toda infección de olvido, la vacuna de la memoria concentracionaria actúa en su doble vertiente de «fármacon» (Derrida 192): de purga y de prevención, de visita al infierno absoluto y de posible guía para caminantes memoriosos por el purgatorio de lo que debe seguir siendo hoy la búsqueda no del «yo fundamental (...) sino [d]el tú esencial» (Machado 295). Y es en la memoria, en la autobiografía, en el diario, en la confesión, en el testimonio, en la correspondencia, en los géneros tradicionalmente no literarios donde encontraremos una mayor dosis de gérmenes y anticuerpos para mantenernos en el estado febril de la duda y del inconformismo ante la objetivación de la memoria y la repetición de la barbarie, en ese espacio abyecto que llamaré intramemoria.

Tiene por ello la memoria tres posibles reglas de formación discursiva que se manifiestan entrelazada y polivalentemente, que se autoexcluyen mientras se atraen. La inframemoria siempre es aquella que se agarra a la ejemplaridad del pasado pero que no está capacitada para enfocar el horizonte de expectativas del presente. Se trata de la memoria de los vivos, de los testigos, de las víctimas, la cual está temporalmente tasada de dudosa longevidad, salvo en la teología sionista, donde se utiliza como fuerza de identidad y, paradójicamente, de exclusión. Sin embargo, la inframemoria del exilio español es laica y no atañe a sus lectores más importantes, los del interior, ni en su publicación ni en su difusión. Salvo a través de los esfuerzos de «aventureros y otras gentes de mal leer», algunos de los cuales se han reunido aquí, en el imaginario literario de la colectividad española brillan por su ausencia las alternativas contracanónicas del exilio.

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No voy a repetir aquí las razones de esta exclusión ni las dificultades que entraña su recuperación (Naharro-Calderón, 94 y ss.). Pero es obvio que el milagro de la preservación original de la memoria de exilio, epistemológicamente, no tiene sentido. Además, y mi ateísmo me exime de cualquier exceso de fe, esta milagrosa recuperación superaría con mucho la de la multiplicación de los panes y los peces. A esta sociedad desmemoriada cuyos planes educativos han pactado la ignorancia del exilio, hay que añadirle otras capas de clausura temporal: el ensimismamiento cibernético y audiovisual, el desinterés editorial y un ya longevo y proporcional desapego a la lectura. Hacer con la chistera canónica vacía y apolillada un juego de manos exiliado nos situaría ante la peligrosa otredad de la brujería y nos acercaría a la historia del anticuario, la que busca preservar todas las condiciones de origen (Nietzsche, On the Advantage and Disadvantage of History for Life, 21).

La imposibilidad epistemológica y canónica de transferir intacta la inframemoria monumental nos obliga a visitar la supramemoria, aquella que ejemplarmente magnificará en nuestras exégesis los valores trascendentales de la literatura, la cual en nombre del humanismo occidental olvidará la historia del exilio y sus horrores. Ese humanismo aplanador se basa en la superioridad del discurso de sus acólitos y cerberos más fieles: paradójicamente, el de los intelectuales, que como clase hemos solido despreciar el filisteísmo de la masa para así explicar la longevidad de un proyecto elitista como es el de la modernidad cultural. Gracias a ese privilegio, el texto del exilio se salvará adormecido en la superioridad del proyecto moderno que ha legitimado amos textuales frente a esclavos ignorantes. Lo dice un personaje de Las vueltas de Max Aub: «Mira, hijo: los eruditos somos los únicos a quienes interesáis ya. Sólo nosotros os podemos rescatar del olvido» (Teatro completo, 1004). Estaríamos ante la parodia de la historia monumental, la que intenta restablecer los puntos esenciales del desarrollo histórico y el mantenimiento de su presencia perpetua (Foucault, L'archéologie du savoir, 17-18).

Gracias al poder intelectual será fácil salvar todo aquello que entronque exilio con modernidad, con progreso, con evaluaciones maniqueas en nombre del idealismo de lo óptimo o lo pésimo. Ocultaremos así todos los factores exiliados que puedan contradecir su implacable teleología, basada en la exclusión de la otredad. Y es en aras de ese humanismo que supo levantar idealismos de fraternidad que encerraremos entre alambradas de olvido todas las contradicciones que muy particularmente le echa a la cara la literatura de exilio concentracionaria. Humanismo universal y burgués que basa su existencia en la simultánea presencia del otro y en su exclusión. Es el mismo que compagina en estos días en Bellaterra este Congreso sobre el exilio bajo el símbolo de una impertinente bandera republicana (¡qué mayor prueba de tolerancia!), que continúa creando paraísos artificiales en macroencuentros como el de «la gran región mediterránea», mientras persigue por las   —66→   Ramblas a todo aquél ligeramente moteado de otredad inframediterránea81. Poco ha cambiado la metodología preventiva desde que los guardias móviles, los gendarmes o las tropas coloniales francesas detenían a los republicanos españoles marcados por la otredad de su derrota.

Entramos en la intramemoria concentracionaria, la que Hannah Arendt (The Origins of Totalitarianism, 459) a partir de Kant (Religion Within the Limits of Reason Alone, 15 y ss.) califica de mal radical. Intramemoria que se nutre simultáneamente de la ejemplaridad y de la literariedad, la que denuncia históricamente e intenta prevenir textualmente. Es la historia que Foucault, retomando a Nietszche, llama efectiva según se carga de discontinuidad («Nietzsche, Genealogy, History», 154) y nos induce hacia los peligros de la rencorosa voluntad de saber (163). A flote en esta historia, el texto concentracionario no puede hundirse en el olvido moderno mientras que nos presentifica la memoria literal. Lo perverso de esta intramemoria concentracionaria española es que participa a su vez de la banalidad de este mal y de su radicalidad. Banalidad que la propia Hannah Arendt (Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil, 120 y ss.) encuentra en la posibilidad de volver lo impensable en ordinario, defensa común empleada por los acólitos burocráticos del horror (Eichmann, Barbie, Pétain, etcétera...). Al fin y al cabo los funcionarios concentracionarios que guardaban a las hordas rojas tras las alambradas sólo cumplían órdenes de lo que creían era la ley, preservando y defendiendo así jurídicamente su estatuto.

No hay efectivamente nada de radicalidad en las expectativas monstruosas de totalitarismos exterminatorios como los franquistas, hitlerianos, estalinianos u otros compañeros de viaje. Ese mal es banal en sus objetivos, en sus estrategias, en sus manifestaciones. Es precisamente esa banalidad demoníaca la que dictadores y acólitos esgrimen hoy para justificar el olvido de sus crímenes, ya que según ellos todos llevamos dentro al monstruo posible. Pero nunca puede haber banalidad en nuestra percepción, como señalaba Primo Levi, porque sus orígenes y su jurisprudencia no son banales (cit. por Revault D'Allonnes, 39). No hay en el antisemitismo hitleriano ninguna manifestación nueva que no repita, salvo en su simultaneidad masiva, los pogroms medievales o las estructuras coloniales del imperialismo europeo. Al fin y al cabo es al ejército español de Weyler al que le incumbe el bochornoso precedente de los campos de concentración en la campaña de Cuba de 1896, basándose históricamente en el ejemplo de las encomiendas coloniales de servicio. Así, el humanismo occidental ha adolecido de su típica ceguera estratégica al no poder   —67→   reducir el fascismo y el holocausto, no como una aberración única sino como una manifestación intrínseca y repetitiva de la violencia colonial. Fueron Aimé Césaire (Discours sur le colonialisme, 10-11) y Frantz Fanon (The Wretched of the Earth, 101) los que mostraron que el fascismo simplemente era el colonialismo traído a Europa. Césaire desenmascara al Hitler que habita en el humanismo del siglo XX, el cual no condena al nazismo por la naturaleza de su crimen sino por la de sus víctimas: «ce qu'il ne pardonne pas à Hitler, ce n'est pas le crime en soi, le crime contre l'homme, ce n'est pas l'humiliation de l'homme en soi, c'est le crime contre l'homme blanc, c'est l'humiliation de l'homme blanc» (11). Y Sartre apuntó en la Critique de la raison dialectique que el racionalismo sólo sirvió para enmascarar las luchas que apuntaban las contradicciones del universalismo burgués (17) y, en el prefacio al texto de Fanon, mencionó que el Occidente sólo se había humanizado gracias a la creación de esclavos y monstruos (26).

Por ello, la experiencia concentracionaria de los republicanos españoles en Francia participa de esa banalidad totalitaria que se conjuga con la violencia nazi pero que ante todo es producto de un mal aún más perverso. Su radicalismo ejemplifica los vasos comunicantes que hermanan totalitarismos a liberalismos. Nos recuerda Josep Fontana que «cuando nos horrorizamos por ello, como si fuese algo excepcional, olvidamos que los nazis actuaban con la misma lógica que sirvió en otros momentos para 'defender' al ciudadano europeo de los 'otros' -herejes, brujas, campesinos rebeldes o revolucionarios» (144). Los atrapados entre alambradas no eran los supuestos «otros» chivos expiatorios del nazismo sino los «mismos» europeos de principios universales que los atrapadores, al menos retóricamente, conmemoraban en 1939 durante el ciento cincuenta aniversario de la Revolución. Además, el radicalismo del mal universal se acentúa cuando observamos que Francia es un país de una muy fuerte tradición migratoria desde el siglo XIX, ya que fue la nación europea con la mayor caída en su tasa de natalidad (Tiberghien, 24). Francia sacralizó el derecho de asilo en su representación ideológica y política como lo muestra en 1793 el artículo 120 de la Constitución en el que se da refugio a los extranjeros desterrados de su patria por causa de la libertad (Tiberghien, 25). Por ello, la intramemoria concentracionaria republicana en Francia aparece como clave para actualizar las contradicciones del liberalismo universal europeo del que la sociedad española hoy cree participar con plenitud de derechos, pero con mínimos deberes.

Ningún escritor español del exilio de 1939, si exceptuamos a Jorge Semprún, sufrió los horrores concentracionarios de ese mal radical a los que fue sometido Max Aub. Pero a diferencia del autor de L'écriture ou la vie, deportado al campo de Buchenwald por la lógica esclavista nazi, el novelista nacionalizado español fue detenido el 5 de abril de 1940 en su domicilio parisino de la 9 Rue du Capitaine   —68→   Ferber, un mes antes de que terminara el período llamado la drôle de guerre, por un estado en apariencia democrático. Denunciado como filocomunista tras una disputa callejera, se le aplicó el rigor de la ley del 19 de septiembre de 1939, por la que todos los extranjeros peligrosos para el orden público, sospechosos desde el punto de vista nacional o extremistas (comunistas, anarquistas o militantes de izquierda), deberían ser internados en el Campo del Vernet, departamento de l'Ariège, en la falda de los Pirineos andorranos.

El campo del Vernet había irónicamente servido en su origen para albergar a tropas coloniales senegalesas, las mismas que a partir de febrero de 1939 guardarían en este «centro de acogida», como eufemísticamente fue llamado por la burocracia francesa, a los efectivos anarquistas de la vigesimosexta División Durruti. Pero, en septiembre de 1939, el campo se ha vaciado prácticamente de los 12.000 anarquistas que ahora conforman las Compañías de Trabajadores Españoles. En el momento del colapso militar de 1940 parte de esta mano de obra esclavista caerá prisionera de los nazis y, negándosele su condición análoga a los prisioneros de guerra franceses, será enviada a perecer al exterminio de Mauthausen o retornará a los campos del sur de Francia, entre ellos el del Vernet. Oficialmente, por dos decretos de septiembre y octubre de 1939, el campo del Vernet, en el que ya habían muerto una cincuentena de prisioneros víctimas del frío y del hambre, pasa de ser un «Centro de acogida» a convertirse en un campo de disciplina, de nuevo camuflado como «centro de residencia vigilada». Su estructura represiva, encaminada a optimizar el autoritarismo y la xenofobia, y abocada al exterminio, denuncia los problemas del modelo de estado-nación ejemplificado por el liberalismo que abrirá las puertas a las deformaciones del régimen de Vichy. La finalidad de todo gobierno es garantizar la seguridad para que ésta asegure la libertad y los derechos humanos en el nuevo estado-nación decimonónico. Pero el liberalismo entra en crisis en cuanto la seguridad se disfraza de «otro», en el momento en que un creciente grupo de nacionales pierden la protección de sus respectivos estados-nación y por ello de sus derechos humanos, por lo que se abre las puertas a que la inseguridad opaque la libertad y la política sea el vestíbulo no de la exclusión de la muerte sino de su racionalización (Arendt, The Origins of Totalitarianism, 290 y ss.).

Por ello, en Francia, a partir de abril de 1938, la política represiva contra los extranjeros tuvo una aceptación generalmente amplia, como lo muestran las disposiciones legislativas del gobierno de centro derecha de Édouard Daladier. Hasta los comunistas retoman ambiguamente el eslogan de la derecha: «Francia para los franceses». Así, el decreto del 2 de mayo de 1938, que autoriza el internamiento de todos los indeseables, representa el precedente para todas las subsiguientes disposiciones contra los refugiados antinazis, antifascistas o antifranquistas tomadas por los   —69→   gobiernos de la Tercera República o por Vichy (Laborie, 126-128)82. Además, en el caso de los españoles este recelo se basa en una jerarquización étnica que, desde el punto de vista migratorio, les sitúa en la preguerra y en la postguerra en una escala inferior frente a la superioridad antropológica de las migraciones norteñas. Y de acuerdo con este prejuicio geográfico, como mal menor, se prefiere a los españoles fronterizos con Francia que a los meridionales, cuya asimilación se considera más problemática (Veil, 87 y ss.).

Análogamente al del prejuicio étnico, con una lógica de estado implacable, la represión de Vichy encuentra su legitimidad legislativa, y por ello su seudocontinuidad democrática, en los decretos de 1938 de «herencia daladierista» (cit. por Grynberg y Charadeau, 153). Consecuentemente, la colaboración, cuya faz más siniestra es la de los campos, no se puede explicar como una reacción pasiva a las demandas de la ocupación nazi. Vichy no será esa pesadilla que enturbió el modelo universal francés entre 1940 y 1944 y cuyo sobrepaso y olvido hubiera sido posible gracias al juicio y condena de sus líderes más notables. Al contrario, la represión concentracionaria de Vichy sólo significa la expresión perversa de la capacidad de adaptación del contrato universal a esquemas excluyentes y totalitarios, gracias a la eficacia del aparato administrativo basado en la adaptabilidad napoleónica de la lógica de estado. En el petainismo sobrevive el principio de legitimidad republicana que, en las postrimerías del régimen, el viejo mariscal quiso retraspasar al «rebelde» De Gaulle. El 10 de julio de 1940 Pétain recibió el poder legal de la Asamblea Nacional y la legitimidad popular, de forma prácticamente unánime. Afirma Manuel Azcárate que «cuando se anunció que el mariscal Pétain iba a visitar Marsella, yo vivía en un hotel cerca de la Prefectura. Con sólo asomarme a la ventana pude ver hasta qué punto toda Francia, entonces, era petainista» (229). Legalmente, hasta por lo menos el 18 de diciembre de 1943, momento en que cede el poder legislativo al ocupante, Pétain encarna la legitimidad del estado que tanto adláteres como resistentes le reconocen. Dice el jurista Jean-Marc Varaut que «au fond d'eux-mêmes, ceux qui entraient dans la Résistance pensaient qu'en suivant leur conscience ils entraient dans l'inégalité, comme les fonctionnaires, les juges et les policiers étaient convaincus qu'ils obéissaient au pouvoir légal en obéissant aux ordres du gouvernement» (16).

Un informe prefectoral del 24 de junio de 1940 muestra cómo Vichy no representa ese nuevo estado, sino la expresión de aceptación generalizada de un régimen que se identifica esencialmente como continuador de los principios universales de   —70→   la Revolución Francesa: «L'arrivé au pouvoir du grand Français qu'est le Maréchal Pétain a été accueillie avec une immense soulagement car lui seul paraissait désigné pour former un Gouvernement d'union susceptible, par sa haute autorité reconnue dans le monde entier, de sauvegarder l'honneur de la Patrie et les intérêts de la France (...). Les populations espèrent que l'indépendance de notre pays sera maintenue avec ses libertés, et que, dans le travail et l'union de tous, la situation difficile que nous vivons s'améliorera rapidement» (ADA 5 w 47).

Para que este modelo universal continúe funcionando en un momento de peligro para la identidad nacional, sólo es necesario excluir de su horizonte aquellos elementos ajenos a su constitución nacional. Se van así a aplicar los principios autoritarios de exclusión en los que se basa todo estado-nación, asentado sobre los símbolos del culto a la patria, a través de la mitología de las banderas y reforzado por la normativa asimiladora que representan la lengua, la escuela, la cárcel y el servicio militar83. Además, gracias a un siglo normalizador de difusión escolar, el espacio imaginario de lo español se ha sedimentado en el lugar común de «África empieza en los Pirineos». Dicha imagen se ha entresacado de las representaciones sobre España que se encuentran particularmente en la literatura de viajes de la Ilustración y del Romanticismo. Así, Prosper Mérimée, en sus Lettres adressées d'Espagne, asegura a su editor que su interés por la tauromaquia no tiene nada de antropófago (386), mientras que Théophile Gautier en su Voyage en Espagne filtra el esperpento goyesco de los «Caprichos» para apresurarse a destacar el bestialismo de la plebe ibérica, cuya «mine hagarde et farouche, [est] bien différente de la tenue humble et piteuse des pauvres gens de France» (34). Los pueblos del sur son depositarios de las energías de esa amenazante otredad que, paradójicamente, el contrato social depura y canaliza para constituir las bases del pensamiento igualitario84.

Para agravar el caso de los refugiados españoles, la Guerra Civil española se percibe en Francia como un espejo interno de los conflictos que enfrentan a las tendencias progresistas y reaccionarias, por lo que no dejan de proyectarse lecturas análogas a las de la tragedia española. De imponerse la lógica del Frente Popular francés se llegará a una inevitable guerra civil, por lo que la única solución para preservar el modelo democrático se encuentra en la llegada al poder del autoritarismo contraizquierdista. El 4 de diciembre de 1940, en los comienzos de la colaboración de Vichy, un informe del Prefecto del Departamento de l'Ariège indica que la represión contra los clandestinos elementos indeseables cuenta con la aceptación pública, y por ello sólo ratifica la evolución progresiva de una política de intolerancia xenófoba, tanto oficial como popular, asumida dentro de los principios universales:   —71→   «l'ensemble de la population suit avec un sentiment de soulagement la répression de l'activité du parti communiste, activité larvée, mais aussi dangereuse, sinon plus, dans sa nouvelle forme» (ADA 5 w 47)85.

La lógica de los campos como el del Vernet, en donde se interna a estos resistentes, no es necesariamente exterminatoria sino readaptatoria para aquellos elementos que sean capaces de reinsertarse en el «nuevo» horizonte universal excluyente de la otredad. Asume abyectamente muchas de las bases de la integración «democrática» que, según la socialista Martine Aubry, «reconnaît aussi le droit des étrangers à conserver des références culturelles propres, pourvu qu'elles ne soient pas en contradiction avec les fondements essentiels de notre société» (123). Su discurso se alinea en la tradición asimilatoria imperialista francesa, por la que los ideales revolucionarios de atribuir derechos constitucionales a los otros porta, según Edward Mortimer, «the superiority of French culture and French nationality as against any other» (34). En otras palabras, el proceso represor de la otredad, que se ejemplifica en los campos de concentración y cuya infamia se manifiesta hiperbólicamente durante el régimen de Vichy, corresponde a una lectura fidedigna del contrato social de Rousseau que racionaliza el mal radical de la supresión de la ley cuando se trata de salvar lo esencial de la salud patria (154). El objetivo fundamental es la preservación de un modelo de estado en el que se busca mantener una legalidad ratificada por el funcionamiento de la administración y en cuyo estado las modificaciones legales afecten sólo provisionalmente a otros como los extranjeros, asegurando así los derechos fundamentales del contrato social que legitima a la población nacional. Al encerrar a resistentes del totalitarismo en campos de concentración, se asume también el papel de mero ejecutor pero no el de promotor. Se racionaliza una abyecta oposición a dos autoritarismos, el nazi y el estaliniano, mediante el mantenimiento de una aparente red de libertades.

En torno a este horizonte imaginario, enturbiado por los efectos sicológicos de la debacle militar de 1940, se fragua la detención y el internamiento de Max Aub en campos de concentración, en los que sobrevivirá durante dos años y medio y que marcarán obsesivamente su obra narrativa, poética y su teatro. De ahí que Aub incluya a Léon Blum en su dedicatoria de la obra Morir por cerrar los ojos, junto a Édouard Daladier, como «empapados de tanta y tan noble sangre española» (Teatro completo, 471), de la misma forma que otro internado en Le Vernet, el húngaro Arthur Koestler, afirmará en The Scum of the Earth: «Legally, the crime was consummated when Philippe Pétain, Marshall of France, accepted paragraph 19 of the Armistice Treaty, providing for the extradition of political refugees, while his senile lips babbled of "an honourable soldiers' peace". But this was only the legal side of it. Those who prepared the way for Vichy had put these men in camps, and used them in their propaganda as scapegoats» (140).

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El periplo de Aub por los campos también recoge la arbitrariedad, la jerarquización de la represión y la estratificación clasista que el campo de concentración amplifica y que su teatro denuncia. Tras su detención en París, se le envía, como a la mayoría de los «indeseables», al Estadio de Roland Garros, y llega al Vernet el 30 de mayo de 1940, mezclado con la riada de refugiados que huían hacia el sur de Francia. Allí se le interna en el sector C del campo, es decir, en el reservado a los sospechosos de izquierdismo sobre los que no hay pruebas específicas de su militancia, como, por ejemplo, una mayoría de miembros de las Brigadas Internacionales. En el caso de Max Aub la consulta de los fondos manuscritos del campo así lo ratifica. Su ficha en esta primera detención es exigua. Además, va a disfrutar de los privilegios de clase política que le proporcionaba su condición de antiguo agregado cultural de la Embajada española con pasaporte diplomático y comisario de la sección de arte del Pabellón de España de la Expo de 1937. Por ello sale del campo el 30 de noviembre de 1940 en dirección a Marsella, e hipotéticamente a México, con privilegios similares a los que intenta invocar uno de sus personajes, el banquero Bernheim, para huir de su encierro en la tragedia San Juan. En esta obra los estados democráticos se niegan a aceptar a un grupo de refugiados judíos huidos de los nazis y transportados en un antiguo mercante para ganadería equina: es una clara referencia a los vagones de ferrocarril para ganado en que fue deportado Aub y tantos otros millones hacia el exterminio.

Paradójicamente, Aub abandona el Vernet camino frustrado de América en un período en que se refuerza la represión sobre los internados aplicándoseles unas condiciones de libertad aún más draconianas que las anteriores. Según una carta de Burdeos de la Compañía General Transatlántica del 20 de abril de 1940 al Prefecto de l'Ariège, los pasajes a México sólo son posibles vía Nueva York, en 3.ª clase, cuya tarifa más económica alcanza la respetable suma de 146.50$. Pero además, de Nueva York a Veracruz hay que ir con la Cuba Mail Line bajo pago antes de salir de Europa de 95$ más la Tasa de Guerra de 5$. A su vez, hay que entregar 50$ para cubrir los gastos en Nueva York y poseer un pasaporte en regla, el visado del Cónsul de México, el de tránsito por EE. UU., más el visado de salida de Francia del Prefecto (ADA 5 w 141). En total, unas gestiones imposibles para todo aquel que no posea importantes apoyos exteriores y la no menos despreciable cantidad de 300$. La reunión de todas estas condiciones sólo podía afectar a los privilegiados, y el personaje del banquero Bernheim, que intenta comprar su liberación con el poder de su dinero, indica que nos encontramos ante un episodio que en la intramemoria se comunica con la memoria humillada (Langer, 79). Al recuerdo de la experiencia concentracionaria se le niega cualquier conexión heroica con la historia monumental de la supramemoria, que sirve para determinar y ejemplificar el futuro.

Se trata de la misma memoria humillada que afecta a Arthur Koestler, uno de los   —73→   primeros extranjeros en abandonar el Vernet el 17 de enero de 1940. Mientras su vista desdibuja los contornos de las barracas de Le Vernet donde se hacinan sus compañeros, Koestler piensa en la ironía de que uno de sus amigos internos intentará escribir un ensayo explicatorio sobre la Historia del Siglo XIX de Benedetto Croce, esa historia monumental que ha posibilitado el encierro pero que nunca podrá explicar la liberación. El estatuto intelectual que rodeó tanto a Koestler como a Aub les favoreció determinantemente, ya que consiguieron hacer valer en su favor una serie de gestiones fuera del alcance de otros prisioneros o bien encontraron por pasiva el interés de sus carceleros debido a las posibilidades de colaboración que ofrecía su formación. Efectivamente, el servicio de información del campo destaca los aspectos «aprovechables» del currículo del escritor húngaro: «Koestler me paraît relever du premier groupe d'écrivains allemands non suspects et utilisables au besoin (pour la censure, la radio, en langue allemande ou le service des renseignements) sur lequel j'ai attiré l'attention le 28 octobre dernier dans mon rapport hebdomadaire n.° 4» (ADA 5 w 278)86.

Por ello, nadie que haya salido del horror concentracionario se libera nunca de la culpabilidad de la memoria, del «privilegio» de la vida. Sobre todo, como en el caso de Aub, si uno vuelve a recorrer en un proceso de eterno retorno dantesco el camino del cautiverio. Efectivamente, como Juan y Julio, dos hermanos enfrentados por la lucha fratricida de la Guerra Civil en Morir por cerrar los ojos, Max Aub vuelve a ser detenido el 5 de junio de 1941 y conducido al campo del Vernet el 5 de septiembre tras pasar una veintena de días en la cárcel de Marsella (ADA 5 w 313). Seguramente Aub fue víctima de la represión policial petainista, que empezó a cercenar los esfuerzos migratorios para los españoles de la legación mexicana bajo sospecha de que encubría una larvada actividad de los republicanos. Así lo ratifica un documento del Ministerio del Interior dirigido al de Asuntos Exteriores francés del 10 de febrero de 1941: «Un certain nombre de ressortissants espagnols, personnalités syndicales ou politiques de l'ex-gouvernement républicain, (...) sous le couvert de la Légation mexicaine, ont repris une certaine activité en France sous prétexte de s'occuper de l'émigration de leurs compatriotes. Ces étrangers non-accrédités par votre département circulent dans les voitures de la légation mexicaine, se livrent à une véritable propagande communiste pour laquelle ils disposent de fonds importants» (cit. por Rolland, 59).

De esta segunda estancia en el campo de Le Vernet se deducen detalles del porqué del título y la lógica dramática de otra de sus obras de teatro concentracionarias, El rapto de Europa. En ella encontramos alusiones encubiertas por miedo a las   —74→   represalias de militantes anarquistas con los que coincidió en esta nueva etapa en el campo. Además del simbolismo mitológico, el título se explica porque, entre sus dos estancias en Le Vernet, Aub dio como residencia la dirección de un hotel marsellés llamado Europa (ADA 5 w 213). Pero, sobre todo, Aub percibe de nuevo cómo una posible solidaridad establecida a partir de un hipotético denominador común de carácter político y económico llamado Europa, forjado tras la racista dicotomía de civilización/barbarie, se deconstruye en reinos de taifas en los que la estratificación geopolítica refuerza la tradicional división entre espacio continental y unitario frente al mediterráneo y austral de la alteridad. Para Aub, sólo algunos individuos independientes de la razón de estado, en este caso de origen estadounidense, participan todavía de los empobrecidos ideales que la Guerra Civil y las realidades del exilio han enterrado en tierra del desaliento: «Toda Europa es noche. No hay más luz que tú, luciérnaga americana» (Teatro completo, 422)87. En esta encrucijada del Rapto de Europa, las dudas unamunianas y orteguianas en torno al complejo nacional de la insatisfacción europea se dan de bruces con la otredad y la exclusión. Qué hubiera pensado Aub si a su desazón europeísta le hubiera añadido la idea de un acercamiento franco-alemán y un espacio de comunidad europea, imaginado por Vichy ocho años antes de la declaración Schuman. En abril de 1942 se manejaban los siguientes propósitos: «Ainsi, devant l'évolution du conflit mondial, l'opinion espère que devant des nations épuisés par la guerre, la France battue militairement, hors du combat depuis deux ans ne fera plus figure de vaincue, mais qu'ayant conservé, grâce à une politique réaliste qui est celle que l'on attend du Président Laval, les conditions essentielles de son existence, elle pourra réapparaître lors de la signature de la paix pour collaborer avec les diverses nations à l'organisation de l'Europe» (ADA 5 w 59).

El rapto de Europa ratifica también el fracaso del intento de salida de Francia del propio Aub. Emplazada la acción en junio de 1941, coincide con la suspensión definitiva, el 27 de ese mes, de los permisos de emigración, que pasan a depender de la administración de ocupación alemana, deseosa de impedir la partida de cualquier elemento que pudiera constituirse en enemigo del Reich, así como de encargarse de los comunistas activos, que deberán ser remitidos a las autoridades de ocupación para «être conduits en Allemagne pour être isolés» (cit. por Rolland, 67). En El rapto de Europa, al hotel en que vive la súbdita estadounidense Margaret Dodge, así apellidada para reforzar su papel de encubridora de actividades clandestinas, llega el coronel Rafael Santos, cuyo nombre teatral torna clandestino el del inquilino de Le Vernet en el sector B, el coronel Ricardo Sanz, Comandante de la División Durruti   —75→   (5 w 373)88. En la obra, Rafael Santos no entiende el porqué de la prohibición de su salida:

MARGARITA.-  No puedes embarcar.

ADELA.-  ¿Por qué?

MARGARITA.-  La policía está al tanto. Supongo que registrarán el barco de arriba abajo. Vino una orden terminante de Vichy.

RAFAEL.-  ¿Qué les va ni les viene a esos gabachos?

BOB.-  Los alemanes no tienen ningún interés en que un coronel antifascista salga ahora de Francia


(Teatro completo, 436).                


La clausura definitiva de la vía legal para emigrar esconde varias contradicciones. Por un lado, se advierte la incapacidad de Vichy para operar independientemente, ante las exigencias del ocupante, en el territorio apodado «libre». Por otro, ratifica abyectamente lo que Vichy había secretamente deseado: no cumplir el acuerdo firmado con México el 23 de agosto de 1940 por el que se daba aparente vía libre a una emigración masiva hacia América. La prohibición venida del Reich aparentemente excusaba a la Francia petainista de la responsabilidad de la represión ante la opinión mundial que más les preocupaba, la de los EE. UU., y aportaba argumentos para que los historiadores racionalizaran la colaboración y defendieran una tesis revisionista. Finalmente, Vichy justificaba su propia existencia por medio de una injustificable paradoja, ya que buscaba, como último objetivo, entorpecer la política alemana favoreciéndola89. ¿Por qué entonces las múltiples dificultades legales para emigrar anteriores a la intervención alemana? Sobre todo, porque con los republicanos españoles se preservaba una mano de obra esclavista que primeramente suplía la ausencia desde 1940 de los prisioneros franceses en Alemania y luego serviría -¡qué feliz coincidencia!- como excelente moneda de recambio para trabajadores franceses forzados en la Organización de las defensas alemanas Todt o deportados a Alemania como intercambio para los prisioneros de guerra (STO). De nuevo el esquema colonialista aplicado a los otros, en este caso a los españoles, servía para garantizar los derechos de los franceses europeos.

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Quijotescamente, y a pesar de las protestas de Vichy, el nacionalismo fascista, a través de los cónsules franquistas, ejerció en aquellos momentos de protector de subalternos al conceder liberalmente certificados de lealtad a muchos republicanos que los solicitaron, librándolos así de la deportación (Témime, 31). Un informe prefectoral de mayo de 1944 ratificaba la importancia de la mano de obra española para sufragar las penalidades de la población francesa. También mostraba que la población autóctona, en vísperas de la liberación, asociaba bandolerismo a resistencia española, en consonancia con la representación imaginaria decimonónica de España, mientras se recelaba del abandono del espacio nacional a la posible «inseminación» de los otros:

L'hostilité à l'égard du Service de Travail Obligatoire (STO) est toujours vive. Des protestations s'élèvent contre les Commissions de peignage dont les travaux sont fortement critiqués -on constate que les Français seuls font l'objet de mesures de recensement alors que de nombreux étrangers, en particulier des Espagnols vivant sur notre sol depuis de nombreuses années et parfaitement assimilés à nos moeurs, échappent à toutes ces mesures. On trouve inadmissible que ces Espagnols restent paisiblement à leur travail à la campagne, dans les chantiers forestiers ou dans les usines «S» pendant que les Français, même pères de famille, partent loin de chez eux et laissent, de ce fait, leur pays à des étrangers. Ce sentiment d'injustice est d'autant plus amer que les attentats terroristes qui sont plus fréquents ces derniers temps sont attribués, et à juste titre pour la majeure partie, à des étrangers.

Et si l'on admet que certains éléments de la dissidence sont dans l'obligation de commettre des attentats qui peuvent avoir des conséquences utiles au point de vue militaire, on juge très sévèrement les autres attentats que l'on assimile à des actes de banditisme et l'on estime que seuls des étrangers sont susceptibles de s'y livrer. Je dois préciser d'ailleurs que les autorités allemandes comprennent parfaitement ce sentiment et n'ont pas l'air jusqu'à présent vouloir céder à toutes les sollicitations dont elles ont, comme moi même, été l'objet de la part de monsieur le Consul d'Espagne de Perpignan qui désirerait que tous les Espagnols fussent exempts des mutations de main d'oeuvre et qui intervient maintenant en faveur de ceux de ses compatriotes ayant pratiquement depuis des années rompu tout lien d'allégeance avec leur pays d'origine. Ce revirement de la part de l'autorité espagnole est évidemment très symptomatique mais n'est pas apprécié de la part de la population française qui se place à un tout autre point de vue (ADA 5w 53).


El fracaso de la huida de Rafael Santos y el ámbito represor en el que se mueve señala de nuevo la imposibilidad padecida por Aub para sentirse libre, aun fuera del campo, en una sociedad en donde los documentos no garantizan ningún derecho ni libertad, algo que comunicó a Manuel Azcárate cuando coincidieron en Marsella y que ratifica otro personaje en El rapto de Europa: «Pero, ¿cree que ahora es cuestión   —77→   de papeles?»90. En el Diario de Djelfa esa aceptación del mal radical le hace negar el espacio occidental que le garantizaba la identidad. Al referirse a los campos de concentración, los sitúa geográfica e imaginariamente «más abajo del mundo» (34) y por ello su plasmación se hace en un lenguaje inaudible, en «versos inimaginados o inimaginables» (7), ya que la palabra ni «separa» o aísla por su arbitrariedad de la horrorosa realidad, ni «se para» (19) o logra trascender tiempo y espacio, sino que está contaminada de la abyección del indistinguible referente del mal. Se siente objeto zarandeado por el mal radical, aunque intente asirse a su banalidad. En el poema «No tienes tú la culpa» (101-103), para conservar su humanidad, el sujeto intenta no personalizar la maldad del comandante del campo adscribiéndola a una lógica objetiva del deber. Pero termina por abandonarse a la desolación donde ha desaparecido toda causa y efecto, y se ha instalado la «tyche» de Polibio, allí donde el destino ambivalentemente se nutre de azar, en el tiempo destituido de la arbitrariedad de los dioses, en donde lo cierto se torna dudoso y el hombre queda desenraizado sin fronteras: «El hombre es como la tierra: / Sementera, / cementerio, / sin frontera. / Pero, ¿cómo comparar / lo cierto con el azar?» (17)91.

De retorno al campo del Vernet, Aub comprobará, como dice un personaje de El rapto de Europa, que estar fichado no sólo «es una enfermedad que no perdona, [y] deja cicatriz» (433) sino que ésta se puede infectar fácilmente y hasta gangrenarse. En su segunda visita, la ficha de Aub ha engordado con los ominosos detalles que le convierten en un residente del Sector B del campo, el más duro y represivo, destinado a todos los calificados como «extremistas peligrosos». Su retrato refleja dos aspectos contradictorios: el de la profesión de escritor, que lo va a marcar como «peligroso para el orden público» y que va a determinar su inclusión en una lista de expulsados del territorio por «antifrancés», y la de su filiación religiosa como católico, que esconderá sus orígenes judíos, ocultación que le salvará seguramente de encontrarse en un vagón de ferrocarril con dirección a las cámaras de gas (ADA 5 w 313). Pero, como en Morir por cerrar los ojos, la lógica concentracionaria va de nuevo a ejercer su absurdo destino. En esta obra, Julio, casado con una francesa, es hijo de emigrantes españoles, furiosamente antirrepublicano y profrancés. Sin embargo, semejantes cartas de presentación, y posteriormente su actuación como delator, no le impedirán dar con sus huesos en Le Vernet y morir en un intento de fuga. Mientras tanto, su hermano Juan, combatiente republicano durante la Guerra Civil, sobrevivirá y hasta será rechazado cuando acuda a entregarse a la Prefectura   —78→   para que liberen a Julio, detenido en su lugar. Análogamente, a Max Aub los 2.000 francos depositados en la caja del campo, su filiación con la Fundación Carnegie, sus visados todavía válidos para la emigración, las gestiones de un bufete de abogados de Niza, una carta del cónsul mexicano de Marsella solicitando su liberación, o las pesquisas de asociaciones de emigración judías desde los Estados Unidos, sólo cargarán las tintas sobre su destino concentracionario (ADA 5 w 313). Es obvio que la insistencia en la mención del nombre de Aub de parte de las organizaciones humanitarias judías lo asociarán a nombres de la cúpula dirigente de la resistencia comunista del campo como Franz Dahlem, antiguo diputado del Reichstag y sobreviviente de Mauthausen; Eugenio Reale, futuro alcalde de Napolés, o el poeta Rudolf Leonhard (ADA 5 w 362). Serán motivos suficientes para que las autoridades sospechen que se trata de un peligroso militante, lo que finalmente les empujará a calificarlo de agitador comunista en el campo y a deportarlo junto a otros 300 prisioneros extremadamente peligrosos. La expedición partirá hacia Djelfa (Argelia sahariana) el 24 de noviembre de 1941, bajo el mayor sigilo, temerosas las autoridades de que el traslado provoque un foco de protestas (ADA 5 w 366, 373). Y será en la cala del vapor Sidi-Aicha donde acumulará los datos para la tragedia San Juan.

Es en el prólogo de Morir por cerrar los ojos en el que Aub da rienda suelta a esta memoria angustiada por las vejaciones del absurdo concentracionario, por lo irreparable de sus horrores y por su incapacidad para representarlo. Nos habla a lo Sthendal de que la obra constituye un espejo ejemplar, pero su propio título contradice este intento de plasmación fidedigna y dramatiza la sima de abismos que se forma entre palabra y memoria (Teatro completo, 469). En efecto, toda memoria concentracionaria se encuentra con la imposibilidad para recordar la abyección de la experiencia y así exorcizarla en el olvido. La angustia del campo borra el tiempo, como lo asevera un historiador incapaz de recolectar los datos de su llegada a aquel universo: «Perdóneme amigo mío; pero si fuera una fecha referente al Imperio Romano, o a la Edad Media, yo se lo diría a usted en seguida» (559). También estamos ante la paradoja de un olvido memorioso en el que aparece la imposibilidad de refugiarse en lo imaginario, en lo literario, ya que la memoria dolorosa «devuelv[e] la vista a los ciegos» (564), como dice María, la compañera francesa de Julio. Pero Aub admite poder ser víctima «del afán que nos mueve a nosotros los escritores» (470), es decir, la capacidad que tiene la memoria angustiada para imaginar o para borrar, para volverse supramemoria. Juan declara que «de tanto rumiar lo sucedido, por imposibilidad de que te suceda nada nuevo, va surgiendo del pasado una nueva realidad, y las cosas acaban por aparecer no como fueron sino como hubieses deseado que sucedieran» (495). Aun así este personaje confía en la intramemoria no como manifestación ficticia o representación heroica y monumental sino como crítica para la historia efectiva que desea Aub, y que significativamente   —79→   fecha en el prólogo de Morir por cerrar los ojos el 6 de junio de 1944, «ahora que las tropas de las Naciones Unidas tienden a reparar el daño de una ceguera, no curada de espanto por el valor español» (469).

Pero si la tardía aceptación de lo inimaginable a través de los campos de la muerte llevó a los vencedores a «repudiar» la barbarie nazi y a exigir «responsabilidades» a sus ejecutores, nada de lo mismo ocurrió en el caso de los españoles en los campos franceses. Paradójicamente, el Holocausto refuerza un núcleo de identidad entre la comunidad judía del postexterminio que no se da ni en la comunidad postfranquista española ni en la postVichy francesa92. En el caso francés, y como lo prueban los estudios de Emmanuel Todd, el modelo de exclusión de Vichy sólo representa un paréntesis olvidable y una deformación excepcional del sistema universal. De acuerdo con esta lógica, el modelo antropológico de la familia nuclear igualitaria y los valores de la modernidad difundidos por el corpus social de la escuela, la empresa o el vecindario garantizarían la integración social. Dice Todd que «la France reste en 1990 l'héritière de Rome. Les valeurs de liberté et d'égalité continuent d'y imposer le dogme d'une assimilation nécessaire des populations immigrés, que celles-ci soient d'origine européenne, islamique, africaine ou asiatique, même si les données statistiques ne permettent pas de démontrer la puissance du mécanisme assimilateur» (L'invention de l'Europe, 494). El problema es que no parece explicar satisfactoriamente la incapacidad de la sociedad comunitaria europea, entre ella la francesa, para, de forma análoga a la de los españoles de 1939, absorber las diferencias de la inmigración no europea. Si Todd tiene razón, ¿cómo explica la eclosión xenófoba del Frente Nacional y la rebelión de las periferias suburbanas francesas, maquilladas de fundamentalismo religioso? Poco o nada ha cambiado, salvo los nombres de los dirigentes políticos, desde que Césaire hace tres décadas denunciara las estructuras totalitarias de la Europa «democrática»: «au bout du cul-de-sac Europe, je veux dire l'Europe d'Adenauer, de Schuman, Bidult et quelques autres, il y a Hitler. Au bout du capitalisme, désireux de se survivre, il y a Hitler» (11). Al contrario, el modelo neoliberal actual sólo busca la implantación de un nuevo orden de privilegiados y esclavos. Así lo muestra el proyecto euromediterráneo de creación en el área norteafricana de nuevos polos industriales de desarrollo. A pesar de los buenos principios teóricos, son montajes ultracapitalistas que persiguen la explotación de masas humanas neocoloniales a través de sueldos esclavistas y condiciones laborales y medioambientales catastróficas, como garantía de los beneficios occidentales y de la contención de la inmigración «ilegal» («La Unión Europea», 1-2).

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Finalmente, el pacto de silencio promulgado por el postfranquismo, consensuado y deseado por defensores de la razón de estado napoleónica como Mario Vargas Llosa para las transiciones postconcentracionarias, sólo vaticina la transmisión del modelo torturador a las instituciones apodadas «democráticas» de los nuevos estados. Así lo prueban, por ejemplo, los horrores del caso GAL y la prolongación de la corrupción franquista en España. Este fracaso múltiple de la supramemoria en sus excesos y defectos permite aceptar el vaticinio obsesivo de la intramemoria concentracionaria en la obra de Max Aub, reforzado por el hecho de que, además en su caso, nos encontramos ante un escritor cuya cultura española era adoptiva. La xenofobia que se ejerció contra ella fue particularmente exterminatoria, ya que además el español actuaba para Aub como un suplemento marcado por la doble diferencia de su identidad judía. Eso reforzaría su obsesión concentracionaria, paradójicamente nunca representada sobre escena, ni llevada al cine. Esta intramemoria nos mantiene literaria e históricamente despiertos ante el adormecimiento que buscan especialistas en el revisionismo monumental. Para éstos, la historia del exilio yace en el olvido ya que «estos españoles no tenían tras de sí una estructura estatal capaz de mantener la memoria de cuanto hicieron» (Tusell, 595). Es la inframemoria subyacente en Aub la que llevó a Augusto Monterroso a hablar del otro Max, el que «trajo de Europa, en la bodega del barco y adecuadamente embalado, a cierto escritor judío fugitivo de Alemania que había ido a parar a Casablanca. Al llegar a México lo encerró en el sótano de su casa de la calle de Euclides -razón por la que han vivido allí siempre- y desde entonces lo tiene escribe y escribe, a oscuras casi haciéndole creer que los alemanes ganaron la guerra y que, si se atreviera a asomar la nariz por la calle, kaputt. Ignorante de la realidad, el infeliz se consuela escribiendo sobre cosas del pasado. Aub publica esas producciones con su propio nombre, pero su prisionero no se entera, piensa en la posteridad, y vive agradecido de que aquél le salve la vida» (cit. por Roberto Mesa, Aub, San Juan, 17).

La memoria literal o inframemoria se inscribe en los terrenos de la intramemoria para catapultar la crítica de Aub hacia el problema candente de la aceptación del otro. Frente a esta memoria latente y vital para nuestro otro tiempo destituido se levanta la reducción de la supramemoria oficial, la justiciera, que no sólo olvida el exilio en su contribución a nuestra realidad política actual sino que, sobre todo, se ciega ante el discurso europeísta, retado, entre otros, por los nacionalismos históricos y por el miedo a la otredad tercermundista. El europesimismo de la intramemoria concentracionaria de Aub plantea certeramente la crisis del universalismo que siempre hemos vivido. Al excluir el ejemplo de la alteridad del exilio, la supramemoria selectiva de la España europeísta del postfranquismo se asienta sobre el mismo horizonte imaginario de la exclusión de 1939, sin advertir que se repiten los mismos fantasmas de la otredad, en un modelo occidental que sigue aceptando al   —81→   otro siempre que se mantenga lejos, en las antípodas de las colonias o de las barriadas pauperizadas que posibilitan las libertades y opulencia de los dominadores. Para ese «otro» que ahora llama a la puerta de una frontera que ha bajado de los Pirineos al otro lado de Gibraltar, no se recordará la intramemoria de aquella ignominia que tocó a los republicanos de 1939. Ahora que las necesidades socioeconómicas hacen temblar la puerta del Estrecho, se responde con leyes racistas, como la de extranjería, con las mismas armas que el universalismo esgrimió en «nuestras» propias carnes en aquellos años. ¿Sabremos aprovechar el ejemplo de las alambradas o nuestro universalismo nos enajenará como nuevos ricos en este discriminatorio club de la primera casta de la humanidad?


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ArribaAbajoLos durmientes de la cueva: tiempo y espacio del exilio republicano de 1939

Enrique de Rivas


Los hundimos en el sueño de la cueva un cierto número de años. Luego los despertamos para saber cuál de los dos bandos calcularía mejor la duración del periodo que permanecieron.


Corán, XVIII, 11-12.                


En esta alusión del Corán a la leyenda de los durmientes de Éfeso se contienen los presupuestos básicos necesarios para meditar sobre las metamorfosis que pueden verificarse en los conceptos de tiempo y espacio cuando se viven en circunstancias físicas y psíquicas anómalas como son las que se producen en los seres humanos sometidos a condiciones de exilio, y para los fines que nos interesan hoy, muy singularmente, las que se refieren al exilio español de 1939 encarnado en los defensores de la Segunda República, derrotada por la fuerza de las armas en la guerra civil. Si bien el símbolo de los durmientes de la cueva que se despiertan después de trescientos años creyendo que ha transcurrido sólo una noche encierra una indudable dimensión metafísica, no es de esta dimensión de donde empezaremos, sino más bien de su dimensión física, o sea, la que está enclavada en el tiempo de la historia, pues de esa historia el exilio es una constante, o en palabras de María Zambrano, «una réplica», pues, dice Zambrano, «en cada alba que está a punto de abrirse paso en la noche de la historia, el destierro llega como una sombría réplica. Y su primer efecto es la sorpresa, el pasmo en que quedan los elegidos de esta irreparable desdicha, de este desgarramiento».

De este primer efecto o pasmo citaré el también primer testimonio que tenemos de la literatura española: «Albricia, Alvar Fáñez, ca echados somos de tierra», dice Mío Cid Campeador al pasar los límites del reino de Castilla, desterrado por su rey y señor. «Echados», es decir, apartados, expulsados por castigo de la tierra, del espacio   —86→   vital identificado con un lugar geográfico determinado, de una tierra que es la de uno por nacimiento, costumbre y tradición: la tierra de los padres, la patria. Lo que le diferencia en su nuevo estado de lo que anteriormente era es, pues, el ser des-patriado, el ser des-terrado, es decir, sin tierra, sin espacio vital. Y la primera reacción del Cid, después del pasmo que revela su exclamación, es echar mano de lo único que le queda, que es el tiempo, ya que en el verso siguiente exclama: «Mas con gran ondra tornaremos a Castiella». Es decir, el Cid, en el momento mismo de convertirse en desterrado, mira con los ojos de la memoria futura hacia una acción que es todo un programa político: «volver con gran honor», implicando que está en juego su autoestima, fundamento ontológico de su identidad de hombre, que actúa como un espejo vuelto hacia el pasado y refracta en luz hacia el futuro, en una reacción de auto-preservación que nueve siglos después definirá Alejandro Dumas: «L'exilé se promène dans son passé dont il comte toujours refaire son avenir».

La implicación de este movimiento reflejo de la conciencia en el momento de aferrar su nuevo estado es que quien lo padece concibe, diríamos, por intuición o por instinto de conservación, que es un estado cuya esencia es finita, que tiene un término, al cual llegará por una transformación que se producirá en el tiempo y que en ese momento le es ignota, pero que él siente como asegurada por el tiempo real, ya que el tiempo real está hecho de la duración de lo que ya no es, el pasado, en lo que es, que a su vez se convertirá en será.

El razonamiento sigue la traza de un círculo que se cierra al cabo de un recorrido de amplitud desconocida. La certeza es que es un círculo, y la incógnita es que no conocerá su diámetro sino al cerrarse el círculo. Lo que no concibe el exilado en el momento de producirse su nuevo estado es que el círculo no se cierre o que el tiempo se detenga, o pueda desaparecer o eclipsarse, como ha constatado que puede suceder con el espacio vital que hasta ese momento le era dado. Constata que el tiempo se sigue desarrollando como de hecho se ha desarrollado su pasado, pero estando ligado este pasado a un espacio vital concreto, su conciencia de exilado tenderá a ver ese pasado como un espacio firme que es el que querrá alcanzar en el futuro, y, en consecuencia, fatalmente pondrá la medida de su tiempo personal, es decir, de su nuevo reloj mental, en la hora que constató que marcaba al producirse su nuevo estado.

Si el destierro del Cid puede ser paradigmático de un exilio individual, en el caso de un exilio político colectivo o de masa la problemática que se plantea es mucho más compleja, y habrá de definirse en otros términos, puesto que no es concebible un espacio físico que recibe el nombre de patria sin unos habitantes que en él la reconocen y se reconocen. La identidad como patria y la patria como fundamento de la identidad se refuerzan en el momento traumático de producirse el destierro en quienes lo padecen como colectividad, porque el impacto de la experiencia colectiva   —87→   vivida actúa como fuerza centrípeta sobre la memoria que colectivamente se va formando de lo recientemente vivido, la guerra civil, y de lo que está empezando a vivirse, el destierro. Esta memoria colectiva actuará sobre el exilado español republicano de 1939 a lo largo de sus cuatro décadas de duración, y será a la vez motor y freno de la acción o la inacción, la sustancia vital de la que extraer luz y fuerza, impedimentos al ensanchamiento de la colectividad en otras dimensiones fuera de las de la propia identidad, pero el espacio de esa memoria será también sustituto del espacio físico que ha venido a faltar, un suelo espiritual y cultural sobre el que mantenerse, es decir, un con-suelo paralelo al que le falta, y será también y muy principalmente parapeto alzado contra la indiferencia como antesala de la nada.

La memoria como factor de cohesión del exilio, en tanto que tiempo asimilado e integrado a la propia conciencia, funcionará con una elasticidad temporal espacial estructurada en sentido oposicional correlativo a la colectividad mayor de la que ha sido separada, o, para decirlo con más crudeza, amputada; porque la extensión en número y profundidad de la colectividad desterrada de España en 1939 -medio millón de personas de un país que entonces contaba con veinte millones de habitantes-, constituida por miembros de todos los estamentos sociales, de todas las clases y de todas las regiones, fue en realidad una amputación operada en el cuerpo vivo de la nación. Si grave fue para la parte amputada con consecuencias muy visibles, no lo fue menos para la parte de la que fue amputada, aunque en otra dimensión y con consecuencias en las que ahora no me es dado intervenir. El hecho es que si se fuera a hacer un estudio de la temporalidad y de la espacialidad de la memoria del exilio, habría que hacerlo desde una perspectiva estructural para determinar el valor de las percepciones memorísticas del exilado, a la luz del supuesto de Bergson de que «cuanto más nos acercamos a la acción, más tiende la contigüidad a participar en el parecido y a distinguirse de este modo de una simple relación de sucesión cronológica», o analizar en profundidad la aserción de María Zambrano de que «si bien los sueños son intransferibles, existen sueños compartidos en algunas horas de la vida colectiva e histórica. Algunos momentos de la historia se viven como si estuvieran fuera del tiempo o más allá del tiempo y de la historia, y sin embargo son los instantes decisivos, los instantes históricos, los instantes que generan historia en una u otra forma». Según esto, el tiempo de la memoria del exilio podría asimilarse al no-tiempo en que acaecen los sueños, salvo naturalmente que los sueños de ningún modo acaecen en un tiempo histórico conocido; pero la metáfora que aproxima sueño a historia vivida fuera del tiempo contiene una verdad, si no indudable, palpable en la experiencia de quien ha vivido el exilio: el tiempo en el que transcurre la conciencia que de él se tiene no es asimilable al de la vida ordinaria ni puede medirse con relojes, que artificialmente lo dividen en periodos iguales o fijos. Habría que hacerlo en todo caso con el sistema de la antigüedad,   —88→   dividiendo el tiempo diario en horas más largas o más breves según la duración de la luz solar en el curso de un día, refiriendo estas horas elásticas de la memoria a unos equinoccios y solsticios que habría que descubrir en el universo de los valores trascendentes.

De este modo podríamos ver que las horas por así decir del exilio español de 1939 no se pueden escandir como si fueran lapsos de tiempo con medidas iguales a cada unidad en sucesión ininterrumpida. La primera hora del exilio, al producirse la salida masiva del territorio, está marcada por la violencia física y la muerte incumbente; es la hora del «refugiado», que antes de ser exilado es refugiado, es decir, uno que huye de un peligro grave o mortal. Es una hora cuyos minutos se cuentan en centenares de muertes individuales, en docenas de campos de concentración, en hambre, frío, sed, miedo y miseria; son minutos con la duración de los minutos de la guerra, extensión todavía de la misma; pero ahora ya hay un minutero inexistente antes: un minutero que va más despacio, porque si los minutos de la guerra podían ser largos, estaba descontado que algún día dejarían de sonar, para bien o para mal, en un ritmo ya conocido; pero los nuevos minutos no se sabía qué duración podían tener, ni cuánto podían alargar esa hora aciaga; para algunos duraron meses, para otros años, para otros se convirtieron de nuevo en minutos de guerra participando en la general de la resistencia contra el nazifascismo, y para diez mil la hora del exilio se detuvo bruscamente en el campo nazi de Mauthausen.

Los más afortunados vivieron otra hora, otras horas de duración variable. La primera de esta nueva serie empezó con un desdoblamiento; el exilio-éxodo se hacía doble, pues además de haber sido exilados de la propia tierra, se era exilado de la tierra de Europa; y además de éxodo se convertía en diáspora, y de los puertos de Francia y del norte de África se dispararon como flechas sobre el infinito del mar océano docenas de barcos cargados de refugiados españoles, hacia México los más, otros a Cuba, Santo Domingo, Colombia, Venezuela, Chile, Uruguay y la Argentina. Pero esa hora tenía también un minutero nuevo: los exilados republicanos de la guerra civil ya no estaban solos; era el momento de buscar el refugio general, y el Nuevo Continente se iba repoblando con un muestrario de todas las naciones europeas, como una gigantesca e ideal Arca de Noé aparejada para la salvación.

El movimiento de la diáspora dura desde 1939 hasta 1942 o principios de 1943. Entonces, constatado que el reloj sigue en marcha, el tiempo vuelve a construir una hora alentadora, con retrasos o adelantos según las victorias o las derrotas en los frentes de guerra, pero se intuye y se espera que su mecanismo aguantará todas las inclemencias. Con esta conciencia plena, ensanchada en la constatación de que la conflagración mundial se sostiene gracias a y por los mismos valores vitales, morales, políticos y sociales por los que se sostuvo a la causa de la República, florece en la planta maltrecha del exilio republicano español la flor fatal de la esperanza. Y   —89→   como Mío Cid novecientos años antes, resuena la exclamación: «con gran honra volveremos». Los minutos de esa hora se han ensanchado con planes, acciones, fundaciones, periódicos, casas editoriales, que reflejan mil y una facetas del quehacer de la comunidad republicana española repartida por todo el Continente esperando el momento de la victoria aliada, que se da por descontada, y con ella el final de un exilio que es producto de una guerra civil que en ese momento se ve como la primera batalla de la guerra mundial en curso. La esperanza, que todavía en botón acompañó a los exilados al Continente Americano, además de lo enumerado, había tenido muy en cuenta la semilla para cosechas futuras, y se crearon escuelas españolas regidas, administradas y orientadas por profesores españoles en vista de los varios miles de niños que había que educar para su próxima vida en España. A esos niños se les ponían unos botones en las solapas que decían: «Nosotros fuimos los primeros en luchar por la democracia». Fue una hora larga, intensa y sonora, que alcanzó su cénit el 8 de mayo de 1945 al terminar la guerra en Europa.

En ese momento los minutos empiezan a ser más lentos; se inicia, después de la hora de larga paciencia, con la resurrección simbólica pero tangible de las instituciones republicanas en México (Gobierno, Parlamento) y su traslado a Francia, la hora de la impaciencia. Dura dos, tres años, y culmina con la condena internacional del régimen establecido en España, y sanciones diplomáticas y económicas. Dura lo que tarda en empezar la llamada «guerra fría» entre las dos grandes potencias.

Después, nada. Es decir, otra vez la extensión de los minutos desconocidos, la hora de la espera que se alarga cada vez más, privada de espacios concretos a los que asirse. El tiempo-memoria en que se vive se macera ahora en una constatación dolorosa: están desapareciendo los más ancianos de la colectividad; y este desaparecer suyo en tierra lejana, ajena, extranjera, se siente como una derrota más y como una dimensión nueva, que hace juego con su dimensión opuesta: los nacimientos en tierra de exilio de los hijos de los exilados. Es una hora teñida por una luz melancólica, como premonitora de un nuevo tiempo, la sospecha que pronto se va haciendo confirmación de que a los doce, quince o veinte años de producirse el exilio -la duración es a la medida de la psique de cada cual-, eso que se había vivido como un estado transitorio estaba cambiando o había cambiado ya de naturaleza: eso que era el estado de exilio se había convertido en una condición. Y ser exilado como condición humana nos abre a otra dimensión del tiempo y del espacio porque es una hora que ya no tiene señalación posible en un cuadrante determinado.

Terminaré evocando sólo la última hora, la que suena al producirse entre 1975 y 1978 el final de las circunstancias políticas surgidas como consecuencia de la guerra civil, causa inmediata del exilio de 1939. Es una hora especial, como anormal,   —90→   preñada de más minutos que las anteriores, porque en ella laten y rebullen los minutos de la memoria de cuarenta años, no sólo vividos, sino -y esto les da un espesor especial- heredados. Porque al sonar esta hora, en efecto, lo que queda del exilio vencido por la muerte es una herencia de tiempo no medible, dejada por los mayores para que los que les siguen cierren por fin el círculo, y los que les siguen son precisamente esos niños para los que en 1940 se fundaron aquellas escuelas. Esa hora es tan especial que en ella no cabe sino un sentimiento de hallarse ante algo debido..., debido y desconocido. Pero asentado en premisas que al exilado que vuelve le parecen indudables e irrebatibles, como a los durmientes de la cueva de que nos habla el Corán irrebatibles e indudables para su anagnórisis son los signos de identidad que presentan y quieren hacer valer.

La leyenda de los durmientes de Éfeso ha sido recreada en nuestra época por el dramaturgo egipcio Tawfiq Aljakim en su obra Gente de la cueva. El argumento es el siguiente: dos hombres, jóvenes, sobrevivientes de una matanza de cristianos en la época del emperador Decio, se refugian en una cueva. Allí se quedan dormidos, junto a un pastor de cabras, también cristiano. El drama empieza en el momento en que se despiertan, creyendo que han dormido sólo una noche. Pero tienen gran hambre, y envían al pastor a la ciudad a buscar alimentos. El pastor vuelve sin nada: nada le han dado por su moneda, la moneda que ha presentado para pagar no vale, pues tiene trescientos años o más. Los protagonistas no entienden, y salen a enfrentarse con la realidad que creen reconocer. Pero es esa realidad la que no les reconoce a ellos. Presentan anillos a quienes creen reconocer como quienes se los dieron; se acercan a las personas en quienes creen reconocer a sus amigos. Fallan todos los signos que presentan para conseguir la anagnórisis deseada. Finalmente aprenden, pero sin comprenderlo, que están muertos desde hace tres siglos y que sus nombres reciben el culto debido a los santos mártires. Como son santos, nadie piensa en que tienen que comer; como son santos, nadie se acuerda de que tienen que dormir en un lecho; como son santos, a lo único que tienen derecho es a respirar el incienso de las ofrendas, pues siendo entelequias sin cuerpo ni necesidades físicas les basta su aureola de martirio y de santidad. Incluso las autoridades, los gobernantes del momento, que dicen profesar el mismo credo por el que ellos fueron perseguidos, se aprestan a hacer de la cueva donde murieron un templo o mausoleo a su memoria. Entonces dudan de ser ellos mismos un sueño, para concluir que no lo son, que «el tiempo es el que es un sueño, y nosotros somos la realidad. El tiempo es una sombra que se va y nosotros los que quedamos..., es más, es el tiempo el que es nuestro sueño. El tiempo no tiene existencia sin nosotros. Es esta fuerza estructurada en nosotros, la inteligencia, la que inventó la medida del tiempo. En nosotros hay una fuerza que puede destruir todo eso. ¿Es que no hemos vivido trescientos años en una sola noche y destruido con eso los límites y las medidas y las distancias?   —91→   Sí..., henos aquí, los primeros que han podido borrar el tiempo. Sí, lo hemos vencido, lo hemos borrado..., pero hete aquí que el tiempo nos borra, el tiempo se venga, nos expele ahora como fantasmas asustados y nos anuncia que él no nos conoce, y nos condena al exilio de su reino...». Es el pastor el primero en concluir que lo único que les queda por hacer es volver a la cueva, a seguir durmiendo el sueño eterno de un apartamiento singular, que es el único que puede conducirlos a la verdad verdad, no a la verdad de los fariseos, y a la cueva vuelven, diciendo: «Esto no es la vida, sino un sueño excitado, turbulento; vamos hacia la verdad, pues, clara y hermosa. Sí, la verdad no puede ser este tipo de confusión y no puede, igualmente, no haber aquí verdad...». Son sus últimas palabras, que cubre el ruido de los martillazos que terminan de sellar para siempre la entrada de la cueva, erigida en mausoleo para su eterna glorificación.