Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[427]→  

ArribaAbajoJosep Ferrater Mora o la razón del ensayo

Jordi Gràcia Garcia. Universitat de Barcelona


Si algú pregunta per mi -cosa dubtosa- digue-li que triomfo


(carta de Ferrater Mora a Joan Oliver, 21 de febrero de 1948).                


La ironía y el pudor sentimental son rasgos propios del ensayista Ferrater Mora y son prácticamente su único modo de relación con el exilio como objeto de reflexión. Cuando alude a él, en correspondencia privada, en algún prólogo, o en algunos, muy pocos, de sus ensayos, lo hace muy lejos del patetismo y desde la posición del observador desapasionado, frío y poco menos que abstraído de su condición de exiliado. De ahí que, en el contexto de un Congreso sobre el exilio, su figura revele algunas aristas atípicas, quizá por su misma juventud como exiliado, o por la prontitud con que emprendió una obra absorbente y monumental: en 1941 aparecía ya la primera edición de su Diccionario de filosofía, y no fueron pocos los opúsculos, libros y artículos que vieron la luz hasta lanzar el que entonces consideró su primer libro filosófico de importancia, El libro del sentido, de 1948, en edición simultánea en catalán.

Pero desde luego, no parece que su modo de abstraerse de la condición de exiliado signifique conformidad con la España política que ha dejado ni tampoco desmemoria o indiferencia hacia quienes allí quedaron -o adonde regresaron. Su epistolario, al menos con Joan Oliver, es muy expresivo a este propósito, pero lo es también el silencio o la levedad emocional de su tratamiento del tema. Quizá era un modo precoz de expresar que aquellas formas de la vida catalana que definiría hacia 1944 afectaban antes a su propia personalidad intelectual que a la de supuestos vagamente esencialistas.

No es de extrañar, así, que en fechas más tardías, como 1961, se desentendiera de rastros románticos en torno a la patria, construidos sobre artefactos convencionales (como el idioma). En el prólogo a un hermoso libro en catalán, que recogía sus colaboraciones de Germanor en los años cuarenta, subraya incluso la rentabilidad intelectual del exilio sin asomo de ironía ni -lo que puede asombrar más-   —428→   pesar731. El prólogo se despide con una muestra de rara honradez y de asunción de su destino personal y profesional fuera de su país de origen. Se reconoce como uno de los casos «d'autors que han passat -que han hagut de passar- per diversos avatars lingüístics. Hi ha avui una certa mena d'escriptors i pensadors que poden ser qualificats d'essencialment 'desterrats': jo en sóc un exemple. He d'afegir que no ho deploro. No tenir ja una llengua 'pròpia' no vol dir necessàriament no tenir cap llengua; pot voler dir tenir-ne vàries. En un món cada dia més universal com el nostre no és pas mala solució» (1961, 9).

Esta comunicación quiere ser una aproximación a la definición del ensayo como género y práctica literaria de un exiliado muy joven y muy tempranamente activo. Toma el caso de uno de los mejores ensayistas de la postguerra española -en el exilio- precisamente porque apenas si reflexionó de modo explícito sobre el ensayismo y, sin embargo, lo hizo y de modo muy continuado sobre la prosa de ideas y los modos de hacer filosofía. Uno de los datos más llamativos de su biografía intelectual tiene aquí un carácter decisivo. Ferrater Mora reelaboró incansablemente los trabajos que habían visto la luz tempranamente y muchos de cuyos planteamientos le parecían errados, desfasados, oscuros, mal explicados o simplemente prescindibles. Lo dijo de muchas maneras y en muchos sitios, pero de un libro peculiar, como Cuatro visiones de la historia universal (1944), hizo una reedición quince años después, en 1958, con una lacónica página prologal en la que en cierto modo confesaba haber buscado tres objetivos al reeditarlo: eliminar ideas, incorporar otras y abreviarlo. Lo hizo de modo sistemático y casi absoluto -es decir, con prácticamente todos sus textos-, y quizá en ese hábito pueda detectarse buena parte de las razones del ensayo ferrateriano. Y la primera es la de ser desmentido.

Vale la pena empezar a contracorriente del propio Ferrater Mora y revisar la obra que más acabó pesando en su ánimo no de filósofo o profesor de filosofía sino de escritor. Su primer libro, Cóctel de verdad, reunía en febrero de 1935 un conjunto muy diverso de materiales. Era una gavilla más propia de un escritor en ciernes que de un «aspirante a pensador», como en él se define (1935, 60). Es verdad que sus modelos ejemplares son dos nombres respetados. A Eugenio d'Ors va dedicado un libro que incluye como primera parte unas «Nuevas glosas antiguas» que se ajustan a la extensión de la glosa d'orsiana y bastante menos al tono del maestro. Pero el segundo es, necesariamente, Ortega y Gasset, a quien confiesa deber antes estilo que ideas, antes maneras que pensamiento (1935, 70).

El libro incluye también retratos y semblanzas de filósofos españoles o extranjeros que son antes ejercicios de estilo que síntesis del pensamiento respectivo, del mismo modo que el apartado titulado «Aforismos filosóficos en ritmos de 1920»   —429→   reúne seis poemas aforísticos precedidos de una dedicatoria expresiva y útil: «A Federico Nietzsche y a las islas poéticas que se encuentran en el mar infinito de sus prosas». Al margen de la brillantez de la imagen, conviene retener la vaga identidad de fondo que establece entre poesía y filosofía -en 1944 volvía sobre ello en el quinto capítulo de Variaciones sobre el espíritu- y que es uno de los argumentos esenciales de un libro escrito sin mucho propósito unitario y sobrecargado de divagaciones y confesiones directas o indirectas. Su utilidad radica en otro lugar: en la confidencia ingenua en torno al horizonte intelectual de su autor y alguna esencial idea que ha de explicar buena parte de su evolución posterior.

La razón del ensayo es postpoética y precientífica. Su lugar está en el camino de perfección que termina en la matemática y empieza en el asombro intuitivo ante el mundo, la poesía. Pero aún más: el ensayo es una mera fase de transición para el verdadero filósofo, que sabrá reconocer la adolescencia como edad para la poesía. La primera madurez -entre los veinte y los treinta- es el momento propio del ensayo, que se abandonará por los «laboriosos estudios» desde entonces hasta los cuarenta y cinco. A partir de ahí «no pueden escribirse más que tratados de matemáticas» (1935, 45). La matemática es el «supremo Tribunal de la Inteligencia» (1935, 60) y por eso «Poetas han sido todos los filósofos antes de pasar por la prueba dolorosa -prueba candente, de fuego- de la Matemática» (1935, 98).

Claro está que estas especulaciones sobre las etapas biológicas no fueron en ningún caso reeditadas por Ferrater Mora. Pero no estoy muy seguro de que detrás de la ironía no hubiese un fondo de verdad profunda que ayuda a explicar la evolución de su idea del ensayo. Así se explicaría su predilección de madurez por el ensayo estrictamente filosófico y lo que bien parece ser una progresiva discriminación de las funciones de un género literario y sus aptitudes filosóficas. En gran medida, su reflexión y práctica del ensayo enseña la historia de una frustración basada en la definición de sus límites para un filósofo: género literario con unos fines y unos medios que excluyen, a pesar de sus esperanzas juveniles, la obra filosófica de envergadura. Lo mejor, sin embargo, es que eso significa sólo la conciencia también de públicos distintos porque el ensayo no ha de satisfacer al filósofo (como no convence al autor con vocación ontológica), y en cambio sus elucubraciones y apuntes pueden enseñar y deleitar al lector de literatura, al frecuentador del ensayo.

La observación afecta a una nítida discriminación entre lo apto y lo no apto para el ensayo como género literario y tiene un itinerario que arranca desde las esperanzas de juventud y termina en el escepticismo de madurez sobre la posible transmisión ensayística de un pensamiento complejo por definición (el que vertebra una metafísica). Expuso algo parecido al justificar la reedición de muchos de sus trabajos en los dos volúmenes que reintegraron al autor a su país, Obras selectas, de 1967. En una muy citada «confesión preliminar» explicaba su progresiva desazón   —430→   ante el ensayo, que aumentaba más aún frente al artículo. Incluso recelaba ante los mismísimos estudios filosóficos porque los tres caminos eran modos de dilatar equivocadamente empeños de ambición mayor, es decir, «libros hechos y derechos, con todos los resabios que tales libros acarrean (...), pero también con no pocas virtudes -por ejemplo, la arquitectura, el penoso y siempre problemático ensamblaje de sus partes» (1967, I, 18).

Enseguida hay que añadir, sin embargo, el contexto biográfico en que se pondera el valor de esos libros de verdad. Y es el de la reivindicación de su obra propiamente filosófica frente a la de síntesis y exposición del pensamiento ajeno en su Diccionario de filosofía. Ése es el asunto de fondo para defender la escritura personal del filósofo y la necesidad de recordar su nombre aliado a una propuesta original -el integracionismo- cuyos primeros bosquejos arrancan ni más ni menos que de 1948: «faré continuar el meu Sentit de la mort (por El llibre del sentit (1948)), que ja ha sortit i no ha interessat ningú», escribe a Joan Oliver el mismo año (1988, 15)732. La amargura con que comprende su imagen pública hacia los años sesenta indica la nostalgia del filósofo frente al profesor de filosofía. Aparte de autor del Diccionario, a un lado, el lado bueno, lo demás pueden no ser más que «ocios de un filósofo» (1967, I, 18).

El propio Ferrater Mora, pues, no emprenderá una formulación real de su metafísica hasta 1948, aunque todavía ha de desautorizar esos inicios para situarlos en 1952, con El hombre en la encrucijada. Hasta esas fechas la producción ensayística de Ferrater Mora es muy numerosa y variada, pero escrita bajo la conciencia de una ambición mayor, la de redactar su propia metafísica, ecléctica y nada dogmática. Y no obstante esa distinta consideración intelectual, el empeño por revisar su obra ensayística será constante, tenaz y muy escrupuloso. Ejemplos específicos, que aquí no hay espacio para mostrar con pormenor, lo serían textos como el opúsculo tempranísimo España y Europa (1942), que reedita en 1967 dejando bien poca cosa ya no del estilo sino también del contenido original. Depurar la retórica esencialista de raigambre unamuniana y hasta orteguiana le obliga a reescribir el ensayo casi en su integridad.

Así, dos rasgos propios de Ferrater Mora lo son también del ensayo como género literario moderno: la convicción de transitoriedad y provisionalidad con la que lo escribe, por un lado, y la certeza de ser materiales en sí mismos moldeables, variables, modificables, revisables. Y lo que desde el punto de vista del estilo es una labor incesante de depuración y atenuación de la retórica -cortándole el cuello, volvió a repetir en uno de sus últimos libros (1984, 9)-, en las ideas es también una disminución   —431→   de la carga teórica y una específica y gradual exclusión de materiales no aptos para el ensayo.

¿No será entonces el ensayo una suerte de registro dietarístico de la vida intelectual, consciente de su fungibilidad y dotado siempre de relativismo? La hipótesis se apoya en textos de Ferrater Mora, pero también en su propia evolución como escritor. Pocos textos suyos tienen consistencia confesional o autobiográfica. No quiero decir que nunca hable en primera persona o que sus trabajos no lleven una evidente marca de autor, sino que el espacio destinado a la confesión privada, al registro de una emoción o un deseo es muy escaso. De ahí el valor de su epistolario publicado con Joan Oliver, Pere Quart, y, en particular, los esbozos de un dietario que apareció en la revista catalana del exilio Germanor, en 1950, y fueron después publicados en un precioso librito de 1961, Una mica de tot.

De sus reflexiones sobre la aptitud filosófica del dietario surge una línea sinuosa y flexible, pero muy precisa, que permite contemplar su ensayismo como forma de censar la maduración de un escritor y la natural disposición a modificar sus criterios. Sus ensayos no filosóficos hacen las veces de las páginas de dietario que revisan temas de los que su autor se ocupó ya antes y sobre los que puede volver una y otra vez. Su ensayismo cae de un modo muy preciso en el ámbito de la consignación temporal de la propia madurez, sin la menor pretensión de perdurabilidad, pero sí convencido del interés transitorio de lo que cuenta porque todo son formas particulares de una misma «aventura intel·lectual»: «El meu dietari té per finalitat exterioritzar fins a un cert punt les contradiccions que cova el nostre cor, o qui sap quin organ menys tradicional, i que l'ètica professional ens impedeix manifestar amb la frescor que la nostra higiene humoral necessita» (1961, 14). Higiene humoral, ésa es una de las razones de todo ensayista y lo es también para quien profesionalmente se dedica a otro tipo de ensayo y que requiere otro tipo de condiciones: orden, disciplina, didactismo, rigor y exactitud. El dietario, dice Ferrater Mora, puede liberar los humores de alguien con «un esperit oficialment sistemàtic i una tendència a la frase arrodonida», y permite consagrarse a «l'aventura gratuïta, vaga, a la marrada lenta i perdedora» (1961, 14).

Lo paradójico es que la misma lógica de fondo -ser desmentido, expresar una visión, conservar el escepticismo de fondo ante todo escritor o cosa viva- atañe también a la obra que consideró de mayor envergadura en su propia trayectoria. Ésos son rasgos que explican, en parte, al ensayista. Pero basta variar algo el modo de expresarlo y restar el trasfondo de modestia y máscara que llevan por fuerza esas líneas confesionales. Para hacerlo puede acudirse a la explicación que da Joan Oliver en carta al propio Ferrater sobre sus ensayos para distinguirlos de los libros propiamente filosóficos. Propone una diferencia entre libros vulgares y libros singulares. Los primeros pueden contener mucha sabiduría pero carecen de estilo. Los   —432→   segundos «traeixen la persona de l'autor, que, per anar bé, cal que sigui un mestre i un artista, més ben dit, un 'poeta savi'. Aquests llibres no són mai masa sistemàtics, deixen escletxes, mostren dubtes i febleses, trontollen una mica, com la bona pintura. Llurs autors sovint arrisquen en aventures vagues i gratuïtes, més enllà dels motlles; cremen les etapes, s'atarden en marrades lentes i perdedores. Jo crec fermament que tu ets un home per a escriure llibres d'aquests». La carta va fechada el 21 de febrero de 1950 (1989, 46) y hay ecos palpables de ella -como sin duda el lector habrá notado- en el texto arriba transcrito de Ferrater. Entre otras cosas, porque a Joan Oliver alude en las primeras líneas de su Una mica de tot, sin citarlo expresamente. Cuando Joan Oliver habló brevemente de Ferrater en el homenaje publicado bajo el título -bien revelador, por otra parte, de Transparències (1981, 1)- lo sintetizó así: «Ferrater Mora is a philosopher who loves language almost as much as a poet loves it (...). In philosophy, the subject matter is thought; the literary style must confine itself to the expression and moulding of thoughts. Now, there is no reason why language should not combine precision with beauty» (1981, 1)733.

Una observación más de Oliver delata el nivel de complicidad entre un sabio y un poeta. A renglón seguido Oliver confiesa que «hi ha molt d'aixó en el teu Sentido de la muerte, i en no pocs dels teus assaigs». Y téngase en cuenta que la frase continúa el diálogo sobre el problema iniciado en la confesión de Ferrater a Oliver en carta de 1948: «Em sembla, doncs, molt ben enraonada la teva proposició que escrigui un llibre de pensaments. És clar que abans hauré de curar-me de la tendència a la sistematització, que em fa produir llibres prácticamente il·legibles» (p. 29). Evidentemente, Oliver comparte la distinción implícita de Ferrater, y que formuló tan tempranamente como en 1935, entre ensayo y estudio filosófico. Lo dijo de un modo muy literario, de un modo muy del ensayo de los años veinte y treinta. El título de la primera glosa de Cóctel de verdad era muy exactamente «Finura y geometría», que es epígrafe típico para sintetizar la prosa avalada por Ortega y practicada por Espina, Jarnés, Ayala o el propio Ferrater de los años treinta. En esa glosa expone los dos únicos modos de ser filósofo: el que nace del espíritu de finura (Pascal), el que lo hace del espíritu de sistema (Hegel): «¡Hay que escoger, hay que escoger irremisiblemente! No de la clase de filosofía, sino de la clase de filósofo que se elige, depende la clase de hombre que se es» (1935, 16). Se lo dice a sí mismo, naturalmente, pero su trayectoria si algo indica es la secreta vocación por organizar paralelamente el espíritu de sistema -y la ambición de una metafísica propia en Ferrater Mora es muy notoria y evidente- y el espíritu de finura que requiere antes que cualquier otra cosa el ensayo.

Esa reflexión en torno a los modos de filosofía y los problemas literarios fue constante. Incluso uno de sus primeros libros de exilio contenía ya un amplio ensayo que   —433→   después reelaboró y que muy expresivamente parte del problema que Nietzsche significa para los modos tradicionales de filosofía. Y sus conclusiones se resumen en que el problema de la expresión filosófica es el problema de la filosofía. Lo transcribo según su primera versión de 1944, aparecida en Variaciones sobre el espíritu: «sólo porque el filósofo ha adoptado un tipo de filosofía tiene que recurrir a cierto tipo de expresión para manifestarla. Y aún sólo porque se expresa el filosofar de una cierta manera, queda por ello decisivamente determinada la forma misma del filosofar» (1944, 86).

En una colaboración de Germanor, de 1947, y reproducida en Una mica de tot, Ferrater reflexiona sobre la novela como género e introduce una de esas raras cuñas confesionales y autobiográficas. En 1947, cuando su obra filosófica no ha llegado a imprimirse todavía, pero es ya autor de media docena de libros con ensayos de muy distinto tipo -generalistas, como los pedía d'Ors-, aclara: «el fet és que la filosofia, o tot allò que al seu voltant rondava, ha estat el tema gairebé únic dels meus desvarieigs literaris» (1961, 52). La conciencia de género en Ferrater fue muy fuerte desde el principio, y aun la conciencia de su distancia con lo que el pensamiento filosófico y la filosofía requerían. De ahí dos rasgos esenciales, la continua necesidad de legitimar las formas de expresión heterodoxas en filosofía y la cautela o el recelo ante lo que había de constituir su obra filosófica -en rigor, metafísica- de mayor envergadura. En carta a Oliver define El sentido de la muerte, de 1947, que después sería El ser y la muerte, como el modo de salir «en intenció, a la palestra de la filosofia mundial» (1989, 23). Pero aparte de ese lugar privado, el primer paso de su larga reivindicación pública de un pensamiento original -tan explícito como honesto en el primer volumen de Obras selectas (1965, I, 18)- es probablemente la tercera edición de 1950 del Diccionario (que triplicaba la inicial entrega de seiscientas páginas). En el prólogo enuncia lacónicamente lo que desarrollará más tarde y muestra un leve optimismo en relación con la lengua española: «El autor puede preferir la elaboración de su propio pensamiento; no es menos cierto que, en la penuria de trabajo científico que existe todavía en lengua española, no considera perdidos sus esfuerzos con vistas a aportar su grano de arena en lo que comienza ya a divisarse como un prometedor montón»734.

Si la implícita reivindicación de su obra propiamente filosófica funciona en 1950, a la altura de 1947 sus dudas personales son más explicables: «no sé tampoc si hom podria qualificar-me de veritable filòsof» (1961, 52). El modo de decirlo es muy revelador: él sí se consideraría filósofo incluso en 1947, quizá en un sentido lato, pero con el tiempo la obra restante de Ferrater delata una muy nítida conciencia de lo que es su obra filosófica y lo que es su obra ensayística que, a menudo,   —434→   califica de literaria. Su forma de expresión filosófica es deudora del deslumbramiento inicial ante Nietzsche y el ejemplo inmediato de Unamuno, d'Ors y Ortega.

Recordaré, por otra parte, que el primer prólogo, de abril de 1941, a lo que era su segundo libro publicado, el Diccionario de filosofía, constituye una ejemplar pieza de ensayista nato, consciente del género y sus requisitos literarios, empezando por la inventio, continuando por la dispositio y terminando en una captatio benevolentiae que sólo tangencialmente avala la tradición literaria. Porque el prólogo va enmarcado en menciones de dos ensayistas y pensadores españoles. En la cuarta línea se cita a Ortega para prevenir al autor de un exceso de ilusión sobre la obra que ha emprendido y justo al final del texto se menciona a un pensador español que ha hablado «con frase acertada y honda, de la 'obra bien hecha'». El silencio sobre el nombre -Eugenio d'Ors- tiene seguramente explicación netamente política y de oportunidad histórica, pero Ferrater no ha querido sacrificarlo por entero y por esas razones la mención privada a un catalán que fue destinatario de su primer libro y modelo literario evidente.

Todavía, a Unamuno y a Ortega dedicó sendos libros de síntesis -especialmente preocupados por la forma de expresión de cada cual- y su Cóctel de verdad era un homenaje patente a d'Ors. Ninguno de los tres aceptó los límites que el filósofo tradicional respeta y que en 1947 identifica con un carril estret, o sea, insuficiente: «De fet, (el filòsof) sembla adoptar per a la seva expressió un carril encara més estret del que ha seguit l'autor d'aquestes malgirbades pàgines». En lo que piensa Ferrater es en sus artículos breves y en sus ensayos literarios, caminos más anchos. Todo lo que ha escrito hasta ese año, precisa, «pertany més aviat al gènere, pròpiament literari de l''assaig' que al génere de l'estricta i implacable filosofia» (1961, 53).

En el fondo de esta idea reside una ambigüedad teórica: la disciplina filosófica puede acudir al género que desee, entre ellos el ensayo, pero desde luego la filosofía como tal no es un género. Lo que asume sorprendentemente la frase de Ferrater es la idea tradicional de que el filósofo ha de crear sistemas. Y digo sorprendentemente porque en otros lugares desmiente esa limitación -y bastaría leer las páginas iniciales de su Ortega de 1958, expresamente destinadas a legitimar otro modo de pensamiento, y pensamiento moderno. Un vistazo histórico a la obra filosófica -y cita a Platón, San Agustín, Hegel y Descartes; es decir, diálogos, tratados, confesiones, autobiografías o cartas- demuestra la diversidad de sus formatos. Así, «el filòsof, o l'escriptor de filosofia, o el qui, pretenent esdevenir ambdues doses, s'ha vist obligat a temptejar aquest gènere literari perfectament híbrid que anomenem 'assaig', descobreix, tan aviat com ha realitzat el seu desig, que aquest no ha quedat ni de bon tros satisfet» (1961, 53). No se trata de que el ensayo sea un formato insuficiente, pero seguramente apunta aquí la consideración menor, accesoria o complementaria del género literario ensayo desde la perspectiva de quien aspira a trabar coherentemente una ontología.

  —435→  

Se trata, pues, de dos cosas complementarias. El ensayo tiene límites expresivos que no satisfacen empeños de mayor envergadura y vertebración interna. Los límites son los mismos que le hacen definir uno de los trabajos incluido en uno de sus últimos libros, Modos de hacer filosofía, como el más «'ensayo' que cualquiera de los otros, pero espero que ello no lo haga completamente ambulante y errático» (1985, 11). Pero significa también otra cosa: que la filosofía puede acceder a muchas otras formas de expresión. Porque la página que citaba arriba, de 1961, pertenece a los preliminares de un trabajo en torno a la aptitud de la novela para la filosofía. Su propósito era romper el prejuicio del filósofo hacia la novela como género capaz de expresar también un pensamiento filosófico -Unamuno o Jean-Paul Sartre. Y si la novela puede definirse como uno de los modos de hacer filosofía, eso significa que ésta puede «adoptar múltiples i gairebé infinites formes sense per això veure's obligada a restar infidel a sí mateixa» (1961, 56).


Referencias bibliográficas

José Ferrater Mora, Cóctel de verdad, Madrid, Literatura (Pen Colección 8), 1935.

——, Diccionario de filosofía, México, Atlante, 1941; 2.ª ed., 1944; 3.ª ed., 1950; 4.ª ed. Buenos Aires, Sudamericana, 1958.

——, España y Europa, Chile, Cruz del Sur, 1942.

——, Variaciones sobre el espíritu, Buenos Aires, Sudamericana, 1944.

——, Cuatro visiones de la historia universal, Buenos Aires, Sudamericana, 1958, 2.ª ed.

——, Ortega y Gasset, Barcelona, Seix Barral (Biblioteca Breve), 1958. Trad. del autor.

——, Una mica de tot, Palma de Mallorca (Ed. Moll, Biblioteca Raixa), 1961.

——, «Unidad y pluralidad» en Esa gente de España..., México, Costa-Amic, ed.,1965.

——, Obras selectas, Madrid, Revista de Occidente, 1967, 2 volúmenes.

——, Modos de hacer filosofía, Barcelona, Crítica, 1985.

Giner Salvador y Esperanza Guisán, editores, José Ferrater Mora: El hombre y su obra, Santiago, Universidad de Santiago de Compostela, 1994.

Guillén, Claudio, El sol de los desterrados. Literatura y exilio, Barcelona, Sirmio, 1995.

Nieto Blanco, Carlos, La filosofía en la encrucijada. Perfiles del pensamiento de José Ferrater Mora, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona, 1985.

Oliver, Joan i Ferrater Mora, Josep, Joc de cartes, 1948-1984, Barcelona, Edicions 62, 1988, edició d'Antoni Turull.

  —436→  

Oliver, Joan, «Notes on a Friendship» (traducción de Ferrater Mora), en Transparències. Philosophical essays in Honor of J. Ferrater Mora, edición de Priscilla Cohn, New York, Humanity Press, 1981, pp. 1-3.

Terricabras, Josep Maria, «Estilo y pensamiento en la obra de Ferrater Mora», en Salvador Giner y Esperanza Guisán, editores, ob. cit., pp. 67-83.





  —[437]→  

ArribaAbajoVencidos que no han muerto: los exilios de María Zambrano

Francisco Javier Ortega Allué


De la tragedia verdadera viene la purificación, y de la purificación viene la verdad.


M. Z.                


Mucho se ha escrito ya sobre el exilio, sin atender apenas a lo que el exilio sea. Lugar común de nuestra historia más joven y punto de arranque de tantas fantasías nostálgicas. Pues que el exilio es la revelación truncada de una esperanza, qué mejor tarea que la de imaginarse los días que nos estaban prometidos si la tragedia no se hubiera abierto camino entre nosotros. La nostalgia, esa gran embaucadora, nos devuelve a una Jauja imaginaria, para que podamos lamentarnos con más motivo de este presente pacato, estéril y singular que hemos de seguir soportando sobre las espaldas.

Hablar del exilio sin caer en las opiniones comunes ha sido una de las tareas que María Zambrano ha tomado sobre sí con mayor rigor y seriedad. Al punto que ha llegado a afirmar no concebir su vida sin el exilio que vivió735. Sin embargo, pocos son los lugares de su obra, transida de esta experiencia vital, donde directamente se ocupa en meditarlo: unas breves páginas de su autobiografía juvenil Delirio y destino, algunos trabajos desperdigados en congresos736 o publicados en periódicos737, y unas páginas excelentes de Los bienaventurados. Suficientes, no obstante, para dejar constancia del análisis que sobre la experiencia vivida ejecuta la mirada filosófica.   —438→   Es decir, para darnos cuenta de que la experiencia no es simple y llanamente algo que se vive sin más, sino algo que se teoriza y en la cual se revela una dimensión humana esencial: la dimensión de nuestro estar dejados en la vida, abandonados para tener que irla inventando.

Qué sea el exilio no puede conocerse sólo a través de la vivencia del exilio. Vivenciar algo nos ocurre de continuo en la existencia; pero nosotros no nos conformamos sólo con vivir. Necesitamos interpretar lo que vivimos, llenar los vacíos de nuestra historia personal y percibir, bajo el caos de los acontecimientos, un sentido, una razón. Da igual lo descabellada que ésta pueda parecer. Mientras tengamos un por qué, como decía Nietzsche, nos sirve cualquier cómo. Y, aunque esto no sea así en rigor, lo es por lo que hace a la primacía del por qué, del sentido, sobre toda otra cuestión.

Resulta curioso constatar el escaso peso que ha tenido la reflexión sobre la condición de exiliado en la cultura española. Parece como si se hubiera tomado este acontecimiento como ocasión para ejercitar el olvido, un desvío anómalo en el cauce natural del devenir histórico, que arrojó lejos de la patria común a unos miles de españoles, condenándolos a vagar transterrados por causa de sus afinidades y lealtades políticas. Pero si las cosas fueran tan simples, tendría sentido entonces la nostalgia que en algunos ha creado la imagen de la España del fracaso. Habría un lugar, pues, para la retórica que se lamenta por las oportunidades perdidas y para la conceptualización del exilio como un momento de pérdida tanto personal como cultural. Y no lo habría para ver en el exilio una ocasión positiva, una ganancia.

Esta concepción tradicional y tópica sobre el exilio es la que, desde las ideas de María Zambrano, queremos descartar, para pasar a pensar el exilio como categoría existencial más que como evento histórico. Por cuanto, como evento, no nos afecta apenas; mientras que, como categoría existencial, la condición de exiliado es una condición radical de la vida humana, una forma de contemplar nuestro devenir vital.


El exilio como circunstancia personal

El final de la guerra civil fue, para la vida de muchos españoles, un suceso de extrema importancia. Fue un acontecimiento capaz de ejercer la suficiente presión como para cambiar el rumbo de los proyectos, para cercenarlos o darles una orientación inesperada, imprevisible. Es por ello que le damos el calificativo de histórico. Sucedió y, por el hecho de haber ocurrido, tuvo consecuencias directas en la historia personal de quienes lo vivieron o lo padecieron.

María Zambrano narra en Delirio y destino738 el modo como ella afrontó los últimos   —439→   momentos de la República y la forma como constató el exilio como íntimo drama personal.

Resulta interesante advertir que la primera señal del cambio de situación vital sea un no-saber, un no hacerse cargo todavía de la nueva realidad circundante, no por prevista menos sorprendente. Adviene lo nuevo, pero el individuo percibe que aquello que le era familiar ya no existe, y que debe, en consecuencia, acomodarse a un estado distinto de cosas. Comienza, pues, con la constatación de que las cosas no son ya como otras veces; se ha abandonado lo familiar y el hombre está en suspenso, porque su destino, su proyecto vital ha sido puesto en tela de juicio739. El cambio de situación, nos confiesa la filósofa, lo sintió como algo nimio: «como suelen revelarse las grandes cosas»740: el miedo que emerge cuando escucha las pisadas de un desconocido que sube las escaleras del hotel donde ha hallado refugio, ya en Francia, cerca de Perpiñán.

La angustia de la soledad hace consciente al hombre, lo desarraiga del suelo común y conocido, y lo deja a la intemperie. Está solo, y ahora conoce la derrota. Ya no es uno más entre todos. El miedo singulariza, despertando la conciencia radical de individualidad. El hombre solo puede sentir, hacerse consciente, distinguirse. Ya se ha desgajado de la multitud y se le ha hecho presente la derrota personal.

María Zambrano permaneció durante unos días en la pequeña localidad de Salses, refugiada de la fría lluvia de aquel enero de 1939, aguardando la llegada de su esposo. Todavía les quedaba la ilusión de regresar por vía marítima a Valencia, para proseguir el combate por la República. Habían salido de España y ni siquiera eran conscientes de que lo habían hecho de un modo tan definitivo; de que había empezado su largo, doloroso y solitario via crucis.

Pronto se desvaneció la última esperanza: la lucha agonizaba, el frente se hundía, la derrota era al mismo tiempo el paseo triunfal del vencedor.

Fue entonces cuando constataron su diferencia. Ya no eran iguales a los demás: eran refugiados. Su tierra les había perdido. «Me hice perdidiza y fui ganada», como en tantas ocasiones gustó María Zambrano de cantar, recordando a Juan de la Cruz.

Ya no eran iguales, en efecto. Aunque repitieran los mismos gestos que los demás, aunque tomaran un tren hacia París o se parasen a descansar en algún hotel del camino. No eran viajeros, pues carecían de patria. Conocían su origen, pero ignoraban su destino. Sólo sabían que no podían volver. Y a quien no puede regresar tampoco se le debe llamar viajero, aunque peregrine de un lado a otro de la tierra. Eran, dice la pensadora, «exilados, desterrados, refugiados...»741. De repente   —440→   habían de aceptar tres adjetivos que nadie querría hacer suyos. Tres adjetivos que, cuando caen sobre la vida personal de un hombre, lo convierten de repente en otro, lo marcan frente a otros hombres sin que éste lo haya querido así en modo alguno. Uno no busca el exilio. En el exilio le ponen, como Dios puso en el desierto a Moisés contra su voluntad, ineludiblemente. De ahí que el exiliado suscite al tiempo respeto y simpatía, piedad y horror, atracción y repulsión742, como los seres sagrados de la antigüedad.

María Zambrano los llama «vencidos que no han muerto». Son, por encima de cualquier otra consideración, supervivientes743.

Al terminar su breve recuerdo del impacto emocional que supuso en ella la constatación de su recién adquirida condición de exilada, María Zambrano rescatará una idea numerosas veces reiterada en su obra posterior: la agonía que no nos lleva a la muerte, sino a un renacer como otro; igual, pero diferente. Tal es la vivencia del exilio: «ser rechazado de la vida de múltiples maneras sin que por eso la muerte abra sus puertas»744.




El exilio como condición de existencia

El exiliado, pues, sobrevive. Pero lo hace por algo y para algo. No ha vencido y, si ha sido derrotado, en cierta manera podemos decir que lo ha sido por un instante, a modo de preparación. Sobrevive, pero no para sí mismo. Porque hay valores más importantes que la vida y él lo sabe bien, pues salió al encuentro de la muerte por ellos, y hasta la muerte lo rechazó. El exiliado no lo es por afán de supervivencia. No es su vida a toda costa lo que quiere salvar, sino algo que está más allá de la vida, como arropándola y sosteniéndola. Ningún hecho físico da razón de sí mismo. A lo sumo, nos indica aquello que, allende sí, lo explica. Si el exiliado buscara a toda costa salvar su vida singular, le veríamos cargado de razones, como explicándose. Pero el exiliado calla; el silencio de esta figura es atroz, pues no espera justificarse. Y a la pregunta de por qué es exiliado, sólo responde: «porque me dejaron en la vida»745.

El exiliado es el hombre que se presenta desnudo ante nuestra mirada. El hombre en su condición más radical y primera, aquella que tenemos todos antes de ocultarla tras de las máscaras, los roles, las creencias sociales: la condición existencial, inocente, de ser dejados en la vida.

Condición primera, que no por ello resulta evidente por sí. Si lo fuera, todos nos   —441→   reconoceríamos en la figura del exiliado. Pero esto no sucede. Nacemos arropados por unas circunstancias, por una historia concreta que nos envuelve como segunda piel. Pertenecemos, por nacimiento, a algo y a alguien. Esta forma de estar en una situación determinada nos parece esencial, pero es una apariencia que vela la realidad. La circunstancia personal nos define como sujetos concretos, y hasta determina nuestro modo de obrar y el nivel de nuestras aspiraciones, proyectos y planes de futuro. Pero no revela la naturaleza esencial del hombre, aquella que aparece cuando se nos ha privado ya de todo. Sólo esta revelación desvela el ser746. Y sólo ella otorga la plenitud de sentido al exilio747. Pues que el exilio ha de tener algún sentido que vaya más allá de su comienzo, que es el de la constatación de un drama colectivo.

Elevar el exilio a la categoría de condición existencial significa captar en el fenómeno una estructura constitutiva del hombre. No sólo de unos hombres concretos que, por azar histórico, hubieron de padecerlo; sino de todos los hombres, como elemento constitutivo de su naturaleza. Vivir perteneciendo a una tierra y a una circunstancia concreta es, por así decir, condición dependiente. Depende de un previo estar arrojado a la vida. El exiliado constata en carne propia este vivir sin ser nadie, sin ser ya sujeto o cadáver de la Historia. Sujeto lo es quien posee esa segunda piel de la circunstancia, donde se aúnan el lugar y el tiempo. Cadáver de la Historia es aquél a quien se le ha privado del tiempo748. Pero a ese superviviente que el exiliado es no se le ha arrebatado el tiempo, lo único que posee en abundancia, sino el lugar. Y esto es el exilio: quedarse sin lugar en el tiempo.

De ahí su sensación de abandono, de desamparo. Una sensación que se acentúa con el correr de los días, como si fuera posible ir más allá de la soledad, profundizando en ella hasta la desaparición. El exiliado no ha muerto, porque sólo muere lo que es amado; él simplemente ha desaparecido749. Se ha convertido en ánima del Purgatorio, hombre sin tierra que debe descender a los ínferos de la naturaleza humana para extraer de ella lo esencial, aquello que todavía debe ser dicho para no ser olvidado750. La vida del exiliado es testimonio, pero no de sí -que esto sería justificarse- sino de esa Historia que lo ha arrojado fuera de sí.

En su reflexión sobre el exilio, cuyo último trasfondo religioso no queremos dejar de señalar, María Zambrano realiza una distinción sutil y matizada en torno a tres figuras que encarnan las diferentes etapas de desposesión en que el exilio consiste.   —442→   Porque no se pasa de una circunstancia concreta a la revelación inmediata de su sentido. Quien cruza una frontera, aun cuando no espere regresar, no es sin más un exiliado. Por hallarse en posesión única de todo su tiempo, el exiliado llega a tomar conciencia de su situación tras lento proceso, en el que su condición se le hace progresivamente presente. El exilio es como un rito iniciático que comienza con el sentirse abandonado751.

No ocurre esto con las otras víctimas de la Historia: el refugiado y el desterrado. Aunque la apariencia externa, la común circunstancia, los haga semejantes, hay entre ellos profundas diferencias. El refugiado sigue poseyendo un lugar, en el que se encuentra acogido o tolerado752. Ha hallado, pues, un espacio desde el cual comenzar a proyectar en su imaginación otra vida. Habiendo perdido algo, el refugiado no se ha quedado vacío al borde de la Historia; padeciéndola, no llega a sentirse abandonado, pues otra piel nueva y distinta le sirve de acomodo. Trasplantado de lugar, puede sentir rencor o dicha, pero no desamparo, pues su condición es, en rigor, la de quien ha hallado amparo y refugio.

La otra figura es la del desterrado. Éste no siente el exilio, dice María Zambrano, sino la expulsión753. El desterrado se siente sin tierra. Está, por esto, más cerca de la figura del exiliado, puesto que a ninguna otra tierra quiere o puede llamar suya. Poco a poco, el desterrado cobra conciencia de la distancia con su paisaje, del abandono en que está. Este proceso da comienzo al exilio verdadero.

El desterrado conoce el abandono, lo siente y no está en condiciones de hallar un lugar que sustituya al que dejó. A diferencia del refugiado, no se deja absorber por otra historia distinta. Cuando el abandono se prolonga en el tiempo, en forma de duración, aparece el desamparo.

El desamparo se vive como ausencia de mediadores. Ya hemos dicho que las circunstancias median entre el hombre y la realidad, lo envuelven y lo protegen, le impiden percibir su soledad como angustiosa. Como señala la filósofa, «el firmamento, el horizonte familiar, la ciudad y aun el lugar que en él se habita son mediadores»754. Sólo a retazos se siente la ausencia de mediación, para escapar rápido hacia lugar conocido. El hombre nada quiere saber de su atroz perdimiento755. Ocupado entre las cosas, perdido en unas circunstancias cuyo sentido se le escapa, se obstina en seguir avanzando aunque, como la flecha metafórica de Ortega756, ignore hacia qué blanco está disparado.

  —443→  

Tampoco el exiliado está dispensado de esta tentación: tomar por libertad la ausencia de metas. Zambrano lo llama «la tentación de la existencia»757. Consiste en que el hombre, lejos ya de las familiares circunstancias que fueron su vida, crea posible sustituir las mediaciones perdidas por su Yo. Esto significaría creer que uno, en su soledad758, puede encarnar la Historia de la humanidad entera, que sería así pura proyección del subjetivo querer.

El exiliado ha sentido primero un desgarramiento, que le ha llevado a cobrar conciencia de sí mismo, de su unicidad intransferible, antes oculta bajo la solidaridad de la tragedia. En una segunda etapa, ha quedado a solas con el abandono apátrida, apareciendo entonces la soledad. O, como María Zambrano dice, el desierto, la existencia desnuda.

El desierto es una imagen polisémica: lugar de pérdida, es también metáfora de la inmensidad de la vida y de sus posibilidades inherentes. Aquí es donde se halla el peligro, pues el hombre puede tomar el desierto como la representación de una libertad vacía, al no haber reglas ni fines ni mediadores ni caminos que lo conduzcan a través de él. Puede así el hombre caer en la tentación de elevar su existencia individual a principio o máxima de cualquier acción. Por la acción existimos, diría el nihilista, para quien únicamente es real la acción sin referentes ni referencias. Es el hombre que engendra un dios en su soledad, y lo llama Voluntad de Poder. Existir no es ya andar entre mediadores, o acaso a la búsqueda del mediador ausente y divino, sino erigirse uno a sí mismo en mediador. Le sucede entonces a esta Voluntad de Poder que nada la colma y todo se le opone. Zambrano lo dice: «Todo contiende y se opone ante el único que se ha instalado en el desierto. Un desierto que ya no es la inmensidad. (...). Ahora la soledad es distancia, se hace distancia entre el Yo y 'los otros', insalvable distancia»759. Este hombre combate la nada, que por todas partes le rodea, con acciones que espera generen aquello que se ha perdido: el sentido de la existencia. Pero, habitante como es de su Yo-desierto, consciente acaso de la distancia, su Voluntad de Poder no le basta para crear sentido. Porque el sentido no se crea, sino que se encuentra cuando uno está «desposeído de toda pretensión de existencia»760.

A diferencia del superhombre nietzscheano, y de su sombra desleída, el hombre actual, el exiliado sabe que no basta la Voluntad de Poder, que no es suficiente querer algo para que exista o se nos entregue. Hay que estar dispuesto a otra cosa, al extremo incluso de morir por ella. La Voluntad de Poder dibuja un rostro humano incompleto. Y, por incompleto, inhumano también.

  —444→  

Lo sabe el artista y también el exiliado: el hombre en su condición más genuina de ser que anhela. Pero a veces lo ignoran, y se pierden. Mas, como dice María Zambrano, «para no perderse, enajenarse en el desierto, hay que encerrar dentro de sí el desierto. Hay que adentrar, interiorizar el desierto en el alma (...) y escuchar las voces»761. La Voluntad de Poder, el afán de querer destruye al hombre que no completa su rostro con la Voluntad de Padecer. «Las cosas que no son nada son algo cuando se las padece»762. El desierto tiene también sus caminos de claridad, y «hay que aprender a ser movido por la luz»763.

Es el necesario comprender padeciendo, tal como le ocurría al espectador de las tragedias clásicas, porque entonces se manifiesta, como por simpatía, no ya el dolor y la ausencia que siente un hombre cuando es arrojado de la Historia, sino el dolor y la ausencia de todos los hombres y también de todas las Historias. Y el fracaso, sí, de la pura y desnuda Voluntad de Poder.

El exilio, nos dice María Zambrano, es el «lugar privilegiado para que la Patria se descubra»764. Esto es lo que en un principio llamamos ocasión positiva del exilio. La Patria no es la tierra o el lugar, sino una categoría histórica. Los hombres padecen su historia y son marcados, aun sin saberlo, por sus avatares. Pero la Patria no se descubre a esos hombres. Lo que ellos conocen es la circunstancia concreta que les toca vivir y soportar, y el pasado. A estos individuos que viven arropados y acogidos en el seno de la Historia les cabe una doble opción, señala María Zambrano: o se despiertan o no se despiertan765. Pero despertarse es ya ponerse en el exilio, porque al despertar se da un paso más allá de lo que hay y no queda más remedio que sentirse por la fuerza fuera; pues despertar es esto mismo: salir fuera del sueño; esto es, exiliarse. Y todos los hombres que despiertan reconocen así su íntima pertenencia al exilio.

No es en la Historia y en la fatalidad de los sucesos donde debemos quedar fijados. Ser persona, dice la pensadora, es rescatar la esperanza venciendo la tragedia: «La persona, la libertad, ha de afirmarse frente a la historia, receptáculo de la fatalidad»766.

Así como la confesión revela algo que pertenece no sólo a aquel que la realiza, sino a todos los hombres en general, así también el exilio manifiesta algo que está enraizado en lo humano: su condición trágica, por incompleta, por no dada del todo. Y esto es el sentido.

La confesión busca el sentido de una vida que quien confiesa todavía no posee;   —445→   el exilio busca entre los escombros de la Historia aquello que los hace vivos y que llamamos Patria. Por eso, «tiene la patria verdadera por virtud crear el exilio»767. Pero es también por ello la Patria algo que nunca se posee del todo, como el sentido o la verdad. No se vuelve del exilio: en el exilio se habita. Mientras dure la vida y quién sabe si más allá de ella.





  —[446]→     —[447]→  

ArribaAbajoBenjamín Jarnés y el exilio: fidelidad a una estética

Virginia Trueba Mira


Conocida es ya la escasa atención que se ha prestado a los prosistas de la llamada generación del 27, sobre todo si se la compara con la dedicada a los poetas de dicha generación. En peor situación se hallan los ensayistas y críticos literarios de los años veinte, muchos de ellos también escritores, cuya obra ha sido ignorada casi por completo. Éste es el caso de Benjamín Jarnés.

Hablar de este escritor aragonés creo que obliga por tanto, y antes de nada, a mencionar el inmerecido olvido en que su obra y su persona cayeron tras la guerra civil y a defender su nombre como uno de los más relevantes y significativos de la literatura española del siglo veinte, dicho esto con la máxima imparcialidad, sin ánimo alguno de exagerar una realidad.

Rafael Conte define el caso de Jarnés como el del «misterio del escritor desaparecido» y sostiene que no hay otro «tan escandaloso en toda la historia de la literatura española»768.

Defensor declarado de la II República, Jarnés estaba sin duda alguna al lado de los vencidos en 1939, fecha a partir de la cual se convierte en uno más de entre los exiliados españoles, partiendo primero hacia Francia y emprendiendo desde allí rumbo a México en el buque Sinaia junto a Pedro Garfias, Juan Rejano, Manuel Andújar, donde permanece hasta 1948, fecha en que regresa a España y muere al año siguiente.

Pero ni tan siquiera entre los vencidos encontró su obra la admiración que cabía esperar769.

  —448→  

El irrealismo de la obra jarnesiana -la «deshumanización» que dijeron algunos- no logró encontrar su lugar en un espacio -el de finales de los treinta- dominado ya por una literatura social y explícitamente comprometida desde una perspectiva ideológica770, en un espacio ciego a la literariedad de la literatura jarnesiana, a pesar de que era precisamente esa literariedad la que le convertía en un escritor moderno cuyo irrealismo no era otro que aquel que fuera de nuestras fronteras habían practicado un Jean Giraudoux, un James Joyce o una Virginia Woolf.

El irrealismo de la obra jarnesiana fue una manera de entender la literatura y de crearla, nunca pretendió ser una forma de evasión o de ignorancia de la realidad. En todo caso, habría que decir lo contrario: ese irrealismo fue considerado por Jarnés la única posibilidad de captar la autenticidad de la vida más allá de su realidad aparencial, más allá de esas «congojas comunicables» que decía Lorca.

En 1959 Guillermo de Torre, testigo presencial de aquellos «felices veinte», fue de los primeros en recordar -defendiendo a Ortega y a sus discípulos, Jarnés el primero, de los ataques que J. Goytisolo les había dirigido, en enero de 1959 (Ínsula, 146), en nombre de una supuesta literatura «nacional y popular»-, que el término «deshumanización» remitía a ese irrealismo artístico y no a actitudes vitales ante la realidad771.

Jarnés no practicó nunca ni defendió tampoco una estética vacía, meramente formalista. La suya fue más bien una ética-estética, expuesta implícita y explícitamente tanto en su obra creativa como en su obra crítica.

  —449→  

Tras este breve preámbulo paso ya a centrarme en el objeto principal de esta ponencia: la obra crítica de Jarnés en el exilio, concretamente su libro Cartas al Ebro.

Toda la producción crítica de Jarnés, incluida la del exilio, puede definirse por los nombres de fertilidad y continuidad en los valores literarios que defiende.

La fertilidad se pone de manifiesto en los índices que Domínguez Lasierra incluye en Ensayo de una bibliografía jarnesiana de 1988 (Zaragoza, Institución Fernando el Católico), donde se enumeran más de mil cuatrocientos artículos, escritos en las páginas de los principales diarios y revistas, nacionales y extranjeras, a lo largo de más de veinte años. Objeto de su atención fueron tanto las literaturas extranjeras -J. Joyce, A. Huxley, M. Proust-, como la española -R. Alberti, Gómez de la Serna, G. Miró- y como, asimismo, la hispanoamericana -J. L. Borges, O. Girondo-772.

No se rompió esa fertilidad en el exilio, aunque Jarnés no pudiera dedicarse de pleno a escribir lo que de verdad deseaba, dada su precaria situación económica. Con todo, en México publica dos libros de crítica: Cartas al Ebro en 1940 y Ariel disperso en 1946. También publica allí tres novelas largas (La novia del viento, 1940; Venus dinámica, 1943; Constelación de Friné, 1944); otra corta (Orlando el Pacífico, 1942); biografías (Don Vasco de Quiroga, obispo de Utopía, 1942; Manuel Acuña, poeta de su siglo, 1942; Cervantes, 1944; Stefan Zweig, cumbre apagada, 1942; Escuela de Libertad, 1942), traducciones, etcétera.

Pero la obra crítica de Jarnés no sólo es abundante sino que también presenta una continuidad en cuanto a la defensa de ciertas ideas acerca de la literatura. Esta continuidad se hace manifiesta de forma definitiva precisamente en su obra del exilio.

Las dos obras críticas que publica en México, Cartas al Ebro y Ariel disperso -dejo de lado los artículos que escribe para, entre otras, las publicaciones Mañana o La Nación de Buenos Aires y de México- constituyen una recopilación de artículos publicados con anterioridad, en los años veinte y treinta.

  —450→  

Es como si ni la experiencia de la guerra ni la del exilio hubieran modificado sustancialmente el concepto que Jarnés tenía de la literatura y del arte; es, desde el exilio, intentar retener una memoria viva susceptible de perderse.

Los casi treinta artículos recogidos en Cartas al Ebro parecen así pedazos de la propia vida de Jarnés, esos pedazos que quedaron ignorados, perdidos en la contienda y que ahora Jarnés quiere recuperar, quiere salvar.

En la dedicatoria al libro escribe el propio Jarnés:

Son textos (...) que pude recoger y recordar después del naufragio bélico en el cual resultaron víctimas tantos manuscritos, tantos libros, tantas revistas, que sin duda hubieran enriquecido estas páginas que hoy pongo en manos de usted, señora. Tal vez le sirvan de algún provecho para conocer la historia literaria de una etapa efervescente de las letras españolas


(pp. 7-8)773.                


Cada uno de esos artículos constituye, significativamente, una carta al Ebro, ese río natal jarnesiano no olvidado ahora en el exilio, ese río genérico que en la tradición literaria se ha identificado con la misma vida774. Pero además, las cartas en su conjunto están dirigidas a una Carlota -que inevitablemente nos recuerda a Goethe-, discípula de aquel Profesor inútil que Jarnés escribiera en 1926. De ahí la identificación río-mujer, que encontramos en diversas ocasiones en la obra de Jarnés; la mujer es, como el río, símbolo de la vida, la vida misma, es el eje fundamental en una gran parte de las novelas jarnesianas.

Cartas al Ebro, repito, adquiere su principal relieve a la luz de la experiencia del exilio en tanto pretende recuperar y revivir un tiempo ido, una memoria sepultada.

Pero no se trata de recuperar un tiempo pasado por pasado, sino de mostrar la vitalidad -la «oportunidad», que diría Azorín- ahora, en 1940, de aquella literatura truncada por razones ajenas a ella.

Las Cartas están dividas en cuatro secciones a lo largo de las cuales escribe Jarnés principalmente de literatura (de Azorín, Miró, Goethe, Constant o J. Giraudoux), y en menor medida, también de pintura (de S. Rusiñol, Jean-François Millet, Maruja Mallo, Norah Borges o acerca del arte primitivo), de música (Adam Szpak), y de temas no específicamente artísticos como la dualidad entre raza y cultura, la envidia, etcétera.

La unidad que presentan los artículos proviene claramente de la unidad del pensamiento jarnesiano aplicado a cada uno de los autores e ideas que trata. De ahí que la diferencia entre las cuatro secciones sea insignificante.

Uno de los artículos más interesantes de las Cartas es el dedicado a Jean   —451→   Giraudoux, reproducción del que el propio Jarnés escribiera en 1924 en Alfar y al que ahora añade una postdata. Tan interesante es el artículo -verdadero compendio de las principales ideas de Jarnés acerca de la literatura y el arte- como la postdata, defensa de esa vigencia, a la que me he referido, que para Jarnés tiene todavía aquella estética de los años veinte rota por la guerra.

Reproduzco, pese a la extensión, el texto íntegro de la postdata, pues representa un manifiesto y una defensa de primer orden, en los años cuarenta, de un arte que ya para muchos estaba definitiva y afortunadamente enterrado:

Han pasado quince años, Carlota: los años -eso dicen- en que una generación se desarrolla y fructifica. Excepcionalmente, más que ninguna otra, esa generación -la de Jean Giraudoux, la mía- ha sido zarandeada, fustigada... ¿Por qué? Por su carácter de risueña y audaz rebeldía. Por su carácter verdaderamente revolucionario. Porque la verdadera revolución es siempre heroica, y el heroísmo asusta al cobarde, al mal dotado... Por eso, todos los falsos demoledores la vinieron atacando, hasta llegar a proclamar el estado de estupidez literaria.

Quería -quiere- esa generación elevar el nivel del arte, por los arduos caminos de la inteligencia, por los delgados caminos de la sensibilidad. Quería evitar -como aconsejaba Nietzsche- todas las facilidades... Pero los hombres de nula o roma inteligencia prefirieron -como ellos dicen- «llamar al pan, pan y al vino...». Sin saber, naturalmente, elevar el pan y el vino -y todo lo demás- a esa zona poética donde supieron elevarlos -desde Safo, desde Homero- los grandes creadores.

Culpaban a esa generación de delitos de frivolidad, de inutilidad... Llegaron a reprocharle su alegría, signo de fortaleza, de gran ánimo... Hoy es Jean Giraudoux, por ejemplo, uno de los hombres más útiles a Francia. Y su mágica prosa -lee, Carlota, Pleins pouvoirs- no tiene que renunciar a seducción alguna para ponerse al servicio de los hombres. Porque el poeta es útil para muchas faenas, incluso para la de encauzar inteligencias sin rumbo, para fundir dispersas energías, voluntades


(pp. 213-214)775.                


Éste es el credo ético-estético de Jarnés, defendido desde sus inicios y al que jamás renunció. El mundo del arte debe ser siempre «otro» mundo, distinto del real, un mundo al que el hombre llegará, evitando todas las facilidades, gracias a su propia   —452→   potencialidad. El mundo del arte es el mundo no de «lo dado» sino de «lo posible». El arte es lo único que, como decía Cernuda hablando de Mozart, permite que la mente humillada del hombre se ennoblezca776.

Pero para que la obra viva en ese ámbito de «lo posible», para que la obra sea «otra realidad» el artista deberá partir de ciertas premisas a las que Jarnés no deja nunca de referirse.

El artista, dice Jarnés, debe crear una obra esencialmente viva, una obra que haya sabido captar, como la prosa de Giraudoux o la pintura de Norah Borges (p. 97), esa «red enmarañada» que sostiene la realidad aparente, ese río oculto que no vemos y que mantiene unidas todas las cosas y seres del universo.

Por eso dirá Jarnés en Cartas al Ebro que la poesía es «hallazgo de armonías nuevas entre las cosas o las ideas de las cosas» (p. 120). Por eso, dice también hablando de la interpretación musical de Adam Szpak, que «no vale al artista complacerse en la riqueza del arado sino en la hondura del surco» (p. 18). De ahí también que la obra no deba «crear opiniones sino temperaturas» (p. 90)777.

Y para esa captación de la «red enmarañada» de la vida no hay recetas posibles, dice Jarnés, esa captación depende en última instancia del propio artista. «La soberanía de la ley es un despotismo impersonal» dice Benjamin Constant, a quien recuerda Jarnés (p. 139); no sirven formas aprehendidas, fórmulas intercambiables, «la simetría es el refugio de la armonía fracasada» (p. 113).

Es el artista el que mediante su sensibilidad e inteligencia deberá elaborar la forma en que se materialice el hallazgo de sí mismo con el mundo, es decir, su propia visión de la realidad; es el artista el único que puede encontrar en sí mismo el estilo de su obra, el estilo que es, en definitiva, el propio artista, su propia búsqueda y su propio encuentro.

El estilo es, dice Jarnés, «un vivo cristal que convierte la estalactita en relieve palpitante», es decir, que contiene la vida en su mismo devenir, en su misma esencialidad y, en cuanto logra esa suerte de fijación de lo huidizo, logra asimismo transcender la propia realidad.

La metáfora es, claro está, la esencia de ese estilo: «Sólo la metáfora puede dar   —453→   una suerte de eternidad al estilo», decía Proust, tan admirado por Jarnés, de eternidad a la obra, por tanto778.

En el artículo de Cartas al Ebro titulado «Sobre la verdad poética», fechado en 1929, describe Jarnés ese proceso mediante el cual el artista, desde la realidad aparente, logra crear otra nueva, artística:

La vida no puede producir la obra de arte. La vida se queda en la estación inicial del recorrido. Pero es condición precisa en toda obra artística que un tropel de objetos vivos -primera etapa- haya invadido al autor, por las puertas, por las ventanas de los sentidos (...). En silencio va ordenando su nuevo lote de sensaciones; (...) arroja a la calle lo raquítico, lo deforme; jerarquiza el resto (...).

El creador entonces -segunda etapa- subordina, arquitectura su harén. Y una vez organizado, hay que encontrarle un sentido -tercera etapa-, una expresión, una representación del rey absoluto: el hijo


(pp. 145-146).                


El artista, por tanto, debe partir de la realidad, incorporarla a su obra pero trabajándola, labrándola, deformándola, hasta convertirla en algo distinto, en algo nuevo. Jarnés no da la espalda a la realidad, sí al realismo como forma de expresar esa realidad. «El poeta, según Goethe, se manifiesta precisamente por la realidad. El verdadero realismo artístico separa lo real de lo trivial, realiza esa magnífica faena de destrivialización -se ha llamado de otras muchas maneras- indispensable a la producción artística» (p. 124).

De ahí que no baste la sensibilidad primera sino que a ella deba añadírsele la inteligencia que es, en definitiva, la que da forma a lo informe. El artista es un espigador de la realidad; Jarnés llama a Giraudoux «químico», «geómetra», «arquitecto», etcétera. En una ocasión recuerda a Leonardo, quien decía que «la pintura es cosa mental» (p. 147), un Leonardo con el que se identificaba Valéry, el cual es también, para Jarnés, paradigma de «aprendizaje permanente», necesario a toda actividad artística (p. 63).

El arte necesita, por tanto, de la pasión, pero la pasión en arte debe ser una pasión fría; así es precisamente como denomina Jarnés la primera parte de Cartas al Ebro. Después de ese proceso, las formas artísticas creadas por el artista, dice Jarnés recordando a Hegel, «lejos de ser mera apariencia 'encierran más realidad y verdad   —454→   que las existencias fenoménicas del mundo real'» (p. 110).

La forma artística no es mera superficialidad, no es mero envoltorio del contenido, sino que es una forma cargada de sentido, porque «en fin de cuentas, Carlota, la misión del arte fue siempre interpretar el mundo» (p. 120).

A modo de recapitulación y para ir ya acabando, recordemos que la obra crítica jarnesiana en el exilio no renuncia a ningún presupuesto anterior, sino que, reelaborando y rememorando aquella escritura de los veinte, quiere precisamente salvarla de las ruinas del campo de batalla en que yacía, un campo de batalla a todas luces incomprensible para Jarnés.

No podemos, sin embargo, hablar en Jarnés de una nostalgia baldía, hueca en esa recopilación de un material escrito con anterioridad. Jamás dejó Jarnés de trabajar un solo instante en el exilio mexicano, en una obra siempre con proyección de futuro, aunque eso sí, asentada en unos resortes firmes que no vio nunca necesidad de sustituir por otros nuevos.

No son, para Jarnés, las elevadas temperaturas del arte las causantes de la deshumanización sino precisamente las ínfimas miserias de la realidad las que sustraen al ser humano toda dignidad:

Si el pueblo se limita a dividirse en dos grandes y desiguales zonas -gentes que disponen de un fusil y gentes que no disponen de un fusil- cesa entre ellas todo contagio efectivo, toda comunicación simpática, toda popularidad. La fuerza (...) nunca puede ser popular. Sólo puede serlo la gracia y la gracia779, al alimón con la sabiduría, es la máxima fuente de irradiación humana


(p. 181).                


La apuesta de Jarnés fue, como la de Ortega, la de un arte y una literatura al servicio del hombre y la vida, un arte y una literatura dinámicos capaces de decir lo ignoto, capaces de creer que otra realidad existe más allá de la que nos rodea.

Si algo divino posee el hombre, decía Ortega, es precisamente esa capacidad de insatisfacción que le hace buscar lo que sus propios ojos no ven en lo aparente780. He aquí el trabajo del artista. He ahí la obra de Benjamín Jarnés.