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Rurico de Cálix

Jacoba, nombre de mal gusto

Cuando Serafín comenzó a despertar, no pudo darse cuenta del tiempo que había dormido, ni de dónde se durmió, ni del lugar en que se hallaba...

Volvió, pues, a cerrar los ojos, y, sumergido en el delicioso duermevela que sucede a un profundo letargo, soñó que la tierra tremía dulcemente, o, por mejor decir, se mecía lánguida en el espacio, y que su mágica ondulación le producía un delicioso mareo...

Soñó también que al pie de su cama (porque estaba acostado) había un hombre de pie, inmóvil, silencioso, apartando la cortina con una mano y pellizcándose con la otra el labio inferior...

Este hombre podía tener lo mismo diez y ocho que treinta y seis años: tal era la mudez o falta de expresión de su semblante. Vestía una larga túnica celeste, ceñida a su talle esbelto por un cinturón de piel negra, del cual pendía larguísimo puñal, y tenía descubierta la cabeza, coronada de cabellos rojos muy atusados. Su frente era estrecha y alta, su rostro descolorido, y sus ojos de un azul tan claro, que las pupilas se confundían con lo blanco del globo: inútilmente se buscaba en ellos la mirada, esa chispa vital que parte de la inteligencia y del corazón: aquellos ojos veían sin mirar. Una nariz correcta y afilada, unos labios sutiles y desteñidos, crispados siempre por el desdén, unos dientes compactos e incisivos y un ligero bigote, casi blanco a fuerza de ser rubio, completaban aquel rostro apagado como un bosquejo, bello a pesar de todo, y sellado de bravura, de ironía, de impiedad. Réstanos decir que tan singular personaje se parecía muchísimo al joven del albornoz blanco que acompañaba a la Hija del Cielo, y con quien Alberto se había desafiado.

Serafín hizo un movimiento para sacudir tal pesadilla.

La cortina de la cama cayó, y el hombre extraño desapareció tras ella.

Entonces acabó de despertar nuestro héroe.

Es decir, entonces conoció que no estaba dormido.

El entorpecimiento que tomó por soñolencia era mareo; lo que creyó oscilación de la tierra era el movimiento del barco en que se hallaba, y al personaje misterioso... lo tenia realmente ante la vista.

Como era día claro, y halló que estaba vestido, nuestro héroe saltó del lecho.

Su habitación se reducía a una pequeñísima cámara lujosamente amueblada.

El hombre de la túnica azul, que estaba sentado en un diván, se levantó y saludó a Serafín.

Nuestro joven recogió sus ideas, preguntándose dónde había visto aquella fisonomía, y volvió a creer que estaba en presencia del hombre del albornoz blanco, ¡del acompañante de la Hija del Cielo!

Dominó, sin embargo, sus emociones indefinible mezcla de alegría y miedo, y saludó cortésmente al de la túnica.

-¿Estáis mejor? -preguntó éste con acento extranjero, pero en español.

-Gracias... -respondió fríamente Serafín.

-Me siento bien...

-Os advierto -replicó el desconocido- que soy el jarl1 Rurico de Cálix, Capitán de este buque, y que os halláis bajo mis órdenes. Serafín saludó con más miedo que nunca.

-Me dijeron anoche -continuó el Capitán- que veníais enfermo, y mi primer cuidado esta mañana ha sido bajar a informarme de vuestra salud...

-Gracias, Capitán... -respondió Serafín, saludando de nuevo, poseído de una especie de terror pánico, al reparar en la ironía que reflejaban aquellos ojos de hielo.

Entretanto, el Capitán los había fijado ya en una caja de palo santo que formaba parte del equipaje del músico, y murmuraba desdeñosamente:

-Por cierto que, ahora que os he visto, tengo el sentimiento de conocer que he sido víctima de un engaño.

-No os comprendo... -murmuró Serafín.

-Debierais comprenderme -replicó el Capitán.

-Explicaos.

-El engaño se reduce a que ayer me dijo el que vino por vuestro pasaje que erais un emigrado político.

-¡Yo!

-Y no sois tal... Sois un violinista enamorado.

-¡Nunca he dicho otra cosa! Pero no deja de asombrarme que me conozcáis... -exclamó Serafín con alguna fuerza.

-Os conozco... -respondió Rurico-, en primer lugar por vuestro violín, que me está diciendo a voces que sois músico...

Y así diciendo, señaló a la caja de palosanto.

-Eso es en primer lugar... -replicó Serafín desapaciblemente, al verse dominado por aquella lógica.

-En segundo lugar... -añadió el Capitán con su calma imperturbable-, sé vuestro nombre, que no es del todo desconocido para los amantes de la música...

-Y ¿cómo sabéis mi nombre?

-Por el billete de pasaje que el piloto de este buque os hizo la merced de otorgaros, y que hoy ha llegado a mi poder...

Serafín estaba vencido nuevamente.

-Aún hay un tercer lugar... -prosiguió Rurico-. Os conozco también porque no es la primera vez que os veo.

-¿A mí?

-A vos.

-¿Dónde me habéis visto? ¡Hablemos claro!

-En el Teatro Principal de Sevilla... anteanoche. Entonces aprendí vuestro nombre, que he visto después en el billete.

-Luego vos sois... -prorrumpió Serafín, tornando a su sospecha.

-Yo soy... uno de los mil espectadores que os aplaudieron.

-¡Es claro! -pensó Serafín.

Estaba vencido por cuarta vez.

-Ya veis -concluyó Rurico- que me habéis engañado...

-¡Capitán! -dijo Serafín, comenzando a sentir arder su sangre española-. El marinero pudo inventar lo que quisiera al tomar mi pasaje; pero yo no miento nunca, ¿entendéis?... ¡Ni permito que nadie me insulte!

El Capitán frunció las cejas. Pero, dominándose en seguida, sonrió tranquilamente y dijo:

-Está bien, señor de Arellano, no hablemos más de esto... Nuestro viaje es largo, y quiero que vivamos como buenos amigos.

Serafín se abstuvo de responder.

-En cuanto a vuestro mal humor... -prosiguió el Capitán- también sé a qué atenerme, y lo disculpo; pues ya os he dicho que estoy al tanto de la ridícula enfermedad que padecéis.

-¡Cómo! -dijo Serafín, asombrado de aquella insistencia en querer dominarlo.

-¡Estáis enamorado, dolorosamente enamorado!

-¿Quién os lo ha dicho? -gritó Serafín-. Y, sobre todo, ¿con qué derecho calificáis mi amor?

-Ya os he advertido que estuve anteanoche en el Teatro Principal de Sevilla... -dijo flemáticamente Rurico de Cálix.

-¿Y qué? -preguntó el artista, tratando de penetrar con la mirada el alma de su interlocutor, cuyo rostro seguía mudo.

-Es muy sencillo... -respondió el Capitán-. Conocí, como todo el público, que os habíais enamorado de la Hija del Cielo, lo cual fue una dicha para nosotros, que oímos con este motivo maravillas de canto en ella, y cosas admirables en vuestro violín. Aprovecho esta ocasión de felicitaros. ¡Sois un genio!

-Capitán... -murmuró Serafín, saludando por centésima vez.

Y tornó a desconcertarse.

-¡Oh! Yo amo las artes con delirio... -prosiguió Rurico con ligereza-, y gusto mucho de los artistas. Vos lo sois, y por esto os repito que me honraré en que intimemos.

-Es muy difícil, Capitán... -respondió valerosamente el músico.

-Pues yo lo creo fácil, por lo mismo que aspiro a la gloria de curaros de vuestra melancolía, o mejor dicho, de vuestro insensato amor...

-¿Cómo?... ¡Ah, Capitán! -dijo Serafín, dando al traste con su diplomacia-. Hablemos con franqueza. ¿Se halla en este barco la Hija del Cielo? ¿La amáis vos? ¿Sois su esposo? ¿Hago mal en idolatrarla?

El Capitán sonrió de un modo extraño, y puso la mano izquierda sobre el hombro del violinista, mirándolo con una especie de compasión paternal.

-¡Pobre joven! -exclamó-. En fin, ya hablaremos de todo esto... -añadió en seguida, levantándose.

-¡Oh! no; ahora mismo -gimió Serafín.

-Es muy breve lo que tengo que deciros. Yo he amado también a esa cantatriz...

-Pero si no la amáis ya, ¿por qué la acompañabais en Sevilla? ¿Por qué os habéis desafiado con mi amigo Alberto?

En este momento dio el barco un vaivén terrible.

-Doblamos el cabo de San Vicente -dijo el Capitán-. Llevamos viento favorable.

Serafín no entendía una palabra de náutica ni de geografía.

-¡Pues sí! -prosiguió el Capitán-. Hace dos años que la conocí en Copenhague. Entonces estaba más bella...

-¿Qué decís? -exclamó el músico-. ¡Veo que no habláis con formalidad!

-Comprendo vuestra extrañeza -replicó el marino-. Tomáis por una niña a la Hija del Cielo... Pues ¡sabed que tiene treinta y cinco años! ¡Oh! Las mujeres del Norte viven mucho y muy lentamente. Además, que en la escena todos parecemos otra cosa...

-Veo, Capitán... -dijo Serafín sonriendo-, que me dais contra el amor un medicamento tan ineficaz como conocido.

-Os hablo de veras, señor; esa cómica...

-¡Capitán!...

-Esa aventurera, mejor dicho -prosiguió Rurico de Cálix, sin hacer caso del enojo de Serafín-, es una especie de Lola Montes, que ha tenido tantos amantes como gracias le dio la Naturaleza. Yo la conocí como os decía hace dos años: se me presentó, lo mismo que a vos, de un modo fantástico, novelesco; me ha gastado mucha plata, y ayer me abandonó para siempre.

-¡Ved lo que habláis! -gritó Serafín echando fuego por los ojos-. ¡Aquella mujer es un ángel!...

-¡Oh!... Estoy perfectamente enterado concluyó el Capitán, arreglándose el cuello de la camisa.

Serafín quedó pensativo.

Pasado un momento, cogió una mano del llamado Rurico de Cálix, y dijo con toda la efusión de su alma candorosa:

-¡Sed franco! ¡Yo renunciaré a esa mujer si me lo exigís con títulos para ello! Pero decidme la verdad: ¿porqué admitisteis el desafío de mi amigo si no la amáis? ¿Por qué os arrojasteis al Guadalquivir para alcanzar la góndola en que iba la Hija del Cielo?

-Me porté como me porté con vuestro amigo -respondió sosegadamente el Capitán-, no por celos, sino porque su actitud me ofendía, en cuanto yo acompañaba a aquella señora, aunque fuera por última vez. ¡Para rechazar ciertas impertinencias como las del señor Alberto, no es preciso estar enamorado, sino que basta tener dignidad!

Serafín, que espiaba el rostro de su interlocutor, murmuró para sí:

-¡Este hombre no miente!

-Volviendo a la Hija del Cielo -añadió Rurico-, podéis perder todo temor...

-¿Qué temor?

-El de hallarla en vuestro camino. La casualidad os ha librado de ella..., por lo cual debéis dar gracias a Dios.

-¡Qué decís! -exclamó el artista con ansiedad.

-Que vuestra Norma salió anoche de Cádiz al mismo tiempo que nosotros... Se dirige a la América del Sur, de donde es su marido, con quien trata ahora de reconciliarse..., por haber sabido que ha descubierto una mina de oro... ¡Esta es la razón de que haya roto conmigo! ¡La desgraciada no tiene corazón ni vergüenza!

Serafín se dejó caer en el taburete con desesperación.

El Capitán prosiguió diciendo:

-Veo que os hago daño; pero tened paciencia. Casi todas las drogas son amargas, por más que envuelvan la salud. Yo... afortunadamente, me he curado ya del amor de esa mujer, a quien he amado muy de veras, y a quien hoy desprecio mucho... Ya os enseñaré cartas suyas, y os desengañaréis completamente.

Canta bien... ¡eso sí! Pero, por lo demás, es la mujer de peor alma que he conocido.

Serafín no oía ya al Capitán, sino que seguía abismado en el más profundo abatimiento.

Rurico de Cálix se paseaba por la cámara diciendo todas aquellas cosas con suma indiferencia.

De pronto se detuvo y dijo:

-Perdonad; creo que me llaman.

En efecto: había sonado un agudo silbido.

Serafín alzó la frente, sellada de dolorosa resignación, y dirigiéndose a su nuevo amigo, le dijo con el más tierno interés:

-¡Oh! Antes de iros, Capitán, decidme su nombre.

-¿Luego la amáis todavía?

-¡La amaré siempre; la amaré como a la más hermosa de cuantas ilusiones he perdido; la amaré sin buscarla; la amaré, en fin, como amo a mi madre después de muerta!

El Capitán no respondió nada, y se dirigió hacia la escotilla.

-Pero decidme... -insistió Serafín.

-Puesto que os empeñáis, sabedlo... -dijo Rurico-. Se llama Jacoba, y es inglesa.

Y desapareció.

El joven artista quedó clavado en su sitio.

Al cabo de un momento levantó la cabeza con cierto aire de imbécil, y murmuró en voz baja:

-¡Jacoba! ¡Jacoba! ¡Qué nombre de tan mal gusto!

Los ultimátum de Serafín

Hemos dejado a Serafín en su cámara, poseído de un humor infernal.

Al poco tiempo de estar allí conoció que se aburría, y se puso a arreglar su desaliñado traje.

Hallábase aún ocupado en esta operación, cuando aparecieron por la escotilla dos enanos anchos de hombros, rojos de puro rubios y con ojos casi verdes a fuerza de ser azules.

Traían el almuerzo.

-¡Está visto! -pensó Serafín-. ¡Este tipo nuevo de hombres ha dado en perseguirme!

Y sin más reflexiones, trató de entablar conversación con sus camareros; pero a las primeras palabras le indicaron con gestos que no entendían el español, el francés, ni el italiano, y probaron a hablarle en su idioma.

Érase éste una jerigonza áspera y nasal, que ni el mismo Diablo Cojuelo hubiera traducido.

Serafín les repitió la seña que ellos le habían hecho para expresar que no comprendían.

Encogiéronse todos de hombros, y Serafín se puso a almorzar.

Luego que concluyó, dio la última mano a su traje y subió sobre cubierta.

Estaban en alta mar.

Serafín buscó en vano con la vista las costas de su patria...

Olas y olas eslabonadas interminablemente: he aquí lo único que distinguieron sus ojos.

Hacía un día magnífico. La luz, el aire y el agua, confundiéndose amorosamente, componían aquel cuadro grandioso, donde no había montañas, ni selvas, ni ríos, ni nubes...; nada que limitase ni dividiera la distancia. El cielo y el océano, las dos majestades de la inmensidad, se miraban en silencio y como asombradas de su poder, de su grandeza, de su extensión. Aquella soledad era sublime. Perdíanse en ella la vista y el pensamiento; pero atravesábala la esperanza, simbolizada para Serafín en el Leviathan.

-¡Me queda el consuelo de ver a Italia! -se dijo dando un hondo suspiro.

En seguida miró en torno suyo, y vio cerca del palo mayor doce robustos marineros ¡cosa extraña! todos rubios, jóvenes, de reducida estatura, muy colorados, anchos de espalda, cortos de piernas y vestidos con blusas azules.

Estos hombres, pertenecientes al tipo que perseguía a Serafín, fumaban en silencio, tendidos sobre cubierta, fijando en nuestro joven veinticuatro ojos más verdes que el mar y más inmóviles que el cielo.

-¡Hola, muchachos! ¿Cuántas leguas irán ya? -preguntoles Serafín, incomodado con la atención estúpida que despertaba.

Los doce enanos se levantaron a un mismo tiempo y le hicieron un saludo uniforme.

-¡Bien, bien!... ¡Sentaos! -repuso Serafín, encendiendo un cigarro-. Conque... decidme: ¿cuándo llegaremos a Italia?

Los doce se miraron simultáneamente, dijeron cierta palabra unísona en un idioma desconocido, y se llevaron a los dientes la uña del dedo pulgar, haciéndola crujir contra ellos.

-¡Vamos! -exclamó Serafín, volviéndoles la espalda-. ¡Ya que los hombres han dispuesto no hablar todos un mismo idioma, a lo menos usan una mímica igual! ¡Nadie me comprende a bordo! ¡Estoy divertido! ¡Tendré que reducirme a hablar con el Capitán, lo cual no me conviene mucho! Pero ¿y Alberto? -pensó en seguida el joven-: ¿qué será de él? ¡Buena locura hicimos con achisparnos! ¡Ni aun recuerdo que nos hayamos despedido, a pesar de lo muy expuesto de su viaje! ¡Qué haya hombres con suficiente humor para ir al Polo! ¿Cuánto más agradable no serán las lagunas de Venecia, las tardes de Nápoles, las noches de Roma?...

Todo afán del músico era no pensar en aquella Hija del Cielo, que con tan negros colores le había pintado el Capitán; pero al cabo vinieron a parar en ella sus reflexiones.

-¿Y Norma? -se dijo-. ¡Es una aventurera, una cómica! ¡Tiene treinta y cinco años! ¡Se llama Jacoba! ¡Y es inglesa! ¡Es decir, tendrá los pies grandes! ¡Y esto es lo de menos! Pero ¡tener marido! ¡Tener señor de vida y hacienda! ¡Cuerno! ¡Y además un amante!... ¡Cuerno dos veces! ¡Esa mujer es peor que Lucrecia Borgia! ¡Resulta de todo: que moriré célibe!

Después de este ultimátum, Serafín procuró rechazar tantos y tan contradictorios pensamientos como le ocurrían.

Para conseguirlo decidió tocar el violín.

Bajó a su cámara, y con indecible asombro encontró en ella a un negrito de catorce a quince años, vestido de blanco, el cual lo saludó, entregándole un billete muy plegado.

Abriolo Serafín, y leyó estas palabras, escritas en italiano y con una letra muy menuda y bien trazada:

«Vivid sobre aviso: es probable que de un momento a otro se atente contra vuestra vida».

El joven se estremeció, y alzó la vista para buscar al mensajero de un papel tan interesante y raro.

El mensajero había desaparecido.

¡Diablo!», exclamaría Alberto... -dijo Serafín-. ¡Esto se complica! ¿Quién me querrá matar? ¿Quién me dará este aviso? ¿Si será otro medicamento del Capitán para distraerme de mi desventurado amor?

Aunque semejantes reflexiones parecían tranquilizadoras, no dejó el músico de tomar alguna medida de precaución, como fue buscar sus pistolas inglesas, examinar si estaban corrientes y metérselas en los bolsillos de su gabán.

Este incidente le quitó la gana de tocar el violín. Púsose, pues, a deshacer sus maletas, a hacerlas de nuevo, a arreglar papeles y a leer alguna música.

Así le sorprendió la noche.

Según obscurecía, empezaron a asaltar a Serafín siniestros temores: volvió a pensar en el billete anónimo y en los peligros que le anunciaba: la imagen fatídica del Capitán se le apareció tal como la había visto aquella mañana entre sueños, y sumergíale en mil reflexiones aún más fantásticas el recuerdo del ser desconocido que velaba por él dentro del buque...

Y creyose transportado a un mundo de espectros. Y toda aquella tripulación de rubios enanos, y el Capitán, y el negrito, y el mascarón de proa del Leviathan, empezaron a girar en su imaginación, y a hacerle muecas, y a mirarle con odio, y a reírse de él, y a predecirle su muerte.

La cámara se hallaba sumergida en tinieblas.

Las olas gemían tristemente al estrellarse en los costados del buque.

El viento silbaba con eco funeral.

En aquel instante oyó ruido sobre su cabeza, y la cámara se inundó de una claridad vivísima.

Serafín dio un grito de guerra y se puso de pie, montando una pistola.

Sintió pasos que se acercaban... y creyose muerto.

Indudablemente dos hombres bajaban la escalera...

Cada paso que daban hacía resonar una cosa metálica, estridente, como el choque de dos espadas...

Serafín montó la otra pistola.

Acabaron de bajar los aparecidos, y dejaron sobre la mesa varios cuchillos.

También había cucharas y tenedores.

Eran sus camareros, que le traían luces y la comida.

Serafín ocultó las pistolas avergonzado, y volvió a sentarse, murmurando entre un último temblor y una sonrisa de confianza:

-¡Soy un imbécil!

Era su segundo ultimátum de aquel día.

Pero, a pesar de ser un imbécil, no probó la comida hasta que sus camareros admitieron varias finezas que les hizo.

Donde se prueba que todo violín debe tener su correspondiente caja

Sin otra novedad transcurrió una semana.

Durante ella, Serafín no subió sobre cubierta ni casi salió de su cámara, donde se dedicó, con un afán que era miedo disfrazado, a escribir música.

Por consiguiente, no había llegado a enseñar al Capitán el billete misterioso, ni a encontrarse con él después de la conferencia que hemos referido.

A la verdad, si de alguien desconfiaba el pobre músico era del llamado Rurico de Cálix, cuyas explicaciones le habían dejado mucho que desear y cuyo frío rostro le era sumamente desagradable...

Sin embargo, el peligro no se había presentado.

El día que hacía nueve de navegación decidió darse a luz, y subió sobre cubierta a eso de las cuatro de la tarde.

Rurico no había visitado tampoco en toda la semana a nuestro amigo Serafín.

Al asomar éste la cabeza por la escotilla después de tantos días en que no había abandonado su abrigada jaula, sintió tal impresión de frío, que tuvo que volver a, bajar a ponerse un paletó de entretiempo.

Así dispuesto, tornó a subir.

-¡Es raro! -meditó nuestro joven-. La primavera avanza: nosotros caminamos también hacia países más templados que España, y, sin embargo, cada vez hace menos calor. ¿Si me habrán engañado los cantantes respecto del clima de Italia?

El lector sabe que Serafín era totalmente lego en geografía.

Embebido estaba en estas reflexiones, cuando sintió que una mano se posaba sobre su hombro.

-¡Buenas tardes! -le dijo el Capitán, pues era él.

-Buenas tardes... -le respondió el artista, estremeciéndose, a pesar suyo, al ver la horrible palidez de Rurico de Cálix.

-Señor de Arellano -exclamó éste, mirándole de hito en hito-: ¿me dispensaréis que os haga una pregunta, hija del afecto que me inspiráis?

La voz del Capitán era más grave que de costumbre.

-Estoy pronto a satisfaceros -contestó Serafín, poniéndose en guardia al observar que también temblaba su interlocutor.

Hubo un momento de pausa.

-¿Con qué objeto hacéis este viaje? -preguntó Rurico, clavando de nuevo sus ojos en los del joven.

Éste no se turbó ni un instante, pues trataba de contestar lo mismo que sentía.

-Voy a perfeccionarme -dijo- en el contrapunto y la composición.

El Capitán dilató los ojos.

-Veo -exclamó en seguida- que hacéis un viaje loco, a ciegas, sin conocimiento del punto a que os dirigís. Vuestro equipaje me lo da a entender más que todo.

-Os engañáis, Capitán... -replicó Serafín-. Sé perfectamente a qué país voy, pues he pasado la mitad de mi vida leyendo cuantas descripciones de él se han hecho y preguntando pormenores a todos los que lo han visitado.

-Luego ¿sabéis?...

-Sé que el clima es benigno... relativamente

Rurico se sonrió.

-Que hay en él los mejores jardines de Europa...

El jarl, viendo la seriedad del artista, dejó de sonreír.

-Que abunda en suntuosos palacios, ricos museos, morenas bellísimas, grandes músicos...

-No prosigáis... ¡Nada de eso hay en el país adonde vamos! -exclamó el Capitán. Insisto en que sois víctima de un error. Hammesfert es casi inhabitable, y os helaréis sin remedio humano.

-¡Idos al diablo! -replicó nuestro joven-. ¡Vaya unas bromas que gastáis!

En esto se oyó un agudo silbido.

-Donde me voy es a mi cámara, querido Serafín: oigo que me llaman. Continuaremos.

-Id con Dios; pero sabed que me dejáis muy enfadado de vuestras burlas.

-¡Oh! lo siento...; tanto más, cuanto que me figuro que vos sois quien os burláis de mí... -contestó Rurico sonriendo.

Y se hundió por una escotilla.

Quedó Serafín solo y de muy mal humor.

Acordose del violín, mudo y encerrado en su caja desde la noche inolvidable en que se canté Norma, y dirigiose a él con el mismo afán que si fuese a ver a un amigo después de larga ausencia.

Lo sacó de la caja; lo limpió perfectamente; lo abrazó con cariño; lo templó, y medio tendiose sobre la cama para tocar con más descanso.

Maquinalmente, y llevado de una fuerza irresistible, empezó el aria final de Norma, última pieza que había tocado en él, y cuyos ecos, dormidos desde entonces, creía despertar cada vez que deslizaba el arco sobre las cuerdas...

Anochecía, y todo era silencio en la embarcación.

El joven músico se trasladó imaginariamente a la noche en que vio a la Hija del Cielo. Sevilla, el teatro, las luces, la orquesta, el público; todo apareció ante sus ojos. Entonces creyó oír sonar sobre la voz de su violín el eco de otra voz más dulce; creyó percibir aquella figura bellísima que le decía ¡adiós! con sus miradas, con su canto, con su actitud; creyó, en fin, que aquel momento sublime se repetía, y volvió a henchir su corazón aquel amor fanático, que no habían podido agotar los discursos de Rurico de Cálix.

Dejó de tocar luego, y se figuró que veía a la desconocida de pie en la góndola, bajo un dosel de púrpura, medio perdida entre el mar y la sombra, y agitando su pañuelo para decirle otra vez ¡adiós!

-¡Adiós! -murmuró Serafín con honda melancolía.

Y dos lágrimas brotaron de sus ojos.

Ya no pensaba: soñaba.

¡Se había dormido abrazado a su violín, a aquel hermano de la Hija del Cielo!

Cuando al día siguiente despertó, era muy tarde.

Había pasado toda la noche soñando con Norma.

Al primer movimiento que hizo para levantarse, advirtió que el violín estaba entre sus brazos.

-¡Oh!... -dijo-. ¡Este violín es el esqueleto de mis esperanzas!

Y buscó la caja para encerrarlo, diciendo con amarga ironía:

-Las cajas se han hecho para los muertos. ¡Mi violín sin Norma es un cuerpo sin alma!

Pero la caja no parecía.

-Pues, señor, me la han robado... -pensó-. Mas ¿con qué objeto? -se preguntó enseguida.

-¡Ah! ¡Ya caigo! -exclamó por último.

Y su frente radió como si la iluminara un relámpago.

-Sí, ¡eso es! Me han quitado el continente por quitarme el contenido. ¡Quieren separarnos, querido violín!

Luego se puso sombrío.

-Éste es otro misterio que necesito aclarar -murmuró-. Ha llegado la ocasión de que yo haga al Capitán ciertas preguntas...

La carta del otro día... el robo de hoy ¡Está visto! o me hallo a bordo de un buque encantado, o en poder de una horda de piratas... Pero ¿qué daño puede hacer a los piratas ni a los encantadores la música del Final de Norma? ¡Dios mío!... ¿Si será que la Hija del Cielo va también en este barco?

De cómo un vino puso claro lo que otro vino puso turbio

A la caída de la tarde de aquel día, Serafín arregló sus vestidos, encerró el violín en una maleta y abandonó su cámara.

Cuando apareció sobre cubierta, ya era casi de noche.

Los marineros fumaban, como siempre, hablando en su incomprensible idioma.

Serafín se dirigió con paso firme hacia la escotilla que conducía a la cámara del Capitán.

Bajó la escalera, y tropezó con una especie de garita, ocupada por el más rubio y más enano de los enanos rubios que componían la tripulación, el cual se levantó a estorbarle el paso.

Nuestro joven se detuvo, e hizo señas de que quería ver al Capitán.

Saludó el enano y penetró en la cámara.

Pocos momentos después se abrió de nuevo la puerta y apareció Rurico de Cálix.

-¡Oh!... ¡mi amigo! -exclamó al ver a Serafín-. ¿Queréis hablarme? Vamos a vuestra cámara.

El músico extrañó aquel recibimiento impolítico, y respondió con sangre fría:

-¿Me arrojáis de vuestra casa?

-¡Oh! no es eso... -replicó el Capitán, disponiéndose a subir a la cubierta-. No es eso precisamente... sino que...

-Es el caso -dijo Serafín, para sacarlo del atolladero en que se había metido- que lo que tengo que manifestaros debéis oírlo en vuestra cámara.

-¡Cómo! -exclamó Rurico, medio desconcertado.

-¡Es claro! -añadió Serafín, sonriendo-. Vengo a convidarme a comer con vos.

Nada podía contestar Rurico a esta galante salida del joven. Un convite se rehúsa: un convidado se recibe con los brazos abiertos.

Meditó un instante, sólo un instante, y bajó los dos escalones que había subido, exclamando entre una sonrisa:

-¡Oh! ¡Me honráis! Con mucho gusto... Os habéis adelantado... Casualmente, hoy pensaba en lo mismo... Pasad y, empujando la mampara, cedió el paso a Serafín.

Éste penetró en la cámara con actitud tranquila, pero no sin palidecer. Conocía que jugaba el todo por el todo, y que aquella escena podía ser a muerte o a vida.

Luego quedáse admirado, pues no creía que en el Leviathan hubiese un rincón tan delicioso como aquella cámara.

El pavimento, las paredes y el techo estaban forrados de una riquísima tela azul muy recia y muy mullida. En semejante aposento nunca podía hacer frío. A la derecha había una vidriera de colores de extraordinario mérito. Pendían del techo cuatro lámparas, que daban a la habitación una claridad viva y suave a un tiempo mismo. En el centro de la cámara había una mesa con comida preparada para un hombre solo, pero con admirable lujo.

-Casualmente iba a comer cuando llegasteis -dijo el Capitán, dando órdenes en distinto idioma a dos enanos elegantemente vestidos, los cuales pusieron otro cubierto.

-¡Come solo!... -pensaba entretanto Serafín.

Los camareros recibían nuevos encargos del Capitán, y no dejaban de traer botellas y más botellas, de distintas formas y condiciones, alineándolas en un extremo de la mesa.

Habla allí vino para enloquecer a diez ingleses.

-Sentaos, Serafín -dijo el Capitán-; y, ante todas cosas, ¡bebamos! Tengo excelentes vinos y gran variedad de licores... Un prisma líquido, que diríais los poetas... Porque vais a ver sucesivamente en vuestra copa vino negro, rojo, purpúreo, rosado, dorado e incoloro como el agua. ¡Habéis de probarlos todos, aunque no sea más que un trago de cada uno! ¡Veamos este Grave!

Serafín, que tanto gustaba de un rico vino (sin que por esto lo creáis vicioso), apuró su ración, que le pareció deliciosa.

La comida, asaz suculenta y sólida, se componía de manjares muy raros.

El Capitán bebía espantosamente, obligando a su convidado a repetir también las libaciones.

Serafín dejó para los postres la seria explicación que pensaba pedir al Capitán, y dedicose al vino en cuerpo y alma, tratando de alegrarse, porque conocía que de aquel modo hablaría con más franqueza...

Rurico de Cálix lo miraba atentamente, como si estudiase los progresos que hacía la embriaguez en aquella meridional fisonomía.

De vez en cuando dirigía una rápida ojeada a la vidriera de colores que hemos citado.

No parecía sino que temía algún peligro por aquella parte.

Serafín se hallaba muy entretenido, al parecer, con un plato que a la sazón despachaba.

-¿En qué pensáis? -le preguntó el Capitán.

-Miro, masco y admiro -respondió el joven- esta especie de jamón, el mejor que he comido en toda mi vida.

-¡Ya lo creo! ¡Es de rengífero!

-Y ¿qué es eso?

-¡Oh! ¡el rengífero!... Este animal es el don más precioso que la Naturaleza ha otorgado a los hombres del Norte. Ya probaréis alguna vez la leche de rengífera, y entonces sí que os asombraréis y me daréis las gracias... Veamos este Oporto.

Serafín vació su copa de un trago, dando un resoplido de satisfacción.

-Entre paréntesis, Capitán... -dijo después de asegurarse en el asiento-: ¿por qué son enanos y rubios todos vuestros marineros?

-Son lapones... -respondió Rurico, mirando cada vez con más zozobra a la vidriera.

-Y a propósito de rubios y lapones -prosiguió Serafín, a quien la embriaguez le iba soltando la lengua-: ¿sabéis si es cierto que el oso blanco que devora a una mujer rubia queda con los huesos rojos para siempre?

En este instante se oyeron a lo lejos dos o tres notas escapadas de un piano, como si una mano distraída se hubiese posado sobre las teclas.

Serafín se estremeció.

Rurico se puso pálido como un muerto.

-¿Tenéis piano a bordo? -preguntó el músico, siguiendo la mirada del Capitán y fijando la suya en la vidriera.

-Tengo un músico de cámara que toca mientras me duermo. Creía que ya lo hubieseis oído. ¿No subís de noche sobre cubierta?

-¿Qué he de subir con este frío que hace y sin ropa de abrigo? Todas las tardes me acuesto al obscurecer...

-¡Ah!... ¡Ya! Pues vuelvo a vuestra pregunta, y va de cuento... Pero entretanto, ¡bebed!

El Capitán escanció Tokay.

Serafín lo bebió, quedándose medio galvanizado.

-Capitán... ¡la cámara da vueltas! -exclamó.

-No hagáis caso... -dijo Rurico-. Eso se quita con más vino... según la homeopatía. Probad este Chipre... Pues, señor, andaba yo cazando por Faruvel, en Groenlandia...

El piano sonó en este momento más vigorosamente que antes, dejando oír un brillante preludio.

Serafín no atendía al Capitán, quien siguió contando no sé qué historia en voz muy alta, mientras que él aguardaba con sus cinco sentidos la pieza que debía suceder al preludio.

El Capitán se interrumpió y propuso al joven un paseo por la cubierta.

-Así os refrescaréis... -añadió.

-¡Qué! -respondió Serafín-. ¡Yo refrescarme! ¡Si estoy... perfectamente! ¡Yo nunca me achispo!

Y para corroborar su falso testimonio, se sirvió de la primera botella que vio a su alcance.

Era Kirsch.

Al segundo trago quedó trastornado del todo.

-¡Me cargan los ojos azules, Capitán!... -balbuceó, tambaleándose-. ¡Principalmente... si son como los vuestros! ¡Nunca se sabe lo que pensáis! Aquí tenéis los míos... Pero ¿qué es eso que toca... vuestro músico de cámara?

Era el final de Norma.

¡Es decir, era el único canto que podía ser reconocido por Serafín en aquel momento de total insensatez.

El pobre músico no sabía dónde estaba, ni veía ya al Capitán...

¡Soñaba que estaba en Sevilla, oyendo a la Hija del Cielo!

-¡Otro trago! -dijo Rurico, colocándose instintivamente entre el joven y la puerta de cristales, y ofreciéndole al mismo tiempo una botella de figura extraña-. ¡Aún quedan muchos licores del Norte que no habéis probado!

-¡No bebo más! -murmuró Serafín.

-¡A la salud de ese canto! -exclamó el Capitán, apurando una copa de aquella botella.

-¡Eso sí!... ¡A la salud de Norma! -repuso Serafín-. ¡Venga..., venga..., Capitán!...

Y cogiendo la botella probó a bebérsela de un trago. Pero la botella se le escurrió entre los dedos no bien absorbió una bocanada de su contenido.

Era Kummel.

-¡Bravo! -gritó el Capitán, procurando ahogar con su voz y su algazara el sonido del piano.

-¡Bravo! -repitió Serafín-. ¡Sois el rey de los anfitriones! ¡Desde Lúculo a Montecristo, nadie ha hecho los honores de una mesa tan perfectamente como vos!... Por mi parte, pienso pagaros este banquete, no bien lleguemos a Italia, con un almuerzo artístico... ¿Eh? ¿Qué os parece? ¿Me acompañaréis de Venecia a Florencia?

-¡Ya disparatáis! -dijo el Capitán-. ¡Estáis completamente trastornado!

-¿Cómo trastornado? ¡Estoy más en mi juicio que vos!

-¡Se conoce! ¡Decís que estáis en vuestro juicio, y me habláis de llegar a Italia!...

-¿Y qué?

-Nada.

-Pues..., ¡nada! -repitió Serafín.

-¿Lo veis? -insistió Rurico.

-¿Qué?

-Que estáis loco.

-¿Cómo loco?

-Sí, señor: me habéis dicho ¡nada! tratándose de un disparate.

-¿Qué disparate?

-Eso de llegar a Italia.

-¿Y bien?...

-Que jamás llegaremos a Italia.

-¡Cómo! -exclamó Serafín riéndose-. ¿Pensáis asesinarme antes?

-¡Asesinaros! -murmuró Rurico, lanzando al joven una mirada sombría.

-Pues ¿no decís que nunca llegaremos?...

-¡Es claro! Como que caminamos en dirección opuesta.

-Y ¿no vamos a Italia?

-No.

-¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡Ya estáis ebrio!

-Vos sois el que lo está -respondió Rurico-. ¡Yo no me embriago nunca!

-¡Ja! ¡ja! ¡ja! -continuó Serafín, tirándose, o mejor dicho, cayéndose sobre una silla-. ¿Adónde vamos, pues?

-A Laponia.

-¡Qué disparate! ¡Me habéis confundido con mi amigo Alberto! El va al Polo y yo a Venecia... Y si no... escuchad: «Éste a Italia, y éste a Laponia; éste a Laponia, y éste a Italia». Así decía un marinero cierto día en que yo estaba más ebrio que vos en este instante...

-¿Habláis formalmente? -preguntó Rurico, cogiendo al joven por un brazo.

-Pues ¡no que no! Vos debéis de tener mi billete...

-¡Ya se ve que lo tengo! -dijo el Capitán, sacando un papel de su cartera-. ¡Miradlo!

Serafín pensaba ya en otra cosa: habíase acercado a la vidriera de colores, y aspiraba las últimas notas del final de Norma.

-¡Qué expresión... tan... hija del cielo... tiene vuestro ayuda de cámara! -balbuceó el músico, poniendo la mano en el picaporte.

Rurico de Cálix lo arrancó de allí, sacudiéndolo vivamente:

-Hombre -replicó Serafín-, no os pongáis tan feroce! ¡Si no queréis, no la veré!...

-¡A quién! -exclamó el Capitán con inusitada vehemencia.

-La cámara..., esa cámara... -respondió el violinista, riendo como un idiota.

El capitán respiró.

-¡Concluyamos, joven! -dijo en seguida-. Tomad vuestro billete y marchaos a dormir. Mañana trataremos de enmendar esta equivocación.

Serafín cogió el billete, y, entre mil disparates y repeticiones, leyó las siguientes palabras:

«Pasaje a favor de D. Serafín Arellano, emigrado, en el bergantín Leviathan, que sale de Cádiz (España) para Hammesfert (Laponia) el día 16 de Abril de..., a las ocho de la noche.

Por el Capitán RURICO DE CÁLIX,
el Piloto,
F. Petters.»


Serafín se oprimió las sienes con las manos, creyendo que perdía el juicio.

-¡Voy al Polo! -exclamó al fin con desesperación.

Rurico lo miraba intensamente, mudo, inmóvil, cruzado de brazos.

-¡Al Polo! -repitió Serafín, dando traspiés por la cámara.

El Capitán le vio vacilar, y no acudió a sostenerlo.

-¡Al Polo! -volvió a tartamudear, cayendo sobre la alfombra.

Entonces murmuró Rurico estas palabras:

-¡Fatalidad! Me seguía sin saberlo... El infierno se empeñó en colocarnos frente a frente... ¡Era su destino!

Luego, recobrándose:

-¡Hola! -exclamó.

Sus criados acudieron.

-Llevaos a ese hombre... -dijo señalando a Serafín, que no daba señales de vida.

Y volviendo la espalda a aquella repugnante escena, llamó a la vidriera de colores.

Un negrito, vestido de blanco, abrió los cristales.

El piano vibró más que nunca en aquel momento.

Rurico entró y la puerta volvió a cerrarse.

En cuanto a Serafín, dos lapones lo agarraron de los pies y de los hombros, cual si ya fuese un cadáver, y desaparecieron con él por aquella misma puerta que dos horas antes atravesó el joven tan ufano y decidido como si contase con alguna victoria.

En que Serafín oye muchas cosas importantes

Al atravesar la cubierta, el frío de la noche hizo volver en sí a nuestro infortunado músico.

-¡Dejadme! -dijo, escapándose de las manos de sus conductores.

Y se puso de pie.

Los enanos, que lo vieron repuesto y firme, obedecieron a una seña que les hizo, y lo dejaron solo.

Una gran reacción se había obrado en Serafín.

La revelación de que iba al Polo, el letargo en que había estado sumergido y el viento que refrescaba su frente, habían vuelto alguna lucidez a sus ideas.

Quiso pensar, y pensó; buscó su razón a través de su locura, y logró retener en su cabeza el juicio que se le iba.

-¡Al Polo! -exclamó entonces-. ¡Oh! ¡No, nunca! ¡Yo debo ir a Italia..., y quiero ir..., e iré a pesar de todo! ¡He ganado mil duros tocando el violín, los he ahorrado uno a uno con este objeto, y ahora salimos con que voy al Polo! ¡Maldición sobre el vino! Pero aún será tiempo. Alberto dijo que la navegación hasta Laponia se hacía en un mes, y llevo diez días solamente. ¡Exigiré al Capitán que nos acerquemos a la costa más inmediata, y me pondré en camino para el Mediodía!.. Pero ¿qué digo? ¿Cómo dejar este buque, cuando todo me induce a sospechar que va en él la Hija del Cielo? Pero ¿y si no fuera? ¿Y si no me ha engañado el Capitán, y es, en efecto, su ayuda de cámara quien ha tocado al piano el final de Norma?

Pensando así, dirigíase el joven a su aposento, no sin hacer algunos semicírculos, cuando, entre el arrullo de las olas que hendía el Leviathan escuchó el eco vago de una voz que hacía diez días resonaba sin cesar en su alma...

Pasó aquella ráfaga de viento, y el mágico sonido se perdió con ella.

-¡Era su voz!... -exclamó el joven-. Pero ¡qué locura! ¡Será que vuelvo a marearme!

Otro lamento armonioso, más claro y penetrante que el anterior, hirió el oído de Serafín.

-¡No me engaño! -exclamó, parándose de nuevo-. ¡Es una voz de mujer! ¡Es la voz de ella!... ¡Y suena aquí, aquí debajo! ¡Es claro! ¡Aquí debe caer la habitación de la vidriera de colores! ¡Dios mío... volvedme la razón! ¡Es ella! ¡Es ella la que canta! ¡Es su mismo acento, su misma expresión, su misma ternura!... Y lo que canta es el final de Norma!... ¡El final de Norma!... ¡Ah, sí!... ¡Ella es! ¡Ella es! ¡La Hija del Cielo!

Así dijo; y, agachándose sobre la cubierta, aplicó el oído a las tablas.

Instantáneamente su corazón volvió a inundarse de aquel amor inmenso sentido en Sevilla una noche memorable; y el dolor de la ausencia, la hiel de la duda, la fiebre de la desesperación, el hielo del desengaño, desaparecieron de su alma, como las pesadillas y fantasmas de la noche se desvanecen al anunciar el primer pájaro la llegada del día.

De pronto, en medio de aquel sublime verso:

Del sangue tuo pietà!



calló bruscamente la voz de la Hija del Cielo, como si un terror repentino hubiera sorprendido a la joven.

Y siguiose un silencio de muerte, que heló la sangre de Serafín.

Luego oyó la voz del Capitán, que hablaba muy alto en idioma que él desconocía.

Aquella voz tenía el acento de la cólera.

Otra voz grave y reposada -sin duda la voz del anciano del palco- interrumpió a los pocos momentos el discurso de Rurico de Cálix.

Después sonó un golpe como de un portazo.

Entonces oyó pasos cerca de sí.

Fijó la atención, y vio surgir una figura de la cámara del Capitán.

Aquella figura fue tomando cuerpo y destacándose en el estrellado cielo, hasta que, por último, se delineó la silueta de un hombre.

Serafín no podía ser visto por estar casi tendido en el suelo y por haberse replegado contra una banda del bergantín; pero desde su escondite pudo conocer que aquella sombra era el Capitán.

Sonaron nuevos pasos, y la escotilla dio salida a otra figura de menos talla y de más volumen que el Capitán.

-¡El anciano del palco! -pensó Serafín, oculto en las tinieblas.

Rurico y el desconocido se pusieron a pasear desde proa al alcázar de popa.

Serafín estaba a un lado del alcázar, y oía toda su conversación...

Pero no oía nada en realidad, puesto que hablaban en un idioma que no comprendía.

Ya empezaba nuestro joven a desesperarse, cuando, después de dos o tres paseos, oyó decir a Rurico de Cálix:

-Dejemos vuestro idioma, en que tan mal nos entendemos, y, ya que estamos solos, hablemos en francés.

Serafín palpitó de júbilo.

-Decía que vuestro tono con la jarlesa me ha disgustado mucho... -exclamó entonces el anciano.

-Sabéis, señor Conde, cuánto la respeto; pero dignaos considerar la penosa situación en que me hallo...

-¡Exigís demasiado, Rurico!

-¡Demasiado! -dijo el Capitán-. ¡Convenceos, señor, de que ella sabe que ese temerario joven está a bordo!...

-¡No lo sabe, ni puede saberlo!

-¡Oh! -exclamó Rurico con ferocidad- Si llegase yo a convencerme de lo que decís...!

El joven no aclaró su pensamiento, pero Serafín lo adivinó.

Quería decir que si se convenciese de que ella ignoraba que Serafín estaba a bordo, podría matarle, sin exponerse por esto, como temía, al odio de la que tanto amaba.

El viejo no comprendió la tremenda amenaza del joven, y le respondió:

-Pues yo juraría que nada sabe la Jarlesa sobre el viaje de ese pobre músico, de quien, por otro lado, ya no se acordará.

Rurico permaneció un instante en silencio, y luego exclamó:

-¡Sólo un favor os pido, señor Gustavo, y es que intercedáis para que no vuelva a cantar durante la navegación! ¡Es mucho empeño por ambas partes el estar siempre cantando o tocando el final de Norma; ese recuerdo de una noche que quisiera borrar del pasado! ¡En cuanto a él, ya no tocará más a bordo!

-¿Cómo? ¿Qué habéis hecho?

-Mis camareros le quitaron anoche el violín, y, con caja y todo, lo tiraron al mar esta mañana.

Serafín sonrió en la obscuridad.

-¡Mal hecho, Rurico; muy mal hecho! -exclamó el llamado alternativamente «señor Conde» y «señor Gustavo».

-¡Oh! ¡Tengo celos! -replicó el pérfido joven.

Advertía Serafín que el Capitán empleaba un tono hipócrita con el anciano; lo cual le confirmó en su idea de que éste era padre, ayo o tutor de la Hija del Cielo.

-En fin, tened paciencia y sabed ser hombre... -dijo el señor Gustavo-. Os consta que os quiero y que contáis con toda mi protección. Dentro de quince días llegaremos a Hammesfert, y ya lo arreglaremos todo a vuestro gusto.

Serafín se estremeció al escuchar estas palabras.

Y como los dos extranjeros volvieran a bajar a su cámara, levantose él con precaución, pasose las manos por la frente, y, apoyándose en una banda del buque, se puso a meditar de este modo:

Serafín reflexiona

Aquel marinero gaditano equivocó nuestros billetes...

¿Debo alegrarme de la equivocación?

¡Veremos!

...

-Alberto se halla navegando hacia Italia contra su gusto...

¡Pobre Alberto!

-Yo voy al Polo...

¡Pobres veinte mil reales! ¡Pobre de mí! ¡Me helaré sin remedio humano! ¡Pero, en cambio, voy con la jarlesa!...

¿Qué querrá decir jarlesa?

...

-Rurico de Cálix es el joven del albornoz blanco; el que está desafiado con Alberto...

«¡Diablo!», exclamaría éste.

...

-Mas ¿cómo expendería Rurico un billete a mi favor para que viajase en este barco, si dice que conocía mi nombre, y debía de conocer también mi amor a la Hija del Cielo?

Ya me ha dicho que no se enteró de mi nombre al mandar que me admitiesen a bordo, y que un empleado suyo fue quien redactó el billete de pasaje... Es decir, que el Capitán no se enteró de que yo estaba en el Leviathan hasta que aquella mañana bajó a ver al pasajero enfermo y se encontró con mi aborrecida persona.

¡Esto es más claro que el agua!

...

-Pero volvamos a la Hija del Cielo...

¡La Hija del Cielo va a bordo conmigo!...

¡Oh ventura!

...

-¡Y ella lo sabe, diga lo que quiera el señor Gustavo!...

¡Oh placer!

...

-Digo que lo sabe, porque suyo era aquel billete que me anunciaba un peligro...

¡Luego me ama!

...

-El tal peligro vendrá de parte del Capitán...

¡Viviré como un Argos!

...

-El Capitán no ha atentado ya contra mi vida por... por...

Por no hacerse odioso para la Hija del Cielo.

¡Luego hace diez días que le debo la vida a ella!

...

-El enano viejo y calvo del palco de Sevilla va con nosotros, y es Conde, y se llama Gustavo... Pero ¿qué relación tiene con ella? ¿Es su padre? ¿Su tío? ¿Su ayo? ¿Su preceptor?

¡El tiempo dirá!

...

-Jacoba puede muy bien ser nombre de mal gusto...

Ella no se llama Jacoba.

...

-Y no se llama Jacoba en el mero hecho de haber asegurado el Capitán lo contrario; pues ya sabemos que el Capitán es un embustero de a folio.

...

Las inglesas tendrán los pies... como Dios se los haya dado...

Pero ni ella es inglesa, ni puede tener los pies grandes. ¡Ella es una perfección en todo!

...

-No sólo esta noche, sino otras varias, al decir del Capitán, ha cantado la Hija del Cielo el final de Norma.

¡Luego a todas horas se acuerda de mí!

...

-El Capitán se propuso embriagarme a fin de que yo no oyese el piano, ya que él no podía impedir que ella lo tocara.

¡Pícaro Capitán!

...

-Luego ese hombre no manda en ella...

¡Me alegro!

...

-Pero ella no manda tampoco en él...

¡Tanto mejor!

...

-Sin embargo, ¿por qué viajan juntos?

¡Esta es la clave de todo!

...

-¿Quién es él?

Lo ignoro.

...

-¿Quién es ella?

No lo sé.

...

-Él la ama...

¡Malo!

...

-Ella lo aborrece...

¡Magnífico!

...

-Pues que ella toca el final de Norma en sus barbas, él no es su marido...

¡Soberbio!

...

-Y no es su amado, puesto que su amado soy yo.

¡Sublime!

...

-Y no es su amante...

¡Oh!... ¡Ella es pura como el sol!

...

-Y no es su hermano...

¡Imposible! ¿Cuándo fueron hermanos la serpiente y el ruiseñor?

...

-Ni su amigo...

¿Cómo había de serlo?

...

-Ni su padre...

¡Eh!...

...

-Ni su hijo...

¡Qué disparate!

...

-Ni un extraño para ella...

Esto es evidente... ¡y sumamente grave!

...

-Ni su criado...

¡Ca!

...

-Ni su señor...

¡Esto menos que nada!

...

-¡Ah! ¡Me vuelvo loco! ¡La reflexión embriaga tanto como el vino!

Dijo, y bajó a su cámara y se acostó.

Y durmió..., «como se duerme a los veinticuatro años», según suelen decir los novelistas que han pasado de esa edad, a que yo no he llegado todavía.

Una mirada de Rurico de Cálix

No bien despertó Serafín, exclamó, como el general que presiente la batalla:

-¡Hoy es un gran día!

Vistiose, pues, con algún esmero y sacó de la maleta el violín.

En este momento apareció en la escotilla aquel negrito vestido de blanco que ya lo visitó otra vez.

Venía con un dedo sobre los labios, recomendando silencio, y le entregó una diminuta carta.

Serafín quiso hablarle antes de que se le escapara como en la otra ocasión, pero el negro dio muestras de no entender el francés, el italiano ni el español, únicos idiomas que poseía el músico.

Entonces leyó éste la carta, que decía así:

«Arrecia el peligro.

»El primer día que subáis sobre cubierta se fingirá loco un marinero y os dará de puñaladas.

»No temáis un envenenamiento».

-¡Sin firma! -exclamó Serafín-. Pero ¡es de ella!

Una idea lo deslumbró de pronto.

-¡He aquí la ocasión de escribirle! -exclamó con indecible júbilo.

Pero el negro había desaparecido.

-¡Diablo! -dijo Serafín, que en los casos apurados se acordaba de la exclamación de Alberto-. ¡Soy el hombre más torpe que recibe mensajes amorosos!

Y volvió a leer la carta, y la guardó, después de besarla repetidas veces.

-¡Hoy subo sobre cubierta! -murmuró en seguida, dirigiéndose a un espejo para acabar de arreglarse la corbata.

Ocupado estaba en esta operación, cuando vio dibujarse en el cristal la funesta figura de Rurico de Cálix.

Vestía una especie de bata de finísimas pieles negras.

Venía espantosamente pálido, pero sonriendo.

-¿Estáis mejor? -dijo, sentándose.

-Yo sí. ¿Y vos? -preguntó Serafín con aparente indiferencia.

-Yo no me puse malo -contestó el Capitán, sonriendo siempre.

-Ni yo tampoco... -replicó el músico-. Me dieron sueño vuestros vinos..., y nada más.

El Capitán meditó un momento, como queriendo descubrir la táctica de su interlocutor.

Pero Serafín, que no se fiaba de sus propios ojos, más expresivos de lo que él quisiera, los dirigió a otra parte, y, viendo entonces el violín, lo cogió como distraídamente.

Rurico quedó atónito al hallar en manos del joven un objeto que creía perdido en las soledades del mar.

-¿Cuántos violines habéis embarcado? -preguntó luego con la mayor calma.

Nada más que uno... ¡Éste! -respondió Serafín, templándolo-. ¿Por qué lo preguntáis?

Difícil era la contestación.

Pero no para Rurico, que tomó de allí pie para llevar la conversación al terreno que deseaba.

-Lo decía -replicó- a fin de que eligieseis el mejor para esta noche...

-¿Cómo?

-Sí; deseo que toquéis un rato en mi cámara. Doy un concierto, y os convido.

Serafín se levantó sobresaltado. El golpe del Capitán era certero.

-¿Qué os sucede? -preguntó el jarl sonriendo.

-¡Nada! -contestó el músico, dominándose instantáneamente-. Echo de menos la caja de mi violín.

Si el golpe del jarl fue bien dirigido, el del artista no era menos formidable.

-Y ¿quién toma parte en ese concierto? -preguntó en seguida Serafín con visible emoción.

-Todo un genio... -respondió el Capitán.

-¡Un genio!

-Sí; que logrará maravillaros, entusiasmaros, enloqueceros...

-¡Oh! ¡Oh! ¿De quién me habláis? -exclamó el músico dilatando los ojos.

-Supongo, querido, que seguís enamorado de la Hija del Cielo.

-¡Cómo! ¿Es ella? -gritó Serafín-. ¡Voy a oírla cantar! ¡Gracias, gracias, amigo mío!

Rurico de Cálix soltó la carcajada.

-¡Qué locura! -exclamó-. ¿No os he dicho ya que esa cómica partió para Buenos Aires?

Serafín se mordió los labios.

-¡Se burla de mí! -pensó llenándose de ira.

El Capitán continuó:

-Se trata de Eric, de mi ayuda de cámara, soprano famosísimo, que oyó en Sevilla a la mujer que tanto amáis...

-Decid que amaba...

-¡Vaya por el pretérito! -repuso el Capitán sin dejar su sonrisa-. Pues, como os decía, Eric tiene la facilidad de imitar perfectamente todas las voces que escucha, ni más ni menos que el loro del cantor inglés Braham... Ya sabréis que la Catalani se puso de rodillas ante aquel pájaro... Pues lo propio haréis vos ante Eric. El oyó a la Hija del Cielo en la Norma, y la imita de manera que, en el Final especialmente, me confundo yo mismo... y me falta poco para arrodillarme también.

Pronunció Rurico este discurso con tan completa naturalidad, que Serafín hubiera caído en el lazo y creídolo al pie de la letra, a no haber escuchado la noche antes su conversación con Gustavo.

Así es que tuvo por su parte la suficiente sangre fría para fingir que aquella revelación le entristecía mucho.

-Hablemos de otra cosa... -dijo entonces Rurico-. Ya sabéis la equivocación que descubrimos anoche: vuestro mandadero estaba loco al compraros el billete, y os ha hecho emprender un viaje opuesto al que proyectabais. Ahora bien: el Leviathan llegará mañana a la altura del Norte de Escocia, donde se hallan las islas Hébridas, pertenecientes también a la Gran Bretaña. Yo me ofrezco, como es justo, a acercarme a esas islas y dejaros en tierra, pues no creo que cometáis la locura de venir a helaros a Hammesfert. En Touque, capital de la isla de Lewis, la mayor del archipiélago hébrido, tengo un amigo que trafica en lanas con la Noruega; os dejaré en su casa, y él se encargará de facilitaros pasaje para España, de donde podréis pasar a Italia, como era vuestro proyecto. ¡No tendréis queja de mí!...

Serafín había escuchado al Capitán sin indicarle extrañeza, afirmación, ni negativa.

Quería sondear hasta el fondo de sus intenciones.

Aquella proposición era la primera y última generosidad de Rurico.

-Este hombre -pensó Serafín- sospecha que anoche oí cantar a la Hija del Cielo, y me quiere despistar diciéndome que quien cantó fue Eric. ¡Esta noche se pondrá Eric malo, y no habrá concierto!... ¡No está mal pensado! No reteniéndome ya nada a bordo, como él cree que yo creo, lo natural sería que me aprovechase del medio que me propone de no ir a Laponia... ¡Mañana me dejaba en esa isla, y se libraba de mí! ¡Pues, señor, confesemos que obra con talento! ¡Y con generosidad... pues que da este paso para ver si puede evitar el matarme! Meditemos. Si acepto, salgo de compromisos; evito el peligro que me amaga; no me expongo al invierno polar; salvo la mayor parte de mis queridos mil duros; veo a Italia... y me quedo sin la Hija del Cielo. Si rehúso, me expongo a morir asesinado, a morir helado, a morir de hambre, a no ver más a Matilde y a no ir a Italia... Pero quedo al lado de la Hija del Cielo, y... ¡quién sabe!

Este ¡quién sabe! tan halagüeño, que acaso es el más fuerte lazo que une al hombre a la vida, decidió a Serafín.

Rurico extrañó mucho el silencio del joven, y dijo con cierta inquietud:

-¿En qué pensáis?

-Pienso, Capitán... -respondió el joven-, en que vuestras palabras me dan a entender dos o tres cosas, de las cuales una me afligiría sobremanera.

-¿Cómo?

-¡Lo que os digo! O estáis loco, y esto es lo que me afligiría, u os duran los humos de la embriaguez de anoche, o habéis bebido de nuevo hoy por la mañana...

Rurico de Cálix fijó en el joven una mirada terrible, ardiente, deslumbradora: la chispa de fuego que vagaba extendida por aquellos ojos mudos, se encontró en medio de la pupila, partiendo hacia Serafín como una flecha envenenada.

Éste se echó a reír.

-No os riáis -murmuró Rurico-. No os riáis, y explicadme vuestras palabras.

-¿No he de reírme? -replicó Serafín trémulo a su pesar-. ¿No he de reírme al oíros decir que yo no quiero ir a Laponia, sino a Italia? ¿De dónde sacáis eso?

-Anoche..., vos... -empezó a decir el Capitán.

-¡Anoche estaba yo ebrio! -repuso Serafín, encogiéndose de hombros.

-Dijisteis que vuestro billete estaba equivocado.

-No hay tal cosa, Capitán. Miradlo... Aquí debo de tenerlo, puesto que me lo disteis anoche... Sí..., ¡aquí está! Leed: «Para Hammesfert (Laponia)». ¡Oh! ¡Está perfectamente! Tres años hace que proyecto esta expedición. ¡Tres años, Capitán! Pero vos, sin duda, me habéis confundido con mi amigo Alberto, que partió a Italia el mismo día que yo entré en el Leviathan... ¡Ya sabéis de quién hablo, pues que tenéis pendiente con él una promesa de desafío!... Unos esponsales fúnebres, que diría Víctor Hugo.

El Capitán se había levantado mientras Serafín pronunciaba estas palabras, que bien podían ser su sentencia de muerte.

Oyolas impasible, y, cuando concluyó de hablar el joven, le alargó la mano, diciéndole:

-Dispensadme un momento de alucinación. Confieso que anoche perdí el sentido. Decís bien en todo.

Serafín sintió frío al escuchar aquella voz helada, lenta, pavorosa.

-Hasta la noche... -añadió el Capitán, retirándose.

-Hasta la noche... -repitió Serafín-. Acudiré al concierto.

-¡Quedaos con Dios! -exclamó Rurico al abandonar la cámara.

-¡Adiós, jarl! -contestó el joven estremeciéndose, porque aquélla era la primera vez que había oído de los labios del Capitán el santo nombre de Dios.

Esta palabra augusta, dicha en aquella ocasión y por un hombre como Rurico, era el aviso religioso que da el sacrificador a la víctima antes de descargar el golpe sobre su cuello.

Que terminara con una sonrisa de Rurico de Cálix

Eran las once de aquella misma mañana

El Leviathan seguía avanzando hacia el Norte.

Hacía un frío espantoso.

El Océano estaba ceniciento, y toda la extensión del cielo cubierta de nubes pardas.

A la parte de estribor veíase a lo lejos una línea negra, que interrumpía la monótona regularidad del horizonte.

Era Escocia.

Toda la tripulación se hallaba sobre la cubierta del bergantín, no ya tomando el sol, que apenas calentaba cuando salía un momento de entre las nubes, sino envuelta en pieles, dividida en grupos y fumando sin cesar.

Rurico de Cálix se paseaba en el alcázar de popa.

A las once y media apareció Serafín por la escotilla que conducía a su cámara.

Estaba muy pálido, pero sereno.

Sin la gravedad de su situación, no hubiera permanecido sobre cubierta con su traje meridional.

Pero estaba tan preocupado, que no reparó en el frío que tenía.

Serafín llevaba un proyecto.

Rurico se detuvo al verle.

El joven se acercó a él, no sin pasear antes la vista por toda la tripulación.

-¿Cuál será el asesino? -pensaba Serafín.

El Capitán lo saludó fríamente, y se puso a mirar con un catalejo hacia la parte de Escocia.

Serafín oyó entonces a su espalda una carcajada estridente y ronca.

Volviose, y vio que un marinero, tan pequeño y rubio como todos los demás, luchaba por desasirse de las manos de sus compañeros, haciendo espantosos visajes y riendo como un verdadero demente.

El Capitán no se movió, ni miró siquiera hacia aquel lado.

Serafín volvió la espalda al peligro.

Quería dejarlo llegar...

A los pocos momentos oyó un grito de todos los marineros.

-El loco fingido se dirige contra mí... -pensó el joven.

En seguida oyó pasos.

-¡Ya se acerca! -se dijo, palideciendo hasta la lividez.

Entonces se volvió bruscamente.

El fingido loco se le echaba encima armado de un puñal.

Serafín le detuvo el brazo con un movimiento súbito; retorciole la muñeca hasta hacerle soltar el arma; lo cogió del cuello y de la cintura; levantolo sobre su cabeza, llegó a la banda de babor y lo arrojó al mar.

Todo esto fue obra de cuatro segundos.

La tripulación lanzó un grito más terrible que el anterior, y corrió a salvar a su camarada.

El Capitán se volvió, creyéndolo todo terminado.

Lo primero que vio fue a Serafín de pie, inmóvil, rígido, amenazador, con una pistola en cada mano.

Rurico retrocedió y miró en torno de sí.

Entonces oyó en el mar un lamento, y vio al marinero asesino luchar con un tiburón.

El marinero desapareció bajo las olas, no obstante las cuerdas que le arrojaron desde el barco.

Rurico temió que Serafín lo matase también a él, y exclamó hipócritamente:

-¿Qué es esto, amigo mío?

-Esto es... -replicó el joven-, que mato para no morir. ¡Capitán, sois un asesino!

El Capitán dio un paso hacia adelante.

-¡No os acerquéis... -exclamó Serafín-, o me obligaréis a mataros!

Rurico de Cálix se paró.

Las palabras condicionales de Serafín acababan de indicarle que su vida no corría peligro.

Entonces meditó un momento.

En seguida dijo una palabra en su idioma, una sola palabra; pero con voz tan terrible, que todos los marineros se volvieron hacia él llenos de susto.

Estaba transfigurado.

Había descubierto su cabeza y tiradola atrás con indecible arrogancia: sus manos apartaban de su pecho la túnica azul, dejando ver un peto rojo atravesado de una banda amarilla; sus ojos lanzaban llamas; su boca, contraída por la furia, sonreía de una manera espantosa, y toda su actitud demostraba un mismo tan salvaje y sanguinario, que aterró a Serafín.

Todos los tripulantes se descubrieron al ver la misteriosa insignia que campeaba en el pecho del Capitán, y arrojaron los gorros por alto, lanzando un ¡hurra! atronador.

Rurico de Cálix pronunció entonces, en son de arenga, varias palabras ininteligibles para el músico.

La tripulación lanzó otro ¡hurra! y se adelantó hacia Serafín, que en un momento se vio rodeado de puñales.

Rurico, entretanto, ocultaba la enseña amarilla, cual si temiese que fuese vista por otras personas...

Serafín, acosado, rodeado, perdido, conoció que había llegado la ocasión de realizar el proyecto con que subió a cubierta, y disparó un tiro al aire.

Los marineros dieron un paso atrás, y se miraron unos a otros, a fin de ver si alguno estaba herido.

En aquel intermedio oyéronse gritos en lo interior del buque.

Serafín no apartaba sus ojos de cierta escotilla.

Al fin apareció por ella la persona que esperaba.

Era una joven alta, bellísima, de cabellos de oro y ojos azules...

¡Era la Hija del Cielo!

El señor Gustavo, el anciano que conocemos, salió detrás de la joven.

La tripulación miró al Capitán, como pidiéndole órdenes.

Rurico pronunció una palabra, y los marineros bajaron sus puñales.

Serafín devoraba entretanto con la vista a la encantadora mujer que lo libraba de la muerte.

La Hija del Cielo, pálida, mal envuelta en un manto de armiño y fija la mirada en Rurico de Cálix, señalaba con una mano a Serafín...

El Capitán empezó a murmurar algunas palabras en su idioma.

-¡Excusas y calumnias serán las que estáis diciendo! -exclamó Serafín en italiano-. ¡Señora! -añadió dirigiéndose a la joven-: ¡Caballero! -prosiguió, encarándose con Gustavo-: ¡Sed testigos de que desde este momento hasta que desembarque en Laponia, hago responsable de mi vida al jarl Rurico de Cálix, Capitán de este buque! Si muero durante la travesía, él es mi asesino, y yo lo delato desde ahora.

Imposible nos fuera pintar la ira que animó el rostro del Capitán, ni la sonrisa que apareció en los labios de la Hija del Cielo.

Miró ésta a Serafín luego que dejó de hablar, y saludándolo con un movimiento de cabeza, descendió a su cámara cual si huyese de Rurico de Cálix.

Gustavo la siguió.

Serafín dirigió al cielo una mirada suprema, en que reunió toda su gratitud, toda su dicha, todo su amor, y se dirigió a su departamento.

La tripulación le abrió paso.

Rurico de Cálix lo siguió con la vista hasta que desapareció.

Apoderose entonces del Capitán una ansiedad terrible, un ciego furor, una espantosa rabia...

Luego se calmó gradualmente, y se dirigió a su cámara con paso lento...

Al penetrar en ella, había ya vuelto a sus labios aquella habitual sonrisa que tantos males presagiaba.

El mar es un contrabajo

Serafín era dichoso, sin embargo de tener mucho frío.

No sólo había vencido al Capitán, sino que le había arrancado las uñas.

Nada tenía que temer, por consiguiente, y sí mucho que esperar en beneficio de su amor.

Pasó, pues, el día sumido en los más dulces pensamientos.

-¡Va aquí! -decía-, ¡a mi lado! ¡conmigo! ¡a diez pasos de esta cámara! ¡Me ha salvado la vida, después de avisarme dos veces el peligro! ¡Me ama, me ama sin duda alguna! ¡Pero yo necesito verla otra vez; yo necesito hablarle; decirle que sigo este viaje sólo por ella; saber lo que me resta que sufrir, lo que debo esperar de su amor, lo que debo hacer para no separarme nunca de su lado!

¡Mas, pesárale a su impaciencia, Serafín no podía hacer más que aguardar los acontecimientos!

Conociolo así, y dejó de atormentarse con estériles cavilaciones.

Al anochecer se acostó.

Empezaba ya a dormirse, cuando oyó de pronto un mugido largo, inmenso, atronador.

El bergantín dio un espantoso tumbo.

Al mismo tiempo oyó un ruido infernal sobre cubierta.

La bocina de mando sobresalió entre aquel formidable estruendo.

El Leviathan recibió otra violenta sacudida.

-¡La tempestad! -exclamó Serafín saltando de la cama y vistiéndose como pudo.

Las olas rugían espantosamente al estrellarse contra los costados del buque.

El viento silbaba en la arboladura, remedando gritos, lamentos, imprecaciones.

Serafín tuvo miedo y subió a la cubierta.

Reinaba la más completa obscuridad, que interrumpían a veces los relámpagos y algunos farolillos colgados acá y allá.

El Océano brillaba, en medio de su espantosa agitación, como los ojos de un monstruo inconmensurable.

Llovía, tronaba, relampagueaba.

El cielo y el espacio eran un solo caos de amenazas y horrores.

Las olas asaltaban la cubierta del bergantín.

En medio de aquel cuadro fúnebre, en el centro de aquella cólera, de aquel estrago, de aquella devastación, vio Serafín, a la luz de un relámpago, a Rurico de Cálix, solo, de pie en la popa, con el timón en una mano y la bocina en la otra, haciendo frente a los elementos, calado por el mar y la lluvia, sin doblarse al empuje de la tormenta, exaltado, radiante, sublime.

¡Era su hora! El trueno estallaba sobre su frente; el mar bramaba a sus pies como una leona hambrienta; el barco crujía y saltaba sobre las olas como una serpiente sobre peñascos.

Pero el barco era él: él lo gobernaba, lo espoleaba, lo detenía como un árabe a su caballo. Él era, en fin, el alma de la tempestad. La sombra lo envolvía y el rayo lo revelaba. Estaba verdaderamente hermoso.

Serafín no pudo menos de admirarlo, y hasta sintió celos de él...

-¡Si ella lo viera en este instante -se dijo-, lo admiraría como yo!

Al pensar Serafín de este modo, recordó la angustia y el temor que la Hija del Cielo experimentaría en medio de tan horrible tempestad; reflexionó en que acaso era aquélla la última hora de cuantos se hallaban a bordo, y un estremecimiento de terror circuló por todo su cuerpo.

¡Sólo temblaba por ella!

Acaso también por ella desplegaba Rurico aquel valor salvaje.

-¡Oh! Si él consigue salvarla -pensó Serafín-, dejaré de odiarlo... o le aborreceré menos.

Meditando así, habíase acercado instintivamente a la cámara de la Hija del Cielo.

Un grito, en que reconoció la voz de ella, vino a herir sus oídos.

Ya no vaciló...

Rápido como el pensamiento descendió por la escotilla.

Luego que estuvo en la cámara del Capitán, se paró un instante, admirado de lo que llegó a percibir.

En efecto: el grito que escuchó desde la cubierta fue lanzado por la joven; pero no era un grito de terror, sino un eco melodioso, una ráfaga de armonía...

La Hija del Cielo cantaba al compás de la tormenta.

¡Magnífico acompañamiento para semejante voz!

He aquí por qué hemos dicho que el mar es un contrabajo.

Pero ¿qué cantaba la desconocida?

¡Cantaba el final de Norma!

Serafín permaneció atónito por un instante.

¡Nada tan sublime como aquella voz de ángel acompañada por el bramido del Océano; nada tan heroico como aquella inspiración artística en medio del peligro; nada tan pavoroso como aquel canto profano respondiendo a la cólera de Dios; nada tan dulce como aquel recuerdo de Serafín, acariciado por la joven en la misma hora de la muerte!

El músico no vaciló ni un momento: abrió la vidriera de colores, a través de la cual se oía aquel canto supremo, y penetró en una lujosa antecámara, en cuyo fondo percibió otra puerta, también de cristales, por la cual se escapaba una débil claridad...

Detúvose entonces, como si profanase un templo.

Pero un vaivén más terrible del barco, un silbido más fúnebre del viento, un clamor más desesperado del mar, le recordaron que se trataba de morir al lado de la extranjera, de salvarle la vida acaso...

Empujó, pues, la segunda vidriera, y entró.

En el fondo del aposento estaba la Hija del Cielo, de espaldas a la puerta, sentada ante el piano.

La joven cantaba en aquel mismo instante estas sublimes palabras:

    Cual cor tradisti,

cual cor perdesti

quest'ora orrenda

ti manifesti.



Brunilda, nombre de buen gusto

Era tal el estruendo que reinaba en todo el buque y tal el fragor de la tormenta, que la Hija del Cielo no reparó en la entrada de Serafín.

Así es que continuó cantando.

Nuestro músico temblaba de amor y respeto.

La estancia en que había penetrado era digna de figurar en la galera que montaba Cleopatra cuando bogaba por el Nilo con el vencedor del mundo.

Pero Serafín sólo tenía ojos para contemplar a su adorada.

La Hija del Cielo vestía una larga túnica de terciopelo verde, que modelaba noblemente las formas juveniles de su hermoso talle. Los bucles de oro de su cabellera, mal aprisionados en un casquete griego de terciopelo también verde, salpicado de perlas, caían alrededor de su cuello, velado de encajes. En sus primorosas manos campeaba una sola sortija, muy singular por cierto. Era un estrecho aro de plata con un rubí plano en forma de escudo, atravesado de una ligera banda de oro; trasunto quizá del peto rojo con insignia amarilla que ocultaba Rurico de Cálix bajo su blusa.

Luego que la joven acabó de cantar, adelantóse Serafín, que aún permanecía junto a la puerta, y, cayendo de rodillas al lado del piano, exclamó:

-¡Perdonadme!

La Hija del Cielo se volvió asombrada, y encontró al músico a sus pies.

La tempestad rugía más que nunca.

El Leviathan oscilaba en todas direcciones como una fiera herida de muerte.

-¡Vos aquí! -exclamó la joven en italiano, dirigiendo a Serafín una mirada indefinible.

-¡Perecemos, señora!... -contestó el joven en el idioma que había usado ella-. ¡Yo quiero salvaros o morir con vos!

-¡Sé que morimos... -respondió la hermosa-, y ya veis que me despedía del mundo! Levantaos y volved a vuestra cámara. ¡No añadáis un peligro más a los que nos cercan!

-¡Qué me importan los peligros con tal de que viváis! ¿No los he arrostrado esta mañana? ¿No estoy resuelto a arrostrarlos hasta morir o libraros de ese hombre?

La extranjera se estremeció al escuchar estas palabras, y exclamó con voz severa y en cierto modo solemne:

-¿Quién os da derecho para pensar que yo quiero librarme de nadie? Vos habéis hecho hoy responsable de vuestra vida al jarl Rurico de Cálix... ¡Yo, a mi vez, os hago a vos responsable de la suya!

Serafín quedó anonadado.

-¡Luego le amáis! -dijo con desesperación.

-¡Le pertenezco! -contestó ella, mirando al joven con fijeza y dignidad-. Le pertenezco, y él me pertenece. Su vida es la mía. Si él muere a vuestras manos, yo debo morir al saberlo; y si yo muriese antes, él pediría a los cielos y a la tierra cuenta de mi muerte. ¡Porque yo no soy dueña de mi vida! ¡Porque mi vida es suya!

Serafín, que tanto había soñado con el amor de la Hija del Cielo, se horrorizó al tropezar tan pronto con la barrera de la desesperación.

-Señora, Rurico de Cálix vivirá... -dijo con voz ronca y desconsolada.

Y dio un paso hacia la puerta.

La desconocida frunció la frente con visible enojo.

Luego hizo un movimiento como para hablar, como para detenerlo...

Después se arrepintió y lo dejó irse.

Mas, al verlo ya junto a la puerta, exclamó de un modo extraño:

-No me habéis entendido...

Serafín volvió sobre sus pasos y llegó cerca de la joven.

-¡Tenedme lástima! -dijo con desconsuelo.

-¿Qué pensabais al alejaros? -preguntó la extranjera.

-Pensaba, señora, en que yo no pertenezco a nadie; en que nadie me pertenece; en que mi vida es mía; en que nadie pedirá a los cielos ni a la tierra cuenta de mi muerte... ¡En que hay hombres más venturosos que yo!

-¡No envidiéis su ventura! -repuso la joven con voz sombría.

-¡Oh!..., decidme de una vez... -exclamó Serafín.

-Os digo que viváis.

-¿Para qué?

-¡Para vivir! -exclamó con grandeza la Hija del Cielo.

-¡Pero lejos de vos!... -murmuró Serafín con desaliento.

-Lejos de mí, muy lejos.

-¡Oh!... Vivir así es la muerte.

-¡Vivir es amar! -respondió la joven.

-¡Oh! -suspiró él-. Pero amar sin esperanza es padecer demasiado...

-¡Y padecer por lo que amarnos es una dicha mayor que la del sepulcro!

Dijo la extranjera estas palabras con tan honda pena, que Serafín creyó que envolvían un sentimiento de amor hacia él.

-Os he detenido cuando os marchabais -continuó la joven, como para borrar la esperanza que había sorprendido en los ojos de Serafín-, porque no puedo menos de conocer que tenéis algún derecho a mi consideración. Sé que seguís por mí este viaje descabellado, y vi vuestro peligro de esta mañana... Pues bien: en nombre de ese amor, de esos sacrificios que os he costado, os repitó que viváis; que os alejéis de mí; ¡que me olvidéis!

-Pero ¿cómo? -dijo el joven con amargo despecho-. ¿Podréis olvidarme vos? ¿Existe el olvido?

La desconocida lo miró profundamente.

-¡Creedlo así! -murmuró.

-¡Ah! -repuso él-. ¿Conque no me amáis?

-Y ¿qué os importaría un amor imposible?

-Me daría fuerzas para abandonaros...

-¡No las tendríais! -contestó la joven con tristeza.

-¡Ah!... Pero vos...

-Yo pertenezco o he de pertenecer al jarl de Cálix. No me preguntéis más.

-Bien, señora... -dijo Serafín con frialdad-. Todo esto quiere decir que me he engañado. ¡No tenéis alma! ¡Ya me lo había dicho el Capitán!...

La joven volvió a mirarlo intensamente, sonrió con amargura y replicó:

-Decís bien.

Serafín se llevó una mano al corazón, palideciendo.

Una lágrima apareció en los ojos de la Hija del Cielo.

Pero no se cuidó de ocultarla ni de enjugarla.

Dejola correr por su rostro, como respondiendo a la reconvención de Serafín.

Éste vio aquel dolor misterioso y dijo:

-¡Vos padecéis, señora!... ¿Por qué, si no me amáis?

-¡Sí; sois muy cruel! -repuso la joven con triste sonrisa.

-Pero esa lágrima, ¿es al menos una promesa? ¿Me dejáis la esperanza?

-Si os dijera que sí, cometería un sacrilegio.

Serafín soportó aquella nueva ola de amargura.

Luego que pasó, es decir, luego que su corazón se empapó en ella, saludó a la joven, que permanecía de pie, pálida como la muerte, y se dispuso nuevamente a salir de la cámara.

Pero una espantosa sacudida del barco le hizo retroceder. Las tablas crujieron de un modo horrible, y oyose el bramido del mar más furioso que nunca.

La Hija del Cielo cayó de rodillas.

Serafín acudió a sostenerla y la condujo al sofá.

-¡El barco naufraga! -dijo la joven-. ¡Idos a vuestra cámara!... El Capitán y otro hombre, a, quien amo como a un segundo padre, bajarán cuando todo esté perdido... ¡Querrán morir a, mi lado!

-¡Morir! -exclamó el artista-. ¿Y yo, señora? ¿Y yo?

El suelo de la cámara empezó en esto a cubrirse de agua.

-Vos moriréis lejos de mí... como hubierais vivido... -respondió la joven tendiendo la mano a Serafín-. ¡Adiós! ¡Adiós!

-¡Oh! ¡Esto no es posible! -exclamó el infeliz amante-. ¡Quiero morir o salvaros!...

-Adiós, Serafín... -repitió ella, viendo que la inundación subía.

-¡Ah! ¡Sabéis mi nombre! -exclamó el joven, estrechando la trémula mano de la hermosa-. Una palabra más... ¡Ya veis que morimos!... ¡Una palabra!... ¡Una mirada de amor!... Decidme vuestro nombre! ¡Decidme que me amáis!

-Idos, Serafín... idos..., y no muráis a mi lado... -respondió la desconocida con trémula voz-. El Capitán va a venir... El Capitán vendrá con la seguridad de nuestra muerte...

¡Entrad en una lancha, en un bote; asíos a una tabla! ¡Salvaos, en fin!

-¡Vuestro nombre, señora; vuestro nombre, para bendecirlo a la hora de la muerte!...

Hubo un instante de silencio.

La desconocida alzó la frente, roja de amor, y dijo con firmeza:

-Me llamo Brunilda... ¡Esperad!... ¡Oh!

¡Cuánto diera por tener la seguridad de que vamos a morir esta noche!

-¿Para qué? -exclamó Serafín aterrado.

-¡Para poderos decir... -prorrumpió la joven entre un mar de lágrimas- todo lo injusto que sois conmigo!

-¡Ah! -dijo Serafín-. ¡Ahora, que venga la muerte!

Y, estrechando a Brunilda entre sus brazos con un delirio inexplicable, miró hacia la puerta de la cámara como desafiando a la tempestad.

-¡Dejadme! -murmuró la joven.

-¡Adiós, Brunilda! -exclamó Serafín-. Si nos salvamos de la muerte... ¡que yo os vea otra vez! ¡Será la última!

-¡Os lo juro! -respondió la extranjera-. Ahora..., ¡marchad! -añadió, desprendiéndose de sus brazos.

-¡Adiós!... -murmuró Serafín, alejándose y tendiendo una mano hacia ella, cual si quisiese acortar así la distancia que ya los separaba.

-¡Adiós!... -respondió Brunilda cuando lo vio desaparecer.

Esto es hecho

Cuando Serafín apareció sobre cubierta, la tempestad bramaba más que nunca. Nuestro joven no pudo menos de estremecerse al ver el horrible cuadro que presentaba el bergantín.

No obstante su sólida construcción y su casco estrecho y prolongado, muy a propósito para luchar con las tormentas, había padecido extraordinariamente, y veíanse por todas partes pedazos de la destrozada arboladura, marineros heridos en las maniobras, otros que con el hacha y el martillo remediaban las averías más considerables, y, en medio de este conjunto desolador, a Rurico de Cálix multiplicándose para acudir a todos lados, previéndolo todo, dominándolo todo, como un Titán, como un Genio.

Gustavo estaba al lado del timón.

Serafín, poseído de indecible angustia, pues no veía en el naufragio otra cosa que la muerte de la Hija del Cielo, llegose resueltamente al anciano y le preguntó en francés:

-¿Hay esperanza? -¡Decídmelo, por Dios!... ¿Perecemos?

-¡Nos salvamos, gracias a ese hombre! -contestó Gustavo señalando a Rurico.

En cuanto a éste, no estaba para reparar en Serafín, quien, tranquilo ya con las palabras del viejo, se dirigió a su cámara, henchido nuevamente de esperanza y de pasión.

Dos horas después, la tempestad cedió completamente.

Al rayar el día sólo quedaba de tanta cólera y tanto estrago una fuerte marejada.

Serafín... ¡Ah!... Serafín bendecía al Capitán y a los marineros cada vez que pensaba en que a sus esfuerzos debía la vida de Brunilda... Pero otra idea incontrastable luchaba con la del agradecimiento.

«¡Os lo juro!». Esta palabra de la hermosa, esta promesa de volver a hablarle si sobrevivían a la tempestad, fue al cabo el pensamiento dominante de nuestro joven en el resto de aquel día de descanso.

Sin más peligros ni aventuras, sin volver a ver a Rurico, sin saber nada de la Hija del Cielo, sin oírla cantar, sin tocar el violín, pasó nuestro héroe quince días mortales.

Lo único notable que ocurrió en este intermedio fue que Serafín encontró una mañana al lado de su lecho un traje de riquísimas pieles, como los que usaba el Capitán.

El joven no dudó de que aquel precioso regalo provenía de Brunilda.

Y decimos precioso, porque el frío era intensísimo a pesar de acercarse el mes de Junio.

También notó Serafín que las noches iban acortando a tal extremo, que en aquellos últimos días apenas había tres horas de obscuridad y dos o tres de crepúsculos.

Al fin, una tarde (a las diez de la tarde, que pudiéramos decir) se detuvo el Leviathan de pronto, y el músico oyó el ruido de las cadenas de las áncoras.

-¡Hemos llegado! -pensó el joven-. ¡Alberto! ¡Alberto! ¡Voy a deberte mi suprema dicha o mi suprema desesperación! ¡A tu loco proyecto lo deberé todo!

Púsose entonces a empaquetar su equipaje, y, luego que hubo terminado, subió sobre cubierta.

Estaban enfrente de Hammesfert.

Serafín y su equipaje

Hammesfert se ha llamado por los viajeros, y por los naturales del país la Venecia del Norte, porque, a la manera de la bella esposa del Adriático, está toda cruzada de canales, a tal punto que no se puede pasar de un barrio a otro sino en lanchas o por altísimos puentes. Las aguas de aquellas lagunas son célebres por su transparencia, que deja ver los pescados y las arenas de los fondos más profundos como a través de un cristal. La mayor parte del año están helados los canales, y entonces sustituyen a las lanchas los trineos y los bastones herrados; pero cuando llega el verdadero invierno polar, nadie sale de su casa. Con este motivo hay barrios enteros cubiertos de cristales, celosías y toldos, que permiten a cincuenta o sesenta familias llevar una vida íntima y mancomún, no desprovista de goces y bienestar. El resto de la población pasa casi todo el invierno en vastísimos cafés, donde es asombroso el consumo que se hace de ponche y de tabaco. Los lapones viven mucho tiempo en una atmósfera de humo y de embriaguez y en la más completa holganza, cual si cada uno de aquellos falansterios, permítasenos la palabra, fuese una embarcación y cada invierno un largo viaje. Por la parte del Norte hay una alta barrera de montañas, que protege la población contra el soplo boreal, y por esta misma causa los veranos son algo templados. Otra ventaja gozan aquellos habitantes, y es que, por un prodigio de la Naturaleza, el río de Hammesfert no se hiela nunca. El puerto, asaz seguro y abrigado, está desde la primavera poblado de embarcaciones danesas, finesas y del mar Blanco, que comercian con aquel extremo del mundo, último punto civilizado de Europa.

He aquí la ciudad en que iba a desembarcar nuestro músico.

Dos camareros trasladaron su equipaje a una lancha, invitándole a entrar en ella.

Rurico de Cálix no parecía por la cubierta.

Serafín partió, pues, del Leviathan sin despedirse de nadie, con el corazón entristecido, temiéndolo todo y no sabiendo qué esperar...

¡Os lo juro!» -se repetía el músico-. ¿Me cumplirá su juramento? ¿Volveré a verla? Y de todos modos, ¿qué haré entretanto?

En verdad que no lo sabía.

Saltó a tierra.

Estaba solo en el mundo: nadie entendía su idioma: nada sabía acerca de la población en que entraba.

Los marineros desembarcaron su equipaje, colocándolo cuidadosamente sobre la arena de la playa.

En seguida se volvieron al bergantín.

Nuestro joven quiso hacerles entender que necesitaba una fonda, un carruaje, un mozo, un intérprete...

Los lapones se llevaron a los dientes la uña del dedo pulgar.

Serafín se sentó entonces en medio de sus maletas, sobre una caja que encerraba sus libros y papeles, y se puso a reflexionar.

Sus reflexiones no dieron ningún resultado.

Siempre que reflexionaba le sucedía lo mismo.

El sol se ocultó por el Mediodía, concluyendo su carrera con una perfecta línea diagonal.

La noche llegaba, y hacía un frío espantoso.

El músico no apartaba los ojos del Leviathan.

¿Qué esperaba?

Tampoco lo sabía.

Ya empezaba a cerrar la noche, cuando vio que una góndola se apartaba del bergantín con dirección a tierra.

-¡Ahí irá Brunilda! -pensó el músico-. Ahora, si yo fuera un héroe romántico, correría más que esa góndola; llegaría por tierra a la ciudad, y sabría dónde se hospeda mi adorada... Pero ¿cómo abandono mi equipaje? ¡Ah! ¡Ese infame lo ha calculado todo! ¡Ha contado con mi perplejidad y con mi pobreza!¡No sé qué partido tomar! Yo perdería con gusto mis baúles, mi violín, mis libros, mi música, todo mi caudal, todo mi equipaje, en una palabra, por verla, por seguirla, por hallarla de nuevo... Pero ¿y si no quiere ella que la siga? ¿Y si es una imprudencia que la compromete? ¿Y si ella tiene otro plan?

Entretanto cruzaba la góndola por delante de la playa con dirección a Hammesfert.

Serafín seguía inmóvil como un idiota.

Una mujer y un hombre ocupaban la pequeña embarcación.

-¡Brunilda y el conde Gustavo!... -exclamó Serafín-. ¡Ah! ¡Rurico no va con ellos!... ¡Tanto mejor!

La góndola pasó a unas trescientas varas del punto en que se hallaba nuestro joven.

Éste agitó su pañuelo en el aire...

Otro pañuelo ondeó dentro de la góndola.

La noche avanzaba apresuradamente.

-¡Es ella! ¡Ella, que me responde! -exclamó Serafín con indecible júbilo.

La góndola desapareció lentamente hacia el Norte.

El pobre músico se dejó caer de nuevo sobre sus maletas, lanzando un amarguísimo suspiro.

La noche acabó de correr sus cortinajes de sombra.

Lo que va de un blanco a un negro

Volvamos al Leviathan.

Al mismo tiempo que Serafín quedaba solo y anonadado, envuelto en tinieblas y sentado sobre su equipaje, un botecillo, estrecho como una piragua japonesa, se separaba del bergantín con dirección a aquella playa, llevando a bordo otras dos personas.

En aquel momento salió la luna, allá por el Norte, menguada, agonizante, tristísima.

Los pasajeros del bote eran Rurico de Cálix y aquel negrito que había llevado dos billetes a Serafín.

Rurico divisó con su vista de marino el triste cuadro que ofrecía el español en medio de sus baúles, en la desierta orilla del mar, y mandó a los barqueros que se aproximaran a aquel punto sin meter mucho ruido, a fin de cerciorarse de lo que allí pasaba.

Serafín no advirtió el espionaje de que era objeto, ni la aproximación del bote; pero Rurico y el negro lo vieron a él perfectamente.

El desdichado músico sacaba en aquel instante una pistola, cuyo cañón brilló al rayo de la luna.

El negrito se estremeció y dilató sus grandes ojos leonados, señalando con una mano a aquel hombre tan abandonado, tan solo, tan abatido, que ofrecía todo el aspecto de un suicida.

Rurico se sonrió, porque sin duda había sospechado lo mismo.

-¡Boga! ¡Boga! -dijo tranquilamente al remero.

Y el bote se alejó de la playa.

Y el negrito siguió con los ojos fijos en aquella parte de la costa donde había quedado Serafín...

¡Y la sonrisa de Rurico se acentuaba!...

En esto sonó un tiro a lo lejos..., en el mismo paraje donde hemos dejado a nuestro pobre músico...

El negro cruzó las manos y dio un grito.

El jarl respiró como quien abandona una pesada carga.

Y el bote desapareció entre las sombras de la noche, hacia la parte donde brillaban las luces y sonaban los rumores de la próxima ciudad.

Pistoletazo

Serafín estaba frío, inmóvil.

Veamos lo que había sucedido.

Acongojado el artista al verse abandonado lejos de su patria; separado de Brunilda; sin casa; sin haber dejado a la joven indicio alguno para que le diese una cita; expuesto a helarse o a ser robado; en un país desconocido, cuyo idioma no entendía; con diez y ocho mil reales por todo capital, etcétera, etc., concibió una idea desesperada...

Y sacó una pistola.

Recordaba que en otra situación no menos crítica, en que su vida corrió inminente peligro, se había salvado disparando un tiro al aire, y se había propuesto disparar ahora otro... para salir de una vez de apuros...

¡Pero dispararlo también al aire, por supuesto!

Su idea no era desacertada.

-Si aquí hay policía -pensó-, acudirá al oír el tiro. Si no la hay, habrá suicidas y piadosos. ¡Veamos si algún piadoso cree que soy un suicida, y acude a socorrerme! Yo me dejaré socorrer; le daré dinero, y habré encontrado casa y salvado mis baúles.

Hecha esta reflexión, nuestro joven disparó la pistola que había sacado.

Pero no al aire...

Y aquí entra lo más penoso; lo que Serafín no había previsto; lo que el lector no quisiera saber...

Último suspiro

En efecto: triste es decirlo...

¡Serafín no tenía buen pulso!

Así es que en vez de perderse su tiro en el aire, como era su propósito, se perdió en el mar.

¡Gracias a Dios! dirá el lector, dando el último suspiro de los que le ha costado este incidente.

Pues ¿qué creíais? ¿Que Serafín se había suicidado? ¡No era tan tonto!... Serafín tenía un lazo que lo ligaba a la existencia, y este lazo era aquella frase de Brunilda:

«¡Os lo juro!».

Además, Serafín creía en Dios.

Donde el autor confía a una tercera persona el relato de la tercera parte de esta novela

No se esperaba Serafín las consecuencias de aquel tiro.

En primer lugar, Rurico de Cálix penetraría en la ciudad de Hammesfert muy convencido de que su rival había dejado de existir.

En segundo lugar, no había pasado una hora desde que el mar recibió aquella ofensa cuando vino a sacar a nuestro músico de sus reflexiones un confuso rumor de voces y pasos...

Volviose, y vio a cuatro hombres vestidos con una librea muy singular, los cuales conducían cierta especie de litera, alumbrándose con antorchas.

Aquel raro cortejo llegóse al joven, que permanecía sentado entre sus baúles, y que hubiera muerto allí sin moverse, porque, como ya habrá tenido el lector ocasión de conocer, la irresolución era la base de su carácter...

Los desconocidos se sorprendieron mucho cuando le vieron levantarse; y uno de ellos, después de hacerle el más profundo y ceremonioso saludo, lo reconoció de arriba abajo, aproximándole una luz.

-¡He aquí la policía! -pensó Serafín.

El que lo había reconocido probó a hablarle en su propia lengua; pero Serafín le hizo señas de que no entendía jota.

Entonces mandó aquel hombre a sus compañeros que cargasen con el equipaje, y ofreció la mano al músico para conducirlo a la litera.

Éste indicó que no necesitaba ayuda ni vehículo, y dioles a entender que anduviesen hacia la ciudad y que él los seguiría.

Salieron, pues, en aquella dirección, y al cabo de media hora llegaron a Hammesfert, que, según hemos dicho, está rodeada de canales.

Una lancha esperaba a la comitiva.

Embarcáronse todos, y la lancha bogó por una calle, tomó por otra, pasó bajo un puente, llegó a una plaza llena de barquichuelos, y vino a pararse en la escalinata de un magnífico palacio.

Serafín se dejaba llevar... Temía, sino es que más bien esperaba, alguna cosa; pero no acertaba a definírsela.

Desembarcó a invitación de los desconocidos, y habiendo hecho señas acerca de su equipaje, le dijeron que permanecerían allí con él.

-¿Serán ladrones? -se preguntó el artista.

Aquel de los desconocidos que hasta entonces lo había dirigido todo, cogió a Serafín de una mano y se puso un dedo sobre la boca, recomendándole guardase silencio.

Pasaron un magnífico patio, subieron una soberbia escalera, atravesaron varias salas y corredores lujosamente amueblados, y al fin se detuvieron en un salón obscuro, que recibía alguna claridad de la luna al través de los cristales de sus grandes balcones.

-¿Dónde estoy? -pensaba Serafín-. ¿Es esto un sueño?... ¡Oh! no: todo esto es obra mágica de Brunilda.

El desconocido soltó su mano y se alejó.

En seguida se abrió una puerta, dejando ver una habitación, dentro de la cual había luz.

Serafín, acostumbrado a la obscuridad, quedó deslumbrado al pronto.

Al mismo tiempo oyó una exclamación y sintió pasos precipitados.

Una mujer salió corriendo por aquella puerta con una bujía en la mano, y retrocedió asustada.

-¡Serafín! -exclamó.

Era Brunilda.

-¡Brunilda! -respondió el joven, cayendo a sus pies.

La joven estaba pálida, demudada, inundada en llanto, con el cabello descompuesto.

Miró a Serafín ávidamente, llevó a su cabeza una mano inquieta, como si le buscara alguna herida, y murmuró con cierta especie de delirio:

-¡Vive! ¡Vive! ¡No ha muerto!

El joven miraba asombrado a Brunilda, sin comprender la causa de su exaltación.

-Hace una hora... -añadió la joven-. Hace una hora que Abén, el negrito, me dijo que os habíais suicidado... ¡Cuánto he padecido desde entonces!

Serafín lo comprendió todo.

-Os había jurado vivir... Me habíais jurado que os vería otra vez -replicó con ternura-. ¿Cómo había de olvidar mi juramento y el vuestro? Mi juramento era el martirio; el vuestro era la esperanza... Aquí me tenéis, Brunilda, aguardando que decidáis de mi vida y de mi felicidad.

La joven enjugó sus lágrimas y condujo a Serafín al aposento inmediato.

Sentáronse en un sofá, y Brunilda cayó en profunda meditación.

Serafín la miraba con enajenamiento.

Pasados algunos instantes, levantó ella la frente, sellada de una resignación dolorosa.

-¡Es tiempo -dijo- de que lo sepáis todo! No seré yo ya quien os ruegue que os alejéis de mí... ¡Vos mismo juzgaréis cuál ha de ser nuestra futura conducta! La casualidad nos ha acercado de nuevo antes del día que yo tenía prefijado... Podemos disponer de algunas horas... ¡Oíd la historia de mi vida!

Serafín estaba en el cielo... Veía el dolor a poca distancia, pero apartaba de él la vista para fijarla tan sólo en aquellos instantes de ventura.

Brunilda continuó:

-Vais a oír lo que a nadie he contado, sino a mí misma en mis largas horas de soledad. Vais a medir el abismo que nos separa; a conocer, en fin, la inmensa serpiente que me ha enredado entre sus anillos, quitándomelo todo: ¡libertad, dicha, esperanza!

Serafín ardía en deseos de conocer aquella historia que tantas veces había inventado él a su arbitrio, rechazando las calumnias del Capitán...

La joven había vuelto a inclinar la frente, abrumada bajo todo el peso de su vida...

Por último, volviose a Serafín, y con voz melancólica y dulce habló de esta manera: