Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[92]→     —[93]→  

ArribaAbajo2.- El exilio en América

  —[94]→     —[95]→  

ArribaAbajoEl exilio español en Uruguay

Rosa María Grillo. Universidad de Salerno


«En la década de los 40 Montevideo era una irrepetible maravilla y nuestra juventud era tan tonta que creía que eso era la realidad. (...) Yo vivía en una casa que alquilábamos a medias con José Bergamín»93. Así Manuel Flores Mora, escritor, periodista, crítico literario e historiador de la generación del 45, exalta y conmemora nostálgicamente el Montevideo de los años 40 y 50, ciudad cosmopolita y culturalmente vivaz. No es él solo. María Inés Silva Vila recuerda cómo en aquellos años «pasó Juan Ramón Jiménez por nuestra ciudad y lo conocimos en casa de los Díaz. (...) Hubo una fiesta en la casa del centro de Susana Soca y allí pude ver nada menos que a Albert Camus bailando la 'raspa'. (...) A Borges lo conocí exactamente en la mitad del siglo, cuando visitó a Bergamín en la casa donde vivía con Maneco Flores»94. También las frías pero elocuentes estadísticas confirman esa imagen alentadora del Montevideo de la mitad del siglo: los índices más altos de alfabetización en América Latina; escuela y universidad laicas y gratuitas; uno de los primeros lugares en consumo de periódicos, etcétera. Si es verdad que el ambiente intelectual era vivaz y acogedor, y que eran numerosas y de buen nivel las revistas de aquel periodo (notoriamente una de las primeras fuentes de ganancias de los escritores exiliados), también es verdad que en concreto Uruguay no ofrecía muchas oportunidades para que los intelectuales desterrados pudiesen sobrevivir con los recursos derivados de su oficio de escritor95. No hubo un presidente Cárdenas ni un Pablo Neruda o un Salvador Allende que organizaran el rescate, el viaje y las primeras formas   —96→   de acogida para miles de españoles, aunque los gobiernos colorados uruguayos se demostraran bien dispuestos hacia los republicanos exiliados. A Uruguay los expatriados llegaron de a poquito, individualmente, por casualidad o por lazos de amistad. Importante enlace entre españoles y uruguayos fue Julio J. Casal, ya cónsul uruguayo en La Coruña, donde había dirigido las revistas Vida, Revista de Casa América y Alfar (1921-1926). Elegante revista de arte y literatura, Alfar renació en Montevideo (1929-1954); a partir de 1939 allí publicaron María Teresa León, Rafael Alberti, José Bergamín, Ramón Gaya, Guillermo de Torre, Antonio Aparicio, Jorge Guillén, Benjamín Jarnés, Rosa Chacel, Rafael Dieste, Juan Ramón Jiménez, José Moreno Villa, etcétera. De las cartas de Bergamín a Casal desde México se desprende un vivaz intercambio de libros, ayudas, invitaciones e indicaciones: «Si usted viese por ahí a nuestro común amigo Saralegui dele muchos recuerdos de mi parte y dígale que no olvido su ofrecimiento de llevarme a Montevideo» (22-8-1940). Bergamín envía a Casal escritos suyos y de otros exiliados, preguntándole también si es posible obtener «una colaboración bien pagada en algún diario» y comunicándole que había hablado de Alfar a los amigos mexicanos: «Villaurrutia, Usigli, Paz, etc. Espero que le envíen algo» (13-6-1942). De las cartas de Rafael Alberti y María Teresa León al «querido tío» se puede apreciar una larga amistad y colaboración («Antes [tu hermoso Alfar] nos llegaba a Madrid desde Galicia; ahora, a Buenos Aires desde Montevideo», 12-3-1942), avivada ahora por frecuentes encuentros y un intercambio epistolar continuo y proficuo.

Otro uruguayo que tuvo un importante papel fue Enrique Amorim, narrador, poeta, dramaturgo, rico y generoso estanciero, comunista, cuya casa «Las nubes» en Salto siempre fue hospitalario centro de reunión y discusión; durante largos viajes a Europa residió repetidamente en Madrid, trabando amistad con Federico García Lorca (quien fue su huésped en Salto en 1934) y otros poetas de la generación del 27. En su epistolario, en el Archivo de la Biblioteca Nacional de Montevideo, cartas de Bergamín, Guillermo de Torre, Antonio Aparicio, Alejandro Casona, Pablo Picasso y Rafael Alberti revelan su generosidad y su papel de intermediario para la publicación -remunerada- de las obras de los españoles en las revistas Latitud, dirigida por Hugo Pedemonte, y Entregas de la Licorne, dirigida por Susana Soca (cfr. las cartas de Alberti fechadas el 29-4-1954 y 2-5-1954). Un papel muy importante lo tuvo también Amorim en la construcción y la inauguración del primer monumento que se haya dedicado en América Latina a Federico García Lorca, en Salto (Alberti, 22-3-1953: «Te felicito nuevamente por lo que has hecho por la gloria de Federico. (...) Algún día los españoles te haremos el homenaje que mereces»; Guillermo de Torre, 9-10-1952: «Me parece felicísima esa idea del monumento a Federico»). Por las cartas de Hugo Pedemonte (14-10-1953) y de Bergamín (26-11-1953 y 18-10-1953) se llegan a conocer también enconadas polémicas nacidas alrededor   —97→   del acto -en el que participó Margarita Xirgu, entonces directora de la Comedia Nacional y de la Escuela de Arte Dramático de Montevideo- por la filiación comunista de Amorim y Bergamín, que tenían que ser los oradores oficiales96. Aún podemos recordar a Eduardo Dieste, hermano de Rafael, de familia gallego-uruguaya, director de la revista literaria Teseo; al pintor Joaquín Torres García, que había vivido en España y Francia entre 1892 y 1934, cuyo taller fue un centro de experimentación de las artes plásticas y vivaz círculo cultural; a Jules Supervielle, el poeta franco-uruguayo, amigo y mecenas en Francia de todas las vanguardias, que vivió en Montevideo del 39 al 46, y José Mora Guarnido, periodista y escritor andaluz, amigo y biógrafo de Lorca, que se había establecido en Montevideo a partir de 1923.

Como se ha visto, el nombre de Bergamín recurre repetidamente en los testimonios del tiempo: sin duda, fue el exiliado más ilustre y que más influencia tuvo en el medio cultural uruguayo. Pero de él y de su exilio en Montevideo (1947-1954) ya me he ocupado varias veces97; así que en esta ocasión quiero dar noticias de otros exiliados que, establemente o de paso, estuvieron en Uruguay.

Podemos recordar a León Felipe, que en por lo menos dos estadías entre 1947 y 1948 dictó conferencias sobre Darío, Vallejo y Whitman, influyendo profundamente en algunos jóvenes poetas98. En los números de Marcha de julio del 47 se publicaron sus poesías, noticias de su estadía en Uruguay y varios artículos sobre su obra. Juan Ramón Jiménez estuvo en Montevideo en agosto del 48 para dictar dos conferencias, «Límites del progreso» y «Poesía abierta y poesía cerrada», reseñadas elogiosamente por Rodríguez Monegal y Carlos Ramela en Marcha (442, 20-8-1948). Sus cartas a Emir Rodríguez Monegal, Ida Vitale, Susana Soca, Sofía Arzarello e Idea Vilariño revelan una serie de polémicas y disgustos99 a pesar de la calurosa acogida que le habían reservado en el 48; una foto retrae al poeta, recibido por la generación del 45 al completo superando, por una vez, sectorialismos y divisiones internos entre «lúcidos» (Rodríguez Monegal, Ida Vitale, Idea Vilariño, Manuel Claps) y «entrañavivistas» (Ángel Rama, Carlos Maggi, Manuel Flores Mora, José Pedro Díaz, Amanda Berenguer).

Rafael Alberti y María Teresa León vivieron casi 25 años en Buenos Aires y solían veranear en Punta del Este, donde el arquitecto catalán Antonio Bonet, también   —98→   él desterrado, les construyó la casa «La Gallarda», de donde se desplazaban a Montevideo y al interior para dar conferencias y lecturas de sus propias obras. Sus huellas se pueden rastrear en las principales revistas de la época: en Marcha, Ortiz Saralegui, Denis Molina, Álvaro Fernández Suárez, José Bergamín, Ángel Rama, Carlos Mastronardi, etcétera, reseñan las obras y los estrenos de los textos dramáticos de Rafael; en Alfar Sofía Arzarello traza un cariñoso retrato de María Teresa León, Emilio Oribe escribe sobre la «Presencia de Alberti» y se publican algunos de los textos de Poemas de Punta del Este, Alberti escribe en Lealtad, órgano del Centro Republicano Español de Montevideo, declaradamente anticomunista, y hasta integra su consejo de redacción. El amor a Uruguay y a su gente queda patente en sus libros de memorias («¡Qué camadería más limpia y azul de mar fue la que encontramos por aquellas playas, filtrándose con el sol entre los pinos! (...) ¡Ah, aquel bosque sagrado donde se cruzaba la amistad como en los sitios bendecidos y mágicos!»100), y en los Poemas de Punta del Este (1945-1956) de Alberti, donde se escucha la voz del poeta cantando una naturaleza -los pinares y el mar, tan necesarios a la vida del «marinero en tierra» extrañando su «arboleda perdida»- que le ha regalado días de tranquilidad durante el difícil exilio americano: «Pinares del Uruguay / pinos que me conocéis / y vais sabiendo de mí / lo que por mí no sabéis. // Pinar, te quiero y te digo / que habrá un pinar en España / que siempre hablará conmigo»101. En Uruguay Alberti publicó la primera edición de las Coplas de Juan Panadero, con 10 Aleluyas de Toño Salazar; ¡Pueblos libres! ¿Y España?102 y la traducción del francés de Bosque sin horas de Jules Supervielle.

Entre los que vivieron gran parte de su exilio en Uruguay, más éxito lograron y más se aclimataron al nuevo ámbito hasta hacer olvidar su origen español, podemos recordar a Álvaro Fernández Suárez, José Carmona Blanco, Francisco Contreras Pazo y Benito Milla.

Fernández Suárez, autor de numerosos textos alabados por escritores de tan opuestas tendencias ideológicas como Ángel Ossorio y Gallardo y Ramiro de Maeztu (España, su forma de gobierno en relación con su geografía y su psicología, 1930; Futuro del Mundo Occidental, 1933; Sentido místico de la energía, 1934), llega a Montevideo en 1940 y pronto, desde diciembre del mismo año, empieza a colaborar en Marcha, el más ilustre periódico de izquierda de Uruguay. Semana tras semana, durante alrededor de 13 años (1940-1953), escribió en dos espacios distintos con dos nombres diferentes: la rúbrica «Cosas vistas y oídas», que ocupaba   —99→   una página entera, firmada Juan de Lara, presente en todos los números -salvo contadas ocasiones, dos o tres por año- desde diciembre del 40 hasta diciembre del 51, y las dos páginas centrales, de política internacional, firmadas A. F. S., presentes en alrededor del 80% de los números, de gran interés, pero que exceden los límites temáticos de esta investigación. Leyendo en secuencia cronológica las más de 500 hojas de la sección «Cosas vistas y oídas», se nota un progresivo proceso de asimilación al ambiente uruguayo. A los primeros escritos memorialísticos sobre la guerra de España y el éxodo, nostálgicos y sentimentales, siguen una serie de anécdotas y cuentos alrededor de un personaje ficcional, Perejo, domador de pulgas en un circo y luego militar en el ejército republicano, que revelan una visión de la guerra más distanciada. Al cumplirse un año de su colaboración en Marcha empieza a dirigir su mirada de español hacia su presente uruguayo, cómo veía desde lejos («Ocho millones de vacas para dos millones de habitantes») y cómo ve ahora el país huésped («Mi amiga Montevideo»; «Una de las cosas que más sorprenden al europeo en el Uruguay es el sentimiento democrático de este pueblo»); luego va ahondando en los caracteres y costumbres uruguayos, alternando agudas páginas que revelan una participación no superficial en la vida nacional y un decidido deseo de conocer y entender (sobre el gaucho, la legislación social avanzada, etcétera) y otras de anécdotas o aspectos triviales de su vida en Montevideo. De vez en cuando vuelve a hablar de España, casi siempre partiendo de hechos contemporáneos (la muerte del hijo de Dolores Ibarruri en Rusia o de algún intelectual en las cárceles franquistas), o escribe sobre literatura y teatro (León Felipe, Rafael Alberti, Malraux, Machado) o sobre cultura clásica o lingüística. En general esas páginas revelan a un agudo observador, no desprovisto de ironía, y a un escritor notable, dotado de una prosa ágil y expresiva, pero con algunas increíbles caídas de tema y de tono por lo agobiante de la entrega semanal. Y no se agota en las páginas de Marcha la actividad del brillante abogado madrileño: dio numerosas conferencias sobre temas diversos («Capitalismo nacional y extranjero como factores de la guerra civil española», «El alma de las ciudades», «Perspectivas que ofrece el mundo ante la paz», etcétera), y escribió la novela Hermano perro (publicada en México en 1943), reseñada por Benjamín Jarnés como ejemplo de «libro independiente», «originalísimo y profundo, en el que el humor es siempre sabiduría»103. Es la guerra contada por un perro: la escritura «extrañada», esperpéntica podríamos decir, con verdaderos hallazgos de humor y algunas geniales intuiciones psicológicas, deja entrever una posible aplicación de la narrativa «deshumanizada» a la experiencia de la guerra civil, una vez recobrado distanciamento crítico y emotivo. Fernández Suárez escribió también El retablo de Maese Pedro, «farsa endiablada de hombres y muñecos en dos anteactos y dos actos», publicada en Montevideo en 1946, homenaje a Manuel de Falla.   —100→   Es una obra divertida y erudita, en la que actúan personajes clásicos (don Quijote, Sancho, Melisenda, Carlomagno, etcétera) y actores-muñecos del Retablo de Maese Pedro, subrayando la total ficcionalidad y el efecto «extrañante» del hecho teatral. Son obras interesantes, injustamente olvidadas, que revelan a un «aficionado» inteligente pero extraviado, incapaz de elaborar en modo cabal sus brillantes intuiciones iniciales.

Escritor muy diferente es Francisco Contreras Pazo, nacido en Almería en 1913, llegado a Montevideo desde París, donde había publicado Otro Platero. Poema nostálgico (1949) y Alambradas. Novelas del destierro (1950). Colaboró en Marcha en los años 50 con unos artículos satíricos bajo el rótulo común de «El poncho de don Paco» y publicó numerosas novelas, de diferente valor y estilo: Los meandros de la vida de Sila Fabra. Azorinela (1951), divagaciones y apuntes introspectivos a la manera de Azorín; Temas trashumantes. El alma en vilo (1955), Cuando la semilla muere intacta (1956), La creciente viene turbia (1963), El encovado (1972) o La varona. Antinovela (1975), novelones de fuertes sentimientos y frases retumbantes en que las atrocidades de la guerra civil son una inagotable fuente de casos trágicos y enlaces inesperados. De algún interés resulta El proscrito. Dilogía bárbara en dos partes y seis lagunas (1953), que se presenta bien estructurado: en el primer apartado «quedaba lo más sedente, todo aquello que se refería a la totalidad, a la masa de los expulsos; en el segundo, lo vívido y lo palpitante, el acervo de historias en que se retrataba al hombre, al individuo, al héroe ibérico trasplantado al suelo de Francia»; en las seis lagunas, «la clave lírica en que el proscrito cifraba la secreta amargura de su elegía»104. En realidad, los diferentes enfoques se mezclan en la página sin solución de continuidad, junto con citaciones de proscritos ilustres, consideraciones filosóficas y políticas, frases apocalípticas y sentenciosas. Desde el duro destierro francés, América Latina le aparecía como un espejismo, «como un rebrote de eternidad, como una nueva propensión a la gloria, ajada, de momento, entre las manos ateridas» (p. 38). Una vez llegado a Montevideo, el espejismo se le hace realidad: «en la bella ciudad del Plata, mis ojos se abren ahora a un nuevo esplendor del Universo».

Un lugar destacado en la historia del exilio español en Uruguay lo ocupa Benito Milla, no tanto por su obra de escritor y ensayista como por la de organizador cultural y editor. En 1956 fundó y dirigió la revista Deslinde (16 números, 1956-1961, cuya redacción estaba formada por José Carmona Blanco, Ernesto Moya y Emilio Ucar), que tendía a ofrecer un panorama de las corrientes y novedades de la literatura de habla española, dando un lugar preferente a la literatura de la península (José Ángel Valente, Gonzalo Torrente Ballester, Carlos Barral, Juan Goytisolo, etcétera) y a quienes buscaban un nuevo compromiso para el intelectual al margen del rígido   —101→   esquematismo marxista. Los artículos de José Carmona Blanco sobre La forja de un rebelde de Arturo Barea (Deslinde, 1, agosto 1956) y de Benito Milla sobre Los cinco libros de Ariadna de Ramón J. Sender (12, septiembre 1959) expresan elocuentemente esa postura, criticando al primero por su maniqueísmo y elogiando al segundo por haber puesto en el mismo nivel «las aberraciones fascistas y la caótica y sanguinaria participación de los rusos en el lado republicano». Terminada la aventura de Deslinde, Milla funda Temas (16 números, 1965-1967), prosecución de la primera, pero más atenta a los problemas y a la literatura del continente, en la línea de la «tercera posición», de la vía americana al socialismo y a la modernidad. Como en Deslinde, es muy amplio el panorama de las colaboraciones internacionales (Albert Camus, Michel Butor, Alberto Moravia, Susan Sontag, Umberto Eco, etcétera), mientras que disminuyen los artículos sobre la literatura de España y las contribuciones provenientes de la península. Nunca se hace referencia explícita a la nacionalidad del director y sus muchos artículos sobre España no delatan nunca su situación de exiliado, lo que, por supuesto, significa una total inserción en la vida y en la cultura uruguayas. Benito Milla fundó y dirigió también la Editorial Alfa, donde se dieron a conocer los autores de la «generación del 45». A fines de los 60 se trasladó a Venezuela, donde fundó la editorial Monte Ávila.

Redactor de Deslinde, José Carmona Blanco (1926), «niño de la guerra» nacido en Barcelona, sobresalió como crítico literario y teatral, y obtuvo numerosos premios por sus obras de narrativa. Si su primera novela es de temática española, Ciudad caída (1967), las demás obras reflejan el ambiente montevideano, hasta la jerga y los modismos: en la novela La prueba (1982) sólo hay alusiones al padre del protagonista, un exiliado asturiano, y en El chivo enterrado (1993), nouvelle de óptima estructura, el punto de vista del narrador es el de un intelectual uruguayo que sólo desde lejos había vivido la guerra civil española: «Mis puntos de referencia, como los de cualquier montevideano común, sólo eran literarios, cinematográficos (...). Los cascos de acero y los fusiles en casi todas las esquinas sólo pudieron despertar en mí recuerdos de lecturas de posguerra: Malraux, Sartre, Camus. Imágenes de viejos documentales sobre la guerra civil española»105.

Como Carmona Blanco, otros «niños de la guerra», establecidos en Uruguay, se han dedicado a la literatura, alternando obras de ambientación y temas uruguayos con otros donde asoma el recuerdo -y la fractura- de la guerra civil; así Fernando Aínsa, nacido en Palma de Mallorca en 1937, ensayista, cuentista (En la orilla, Las palomas de Rodrigo, Los naufragios de Malinow y otros relatos) y novelista (El testigo, Con cierto asombro, El Paraíso de la reina María Julia), en Con acento extranjero (1984), novela en forma de autobiografía y, en parte, autobiográfica, narra su propia experiencia de niño criado en el mito de la España republicana. Al volver con   —102→   el padre a España, los dos intentan una no fácil reinserción, ya que son españoles con «un aire difícil de definir, un 'algo' que los delata como forasteros. (...) Estos españoles hablan con un cierto acento extranjero»106. Muy interesante es también el libro de aforismos De aquí y de allá. Juegos a la distancia (1986), variaciones -cultas, irónicas, nostálgicas- sobre el tema del exilio: «Son de allá y están aquí. Se habla mucho de ellos. Son los exiliados, palabra culta antes de ser vulgarizada por los miles de españoles que un día cruzaron los Pirineos»107. Algunos de estos miles llegaron a Uruguay. De unos cuantos que dejaron testimonio de su exilio uruguayo se ha dado noticia en estas páginas.



  —[103]→  

ArribaAbajoPedro Salinas, «americano de vivienda»

Jesús López Pacheco. Universidad de Western Ontario


Leyendo la rica y viva correspondencia entre Pedro Salinas y Jorge Guillén108, principal documento para comprender la larga estancia de ambos en Estados Unidos, me he preguntado a menudo si habrían podido hacer lo que hicieron sin su admirable amistad y su fraternidad poética, que fue además una terca y eficaz alianza como escritores, como profesores y como españoles desterrados. Porque lo que hicieron no es sólo una doble obra literaria de primera magnitud en el siglo XX, sino, además, una contribución destacada a la cultura y a la universidad estadounidenses. A Salinas, en efecto, «inventor», como se ha dicho, de la Universidad Internacional de Verano de Santander, se le puede considerar como uno de los «padres fundadores» del moderno hispanismo angloamericano, junto al propio Jorge Guillén y un grupo de prestigiosos profesores y críticos: Leo Spitzer, Amado Alonso, Américo Castro, Carlos Clavería, etcétera.

También Estados Unidos significó mucho para Salinas. Contratado por el Wellesley College como profesor visitante para el curso 1936-1937, su viaje al país que, por entonces, él llamaba siempre, muy a la inglesa, «América», fue, en primer lugar, el cumplimiento de una vieja ilusión, y algo más, según le escribe a su amigo al darle la, para él, «gran noticia»: «Porque aparte del atractivo de América me encanta el poder salvarme de este ambiente hispánico, cada día más envenenado, más sembrado de odios y rencores, más hostil a los gustos nobles y al trabajo alegre. Yo tengo la impresión», dice proféticamente cuatro meses antes del golpe militar de Franco, «de que todo va ¡aún! a empeorar, y ese viaje es una salvación, yo así lo siento»109.

  —104→  

Salvación lo fue Estados Unidos para Pedro Salinas, y quién sabe si hasta en el sentido más dramático de la palabra, dados sus cargos y su imagen pública. En muchos pasajes de su correspondencia y de sus obras hay manifestaciones de respeto, admiración y hasta entusiasmo por aspectos y cosas del nuevo país, empezando por la mítica ciudad de Nueva York, máximo imán para emigrantes y vanguardistas soñadores de «América»: «No te digo que vengáis porque New York es tu primer deber y debe ser tu primer gusto (...)», le escribe a Guillén en la carta de acogida; a lo que, en postdata, añade: «Si no estáis más que dos días, no dejes de ver las estaciones (...), los rascacielos del centro y de Central Park, y los alrededores de Wall Street. Desde luego, Times Square, que según Jules Romains es lo que más se parece a la Puerta del Sol. Ah, y la sala española del Metropolitan, donde hay dos Grecos sin par. Adiós». Pero aún añade, con admiraciones y dobles admiraciones: «¡Ay, y si tuvieras tiempo para ver el George Washington Bridge! ¡Extraordinario! ¡¡Cántico!!»110.

Se podría suponer, por estas frases, que hubo un intenso idilio vital entre el nuevo país y el poeta que tempranamente había incorporado a su obra la bombilla como una «amada eléctrica» que le ayuda a leer, «las maravillosas máquinas», el motor de «doce caballos», el teléfono, las ecuaciones, los números... El mismo poeta que, ante el monasterio del Escorial, prefería contar ventanas a soñar; el que describía el cinematógrafo como el Génesis o el Génesis como cine («La diestra de Dios se movió / y puso en marcha la palanca...»); el que veía, en fin, en la «maquinaria americana» unos «ágiles volatineros» en eficaz y alegre combate contra «el misterio», contra el «secreto»111.

Y, sin embargo, al final de su residencia estadounidense, ya muy cerca de la muerte, en el prefacio a Todo más claro (1949), el poeta madrileño expresa su situación vital y cultural en términos que contrastan con esas expectativas de idílico entendimiento o, al menos, de asimilación. Los poemas de ese libro, explica, «se escribieron en años que van del 1937 al 1947; lejos de mi país, cada vez más mío en mi querer y sueño, viviendo en las hospitalarias tierras de los Estados Unidos, abrazado a mi idioma como a incomparable bien». Llamar «hospitalarias» a las tierras del nuevo país resulta más bien pobre, sobre todo en medio de las expresiones tan intensamente afectivas que dedica a España y a su idioma. No constituye la frase, emocionalmente, un progreso, sino más bien lo contrario, respecto a las primeras impresiones ni a las que siguieron a lo largo de los trece años transcurridos. Un año antes (1948), por ejemplo, Estados Unidos era para él simplemente «el mejor solar de espera» mientras llegaba la «reconstrucción moral, intelectual de   —105→   Europa, la nuestra», pues sólo de esa reconstrucción podía «venir alguna claridad»112. Y, más o menos desde el final de la Guerra Civil, en la confianza del carteo con el amigo, se le escapan con frecuencia creciente expresiones despectivas para referirse a los estadounidenses en general o, más concretamente, a algunos de sus dirigentes políticos, militares y culturales: «La guerra de Europa no se ve nada clara. (...) ¿Por dónde puede venir la superioridad de los aliados? Yo no lo sé. Desde luego, podría venir de América. Pero esta gente de aquí está cada día más ciega. Se emperran como niños rabiosos en decir que no tienen nada que ver en lo de Europa»113. A la expresión «esta gente» (despectiva, pero aún más en boca de un madrileño burgués) van sumándose otras similares y peores, aplicadas unas veces al sistema, otras a ciertas actitudes de los dirigentes y otras, en fin, a la opinión pública estadounidense, a la que presenta adormecida por la propaganda y el individualismo egoísta: «odiosas», «nauseabunda», «papanatas liberales», «pesadilla de la free enterprise», «majadería guiada por el miedo»114...

La citada expresión del prefacio a Todo más claro ha dado lugar a muchos comentarios, especialmente por lo que se refiere a la frase sobre el idioma, ese «incomparable bien» al que se presenta abrazado casi filialmente. No hay duda de que el no estar rodeado de la lengua, de su lengua «materna», madre en cierto modo de su poesía, era un factor de capital importancia para su despego respecto al país que, más o menos desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, empieza a llamar Estados Unidos en vez de «América». Él mismo lo ha explicado: «The poet not only hears language; he breathes it. So if the poet is withdrawn from his atmosphere of language, his poetry may be seriously affected»115. Porque, aclaró en otra ocasión, «los que residimos en un país de lengua extraña somos dos veces desterrados»116.

Ni la nostalgia de España, ni siquiera la del aire de su lengua «natural» y literaria, son bastantes a explicar por sí solas, sin embargo, ese despego despectivo de un país que, desde el principio, fue, en efecto, hospitalario, pues le trató bien y hasta   —106→   muy bien117. Y no sólo como profesor, sino también como escritor, según testimonia, entre otras cosas, la entusiasta labor como traductora de su poesía realizada por Eleanor L. Turnbull. Tampoco parecen suficientes, como explicación del despego final, otros factores, sólo en apariencia más superficiales: sus quejas del «American way of living», en el que descubre prácticas y criterios poco humanos y hasta antihumanos; la mala comida; las deficiencias del sistema educativo; la medicina...

Sólo combinando todos esos factores con la doble -o más bien reiterada- crisis intelectual y moral que la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial le causaron118, podremos explicarnos, además del despego despectivo que vengo comentando, la honda crisis poética que sufrió entre 1938 y 1942. Ha quedado esto dramáticamente documentado en su correspondencia con Guillén. 5 de octubre de 1940: «De lo del mundo no quiero hablar. Porque cada día me siento más desesperado; y más firme, al mismo tiempo, en mi odio absoluto (...) al nazismo y al fascismo»119. 29 de octubre de 1940: «(...) Lo que ocurre en el mundo (...) me descentra, me tiene en un estado medio de excitación, medio de inercia. Trabajo poco ('trabajar', en estos contextos, significa 'escribir poesía o literatura'), no tengo ganas, me distraigo tontamente. Siento acercarse más y más esa terrible presencia incorpórea de la tragedia, y meterse en mí, y entre lo mío»120. 27 de febrero de 1941: «Todo esto de la guerra le hace a uno vacilar hasta los cimientos de las cosas mejor creídas (...). No trabajo. Todo esto que te digo, el pensar en la guerra y todo lo que revela, me pesa sobre la conciencia de tal modo que me inutiliza, casi (...)»121. 29 de octubre de 1941: «Se siente a veces la vergüenza de ser hombre, de seguir haciendo lo de todos los días, cuando están pasando cosas así»122. La entrada de Estados Unidos en el conflicto, pese a los aislacionistas que desprecia, le hace recuperar un poco de optimismo123, aunque no el suficiente como para sacarle de su crisis poética, agravada ahora por la falta de tiempo a causa de la enseñanza y otras actividades. 4 de enero de 1942: «Sigo sin hacer nada y pensando siempre en hacer (...). Si me lío con la historia [de la literatura del siglo XX] me quito tiempo y atención para lo otro, para «las coplas», como tú dices, en sentido amplio, drama, poesías, etc., que se pueden presentar cualquier día a la puerta. ¿Saldré algún día de   —107→   esta situación? (...) Pensar en todo eso me apena. Y apartar el pensamiento de ello, también. Como decían los periódicos, sección de charadas: la solución, mañana»124. 31 de enero de 1942: «He descubierto que se puede envidiar noblemente (...): porque te envidio, al acabar de leer y releer estos poemas [la nueva serie del tercer Cántico que Guillén le ha enviado] (...). Yo, vago de profesión, y con profesión retribuida. Yo, fallando a la escuela, haciendo novillos, años y años. Y remordido en la conciencia, porque al fin y al cabo me gusta la asignatura. Yo, soltemos la palabra exacta y fatal: des-aplicado»125.

Por fin, el 23 de mayo de 1942, le escribe a su amigo, con significativa autoironía, pero también con alivio evidente: «Me ha vuelto una fiebrecilla poética hace días, espero que pasajera, y desde luego nada alarmante (tres o cuatro poemas hasta ahora) (...). Llevo dos semanas sin clase (...). Salgo muy poco, leo y cometo las susodichas poesías (...). ¿Y la guerra? Fue el tema de la primera poesía de esta nueva tanda»126.

No se trata, en realidad, de la salida definitiva y total de la crisis poética, aunque sí de un primer conato, casi sólo síntoma («fiebrecilla»), de lo que se producirá un año después, apenas llegado a Puerto Rico. Pero dicho síntoma es altamente revelador: el primer poema aborda precisamente la guerra, el principal factor que ha hecho que en él vacilen «hasta los cimientos de las cosas mejor creídas». Si, como me parece, está aludiendo al poema «Cero» (todavía sin título, pero ya definido aquí como su «incidente mundial», y en cartas sucesivas, como «el poema largo» en el que está trabajando), bien podríamos decir que la poesía saliniana está partiendo nuevamente de «Cero», en una inversión casi copernicana del enfoque creador. El ágil y alegre juego intelectual, no siempre necesariamente deshumanizado e incluso humanista de sus primeras obras127, y la «verdad de dos» de sus libros amorosos, se está transformando -a través de la soledad personal y de angustias generales asumidas- en una poesía social-moral, de seriedad solemne, que expresa la verdad de muchos, la verdad de todos con una proyección histórica y profética globales. «Cero» es -va a ser- una meditación contemplativa imaginaria que, por su alcance temático -toda la humanidad con sus creaciones materiales-, anticipa y prepara la gran contemplación meditativa ante el mar de San Juan de Puerto Rico.

A la luz de esta crisis intelectual, moral y poética, y a la de su salida, se puede comprender mejor otro pasaje, en el mismo prefacio a Todo más claro, que ha llamado   —108→   mucho menos la atención que el ya comentado. Complementario de aquél, al que refuerza y amplía, es también confirmación del nuevo y fructífero enfoque poético. Lo cito con cierta extensión, dada su importancia: «No ignoro ni les huyo a esas espantables presencias familiares de nuestro tiempo (ciertos visionarios, que se veían venir las cosas, ya las dibujaron, en las criaturas del Bosco, las parábolas de Brueghel o los espantajos de Goya): la confusión hecha de encargo y servida a domicilio; los extraviados haciendo de directores; las monstruosidades materiales y mentales, convertidas en pan nuestro de cada día, sin que casi nadie las extrañe. Conozco la gran paradoja: que en los cubículos de los laboratorios, celebrados templos del progreso, se elabora del modo más racional la técnica del más definitivo regreso del ser humano: la vuelta del ser al no ser. Sobre mi alma llevo, de todo esto, la parte que me toca; como hombre que soy, como europeo que me siento, como americano de vivienda, como español que nací y me afirmo».

Estas últimas frases, como se ve, proclaman el humanismo con el eco de una de sus formulaciones más perennes (el «Homo sum...» terenciano), el europeísmo de sentimiento, y la condición de español por nacimiento y por voluntad; en medio se encuentra, como el «hospitalarias» en el otro pasaje, el dato objetivo y frío, aséptico, de su residencia, expresado como en una fórmula legal y burocrática: «americano de vivienda», simple residente en «América».

La frialdad, el distanciamiento de esta expresión, en 1949, se explican, además de por todo lo dicho, por otros dos factores, de los que ha quedado constancia abundante y muy explícita en la correspondencia que estoy utilizando. En primer lugar, la honda decepción sufrida ante la evolución de la política y la sociedad estadounidenses desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En los años del crecimiento de la histeria anticomunista, del mccarthyismo, del militarismo, del capitalismo salvaje de la «free enterprise», Salinas, que en la España de los años 30 se manifestaba anticomunista, tiene la lúcida coherencia de definirse como «extracomunista»128. Y su resistencia a dejarse arrastrar por la marea de conformismo se ve reforzada -segundo factor- por la política estadounidense e inglesa hacia Franco, a la que califica de «infamia» y «crimen», de «traición a los principios que proclaman de boquilla», «de vergonzosa complicidad», de «hipocresía» y «perfidia»129. Hay que tener en cuenta que Salinas, como muchos de los españoles que vivíamos bajo la dictadura, había concebido grandes esperanzas de que, vencidos Hitler y Mussolini, Franco fuera forzado de alguna manera a abandonar el poder. Resulta patético leer, en varias cartas fechadas en 1945, el vaivén de la esperanza y la desesperanza respecto a la posibilidad de regresar a España, y la indignación ante el   —109→   «nauseabundo» comportamiento de las «democracias anglosajonas», por las que se siente estafado130. Aunque teme que «los de Washington y Londres» «le taparán la boca», Francia, «su» Francia, «es la única esperanza. Porque la otra, la de Moscú, es la de la desesperación. ¡Ya le andamos cerca!»131.

Creo que estas mínimas muestras y resúmenes epistolares son suficientes para comprender por qué, cuatro años más tarde, el poeta Pedro Salinas, prologando su libro Todo más claro, se declara simplemente «americano de vivienda». No hay que olvidar, a mayor abundancia, que lo escribía después de haber vivido por tres años en Puerto Rico, donde había logrado vencer, desde el primer momento, no sólo su crisis poética, sino también los efectos más nocivos de su crisis intelectual y moral. Según su propia idea de que el desterrado en país de otra lengua es dos veces desterrado, Puerto Rico -donde comía, además, casi a la española- había reducido su destierro a la mitad por lo menos. Y el mar de San Juan que tanto contemplaba era también, en buena parte, en sus reverberaciones poéticas, el mar de su lengua y su tradición hispánicas.

La más larga «variación» de El contemplado, la XII, que lleva el lema de Civitas Dei, es además la única que tiene tres partes. La primera es la contemplación del paisaje marino metamorfoseado en «hermosa... ciudad», en «capital de los ocios», cuya riqueza es la luz («la sin moneda»), y en la cual se hacen «canjes» de «ola y nube», de «horizonte y orilla», y las «bellezas» se «cambian», ajenas a «la mercadería». No mancha a esta ciudad «la codicia», nave a la que hace navegar el contrato, «'nunca el aire / en las velas henchidas // hacia la gran ciudad de los negocios, / la ciudad enemiga». Esta eficaz poetización a base de términos económicos y mercantiles, presenta al mar, a la naturaleza, como la antítesis de Nueva York, la «ciudad enemiga», la «capital de los negocios», que constituye el motivo desarrollado en la segunda parte de la variación. En la cual tenemos algo en cierto modo equivalente al lorquiano Poeta en Nueva York, pero concentrado y controlado por una visión sintética de gran fuerza poética, y que viene a ser como la palinodia del vanguardismo alegre y confiado de los primeros libros. El poeta maduro, dueño de sus recursos, fiando ahora, no en el inseguro azar, sino en su contemplación interior de los errores y horrores humanos, e interiorizando la contemplación exterior del maravilloso mar, escribe con la difícil sencillez de la mejor poesía. Extraordinaria contemplación: la vaciedad, la ceguera, el interés, lo mecánico y la prisa inútiles de los rascacielos de la modernidad; la facilidad y claridad engañosas, el número deshumanizado, el tiempo sometido al dinero; lo mercantil agotando la naturaleza y la   —110→   vida; los pájaros, las palabras y los nombres, vencidos por las cantidades, por las cifras, por lo exacto; el futuro, aritmético; el azar y sus misterios, aclarados por estadísticas... Hay, dantescamente, «eléctricas bandadas agoreras», y una enamorada -no «amada eléctrica» ni «artificial princesa»132- que expira «hundiéndose el teléfono en el pecho». El cine ya no es la maravilla genesíaca, sino el instrumento cómplice del conformismo de las gentes, cuyo sueño «es la película; // vivir en un edén de cartón piedra, / ser criaturas lisas». Y la terrible y profética visión termina con ambulancias que llevan «heridos / de muerte sin heridas», mientras «en Wall Street banqueros puritanos» firman contratos para comprar hasta los reflejos del cielo en la tierra, en el mar.

La tercera parte de esta importante variación ofrece una síntesis salvadora, centrada inicialmente en el cinematógrafo. Hay, sí, una posibilidad, una forma, de entender y usar este invento, mito de vanguardias y modernizadores a ultranza y futurismo: es la de Charlie Chaplin -muy probablemente en Tiempos modernos-, y consiste, por tanto, en mirar y ser mirados «con ojos que no se alquilan». En mirar y ver con ternura, con sentimiento, para lograr escapar, junto con las numerosas «almas fugitivas» y «los que nada fabrican», «de Henry Ford, de Taylor, de la técnica», es decir, del «Homo Faber» enloquecidamente desenfrenado. Y, sin oír los «anuncios de la radio» (hoy diríamos de la televisión o, quizá, del «Internet», que en homenaje a Salinas me gustaría rebautizar traduciéndolo al catalán: «Infernet»), podremos «atender» «la doctrina» del mar, «ola a ola, espuma tras espuma», y no olvidar «ya nunca» toda la luz que se nos entra por los ojos.

Hubo en el propio Salinas -para usar el lema de la última variación- una «Salvación por la luz»: partiendo de «Cero» y otros poemas de Todo más claro, como «Nocturno de los avisos», su renovada claridad le llevó hasta la transcendencia humana -sincrónica y diacrónica- de El contemplado. El gran escritor, el humanista perspicaz y resistente que fue Pedro Salinas, superó así, si no vitalmente, al menos poéticamente, el drama de tener que seguir siendo «americano de vivienda» sin poder dejar de sentirse europeo ni de ser español, abrazado al idioma en que escribía en defensa propia. Fue -como se definía Santayana, según le cuenta Guillén con emoción en su última carta- «un español (...) que ha vivido en el extranjero»133.



  —[111]→  

ArribaAbajoDesde el destierro. El saber del regreso

José Ricardo Morales. Universidad de Chile


Cabe afirmar que los personajes de la antigua tragedia griega fueron realmente aparecidos o fantasmas, revenants que regresaban de la muerte para rehacer, ante la expectación de un público, el proceso que les condujo a su violenta desaparición. De tal manera, la tragedia forma parte de una modalidad reflexiva del pensamiento que puede denominarse «el saber del regreso», consistente en seguir un camino contrario al de los procesos reales, yendo a redropelo de ellos, para conocer el origen de cuanto acontece, ocurre o corre.

Si desde hace un par de siglos cobró aliento la idea de progreso, la del regreso que aquí expongo no es, en manera alguna, «reaccionaria», tal como suele decirse, sino reactiva y aun reactivadora, puesto que origina una nueva actividad en cuanto permanecía oculto, solapado y de riguroso incógnito en todos los desarrollos progredientes concebibles. Dicha capacidad activadora se define por entero con el término latino citare, manifestándose en sus derivados y compuestos castellanos como citar o recitar un texto -según aquí efectuamos-, además de incitar, excitar o suscitar, y, sobre todo, resucitar (de re-sus-citare), como hace la tragedia respecto a los personajes, devolviéndole al difunto la plenitud de la vida.

El pensamiento del regreso, que ahora trato, significa por lo tanto que el saber no adopta una sola dirección en sus procesos, como sucede cuando decimos qué sentido tiene aquello que indagamos, dado que el conocimiento requiere forzosamente cierto contra-sentido que lo objete, para poner así a prueba cuanto considerábamos válido e incluso definitivo. Por ello, la condición pensante del drama descansa sobre el diálogo, que tiene entre sus finalidades la de objetar o poner en duda el logos de cada personaje mediante una contro-versia. De ese modo, puede llegar a revertirse su sentido, contradiciéndolo y dándole toda la diversidad posible.

En clara correspondencia con el pensamiento controversial, la capacidad de aquel que consideramos el versado en cierto asunto se produce porque le dio muchas vueltas al problema, asediándolo desde ángulos diferentes. Este pensamiento   —112→   en giro y reversión figura en las más diversas disciplinas, cuando intentan conocer los posibles puntos de partida de los fenómenos, los procesos o las situaciones que tratan. En tal caso, la historia significa un conocimiento del tiempo en retrovisión, con la que logra entender e interpretar el sentido de los acontecimientos a partir de sus orígenes. Así que la dirección de su temporalidad es ambigua, pues con todas las diferencias -que no parecen pocas- hace como aquellos peces que nadan contra la corriente para remontar el curso fluvial en donde se halla el lugar de partida en que nacieron.

Por ello, en distintas ocasiones aparté la idea del tiempo histórico de las configuraciones habituales que le atribuyen -la lineal, la circular y la ondulada o sinuosa-, proponiéndolo, más bien, como un tiempo en giro, «estrófico», según «el retorno» efectuado por la historia al volver sobre los acontecimientos, apreciándolos como una totalidad de índole teórica.

Sin embargo, la vuelta sobre el pasado mediante determinado pensamiento retroactivo suele tener por objeto el hacérnoslo presente. En tal caso, pensar es una forma de presentar, pues hemos de «tener presente» cómo apareció aquello que sea para hacérselo presente a los demás, re-presentándolo. Así se explica también que el tiempo trágico, por cuanto adopta la forma de un regreso, lleve consigo siempre determinada representación.

Puesto que en este Congreso intentamos apreciar la condición del desterrado y sus implicaciones en la literatura, me permitiré exponerla escuetamente en función del personaje trágico aquí aludido -pues de tragedias tratamos-, considerándolo según el pensamiento del regreso que acabo de formular. Al fin y al cabo, quien les habla en este instante es también un revenant o aparecido, ya que llega del más lejano horizonte del planeta: el finisterre de Chile, abierto hacia el gran océano.

El origen del acontecimiento trágico en el drama antiguo se encuentra en que determinado personaje transgredió los principios fijados por los mitos, a los que se atiene la comunidad, significándose además en la obra las pavorosas consecuencias ocasionadas por haber rebasado los límites establecidos en las creencias vigentes. Debido a ello, la infracción o fractura de lo sagrado que la tragedia denuncia, requiere la clara identificación de aquel que rompió la integridad del grupo humano, al haber vulnerado sus normas.

Aunque, a diferencia de cuanto representó el antiguo arte trágico, en la magna tragedia experimentada por España durante los años treinta, quienes efectuaron la más violenta transgresión concebible, sublevándose en armas contra el gobierno legítimo -con el quebranto consiguiente del régimen legal, republicano-, obtuvieron como graciosa recompensa la facultad de tener a su merced al país entero. Tal como correspondía, el predominio absoluto sobre las personas e instituciones, a que aspiraban los sistemas llamados totalitarios, se logró en nuestro país con recurso a   —113→   la totalidad más absoluta que conocen los humanos -la de la muerte-, recurriendo para ello, como no podía ser menos, a un holocausto, que en su significado recto denota el exterminio total.

Así que nadie podrá extrañarse de que el monumento mayor imaginado por los vencedores del conflicto estuviese dedicado a la muerte, alzándolo tras la aniquilación brutal de todas las voluntades, vidas o razones que se les opusieron. De manera que si aún aluden algunos a las penas de este mundo, calificándolo con la consabida fórmula de ser «un valle de lágrimas», la España de aquellos días se convirtió por entero en el más descomunal y desolado «valle de los caídos» que cabía concebir.

La postración y aun la caída experimentadas por los españoles libres en dichos tiempos atroces -es decir, de «oscuridad» o de luto, como señala el vocablo-, aunque en cada caso fuesen de índole muy diversa, adoptaron tres modalidades destacables, según he sostenido en otras ocasiones. La primera y la más grave correspondió a quienes concluyeron enterrados, debido a sus rigurosas discrepancias frente al régimen franquista. Sin embargo, ni aun logrando exterminarlos pudo éste hacerlos suyos, dado que la idea de mártir lleva consigo, desde su origen, el significado de «testigo», convirtiéndose, con el cruel testimonio de sus vidas cercenadas, en la más irrefutable acusación contra el gobierno de entonces. Por ello, los excepcionales testigos de cargo que fueron Federico García Lorca, con Unamuno y Miguel Hernández, entre otros, representaron al mundo, como aparecidos o fantasmas trágicos, que la mayor autoridad reconocible ha de fundarse sobre la autoría, y no en el poder que dimana de quienes lo usurparon con violencia.

Por otra parte, muchos de los que permanecieron en el país, sometidos al silencio sepulcral predominante, demostraron, taciturnos y aterrados, que no siempre el que calla, otorga. La conocida frase del funcionario regio que en el siglo XVIII declaró: «Lejos de nosotros la funesta manía de pensar», se hizo carne y aun programa durante la dictadura franquista, no sólo por aquel «¡Viva la muerte!» y el consiguiente «¡Muera la inteligencia!» con que agredió un general al más particular de los particulares, don Miguel de Unamuno, sino porque, al quedar los españoles sin voz ni voto discrepantes, permanecieron sometidos a un sistema tan uniforme como uniformado -castrense al fin-, sujetos a la incondicionalidad que el régimen les exigía, con la que se negaba decididamente la posibilidad de pensar. Afirmo esto porque, frente a cualquier tipo de incondicionalidad, sea de la índole que fuere, el pensamiento riguroso exige poner condiciones propias, para que surja en el mundo algo distinto -por claro y diferenciado-, que lo lleve a otras ultranzas, apartándolo de lo ya conocido y consabido.

En ese caso, la rigurosa obligación del pensamiento consiste en «pensar de otra manera», para proponer con fundamento aquello que no hay, de modo que el resto   —114→   de la actividad pensante sea de segunda mano, pues consiste en informarse o en glosar cuanto se hizo anteriormente. A fin de cuentas, sin las transformaciones que el pensamiento propone no habría historia, pues, contra lo que se cree, ésta no tiene por objeto sólo el pasado ya ido, sino que le corresponde tratar al hombre en presente -en un presente que fue-, con toda la problematicidad que implica un ser que cambia siempre, cambiándose a sí mismo y a su mundo en el vaivén que le lleva del hacer al hacerse.

Como quiera que sea, este pensamiento abierto y libre es la razón de por qué aquel régimen crustáceo y paralítico, al que le interesaba más la eternidad que el futuro, arrojó hacia la nada o al destierro a quienes -entre otros y muy diversos quehaceres- adoptaron como norma de vida el oficio de pensar. Y esto sin menoscabo ni omisión de las demás actividades productivas, que sufrieron también la misma suerte. Porque si habitualmente se habla de malversación de caudales públicos, la más caudalosa malversación de cabezas, obras y labores que haya efectuado España, desde las expulsiones de los judíos y los moriscos, se perpetró y llevó a cabo en este siglo, testimoniándose con ello, una vez más, que nuestro país carece del don de hacer suyo aquello que es más suyo: la obra de sus hijos.

Así que junto a las dos categorías de españoles que acabo de situar frente a la dictadura -las de los enterrados y los aterrados-, cabe considerar una tercera, la de los desterrados, con la que se confirma la importancia que la tierra y su pérdida significó siempre para nosotros. Como resulta pertinente, sobre el último de estos grupos deberemos centrar nuestra atención.

Según acabo de exponer, el tiempo que denomino «estrófico» es el propio de la historia, ya que ésta se remonta al origen de determinados hechos, para retrotraernos después hasta sus consecuencias. A este respecto conviene recordar que con el acontecimiento llamado «catastrófico» culmina la tragedia. La noción de «catástrofe» indica la destrucción de una entidad o de un ser, concluyéndose así «el giro» -stréphein- de los acontecimientos. Después de ello, una vez consumada la catástrofe, el coro trágico paraliza su vaivén circular, su movimiento «estrófico», alternado -de derecha a izquierda, y viceversa-, con el que representa visualmente sus opciones contrapuestas, así como su participación reflexiva sobre los hechos expuestos, para concluir la obra en silencio, con el éxodo en que emprende la salida hacia el exterior del recinto. Su intervención confirma que el drama no sólo consiste en la acción -tal como suele creerse-, sino que implica determinada actuación, con la que hace patente y actualiza ante el espectador cuanto permanecía latente en el proceso, llevando al público a la reflexión.

De análoga manera, en la magna tragedia sufrida por España entre los años 36 y 39, tras la catástrofe se produjo el éxodo, un «camino hacia afuera» que emprendió en silencio la más desgarradora muchedumbre, ya sin destino alguno, compuesta   —115→   por quienes León Felipe denominó el Español del éxodo y del llanto. Porque una vez concluido el tiempo del delirio bélico predominaron los eternos delirantes -movidos, entre otras quimeras, por sus rancios sueños imperiales-, que arrojaron de España, según su inveterada tradición, a quienes no los compartieron. Conviene recordar, a este propósito, que delirar es apartarse del surco -lira, en latín-, el trazo del arado que acoge a la semilla sembrada en su interior. De ahí que, al cruzar las fronteras y salir hacia ninguna parte, el éxodo de aquella muchedumbre se convirtió, literalmente, en una gran diáspora. Recurro al término no sólo por el significado de dispersión que comporta, sino por las nociones de diseminación o siembra que le pertenecen. Pues no otra cosa que una gran siembra de trabajos y de obras efectuaron los desterrados españoles en los países afines y fraternos que les brindaron su cordial acogida, rescatándolos de la nada.

Con varios siglos de anticipación, Lope de Vega -aunque movido por razones muy distintas- significó esta coyuntura con unos versos, si no en exceso afortunados, al menos suficientemente explícitos:


¡Ay destierros injustos,
que en la mañana hermosa de mis años
anochecéis mis gustos!
Mas puede ser que viva en los extraños,
que lo que desestima
la tierra propia, la extranjera estima.



Conviene detenerse sobre este proceso que conduce del destierro inmediato a la incorporación del desterrado a otras tierras, para cerrar la secuencia en reversión, con el posible regreso de éste al país de origen. De tal manera, la marcha de los acontecimientos concuerda plenamente con la del pensamiento regresivo aquí propuesto.

Destierro y nada son dos palabras netamente españolas. Refiriéndose a la nada, sostenía Hemingway, en uno de sus escritos marginales, que no conocía una negación tan extremada en otro idioma. Y lo es, desde luego, porque la efectuada en diferentes lenguas suele oponerse a «las cosas» -según sucede en el inglés no-thing, en el alemán nicht (de ni-wicht, «ninguna cosa»), en el francés rien (del latín res, «cosa») y en el catalán res-, mientras que «nada», en castellano, significa la oposición más absoluta a cuanto nace, para convertir toda entidad nacida o nata en «nada», oponiéndose así a cuanto pertenece a la vida. No puede extrañar, entonces, que quienes practicaron el culto a la muerte arrojaran a la muerte sin límites del destierro a quienes quisieron hacer suyos todo el verdor y la diversidad de la vida.

Por su parte, «destierro» es también una noción propia del idioma español, en la que se aprecia, como en la anterior, el idios o particularidad de éste, vinculándose   —116→   ambas entre sí en la situación tratada. Según se sabe, el término «desterrar» es tan inherente a nuestra lengua que apareció en ella desde sus albores, pues entendiéndolo como «impedir» o «prohibir» figura ya en Berceo, sustantivándose después en la palabra «destierro», como lo testimonia Nebrija. En otros idiomas, el término usual que más afinidad tiene con él es el francés deraciné, «desarraigado» -presente como verbo en nuestra lengua desde comienzos del siglo XV-, porque ambos vocablos comparten la idea de «privación», refiriéndola ya sea a la tierra o a la raíz que en ella se hinca, denotándose en ellos, a la par, la pérdida forzosa de nuestra radicalidad o arraigo. Sin tierra no existe arraigo, y sin raíces no hay verdor ni ramas, como suele sentir el desterrado. Así lo indica nuestro idioma, en el que raíces y ramas derivan de la misma raíz.

Los desterrados republicanos experimentaron la pérdida de su tierra como un expolio, un despojo inmerecido, y, puesto que semejante privación se efectuó con la más extremada violencia, acabaron sometidos a las más pavorosas e inconcebibles privaciones. De ahí que el desterrado sea «un infirme», alguien que perdió su firmeza o arraigo, un enfermo que percibe a forzosa distancia cuanto le constituye y siente más suyo: su fundamento y consistencia originales. Ese desgarramiento hace que el desterrado viva en dos planos a la par, y ambos contradictorios: el de la cercanía de un entorno que al principio se le hace por completo ajeno, enajenándolo, y el de la inmediatez de su añoranza, que le remite a lo lejano y ausente, de donde procede y es. Con el tiempo, la situación enunciada puede cambiar de signo, hasta el punto de convertir al desterrado en alguien que tiene dos tierras... para no tener ninguna.

Que el hombre sea un desterrado lo manifiestan todos los mitos de origen alusivos a un paraíso perdido. Aunque si en el origen se encuentra un paraíso, éste tal vez lo sea por haberlo perdido. De hecho, semejantes mitos indican que el hombre, al carecer de un medio original, tiene que hacérselo todo, haciéndose así un mundo, en el que figuran primordialmente sus ideas. Tanto es así que sólo logra recobrarse de su situación de «infirme» o enfermo cuando logra expresarlas libremente, asentándose sobre ellas al convertirlas en su imprescindible tierra firme. Cuando esto no sucede, el hecho de no poder hablar sin trabas puede llegar a convertirse en la mayor pena del destierro, como sostiene Polínices -injustamente proscrito de la ciudad de Tebas- en Las fenicias de Eurípides.

Esta experiencia del despojo y las modalidades de la privación que supone implican consecuencias muy distintas según sea la altura de la vida en que se sufren o el género de actividad correspondiente al desterrado, pues no merece duda que a un físico o a un matemático la pérdida del habla vernácula les afectará bastante menos que a quienes hacen con ella su obra. Aunque no es cosa de adentrarnos ahora en una casuística puntualizadora de las diversas situaciones posibles, ya que   —117→   por su naturaleza rebasaría con creces una exposición como ésta. El hecho puro y nudo consiste en que el destierro se inicia con un extrañamiento, en ocasiones a perpetuidad, tal como los eternizadores de entonces condenaron a la muy grande Margarita Xirgu, yacente para siempre ahí en las cercanías, en la ladera soleada de Molins de Rei.

Si desde antiguo se estimó la capacidad de extrañarse como un modo de llegar al conocimiento, no cabe duda de que el extrañamiento forzoso a que se vio sometido el desterrado le llevó a no encontrarse o también, si se prefiere, le hizo encontrarse... perdido, tal como en Chile se dice. Porque el considerable desconcierto sufrido se debió a que el destierro no le privó de la vida, sino de la convivencia, ese trato habitual con los demás que nos permite dar por sabidos determinados asuntos, sin recurrir a explicación alguna.

De ahí que aunque el destierro signifique la expulsión violenta de la tierra, así como el exilio denota el hecho de «salir o ir hacia afuera», ambas nociones afines implican, en su más grave consecuencia, el hecho de que quien las padece no sólo permanece fuera de su país, sino que, además de ello, puede llegar a sentirse «fuera de sí», en el mayor de los desconciertos. A este propósito, recordemos que el Infante don Juan Manuel refiere en uno de sus textos que estando «una vegada en Valencia con el rey Don Jayme», su suegro, éste le dijo que «una de las peores cosas que el omne podía aver en sí, era non se sentir». El «no sentirse», e inclusive el no poder decir qué sentimos al no sentirnos -tal como expuse anteriormente respecto a la tragedia-, son los gajes más dolorosos del destierro. De manera que la urgencia mayor del desterrado al llegar al país que le recibe abiertamente consiste en estabilizarse y en centrarse, a partir de cuanto domina o conoce. Pero, por otra parte, en función de su saber y aun de su obra intentará pertenecer por entero al grupo humano que le brindó su cordial acogida.

Este proceso inclusivo en una comunidad ajena a la del origen suele tener dos fases principales, correspondientes a las nociones de «incorporarse» y «fundar». La primera forma parte del restablecimiento que requiere el infirme o enfermo, pues, cuando éste se incorpora de la caída y postración que sufrió en el destierro, es dable suponer que logró recobrarse de sus males. Aunque la incorporación aludida puede significar también el deseo de integrarse en «el cuerpo» social que le acoge, haciéndose así uno con los demás.

Sin embargo, éste es sólo un aspecto del problema, ya que la situación expuesta no puede reducirse únicamente a la recuperación personal del desterrado, merced al ejercicio de la actividad que domina. Porque la otra vertiente del asunto se encuentra en que el exiliado suele tener muy claro cuánto le debe al país que lo recibe: en primer término su propia vida. Pues, ¿qué mayor deuda puede haber en la vida, sino la de la vida misma? ¿Acaso las líneas que ahora leo se encontrarían   —118→   escritas a no ser por la considerable generosidad de un país -Chile en mi caso- que me permitió vivir y hacer, para lograr ser el que soy? ¿Es que ese rescate de la nada en que estábamos no merece la mayor gratitud de nuestra parte? Por ello, la primera responsabilidad que atañe al desterrado consiste en ponderar -que es pesar- cuánto debe a la comunidad que le amparó, para brindarle su desprendida retribución, siempre muy parva ante el don recibido. De ahí que, a diferencia de aquellos emigrantes que ante todo trataron de «hacerse la América», algunos refugiados españoles, en la medida de nuestras posibilidades, sólo intentamos contribuir a que América se hiciese.

Si en nuestra lengua el querer supone inquirir y el servir se encuentra vinculado semánticamente con la idea de observar, se hacía necesario conocer a fondo el nuevo país en que, literalmente, «nos encontrábamos», para servirle cabalmente. Esa necesidad de profundizar en él -correspondiente además a nuestro menester de arraigo- se tradujo en una considerable actividad fundadora, efectuada en campos muy diversos, ya que fundar supone siempre profundizar. Porque si habíamos perdido la patria o lugar de los padres, al dar origen en el país adoptivo a diferentes actividades o conocimientos, de los que carecía, pudimos hacer de él nuestra nación, no por haber nacido en su territorio, sino por haber hecho nacer en éste cuanto pudimos y le debíamos. Así que para muchos de nosotros vida y obra se convirtieron en una gran dedicatoria, merecida con creces por la tierra adoptiva, que vino a ser al fin nuestra tierra adoptada.

La acción fundadora de los republicanos españoles en Chile fue muy extensa y varia, puesto que comprendió laboratorios, fábricas de diferente índole, compañías pesqueras, cultivos, puertos y otras empresas difíciles de enumerar. En cuanto corresponde a las actividades culturales y literarias, nuestras aportaciones al país, además de las efectuadas individualmente, que fueron cuantiosas, se centraron sobre todo en dos importantes iniciativas, auténticas transfusiones que manifestaron claramente nuestra efusión o deseo de fundirnos con quienes nos acogían: me refiero a la Editorial Cruz del Sur y al Teatro Experimental de la Universidad de Chile, hoy Teatro Nacional Chileno. Y si ningún ejemplo es ejemplar, pues pertenece a un orden distinto del de la teoría que intenta corroborar, recurro al ejemplo de Chile por ser menos conocido que los de otros países, y porque en ambas empresas -la Editorial y el Teatro- tuve ocasión de intervenir. De manera que aquello que para casi todos ya es historia formó parte de mi vida y mi experiencia, ese conocimiento inmediato consistente en saber qué nos pasa o por cuánto hemos pasado.

La Editorial Cruz del Sur, creada por aquel gran imaginativo que fue Arturo Soria y Espinosa, representó plenamente algunas de las características que atribuyo a la obra de los desterrados. Mauricio Amster, diseñador de sus libros, renovó y dignificó el arte tipográfico en Chile, mediante las más pulcras ediciones habidas en el   —119→   país. José Ferrater Mora tuvo a su cargo las colecciones filosóficas, titulándolas significativamente Tierra firme y Razón de vida, cuyas denominaciones delataban, respectivamente, tanto las necesidades de arraigo y estabilidad, de las que acabo de hacer caudal, como el deseo de llegar «a una vida razonable», con la que significó los propósitos de libertad y tolerancia que nos animaban. En cuanto se refiere al regreso a nuestro origen, lo efectué en las dos colecciones que me correspondió dirigir: La fuente escondida, con la que intenté rescatar del olvido a excelentes poetas de los siglos XV al XVII, y Divinas palabras, dedicada a distintos aspectos de la mística española, los heterodoxos incluidos.

Por otra parte, Manuel Rojas y González Vera dirigieron las colecciones de autores chilenos, a las que se sumó la publicación completa de las obras escritas hasta entonces por Neruda. Estos nombres, con los de Vicente Huidobro, Pedro Salinas, Jorge Guillén y Américo Castro, entre otros, significaron el hermanamiento de los autores chilenos y españoles que intentó la editorial, en clara demostración de que la auténtica política cultural de España en América la efectuamos los desterrados. De semejante manera, la fundación del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, en el que me correspondió dirigir la primera obra estrenada -Ligazón, de Valle-Inclán-, dio prueba de la fraterna labor efectuada por sus integrantes de ambos países, ya que un director chileno, Pedro de la Barra, tuvo a su cargo la segunda obra representada -La guarda cuidadosa, de Cervantes-, y ambas piezas procedían del repertorio de El Búho, el teatro de la Universidad de Valencia, en el que participé. Aquí, como en otros casos, no cabe hablar de influencias de un teatro sobre otro, sino que más bien se trata de la normal confluencia de dos corrientes teatrales que iban en la misma dirección, independientemente del grado de desarrollo que tuvieran.

No obstante, pese al ejemplo de Chile y al carácter fundador que adquiere la obra del desterrado, la incorporación de éste al país que le recibe difícilmente será definitiva. Pues si realmente cuanto hacemos nos hace -hago zapatos y me hago zapatero-, el haber hecho nuestras obras en Chile o en México tampoco terminó haciéndonos chilenos o mexicanos. Tanto es así que Mauricio Amster me decía con frecuencia e ironía: «Estamos chilenos...». Y era cierto en la medida en que las diferencias de origen, de usos y convenciones, respecto de los habitantes del país, como no podía ser menos, subsistieron, pese a la considerable cordialidad mutua que hubiera y aun cuando el tiempo las atenuara. Sea como fuere, el estar del desterrado es, siempre, un «estar de paso», con el que incluso se niega la estabilidad correspondiente a la noción de «estar», convirtiéndose por ello en un transeúnte forzoso. De este modo, a diferencia del libro del maestro Alejo Venegas, Agonía del tránsito de la muerte, su agonía consiste en aceptar la vida con toda la provisionalidad que ocasiona la incertidumbre de un tránsito sin término definido.

  —120→  

En ciertos casos, la distancia mantenida ante los naturales del país anfitrión se debió a la inadaptabilidad del desterrado, al que solía obsesionarle siempre su regreso al paraíso perdido. Inclusive, como algunos de los refugiados españoles se atribuían determinada importancia por la mucha que tuvieron los acontecimientos en que participaron, nada tiene de extraño que pasaran el tiempo recordándolos, porque lo decisivo y relevante de su propia existencia no se encontraba en donde vivían, sino en donde habían vivido, desviviéndose por evocarlos. De ahí las interminables tertulias mantenidas entre ellos, dedicadas a su participación en tal o cual batalla o a su permanencia en determinado campo de concentración. Esos recuerdos -y únicamente ésos- semejaban mantenerlos vivos, al conservar en su memoria la brasa luminosa del pasado, convirtiéndolos en personajes trágicos, pues, semejantes a los del drama antiguo, le daban cierto sentido retroactivo a su propio vivir, representándose de continuo la injusticia sufrida y las acciones emprendidas por ellos para contrarrestarla.

Puesto que aquí propongo al desterrado según las condiciones propias del personaje trágico, el tipo de tragedia correspondiente a esa modalidad del que permanece fijo en sus recuerdos se encuentra en la que Aristóteles denominó la «tragedia patética», ya que, si bien se ignora qué condición tiene, a mi modo de ver es aquella en la que el personaje no puede romper las trabas que le sujetan, quedándose violentamente pasivo. De análoga manera, el desterrado concluye por agravar lo patético de su situación al mantenerse en la pasividad mental más absoluta, si se remite con obsesión a los acontecimientos del pasado que ocasionaron su situación presente.

Pero el otro sentido retroactivo del pensamiento del desterrado -el más constante y decisivo- pertenece a su anhelo de vuelta personal al país perdido, basándose así toda la proyección de su existencia sobre una continua regresión. En ese caso, su vivir adquiere la provisionalidad y la suspensión correspondientes al adverbio «mientras», convirtiéndolo entonces en un paréntesis o hiato, en una interrupción situada entre dos tiempos «reales» -el del origen y el del regreso-, «mientras» que el resto parece ser tiempo perdido. Por ello, mientras dure ese tiempo en suspensión, el desterrado lleva una vida vicaria, como sostuvo José Medina Echavarría, pues hace las veces del que es, en vez de ser aquel que quiere ser, sintiéndose vivir en un continuo interinato. Dado que a los más próximos, los habitantes del país en que perdura, no los siente sus prójimos, y puesto que la inmediatez de su sentir se encuentra en el país remoto, lleva al extremo la condición esquizoide del hombre, pues aparece como un ser dividido, que oscila entre el lugar en donde sobrevive y la lejanía del país al que desea regresar.

La vida en función de lo que no se tiene provoca la añoranza, en su significado literal de «ignorancia». De ahí que el desterrado siempre aspire a saber qué sucede   —121→   en su tierra, a la espera de que se produzca la ocasión favorable que le permita regresar a ella. La vuelta es su obsesión. Ya lo anunció Max Aub en el conjunto dramático titulado Las vueltas. Aunque en una de sus últimas obras, La gallina ciega, formula claramente cómo el desfase producido entre la idea que el desterrado mantiene de su país perdido y la situación real en que lo encuentra a su regreso le ocasionan nuevas perplejidades. Puesto que no coincide su idea con la realidad, vuelve a encontrarse extraño en aquello que consideró «lo suyo». A tal punto es así que es muy difícil concebir alguna situación más desalentadora, pues le convierte en una especie de extranjero en su patria, dicho sea en palabras próximas a las de Lope.

De modo que la vuelta al ruedo ibérico, salvo contadas excepciones, no supone ningún paseo triunfal, ni menos el apoteosis mentado en la jerga taurina. Nada de eso. La nada, en su forma de nadie, la nada «en persona» le espera al desterrado cuando su ausencia se prolongó en exceso. Ya no le queda nadie de los suyos. En la antigua tragedia, Eurípides previene contra todos los falsos anhelos, al advertir que «el huésped no le pone buena cara más de un día a su amigo desterrado». Hay sobradas razones. Una de ellas se debe a que si el desterrado vive «de memoria», vive también con ella y en ella. Frecuentemente recuerda demasiado, convirtiéndose en un aparecido peligroso, pues aquel que creíamos perdido para siempre, abandonado allá en la lejanía, guarda consigo testimonios fehacientes, ya olvidados, que puede revelar sin trabas. Al fin y al cabo, si se ganó difícilmente su libertad, ¿por qué no va a ejercerla? En una tierra como la de España, que merece con creces el título de un libro de Cernuda, Donde habite el olvido, mantener vivos ciertos recuerdos resulta prohibitivo: conviene enterrarlos. Tal vez por ello, las honras que aquí se prodigan son las fúnebres.

Pero, por otra parte, la llegada de alguien que viene de la nada con sus obras a cuestas suele ser un estorbo. Por algo no figura en los programas ni lo conoce nadie. Si es un poeta: «¿para qué los poetas en tiempos de penuria?». Si es un dramaturgo: «pero si ya no existen los dramaturgos»... Hay que dejarlo donde le corresponde: «a la sombra del silencio», como escribió Cervantes. Aun cuando el desterrado nunca pide nada, pues entiende su vida como un préstamo graciosamente concedido, el huésped que le acoge, semejante al citado por Eurípides, recurre con frecuencia a un verso de Manrique: «no hay lugar».

Sin duda que tales situaciones obstantes y aun adversas contribuyen a darle un sesgo diferente al saber del regreso aquí tratado, ya que de ser un pensamiento en reversión, con su proyecto de retorno adjunto, se convirtió después en un conocimiento próximo al orteguiano «saber a qué atenerse». No hay que hacerse ilusiones, nos advierte; o si prefieren, no le pidamos peras al olmo. Como quiera que sea, ese rasgo final del saber del regreso se basa, paradójicamente, sobre la imposibilidad de regresar.

  —122→  

Si me permiten la ironía, hace tiempo sostuve que la obra mayor dedicada a las dificultades del regreso, La odisea, no tuvo como autor a Homero, sino al propio Odiseo, pues escribió el poema para justificar su tardanza en regresar a casa... Fueron sólo diez años, pero bastaron para convertirlo en un desconocido ante los suyos y ante «los pretendientes» que invadían su hogar, presentándose en éste como un perfecto extraño. De análoga manera y con mayor razón, los más de cincuenta años que llevamos fuera de nuestra tierra nos hacen aparecer en ella desde «el más allá», tanto en el tiempo como en el espacio, trayendo con nosotros toda la lejanía de lo desconocido.

Esa extrañeza que viene con el desterrado, lejano y desprendido del mundo inmediato, da fe de la semejanza que guarda con el escritor, dado que éste tiene el oficio de extrañarse en perpetuidad de cuanto le sucede y sucede en su contorno, convirtiéndose así en alguien cuerdamente enajenado. Además, el desterrado y el escritor coinciden entre sí al proceder a la manera del personaje trágico que habla o piensa «en aparte», pues aparecen sobre la escena en que actúan como presentes y ausentes a la par.

Dichos rasgos comunes, que existen entre ambos, permiten unificarlos, considerándolos como «el escritor desterrado», según haremos aquí. Sin embargo, los rasgos y condiciones que acabo de esbozar nos hacen comprender las dificultades que encontraron los escritores exiliados para incorporarse plenamente al país. Aunque también explican los inconvenientes habidos en éste para recuperarlos. De todos modos, hemos de convenir en que la hora de España sonó atrasada respecto a la asimilación de los autores en el destierro, no sólo porque los años transcurridos son bastantes, dejándolos como una especie en extinción, sino porque el país, a diferencia de otras naciones europeas, careció del proyecto y la intención de recuperar plenamente a quienes prodigaron su saber y su obra en otras tierras. Al menos, dado que su rescate personal se hace imposible, cabe intentar el de sus obras, según las perspectivas que sus autores aplicaron al mundo. Ésa es la empresa que aquí se inicia, moviéndonos a brindar nuestro rendido reconocimiento a la Universidad Autónoma de Barcelona y al Grupo de Estudios del Exilio Literario que en ella se alberga. De esta manera, el saber del regreso puede adquirir un sesgo diferente de los que acabo de exponer, al convertirse en una reflexión sistemática sobre el trabajo literario de los desterrados, haciéndolo regresar, incorporándolo al país. Porque, como he supuesto alguna vez, sin el debido conocimiento de la obra efectuada en el exilio no cabe reconocimiento de ninguna especie.



  —[123]→  

ArribaAbajoEl exilio de Francisco Ayala en Buenos Aires (1939-1950): una trayectoria intelectual

Julia Rodríguez Cela. Madrid



Introducción

Casi al final de sus días, Francisco Ayala hace recuento en su libro de memorias, Recuerdos y olvidos, de ese largo peregrinar que es la vida, y que en su caso concreto comienza un 16 de marzo de 1906 en Granada, y desde ahí le lleva por los extraños vericuetos del destino a deambular por distintas ciudades del planeta, con un objetivo común: su vocación de intelectual interesado por el mundo que le rodea, de la que es fiel reflejo su extensa obra escrita; acompañado de un talante liberal, el profundo liberalismo que le guía siempre impregnando toda su vida, tanto en las páginas de sus libros como en las actitudes propias de su quehacer cotidiano.

Ya Ortega y Gasset indicaba que la tarea de todo biógrafo -o estudioso de un personaje o de su obra- debía consistir en determinar la vocación del biografiado y comprobar si éste ha ejercido su propia vocación, o, por el contario, le ha sido infiel. En el caso de Ayala podemos decir que toda su vida ha consistido en llevar a cabo la vocación que nació en su infancia y seguir fielmente sus pasos pese a la conflictiva historia de este siglo, en la que por ser fiel a esa misma vocación y a sus propias ideas se ha visto envuelto, en ocasiones, como actor y parte, y, en otras, como a mero espectador y divulgador de los hechos presenciados.

Esa vocación de intelectual en activo se inicia en sus años de formación en Madrid, donde contempla el declinar de la Restauración, la Dictadura de Primo de Rivera, y el rechazo que produce este gobierno entre los círculos en que se desenvuelve Ayala: las tertulias literarias, algunos periódicos, la universidad, etcétera. Es ésta una etapa de su vida en plena efervescencia intelectual: los cursos académicos por las mañanas, en las carreras de Filosofía y Letras y Derecho, contando con el magisterio de Julián Besteiro, Adolfo Posada, Jiménez de Asúa, Clemente de Diego, etcétera; y las tardes en la tertulia de Revista de Occidente bajo la batuta de Ortega;   —124→   los artículos de La Gaceta Literaria o El Globo; así como la redacción de sus dos primeras novelas de tinte vanguardista: Tragicomedia de un hombre sin espíritu e Historia de un amanecer. Siguiendo fiel a su vocación, decide realizar sus estudios de doctorado en Alemania; allí se encuentra con el Berlín de 1929, en el que Ayala vislumbra ya el advenimiento del nazismo, y en el que aprovecha para empaparse en el estudio de la filosofía política, con las lecturas de Mannheim, Hermann Heller, Spengler, etcétera; la literatura de Rilke y Thomas Mann; y, sobre todo, el conocimiento de una lengua, el alemán, que más tarde en el exilio argentino le serviría de primer modus vivendi, al traducir al castellano las obras de los autores alemanes antes mencionados. A su regreso a España, la Dictadura llegaba a su fin y con ella nacía la República, a la que Ayala ofrece entusiasta todos sus conocimientos adquiridos y en la que ejerce su vocación intelectual como profesor desde la cátedra; escritor y crítico en sus artículos en los más influyentes periódicos y revistas de la época (El Sol y Revista de Occidente), y funcionario al servicio de la República desde su puesto de letrado en las Cortes. Pero toda esta vida tan próspera en la que logra ejercer plenamente su vocación se derrumba para Ayala -y como él para tantos otros- con la llegada de la guerra civil, y la continúa durante los tres años que duró la contienda, desde su posición de hombre leal y comprometido con sus propias ideas, dejando a un lado la vocación de escritor y profesor, y dedicándose a tareas burocráticas acordes con los tiempos que corrían, primero desde la Legación de Praga, ejerciendo de secretario de Jiménez de Asúa, y después en los cometidos que se le encomendaron con el gobierno republicano itinerante en Valencia y Barcelona, hasta que la guerra llega a su fin y Ayala opta por embarcarse hacia el exilio. Inicia su peregrinaje en Francia, al igual que otros colegas suyos, pero temiendo los acontecimientos que se cernían sobre el país vecino decide emprender viaje rumbo a Sudamérica para establecerse en Buenos Aires, la ciudad que tan bien le había acogido hacía tan sólo tres años y donde le aguardaban excelentes amigos, que le ayudarían a restablecer su profesión intelectual, en la que volvía a comenzar desde cero, obligado por este golpe del destino.

«Ya todo acabó; ya todos somos uno. Nos une la tierra; nos iguala la tiniebla de la tierra; nos liga, tanto como nuestro amor, nuestro odio; nos hermana la comunidad de nuestro destino»134.




Las actividades intelectuales en el exilio argentino

Cuando Ayala llega a Buenos Aires se encuentra con una ciudad en plena ebullición intelectual, muy parecida al Madrid anterior a la guerra civil, por lo que la   —125→   capital porteña podía ofrecer a los exiliados españoles unas expectativas de trabajo y realización personal incluso superiores a las que hubieran podido ejercer en España. A ello se sumaría la buena acogida que les dispensó la población argentina, sobre todo los «gallegos» afincados en la nación, que en su mayoría simpatizaban con la causa republicana, facilitándoles la inserción en su nuevo país, y en muchos casos también ofreciéndoles trabajo en sus negocios. No se puede decir lo mismo del gobierno presidido por Roberto M. Ortiz, que puso bastantes trabas para que los exiliados se asentaran en Argentina; pero, pese a todos los inconvenientes y algunas penalidades, se reunió un grupo numeroso de españoles, formado principalmente por miembros de las llamadas profesiones liberales. En número no son comparables a los exiliados que fijaron su residencia en México, pero en importancia intelectual Buenos Aires compartió con Ciudad de México la capitalidad cultural de la España exiliada. Y en ella, con un brillo intelectual nunca igualado, aunque en plena turbulencia política, Ayala vive la década de los años cuarenta, que comienza con un presidente débil y enfermo en el poder y termina con la opresora atmósfera peronista.

Una vez instalado en Buenos Aires, Ayala se ve obligado a buscar una ocupación afín a sus conocimientos que le proporcione el sustento necesario para él y su familia, que también le acompaña al exilio. Este primer trabajo se lo proporciona el editor Gonzalo Losada, en la editorial del mismo nombre, en la que trabajará junto a otros exiliados españoles (Guillermo de Torre, Amado Alonso y Lorenzo Luzuriaga), en la traducción, corrección y publicación de textos. Son los años en los que traduce las obras de autores tales como Benjamin Constant, el abate Sieyés, Jeremy Bentham, Hans Freyer, Hans Kelsen, Goethe o Thomas Mann. Trabajo ingrato donde los haya éste de traductor, que requiere mucho tiempo y esfuerzo, para después obtener magras ganancias, y apenas reconocimiento, reflexiones éstas que se hizo Ayala y que le llevaron a escribir un breve ensayo titulado «Sobre el oficio del traductor», que publicaría previamente en el periódico La Nación.

Sus ganancias con Losada se verían complementadas con las de colaborador fijo en el periódico La Nación, en el que publicó más de cincuenta artículos, la mayoría reflexiones de vertiente sociológica y política que surgían de las traducciones realizadas al castellano, y otros de crítica literaria y cinematográfica.

Si bien es cierto que la labor docente no le fue ofrecida en las universidades argentinas, como a otros colegas suyos (si exceptuamos unas clases impartidas en la Universidad de Sante Fe), sí tuvo muy buenas oportunidades como publicista, y éstas no vinieron dadas sólo por exiliados españoles, sino más bien por el círculo intelectual porteño más influyente del momento, en el que se encontraba Victoria Ocampo, a la que conocía de las tertulias de Revista de Occidente y quien a su llegada le ofreció colaborar en la revista fundada por ella misma, la prestigiosa revista   —126→   Sur. Estas colaboraciones le brindaron la posibilidad de pertenecer al selecto grupo que se aglutinaba alrededor de la revista, y trabar amistad con personalidades del renombre de las mismas hermanas Ocampo, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Ezequiel Martínez Estrada, Murena, Francisco Romero, etcétera. En Sur publicó los primeros relatos que componen el libro Los Usurpadores, y artículos ensayísticos, preferentemente de crítica literaria y sociológica.

Si Sur representaba la revista literaria por excelencia, Buenos Aires necesitaba una revista de pensamiento que estuviera a la misma altura y que animara su ambiente cultural, que con la llegada del peronismo estaba adquiriendo un cariz de cierta «chabacanería» que iba transformando a la ciudad porteña. Y así, para llenar ese vacío intelectual surgió Realidad. Revista de ideas, bajo la inspiración de Eduardo Mallea, Ayala y Lorenzo Luzuriaga, contando con el mecenazgo de la escritora Carmen Gándara. La dirección le fue ofrecida a Ayala, pero él declinó tal cometido, ya que le parecía más propio que la dirección la ejerciera un argentino, no un extranjero y además exiliado -como era su caso-, para lo cual se pensó en alguien de probadas capacidades intelectuales y el elegido fue Francisco Romero, quien aceptó la dirección de la revista con la condición de que fueran los secretarios de redacción Ayala y Luzuriaga, quienes además acabaron ejerciendo la dirección y llevando todo el peso de la revista.

Realidad. Revista de ideas nacía, tal como su nombre indica, como una revista de ideas, en la que primaban los artículos de pensamiento sobre los artículos de invención literaria; ésa fue la línea que se intentó mantener, la de darle un sesgo marcadamente ensayístico y crítico a los textos publicados, excluyendo aquellos de pura invención poética. El primer número de Realidad -que contaba con una periodicidad bimensual- salió a la calle en febrero de 1947, y duró la publicación casi tres años, hasta alcanzar el número 16, en agosto de 1949 en que se terminó la financiación.

La revista nos recuerda en su línea de pensamiento a Revista de Occidente y no es extraño que Ayala y Luzuriaga copiaran ese modelo que tan bien conocían y que seguramente añoraban. Una revista que, como ya explicaban en el primer número, atendiera a la realidad contemporánea que les circundaba; y de ideas, «porque en cuanto pensamiento y por el pensamiento interviene en lo real el escritor. (...) es por tanto, suma del pensamiento y del ideal»135. También fueron suma de pensamiento e ideal los interesantes artículos que se publicaron de los más prestigiosos pensadores del momento. Por citar sólo algunos: Maximilian Beck, Ferrater Mora, Norberto Bobbio, José Gaos, Américo Castro, Borges, Sartre, Heidegger, Toynbee, T. S. Eliot, etcétera. Ayala también publicó en «su revista» artículos y ensayos de diversa índole, primando estos últimos, en los que refleja sus ideas del mundo en el que vive desde la perspectiva del intelectual atento a todo aquello que sucede a su alrededor, como podemos comprobar en Testimonio de la nada o El hombre al día.

  —127→  

Es esa labor, la de ensayista, la de hombre de pensamiento, la que se constituyó en su actividad principal y también la más desconocida de las ejercidas por el autor durante la década de estancia en Argentina. Si todos conocemos al Ayala novelista, e incluso al asomarnos diariamente a los periódicos, al Ayala articulista, no todos conocen la que tal vez sea su obra más original, sus múltiples libros de ensayo, escritos prácticamente durante toda su vida de escritor. No sólo aquellos que recogen sus artículos -y que hoy están a nuestro alcance por las sucesivas ediciones que se están publicando-, sino aquellos ensayos sociológicos y políticos que escribió en Buenos Aires, que componen una obra extensa y singular y que apenas han llegado hasta nosotros, ya que muchos de ellos nunca han vuelto a editarse. Me refiero a El problema del liberalismo, Razón del mundo, Tratado de Sociología -sólo por citar las tres obras más significativas, pero podríamos nombrar algunas más: Los políticos, El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo, Oppenheimer-, que tratan temas tan cercanos a la cultura occidental que, pese al paso del tiempo, no han perdido vigencia: la libertad, el intelectual en la sociedad de masas, los nacionalismos, el poder, las generaciones, el proceso histórico en la línea del progreso, etcétera; todos ellos desde el prisma de la preocupación del hombre del momento sumergido en una sociedad en crisis.

Reflejo de esa preocupación es el breve ensayo «Los intelectuales en la crisis social presente», incluido en el libro El problema del liberalismo, que fue publicado en Buenos Aires en 1941. Y en las escasas ediciones posteriores que se hicieron de este libro nunca volvió a publicarse este ensayo sobre el papel del intelectual en la sociedad de aquel entonces, aunque hoy sus tesis gozan de plena actualidad, cuando el autor se pregunta y reflexiona sobre el papel que deben ejercer los intelectuales al desmoronarse el edificio social. Tiene palabras duras para aquellos que debían ejercer el papel de cultores del espíritu, de conciencia social, y en cambio no saben reaccionar ante la crisis, su propia angustia de hombres les ahoga, les atenaza. Y ante este fracaso por no saber reaccionar a tiempo están perdiendo su papel en la sociedad, aquel que venían ejerciendo desde el Renacimiento. Por ello Ayala, viendo cómo el intelectual ya no es consultado por la clase política ante el difícil momento que está viviendo la sociedad -no olvidemos que estas ideas fueron escritas en 1941-, y que por su indefinición también es denostado por las masas y hasta por su propio público, aconseja volver a replantearse el papel del intelectual en la sociedad, sobre todo en las épocas de crisis: cómo debe luchar por no perder aquel que había ejercido durante siglos y que ve cómo, irremediablemente, en esta mitad del siglo XX, ha perdido su importancia.

Es este ensayo, elegido como muestra, un texto muy representativo del autor, tanto por las opiniones expuestas como por ser precursor de las ideas que sobre este mismo tema, el papel de los intelectuales en la sociedad presente, será objeto de estudio en otros trabajos posteriores de Ayala.

  —128→  

Si la libertad y el papel de los intelectuales en la sociedad en crisis que estaba viviendo en esa década de exilio argentino fueron temas principales de preocupación de Francisco Ayala, no lo fue menos el tema España, el problema de España, su ser y destino. Pero no desde la añoranza, ni la lágrima de verse exiliado en otro país, reuniéndose en los cafés porteños con otros exiliados españoles y rememorando el país que dejaron atrás; no de esa forma, de la que siempre huye Ayala, aunque en esas tertulias formadas por un grupo tan heterogéneo como el que se asienta en Buenos Aires era inevitable que en determinado momento no se hablara de España. Pero para él no es la España cruel e ingrata, ni la España idealizada, sino la España sobre la que reflexiona estudiando la historia del país, con la visión objetiva que proporciona la distancia, y que le llevó a plantear y a defender la controvertida tesis de cómo una nación que en su día fue centro del mundo conocido devino desde la Contrarreforma en un país a contracorriente de la historia, pasando a encontrarse situado en la periferia de la historia. Una tesis que le sumió en una agria polémica con otro exiliado en Argentina, Claudio Sánchez Albornoz, quien encuentra estas raíces en el descalabro del poder económico y hegemónico de España en un momento en que no se encontraba capacitada para emprender empresas de tal magnitud, como la lucha contra la Reforma con los países europeos que pugnaban por arrebatarle su hegemonía. Ayala tacha a Sánchez Albornoz de ofrecer una interpretación demasiado materialista de la historia española, y éste reprocha a Ayala su tesis demasiado espiritual, en la que España se empeñó en una Contrarreforma a contracorriente con los tiempos, en desacuerdo con las ideas luteranas imperantes en Europa, y lo que la Reforma supuso de cambio en todos los órdenes, todo ello apoyado por una monarquía y su Corte en franca decadencia, que no supo encauzar al país en una línea de progreso. Y no porque en España no exista un talante progresista y liberal -como han querido expresar otros autores-, sino porque esos espíritus en ocasiones fueron denostados (como en el caso de Jovellanos, que le lleva a reflexionar en un excelente ensayo; y los distintos exilios que contemporáneamente se han sucedido), primando unos gobernantes -y el franquismo en ese momento era fiel exponente de ello para Ayala- que han enclaustrado al país, y que por su encierro lo han sumido en la periferia de la historia. De ahí la reflexión sobre el exilio y los distintos exilios en los que se han visto sumidos muchos españoles, y como ellos, el propio Ayala.




Postulados del exilio: para quién escribimos nosotros

Es lógico que un pensador de la talla de Francisco Ayala sucumbiera a la tentación de reflexionar sobre su condición de exiliado, y se preguntase para quién escribe el intelectual español, obligado por el desastre de la guerra civil a ausentarse de España y radicarse en otras tierras a la espera de que las libertades fueran restituidas   —129→   y la democracia restablecida. Así, en contestación a esa pregunta surgió uno de los ensayos más conocidos del autor, «Para quién escribimos nosotros», en el que se compendia su visión personal del exilio. Fue escrito en 1948 en Buenos Aires y alcanzó, tras su publicación al año siguiente en una revista mexicana, una gran repercusión en toda la comunidad exiliada.

En este ensayo quedan esbozados prácticamente todos los temas de preocupación que el autor seguirá abordando más detenidamente en su obra de pensamiento: la lucha de los hombres por la libertad, el lugar que le corresponde a España en el concierto de las naciones, la sociedad de masas, etcétera; todo ello dentro del marco histórico en el que se desenvuelve: la España franquista, la Argentina peronista; en definitiva, un mundo que tiene que recomponerse al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Y en el que destaca el papel que debe ejercer el intelectual ante un mundo en crisis, en el que tiene que ocupar su puesto y dejar de vivir entre paréntesis. Como entre paréntesis vivieron los exiliados españoles, esperando el final de la guerra mundial, en la que los vencedores devolverían a España las libertades perdidas. Ya que eso no ocurrió, y en 1948 no había visos de que sucediera, el intelectual exiliado español debía dejar de un lado la nostalgia de su propia condición de exiliado y seguir produciendo, seguir creando, buscarse otro público como destinatario de su obra, ya que irremediablemente había perdido su referente inicial, el público español. Ésa era la única manera de no dejarse consumir en la desolación del exilio, producir, aunque en un principio sus obras no llegasen a su destinatario. Y si se encuentran en un país de habla hispana mejor, porque pueden aprovechar la posibilidad que se les brinda de expresarse en el mismo idioma, y de tener los mismos referentes culturales; pero al igual deben intentarlo aquellos que se encuentran en un país en el que se expresan en otra lengua; lo que nunca deben hacer es consumirse en la añoranza, ampararse en la queja, en el buen o mal trato de una nación y sus gentes; frente a ello deben seguir produciendo y engrandeciendo la cultura de habla española con las posibilidades que cada uno tenga a su alcance.

Es éste un ensayo que, desde una perspectiva optimista -pero no ilusa-, intentaba clarificar la realidad en la que se encontraba el exiliado español, y en el que les recomienda adaptarse a esa realidad y dejar de vivir entre paréntesis, esperando un regreso que ya por aquel entonces se veía lejano.

Pero ese optimismo no debe engañarnos y empañar las auténticas circunstancias que vivieron, por lo que Ayala, en un artículo publicado recientemente, reconoce el drama humano que encierra todo exilio, aunque él siempre intentara desdramatizar el suyo, como lo hizo en el presente ensayo: «¿Y qué decir luego del consiguiente exilio? Yo me he esforzado por desdramatizar el mío; pero, perder   —130→   cuanto uno posee para verse despojado de su propia historia personal y lanzado hacia un futuro incierto, en un viaje hacia lo desconocido, no deja de ser una experiencia donde la metáfora adquiere tremenda realidad. El voyage autour de ma chambre se convierte entonces para el escritor en voyage au bout de la nuit»136.