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El extrañamiento de los jesuitas valencianos

Inmaculada Fernández Arrillaga



Nuestra intención aquí es acompañar en su exilio a esos jesuitas valencianos, a sus figuras -en ocasiones tenues sombras-, a los protagonistas de ese destierro. Desde el conocimiento de sus biografías sabremos de sus procedencias, de sus proyectos truncados o de la fortuna que brindó un giro insospechado a sus vidas. Analizaremos el modo en que describieron sus inquietudes, cómo desenredaron conflictos o enmarañaron situaciones, sorprendidos a contramano. Unos, desde luego, participaron de manera activa y sobresaliente entre la intelectualidad europea, otros se centraron en la cerrada defensa de sus ideales elaborando apologías con las que guarecer a su Orden, y los demás, la amplia mayoría, los cientos que no han trascendido, nos han dejado una feble estela, más ardua de seguir pero no por ello menos atrayente; sobre todo porque conociendo sus aspiraciones, sus fracasos y sus logros apreciaremos la ética y el comportamiento de los causantes de uno de los mayores episodios que conmovieron a la Europa Setecentista.

Hemos elegido la palabra extrañamiento para el título porque en ella se engloba no sólo el exilio y el destierro, sino también lo que podríamos llamar un «estado crónico de extrañeza» en el que casi todos los jesuitas entraron por la propia intimación de la expulsión, por la posterior negativa del Papa a acogerlos en sus dominios y porque, cuando ya se instalaron en los Estados Pontificios, seguían sintiéndose extraños y desde allí extrañaban su país y su antiguo modo de vida.

Abordaremos, inicialmente, tanto la expulsión y el exilio de los religiosos como la deportación y el desarraigo que sintieron a nivel personal aquellos valencianos, entendiendo como tales no sólo a los que nacieron en el reino de Valencia sino a los que en 1767 habitaban colegios o casas situadas en estas tierras. Contamos para ello con la documentación oficial, conservada en los archivos de Simancas, Histórico Nacional, Municipal de Sevilla, los de las actuales provincias de la Compañía de Jesús de Cataluña, Toledo, Loyola y el central de Roma, la Biblioteca de la Universidad de Valencia y también con los escritos que, en su mayoría a modo de diarios, nos dejaron algunos de estos expulsos. Destacaremos entre éstos las memorias de Vicente Olcina1, desgraciadamente desaparecidas del Archivo de Sarriá en 1939, pero de las que una parte importante quedaron recogidas en el trabajo que sobre el P. Pignatelli realizó Javier Nonell2. Contamos, asimismo, con el testimonio del que fuera el último Provincial de Aragón antes de la extinción, el P. Blas Larraz3, que dejó escrito en su De rebus Sociorum Provinciae Aragoniae Societatis Jesu ab indicio ipsis ex Hispani exilio usque ad Societatis abolitionem4, estudiado en profundidad por José Benítez i Riera5. A todo esto hay que sumar la inestimable ayuda que hemos recibido del profesor Giménez López, que, entre otros datos, nos ha proporcionado las fechas de salida, lugar y nombre de la embarcación en la que viajaron estos desterrados; los datos del valioso Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús6 y el Diario que escribiera el también jesuita expulso P. Manuel Luengo7, del que se han recopilado una significativa cantidad de las noticias que se incluyen.






ArribaAbajoLa expulsión de los jesuitas del Reino de Valencia

Cuando en 1767 Carlos III firmó la pragmática por la que saldrían de todos sus dominios los miembros pertenecientes a la Compañía de Jesús, contaba esta Orden religiosa con nueve centros en el Reino de Valencia: la Casa profesa situada en la Capital del Turia, donde también gobernaba el Colegio de San Pablo y el Seminario de nobles; la Universidad de Gandía, su noviciado en Torrente, y cuatro colegios que se situaban en las ciudades de Alicante, Onteniente, Orihuela y Segorbe.

Centros jesuitas en el Reino de Valencia.

Los jesuitas españoles llevaban tiempo temiendo que se les desterrara de España; la expulsión por tanto les impresionó, pero no creemos que les sorprendiera. En casi todas las provincias comprobamos cómo habían sido advertidos de muy diversas maneras y avisados por personas bien informadas, desde los días precedentes hasta pocas horas antes de que se les intimara la ley de destierro. En Galicia recibieron visitas en las que les prevenían de la inminente deportación, algunas, incluso, momentos antes de entrar los comisarios a notificársela8; y lo mismo ocurrió en el Reino de Valencia: el P. Olcina comentaba en su Diario que, en el mes de marzo de 1767, llegó al puerto de Alicante el P. Pedro Góusen, un jesuita flamenco procedente de Roma que no se atrevía a desembarcar hasta que el capitán del buque holandés en el que viajaba se asegurara de que los jesuitas de la ciudad vivían en su Colegio con toda normalidad y en paz. Una vez en tierra se dirigió a esa casa donde residió durante cuatro días; durante este tiempo y en varias ocasiones previno a sus hermanos del inminente arresto, asegurándoles que después de la persecución que había sufrido la Orden en Portugal y Francia aún quedaba

«por cortar otra rama a este árbol de la Compañía: esta rama será la Asistencia de España y si esto sucede, estamos perdidos, porque España es el alma y espíritu de este gran cuerpo de la Compañía»9.



El modo en que se intimó la Pragmática de expulsión a la Provincia de Aragón no varía mucho del ejecutado en el resto de España: a primera hora de la mañana los encargados de trasmitir a los jesuitas su expulsión irrumpieron en los colegios, reunieron a los padres y les comunicaron la decisión regia que ordenaba su inmediata salida de España y la ocupación de todas sus pertenencias, es decir, de todos los bienes, muebles, raíces y enseres que legítimamente poseía la Compañía de Jesús en los dominios de Carlos III10. Con los beneficios que se obtuvieran en un futuro de sus ventas o arrendamientos se aseguró una pensión vitalicia de cien pesos anuales para los sacerdotes y de noventa para los legos. Tras varios días confinados en el interior de sus propias casas fueron trasladados hasta las «cajas de embarque», es decir, los centros o colegios elegidos para aglutinarlos, y en los que esperarían el momento de ser conducidos a bordo de los distintos navíos que les llevarían hasta Roma, donde se confiarían a la tutela del Sumo Pontífice. Pero no todo iba a seguir tan preciso curso. Tomemos como ejemplo del modo en que se comunicó a los padres su expatriación en uno de sus centros más emblemáticos: la Universidad de Gandía.

Antes de tocar en la puerta del Colegio se señaló a la tropa que ocupara lugares estratégicos desde donde impedir la supuesta fuga de alguno de los jesuitas que iban a ser detenidos. Se reclamó la presencia de dos médicos excusando que había cuatro bandoleros en la Compañía y por si acaso les diera a los padres alguna cosa de susto11, aunque los doctores no creyeron el pretexto, todos juntos tocaron a las cinco de la mañana las puertas y el portero les abrió, cayéndole las llaves de la mano por la sorpresa al ver entrar de forma atropellada al Gobernador y a la tropa que ocupó todo el Colegio, incluyendo la huerta y la iglesia. Se le ordenó que despertara a la Comunidad y se reunieron todos en la biblioteca, donde se les intimó la pragmática de expulsión firmada por Carlos III. Se explicó a los novicios que esta orden no les atañía y que podían elegir entre seguir a los padres en su destierro, conscientes de que a ellos no se les señalaba ninguna ayuda económica en caso de optar por el exilio, o bien podían quedarse en España.

Los padres y coadjutores de Gandía permanecieron encerrados y vigilados en el Colegio; durmieron en la ropería; no se les permitió volver a sus aposentos a menos que lo hicieran acompañados; pudieron recoger su tabaco, el chocolate, así como toda la ropa blanca que necesitaron, y, en la madrugada del día 4 de abril, salieron de la ciudad por el portal de Valencia, a lomos de caballerías y en berlinas, los doce sacerdotes12, diez coadjutores13 y otros tantos escolares14 que habitaban el Colegio gandiense; la mayoría de ellos embarcaron el 1 de mayo en Salou con destino a Civitavecchia a bordo de la saetía «San Juan». Quedaron en la ciudad los hermanos Francisco Costa15 y Vicente Lores16, quienes, como procuradores, antes de salir de España debían preparar las cuentas para que la Junta de Temporalidades administrara en el futuro esos bienes, por lo que embarcarían hacia el destierro a primeros de octubre de 1767 y desde el puerto de Cartagena. Este Colegio Universidad de Gandía nos sirve de prototipo del modo en que se ejecutó la expulsión en tierras valencianas.

Naturalmente, hay algunos lugares en los que no faltan las paradojas o las irregularidades. En Onteniente, por ejemplo, los comisarios notificaron «el rompimiento de papeles por los regulares que, hechos pedazos arrojaron por las ventanas al río y la extracción de bienes por un estudiante, subrepticiamente y con cautela»17. Pero estos lances no dejan de ser una rareza puntual y comprensible en una comunidad tan amplia. En general, ninguno pudo llevarse al exilio ningún tipo de papel o libro, exceptuando sus breviarios. Así nos lo explica el P. Blas Larraz18:

«a ninguno se le permitió llevarse libros [...] ni mucho menos manuscritos, ni tan siquiera las producciones propias, fueran de la clase que fueran, una cuestión muy dolorosa y hasta cruel para aquellos hombres de letras»19.



Una vez comunicado el extrañamiento, los jesuitas fueron trasladados a esas casas previamente asignadas y denominadas «depósitos interinos» o «cajas de embarque»; en el Reino de Valencia la Caja se situó en el Colegio de Segorbe. Allí se les reunió, y desde esa casa salieron con dirección a Tarragona, en cuyo noviciado se centralizó a todos los jesuitas pertenecientes a la Provincia de Aragón, dada su cercanía con el puerto elegido para su embarque: Salou. Las condiciones que reunía ese noviciado no eran ni mucho menos las más convenientes para acoger a más de un centenar de hombres; a la imaginable apretura física que padecieron se unió la congoja, como premonitorio preludio de lo que les esperaba.



«La estrechez -escribía Vicente Olcina-, incomodidades y continuos sustos y temores de rigurosos registros hasta de las personas, no que de los baúles, padecidos en la reclusión de Tarragona, fueron a la verdad grandes y todos ellos obra de la mano y pluma de D. Miguel Lorieri [...] juez de la real Audiencia de Barcelona y sobrino, según la carne y mucho más en el espíritu, de su tío D. Manuel de Roda [...] No se puede creer la estrechez en que estábamos; ni hay cárcel ni hospital con que compararlo. En un aposento regular de los nuestros estábamos once o doce sujetos del Colegio de Alicante y no estaban más anchos los de otros colegios. Tribunas, coro de la iglesia y una pieza nueva, todavía sin pavimentar, estaba todo atestado de camas sin quedar apenas lugar para pasar. [...] y porque un hermano coadjutor, llevado a los primeros días del hábito y de la costumbre, tocó la campana de obediencias para comer, se alborotó de tal modo Su Señoría, como si hubieran tocado a rebato. Al instante cortó con sus propias manos la cuerda y, vuelto a varios jesuitas que estaban presentes, con truculento semblante y voz alborotada les dijo que entendieran que allí estaban presos y que sólo por gran piedad de Su Majestad se les permitía que fuese su cárcel aquella casa que ya no era de ellos»20.



El 29 de abril de 1767 el regente de la Audiencia de Cataluña y el marqués de Menahermosa, corregidor y gobernador militar de Tarragona21, ordenaron reunir a todos los jesuitas en el exterior del noviciado, allí:

«subido a una silla para que se le oyese mejor, leyó palabra por palabra el real decreto. Al finalizar preguntó si aceptábamos por intimada aquella ley, y después de asentir todos, más con un humilde silencio que con palabras, ordenó al notario que levantara acta de todo»22.

Se pasó lista a todos los jesuitas presentes y se fue preparando su embarque en los diferentes mercantes que formarían el convoy comandado por Antonio Barceló23 a bordo de la nave capitana «El Atrevido». El P. Olcina afirmaba que se había distribuido a los religiosos agrupándolos por los colegios de procedencia con lo cual cada buque se transformó en una casa religiosa flotante24. Durante la noche del 29 al 30 de abril los jesuitas valencianos subieron a bordo de las embarcaciones que les transportarían, junto con el resto de los religiosos de la Provincia de Aragón, al destierro.




ArribaAbajoEl viaje hacia el exilio

El comisario de Marina Juan Antonio Enríquez, que viajaba bajo las órdenes de Barceló en la escuadra que transportaba a los jesuitas valencianos, realizó una descripción del viaje desde Cartagena a Civitavecchia25. Comenzaba el 24 de abril cuando, antes del amanecer, se hizo a la vela del puerto de Cartagena el convoy de jabeques con destino a Salou, puerto al que arribaron al amanecer del 28. Desde allí salió Enríquez hasta Tarragona para tratar con el corregidor marqués de Menahermosa, encargado del embarque de los regulares aragoneses, catalanes y valencianos, ya congregados en Tarragona. Se observó la falta de camas y de carruajes en los que transportar hasta Salou a los 572 religiosos que debían subir a bordo.

La mañana del día 30 los expulsos embarcaron, no sin antes recibir el pago de la pensión que, con cargo a sus temporalidades, el rey se comprometió a pagar a los expulsos. Esta primera entrega cubría seis meses de su destierro, y supondría la entrega inicial de una ayuda económica que, si bien escasa, los jesuitas no dejaron de percibir ni un solo trimestre a lo largo de todo el reinado de Carlos III26. A las diez de la mañana del 1 de mayo salieron del puerto de Salou con dirección a Mallorca, llegando frente a la Bahía de Palma al atardecer del 2 de mayo; cerca de cala Porrassa aguardaron la llegada

«de los 41 padres de los Colegios de ésta y de la Isla de Ibiza [...] A las 6 de la tarde se hizo por disposición del Intendente de este ejército el pagamento de la media anualidad que S.M. les ha señalado y a las 8 hicieron vela para incorporarse con el demás convoy, lo que conseguido salieron todos el 4 de madrugada con viento favorable para su destino»27.



En este puerto se abastecieron de pan fresco, queso, verduras, naranjas y limones, alimentos que quedaron a bordo de los distintos navíos hacia las diez de la noche28. Al amanecer del día 4 se intentó la partida, pero la imposibilitó el fuerte viento y la mar encrespada, lo que causo tanto mareo y susto a los religiosos que muchos echaron mano al Santo Cristo; se tomó la determinación de volver a la costa, y se logró fondear, frente a la menorquina bahía de Fornells, a las seis de la tarde. Allí se permitió a los jesuitas que pasasen a visitarse de una embarcación a otra, yendo muchos a la que transportaba a los jesuitas procedentes de Mallorca, por ser ésta la que mayores comodidades ofrecía; pero no se consintió que bajaran a tierra. Al amanecer del día 9, tras superar algunas averías en unos jabeques, el convoy se hizo a la mar, cruzó el estrecho de Bonifacio, entre Córcega y Cerdeña, y, el día 12 a las cuatro de la tarde, gracias a un nordeste flojo, la escuadra unida echaba anclas a escasas millas del puerto romano de Civitavecchia.

Ruta del convoy de los jesuitas de la Provincia de Aragón.

Una vez fondeados en esta rada de los Estados Pontificios, Antonio Barceló escribió el día 13 al embajador de España en Roma, Tomás de Azpuru, comunicándole el fin del real encargo que había recibido de transportar a los jesuitas y la intención que tenía de aguar con presteza para poder volver a España lo antes posible, no sin antes, lógicamente, desembarcar a los religiosos. Por entonces, para extrañeza y decepción de los religiosos embarcados, el Secretario de Estado pontificio había negado la entrada de los expulsos españoles en los territorios del Papa por orden del propio Clemente XIII. Al día siguiente Azpuru escribía a Barceló y le informaba de las órdenes que dos días antes había recibido del Secretario de Estado español, marqués de Grimaldi, por las que se advertía que en el caso

«de negar el permiso al desembarco [...] prevengo a V.S. que sobre dicha negativa haga sus formales protestas y tome testimonio de ellas, manteniéndose en ese puerto hasta que participe a V.S. lo que deberá ejecutar»29.



De nada sirvió que Barceló se quejara de las malas condiciones en que viajaban tantos hombres, con un calor tan intenso que les enfermaba, de la inhumana estrechez en la que se hallaban a bordo de los buques o de la incipiente carencia de víveres30; la única respuesta que obtuvieron fue la colocación en las murallas de diferentes cañones de corto calibre con los que Clemente XIII mostraba la firmeza de su decisión31. En esas condiciones permanecieron cinco días los jesuitas valencianos frente a Civitavecchia, hasta que Barceló recibió instrucciones del ministro español en Roma indicándole que debía dirigir su convoy a la isla de Córcega, en cuya capital recibirían las convenientes providencias de Juan Cornejo, cónsul de España en Génova. Las embarcaciones comandadas por Barceló pusieron proa hacia Bastia al amanecer del 18 de mayo. A bordo, el P. Larraz escribía:

«Los jesuitas, que se veían forzados a emprender una nueva navegación, que ignoraban totalmente hacia donde se dirigían y que nada más sabían que no habían sido admitidos en los Estados Pontificios, estaban inquietos y no todos tenían los mismos presentimientos»32.



Y es que no sólo se ocultó a los jesuitas a dónde los llevaban, además supieron que todos los patrones de los barcos llevaban un pliego cerrado que sólo debía abrirse en caso de que el convoy por alguna tempestad se separase, para que en tal caso supieran a dónde acudir. Aquel nuevo desconcierto volvió a tornarse en extrañeza: ¡Cuan funestas cosas no pasaron entonces por la imaginación de los pobres jesuitas! -escribe el P. Nonell- y más habiendo notado la reacción del comandante Barceló al leer la última posta de Roma y tras cuya lectura se decía que había susurrado: «de ésta habrá santos». Por su parte, el P. Olcina recogía el testimonio de otro jesuita que afirmaba:

«Yo tuve por cierto que de noche nos echarían en alguna playa desierta de Italia; y este mi ofrecimiento fue tortas y pan pintado respecto del que otros tuvieron; pues observando que los marineros recogían con cautela y disimulo y ponían a mano espadas, sables, escopetas y otras armas de fuego, entraron en vehementes temores de que todos los patrones tenían orden de barrenar en alta mar las embarcaciones para echarnos a todos al fondo»33.



Como muestra de que no se trataba de miedos puntuales, sino de un auténtico trastorno colectivo, el P. Olcina narra en su escrito lo sucedido una de esas noches a bordo del navío en el que viajaban los alicantinos:

«Estábamos tranquilamente durmiendo todos los jesuitas de mi barco cuando, uno de ellos, soñando que le corrían por la cama los ratones, se asusta, grita y empieza a dar golpes sobre su cama y sobre la de su vecino. Los golpes y gritos descompasados que daba despiertan a los que dormían cerca; piensan que los marineros les van a degollar y comienzan también a dar gritos desaforados y golpes al aire, por estar casi del todo a oscuras para defenderse y salvar, si era posible la vida, aunque saliesen con un par de cuchilladas por barba [...] y de toda aquella sarracina que se movió en un instante, fue la única causa un hermano coadjutor poco despierto y un ratón enteramente soñado»34.






ArribaAbajoEl dilatado arribo a Córcega

En el verano de 1767 la isla de Córcega pertenecía a la República de Génova, aunque los independentistas corsos llevaban cuarenta años exigiendo su independencia, una pretensión sostenida por la mayoría de la población isleña y obstaculizada gracias al tratado de Compiègne, firmado en 1764, por el que guarniciones francesas defendían los principales puertos de la isla del carismático líder independentista Pascual Paoli35. Esta delicada situación exigía auténticos equilibrios diplomáticos, estudiados por Ferrer Benimeli36y por Enrique Giménez37, lo que retrasó las instrucciones que debía recibir Barceló, cuyo convoy alcanzó las costas de Bastia el 22 de mayo, con gran sorpresa de los padres que de todo se acordaban menos de Córcega38.

Ahora bien, estos 570 religiosos de la Provincia aragonesa tendrían aún que esperar meses a bordo de los navíos en los que salieron de España hasta poder alcanzar su ciudad de destino al sur de la isla: Bonifacio. Durante todo este tiempo los religiosos soportaron las lógicas incomodidades de la vida en los barcos. A modo de ejemplo el P. Larraz escribía:

«Al estar el puerto de Bastia rodeado de altos montes, unido a lo riguroso de la estación, hacía que los rayos del sol abrasasen a los encerrados en las naves durante el día, y por la noche la falta de ventilación en los dormitorios, ya caldeados de día, y la aglomeración de la mucha gente allí amontonada, eran causa de que se sintiese un extraordinario calor, que materialmente los ahogaba, sin dejarles dormir ni descansar. Si a esto añadimos la falta de aseo en los buques la consecuencia fue la multiplicación de plagas de insectos, que se hicieron muy incómodos y molestos y de ratones que, en algunas naves, se propagaron de manera asombrosa, llegando a formar sus nidos en los colchones y de noche hacían sus excursiones paseándose impunemente por el dormitorio y aun corriendo por encima del rostro de los que estaban deseando descansar en las camas»39.



Por su parte, el convoy que reunía a los jesuitas pertenecientes a la provincia Toledo40 fondeó frente a este puerto el día 26 de mayo. Lo constituían un total de cuarenta barcos y dos fragatas comandados por Francisco de Vera. El 19 de junio pudo verse frente a San Florencio la escuadra con los jesuitas andaluces41 y al día siguiente llegó el convoy en el que viajaba la Provincia castellana42. En este último, a bordo del navío de guerra «San Juan Nepomuceno», viajaba el P. Luengo, que, entre los apuntes que hizo el día 20 de junio en su Diario, destacaba:

«Hoy tuvimos un gusto y consuelo muy grande por haber venido a visitarnos en nuestras embarcaciones muchos padres de la Provincia de Aragón [...] El tiempo que estuvimos juntos se pasó en contar mutuamente nuestras cosas, los arrestos, las prisiones y los viajes y sucesos más particulares que ha habido [...] Todos los días -los jesuitas de la Provincia de Aragón- salen a decir misa a la ciudad todos los que quieren, y muchos de ellos van a la iglesia del Colegio de la Compañía que hay en esta ciudad, en donde son muy bien recibidos por los jesuitas italianos y en todas las demás cosas que se ofrecen les sirven y tratan muy bien y aun les han hecho sus regalitos y dado sus refrescos, en medio de estar muy pobres por la miserable situación en que se halla esta isla. La misma libertad tienen para salir a la ciudad y al campo a divertirse y dar un paseo, lo que sin duda es un alivio muy grande y cosa útil para no perder la salud»43.



Efectivamente, cuando los aragoneses llevaban dieciocho días frente a las costas de Bastia, concretamente el día 9 de junio, se les permitió bajar a tierra para pasear, decir u oír misa en las iglesias de esa ciudad; muchos hicieron uso de esa dispensa, no olvidemos que llevaban sin pisar tierra firme desde el 1 de mayo. Durante este tiempo alguno había caído enfermo y fue también en esa ciudad donde tuvieron lugar los dos primeros fallecimientos que se registraron durante el destierro de los jesuitas valencianos44. Ambos fueron enterrados en la iglesia que la Compañía regentaba en Bastia. Para entonces, en todas las embarcaciones comenzaba a ser preocupante la escasez de víveres y el número de religiosos enfermos. Esta inquietud y la falta de escrúpulos del Comandante Argote, responsable de las embarcaciones procedentes de Andalucía, aceleró el desembarcó de casi 400 padres andaluces en la pequeña villa de Algajola y otros 200 en la ciudad de Calvi45, donde, pocos días después, Diego Argote, que comandaba el convoy procedente de El Ferrol, ordenó el descenso a tierra de los más de 600 jesuitas que pertenecían a la Provincia de Castilla. En total desembarcarían en Córcega unos 3.000 jesuitas, a los que deberían añadirse, poco después, otros 2.000 procedentes de América y Filipinas.

Por aquellas fechas se calcula que había en Córcega entre 1.000 y 1.200 miembros del clero regular para una población estimada de 150.000, lo que hacía un religioso por cada 150 personas más o menos. Si a esto añadimos la presencia de otros 2.000 sacerdotes, esta vez seculares, podemos imaginar lo que suponía el que de golpe llegaran a la isla alrededor de 5.000 nuevos religiosos46.

Merece un breve comentario la postura de los comandantes Antonio Barceló y Francisco de Vera, este último responsable del convoy que transportaba a los jesuitas de la Provincia de Toledo, ya que fue más compasiva con los religiosos a los que intentaban desembarcar en unas condiciones de seguridad mínimas, conscientes del serio riesgo que sufrirían de ser abandonados a su suerte en aquellas ciudades corsas crispadas por una intensa guerra civil.

El 8 de julio salieron los valencianos de Bastia sin rumbo fijo. El comandante Barceló, después de reunirse con los oficiales responsables de los otros convoyes y de consultar a los superiores de los jesuitas aragoneses, decidió que la ciudad de Ajaccio sería la más adecuada para dejar a los religiosos que viajaban bajo su responsabilidad. Así, el día 27 de ese mismo mes ordenó el desembarco en dicha ciudad. Los jesuitas se fueron repartieron como mejor pudieron en algunas casas que les hospedaron, y la mayoría, acogidos por el Colegio que la Compañía tenía en esta ciudad47. Poco tiempo después atracó en ese mismo puerto el convoy que transportaba a los procedentes de la Provincia de Toledo y la situación se complicó, no sólo por el hacinamiento al que se vieron obligados en sus residencias; también porque los independentistas corsos tenían la ciudad sitiada para ocuparla en cuanto saliera de ella la guarnición genovesa, ocupación que llevarían a cabo tal y como lo habían hecho anteriormente en Algajola. Urgía, pues, ponerse en contacto con las tropas paolistas para que les permitieran encargar víveres y recibirlos desde Génova, para poder trasladar a sus enfermos a un lugar más seguro y, sobre todo, para que les garantizaran respeto a sus vidas mientras tuvieran que quedarse en la isla.

El trato que los jesuitas españoles recibieron de los seguidores de Paoli fue siempre cordial y de total ayuda, dentro de las mermadas posibilidades que tenían de hacerles más tolerable su estancia en la isla; los independentistas corsos mantuvieron siempre contacto con los superiores de las distintas provincias instaladas en Córcega y ayudaron en gran medida a que su estancia fuera mejor. Los comentarios que los jesuitas hicieron en sus diarios no ofrecen duda de la cooperación existente entre los paolistas y los exiliados españoles, que siempre se sintieron protegidos cerca de estas tropas. Jaime Nonell recoge un edicto firmado por el chanciller de Calvi Juan Orticoni48, en el que se reconocía la alta veneración-de estos corsos- hacia la religión Ignaciana, es decir, la Compañía de Jesús y la viva compasión que nos merecen las vicisitudes dolorosas por que está pasando . Más adelante y, consecuentemente, Orticoni ordenaba:

«... bajo pena de muerte, que en estas circunstancias funestas nadie tenga el arrojo de cometer hostilidad alguna contra las dos susodichas naciones, y queremos también que se reciba, con toda humanidad y del modo más favorable, a los religiosos de la Compañía de Jesús y que se les prodigue toda asistencia, como dignos que son de toda atención y miramiento»49.



Cuando los jesuitas valencianos llevaban casi un mes en Ajaccio y comenzaban a familiarizarse con las costumbres y lugares de esta ciudad, recibió el comandante Barceló un despacho en el que se le comunicaba que el lugar destinado para los aragoneses no era esa ciudad sino la más meridional de Bonifacio; por lo que se le ordenaba que los trasladase allí sin demora. El comandante obedeció, los religiosos volvieron a los navíos y, la noche del 28 de agosto de 1767, Barceló desembarcaba a los jesuitas pertenecientes a los reinos de Valencia, de Aragón, a los catalanes y a los procedentes de las Islas Baleares en uno de los puertos más inaccesibles y desamparados de Córcega.

Establecimiento de los jesuitas españoles en Córcega (1767)

Hay que resaltar que los jesuitas que viajaron bajo el mando de este comandante siempre tuvieron hacia él palabras de agradecimiento, como reconocieron a sus hermanos castellanos50. El P. Larraz, que eximía de toda culpa al Comandante Barceló por haberles desembarcado en tan inhóspito paraje, no pudo evitar reflejar en su diario la salida del único vínculo que les quedaba con su lejana patria y con su pasado: ... el convoy de Barceló, con viento favorable, se hizo a la mar rumbo a España. Antonio Barceló atracó en Barcelona el 6 de septiembre los tres jabeques y las siete embarcaciones en las que había transportado a los jesuitas desde Salou a Córcega51 y, dos días más tarde, anclaba en el puerto de Palma el jabeque mallorquín La Purísima Concepción tras haber desembarcado en el de Bonifacio a los padres de la Compañía que residieran en las Baleares52.

Bonifacio, la ciudad a la que habían ido a parar los jesuitas valencianos, estaba situada sobre un farallón cercano al estrecho que separa Córcega de Cerdeña, con un puerto de difícil acceso debido a sus arenosos fondos y a las fuertes corrientes del canal, pero bien defendido en parte por la misma roca y también por la muralla que lo rodeaba y a cuya sombra se situaban los pocos edificios que había construidos, todos ellos en piedra sin encalar y bastante deteriorados, siendo entonces los más emblemáticos el convento de los franciscanos y el de los dominicos. Estos dos, junto con cuatro ermitas situadas a los alrededores de la ciudad, fueron los que hospedaron al mayor número de jesuitas53. A la escasa agricultura de Bonifacio se unía la dificultad para comerciar víveres dado el ya mencionado peligro de su acceso por mar y el asedio al que la sometían las tropas de Paoli por tierra, ya que entonces Bonifacio se mantenía fiel a Génova.

Las necesidades de los jesuitas fueron tantas y los alquileres de las casas tan elevados que demandaron a España una ayuda económica que paliara los muchos gastos que habían tenido que hacer para poder establecerse en un lugar tan desolado, donde cubrir las necesidades más primarias parecía de todo punto imposible. Ferrer Benimeli explica detalladamente el modo en que se instalaron, apiñados en ermitas, casas particulares o conventos54; mientras que Enrique Giménez destaca que, a pesar de sus muchas necesidades, lo que más extrañaban los expulsos era la falta de libros para instruir a los jóvenes que habían decidido unirse a los padres en este duro éxodo55.

Los inconvenientes para acomodarse dignamente en Córcega, la exigüidad en la alimentación, el comienzo de las enfermedades, lo yermo del paisaje, unido a la conciencia de auténtica insularidad y, sobre todo, la incertidumbre hacia el futuro, hizo que algunos de estos jesuitas pensaran en el abandono de sus votos y en la vuelta a casa al precio que fuera56. De todas estas circunstancias se sirvieron los comisarios reales, que, bien aleccionados desde la Corte española57, indujeron a los más indecisos hacia la secularización58. En los cuadros que siguen podemos apreciar algunos datos de los religiosos que dejaron la Orden pertenecientes al reino de Valencia, clasificados por los colegios a los que pertenecían en el momento de la expulsión. Los colegios que no figuran en los cuadros no conocieron ninguna dimisoria.

Jesuitas secularizados procedentes del Colegio-Universidad de Gandía
NombreGradoFecha de secularización
José Ferrándiz Escolar12 de agosto de 1767
Mariano MiguelCoadjutor29 de noviembre de 1767
José GarcíaCoadjutor9 de octubre de 1768
José Manuel VidalSacerdote12 de agosto de 1767
Antonio VilaEscolarAntes de 1773

Jesuitas secularizados procedentes del Colegio de Onteniente
NombreGradoFecha de secularización
Nicolás Almiñana Sacerdote13 de septiembre de 1768
Pedro Montengón59Escolar5 de enero de 1769
Romualdo GarcíaSacerdote18 de abril de 1771

Jesuitas secularizados procedentes del Colegio de Segorbe
NombreGradoFecha de secularización
Gaspar BotellaCoadjutor11 de diciembre de 1767
Joaquín RieraSacerdote20 de agosto de 1768

Jesuitas secularizados procedentes de la Casa profesa de Valencia
NombreGradoFecha de secularización
Diego Adam Sacerdote22 de febrero de 1768
Guillermo CruañesSacerdote17 de octubre de 1771
Antonio GarcíaCoadjutor7 de noviembre de 1767
Joaquín LópezSacerdote6 de septiembre de 1768
Vicente LorasSacerdote22 de junio de 1770
Juan Bautista MarínCoadjutor7 de noviembre de 1767
Ignacio SperingSacerdote16 de agosto de 1768

Jesuitas secularizados procedentes del Colegio de San Pablo de Valencia
NombreGradoFecha de secularización
Vicente AvellánEscolar6 de septiembre de 1768
Miguel FillolSacerdote9 de agosto de 1768
Francisco GarcíaCoadjutor7 de noviembre de 1767
Francisco MurcianoEscolar7 de agosto de 1767
José SirventEscolar9 de septiembre de 1768

Jesuitas secularizados procedentes del Seminario de Nobles de Valencia
NombreGradoFecha de secularización
Felipe BernabeuSacerdote30 de agosto de 1768

En total se secularizaron 23 jesuitas procedentes del reino de Valencia. De ellos 11 eran sacerdotes, 6 escolares y 6 coadjutores; siendo los años de mayor número de secularizaciones 1767 y 1768, es decir, los correspondientes a la salida de España y estancia en Córcega. Como se ve en los cuadros precedentes también se dio un significativo número de bajas cuando estos religiosos llegaron a los Estados Pontificios y, a partir de entonces, sólo observamos alguna secularización en la década de los setenta, cifras poco relevantes.

Hubo casos, como el dos religiosos pertenecientes al Colegio de Gandía, el P. José Manuel Vidal y el estudiante de Filosofía José Ferrándiz, que huyeron de Córcega con el fin de regresar a España, siendo retenidos en Génova el 5 de noviembre de 1767. Algunos de ellos solicitaron ayudas en años posteriores a Madrid para poder paliar la grave situación económica que sufrían. Ese era el argumento de Vicente Avellán, que solicitaba un socorro en 1785 argumentando:

«... Encontrándome al presente en esta ciudad de Génova con mujer y cuatro hijos, no teniendo otro socorro que sola la pensión, y no pudiéndome agenciar con mi trabajo cosa alguna para el necesario mantenimiento de mi honrada familia por haber perdido casi del todo la vista»60.



O el de Francisco Murciano, que en 1785, también con cuatro hijos, se encontraba con parecidas dificultades para mantenerlos con la sola pensión:

«se ve en la necesidad de hacer una vida miserabilísima sin poder dar la educación correspondiente a sus hijos, que no pueden con decencia frecuentar las públicas escuelas, y sin que sepa por otra parte como satisfacer algunas deudas contraídas por la miserable estrechez en que vive con su familia»61.



Pero si bien unos abandonaron la Orden, otros se unieron a los exiliados de forma voluntaria. En el mes de octubre de 1767 los jesuitas valencianos supieron que habían desembarcado en Ajaccio ocho jóvenes pertenecientes al noviciado de Torrente. Los jesuitas valoraban muchísimo la entrega de estos novicios, que les seguían al destierro a pesar de no haber sido expresamente expulsados, ya que la Pragmática les dejaba libertad de elegir quedarse en España o salir hacia el exilio sin ningún tipo de ayuda económica, es decir, teniendo que mantenerse de limosnas o de las ayudas que les proporcionasen los miembros de sus respectivas provincias, a costa de la pensión que había asignada de modo personal a cada expulso62. En la práctica, muchos de estos jóvenes recibirían ayudas desde sus casas en España, y casi todos lograron integrarse en Italia. Estos ocho jóvenes habían zarpado de Cartagena con los procuradores de los colegios que quedaron en España para rendir cuentas de las propiedades de cada casa jesuita a los comisarios reales encargados de evaluar las temporalidades de la Compañía; una tarea que pasaría después a coordinar la Dirección General de Temporalidades, y que se encargaría de su administración y del pago de la pensión que Carlos III destinó a los jesuitas desterrados, una exigua ayuda económica que se abonó a estos religiosos, trimestral y puntualmente, durante casi todo su largo destierro.

La estancia en Córcega fue de un rigor extremo y mantuvo a los jesuitas superando dificultades casi a diario. Pero ellos se intentaron organizar de tal manera que su modo de vida se asemejara lo más posible al que llevaban en España; intentando que vivieran juntos los mismos miembros de los colegios o casas de origen, se continuó con la actividad docente de los novicios y escolares para mantener ocupados a los jóvenes y favorecer su avance en las materias que debían cursar63. La intención primordial consistía en mantener ocupada y unida a la comunidad, potenciando el sentimiento de pertenencia a la Orden con el fin de reafirmar su propia existencia y evitar nuevas deserciones.

A finales de abril de 1768 los jesuitas fueron presa de una nueva extrañeza: la posibilidad de que la isla pasase definitivamente a manos francesas. Esto vino a complicar aún más su situación; las tropas galas no habían tratado bien a los jesuitas y estos eran conscientes de que en el momento en que los soldados franceses pretendieran acomodarse los exiliados españoles tendrían que abandonar Córcega. Para los religiosos salir de ese forzoso y severo retiro resultaba su principal aspiración: el problema era que ni Roma parecía haber cedido en su negativa a recibirles, ni España estaba dispuesta a que volvieran. El día 30 de abril, el P. Luengo escribía:

«Está en este puerto una fragata de guerra inglesa cuyo capitán dice que pertenece a una escuadra de su nación que está en el Mediterráneo. Anda esta fragata con suma franqueza y libertad, sondeando el puerto por todos lados como quien trata de informarse de su fondo y capacidad, y hasta donde hay bastante agua para navíos grandes. Si fuera en otra parte ya se guardaría el capitán inglés de hacer esta cosa, a lo menos con la publicidad y descaro con que la hace; pues se exponía a que le hiciesen fuego desde la plaza; pero los genoveses son de buena condición y pasan por todo; si bien esto no quita que de parte del inglés sea una insolencia. Este arribo de esta fragata, que ha dado algún cuidado al comisario francés y ha enviado, según se cree, aviso de ello a La Bastia por tierra y a Francia con una tartana, nos le da mayor a nosotros; especialmente que los corsos se lisonjean de que si los franceses, que de cierto vuelven otra vez a esta plaza, les quieren hacer la guerra, serán protegidos y ayudados por los ingleses. Será cosa buena, por cierto, que este rinconcito de Córcega, a donde nos han arrojado por no querernos nadie en su casa, venga a ser un teatro de guerra entre franceses e ingleses con los corsos. Este suceso mirado sólo desde lejos y como posible, o cuando más algo probable, no puede menos de consternar mucho a la gente; siendo tan miserable nuestra situación; tan fácil que se nos corten por mar y por tierra las provisiones, y que sucedan otros mil trabajos y desgracias. No hay otro arbitrio, que arrojarse en los brazos de la Divina Providencia y ofrecerse resueltamente a todo lo que el Señor disponga, que venga sobre nosotros»64.






ArribaAbajoDel destierro en Córcega al exilio en Ferrara

El 15 de agosto, en virtud del Tratado firmado en Compiègne cinco meses antes, Córcega quedaba agregada al reino de Francia ante la imposibilidad que mostraba Génova de vencer a los independentistas que dirigía Pascual Paoli; y el P. Olcina relataba en su Diario que habían fondeado en el puerto de San Bonifacio tres naves francesas, de las que desembarcaron 300 soldados galos a los que los genoveses hicieron entrega de la plaza. La iglesia de los dominicos fue convertida en cuartel general y una de sus capillas, en la que habitaban unos jesuitas aragoneses, fue ocupada a viva fuerza65. Al anochecer del 8 de septiembre los jesuitas comenzaron a embarcarse para abandonar la isla hacinados en cinco naves con rumbo a Calvi66, pero la fuerte marejada y el viento contrario las mantuvo recalando y sin poder salir de Bonifacio hasta el día 12. Tres días más tarde el P. Luengo escribía:

«Entró ayer, efectivamente, toda la Provincia de Aragón [...] todas las embarcaciones están ancoradas en este puerto [de Calvi] Se embarcó en San Bonifacio el día nueve; pero no salió al mar porque aunque el viento era bueno para caminar hacia aquí, no lo era para salir del puerto. Por lo mismo que ha sido bueno el aire para este convoy de Aragón, es malo para que vengan de Algaida los padres andaluces, y así ni aparecieron ayer ni es posible que vengan hoy las tartanas que fueron a traerlos. [...] Hoy al mediodía ya estábamos embarcados todos los de la Provincia de Castilla, sin que hubiese quedado en tierra ninguno, sino los enfermos y algunos destinados a su asistencia»67.



A las 9 de la mañana del día 19 los jesuitas españoles dejaban Córcega y las tropas galas pasaban a ocupar la isla, instalándose en los conventos y cuarteles que los religiosos habían utilizado durante más de un año en su forzoso confinamiento. La salida de la isla fue muy agitada debido a un temporal que se observó nada más entrar a mar abierto68; el 22 de septiembre anclaron frente al puerto de Génova y supieron que ni se les permitía desembarcar ni podían regresar a España, una opción que habían barajado algunos sustentada en las muchas profecías que por entonces reconfortaban a los jesuitas69. Además, Roma parecía inmutable en su decisión de no admitirlos en sus puertos. El P. Olcina recoge un elocuente comentario de uno de los patrones de barco:

«¿Qué raza de gente tan maldita sois vosotros que nadie os quiere? En tantos años que navego y en tantos viajes que he hecho, jamás me ha sucedido lo que ahora. Yo he llevado cargamento de puercos en este mi bastimento y llegado al puerto desembarqué luego los puercos. He conducido con él turcos, y lo mismo fue llegar al puerto que desembarcarlos. En fin, yo he traído a bordo familias de judíos y también los desembarqué luego en el puerto. Y a vosotros ninguno os quiere admitir ni dar entrada ¿Qué diablos de gente sois vosotros?»70.



Se pensó, pues, que los jesuitas podrían ser desembarcados en un puerto que no perteneciera a los Estados Pontificios y que alcanzasen éstos por tierra, atravesando los Apeninos; para ello se dispuso que las embarcaciones se dirigieran a Sestri Levante, donde deberían ser desembarcados todos estos religiosos71. Esta es la descripción que de ese viaje realizó el alicantino P. Reig72:

«... El día 12 de septiembre salimos de Bonifacio y el 22 del mismo llegamos a Génova, [...] nos hicimos de nuevo a la vela el día 30, arribando el 3 de octubre a Puerto Fino [...]. De allí, unos el mismo día y otros al siguiente, después de una muy corta navegación, fuimos a desembarcar en Sestri, población que está al oriente, en donde pudimos por fin dar algún reposo a nuestros ánimos abatidos y a nuestros cuerpos cansados. El día 8 de octubre, por mandato del P. Provincial movimos los reales, como hacen los soldados y unos a pie y otros a caballo estuvimos marchando cuatro días hacia Italia por los montes Apeninos. El camino es pendiente, estrecho, resbaladizo y lleno de peligros, pero muy corto [...] El día 12 [...] llegamos a Fornovo, en donde se extiende una llanura tan inmensa como la del vasto mar que apenas puede abarcarse con la vista. Caminando de allí por Parma, Reggio y Módena, entramos el día 14 sanos y salvos en Bolonia y el 18 en Ferrara»73.



Ruta desde Córcega hasta Ferrara (1768)

Llegaba así a su destino aquel grupo de 174 hombres, procedentes del reino de Valencia y a los que nos vamos a acercar agrupándolos según sus centros de origen.




ArribaAproximación a los jesuitas valencianos

En Alicante, habitaban el Colegio de la Compañía 10 sacerdotes74 y 3 coadjutores75, siendo su rector Miguel Badía76. Todos ellos embarcaron en Salou a bordo de la saetía «Nuestra Señora de la Concepción», a excepción del P. Antonio Juan, que se quedó internado en el Hospital General de Valencia aquejado de demencia. De entre los miembros de este centro resalta la labor apologética que desarrolló en el destierro el P. Olcina, a cuyo diario ya nos hemos referido con anterioridad. La media de edad de los expulsos que pertenecían al Colegio alicantino era de cuarenta años en el momento de la expulsión y todas las muertes que tenemos registradas acaecieron en el destierro italiano; tan sólo el P. Ignacio Canicia murió en Córcega durante el verano de 1767, antes de pisar suelo italiano. El resto residió en Ferrara hasta la extinción de la Compañía y ninguno de los miembros pertenecientes a este Colegio de Alicante solicitó salir de la Orden.

Tampoco hubo secularizaciones entre los diez miembros del noviciado de Torrente77 ni en el Colegio de Orihuela; en este último, de los doce religiosos que lo habitaban78, dos morirían en Córcega, con un intervalo de veinte días, a lo largo del otoño de 176779. En el centro oriolano residía el P. Colomés80, cuya trayectoria literaria desarrollada en el exilio ha sido estudiada en profundidad por la profesora María José Bono81. Por su parte, el Colegio de Seborge contaba con doce cofrades82 y también registra un bajo índice de secularizaciones, pues tan sólo Gaspar Botella abandonó la Orden en 1768 y se quedó a residir en Roma, ciudad en la que seguía viviendo después de la extinción. Sólo uno de sus miembros falleció en Córcega, el H. Joaquín Hernández, que murió el 2 de octubre de 1767. En cuanto a los diez jesuitas que pertenecían al Colegio de Onteniente83, destaca únicamente la figura del alicantino Pedro Montengón, estudiado tanto él como su obra por el profesor Guillermo Carnero84, y del que el P. Luengo reseña el premio de doble pensión concedido por la Corte madrileña en 1788 por su obra El Eusebio85.

Los expulsos del Colegio-Universidad de Gandía fueron treinta y dos86, entre los que se dieron cinco secularizaciones, dos de ellas al unísono. El valenciano José Manuel Vidal y un escolar natural de Elda, José Ferrándiz, solicitaron en Roma su cese a mediados de agosto de 1767, y de allí, como ya hemos comentado, salieron hacia España confiados en que, no perteneciendo ya a la Compañía, podrían regresar a su país; pero en la ciudad de Gerona fueron descubiertos y detenidos en septiembre, embarcándoseles de nuevo hacia Italia y es de suponer que desde esa costa se dirigieran a Roma, ya que residían allí después de la extinción de la Compañía. Otro caso de secularización entre los residentes de la Universidad de Gandía nos lo relata el P. Luengo. Se trata de otro escolar, Antonio Vila87, que fue profesor de Retórica y de Griego en la ciudad de Comacchio en 1787, año en el que también recibió premio de doble pensión. Hacia 1791 Antonio Vila impartía cátedra de Retórica en la Universidad de Ferrara, donde publicó algunas obras88.

Tras la invasión francesa de los territorios pontificios y la formación de la República Cisalpina la situación de los exiliados se complicó; los jesuitas temían por su integridad física y el propio José Nicolás de Azara, antes de ocupar la embajada de París, recomendó a Godoy que se les permitiera regresar a España89. La Real Orden de 10 de marzo de 1798 autorizaba el retorno de estos religiosos a su país con la prohibición expresa de que residieran en los reales sitios90. Los expulsos pretendieron que con su vuelta se restaurara su dañado prestigio, pero el gobierno sólo estaba interesado en evitar conflictos con Napoleón y procuró -con poco éxito- que la Orden de retorno pasara por una medida de carácter más humanitario que político91. En 1801, y como respuesta a la publicación en Roma del breve pontificio Catholicae Fidei -por el que se declaraba legítima la conservación de la Compañía de Jesús en Rusia-, los jesuitas volvían a ser expulsados de España92.

De los que permanecieron en la Orden alguno volvió a tierras valencianas en 1798 y se tuvo que enfrentar a nuevos problemas, como Pedro Roca93, que salió de Gandía siendo escolar a quien y al regresar a su ciudad natal de Caudiel, el obispo Lorenzo Gómez de Haedo le prohibió oficiar misa en la iglesia de las carmelitas descalzas de aquella villa. La mayoría de ellos volvieron a ser desterrados y retornaron a su exilio italiano. Allí tuvieron que enfrentarse a nuevos retos en 1809, cuando se les obligó a firmar el juramento de fidelidad a la Constitución de José I; los que se negaron sufrieron persecución y detenciones, como el caso de Mariano Arascot, también del Colegio de Gandía, que vivía en Bolonia después de la extinción y que, junto a otros jesuitas de la Provincia de Castilla, fue trasladado a Mantua, donde sufrió un duro confinamiento94. A principios del XIX, parte de estos religiosos decidió unirse a la Asistencia napolitana de la Compañía que acababa de restablecerse. El ya mencionado Pedro Roca fue uno de ellos, lo que no le eximió del presidio por negarse, como Arascot, a jurar la Constitución de Bayona, y del destierro de Bolonia, perteneciente ya a la República Cesalpina, en 1812. No podemos pasar por alto a uno de los residentes de este Colegio que sería una de las personalidades más relevantes de la intelectualidad en la Italia de finales del XVIII; nos referimos a Juan Andrés95.

En los tres centros que poseía la Compañía en Valencia residían un total de ochenta y cuatro jesuitas, siendo la Casa profesa la que contaba con el mayor número de religiosos: veintidós sacerdotes96 y diecisiete coadjutores97; todos embarcaron en Salou a bordo de la saetía «Jesús Nazareno»; a excepción del eldense Antonio García, que, como procurador de la Casa, se quedó a rendir cuentas y salió del puerto de Cartagena a bordo de «La Alida». Su prefecto era el P. Miguel Bosch, uno de los tres expulsos perteneciente a este centro que fallecerían durante el verano de 1767 en Córcega, con pocos días de diferencia98. Otros dos coadjutores se quedaron en Valencia, enfermos y murieron en esa ciudad el mismo mes en que les fue comunicado el destierro99. Por lo que a las secularizaciones se refiere, siete fueron los religiosos que salieron de la orden100; la mayoría lo hicieron durante los primeros años del exilio y sólo dos, el P. Loras y el javiense Cruañes, pidieron la dimisoria a principios de 1770.

En el Colegio de San Pablo se intimó la pragmática a treinta y cuatro jesuitas101 que saldrían hacia el destierro en Salou a bordo de las saetías «San Quirse» y «Nuestra Señora de la Misericordia», a excepción del sacerdote alicantino Francisco Sarrió y del coadjutor gerundense José Carbonell, que lo harían desde Cartagena en «La Alida» con el resto de los procuradores. En único religioso que quedó enfermo en España fue Jaime Jornet, que fallecería en Valencia el 4 de mayo de 1772; y la sola baja registrada en Córcega sería la del hermano Lorenzo Marcilla, que murió en Bonifacio el 15 de octubre de 1768; la casi totalidad de estos religiosos del San Pablo moriría en el exilio de Ferrara y cinco solicitaron dimisoria en Roma y salieron de la Compañía en los dos primeros años del exilio.

Alguno de los residentes en este Colegio de San Pablo iba a desarrollar una importante labor en el destierro, como Francisco Gusta102. El P. Luengo dedica algunos párrafos en su Diario cuando cita los dos breves de elogio que dedicó Pío VI a Gusta por su obra sobre la defensa del catecismo de Belarmino. Este religioso recibió premio de segunda pensión de Madrid en 1794 y, diez años más tarde, se unió a la recién restablecida Compañía de Jesús en Nápoles, donde ejerció como profesor de Teología de la Universidad de Palermo. También fue significativo el trabajo llevado a cabo por el onteniense Antonio Conca103, otro de los residentes en este Colegio de San Pablo y de quién Manuel Luengo resalta la traducción que realizó al italiano del Discurso sobre el fomento de la industria popular escrito por Pedro Rodríguez de Campomanes, por lo que suponía el diarista que se le había concedido premio de segunda pensión en 1788.

Nos queda, para finalizar, el Seminario de Nobles de Valencia, un centro que acogía a 11 jesuitas104 y cuyo superior era el P. Joaquín Juan, un eldense de 53 años en el momento de la expulsión. La totalidad de los miembros de este seminario embarcaron en Salou a bordo de las mismas saetías que los del Colegio de San Pablo, y tan sólo uno de ellos, el ilicitano José Agulló, se secularizó en el verano de 1768, residiendo a partir de esa fecha en Génova, ciudad desde la que en 1786 solicitaba a Carlos III ayuda económica por encontrarse gravemente enfermo. No podemos olvidar a uno de los residentes de este Seminario valenciano, el P. Manuel Lassala, por la importancia que tuvo su labor literaria en el exilio105.

Asimismo, nos gustaría mencionar, aunque muy someramente, a aquellos jesuitas expulsos nacidos en el Reino de Valencia y destinados a otras provincias pertenecientes a la entonces Asistencia española de la Compañía de Jesús. Obviamente, donde encontramos un mayor número de valencianos es en la Provincia de Aragón; entre ellos encontramos mayoría de religiosos nacidos en Alicante y su comarca -principalmente de la comarca de La Montaña-, que suman un total de cincuenta y cuatro miembros, mucho menor número de castellonenses, tan sólo ocho, y de los naturales de Valencia y su provincia resultan cuarenta y cinco. Muchos de estos jesuitas pertenecían a Colegios situados en Cataluña, como el de Belén de Barcelona106, el noviciado de Tarragona107, el Colegio de Tortosa108, el de Gerona109, el de Urgel110, o el de Cervera111, y en el resto de Aragón los encontramos repartidos entre los colegios de Zaragoza112, el seminario de nobles de Calatayud113, y tan sólo uno en el Colegio mallorquín de Pollensa114.

De todos ellos tres pidieron la dimisoria de secularización, y todos en fecha tardía: el escolar valenciano Luis Estanislao Montllor saldría de la Orden el 30 de julio de 1769 y que se quedó a residir en Ferrara. El jijonense P. Tomás Soler solicitó la dimisoria el 30 de julio de 1769 y, al igual que Montllor, se quedó a vivir en Ferrara. El tercero fue el sacerdote oriolano Francisco Mariano Franco, que salió de la Compañía el 10 de marzo de 1772 y que pasó a residir a la cercana ciudad de Bolonia. Tanto los secularizados como los que permanecieron unidos a sus votos solicitaron a lo largo del destierro, de forma reiterativa y siempre que la ocasión se lo permitía, ayudas económicas dada la precaria situación que padecían por lo exiguo de la pensión que -puntual y trimestralmente- les fue llegando desde Madrid. Transcribimos un fragmento de la carta en la que solicita este socorro uno de estos valencianos, Vicente Peris, que salió de España siendo escolar y que residía en Génova en 1785, porque no deja de ser significativa:

«El abogado de los Reales Consejos D. Vicente, padre del suplicante, habiendo servido todo el tiempo hábil de su vida a VM ya en la relatoría de lo Criminal de la Real Audiencia de Valencia, ya en varias Alcaldías Mayores del mismo Reino, como en otras difíciles comisiones impuestas por dicha Real Audiencia, satisfizo a sus empleos con tal rectitud y desinterés que a su muerte nada tuvo que dejar al suplicante, si bien era el primogénito, así que en tantos años, después que ha salido de España, y habiendo aun sufrido algunas enfermedades, no ha tenido otro socorro que el ordinario de la pensión».



El comisario Juan Cornejo añadía al pie de la misiva: Este suplicante alega servicios de su padre con lo demás, que debo creer siendo un sacerdote quien asilo expone. Naturalmente, esta petición, como la mayoría de las que se cursaron a lo largo de los casi cincuenta años que duró el destierro, fue denegada115.

En el resto de las provincias que configuraban la Asistencia española de la Compañía también encontramos algunos religiosos valencianos. En la metrópoli localizamos a uno por Provincia: en la de Andalucía el valenciano Gaspar Andrés, escolar del Colegio de San Luis de Sevilla en 1767 que ya estaba destinado a Indias y que enfermó en Córcega y se secularizó en Roma. También pidió la dimisoria el único sacerdote valenciano que hemos localizado en la de Toledo, el padre alicantino Francisco Viudes116, que en Córcega se dio por desaparecido, y que después lo localizamos en Génova, ciudad en la que residiría hasta 1814117. Por último, en la de Castilla se encontraba estudiando Francisco Careliano, nacido en la alicantina población de Gorga en 1747 y que falleció en Manresa el 24 de agosto de 1831. Fue uno de los pocos que murió en España, ya que la amplia mayoría de los jesuitas desterrados fallecería en el exilio italiano.

Por lo que se refiere a los que en el momento de la expulsión se encontraban realizando labores pastorales en las provincias de ultramar figuran diez religiosos en la Provincia de Paraguay118, repartidos entre los colegios de San Ignacio de Buenos Aires, el de Córdoba y el de Corrientes, aunque también hay algunos en las misiones guaraníes del Chaco y Bayas. Le sigue en número de valencianos la Provincia de Filipinas, donde se reunieron 9 valencianos119 en los colegios de Zamboanga, Bohol, Agaña, Bayoc, Marinduque, Cebú y Manila; ocho en la de México120, entre los colegios de Veracruz, Zacatecas, Oaxaca, Puebla de los Ángeles y la capital mejicana; de éstos, dos se secularizaron al llegar a los Estados Pontificios en 1772: el H. Félix Anaya y el P. Domingo Gisbert, que pasaron a residir a Bolonia y a Genova, respectivamente. La Provincia de Chile contaba con seis religiosos procedentes del Reino de Valencia121; mientras que en la de Perú se reunieron tres122, y no hemos localizado a ningún valenciano en las de Quito y Santa Fe. Todos morirían lejos de estas tierras de ultramar a las que nunca pudieron volver, la mayoría fallecieron en el destierro y sólo una poco significativa minoría volvería en España.

Lugar de procedencia de los jesuitas valencianos
Provincia a la que estaban destinados en 1767AlicanteCastellónValencia
Andalucía--1
Aragón54845
Castilla1--
Filipinas432
México1-7
Paraguay217
Perú1-2
Toledo1--
TOTAL641264





 
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