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El final de Norma

Novela

Pedro Antonio de Alarcón

A Mr. Charles d'Iriarte.

Mi querido Carlos:

Honraste hace algunos años mi pobre novela EL FINAL DE NORMA traduciéndola al francés y publicándola en elegantísimo volumen, que figuró pomposamente en los escaparates de tu espléndido París. No es mucho, por tanto, que, agradecido yo a aquella merced, con que me acreditaste el cariño que ya me tenías demostrado, te dé hoy público testimonio de mi gratitud dedicándote esta nueva edición de tan afortunado libro.

Afortunado, sí; pues te confieso francamente que no acierto a explicarme por qué mis compatriotas, después de haber agotado cuatro copiosas ediciones de él (aparte de las muchísimas que se han hecho, aquí y en América, en folletines de periódicos), siguen yendo a buscarlo a las librerías.- Escribí EL FINAL DE NORMA en muy temprana edad, cuando sólo conocía del mundo y de los hombres lo que me habían enseñado mapas y libros. Carece, pues, juntamente esta novela de realidad y de filosofía, de cuerpo y alma, de verosimilitud y de trascendencia. Es una obra de pura imaginación, inocente, pueril, fantástica, de obvia y vulgarísima moraleja, y más a propósito, sin duda alguna, para entretenimiento de niños que para aleccionamiento de hombres, circunstancias todas que no la recomiendan grandemente citando el siglo y yo estamos tan maduros.- En resumen: aunque soy su padre, no me alegro ni ufano de haber escrito EL FINAL DE NORMA.

Pero me objetarás.- Pues ¿por qué vuelves a autorizar su publicación?

-Te lo diré: la autorizo porque, a lo menos, es obra que no hace daño, y, no haciéndolo, creo que no debo llevar mi conciencia literaria hasta el extremo de prohibir la reimpresión de una inocentísima muchachada, sobre todo cuando los libreros me aseguraron que el público la solicita, y citando, en prueba de ello, los editores me dan un buen puñado de aquel precioso metal de que todos los poetas y no poetas tenemos sacra... vel non sacra fames...

De muy distinto modo obrara si mi propia censura se refiriese, no ya a la enunciada insignificancia, sino a tal o cual significación perniciosa de esta novela; pues, en tal caso, no sacrificaría en aras del éxito ni del interés mi conciencia moral tan humildemente como sacrifico mi conciencia literaria... Pero, gracias a Dios, EL FINAL DE NORMA, a juicio de varios honradísimos padres de familia, puede muy bien servir de recreo y pasatiempo a la juventud, sin peligro alguno para la fe o para la inocencia de los afortunados que poseen estos riquísimos tesoros.- ¡Y es que en EL FINAL DE NORMA no se dan a nadie malas noticias, ni se levantan falsos testimonios al alma humana!...

Salgan, por consiguiente, a luz nuevas ediciones de esta obrilla hasta que el público no quiera más; y pues que he confesado mis culpas, absuélvanme, por Dios, los señores críticos y no me impongan mucha penitencia.

Adiós, Carlos; y con dulces, indelebles recuerdos de aquellos días que pasamos juntos en África y en Italia, cuando subíamos esta cuesta de la vida, que ya vamos bajando, recibe un apretón de manos de tu mejor amigo.

P. A. DE ALARCÓN.

La hija del cielo

El autor y el lector viajan gratis

El día 15 de Abril de uno de estos últimos años avanzaba por el Guadalquivir, con dirección a Sevilla, El Rápido, paquete de vapor que había salido de Cádiz a las seis de la mañana.

A la sazón eran las seis de la tarde.

La Naturaleza ostentaba aquella letárgica tranquilidad que sigue a los días serenos y esplendorosos, como a las felicidades de nuestra vida sucede siempre el sueño, hermano menor de la infalible muerte.

El sol caía a Poniente con su eterna majestad.

Que también hay majestades eternas.

El viento dormía yo no sé dónde, como un niño cansado de correr y hacer travesuras duerme en el regazo de su madre, si la tiene.

En fin; el cielo privilegiado de aquella región constantemente habitada por Flora, parecía reflejar en su bóveda infinita todas las sonrisas de la nueva primavera, que jugueteaba por los campos...

¡Hermosa tarde para ser amado y tener mucho dinero!

El Rápido atravesaba velozmente la soledad grandiosa de aquel paisaje, turbando las mansas ondas del venerable Betis y no dejando en pos de sí más que dos huellas fugitivas...: un penacho de humo en el viento, y una estela de espuma en el río.

Aun restaba una hora de navegación, y ya se advertía sobre cubierta aquella alegre inquietud con que los pasajeros saludan el término de todo viaje...

Y era que la brisa les había traído una ráfaga embriagadora, penetrante, cargada de esencias de rosa, laurel y azahar, en que reconocieron el aliento de la diosa a cuyo seno volaban.

Poco a poco fueron elevándose las márgenes del río, sirviendo de cimiento a quintas, caseríos, cabañas y paseos...

Al fin apareció a lo lejos una torre dorada por el crepúsculo, luego otra más elevada, después ciento de distintas formas, y al cabo mil, todas esbeltas y dibujadas sobre el cielo.

¡Sevilla!...

Este grito arrojaron los viajeros con una especie de veneración.

Y ya todo fueron despedidas, buscar equipajes, agruparse por familias, arreglarse los vestidos, y preguntarse unos a otros adónde se iban a hospedar...

Un solo individuo de los que hay a bordo merece nuestra atención, pues es el único de ellos que tiene papel en esta obra...

Aprovechemos para conocerlo los pocos minutos que tardará en anclar El Rápido, no sea que después lo perdamos de vista en las tortuosas calles de la arábiga capital.

Acerquémonos a él, ahora que está solo y parado sobre el alcázar de popa.

Nuestro héroe

Pero mejor será que prestemos oído a lo que dicen con relación a su persona algunos viajeros y viajeras...

-¿Quién es -pregunta uno- aquel gallardo y elegante joven de ojos negros, cuya fisonomía noble, inteligente y simpática recuerdo haber visto en alguna parte?

-¡Y tanto como la habrá usted visto! -responde otro-. Ese joven es Serafín Arellano, el primer violinista de España, hoy director de orquesta del Teatro Principal de Cádiz.

-Tiene usted razón. ¡Anoche precisamente le oí tocar el violín en La Favorita!... Por cierto que me pareció de más edad que ahora.

-Pues no tiene ni la que representa... -agregó un tercero-. Con todo ese aire reflexivo y grave, no ha cumplido todavía los veinticinco años...

-Diga usted... Y ¿de dónde es?

-Vascongado: creo que de Guipúzcoa.

-¡Tierra de grandes músicos!

-Éste ha resucitado la antigua buena práctica de que el director de orquesta no sea una especie de telégrafo óptico, sino un distinguido violinista que acompañe a la voz cantante en los pasos de mayor empeño; que ejecute los preludios de todos los cantos, y que inspire, por decirlo así, al resto de los instrumentistas el sentimiento de su genio, no por medio de mudas señas, trazadas en el aire con el arco o con la batuta, sino haciendo cantar a su violín, y compartiendo, como anoche compartió él mismo, los aplausos de los cantantes...

-Pues añadan ustedes que Serafín Arellano es excelente compositor. Yo conozco unos valses suyos muy bonitos...

-Y ¿a qué vendrá a Sevilla?

-No lo sé... La temporada lírica de Cádiz terminó anoche... Podrá ser que se vuelva a su tierra, o que vaya a Madrid...

-A mí me han dicho que va a Italia...

-Y ¡qué presumido es! -exclamó una señora de cierta edad-. Mirad cómo luce la blancura de su mano, acariciándose esa barba negra... demasiado larga para mi gusto...

-¡Oh! Es un guapo chico...

-Diga usted, caballero... -preguntó una joven-, y ¿está casado?

-Perdone usted, señorita: oigo que preparan el ancla... y tengo que cuidar de mi equipaje... -respondió el interrogado, girando sobre los talones.

Y con esto terminó la conversación, y se disolvió el grupo para siempre.

Aventuras del sobrino de un canónigo

Llegó El Rápido a Sevilla, y como de costumbre, ancló cerca de la Torre del Oro.

La orilla izquierda del río es un magnífico paseo, adornado por esta parte con extensísimo balcón de hierro, al cual se agolpa de ordinario mucha gente a ver la entrada y salida de los buques.

Serafín Arellano paseó la vista por la multitud, sin encontrar persona conocida.

Saltó a tierra, y dijo a un mozo, designándole su equipaje:

-Plaza del Duque, número...

Saludó nuestro músico la soberbia catedral con el respeto y entusiasmo propios de un artista, y entró en la calle de las Sierpes, notable por su riquísimo comercio.

No había andado en ella quince pasos, cuando oyó una voz que gritaba cerca de él:

-¡Serafín, querido Serafín!

Volviose, y vino a dar de cara con un joven de su misma edad, vestido con elegancia, pero con cierto no sé qué de ultramarino, de transatlántico, de indiano... El pantalón, el chaleco, el gabán y la corbata eran de dril blanco y azul, y completaban su traje camisa de color, escotado zapato de cabritilla y ancho sombrero de jipijapa.

Este vestido, asaz anchuroso y artísticamente desaliñado, cuadraba a las mil maravillas a una elevada estatura, a una complexión fina y bien proporcionada, y sobre todo, a una fisonomía enérgica, tostada por el sol, adornada de largo y retorcido bigote, y llena de movilidad, de gracia, de travesura.

Serafín permaneció un instante, sólo un instante, con los ojos clavados en el joven, como queriendo reconocerlo, hasta que exclamó de pronto, arrojándose en sus brazos:

-¡Alberto, querido Alberto!

-¡Si tardas un minuto..., ¿qué digo? un segundo más en decir esas palabras..., te mato, y muero en seguida de remordimientos!

Soltaron ambos amigos la carcajada, y volvieron a abrazarse con más ternura.

-¿Tú aquí? -exclamó Serafín, transportado de alegría-. ¿De dónde sales?... ¡Estás desconocido!... ¿Por qué no me has escrito en tres años?... ¡Oh! ¡Te has puesto guapísimo!

-¡Alto ahí! Suprime unos piropos y requiebros que tú te mereces, y explícame este encuentro...

-¡Explícamelo tú! Y, ante todas cosas..., dime por qué no me has escrito en tantos años...

-¡Eh! -replicó Alberto-. ¡No parece sino que en todas partes hay correo para Guipúzcoa, y papel y tintero para escribir! Pero tú... ¿Qué te has hecho en este tiempo? ¿Por qué te hallas en Sevilla? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? Y, sobre todo, Caín, ¿qué has hecho de tu hermana?

-Yo salí hace un año de San Sebastián, y no he vuelto todavía.

-¡Cómo! ¿Has dejado el puesto de primer violín de aquel teatro?

-Sí; pero me he colocado en el Principal de Cádiz.

-¡Ah! ¡Diablo! ¡Me alegro mucho! ¿Y tu hermana? ¿Vive contigo?

¿Quién?... ¿Matilde?... -balbuceó Serafín algo turbado.

-Justamente, Matilde. ¿Por qué hermana te he de preguntar, si no tienes otra?

-Matilde... -replicó el músico-, vive aquí con mi tía, porque a esta señora le perjudica el clima de Cádiz.

-Por supuesto, sigue tan hermosa...

Serafín calló un momento, y luego tartamudeó:

-Se ha casado...

Alberto dio un paso atrás y dijo:

-¡Dos veces diablo! ¡Matilde casada! ¡Ahora que pensaba yo en casarme con ella! ¡Matilde casada con otro hombre!... ¡Verdaderamente, nací con mal sino!

Serafín se puso ligeramente pálido, y exclamó:

-¿Cómo? ¿Amabas a Matilde?

Alberto procuró calmarse, y respondió, fingiendo que se reía:

-Hombre... Si ya se ha casado... Pero... la verdad... ¡era tan bonita tu hermana! ¡Vamos!... Me habría convenido tal boda... En fin, ¡paciencia!

-Tú hubieras hecho infeliz a Matilde... -exclamó gravemente el artista.

-¿Por qué?

-Porque amas cada día a una mujer diferente; porque eres muy frívolo; porque no tienes formalidad para nada.

-¡Dices bien! ¡Dices bien!... -respondió Alberto, afectando más ligereza que la natural en él-. Yo soy un aturdido, un calavera..., y puedes descuidar respecto de tu señor cuñado. Todas mis emociones suelen ser muy fugitivas... Casualmente, anoche mismo volví a enamorarme... Ya te contaré esto... En cuanto a tu hermana, cree que la hubiera querido con formalidad, como tú dices... Pero ¡qué diablo! El día que me presentaste a ella, hace cuatro años, me advertiste que estaba prometida su mano, no sé a quién, y que, por tanto, no la galantease. Yo te obedecí, mal que me pesara... Y dime: ¿se casó con el mismo?

-¿Con quién? -preguntó Serafín distraídamente.

-¡Yo no sé! ¡Nunca me dijiste quién era mi rival!...

-No... Aquello se deshizo... Se ha casado con otro. Pero esto es un secreto.

-¡Diablo!... De cualquier modo, si alguna mujer me ha interesado en el mundo, es Matilde.

-¡Alberto!

-Descuida, hombre. ¡No la miraré siquiera!

-¡No te será difícil, pues que, según parece, te acometió anoche el milésimo amor! Pero hablemos de otra cosa. ¿Por qué no me has escrito? Respóndeme seriamente.

-Verdad es que tratábamos de eso. Pues, señor, al mes de separarnos murió mi tío el Canónigo. ¡Pobre tío! Entre metálico y fincas, doscientos mil duros. ¡Bien los había yo ganado!

-¿Te los dejó?

-¡Tutti!

-¡Bravo!

-Como te figurarás, tiré el Charmes: desgarré la sotana que iba a servirme de mortaja; di a la Biblia un tierno beso de despedida; arreglé mis asuntos; llené de onzas los rincones de mis maletas, y eché a volar... ¡Cuánto he corrido!... Cuando menos, he visto ya dos terceras partes del mundo. He estado en América, en Egipto, en Grecia, en la India, en Alemania... ¡Qué sé yo! ¡Y todo así, sin método, de paso, como las águilas! ¡Qué tres años, amigo mío! ¡Oh, qué grande es Dios y qué mundo tan hermoso ha hecho! ¿Dónde dirás que voy ahora?

-Dímelo.

-Voy... ¡Atiende, voto a bríos, y asústate sobre todo! Voy... ¡al Polo boreal!

Imposible fuera describir el tono con que dijo Alberto estas palabras, y el asombro con que las oyó Serafín, el cual, luego que se repuso, exclamó con tierno interés:

-¡Desventurado, te vas a helar!...

-¡Bah, pardiez! -interrumpió Alberto-. ¿Me he derretido acaso en el Desierto de Barca, donde he vivido quince días? ¿Me he frito en el Ecuador, en la Península de Malaca? ¡Yo soy de hierro! Me he propuesto gastar mi vida y mi dinero en ver todo el mundo, y lo he de conseguir, Dios mediante!

-Al menos has adelantado algo en materia religiosa... -dijo Serafín, tratando de disimular su disgusto-. Antes no citabas más que al diablo, y ahora, en lo que va de conversación, has nombrado ya dos veces a Dios...

Alberto meditó, y dijo en seguida:

-Te advierto que todo el que viaja mucho deja de creer en el diablo y vuelve a creer en Dios. Yo, sin embargo, conservo un buen afecto a Satanás. ¡Diablo! Es tan hermoso decir «¡diablo!».

-Y ¿cuándo partes? -preguntó Serafín.

-Mañana a la tarde.

-¿En qué buque?

-En un bergantín sueco que fondeó en Cádiz hace cuatro días, si no mienten los periódicos, y sale pasado mañana para Laponia. Mañana me voy a Cádiz: llego, entro en el bergantín, y ¡al Norte! Luego que estemos en Laponia, que será a mediados de Mayo, paso a bordo del primer groenlandero que vaya a Spitzberg a la pesca de la ballena. Una vez en Spitzberg, puedo decir que he avanzado hacia el Polo tanto como el más atrevido navegante... Sin embargo, si queda verano... Pero no, ¡diablo!... ¡Entonces pudiera helarme, como tú dices!

-Pues ¿qué pensabas?

-Ir al Polo.

-¡Jesús!

-No... no... Conozco que es imposible... Pero le andaré muy cerca.

-¡Buen viaje! -dijo Serafín.

-Ahora -continuó Alberto- dime algo de tu persona... ¿Qué haces en Sevilla?

-Es muy sencillo. No hago nada.

-¿Cómo?

-Llego en este momento. Y ¿qué proyectas?

-Partir contigo inmediatamente.

-¿Adónde? ¿Al Polo?

-¡Qué disparate! A Cádiz.

-Pero ¿a qué has venido?

-A despedirme de mi hermana, pues yo también pienso emprender un largo viaje...

-¡Tú!

-Yo.

-Y ¿adónde vas?

-¡A Italia! ¡A realizar el sueño de toda mi vida! He ahorrado de mi sueldo lo suficiente para hacer una visita a la patria de la música, a la región donde todos se inspiran, donde todos cantan; a esa península...

-¡A esa península -interrumpió Alberto, parodiando el ardor de Serafín-; a esa península hecha por un zapatero, la cual, según cierto geógrafo, está dando un puntapié a la Sicilia para echarla al África!...

-¡No te burles de mi más hermosa, de mi única ilusión!

-La respeto por ser tuya; pero prefiero mi Polo. Conque vamos a ver a tu hermana... (¡te he dicho que descuides!), y mañana a las siete nos volveremos a Cádiz en El Rápido. Allí nos separaremos, tú con dirección al Mediodía, y yo con rumbo al Norte... y, por tanto nos encontraremos en los antípodas, en el Estrecho de Cook.

En esto llegaron a la plaza del Duque, frente a una bonita casa, en la cual penetraron, no sin que antes Serafín dijese a Alberto:

-¡No olvides que mi hermana... es mi hermana!

Alberto se encogió de hombros, y lanzó un profundo suspiro.

Dónde se habla de las mujeres en general y de una mujer en particular

La hermana de Serafín Arellano hubiera agradado mucho al lector.

Ojos hermosos, llenos de graves sentimientos; cara noble y simpática; formas esculturales, que la vista se complacía en acariciar; veintidós años; aire melancólico, pero dulce... He aquí a Matilde, tal como se precipitó en brazos de Serafín en la primera meseta o descansillo de la escalera de su casa.

-¿Quién viene contigo? -preguntó la joven después de abrazar a su hermano.

-Es Alberto... -tartamudeó Serafín.

-¡Alberto!... -repitió Matilde, perdiendo el color.

-¡Que no te vea... -añadió Serafín hasta que tú y yo hablemos un poco!

E introdujo a su hermana en la sala principal, mientras que Alberto, que se había detenido, por indicación de Serafín, a esperar el equipaje de éste, subía ya la escalera... tarareando.

Alberto fue conducido a un gabinete, donde encontró a la tía de sus amigos, anciana respetable que pasaba la vida en la cama o en un sillón.

Alegrose la enferma de ver al jovial camarada de su sobrino; pero no bien habían hablado cuatro palabras, cuando apareció Serafín con Matilde.

-¡Me lo has prometido! -murmuró el artista al oído de su hermana al tiempo de entrar en el gabinete-. ¡Cuidado!

Matilde bajó la cabeza en señal de sumisión y conformidad.

-Aquí tienes a Matilde... -dijo entonces Serafín en voz alta.

Alberto se volvió con los brazos abiertos.

La joven le tendió la mano.

El amigo de Serafín quedó desconcertado por un momento: luego, recobrándose, estrechó aquella mano con efusión.

Matilde se esforzó para sonreír.

Serafín, entretanto, abrazaba a su tía.

-¿Y tu esposo? -preguntó Alberto a la joven, procurando dar a su voz el tono más indiferente.

-Está en Madrid... -respondió ella.

-¿Supongo que serás dichosa?...

Serafín tosió.

-¡Mucho! -contestó Matilde, alejándose de Alberto para tirar de la campanilla.

Alberto se pasó la mano por la frente, y su fisonomía volvió a ostentar el acostumbrado atolondramiento.

-Os advierto -dijo- que me estoy cayendo de hambre.

-Y yo de sed... -añadió Serafín.

-¡Yo de ambas cosas! -repuso Alberto.

-Acabo de pedir la comida... -murmuró Matilde.

Y los tres jóvenes se dirigieron al comedor.

La anciana había comido ya.

-Conque vamos a ver, Serafín -exclamó Alberto, luego que despachó los primeros platos y apuró cerca de una botella-. ¿Cómo te va de amores? ¿Sigues tan excéntrico en materia de mujeres? ¿No has encontrado todavía quien te trastorne la cabeza? ¿Estás enamorado?

-No, amigo; no lo estoy, a Dios gracias, por la presente, y su Divina Majestad me libre de estarlo en lo sucesivo...

-¡Zape! -replicó Alberto-. O eres de estuco, o me engañas. Con tus ojos árabes y tu tez morena es imposible vivir así...

-¡Qué quieres! Le temo mucho al amor.

-Y ¿por qué? Si nunca has estado enamorado, ¿cómo es que le temes? ¿No sabes que nuestro santo padre San Agustín ha dicho: Ignoti nulla cupido?

-Dímelo más claro, porque el latín...

-Yo traduzco: «Lo que no se conoce no se teme»; pero el Santo quiso decir que lo desconocido no se desea.

-Pues entonces San Agustín me da la razón.

Matilde no levantaba a todo esto los ojos fijos en su plato...

Se conocía que llevaba muy a mal la alegría de Alberto.

-Por lo demás -añadió Serafín-, no me es tan desconocido clamor como tú te figuras. Yo estuve enamorado... allá... cuando todos los hombres somos ángeles. Había leído dos o tres novelas del Vizconde d'Arlincourt, y me empeñé en encontrar alguna Isolina, alguna Yola. Y ¿sabes lo que encontré? Vanidad, mentira o materialismo y prosa. Entonces tomé el violín y me dediqué exclusivamente a la música. Hoy vivo enamorado de la Julieta de Bellini, de la Linda de Donizetti, de Desdémona, de Lucía...

Matilde miró a Serafín de una manera inexplicable.

Alberto soltó la carcajada.

-¡No te rías! -continuó el artista-. Es que yo necesito una mujer que comprenda mis desvaríos y alimente mis ilusiones, en lugar de marchitarlas...

Matilde suspiró.

-Mereces una contestación seria -dijo Alberto- y voy a dártela. Veo que no vas tan descaminado como creí al principio... ¡Hasta me parece que convenimos en ideas! Sin embargo, estableceré la diferencia que hay entre nosotros. Ésta consiste en que, aunque yo no amo a esas mujeres que tú detestas, porque, como a ti, me es imposible amarlas, les hago la corte a todas horas. ¿Sabes tú lo que es hacer la corte? Pues tomar las mujeres a beneficio de inventario; quererlas sin apreciarlas, y... todas las consecuencias de esto.

-Pero ¡esto es horroroso! -exclamó Matilde.

-¡Y necesario! -añadió Alberto.

-¡Alberto, tú no tienes corazón! -replicó la joven con indecible amargura.

Serafín volvió a toser.

-¡Mi corazón! -dijo Alberto-. Por aquí debe de andar... -Y se metió una mano entre el chaleco y la camisa-. Yo también he amado; yo también amo de otro modo... Pero es menester olvidarlo y aturdirse con amores de cabeza...

Los ojos de Matilde se encontraron con los de Alberto.

Serafín sorprendió esta mirada, y dijo en seguida:

-Matilde, ¿te hubieras tú casado con Alberto?

-¡Nunca! -respondió la joven con voz solemne y dolorosa.

Alberto se rió estrepitosamente.

-¡Me place! -exclamó-. ¡Me place tu franqueza!...

-Convéncete, Alberto... -dijo Serafín-. Tú harías muy infeliz a tu esposa. ¡Vives demasiado, o demasiado poco!

-Pues es menester que sepas... -exclamó Alberto.

-¡Ya lo sé! -replicó Serafín Arellano-: que has amado a mi hermana tanto como yo a ti. Matilde lo sabía también; mas como juzgaba que no podía amarte, me suplicó que te quitase esta idea de la cabeza, a fin de no disgustarte con una negativa. Yo, que no quería perder tu amistad, como indudablemente la hubiera perdido al verte afligir a mi hermana, te distraje de tu propósito, y, a Dios gracias, hoy ha pasado tu capricho, y Matilde se ha casado. ¡Seamos hermanos!

La joven llenó de vino tres copas, y repitió: ¡Seamos hermanos!

Bebieron, y Alberto, ahogando un suspiro volvió a sonreír jovialmente.

Luego exclamó:

-¡Ahora caigo en que se me había olvidado entristecerme!

-¡Deseo extravagante! -dijo Matilde.

-¡Ay, amigos míos! -gimió Alberto con afectada melancolía-. ¡Estoy enamorado!

-Ya me lo has dicho esta tarde: cuéntame eso.

-Escuchad. Hace cinco días... (¡Porque yo llevo cinco días de estancia en Sevilla, sin sospechar que Matilde vivía también aquí!)

Hace cinco días que el empresario de este Teatro Principal, donde, como sabéis, tenemos compañía de ópera, recibió una carta de su amigo el empresario del Teatro de San Carlos, de Lisboa, concebida, sobre poco más o menos, en los términos siguientes:

«Querido amigo: Al mismo tiempo que esta carta habrá llegado a Sevilla una misteriosa mujer, cuyo nombre y origen ignoramos, pero cantatriz tan sublime, que ha vuelto loco a este público por espacio de tres noches. Canta por pura afición, y siempre a beneficio de los pobres. Hasta ahora sólo se ha dejado oír en Viena, Londres y Lisboa, arrebatando a cuantos la han escuchado: porque os repito que es una maravilla del arte.- En los periódicos la citan con el nombre de la Hija del Cielo.- Si aprovecháis su permanencia en esa capital (que será breve según dice), pasaréis unos ratos divinos. No puedo daros otras noticias sobre la Hija del Cielo, por más que corran varios rumores acerca de ella. Quién dice que es una princesa escandinava; quién afirma que es nieta de Beethoven; pero todos ignoran la verdad. El hecho es que ha cantado aquí La Sonámbula, Beatrice y Lucía de un modo inimitable, sobrenatural, indescriptible.- Tuyo, etc.».


Figuraos el efecto que esta carta le haría al empresario. Ello es que buscó a la desconocida, y le suplicó tanto, que anoche se presentó en escena a debutar con Lucrecia.

-¿Fuiste, por supuesto? -preguntó Serafín, que escuchaba a su amigo con un interés extraordinario.

-Fui.

-Y ¿canta esta noche?

-Canta.

-¡Oh! ¡Es preciso ir!

-Iremos. Tengo tomado un palco. Siéntate, y proseguiré.

-Dime antes: ¿qué canta esta noche?

-La Norma.

-¡Magnífico! -exclamó Serafín, batiendo palmas-. ¡Cuenta! ¡Cuenta, Alberto mío! ¡Cuéntamelo todo!

-Pues, señor, llegó la hora deseada: el teatro estaba lleno hasta los topes, y yo me agitaba impaciente en una butaca de primera fila. Nuestro amigo José Mazzetti dirigía la orquesta. Me puse a hablar con él mientras principiaba la ópera, y me hizo notar en un palco del proscenio a dos personas que lo ocupaban.

-¿Quiénes son? -le pregunté con indiferencia.

-«Los que viajan con la Hija del Cielo: se ignoran los lazos que les unen a la diva».

Creo inútil decirte que me fijé inmediatamente en aquel palco, y empecé a devorar con los anteojos a los desconocidos.

El uno estaba apoyado en el antepecho, y el otro permanecía en el fondo, en una semiobscuridad.

El primero era un viejo de tan pequeña estatura que no llegaría a vara y media, grueso, colorado, con los ojos muy azules y extremadamente calvo. Vestía de rigurosa etiqueta... europea.

El otro, joven y apuesto, era alto y rubio; pero no pude distinguir bien sus facciones. Llevaba un albornoz blanco, al antiguo uso noruego, y no se sentó en toda la noche ni se movió del fondo del palco. Solamente de vez en cuando le veía ponerse ante los ojos unos gemelos negros, cuyo refulgente brillo añadía algo de siniestro a su silenciosa figura.

Empezó la ópera...; y, puesto que vas a ir esta noche, corto aquí mi relación; porque inútilmente pretendería yo darte idea de la hermosura que vi y de la voz que escuché...

-¡Habla! ¡Habla! -dijo Serafín.

-Óyelo todo en dos palabras: cantó como los ángeles deben cantarle a Dios para ensalzarlo; como Satanás debe cantar a los hombres para perderlos. ¡Oh! ¡Tú la oirás esta noche!

-¿Y qué? -preguntó Serafín con mal comprimido despecho-. ¿Es de esa extranjera de quien estás enamorado?

-Sí; ¡de ella! -contestó Alberto, no sin mirar antes a Matilde.

Aquella mirada parecía una salvedad.

Matilde callaba, jugando distraídamente con un cuchillo.

-Aun no he terminado mi historia -prosiguió Alberto-. Durante la representación fue el teatro una continua tempestad de aplausos, de bravos y de vítores, así como un diluvio de flores, palomas, laureles y cuanto puede simbolizar el entusiasmo. Yo, más que nadie exaltado, entusiasmado, delirante, me distinguí entre todos por las locuras que hice: grité, palmoteé, lloré, brinqué en el asiento y hasta tiré el sombrero por lo alto.

-¡Qué atrocidad! -exclamó Matilde.

-¡Lo que oyes! -respondió Alberto con imperturbable sangre fría-. Acabose la ópera, y aún seguía yo escuchando la voz de aquel ángel. Desocupose el teatro, y ya me hallaba solo, cuando un acomodador tuvo que advertirme que me marchase...

En vez de irme a mi casa me coloqué en la puerta que va al escenario, y esperé allí la salida de la extranjera.

Transcurrido un largo rato, apareció, efectivamente, apoyada en el hombrecito viejo y seguida del joven del albornoz blanco.

A pocos pasos los aguardaba un coche.

Quise seguirlos hasta que subieran a él; pero el joven se detuvo, como si tratara de estorbármelo.

Yo me paré también.

Acercose a mí, y con una voz fría, sosegada, sumamente áspera y de un acento extranjero que desconocí, me dijo:

«Caballero, vivimos muy lejos, y fuera lástima que, después de cansar vuestras manos aplaudiendo, cansaseis vuestros pies espiándonos...».

Y sin esperar mi contestación, siguió su camino.

Cuando me recobré y pensé en abofetear a aquel insolente, el carruaje partió a galope.

Visto lo cual, me fui a mi casa con un amor y un odio más dentro del cuerpo. ¿Qué te parece mi aventura?

-¡Deliciosa! -dijo Serafín-. Me encargo de continuarla.

Matilde respiró con placer.

-¿Cómo? ¡Tú vas a continuarla! -exclamó Alberto.

-Sí, señor; creo que vamos a ser rivales.

-¡Hola! ¡Ya te incendias! ¡Amor artístico! ¡Tu Isolina en campaña! Pues, señor, lucharemos.

-En primer lugar -dijo Serafín-, vamos ahora mismo a buscar a José Mazzetti.

-¿Para qué?

-Para que se finja enfermo...

-¡Ah, infame! ¿Quieres acompañar con tu violín los trinos y gorjeos de la beldad?

-Justamente.

-Entonces me doy por vencido -suspiró cómicamente Alberto, mirando a Matilde con adoración-. ¡Tú, con el violín en la mano, te harás aplaudir por la Hija del Cielo, y, hasta llegarás a hacer que se enamore de ti! ¡Verdaderamente, soy desgraciado en amores!

Levantáronse en esto los dos amigos, y se despidieron de Matilde y de su tía, quienes, por la dolencia de ésta, no podían ir al teatro.

-A mi vuelta de la ópera -dijo Alberto a Matilde- te explicaré la colosal empresa que traigo entre manos. Por lo pronto, conténtate con saber que mañana salgo para Cádiz, y pasado mañana para el fin del mundo.

-También te comunicaré yo mis proyectos... -añadió Serafín-. Entretanto, hermana mía, sabe que he venido a Sevilla a despedirme de ti...

Matilde lloraba.

Elocuencia de un violín

Todo se arregló a gusto de Serafín Arellano. José Mazzetti se fingió enfermo, y escribió al empresario diciéndole que su compañero, el ilustre vascongado, dirigía la orquesta aquella noche; y el empresario, que conocía a Serafín, aceptó el cambio con muchísima satisfacción.

Una hora después ocupaba nuestro protagonista el puesto que ambicionaba, y desde el cual se prometía dar un asalto al corazón de la Hija del Cielo.

Excusado es decir al lector que Serafín, desde que entró en el teatro, no dejó de buscar con la vista a los dos rubios que, según Alberto, solían acompañar a la desconocida.

Violos, al fin, en un palco y en la misma posición que aquél refirió: el enano viejo en la delantera, y el joven del albornoz blanco medio oculto en la sombra.

Alberto se revolvía impaciente en un palco bajo del proscenio, acompañado de cierto personaje oculto en una semiobscuridad, y el cual no era otro que José Mazzetti. ¿Cómo había de renunciar el italiano a escuchar por segunda vez a la inspirada artista?

Sin más incidentes que nos importen, empezó la ópera.

La música agitó sus alas y llenó el espacio de aquellas religiosas armonías que, al principio de la introducción de la Norma, envuelven al auditorio en mística pavura. Luego, con ese tímido encanto peculiar de Bellini, fueron desprendiéndose de aquellas sagradas tinieblas unos acentos puros y llenos de gracia, como de la lobreguez de la selva encantada brotan sílfides vaporosas... Y así transcurrieron las tres escenas que preceden a la salida de Norma.

Serafín, que se sabía de memoria toda la ópera, miraba al palco de los dos rubios, cual si lo atrajese una serpiente, cuando de pronto... (¡Oh! Lo diré como un maestro de novelas lo ha dicho hace poco tiempo): «Pasó por los aires una cosa dulce, suave, vagarosa; era un vapor, una melodía, algo más divino aún...».

Era la voz de la Hija del Cielo.

Turbado, estremecido..., nuestro joven fijó los ojos en el escenario.

Aquella voz, cuyo timbre mágico nunca había oído ni esperado oír de garganta humana, acababa de fijar su destino sobre la tierra.

Y, sin embargo, seguía tocando el violín como lo hiciera un sonámbulo...

Cuando se reportó de aquella emoción suprema y pudo contemplar la hermosura de la Hija del Cielo, quedose deslumbrado, electrizado, atónito...

Personificad en una joven que parecía tener diez y ocho años todos los delirios del último pensamiento de Weber: fingid una belleza ideal, indefinible, como las que persigue la poesía alemana entre las brumas del Norte, a la luz de la luna: cread una figura suave, blanca, luminosa, como un ángel descendido del cielo, y tendréis apenas idea de la mujer que cantaba la Norma.

Era un poco alta. Sus cabellos rizados parecían copiosa lluvia de oro al caer de su nacarada frente a sus torneados hombros. A la sombra de largas pestañas, obscuras como las cejas, dormían unos ojos melancólicos, soñadores, dulcísimos, azules como el cielo de Andalucía. La nieve de sus mejillas, animada de un ligero color de rosa, hacía resaltar el vivo carmín de sus labios, como entre el carmín de sus labios resaltaban sus blancos y puros dientes, que parecían menudas gotas de hielo. Su talle, donde florecían todas las gracias de la juventud; el ropaje de Norma y la nube de armonía que la rodeaba, completaban aquella figura celestial, purísima, fascinadora.

Serafín seguía extático: sintió que el corazón le temblaba en el pecho, y, volviéndose hacia el palco de su amigo, le dijo con una mirada fulgurante: «Estoy enamorado para siempre».

Alberto palmoteaba aún desde la aparición de la desconocida.

¡Qué dicha para Serafín Arellano! ¡Ir sosteniendo con los acordes de su violín aquella voz de ángel, cuando tornaba al cielo de donde procedía! ¡Derrumbarse con ella cuando bajaba de las alturas! ¡Respirar o contener el aliento según que ella cantaba o respiraba! ¡Estar allí, sujetándola al influjo de su arco, mirando por aquellos ojos, obedecido por aquella voz!

Pronto, como no podía menos de suceder, conoció la joven el maravilloso mérito del nuevo violinista; pronto también se estableció una corriente simpática entre aquellas dos voces, la de la hermosa y la del célico instrumento, para ayudarse mutuamente, para fundirse en una sola, para caer unidas sobre aquel público arrobado, enloquecido; pronto, en fin, ella se complació en buscar con los ojos al gallardo músico, como el músico había buscado el alma de ella con los acentos de su violín.

Y entonces debió ver la mujer misteriosa todo el efecto que producía en nuestro héroe, quien, agobiado, subyugado, loco, la abrasaba con sus grandes ojos negros, radiante de genio la noble frente, entreabiertos los labios por una inefable sonrisa.

Terminaba la sublime aria Casta diva, y el joven aprovechó un momento en que ella le miraba, para decirle, con su alma asomada a sus ojos, todo lo que pasaba en su corazón...

Pero le pareció poco.

Estaba inspirado y se atrevió.

Por un prodigio de arte, sin abandonar aquella voz que volaba sobre su cabeza, le dijo a la beldad con sus ardientes miradas:

-¡Escucha!

Y ejecutó en el violín un paso distinto del que está escrito en la ópera; dio a aquella improvisación todo el frenesí de su locura, hízola vibrar como un grito delirante de adoración, y fue a recoger el último suspiro de la Hija del Cielo terminando la cadencia de Bellini.

El público aplaudió a su vez a Serafín.

Ella comprendió toda la elocuencia de aquella difícil variante; vio la inspiración en la frente del joven; adivinó su alma, y lo miró de un modo tan intenso, tan deslumbrador, que Serafín Arellano se puso de pie y arrancó mil aplausos con su violín.

Ya no era el director de orquesta: era el eco de la tiple, la mitad de su canto, su canto mismo.

La desconocida, arrebatada por aquel acceso de lirismo sublime, de extraordinaria inspiración, de artística demencia, comunicó a su voz una emoción tan extraña, un timbre tan apasionado, que Serafín sintió que el corazón se le dilataba en el pecho y que las lágrimas asomaban a sus ojos...

Los espectadores, frenéticos de entusiasmo, comprendían demasiado lo que experimentaban aquellos dos genios que se habían encontrado frente a frente, y recogían la lluvia de perlas que saltaban al choque de aquellas dos cascadas de armonía, temblando, llorando y oprimiendo su pecho por no soltar los gritos de su admiración.

¡Era una cosa nunca vista, jamás oída: era ese apogeo de gozo, esa plenitud de poesía, ese transporte divino, ese éxtasis profético, que en la tierra se llama visión y en el cielo bienaventuranza!

La joven vio llorar a Serafín, y sonriendo dulcemente, y envolviéndolo en un ademán de arrobamiento, de ternura, de gratitud, señaló a sus lágrimas, tendiendo la mano a ellas, como si quisiese recogerlas o enjugarlas.

Era para morirse; para volverse loco de veras...

¡Ni el violín tenía ya frases con que responder a la desconocida, ni la mirada expresión más culminante!...

¡Si Serafín hubiera cantado!

Norma abandonó la escena, y volvió; y, al fin, entre una tempestad de sonidos, se cantó el brillante terceto: «Oh, di qual sea tu vittima!...», y concluyó el acto.

Serafín cayó desplomado en su asiento, como si lo arrojaran de la Gloria.

Cuarteto de celosos

No bien cayó el telón, salió Alberto de su palco en busca de Serafín.

Serafín subía ya la escalera en busca de Alberto.

Encontráronse, por consiguiente.

El músico se estremeció al estrechar la mano de su amigo: sintió en su corazón cierta cosa amarga y corrosiva, y tuvo que hacer un esfuerzo para sonreír.

Y era que recordaba que su amigo estaba también enamorado de la Hija del Cielo...

Serafín tenía ya celos de este amor.

-¡Tengo celos! -dijo Alberto a su vez, como más expansivo que era.

-Hermano mío -respondió Serafín-. ¡La mitad de mi vida por hablar con esa mujer! ¡La vida menos un instante, con tal que en ese instante me diga que me ama! ¡Oh!, ya he encontrado realizada la ilusión de toda mi existencia, la mujer que había buscado siempre, mi sueño de artista, mi gloria, mi porvenir, mi destino, ¡todo, todo!

-¡Ya la amas!

-¡Ya! ¡No, amigo mío! La amo hace diez años; la amo desde que nací; la había adivinado antes de verla; vivía adorándola; la he visto, y siento lo que nunca he sentido, lo que me hace hombre, lo que me da corazón, lo que me constituye artista. ¡Amo! ¡Amo a esa mujer!

-Pues bien -respondió Alberto-; ella, mal que me pese, ha conocido que pensabas de ese modo... Tú eres... ¡Vamos! no te engrías, que ya no te lo digo. En fin: yo soy el que debe tener unos celos rabiosos y terribles.

-¡Alberto!

-¡Serafín! ¡Qué diablo! ¡No vengo a reconvenirte porque le hayas agradado más que yo! En medio de todo, su fallo es justo. Además, tú sabes que mi corazón sólo palpita y puede palpitar por otra mujer... de cuyo amor también me has privado... Pero es el caso que hay un hombre que tiene más celos que nosotros dos.

-¿Quién?¿Mazzetti?

-También los tiene; pero son celos artísticos, celos de tu violín y de tu ovación de esta noche. No se trata de él.

-Pues ¿de quién?

-De aquel fantasma...

Y Alberto señaló al joven del albornoz blanco, cuyo palco veían desde una galería por la puerta entreabierta de otro.

-Todo el acto te ha estado mirando: ha avanzado a la delantera contra su costumbre, y ha tenido clavados en ti unos ojos muy capaces, no de petrificar como los de Medusa, sino de helar la sangre en las venas como el viento del Polo.

-¡Es menester aclarar el misterio de esa familia; averiguar qué relación tiene ese hombre con la Hija del Cielo! -dijo Serafín después de un momento de reflexión.

-Te advierto -replicó su amigo- que ésta es la última noche que canta nuestra diosa.

-¿Cómo? Pues ¿no estaba anunciado que cantaría mañana La Sonámbula?

-Te digo que mañana parte de Sevilla.

-¿Para dónde?

-Creo que va a Madrid.

-¿Quién te lo ha dicho?

-Se susurraba por esos corredores...

-¿Dónde vive aquí? ¿Dónde se hospeda?

-Sólo lo sabe el empresario, quien le ha prometido no decirlo a nadie para ahorrarle las impertinencias de los entusiastas como nosotros...

-¡Voto va!...

En este momento sonó la campanilla, avisando a la orquesta que iba a empezar el acto segundo.

-A la salida del teatro hablaremos -dijo Serafín-. Espérame con Mazzetti. Esta noche hemos de saber quién es ese joven del albornoz blanco.

-Convenido -respondió Alberto.

Y se dirigió a su palco, mientras el músico volvía a ingresar en la orquesta.

El final de Norma

Alzose el telón y apareció la desconocida.

Serafín miró al palco de los personajes misteriosos y no los halló en él.

Volvió los ojos al escenario, y sorprendió una mirada que le dirigía la Hija del Cielo.

Ya sabéis el magnífico argumento de la primera escena del segundo acto.

Norma, la impura sacerdotisa, va a matar a sus hijos para borrar las huellas de su sacrílego amor.

Allí hubierais visto a aquella mujer tan hermosa e inspirada, interpretar los tenebrosos pensamientos de la celosa druida con un canto alternativamente lúgubre, tierno y salvaje lanzado de un pecho convulso por unos labios crispados, cual si fuera la estatua viva de la implacable Medea.

El público, poseído del horror de la situación, estaba tan mudo, tan atento, tan inmóvil, que se hubiera sentido la caída de una hoja en medio de aquellos mil espectadores sobrecogidos de espanto.

Pero cuando el corazón de la madre respondió al grito de la Naturaleza, que le hablaba con los suspiros de sus hijos; cuando la garganta de aquella mujer moduló el divino acento de amor a los pedazos de su alma y de horror al crimen que había concebido; cuando aquel rostro airado y convulso se dilató con la ternura maternal y se iluminó con la llama de la virtud; cuando la Hija del Cielo, en fin, arrojó el puñal infanticida... entonces estremeció el teatro un murmullo universal, un aplauso unánime, una detonación de vivas y bravos que ensordeció el aire por mucho tiempo.

¿Para qué os he de cansar con la relación de todas las maravillosas dotes que desplegó aquella mujer y de todas las emociones que experimentó Serafín?

Sólo os hablaré del final de la ópera.

La Hija del Cielo comprendía demasiado todas las bellezas de aquellos últimos cantos de Norma, en que el amor a un hombre se sobrepone al amor a la vida, al amor maternal, a todo sentimiento humano...; y así fue que, elevándose a una inspiración verdaderamente sublime, hizo sentir al público dolores y delicias inexplicables.

Serafín no estaba en el mundo. Flotaba en el empíreo como aquellos cantos, y navegaba al propio tiempo en un mar de infinita melancolía.

Dábase cuenta, en medio de su locura, de que aquella sala, llena de los acentos de un ángel, iba a quedarse muda, de que Norma iba a morir, de que la ópera terminaba, de que el encanto iba a romperse; y oía ya a la hermosa como se oye el quejido de un recuerdo: en el fondo del alma... Seguía tocando el violín; pero maquinalmente, como un autómata, como un sonámbulo.

En cuanto a ella, no apartaba sus azules ojos de los negros del artista... Le decía ¡adiós! en todas las notas que articulaba; ¡adiós! le repetía su rostro contristado; ¡adiós! clamaban sus manos cruzadas con desesperación... En lugar de despedirse de la vida, parecía que Norma se despedía de Serafín.

Después fue extinguiéndose aquella lámpara de plata, desvaneciéndose aquel sueño de gloria, borrándose aquel meteoro, evaporándose aquel aroma, alejándose aquella nave, doblándose aquella flor, muriendo aquel sonido...

Y cayó el telón, como es costumbre en todos los teatros del mundo.

Las pistolas de Alberto se divorcian

Media hora después, a las doce menos cuarto de la noche, hallábanse nuestros amigos Serafín, Alberto y José Mazzetti en la puerta del vestuario del teatro, esperando la salida de los extranjeros.

-¡No quiero un escándalo! -decía Serafín.

-Lo mataremos sottovoce -replicó Alberto.

-¡No quiero que los matemos, ni que proyectéis cosa alguna de que pueda enterarse ella!...

-Pues ¿qué quieres?

-Hablar con ese hombre.

-Tú no debes hablarle... -propuso Mazzetti-. La guerra ha de ser guerra. Es tu rival, y no debes ofrecerle parlamento.

-Hay un medio... -dijo Alberto embozándose hasta los ojos.

-¿Cuál?

-El siguiente. ¿Qué quieres tú evitar?

-Que ella forme mala idea de mí viendo que provoco un lance por su causa...

-¡Aprobado! Pero, como yo no soy tú; como esos rubios ignoran mi amistad contigo, y, finalmente, como yo soy dueño de mis acciones, resulta que lo que en ti es de mal tono, en mí es muy entonado. Por consiguiente, yo seré quien busque a tu rival: le hablaré, y, si es necesario, le romperé la crisma... ¡Diablo!

¡Vaya si se la romperé!

-¡Qué locura!

-Aunque lo sea. Vete a casa. Tú, Mazzetti, sígueme.

-Pero...

-¡No hay palabra!... Tú tienes una hermana en quien pensar, y yo no tengo a nadie en el mundo.

-Mas...

-He dicho.

Serafín, que conocía el carácter tenaz de Alberto, se conformó en parte con su plan, lógico y acertado hasta cierto punto.

Pero no por esto se retiró a su casa.

Despidiose de sus amigos; anduvo algunos pasos, y se apostó en una puerta a fin de espiar a los espías.

Alberto, escarmentado ya con lo ocurrido la noche anterior, tenía preparado un carruaje, en el cual entró con Mazzetti.

-¡Desde aquí observaremos sin ser vistos! murmuró, bajando los cristales.

Entonces se adelantó Serafín cautelosamente; llegó por el lado opuesto cerca del pescante del coche, y dio al cochero un duro, diciéndole:

-Déjame sitio en que sentarme: yo empuñaré las riendas y tú harás el papel de lacayo.

El cochero aceptó sin vacilar.

La carretela de la Hija del Cielo se hallaba a pocos pasos.

La emboscada era completa.

Pocos minutos habían transcurrido, cuando la joven y sus acompañantes salieron del teatro y montaron en su carretela, que partió al trote.

El carruaje que ocupaban los tres amigos salió en su seguimiento.

Cruzaron calles y plazas, y más plazas y más calles, andando y desandando un mismo camino, hasta que al fin abandonaron la ciudad.

-¡Diablo! -murmuró Alberto.

-Vivirán a bordo de algún buque... -dijo José Mazzetti.

Llegaron al Guadalquivir.

El coche de la desconocida se detuvo en la orilla misma del agua.

Nuestros jóvenes vieron, al fulgor de la luna, que una góndola lujosísima se adelantaba río arriba con dirección a aquel punto.

El carruaje de Alberto se había parado a veinte o treinta pasos de distancia.

Serafín se deslizó del pescante y se ocultó detrás de un árbol.

Alberto dijo a Mazzetti que lo aguardase dentro del coche; examinó sus pistolas y se adelantó hacia el río.

La góndola había atracado.

El hombre de edad ayudó a bajar de la carretela a la Hija del Cielo, y le dio la mano hasta el embarcadero próximo.

El joven del albornoz blanco no se apeó.

Alberto se colocó al lado de la portezuela.

No bien se embarcaron el anciano y la joven, bogó la góndola a favor de la corriente, y pronto desapareció por debajo del puente de Triana.

Entonces se abrió la carretela y bajó el aborrecido extranjero.

-¡Dos palabras! -dijo Alberto en francés, cerrándole el paso.

-He dejado de embarcarme con tal de oírlas... -respondió el desconocido con la mayor calma.

-Alejémonos de estos carruajes.

-Como gustéis.

Los dos jóvenes marcharon cinco minutos por la margen arriba.

-Aquí estamos bien... -dijo Alberto.

El del albornoz blanco se detuvo.

-Me seguíais... -pronunció con absoluta tranquilidad.

-¡Os eché mano al fin! -replicó Alberto con voz alterada.

-Eso lo veremos. Hablad -añadió el hombre misterioso.

Nuestro amigo lo contempló un momento a la luz de la luna.

El desconocido era alto, delgado, pálido, extremadamente rubio, de mirada glacial y sonrisa irónica: un hombre, en fin, cuyo aspecto desconcertaba y causaba espeluznos.

-¿Tenéis armas? -preguntó Alberto.

-¡No! -respondió el joven rubio.

-¡Yo sí! -repuso el amigo de nuestro héroe.

Y sacó de sus bolsillos dos pistolas, que dejó en el suelo.

Su interlocutor permaneció impasible.

-¿Quién sois? -le interrogó Alberto, echando fuego por los ojos.

-¿Qué os importa? -respondió el extranjero.

-¡Mucho; porque os odio!

El joven del albornoz blanco acentuó más su sonrisa.

-¿Qué me importa? -replicó después de un momento.

-Pero ¿me reconocéis?

-Sí que os reconozco: sois un empleado del Teatro Principal de Sevilla, y vuestro oficio es aplaudir y dar voces.

-¡Exactamente! -respondió Alberto, poniéndose cada vez más pálido-. ¿Sabréis también que amo a la Hija del Cielo?

-Lo sospechaba.

-Y tenéis celos, ¿no es verdad?

-A mi modo.

-Y ¿qué os autoriza a tenerlos, de cualquier clase que sean? ¿Sois su esposo? ¿Sois su amante?

-Suponed que soy una de ambas cosas.

-¡Matémonos entonces! -repuso Alberto cogiendo una pistola y designando la otra al desconocido.

-Matadme... -dijo éste.

Y se cruzó de brazos.

-Yo no asesino a nadie: ¡defendeos!

-¿Queréis un duelo?

-Sí.

-Lo admito -contestó el extranjero con voz imperturbable.

-Pues concluyamos...

-No puede ser ahora.

-¿Cómo? ¿Por qué?

-Porque a mí no me conviene batirme cuando os conviene a vos.

-¡Magnífico, señor mío! ¿Qué entendéis vos por duelo?

-Comprendo lo que es un desafío, y ya he aceptado el vuestro; pero no me batiré a vuestro antojo.

Y así diciendo, arrojó al río la pistola que le ofrecía Alberto.

Éste principió a desconcertarse.

-¿Preferís otras armas? -exclamó-. ¿Preferís el sable, el florete, la espada?... ¡A mí me es igual todo!

-Prefiero la pistola... dentro de un año.

-¡Un año!

-Ni más ni menos.

-¿Para qué? ¿Para adiestraros a manejarla?

-Tiro perfectamente... -contestó el desconocido-. Si no temiera atraer a la policía, desde aquí troncharía de un balazo aquel arbusto de la ribera.

-Pues entonces...

-No os canséis, ni atribuyáis mi aplazamiento a cobardía. Dentro de un año, en este día, a esta hora, en este sitio, nos batiremos.

Antes de ese plazo... sería una locura en mí.

-¿Por qué?

-Porque hace años que trabajo en una empresa cuyos felices resultados tocaré pronto, y no quiero exponerme a morir sin conocer esa felicidad.

-Pero...

-¡Basta! -exclamó el desconocido con voz más grave que la que empleara hasta entonces-. Es cuanto tengo que deciros. Me despido de vos hasta dentro de un año. Si queréis herirme por la espalda, podéis hacerlo.

Y envolviéndose en su albornoz, saludó al joven, dio media vuelta y echó a andar hacia el puente de Triana.

Ya se habría alejado quince pasos, cuando Alberto salió de su asombro.

Cogió del suelo la pistola y se dispuso a seguir al desconocido.

Una mano se apoderó de la suya, y una voz gritó detrás de él:

-¡Detente!

Alberto se volvió sorprendido.

¡Adiós!

Era Serafín.

-Lo he oído todo... -añadió éste con amargura.

-Pues ¿dónde estabas?

-Detrás de esos árboles.

-¡Buen susto me has dado! -exclamó Alberto, reponiéndose de su asombro.

-En fin

-En fin... ¡Que se me escapa! Déjame...

-¡Déjalo tú!

-¿Cómo?

-¿Qué vas a hacer? ¿Asesinarlo?

-¡No, señor! ¡Obligarlo a batirse!

-Es inútil: ese hombre debe de ser inglés, y no saldrá nunca de su paso.

-¡Diablo! -gritó Alberto-. ¡Te juro por mi alma que, o dentro de un año lo he tendido a esta hora sobre esos juncos, o yo he dejado de existir!

-Sí; pero entretanto... -murmuró Serafín.

Y no concluyó la frase.

-Entretanto -dijo Alberto- debes seguirla adonde quiera que vaya.

-¿Con qué recursos?

-¡Con tres millones que me quedan! ¡Mañana vendo todas mis fincas!

-Fuera en vano... Resignémonos... Mañana se va ella a Madrid, según dicen, y nosotros saldremos para Cádiz, desde donde tú te embarcarás para el Polo y yo para Italia...

-¿Renuncias a ese ángel?

-No quiero luchar con el destino. Esa mujer tan hermosa debe de tener dueño... ¿Quién sabe? ¡Acaso es su esposo uno de los dos que la acompañan! ¿A qué empeñarnos en hacerme más infeliz? Además: ya he escrito a Italia, y me esperan... Tú sabes que mi viaje no es de puro recreo. De él depende mi suerte, y, por consiguiente, la de mi familia...

En fin: me temo a mí mismo... ¡Mejor es que huya de esa mujer!

-Como quieras, Serafín; pero yo... ¡la sigo hasta el fin del mundo!

-¡Norma! -murmuró el músico.

-¿Me acompañas?

Serafín abrazó a su amigo por toda contestación.

-¡Magnífico! -exclamó Alberto-. Pues señor; empecemos nuestras operaciones.

-¿De qué modo?

-Ven conmigo.

Anduvieron unos cien pasos, y llegaron frente al coche que los había traído.

-¿Y Mazzetti? -dijo Serafín.

-Se habrá dormido ahí dentro... -respondió su amigo, que conocía la calma del italiano.

Bajaron al río.

-Mas ¿dónde vamos? -decía el músico.

-Dentro de poco lo sabré yo mismo -respondió Alberto.

En esto llegaron al muelle, donde varios marineros dormían al lado de sus barcas.

Alberto gritó varias veces:

-¡Paco! ¡Paco!

Un joven acudió, restregándose los ojos.

-¡Hola, señorito! -exclamó al ver a Alberto.

-Dime: ¿de qué embarcación es una góndola muy ataviada que acabo de ver allá arriba?

-De un vaporcito noruego que llegó hace tres días -respondió el marinero.

-¡Justo! -dijo Alberto-. Y ¿sabes cuándo parte de Sevilla?

-Cabalmente, cuando su merced llegó no había hecho yo más que acostarme por haberme entretenido en verlo partir.

-¡Cómo!

-¡Sí, señor! No hace cinco minutos que levó anclas... ¡Mire su merced el humo todavía! ¡Bien corre el enanillo!

Serafín se apartó, murmurando un juramento terrible.

-¡Necesito darle alcance! -gritó Alberto.

-¡Imposible! -replicó el marinero-. ¿Quién alcanza a un vapor con velas y favorecido por la corriente?

-¡Basta! -exclamó Serafín con voz sorda y decidida.

Alberto dio una moneda al marinero, y siguió a su amigo sin pronunciar palabra.

Llegaron adonde les esperaba el coche, y se encontraron con Mazzetti, que los buscaba alarmado.

-¿Qué hay? -preguntó, después de extrañar mucho ver allí a Serafín.

-¡Nada! -dijo éste.

-¡Buen rato me habéis dado! ¡Figuraos que hace media hora vi venir al joven del albornoz blanco, solo y muy de prisa: llegó a aquel punto de la orilla; se quitó el albornoz; lo tiró lejos de sí, como quien tira el sobre de una carta, y se arrojó al río!

-¿Qué dices? ¿Se ha suicidado? -exclamó Serafín saliendo de su estupor.

-¡Nada de eso! Empezó a nadar como un pez, y desapareció por un ojo del puente.

-¡Ese hombre es el diablo en persona! -prorrumpió Alberto.

-¡Lo habrás evocado con tu exclamación favorita! -replicó Mazzetti.

-Vámonos... -dijo Serafín.

-Pero contádmelo todo... -añadió el italiano.

-¡Total... nada! -respondió Alberto.

-Matilde nos está esperando... -observó el músico.

-¡Vamos, vamos! -repitió Alberto, recobrando el buen humor a esta sola idea.

Entraron en el coche, despidiéronse de Mazzetti, a quien dejaron en su casa, y llegaron a la de Matilde.

Ésta los aguardaba, en efecto.

Sus ojos estaban hinchados y encendidos.

-¡Ha llorado! -pensó Serafín.

-Mucho sueño tienes... -dijo Alberto.

-Te enteraré de todo en dos palabras... -añadió aquél, temiendo alguna imprudencia de su amigo.

-¡Te lo diré yo en una! -exclamó éste-. Serafín ama a la Hija del Cielo, yo se la he cedido; la tal diosa acaba de escapársenos y tú eres más hermosa que ella y que todas las mujeres juntas.

Matilde radió de gozo, como la luna cuando sale de entre las nubes.

-¡Norma! -balbuceó Serafín.

-¡Qué diablo! ¡No pensemos en eso! Se ha ido... ¡Pues paciencia! ¡Figúrate que la has soñado! Tú también te vas; yo también me voy, y todos nos olvidaremos unos a otros, según costumbre entre los mejores amigos. ¿No es verdad, Matilde?

-Pero, ¿adónde vais? -preguntó ésta.

-Yo a Italia -dijo Serafín-. He venido a Sevilla a despedirme de ti y de mi buena tía.

-¡A Italia! -exclamó Matilde.

-No te asombres... -dijo Alberto-. Italia está detrás de la puerta. Pero yo... ¡yo voy al Polo!

-¡Al Polo!

-Como lo oyes... -afirmó Serafín.

-¡Vas a perecer, desventurado! Matilde con verdadero terror.

-Y bien -replicó Alberto-: ¿a ti qué te importa? ¿No estás ya casada? Y, a propósito, dime: ¿cómo se llama tu marido?

Matilde miró a Serafín.

-¡El demonio eres! -interrumpió el músico dirigiéndose a Alberto-. ¡Hablas de mil cosas a un tiempo!

Y pellizcándole un brazo, le recordó su promesa de dejar en paz a Matilde.

Esta se retiró a su cuarto, pues ya eran las dos, y dijo que quería madrugar para despedir a los dos jóvenes...

Pero no se acostó.

Por la mañana había al lado de su escritorio más de veinte pliegos de papel hechos menudos pedazos.

Eran otras tantas cartas escritas y rotas durante aquella velada.

Todos estos ensayos dieron por resultado un billetito, que introdujo en la mano de Alberto al darle los buenos días.

El sobre decía: «No lo leas hasta después de partir».

Matilde estaba más colorada que una cereza.

Alberto volvió a sentir en su corazón cierto latido que ya conocía; latido muy intermitente, que sólo había percibido tres o cuatro veces en su vida, y siempre cerca de Matilde; pero latido muy profundo, pues que procedía de un verdadero amor.

Del verdadero amor, tesoro escondido en el corazón de Alberto entre frivolidades y caprichos; amor tan virgen como el oculto venero de que no ha bebido ningún labio; amor pronto a desbordarse en cualquier hora, como acababa de suceder con las pasiones de Serafín.

A todo esto eran las seis y media.

El Rápido partía a las siete.

Alberto y Serafín se despidieron de la anciana, y bajaron la escalera acompañados de Matilde.

En el portal se abrazaron tiernamente.

-¡Adiós! -dijo Serafín.

-¡Adiós! -murmuró Matilde anegada en lágrimas.

-¡Adiós! ¡Te amo! -balbuceó Alberto al oído de Matilde.

-¡Adiós, Alberto! -exclamó Matilde, refugiándose nuevamente en los brazos de su hermano, quien la besó en la frente.

-¡Adiós! -volvieron a decir los tres.

Y se separaron, por último, despidiéndose luego con los pañuelos agitados en el aire, los cuales siguieron diciendo todavía mucho rato, o sea hasta que los dos mancebos doblaron la esquina:

-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!

Alberto besaba al mismo tiempo la carta de Matilde.

Éste para Laponia, y éste para Italia; éste para Italia, y éste para Laponia

¡Allá van nuestros amigos!... Miradlos sobre cubierta. ¿Los veis?

¡Ah! Ya no es tiempo de que los veáis...

El Rápido acaba de doblar una colina.

Sólo se percibe ya una columna de humo.

El humo se disipa a su vez.

¡Buen viaje!

En efecto: Alberto y Serafín volaban río abajo en alas del vapor.

No bien desapareció a sus ojos la última torre de Sevilla, arrojaron los dos un hondo suspiro y bajaron a la cámara de popa.

Allí se sentaron uno enfrente de otro; apoyaron los codos en la mesa redonda; dejaron caer la cabeza sobre las manos, y se pusieron a reflexionar.

Alberto había leído la carta de Matilde.

Decía así:

«Alberto:

»Antes de seguir leyendo, júrame continuar tu viaje como si no hubieras recibido esta carta».

-¡Lo juro! -pensó el joven.

Y prosiguió la lectura.

«Te amo.- Una palabra más, y concluyo: Matilde Arellano no faltará nunca a sus deberes de esposa».

-¡Ómnibus llenos de diablos! -exclamó Alberto para sí.

Y aquí comenzaron sus reflexiones.

-¡Me ama! -decía-. ¡Yo también la amo! ¡Me ama, y me lo dice! Yo se lo he dicho también. ¡Pero nunca faltará a sus deberes de esposa!... Entonces, ¿para qué me ama?

Y, sobre todo, ¿para qué me lo dice? ¡Me ama!... ¡Pues es verdad! ¡Necio de mí, que no lo había conocido! ¡Yo, que la adoro! ¡Yo, que siempre la miré de un modo distinto que a las demás mujeres! ¡Yo, que sería feliz a su lado! ¡Yo..., que me voy al Polo! Y ¿qué he de hacer si está casada? Por otra parte, Serafín es más que amigo mío... ¡Es mi hermano! ¡Oh! ¡Tengo que sacrificarme como ella! ¡Tengo que vivir como Tántalo! ¡Tengo que morir sin ser dichoso, sabiendo dónde está la dicha! ¡Ah! ¡Matilde! ¡Matilde! ¿Por qué me has dicho que me amas? ¡Esta confesión tuya me ha quitado el buen humor para siempre!

Y Alberto se buscaba unos cabellos que no tenía, deseando arrancárselos al grito de:

-¡Diablo! ¡Diablísimo! ¡Mil veces diablo!

Por lo que hace a Serafín, he aquí sus pensamientos:

-¡Norma! ¡Norma!... ¡Perdida para siempre!... ¡Y ese joven que va a su lado será su esposo o su amante, pues que tiene celos! ¡Y yo, que era ayer tan feliz porque había reunido veinte mil reales para realizar la ilusión de toda mi vida, mi viaje a Italia, soy hoy tan desdichado, que en el momento de partir me vuelvo loco por una mujer que viene... yo no sé de dónde y va yo no sé a qué parte! ¡Ah! ¡La he perdido para siempre!... ¡Ah! ¡La he perdido para siempre!... ¡Para siempre!

Llegaron a Cádiz.

La primera operación de nuestros amigos fue recorrer todo el muelle, a ver si divisaban en el puerto el vaporcito que salió de Sevilla a media noche llevándose a la Hija del cielo. No sólo no estaba allí, sino que, haciendo averiguaciones, supieron por unos marineros que el vaporcito había llegado a las once de la mañana, permanecido una hora o dos en el puerto y partido en seguida hacia el Estrecho de Gibraltar.

-¡Va por tu mismo camino! -dijo Alberto a Serafín.

Éste no hablaba palabra, ni hacía más que oír y suspirar.

-Dime... -continuó Alberto, dirigiéndose al marinero-: ¿cuál es un bergantín sueco que sale mañana para Laponia?

-¡Aquél! -respondió el marinero, señalando un barco estrecho y de forma rara, con apariencias de muy velero, que estaba ya en franquía.

-¿A qué hora parte?

-Esta noche a las ocho.

-¡Esta noche!

-Sí, señor.

-¡Oh! No hay tiempo que perder... Supongo que sabrás dónde se despachan billetes.

-En ninguna parte.

-¿Cómo?

-Lo que oye usted. Ese buque no es mercante, sino de un viajero ruso, según dicen. Un barco de recreo, en una palabra.

¡He aquí mi plan echado a tierra! -exclamó Alberto.

-¿Qué es eso? -preguntó Serafín-. ¡Poca cosa! Que ya no tengo barco en que ir al Polo. ¡Diablo! ¿Cuándo volverá a presentársenle ocasión como ésta?

-Hay un medio de arreglarlo todo... -dijo el hombre de mar.

-¡Cueste lo que cueste! -se apresuró a responder Alberto.

-¿Dónde vive usted?

-Calle de Cobos, número... -dijo Serafín, dando las señas de su casa.

-¿Es usted rico?

-¡Cueste lo que cueste! -repitió Alberto.

-Entiendo, señorito; descuide usted en mí.

Son las cuatro de la tarde... A las siete tendrá usted en su casa un pasaje en ese barco.

-¡Eres un héroe! -exclamó Alberto.

El marino se despidió de los jóvenes.

-Espera... -dijo entonces Serafín.

El barquero volvió con la gorra en la mano.

-Necesito un pasaje para Italia.

-¿Para cuándo?

-¡Al momento! -el marinero reflexionó.

-¿Quiere usted salir esta noche?

-Me alegraría... -interrumpió Alberto-. Así partiríamos a la misma hora.

-Sea, pues, esta noche -repuso Serafín.

-¿Vive usted con el caballero?

-Sí; calle de Cobos. Pero es el señor quien vive conmigo... Pregunta por mí.

-Corriente. Tendrán ustedes los dos pasajes para la misma hora, pues hay en el puerto un bergantín francés que sale también a la oración con cargamento para Venecia.

Hizo el marinero otra cortesía, y se alejó sacudiendo los dedos.

Pero no habían andado cuatro pasos nuestro amigos, cuando oyeron gritar:

-¿Y los nombres? ¡Necesito los nombres para sacar los billetes!

Los jóvenes dieron sus tarjetas.

El marinero se alejó mirándolos, y diciendo sin cesar para que no se le olvidase:

-Éste para Italia, y éste para Laponia; éste para Laponia, y éste para Italia.

Hazañas póstumas de Noé

La casa número tantos de la calle de Cobos, habitación de Serafín, y provisionalmente de Alberto, era una especie de fonda.

Los dos amigos se dirigieron a ella mustios y cabizbajos.

-¿En qué pasamos el tiempo? -preguntó Serafín.

-¿Qué hora es? -interrogó Alberto.

-Las cuatro y media. Dentro de tres horas traerá ese hombre los billetes, y a las ocho partiremos...

-Es decir, que tenemos a nuestra disposición tres horas mortales.

-¿En qué las empleamos?

-No sé.

-Ni yo.

-Pues entonces, lo mejor es que comamos y que procuremos alegrarnos un poco.

-¿Cómo alegrarnos?

-Achisparnos, he querido decir.

-¿Para qué?

-Primero, para olvidar a la Hija del Cielo.

-¡Ay! -suspiró el artista.

-Segundo, para olvidar a Matilde.

-¿Y tercero? -se apresuró a preguntar Serafín.

-Para olvidarnos mutuamente.

-¡Es verdad! Necesitamos aturdirnos...

¡Mozo!

-Señorito... -contestó al momento una voz en la puerta del cuarto.

-¡Hola, Juan!

-¡Pronto ha sido la vuelta, mi amo!

-Y para poco tiempo: esta noche me voy por dos o tres meses. Vas a servirnos una espléndida comida y los mejores vinos que tengas. A las siete vendrá un marinero a buscarnos... Déjalo entrar. Si bebemos demasiado, cuida de que todo nuestro equipaje vaya a bordo; y si ves que es menester acompañarnos...

-¡Magnífico testamento! -exclamó Alberto batiendo las palmas-. Ahora, ¡viva el madera! He aquí mi codicilo.

Dos horas más tarde decía el mismo joven, empuñando una copa de Jerez y mirándola estúpidamente:

-¡Grande hombre fue Noé!

Serafín estaba melancólico.

-Sabrás que amo a Matilde... -murmuró Alberto, cuya lengua principiaba a turbarse.

-¿Quieres callar? -dijo el músico con acritud.

-¡Que la amo! -replicó el joven-. Pero huyo de ella porque... En fin... ¡Por ti, ingrato! La amo, ¿entiendes?... ¡como no he amado nunca!

-¿Qué me importa? -replicó Serafín, el cual estaba medio aletargado y pensaba únicamente en su desconocida.

-¡Conque no te importa! ¿Y si ella me amase también?

-¡Casaos, y punto concluido! Sí..., ¡esto es!.. Tra... la... la rá... la... rá...

Y Serafín se puso a cantar el Final de Norma.

-¡Que me case con ella! -exclamó Alberto, queriendo darse cuenta de lo que oía-. ¿Pues no está casada?

-¡Ja, ja, ja! -exclamó Serafín-. ¡Casada! ¡Ja, ja, ja!

Alberto se estremeció al oír esta carcajada.

Aquella risa nerviosa, hija de la exaltación en que se hallaba Serafín desde la noche anterior y de la excitación producida por el vino, tenía algo de loca, y los locos acostumbran a decir la verdad. Gradúese, pues, la angustia con que el adorador de Matilde sacudiría a su amigo, diciéndole:

-¡Serafín, Serafín! Serénate... (¡Diablo! ¡Y es el caso que si ahora no me lo cuenta, se va a Italia sin decírmelo!) Responde, Serafín: ¿es casada?

Serafín se calmó un poco, oyó la pregunta de su amigo, comprendió que había dicho una imprudencia, y respondió humorísticamente:

-Sí, señor... ¡Casada con Polión... o poco menos! Ah! non volerli vittime...

-¡Si no te hablo de Norma! ¡Te hablo de Matilde!

-Del mio fatal errore... -prosiguió cantando Serafín.

-¡Diablo y demonio! -exclamó Alberto-. ¡Ha perdido el juicio! ¡Calla!... ¡Y yo también! -añadió, viendo que se mareaba.

Los dos jóvenes quedaron mirándose de hito en hito, con los codos apoyados en la mesa.

-¡Estamos frescos! -balbuceó Serafín.

-Es decir... -repuso Alberto tartamudeando-, todo lo contrario de frescos.

-¿Te he dicho... algo? -preguntó el primero.

-¿De... qué?

-¡De... nada! -replicó el músico.

Alberto estaba cada vez más confundido.

-Escucha... -añadió Serafín al cabo de un momento, con voz entrecortada por la embriaguez-. Cuando vuelvas del Polo, yo habré vuelto de Italia... ¿Entiendes? Me buscas aquí... en Cádiz, o en Sevilla, o en los infiernos... y hablaremos de mi hermana...

-¡Oh, no bebas más! -gritó Alberto, arrancando una botella de la mano de Serafín-. ¡Descíframe el misterio de Matilde!

-¡Nada, nada!... ¡Vete al Polo! Espero que éste sea tu último viaje.

Una duda horrible cruzó por la turbada imaginación de Alberto.

-¿Llora Matilde... algún desengaño? ¡Dimelo, Serafín!

       Moriamo insieme,

    Ah! si moriamo...



cantó el músico, volviendo a su exaltación.

-¡Eres muy cruel! -exclamó Alberto.

Y desesperado de averiguar la verdad, se bebió otra botella de Jerez.

Quedó imbécil.

Serafín estaba como loco.

En este momento entró Juan con el marinero que le traía los billetes.

Empezó el primero a sacar los equipajes, y el segundo, dirigiéndose a Serafín, dijo:

-Señorito, aquí está el billete para Laponia. Este señor es el encargado de cobrarlo.

Un hombrecillo rubio, colorado y grueso se hallaba, en efecto, en la puerta de la habitación.

-Trae... -dijo Alberto.

-Vale cinco mil quinientos reales.

-¡El Leviathan! ¡Bonito nombre, cuñado! -exclamó Serafín.

-Cinco mil quinientos reales... -repitió el marinero-. Y este otro, mil setecientos...

-¡Toma, y calla! -murmuró Juan, ayudando a Alberto y a Serafín a contar aquellas sumas.

El hombrecillo rubio se adelantó y tomó la que le correspondía.

Al ver Serafín a aquel hombre, no pudo menos de estremecerse; pero reparando luego en su actitud vulgar, en sus curtidas manos y en sus crespos cabellos, dijo:

-¡Qué disparate! ¡Pues no me había parecido el oso viejo, o sea el oso mayor que acompañaba a la Hija del Cielo!... El tipo es el mismo...

El hombrecillo partió.

Alberto hablaba con Juan, a quien entregó los billetes y los pasaportes, diciéndole:

-¡Tú respondes de todo!... -¡Nosotros no estamos para nada!... Nosotros estamos por primera vez (guárdame el secreto), como tú habrás estado muchas veces... ¡Ah, pícaro amontillado! ¡Pícara Manzanilla! ¡Pícaro Pedro Jiménez! ¡Pícaros vinos andaluces! ¡Pícaro Serafín! ¡Pícara Matilde! ¡Pícara Hija del Cielo! ¡Pícaro demonio del albornoz blanco!

Eran las siete y media.

-Vamos, señoritos... -dijo el marinero-. No hay tiempo que perder. ¡Buen trabajo me ha costado engañar al Capitán del Leviathan para que admita un pasajero a bordo!

He tenido que decirle que era un emigrado político... Vengan ustedes... Mis botes los llevarán a sus respectivos buques...

Alberto y Serafín no escuchaban al marinero, sino que andaban por el aposento dando traspiés y preparándose para partir con ayuda del mozo de la fonda.

Luego que estuvieron dispuestos, Juan dio el brazo al uno, y el marinero al otro.

Así bajaron a la calle.

Dichosamente les esperaba allí un coche.

Llegaron al muelle.

A lo lejos se distinguían cinco buques dispuestos a hacerse a la vela.

Toda una escuadra de botes y lanchas transportaba viajeros a bordo.

Serafín había fijado la vista en el mar, plateado ya por el crepúsculo...

El movimiento de las olas aumentaba su desvanecimiento.

De pronto lanzó un grito tan espantoso, que Alberto y los mozos lo rodearon asombrados.

-¡Ella!... ¡Norma!... -exclamó el músico, señalando a una góndola que en aquel momento se apartaba de la escalinata del embarcadero.

Alberto miró en aquella dirección y distinguió, en efecto, a la Hija del Cielo, de pie, bajo un pabellón de seda, en la especie de góndola que vimos en Sevilla.

A su lado iba el hombre calvo y rubio de pequeña estatura.

Los cuatro marineros que remaban tenían una figura muy parecida a la de éste y a la del hombre que había cobrado a Alberto el billete para Laponia...

El joven del albornoz blanco no estaba en la góndola ni en el muelle.

-¡Norma! ¡Norma! -seguía gritando Serafín.

La desconocida agitó su pañuelo.

Serafín, ebrio, loco, fuera de sí, quiso arrojarse al agua para seguirla a nado.

Juan lo detuvo.

La góndola volaba como una gaviota, y poco después desapareció entre las crecientes sombras de la noche.

-¡Ahora sí que la pierdo de veras! -exclamó el artista, cayendo sin conocimiento en los brazos de Juan.

Alberto no sabía dónde estaba.

-¡Vamos! ¡Que son las ocho menos cuarto!... -decía desde su bote el marinero que ya conocemos.

-Vamos... -repetía otro barquero desde el suyo.

-Aquí el de Italia... -exclamaba el primero.

-Aquí el de Laponia... -gritaba el segundo.

-¿Cuál de ellos? -preguntaba muy apurado el mozo de la fonda.

-¡Torpe! -exclamó el marinero, saltando otra vez a tierra-. Éste a Italia, y éste a Laponia; éste a Laponia, y éste a Italia. ¡Eh, Frasquelo! Toma el billete de ese señorito, y dáselo tú mismo al Capitán, que su merced va malo. ¡Aquí, mi amo! ¡Venga su merced conmigo!... ¡A ver! ¡El billete de mi amo!

-Este es... ¡En marcha! ¡Boga!

-¡Adiós, Alberto!

-¡Adiós, Serafín!

Así tartamudearon los dos amigos, bamboleándose al desenredar su último abrazo, después de lo cual volvieron a quedar sin sentido, o sea en la postración absoluta que sigue a los arrebatos de la borrachera.

Los marineros lo dispusieron, pues, todo por sí mismos, repitiendo su frase sacramental:

-Éste a Italia, y éste a Laponia; éste a Laponia, y éste a Italia.

Creemos inútil decir que fue necesario coger en brazos a los dos héroes para embarcarlos en los botes.

Bogaron éstos, y a los pocos segundos se perdieron entre el cielo, el mar y el espacio, que, confundidos en la obscuridad de la noche, formaban ya un inmenso caos de impenetrables tinieblas.

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