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ArribaAbajoCapítulo XVI

Una discusión que terminaba a capazos


Nuestros lectores no tienen aun un conocimiento preciso de quién era el francés Moyen.

Este personaje que llamó tanto la atención en Lima, en la época a que aludimos, ha dejado recuerdos que se conservan por la tradición y por el juicio que se le siguió, hoy archivado en la Biblioteca Nacional del Perú.

Voltaire y Rousseau habían atacado la religión católica por cuantos medios les sugirió el ingenio.

Ese ataque había producido un cambio en las ideas que reinaban en Europa.

La juventud, sobre todo, se hizo reformista. Los que tenían una inteligencia despejada, raciocinaron y sacaron provecho de esos escritos. Los que se dejaban arrastrar por la corriente de lo nuevo sin examinar ni darse cuenta de la verdad o falsedad de los escritos, se hicieron ateos y perdieron el sentimiento moral.

Así fue, que los filósofos del siglo pasado, hicieron bienes y males que no pueden ponerse en duda.

Bienes, al atacar las preocupaciones religiosas y políticas que alimentaban las tiranías.

Males, al formar incrédulos y dar pábulo a los vicios que extraviaron el juicio de la generación atolondrada.

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De allí nació el primer paso a la revolución del siglo XVIII, que abrió las puertas a la regeneración de los pueblos, y de allí también los borrones de sangre y de barbarie que empañaron aquella época magna.

De entre aquellos jóvenes reformistas, educados en las doctrinas de los filósofos, Moyen era un secretario de los buenos principios, que había bebido en la lectura de Voltaire, Rousseau y Diderot. Joven de veinte y ocho años, se lanzó a viajar por el mundo.

Dotado de un espíritu aventurero, había recorrido gran parte de la Alemania, de la Italia y en particular de los Estados Unidos.

Allí principió a atacar la esclavitud de los negros; porque el contraste de la suma libertad que se gozaba, con la existencia de la esclavitud, le chocó sobre manera.

Escaso de recursos, se fue al Perú atraído por la fama de opulencia que propalaban las crónicas de aquella época.

Con este motivo, hacía un año que se encontraba trabajando en Lima, con buen éxito, cuando le aconteció la desgracia de ser puesto en prisión.

Moyen, bastante instruido, había encontrado una hospitalidad excepcional, atendido su carácter de extranjero.

Su físico era hermoso. Delgado de cuerpo, tenía una estatura regular; bien compartido, su pecho era alto, sus espaldas desarrolladas, la musculatura ejercitada. La fisonomía tenía un no sé qué de luminosa. El contorno de la cara era un poco ovalado, terminando en una barba redonda y algo arqueada hacia adelante, y naciendo de una frente estrecha en las sienes, algún tanto elevada y prominente en su conjunto. El semblante blanco y rosado, resaltaba por el cabello abundante, color castaño que caía en ondas en torno del cuello y se levantaba sobre la frente. La nariz era pronunciada, alzada suavemente en el centro y en la punta. Los ojos eran rasgados, color cielo, sombreados por largas pestañas negras. Formaban un contraste que respondía a la belleza que admiramos en la tierra. Las cejas se dibujaban sin fuerza a manera de un arco tendido. Tenía una boca pequeña, labios delgados color carmín que no alcanzaban a cubrir el bigote rubio y sedoso que llevaba.

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El conjunto respondía a una expresión de fuerza moral y de inteligencia preclara; a una belleza varonil que reflejaba la sanidad de un espíritu inteligente.

Los viajes le habían dado posesión de sí mismo, así era que su voz suave encontraba afecciones en los círculos donde visitaba.

Con motivo de la prisión y del tormento que se le había aplicado, Moyen representaba un cadáver.

El fraile dominico encargado de su conversión, había salido hasta cierto punto interesado por la suerte de este joven, y creía que llegaría a salvarlo convirtiéndolo por medio de la discusión. Así fue que al día siguiente, es decir, el jueves, volvió a presentárselo para seguir la tarea comenzada.

-¿Cómo habéis pasado la noche, señor? -le preguntó luego que hubo entrado.

-Así, así, mi padre. Mis noches las paso en el lugar donde me veis, tendido sobre este cuero y arropado con esta frazada.

El peso de las horas me rinde, y a veces suelo dormir algún tanto.

-¿Nada se os proporciona durante la noche?

-Absolutamente nada.

En el día se me da a eso de las diez, un jarro de agua, un pan y un plato de guiso. A eso de las dos de la tarde vuelve a repetirse la ración, más después, nada.

No tengo ni una vela, ni un poco de fuego para calentarme.

El carcelero entra a las horas indicadas; sin hablar una palabra, ni contestar a lo que se le pregunta vuelve a salir.

-¡Pobre hombre! -dijo el padre entre sí-, pobre!

-Soy bien desgraciado, ¿no es verdad mi padre? -continuó Moyen con tristeza.

-La culpa está en vuestros pecados.

Ofreced a Dios lo que sufrís y alcanzaréis mucho para vuestra conversión.

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-¡Ah! la culpa está en el abuso que se hace del débil, no en mis opiniones; porque de ellas solo soy responsable al cielo.

Dios sabrá darme fuerzas para sostenerme en lo que mi conciencia me ordena.

-Y qué ¿en lo que sufrís no habéis visto la mano de la Providencia?

-¿Os reís de mí? en todo esto no veo sino la mano de los nuevos judíos que se han apoderado del templo del Señor para calumniar su religión.

-No blasfeméis tanto, hombre descarriado.

Sabed que estáis sufriendo a nombre de la fe y bajo la autoridad del Santo Oficio, encargado de conservar tan precioso don. La fe autoriza para tomar cuentas al hombre de su pensamiento, y al castigarle en la tierra, deja que el cielo le imponga el castigo eterno; porque en la tierra no se hace más que castigar el escándalo.

-¡Siempre la fe! -exclamó Moyen-, siempre me oponéis esa palabra a toda justicia que invoco, a todo clamor que da la víctima.

La fe la oponéis para justificar cuanto paso dais, hasta el asesinato que se comete haciendo morir a los hombres en el tormento. Declaraos más bien ministros del crimen y dejad de profanar la fe.

El padre iba incomodándose al oír estos reproches.

-Estáis loco -le dijo-, porque habláis en un estilo más que irracional, herético.

¿No sabéis que la fe es la virtud fundamental de las creencias, que ella autoriza todo paso para extenderla?

Sabed que es permitido hacer lo que se quiera, con tal que se logre salvar una alma.

Recordad las invasiones que conquistaron la Tierra Santa; las ejecuciones de veinte mil hombres quemados en seis meses en España; el talamiento que ha habido que hacer de los campos para extender la fe.

Ella nos da valor para penetrar entre los bárbaros y morir sacrificados,   —170→   y ella también nos da fuerzas para vencer los inconvenientes que se oponen a su propagación.

Vos desconocéis este poder, corroborado por la historia y las autoridades pontificias.

Abrid los ojos a la verdad.

-Por lo que veo, mi padre, creo que habéis resumido los poderes de Dios al disponer del espíritu y del cuerpo; pero lo que me parece más racional preveer es que el pensamiento que os domina, es tratar de convertir al hombre en un ente material y nada más; porque vuestros razonamientos son el martirio, vuestros argumentos el dolor. Fijaos en esto:

Yo pienso de un modo distinto al de vosotros, y sin embargo, creéis convertirme a vuestras opiniones sin hablarme al alma y solo al cuerpo.

-Es que, el dolor vuelve la razón al que se ha extraviado.

¿Cuándo se duda o ataca la fe? ¿cómo queréis que se os combata?

La fe es la creencia de lo que no se ve ni se comprende; así es que sería inútil hablaros al espíritu cuando ella debe imperar sin la intervención de la razón.

Moyen, espíritu joven, sintió perder su serenidad habitual, y sin poder contenerse, exclamó:

-¡Eso es bárbaro! sois unos destructores de la más bella creación de Dios, al querer reemplazar la razón por el tormento; al procurar asesinar el espíritu para establecer el imperio de los sentidos, y acabar con la existencia que tiene su ideal, en la aspiración constante del alma a buscar lo bello, la verdad al través de los mundos que ruedan en el infinito.

Moyen había iluminado sus ojos con una centella de ardor, al proferir tales palabras.

El padre arrugó el entrecejo y con tono amenazante y en actitud oratoria, le dijo:

-¡Sois un hijo del infierno! ¡un excomulgado de la Iglesia, un fariseo, un infame!

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Moyen saltó entonces, se puso de pie y quiso lanzarse sobre el padre; pero la cadena le detuvo.

-¿Infame yo? -exclamó Moyen apretando los puños y rechinando los dientes-; ¿infame yo? ¿yo, que estoy preso por vuestras infamias, falsos sacerdotes del Cristo?

El padre se quedó estupefacto al ver la actitud amenazante de Moyen: tuvo impulsos de castigarle allí mismo, pero recordó que degradaba su ministerio continuando en aquella lucha.

-No soy yo quien debo castigar esas injurias -le dijo-, pronto los ejecutores de esta santa casa os responderán por mí.

Si queréis que continuemos...

Moyen se dejó caer en el cuero que le servía de cama, y ahogado en la impotencia por su situación, se sumergió en una profunda tristeza.

-Señor Moyen -le interrumpió el fraile, no queriendo abandonar la gloria de la conversión y estimulado por la vanidad-; hoy no debemos tratar de una cuestión tan delicada; olvidad lo pasado y entremos al segundo punto de la cuestión.

Moyen levantó el rostro con cólera, miró al padre con arrogancia, y luego le contestó:

-Me habéis tratado de infame; vos no podáis atravesar una sola palabra más conmigo, porque sufriré el que se me queme, mas nunca el que se me injurie.

Tened la bondad de dejarme solo.

-Señor Moyen, olvidad todo, no hagáis caso de lo que os dije, fue un momento de acaloramiento.

Continuemos.

-Os he dicho que no.

-Mirad que es corto el tiempo que os queda para salvaros, sed humilde.

-Seré humilde, pero no indigno.

Dejadme solo, dejadme antes que cometa un...

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El fraile se puso de pie entonces, aterrorizado. Se acercó al umbral de la puerta y desde allí volvió a dirigirle la palabra.

-Señor Moyen, Dios me ha mandado para salvaros.

Moyen no pudo contenerse de cólera y tomando en sus manos el jarro en que le traían agua, interrumpió al padre lanzándoselo por la cabeza.

El padre huyó llamando al carcelero.

Este acudió al momento, preguntando:

-¿Qué sucede?

-Ese hombre ha atentado contra mi vida.

Me ha tirado con el jarro por la cabeza.

Aseguradlo más y avisad que yo desisto de volver donde él.

El fraile salió para su convento, avergonzado; y el carcelero, por orden del administrador de la cárcel, puso esposas en las manos a Moyen.

El abate González despachó en el acto al hermano Rodríguez que gozaba de alta reputación.

Era un clérigo de estatura baja y un tanto grueso.

Su voz dulce y melodiosa al hablar, hacía buen efecto en los que le oían.

Luego que hubo recibido la orden, se encaminó al convento de Santo Domingo, y allí se instruyó del estado de la conversión y de cuanto había pasado.

Enseguida se dirigió a la cárcel de la Inquisición.



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ArribaAbajoCapítulo XVII3

Segunda conferencia para la conversión de un hereje


El hermano Rodríguez, luego que llegó a la cárcel de la Inquisición, se dirigió al calabozo de Moyen.

Moyen estaba en el propio lugar donde le dejamos, tendido en el cuero que le separaba de los ladrillos del suelo.

Al sentir correr el cerrojo de la puerta, se incorporó, para esperar un nuevo vejamen o un nuevo castigo.

El carcelero se quedó a fuera, esperando órdenes del sacerdote que entraba. El hermano Rodríguez avanzó con un crucifijo en las manos y dirigió la palabra a Moyen con la dulzura de voz que le caracterizaba.

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-Espero, señor Moyen, que tendréis la bondad de aceptar los consejos que me he tomado la libertad de venir a daros.

Moyen le miró con interés, y la suavidad de las palabras que le dirigía, desarmaron su excitación.

-Estoy dispuesto siempre, señor abate -le contestó-, a recibir consejos de toda persona.

El hermano Rodríguez colocó sobre la mesa el crucifijo que traía, y dio orden al carcelero lo dejase solo.

Moyen volvió a tomar la postura más política que sus prisiones le permitían, sentándose con las piernas cruzadas y recostando sus espaldas en la pared.

El abate ocupó una de las sillas que habían traído al calabozo. Enseguida le dijo:

-El reverendo padre con quien habéis discutido, me ha informado del estado de vuestra conversión.

Su celo religioso le llevó fuera de la cuestión, y tuvo que retirarse, según me dijo, porque las cosas habían llegado a un punto extremo en que la avenencia era imposible.

Yo he sido electo para continuar en tan honroso cargo, y no dudo que con prudencia y sangre fría, lleguemos a un resultado feliz.

El hermano Rodríguez dirigió estas palabras a Moyen con afabilidad, sin mirarle de frente.

Moyen se alegró, porque creyó mejorar de persona para la discusión.

-Celebro -le contestó-, que hayáis sabido lo que pasó ahora poco.

Yo perdí mi calma, y quizá cometí una falta; pero se me injurió.

-Olvidad eso, olvidadlo.

Tratemos del segundo punto de que se os acusa, y de este modo aprovecharemos los momentos preciosos que el Señor nos concede para la salvación de vuestra alma.

-Con gusto, señor abate.

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-Entiendo que habéis acusado de inmoral e irreligiosa la esclavatura de los negros.

-Sí señor, exactamente.

-¿Y en que os fundáis?

-En que la esclavitud nace del ocio y avaricia del hombre; en que establece el derecho del más fuerte por el derecho de la fuerza: en que destruye la igualdad del ser; y sobre todo, en que el hombre se desnaturaliza, porque pasa a ser cosa, propiedad de otro, hombre, resultando de aquí que la más bella creación de Dios, es condenada a la categoría del animal.

-Si miráis las cosas bajo ese aspecto -contestó el abate-, nada hallaréis bueno, tendréis que atacarlo todo, que destruir las riquezas y el orden en los países que reconocen la esclavatura.

Mirad las cosas bajo el aspecto que se deben mirar; bajo el aspecto de la realidad.

La esclavatura no nace de la avaricia, sino de un derecho.

En el África sucede que los jefes y caudillos de los pueblos de raza negra, tienen guerra entre sí. Se encuentran en un estado salvaje, como lo sabéis.

En esas guerras uno de los combatientes vence.

El vencedor toma prisioneros al ejército enemigo, y como entre los bárbaros, el que triunfa tiene derecho de vida y muerte sobre el vencido, regularmente, para sacar provecho de sus victorias, les conceden la vida, y haciéndoles este don, los castigan vendiéndolos a los que llegan a Guinea para exportarlos.

El traficante los trae a la América o a los lugares donde los compran, y allí, el que da algún dinero por ellos, los rescata del primer comprador que fue el que los rescató de la muerte.

Como veis, mi amigo -continuó el jesuita-, el origen de la esclavatura que tenemos se funda en un principio de humanidad, y lejos de ser el resultado de un abuso, es un bien. Por otra parte, el esclavo, una vez que pasa al poder del amo que lo rescata, tiene alimentos, trabajo y es educado en la religión, que se desconoce en el África.

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¿No convenís conmigo en estos hechos?

-No, señor abate -contestó Moyen-, no; porque el derecho en virtud del cual se les hace esclavos, no es derecho.

-¿Y que cosa es?

-Un acto de barbarie y nada más, porque nadie ha concedido el derecho de vida y muerte a ningún hombre.

Dios nos creó, y el que nos creó solo puede quitarnos la propiedad que nos dio, la vida.

-Convengo en ello -repuso el jesuita-; pero no dudaréis que cuando se le coloca a uno entre dos males, el menor es necesario aceptarlo.

-Aceptable por la necesidad del momento, pero también es indudable que la necesidad no da poder legítimo.

-¿Luego preferiríais que matasen al prisionero antes de hacerlo esclavo?

-Nada de eso.

-Pues la cuestión es sencillísima: los bárbaros reconocen el derecho o lo que vos queráis que sea, de matar o vender al prisionero; sino se le mata, se le hace esclavo.

-Para mí las dos cosas son malas y por consiguiente ninguna defendería.

-Pero confesadme una cosa, ¿hace bien o mal el que redime al prisionero de que hablamos?

-Mal.

-¿Pues entonces haría bien dejándolo que le matasen?

-Tampoco; peor.

-Exponedme la razón de esto, pues es indisoluble el silogismo que os he hecho.

-Como vos mismo habéis dicho, el prisionero es vendido en cambio de no ser muerto, y esto se hace en virtud del poder que la fuerza da al vencedor. De donde resulta, que el primer paso que se da para esclavizar al negro, es un atentado, y algo más, una práctica que revela la inhumanidad de la barbarie.

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La fuerza no da derecho, porque el derecho es la justicia, y la fuerza bruta es tan solo el imperio de la injusticia.

En esto estamos convenidos ¿no es verdad?

-Sí, mi amigo.

-Pues bien: el vencedor al tomar prisionero al negro, no adquiere por consiguiente el derecho de vida y muerte sobre el vencido.

¿Qué es lo que adquiere, entonces, me preguntaréis? el de retención o castigo, sin pasar más alla de lo que pudiera inhabilitarlo para dañarnos.

Por consiguiente, la facultad o poder del vencedor, no puede alcanzar a privar al hombre de lo que posee sin daño de nadie, y mucho menos cuando lo que posee le ha sido acordado por el Creador de un modo igual a todos.

Así, señor abate, no habiendo derecho para vender ni matar al prisionero, todo acto que se ejecute desconociendo ese derecho es un crimen, un abuso.

Así también, el traficante que compra los prisioneros a los reyes negros, no hace más que hacerse cómplice de ellos, por cuanto les ayuda o impulsa a hacer uso de un poder atentatorio a los principios de justicia.

El traficante, no compra por humanidad, compra por ganar.

Ese sentimiento que le atribuís no existe, y la razón es clara, por cuanto los vuelve a vender.

-Eso es muy ideal, mi amigo -repuso el jesuita-. Os lo había dicho ya, que así nada encontraréis bueno. Atended al hecho de que el esclavo conserva la vida y esto os convencerá.

-Pero ¿qué es la vida sin la libertad, señor abate? ¿qué vale comer después de haber regado el suelo con la fatiga, con el sudor y la sangre derramada por el látigo del amo? ¿qué vale vivir sin otro horizonte que el dolor en expectativa, sin otro porvenir que el ver amanecer el día y llegar la noche sin poder dar un paso por voluntad propia? ¿de qué sirve la existencia sin esperanzas, sin esa aspiración a ser más; sin nombre, sin familia, amontonado en   —178→   un corral para despertar al venir la aurora y marchar a llenar las funciones de las bestias de carga?

Ese es un espectáculo diario de barbarie que clama al cielo.

El hecho no es el derecho, y si por medio de un abuso se obtiene un pequeño bien para el hombre, no por eso el hecho de la esclavitud deja de ser inmoral e irreligioso.

El abate se sonrió, no quiso tomar a lo serio la cuestión y con tono agradable repuso con una nueva pregunta:

-¿Qué haríais, mi amigo, con los esclavos que tenemos?

Os supongo, que sois la autoridad, por un momento.

-Darles la libertad en el acto -contestó Moyen.

-¿Y cómo?

-Mandando que todo esclavo quedase libre.

-Y los propietarios ¿qué harían?

-Obedecer.

-¿Luego perderían el valor que dieron por los esclavos?

-Sí.

-¿Pues cómo decís entonces que obráis en justicia?

-¿Y en qué la contradigo?

-¡Pues no es nada! destruís la propiedad ajena, propiedad que es sagrada y tan justa como todo otro derecho.

¿Reconocéis el derecho de propiedad?

-¡Cómo no he de reconocerlo cuando en él me apoyo para opinar del modo que me habéis oído!

-¿Cuál es vuestra lógica entonces?

-Decidme, buen abate, ¿es o no propiedad del hombre la libertad?

-No lo dudo.

-Y no podéis menos de confesarlo, porque es uno de los atributos del hombre, como lo es el poder o facultad que tiene de pensar, de sentir.

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Pues bien; si es una propiedad la libertad, es claro que no se le puede arrebatar sin cometer un ataque a lo que le pertenece, y si no se le puede quitar, ¿en virtud de qué derecho se le mantiene en la esclavitud?

-¿Os parece poco el derecho de compra?

-Recordad aquellas palabras de un sabio: no puede haber derecho contra derecho; así, el derecho de compra no puede ser derecho, porque destruye el derecho de libertad.

-Yo seré más práctico contestándoos con esta interrogación: ¿es o no derecho el que adquiere el amo al comprar un negro?

-No lo es.

-¿Por qué razón? Según vos, ¿los amos no tienen derecho sobre sus esclavos? ¿luego deben perder el dinero que por ellos han desembolsado?

-Sin duda, deben perderlo. El Rey que vende al prisionero, vende lo que es inalienable. Por consiguiente viola un derecho. ¿Qué es lo que compra el traficante de esclavos? compra lo que no es vendible; y el que compra al traficante no hace más que volver a comprar lo que en su origen no es más que un robo.

¿Quién debe entonces reportar el perjuicio? ¿el negro que es vendido por la violencia, o el que especulaba con ese abuso de la fuerza bruta?

-Os volveré a repetir que sois muy ideal en vuestros pensamientos. Querría por un momento veros practicando lo que me decís.

¿Os atreveríais a ello?

-Sí, señor.

-¿Y qué haríais con una masa de hombres incapaces, que se os presentase a pediros trabajo? ¿qué responderíais a los que despojados de sus capitales os pidiesen un resarcimiento a sus perjuicios? ¿qué haríais, por fin, cuando el país no produjese por la falta de brazos, por el abandono de las industrias?

Entonces no opinaríais como ahora; porque los hechos os horrorizarían.

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-Suponiendo que la libertad de los esclavos produjese los resultados que me indicáis, lo cual es erróneo, yo no me detendría por eso.

Nada me importa la ruina de los capitalistas, la falta de producciones; yo contestaría a esos temores:

«Vale más la salvación del principio libertad».

¿Pero a qué ir tan adelante?

La abolición de la esclavitud haría perder a los capitalistas, pero a industria ganaría, porque el negro tendría que trabajar para comer, y la diferencia en la producción sería triple, por cuanto el trabajo del hombre libre es mayor que el del esclavo.

El abate se sonrió al oír este modo de razonar y lejos de juzgar a Moyen adversamente, le creyó falto de razón.

-Me ha gustado, señor -le contestó-, la última razón filosófica que me habéis dado, de que nada os importa la destrucción de un país por salvar un principio.

Luego la conveniencia pública, que es la primera ley de un estado ¿es una mentira?

-Cuando la conveniencia nace de causas antisociales, la ley del estado no es la conveniencia material, sino la conveniencia que nace de la justicia.

-En eso es imposible convenir; porque delante del orden y de la prosperidad pública, todo debe callar.

Eso lo conoce el mundo entero.

-¿Qué habríais hecho, señor abate, si se os hubiese presentado un país sin religión, que viviese feliz adorando dioses falsos?

¿Le habríais predicado el Evangelio?

-Por supuesto que sí.

-¿Y por qué no respetáis en tal caso la conveniencia pública?

-Porque de ese modo yo no operaría sino en el espíritu, y lejos de perjudicarles, les haría un bien al enseñarles la verdad.

-Pues el caso actual es el mismo; y para que no lo dudéis, recordad   —181→   que Jesucristo trastornó el mundo entero para hacer triunfar un principio.

¿Respetó acaso la conveniencia material?

-¿Y a que vais tan lejos? Jesucristo predicó la religión del verdadero Dios y ante misión tan grande, nada importaba la paz del mundo.

-Jesucristo, señor abate, sacrificó la sociedad para salvarla y la salvó haciendo triunfar la justicia.

Luego ¿qué extraño es que yo opine del modo que he manifestado por extinguir un mal, una institución emanada de los tiempos tenebrosos? ¿No es un principio la libertad? ¿y por qué arredrarse del triunfo de él? La libertad es anterior al mundo y nada importa que el mundo perezca por conservarla.

El abate, como hemos dicho, se sonreía; pero se quiso formalizar al verse atacado a nombre de la religión cristiana; mas ya era tarde, porque Moyen había establecido la cuestión bajo un punto de vista singular, así fue que por no chocar, prefirió contemporizar con el reo para de ese modo vencer su persistencia.

-Todo está bien, mi amigo -repuso el jesuita-; yo soy de vuestra opinión en gran parte, pero creo que es imposible hacer lo que vos queréis de un modo tan rápido y chocando tan abiertamente con las preocupaciones. Mi interés es salvaros de lo que os espera; ¿no sería mejor que renunciaseis a vuestras ideas aparentemente y marchaseis poco a poco a fin de conseguir lo que deseáis? Yo os ayudaría en tan grande obra.

Moyen se abismó al oír estos consejos; tuvo la satisfacción de verse triunfante; pero confundido, al escuchar una propuesta tan inesperada.

Al principio, Moyen estuvo para aceptarla, creyó en las intenciones del jesuita, pero la resolución lo embargó por algunos momentos y se puso a meditar.

El veneno estaba muy encubierto.

El jesuita miraba de reojo al reo y se complacía al verlo indeciso.

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-Esta presa es mía -se dijo para sí-. Está dudando ya, esto es avanzar mucho.

Moyen pensaba en lo que envolvían las palabras renunciar aparentemente. Mil ideas surcaban por su cabeza.

¿Sería conveniente aceptar tal partido? ¿no se vulnerarían los principios que defendía?

Esta última consideración le detuvo, se le presentó la que le aconsejaba el jesuita como indecorosa y falaz. El pensamiento vistió con imágenes degradantes la transacción.

-Si la verdad es verdad -se dijo a sí mismo-, ¿por qué ocultarla?

Esta idea le condujo a comprender lo que encerraba la propuesta del abate; su juicio se fijó en lo grandioso de la misión del hombre, y luchando su espíritu contra la falsía del medio que se le proponía, Moyen no pudo contener la expresión de su corazón.

-El medio que me proponéis, señor abate, es inicuo.

Prefiero morir, antes de aceptar una villanía.

El jesuita se sorprendió al conocer este resultado, pero encubrió la impresión que le hacía, y lejos de llevar las cosas por un camino extremo, volvió a la conquista del hereje revistiéndose de un aspecto sencillo e inocente.

-Me sorprendéis, mi amigo, con tales contestaciones.

¿En qué he podido ofenderos? ¿cuál la villanía, el medio inicuo que os he propuesto?

Id con calma y veréis de distinto modo.

-Señor abate -repuso Moyen-, al proponerme una renuncia aparente de mis ideas, me habéis querido perder para el mundo; porque una renuncia aparente, es una aparente defección, un engaño.

Si mis ideas son buenas, ¿a qué decir que son malas en público? ¿no hay un engaño en esto? ¿no hay una falta de conciencia?

-Carecéis de mundo, mi amigo. El mundo os falta al hablar de ese modo. ¿Qué es lo que queréis? el triunfo de un principio, me habéis dicho: pues bien, ¿preferiríais perderos y perder el resultado que anheláis, siguiendo un método que repulsa la sociedad, o   —183→   emplear lo que la sociedad quiere para conseguir el mismo resultado? Siguiendo o persistiendo en las ideas de que se os acusa, mañana iréis a morir en una hoguera y la sociedad os maldecirá.

Con vos perecerán vuestras ideas y todo se habrá perdido; al paso que engañando a ese público para hacerle el bien, lo cual es permitido, os salvaréis vos y venceréis al fin.

-No apruebo ese sistema, porque el solo hecho de renunciar a mis ideas, convence al público de que son malas, y con esto se habrá perdido la fe en mis convicciones, mientras que yendo a morir en una hoguera, la sociedad que me maldiga, verá en mí una víctima sacrificada al triunfo de un principio.

Ninguna causa triunfa sin el martirio de sus apóstoles.

Y sobre todo, señor abate, yo no podría traicionar mis convicciones por nada de lo que hay en este mundo, aun cuando tuviese la conciencia de que hacía bien al público.

-Con hombres tan pertinaces -dijo el abate-, todo raciocinio es inútil.

-Las matanzas de los primeros cristianos fueron por una pertinacia también.

-¡Y cuántos bienes no habrían hecho -repuso el abate-, si hubiesen sido más astutos para propagar la religión!

-El cristianismo habría sucumbido, señor abate, porque gracias a esas pruebas inmortales es que el paganismo se vio derrotado.

Gracias a la crucifixión del Cristo, que el orbe creyó en su doctrina.

Gracias a esas pruebas de abnegación, que la luz brilló para todos.

-Mi amigo, todo es muy hermoso en teoría, pero en la práctica todo lo contrario. Cuando se quiere atacar un mal o se quiere hacer una reforma, es preciso consultar el estado de la opinión pública, contemporizar con ella hasta cierto punto; no chocar directamente con ella, porque los espíritus se alarman, se predisponen, y lejos de aceptar el bien o los principios, que se le proponen, los desecha con odio. Mas, seguid un camino distinto, plegaos a las costumbres, id poco a poco infiltrándoles lo que queréis, y entonces   —184→   un modo insensible conseguiréis en dos o más años lo que conseguir en un día. ¿Hay en esto un mal proceder? Decid que la prudencia obrará entonces y no la villanía.

-Yo pienso de distinto modo, señor, porque soy franco y tengo la convicción de mis opiniones. Con el mal, con el error, jamás debe contemporizarse. La sociedad puede resentirse de un ataque violento, pero gana, porque se acostumbra a los procederes claros que ahorran tiempo, no oscurecen la verdad, y la vida de mentiras y falsías llega a desaparecer.

El sistema de los engaños es perniciosísimo por cuanto descansa en la mentira.

El que hace uso de tal sistema, lo hace nada más que porque le falta el valor para arrostrar la grita pública.

En todo ello, no se descubre sino un fondo de debilidad y de egoísmo.

¿Qué diríais, señor, si encontrándoos en guerra con una nación, el jefe enemigo al veros fuerte os dijese: «estoy rendido» y vos marchaseis en esa creencia a tomarle, y al tiempo de llegar donde él, fueseis atacado?

¿No diríais que era una perfidia?

Por cierto que sí, una traición.

Lo mismo, lo mismo podría decir el público de mí, si aparentemente me rindiese para herirle por la espalda.

¡Oh! yo no acepto jamás tal proceder.

Si hoy engañáis para hacer el bien, ¿quién me asegura que mañana no engañaréis para hacer el mal?

¿No es una escuela réproba enseñar a la sociedad que cimente sus operaciones en bases tan odiosas?

Ahora mismo, ¿quién me diría que vos no me engañáis?

Llegaréis a vencer quizás, pero habréis sustituido al error un mal peor, el hábito del engaño.

Proceded francamente, perderéis al principio, pero al fin si   —185→   triunfáis, triunfaréis completamente, porque el error desaparece sin dejar otros males a curar.

He aquí por qué repruebo con todas mis fuerzas lo que me proponéis.

El abate comprendió que era inútil proseguir adelante con este método de conversión.

Moyen había herido en el corazón la doctrina del jesuita: era, pues, infructuoso el continuar.

La hora era avanzada y la conferencia de aquel día iba a tocar a su fin.

El jesuita no quiso desesperar de Moyen y en vez de cortar con él, procuró conservarlo adicto a su persona.

La conversión de Moyen era un asunto que daría crédito y gloria a la orden que la consiguiese; por eso el empeño de Rodríguez en granjearse el aprecio del reo.

-Creo, mi amigo -le dijo el abate, poniéndose de pie en actitud de irse-, que hoy es demasiado tarde para seguir adelante.

Nos queda un día más, y no desconfío en que vuestro talento os llevará al buen camino.

Ocupadme en lo que creáis útil.

Mañana vendré, y con lo que hayáis pensado sobre lo que ahora hemos conversado, creo que podremos entendernos.

¿Se os ofrece algo?

-Gracias, señor abate, gracias -repuso Moyen con el rostro sombrío.

Necesito todo, porque todo me hace falta.

Haced por lo menos que me quiten las esposas.

-Haré lo posible, mi amigo; pero estoy seguro que nada conseguiré, porque los encargados de esta cárcel son muy crueles.

Si por mí fuese, yo os pondría en libertad.

Moyen manifestó su gratitud agachando la cabeza, y el abate Rodríguez salió del calabozo con la esperanza de obtener algunas ventajas al día siguiente.



  —186→  

ArribaAbajoCapítulo XVIII

Quién era el carcelero


Moyen quedó en el estado de resignación que acostumbraba.

Cargado de prisiones, la fe en sus ideas le hacía encontrar un consuelo en el martirio que sufría.

Luego que el abate salió, volvió a tenderle en el cuero que le servía de cama.

Era ya tarde, el sol principiaba a ocultarse y Moyen buscaba en el sueño un lenitivo a las largas horas de oscuridad y de silencio en que vivía.

Nada esperaba, a no ser la llegada del día siguiente en que el abate debía venir a continuar la conversión.

El reposo principiaba a encontrarlo en el adormecimiento que precede al sueño, cuando sintió correr el cerrojo de la puerta del calabozo.

-¿Qué será esto? -se preguntó a sí mismo; y levantando la cabeza fijó su vista en la puerta que se abría.

El carcelero se presentó entonces trayendo una luz.

-Señor Moyen -le dijo-, vengo a quitaros las esposas.

Moyen se sentó con gran trabajo, y con algún asombro y alegría presentó las manos al carcelero.

-Aquí están -le contestó-, extendiéndole los brazos.

  —187→  

El carcelero se acercó, y con un martillo y un fierro procedió a hacer saltar la chaveta que aseguraba las esposas.

-¿Mucho os habrán incomodado, señor? -le preguntó el carcelero, a medida que golpeaba el fierro.

Moyen se sorprendió al oír que el carcelero lo dirigía la palabra.

-Bastante -le contestó.

-Habéis conseguido lo que nadie ha conseguido.

Sois bien afortunado.

-¿Por qué me decís eso?

-Porque se os ha mandado quitar las esposas, daros buen alimento y cama para que durmáis.

-Y también -agregó Moyen-, ¿que converséis conmigo?

-Sí, señor, todo lo debéis al señor abate Rodríguez.

El carcelero continuaba sacando la chaveta.

-Es mucho favor este -repuso Moyen.

Celebro que un sacerdote se haya condolido de mí.

-Es muy bueno ese señor.

-Sí, muy bueno.

¿Y por qué no me contestabais antes cuando os dirigía la palabra?

-¿Por qué? porque habría quedado excomulgado en el acto y habría venido a ocupar un lugar junto a vos.

-¿Quién os lo ha dicho?

-¡Que! ¿no sabéis que el que había con un hereje sin licencia, queda excomulgado?

La chaveta cayó a un fuerte martillazo y el carcelero tomó en sus manos las esposas.

Moyen respiró con gusto.

-Me parece que estoy libre -dijo-, al sentir sus manos desembarazadas.

  —188→  

Tal es el placer del oprimido cuando siente el menor alivio en sus prisiones.

El carcelero se paró entonces y preguntó a Moyen:

-¿Qué queréis comer?

-Lo que queráis darme -le contestó-, porque tengo hambre.

-Pues bien, voy a traeros pronto una cosa ligera, que os ha mandado el abate.

El carcelero salió dejando la vela sobre la mesa.

Moyen no atinaba a explicarse este cambio.

-¡Quizás mi último día esté próximo -se dijo-, y por eso se me quiere alimentar!...

Al cabo de algunos minutos, el carcelero se presentó trayendo una fuente de plata ocupada por un asado.

La colocó al lado de Moyen.

Volvió a salir y trajo una media botella de vino, un cubierto y enseguida la cama ofrecida.

-¿Estáis contento ahora? -preguntó el carcelero al reo.

-Estoy muy agradecido. ¿No queréis tomar algo de lo que me habéis traído?

-Gracias, señor, gracias.

Moyen principió desde luego a comer.

El hambre por una parte y el tiempo que no probaba un pedazo de alimento como ese, lo hicieron olvidar su situación.

El carcelero se quedó de pie esperando a que Moyen concluyese.

-¿Está bueno el asado?

-Muy bueno.

-Lo creo, señor, porque nada hay malo cuando hay hambre.

-Tenéis razón.

Y Moyen seguía comiendo.

-Si ahora años hubiese tenido un pedazo de carne como ese -interrumpió el carcelero-, ¡cuán distinta sería mi suerte!

  —189→  

Estas últimas palabras las pronunció con tanta tristeza, que reveló no hallarse contento con el empleo que tenía.

Moyen se fijó en ellas y preguntó al carcelero:

-¡Qué! ¿no estáis bien en el puesto que ocupáis?

-¿Quién puede estarlo, señor, sino obligado por alguna necesidad?

-Pues yo creía que servíais por gusto.

-No, señor, no puede servirse por gusto un destino como este.

-¿Y por qué estáis en él entonces?

Moyen sirvió un poco de vino en el jarro que tenía a su lado y bebió con alegría.

-Estoy por castigo, no por mi gusto.

-Me extraña lo que decís.

-¿Creís que un hombre puede estar por gusto dando alimento y guardando a los que han de morir en sus calabozos o en el tormento?

-Yo creía que ese destino era voluntario.

-Estáis equivocado, señor. Quizás vos lo serviréis mañana...

-¡Yo! -dijo Moyen con espanto-. ¡Yo!

-No os asustéis. Vos, señor.

-¿En que os fundáis?

-En que si sois condenado, se os puede conmutar la pena en carcelero, verdugo u otro destino parecido.

-Aun cuando me destrozasen, no admitiría alguno de esos destinos.

-Lo mismo decía yo antes de ser carcelero, más la necesidad me obligó.

-La necesidad jamás obliga a infamarse.

-Eso es bueno para dicho -repuso el carcelero con una sonrisa de experiencia-, mas no para ejecutado. Cuando se os principie a aplicar un hierro hecho ascua, entonces convendréis conmigo, como yo convine a mi vez.

  —190→  

-Qué ¿habéis estado preso aquí?

-Sí señor, por eso os hablo de este modo.

-¿Por qué causa?

-Porque el hambre me hizo gritar por las calles y proferir palabras inmorales y sediciosas.

-¿Podéis contarme lo que os pasó?

-Sí, señor, pero cuento con vuestro sigilo por si llegáis a ser indultado...

-No tengáis cuidado.

El carcelero se asomó a la puerta y luego volvió a sentarse en una de las sillas de baqueta.

Moyen siguió comiendo despacio y bebiendo de cuando en cuando algunos tragos del vino que tenía al lado.

-Pues señor -dijo el carcelero-, que era un hombre cano y algún tanto avejentado; como habréis conocido por mi voz y semblante, soy italiano.

-Decís bien, se os conoce en el acento.

-Yo vivía en Roma ahora cuatro años y trabajaba de pintor.

Ganaba lo necesario para comer, pero no contentándome con tan pequeña entrada, resolví venirme a la América, porque esto de ser rico es mucho halago.

-Este es el pecado que hoy estoy pagando en gran parte -le interrumpió Moyen.

-¿Sois codicioso?

-No; pero quise tener fortuna para volverme a Europa.

-Pues bien; sucedió que arribé al Brasil y allí principié a trabajar.

El negocio no daba bastante, y con este motivo me vine a esta ciudad.

Al principio lucré algún dinero y tenía esperanza de hacer fortuna.

En este estado permanecí un año, hasta que me vi acometido de   —191→   fiebres continuas que me debilitaron al extremo de no poder trabajar.

Durante algún tiempo me alimenté con los ahorros que tenía, pero estos se concluyeron y tuve que vender cuanto poseía.

Una vez que me encontré con el alma y el cuerpo solos, la necesidad me hizo salir a pedir limosna por las calles.

Había días en que recogía lo suficiente, pero otros en que me recogía sin alimentarme.

Mi situación era horrible, la paciencia me faltaba porque luchaba sin cesar entre la necesidad y la vergüenza.

Llegó uno semana, señor, en que me pasé los días sin probar alimento.

La situación a que había llegado me era insoportable.

Pensé largo tiempo sobre el medio de mantenerme, y no encontré recursos en mi imaginación; mas al fin supe que los presos eran alimentados por el Estado, y la noticia vino a abrirme un horizonte de esperanzas.

Pero ¿cómo estar preso? era necesario cometer un delito: esta idea me espantó.

Cometer un delito para comer...

Pensé en ello y resolví morirme antes de dar tal paso.

-Apruebo vuestra resolución -le interrumpió Moyen.

Eso es noble y digno.

-Realmente, señor, noble y digno cuando el estómago tiene algún alimento, mas esas ideas se pierden cuando el hambre despliega su furor.

-No siempre.

-Así lo creía, y en esa idea permanecí hasta que sentí desfallecer mis fuerzas, nublárseme la vista y caer mi cuerpo.

El hambre me asaltó con vehemencia y mi juicio se trastornó.

En nada pensé entonces, salí a la calle y me paré en medio de ella, gritando:

  —192→  

«¡Tengo hambre! ¡tengo hambre!».

Una multitud me rodeó, más nadie me extendió la mano para socorrerme.

Está loco, decían, y algunos se reían de mi desesperación.

Yo continuaba gritando hasta que perdí las esperanzas de ser socorrido; entonces principió a declamar contra la autoridad, contra el Papa.

La concurrencia se aumentaba, y ciego de debilidad caí en tierra, diciendo:

¡Malditos sean los hombres que no se compadecen del pobre!

Yo no vi más porque perdí el conocimiento.

A las seis de la tarde volví en mí y me encontré en esta cárcel encerrado en un calabozo.

Recordé, y vi a mi lado un pan y un plato de comida.

¡Gracias a Dios! dije entonces, ¡tengo qué comer!...

-¿Y esa es la causa porque se os encarceló? -le preguntó Moyen.

-Esa, señor.

El carcelero dejó correr entonces una lágrima de dolor por sus mejillas.

-¿Y cómo vinisteis a ser carcelero?

-Porque el tribunal me sentenció por las palabras que había proferido, a perder la mano derecha en el fuego o a servir este destino.

-¿Y por qué no admitisteis lo primero?

-Porque no pude soportar el dolor cuando principió la operación.

-¡Qué bárbaros! -exclamó Moyen.

-¡Y cuánto me temo que hagan lo mismo con vos!

-Moriré antes.

  —193→  

-Cuando sintáis sobre vuestros pies las ligaduras que os atan a un madero, que os impiden moveros; cuando sintáis carbonizaros poco a poco, bajo una llama lenta, no diréis entonces que preferís morir.

Moyen se estremeció al oír esta clase de tormento que se le esperaba, y dejó caer la cabeza sobre la barba en demostración de un dolor íntimo.

El carcelero se puso de pie entonces, y recogiendo el servicio que había traído, le dijo a Moyen:

-No os entristezcáis por ahora, yo os avisaré con tiempo cuando se os condone.

-Gracias, mi amigo. ¿Cuándo volveréis a verme?

-Cuando sea necesario.

El carcelero salió y dejó a Moyen con la vista fija en la puerta que se cerraba.

-Parece ser este un hombre de bien -se dijo, y se acostó sobre la nueva cama que le habían traído.



  —194→  

ArribaAbajoCapítulo XIX

Tercera conferencia para la conversión de un hereje


Moyen, a pesar de lo regalado que había sido la noche anterior, no pudo dormir como debía esperarse.

El cambio de hábitos le había colocado en una situación febril; sin embargo, sus huesos descansaron en el blando colchón, y sus fuerzas se rehabilitaron algún tanto con el alimento que se le había servido.

La noche le fue llevadera.

Esperaba con impaciencia la venida del abate para ventilar la cuestión ardua de la soberanía de la razón; cuestión que hasta hoy agita aun el edificio social en sus bases política y religiosa.

No hay que dudarlo. El triunfo de la razón, de su independencia, es a los ojos de la filosofía la piedra angular sobre que tiene que basarse el régimen de la libertad.

El abate y el reo iban a ventilarla, a apurar la fuerza de sus creencias y de sus opiniones.

Moyen tenía razón en esperar al abate; porque su conciencia reposaba en la sanidad de sus principios.

El abate se presentó el día designado, a eso de las nueve, en el calabozo de Moyen.

La fisonomía del reo se alegró al ver al abate Rodríguez.

  —195→  

En el acto se sentó en la cama y contestó con amabilidad al saludo del jesuita.

-¿Habéis pasado buena noche, mi amigo? -le interrogó el abate, a tiempo que sondeaba con la vista el semblante de Moyen.

-Gracias a vuestros favores, señor abate, me he alimentado y descansado.

-Algo costó conseguir lo que habéis visto; pero al fin se logró aliviaros en lo posible.

-Estoy reconocido, señor abate, a vuestro servicio.

El abate se sentó enseguida con la calma del hombre que tiene la convicción de vencer a su adversario, y se dispuso a entrar en materia.

-Hoy es el último día -le dijo-, que tenemos para discutir.

Esta noche debéis comparecer al tribunal a defenderos; pero espero que saldréis bien, porque tengo la esperanza de que convendremos en la cuestión en que discordáis con nuestras creencias.

-Tendré el gusto de oíros -señor abate.

-Según me informó el padre Dominico, la cuestión última estaba reducida a que vos no admitíais otra autoridad en vuestras creencias que la de la razón, y que entre la razón y la fe, vos dabais preferencia a la primera. ¿Es así?

-Sí, señor.

-Pues bien, deseo saber el fundamento que tenéis para pensar así.

-Voy a explicarme -repuso Moyen-, acomodándose en la cama.

Luego que se hubo sentado con la comodidad posible, continuó:

-La autoridad que reconozco para mis convicciones, es el fallo de mi razón.

Os diré por qué: la razón es para mí la inteligencia, el juicio de ella. La inteligencia y la libertad son dos facultades emanadas de la Providencia y concedidas al hombre para que las ejerza.

Pienso de este o del otro modo, no en virtud de lo que otro piensa, sino por efecto de mi propia luz, de esa irradiación que recibo   —196→   en mi espíritu, por lo que mis facultades perciben o por las impresiones íntimas que se elaboran en el alma. Las facultades con que Dios dotó al ser creado, no las hizo dependientes de poder alguno en la tierra.

La igualdad corrobora esta verdad.

No habiendo instituido poder alguno que nos domine a este respecto, y habiendo dotado a cada uno de la facultad de hacer lo que su inteligencia le aconseja, como también héchole responsable de sus actos, creo, señor, que el orden moral y material de las sociedades no puede admitir otra autoridad que la autoridad de la razón.

Si hay otro poder superior, lo desconozco.

-Vuestros principios son exactos, mi amigo -repuso el abate-; aunque no de un modo absoluto.

Podéis tomar por gula la razón en todos los actos de la vida, mas no en aquellos que Dios ha puesto fuera de su alcance.

Esto lo veréis especialmente en la religión.

En la vida tenemos dos fenómenos a observar, que son obras de Dios: uno espiritual, imperceptible a los sentidos, pero que no por eso deja de ser menos real: la revelación de actos que son leyes divinas y cuya causa no es conocida por ser superior a la inteligencia del hombre; y otro material, que es perceptible y sujeto al alcance de la razón del hombre.

Así, diariamente observaréis fenómenos que parecen increíbles, que procuraréis estudiar y que sin embargo no podréis daros cuenta de la razón que los produce. Sin embargo, tenéis que creer en ellos sin comprenderlos, en virtud del poder de la revelación que es superior al de nuestra razón.

Es a este poder al que nosotros llamamos fe. ¿No convenís en la exactitud de lo que os digo?

-Permitidme una distinción.

Una cosa es lo que no se puede comprender, pero que creemos porque no está en pugna con la razón; y otra cosa es lo que se puede comprender y que desechamos porque es opuesto a la razón, como el absurdo.

  —197→  

Puedo aceptar fenómenos incomprensibles, como por ejemplo, la acción de los astros en las producciones de la tierra, las mareas y los acepto porque nada tienen de antirracionales, como hechos cuya explicación sabré algún día; pero no puedo aceptar sin ponerme en pugna con mi conciencia, con la justicia eterna aquello que conozco es el mal, el error, la injusticia; porque obrando de otro modo sería suponer dos pensamientos contradictorios en el Creador: que me había concedido la facultad de juzgar y al propio tiempo la negación de esa facultad.

-No confundáis las cosas.

Os he reconocido que la facultad de juzgar, de razonar, la tenéis siempre, pero limitada.

Esa limitación no es contradicción.

-Es contradicción, señor, por cuanto si se me concedió la facultad de razonar, no fue para que ese razonamiento tuviese que someterse a lo que él negaba.

¿Que es la fe? creer lo que no se comprende, aun cuando pugne con la razón: luego si debo creer lo que rechaza mi razón creo una cosa que la inteligencia me hace condenar. Según vuestra doctrina, mi razón, razona sin que le sea lícito razonar y tiene que juzgar en contra del convencimiento que me suministra.

Por ejemplo: si la fe me ordena creer que el papa es infalible y la razón me dice que no crea tal cosa, ¿a cuál debo obedecer?

-A la fe.

Luego se me obliga a creer lo que no puedo creer, se me manda destruir la convicción que me sugiere mi inteligencia.

¿Y que haré en tal caso? es natural que siga el juicio de mi razón, porque así fui constituido.

Obrar de distinto modo, sería pretender reformar la creación.

-Esa contradicción que creéis encontrar y que en la apariencia es tal, desaparece enteramente considerando las cosas con método.

En esto de la razón hay que hacer una distinción o separación, es decir, considerarla según sus facultades y lo que es en sí.

Mirada bajo este último punto, la razón es una facultad dada por Dios para dirigir nuestros actos.

  —198→  

Mirada bajo el primero, esa facultad existe, pero no como vos creéis, con el poder, con el derecho de juzgarlo todo.

Juzgaréis lo que Dios ha puesto a vuestro alcance y en esto seréis omnímodo; pero no aquello que no ha demostrado, porque en ello abusaríais de la facultad acordada.

Al propio tiempo que se nos dio la facultad de razonar, se nos impuso también el deber de no emanciparnos totalmente del Creador; por eso es que estamos sometidos a él, haciéndole el sacrificio de no investigar sus arcanos, y creer lo que él nos ordena. Esa dependencia, es el lazo que nos une al Hacedor Divino, porque así reconocemos nuestra pequeñez, y de ahí nace esa sublime virtud de la humildad que nos eleva al cielo.

No podéis tener dificultad en aceptar esta doctrina, porque vuestra razón comprende que hay necesidad de sacrificarla a ella. En tal caso vuestra razón juzga si los preceptos que os mandan tener fe son o no divinos. Para ello os basta examinar si Dios es o no es autor del derecho revelado. Si lo es, vuestra inteligencia tiene que satisfacerse con el reconocimiento del hecho, pero nunca ir a investigar la razón que tuvo Dios para producirlo, porque eso equivaldría a querer juzgar el juicio del mismo Creador.

Por esto os decía: que no había contradicción en la limitación del poder de la razón. Habrá, si queréis, un misterio, pero nada más que un misterio.

De lo que os acabo de expresar se deduce: que la razón del hombre está subordinada a la razón de Dios, y que el derecho revelado, que es el que constituye la fe, es superior a la razón frágil de las criaturas.

-Esa limitación, señor abate -repuso del Moyen-, que establecéis, no existe para mí, porque es el absurdo más manifiesto pretender que el hombre sea y no sea, exista y no exista a un mismo tiempo. La libertad es el poder de hacer o no hacer lo que la justicia permite. Para conocerla, ¿qué haré? Estudiar la ley.

El estudio de ella tengo que hacerlo por medio de mi propia razón.

Ahora si se me dice: no pienses por ti mismo es claro que se me esclaviza, y vengo a quedar dependiente de otro pensamiento, de   —199→   otra voluntad. De donde resulta: que el limitar la razón es esclavizarla, es decir, que el ser pierde su libertad.

Desde que no es libre pasa a ser un ente que se mueve y ejecuta actos a impulso de una fuerza extraña.

Así veréis que la personalidad humana desaparece, desaparece la responsabilidad de las acciones y la obra del Creador es mutilada.

A esto me decís, que estáis conforme; pero que no debo olvidar al mismo tiempo la limitación impuesta a mi razón.

¿Limitación para pensar? ¿limitación para razonar? ¿cuándo? ¿de qué modo?

Yo no sé más, sino que tengo una razón, una razón dada por Dios. Si esta razón que me fue dada para juzgar, para ver la verdad y ajustar a ella mi proceder, está limitada al propio tiempo para no juzgar, para no ver la verdad, es claro que se me concedió dos facultades; la de ver y la de no ver lo que veo.

¿Es todo esto razonable, señor abate?

Por otra parte, ¿con qué razón Dios limita mi razón? ¿es para que seamos humildes y reconozcamos nuestra pequeñez?... Esa no es razón que explica la limitación. El orgullo humano bien podría revelarse creyéndose lo que no es; podría pretender alcanzar una grandeza que no le es permitida; pero todas esas aspiraciones no serían fruto de la razón sino del extravío de la inteligencia débil de algún mortal.

La humildad nace precisamente del juicio que uno se forma de la inmensidad del Creador.

Ahí están esos soles que nos bailan con sus luces, esos cielos que nos extasían Con su grandeza ¿qué mayor prueba de lo pequeño que uno es y de la inmensidad del Eterno?

Si queréis limitar la razón a nombre del que la creó, no obtendréis otro resultado que el atribuir a Dios el pensamiento de que el hombre fue lanzado al mundo para que viviese como un rey ciego de la creación, condenado a saber que hay luz y no verla, y a aspirar a las regiones de lo bello sin poder penetrar en ellas, a   —200→   que sienta los dones del Padre universal sin consentir le adore admirando y conociendo sus obras.

¿Qué objeto puede presumirse al suponerle que impidió al hombre tomar conocimiento de sus leyes y de sus creaciones? ¿Puede creerse que Dios temió le comprendiese el hombre? que en la razón que tuvo para crear el universo ¿hay algún pensamiento indigno de su esencia?

Si todo esto es inadmisible ¿qué razón dar para decir que la razón está limitada en su ejercicio, para que no penetremos en lo más sublime del pensamiento divino?

Decidme, señor abate, ¿cuál es por fin la explicación razonable que puede impedir razonemos en la razón del Eterno?

-He ahí, dijo el abate, lo que es preciso creer por la fe, porque es imposible averiguar esa razón que buscáis. «Felices los que creyeron y no vieron», ha dicho Jesucristo.

Esta es la autoridad que nos ordena no pasar más allá.

-Dejemos los textos, señor abate, porque si sometemos nuestra razón a la autoridad escrita, nada avanzaremos. A este texto, podía deciros también lo que Jesucristo, revelando la luz con que todo hombre viene a este mundo, decía a la faz de los judíos espantados: «todos sois dioses, todos sois capaces de hacer iguales cosas y aun mayores que las que hace el Hijo de Dios, el Verbo hecho carne». (San Juan)

-Pero eso no niega que debéis someteros a la autoridad del derecho revelado, que os he expuesto.

-¿Cómo no lo ha de negar? Al decir tales cosas, proclamó de una manera indisputable que la razón o la luz de todo hombre, es la participación de la luz o de la razón del Creador.

De ese modo afirmó la independencia del pensamiento de todo hombre.

-Es verdad que en esas palabras se sanciona la independencia de todo hombre, pero la limitación de esa independencia está en las palabras que os he citado.

-¿Y cómo sabéis que esas palabras limitan la independencia?

  —201→  

-Porque el sentido común lo demuestra.

-Luego ese sentido común, ese fallo que yo llamo razón, es el que os hace afirmar tal cosa.

Luego vos mismo anteponéis la razón al texto; porque sin ella no podríais explicaros la interpretación que lo dais.

Y si por obra exclusiva de vuestra inteligencia deducís una limitación de tan sencillas palabras, ¿qué me diríais si yo dedujese otra consecuencia distinta?

-Os diría que errabais.

-¿Por qué?

-Porque lo que yo he deducido es lo mismo que han resuelto los concilios y la costumbre.

-¿Y quién dio facultad a los concilios para resolver tal cosa?

-El poder de la infalibilidad conferido por Dios.

-¡Oh! eso no es exacto. La infalibilidad y la limitación de la razón la habéis deducido vosotros de los textos del Evangelio, y esa deducción la habéis hecho porque así habéis pensado, porque así habéis razonado. Si habéis razonado, no ha sido por cierto en virtud de un privilegio, sino en virtud de la libertad que tenéis de razonar. Antes de adoptar esas interpretaciones, razonasteis; y antes de dar vuestro fallo, erais falibles y teníais la facultad de pensar sin limitación, porque tentabais nada menos que el explicar la razón que Dios tuvo para sentar tales principios.

Siempre, pues, tenemos de precursora la razón; y si la razón precede a todo juicio, y antes de ese juicio os considerabais falibles y con facultad de investigar, ¿de cuando acá se viene a negar la independencia del pensamiento? ¿Me diréis que solo aquellos hombres de los concilios tuvieron esa facultad? Establecéis en tal caso de hecho el privilegio de que otros piensen por nosotros, y esto es anticristiano y antievangélico.

Pues bien, yo con la misma facultad que los comentadores del Evangelio, juzgo que el juicio de ellos fue errado: que las palabras «Felices los que creyeron sin ver», no son la institución de la fe ciega, sino un consejo de virtud para los que sin alcanzar a darse cuenta de los hechos, creen en ellos por amor a la justicia.   —202→   Juzgo además que las palabras: «lo que ataréis en la tierra atado será en el cielo», no expresan la infalibilidad absoluta de los pontífices, sino la infalibilidad subentendida de atar lo que justamente fuese atado. Y aun más, de que ese poder le fue dado a todo hombre y no a San Pedro solo; porque el mismo Jesucristo ha dicho también: «todos sois dioses (entendiéndose al obrar en justicia) capaces de hacer iguales cosas y aun mayores que las que el Hijo de Dios ha hecho».

-Si desconocéis la autoridad del derecho revelado, si ponéis en duda el poder con que los santos padres han explicado las escrituras sagradas, es porque no sois cristiano, y a los sectarios del ateísmo o del deísmo no puede argüirse con los principios fundamentales del catolicismo.

Vos desconocéis la fe y pretendéis destruir el derecho de la Iglesia por fallo vuestro. No respetáis la autoridad de diez y ocho siglos: nada respetáis. Queréis penetrar en lo que nos es prohibido penetrar: yo no puedo desde luego discutir con vos.

-¿Me creéis ateo? ¿Me juzgáis deísta por mis opiniones? ¡a mí, señor, que adoro a Dios; a mí que gracias a él no tengo manchas que me hagan bajar la frente! Yo que admiro y respeto, que me humillo y me postro ante el Dios de la inmensidad; ¡que cumplo con sus mandatos amándole y amando a la humanidad! ¡oh! señor abate -exclamó Moyen lleno de unción y de ardor-; yo no soy lo que vos creís; soy cristiano, un sectario que defiende al Cristo de las calumnias que se le prodigan haciéndole responsable de las iniquidades de los hombres; no soy más.

-¿Sois cristiano y no os sometéis a la Iglesia? ¿cuál es entonces vuestro culto, el culto que tributáis a Dios?

-Para mí, Dios está en todas partes y en todas partes le adoro.

Cuando me paseaba por el mundo yo le adoraba en el templo de la naturaleza.

Cada objeto de la creación, cada arbusto, cada flor, cada montaña, toda la inmensidad que tenemos a nuestra vista eran para mí otros tantos toques de arrobación hacia la Providencia.

Mi pensamiento no ha encontrado límites al culto que debemos tributarle.

  —203→  

Hoy, que me encuentro privado de la luz y del espectáculo de la creación, adoro a Dios en el santuario de mi corazón; ¡este es el último templo en que el hombre adora al Dios de bondad y no de venganzas!... señor abate.

-¿Y cómo habíais de convenceros, cuando bajo todas sus faces no sois más que un hereje? -exclamó el jesuita, que comenzaba a indignarse del fracaso de sus esfuerzos.

-¿Pero convencerme de qué?

-De la santidad, de la divinidad de nuestra religión.

-Yo no niego esos atributos a la religión de la justicia, a la religión de Cristo.

-Pues si no los negáis, ¿por qué negáis la superioridad de la fe?

-¿De qué modo me habéis probado esa superioridad para que reprochéis una convicción no discutida?

-¿No os he demostrado lo que es el derecho revelado?

-No, señor abate, porque me habéis dicho que la fe me manda creer sin convencerme.

-¿Y pretendéis poner en duda eso?

-No solo lo dudo, sino que lo niego.

-Pues a esa negación es imposible contestar razonando, porque nuestro pensamiento se extravía.

-Y sin embargo, señor abate, vos me decís que no se puede razonar y razonáis al propio tiempo.

-Razono, para convenceros y nada más, y ese razonamiento se apoya en lo que ha resuelto la Iglesia.

-¿Pues que hacéis al hablar sino razonar? Para destruir la razón, razonáis, ¿no es esta la mejor prueba de la verdad de mi doctrina? Para imponerme la fe, hacéis uso de la razón, y sin embargo que ella precede a la primera, aun para vuestros fines, vos queréis subyugarla en mí. Para atacar la razón tenéis que razonar, y si alguna vez llegaréis a apagarla, el mundo sería un cadáver porque le quitaríais la palabra, la libertad, que es la personalidad de cada ser.

  —204→  

El abate se vio reducido a contemplar con lástima a Moyen.

Este había llevado la cuestión a un terreno tal, que el jesuita prefirió callar, porque se vio sorprendido con la nueva lógica del reo.

Los estudios que había hecho, no le habían prevenido contra tales argumentos, así fue que se resolvió a pintar a Moyen el resultado que le esperaba si persistía en sus doctrinas.

Dejó la vía del razonamiento en que se había comprometido, y procuró conmoverle hablándole a la sensibilidad.

Hubo un rato de silencio después del cual el abate volvió a dirigir la palabra a Moyen.

-Por lo que veo, mi amigo -le dijo el jesuita-, es inútil continuar disertando como lo hemos hecho, porque no saldremos de un círculo en que el pensamiento vaga.

Mirad la cuestión bajo otro aspecto.

¿Qué sacaríais con declarar la emancipación del pensamiento? Los resultados vienen a probar los beneficios que resultan de limitarlo.

Declarad la razón independiente, y de hecho caerá el orden social, porque la autoridad política perdería su fuerza, no habría un poder que limitase o contuviese las exigencias anárquicas de cada uno.

Pero contened esas exigencias, y entonces el orden continuará, habrá obediencia, y en la obediencia encontraréis la prosperidad pública.

Esto es lógico.

-Lógico realmente -contestó Moyen-, pero lógico para perpetuar el orden existente que reposa en el error y el mal.

-¡Qué! ¿no estáis contento con el desarrollo de las riquezas y la paz que reina?

-Prefiero la anarquía.

-Eso es monstruoso, señor Moyen.

-Nada de eso.

  —205→  

El mundo, señor abate, nos presenta un espectáculo elocuente de la necesidad que hay para desear un cambio en el orden actual.

En las sociedades se ve a la generalidad de los que la componen sufrir sin esperanza un yugo pesado que las degrada. Separemos nuestra vista si queréis, de esa porción que llamamos esclavos y cuya vida es la vida de la bestia: separemos la vista de esa porción que vive del trabajo cuotidiano y que después de dar su vida por un pan jamás llega a saber lo que es el hombre, su destino, sus derechos, ni a columbrar los rayos de la eternidad; separémosla aun de la indigencia y del dolor que alimenta a esas masas que pueblan el universo; separémosla de ese mundo especial, y detengámosla un momento en lo que es esa paz, ese bienestar a que aludís; ¿qué encontráis? Al hombre viviendo de la explotación del hombre; clases y privilegios que devoran el sudor del pobre, insultando a los cielos con sus actos crueles y crapulosos. Encontraréis una porción de seres que a medida que viven del fausto conseguido por medios nada honorables, no conservan en sus almas más que la última esencia de la corrupción. Autoridades absolutas, que pretenden derivar sus títulos de Dios para ejercer la venganza, y encharcar la tierra con pantanos de sangre humana. Encontraréis aun más; un fango de vicios y de mentiras, un lodazal de infamias y de depravación en donde la sociedad se revuelca con ansiedad buscando el placer, buscando el goce que cree oculto en los escombros de la prostitución. La religión calumniada, el derecho violado y en ese océano de crímenes la virtud maldecida...

-Basta, señor -interrumpió el abate-; basta, esas son fantasías; idealidades. El mal es patrimonio de este mundo y jamás lo destruiréis, porque aquí estamos para purificarnos y expiar nuestras faltas. Si no hubiese dolores, miserias, lágrimas, el mundo no sería mundo, sería gloria. Allá en los arcanos de Dios, solo podréis encontrar la solución de lo que buscáis; acá en la tierra nada se puede innovar, porque las sociedades han sido constituidas tal cual las habéis diseñado.

-Yo no haré ese agravio a Dios jamás, porque sus preceptos son para salvar las sociedades de ese estado, no para mantenerlas en él.

  —206→  

Si viese que fruto del Evangelio era el estado actual, entonces convendría con vos; pero veo que en ninguna parte se observa, y me corroboro cada vez más en mis ideas.

-¿Y de qué modo haríais practicar el Evangelio? ¿no veis que nuestra misión es predicarlo y enseñar su práctica?

-Esa es vuestra misión y la de todo hombre; sin embargo de que lo predicáis diez y ocho siglos ha, veo que la corrupción progresa.

-Progresa porque el pecado ataca nuestra obra.

-Decidme más bien, porque los medios que empleáis son malos.

-¿En qué os fundáis?

-En que no habláis a la razón de los que os oyen; en que lejos de predicarles el amor, les enseñáis el odio.

-¡Desgraciada de la humanidad si no tuviese el freno de la fe y de los castigos eternos!

-Pues más desgraciada no puede ser. Si empleaseis la razón en la educación, el hombre se convertiría; porque la verdad aparecería en todos; pero ella os quitaría también la autoridad absoluta que ejercéis.

El abate se resintió de estas últimas palabras de Moyen, y desesperando de la conversión se puso de pie violentamente, tomó su sombrero y le dijo por despedida:

-Prefiero cortar esta cuestión porque nuestras pasiones se exaltarían si continuásemos adelante. He cumplido con mi deber.

No he podido convertiros. Llevo este dolor en mi pecho. Hoy se os condenará irremediablemente con arreglo al derecho.

Se os enviará a morir en una hoguera; vuestros miembros sufrirán a pausas el efecto de las llamas; el tormento bastará para haceros desaparecer del mundo y lanzaros a las hogueras eternas del infierno.

Esto lo veo y lo siento; ¡pero qué hacer! ¡Adiós, hombre desgraciado!

Estas fueron sus palabras al salir del calabozo.

  —207→  

Moyen se estremeció al considerar lo que le esperaba, y lejos de desfallecer, respondió al abate que salía:

-¡Moriré dando testimonio de la verdad!



  —208→  

ArribaAbajoCapítulo XX

Una sesión secreta del tribunal de la Inquisición


La noche del día en que había tenido lugar la última de las conferencias, estaba destinada para el juzgamiento de dos reos: Salazar y Moyen.

El primero de estos juicios iba a ser privado. El segundo público.

El Tribunal se componía de siete miembros y había sido citado para las ocho y media de la noche con el objeto de sentenciar a Moyen en plena sesión. Para darle solemnidad al juicio, habían sido invitadas las comunidades religiosas y las principales dignidades del estado.

Pero antes de este juicio público iba a tener lugar el juicio privado de Salazar.

De él no iban a conocer sino las personas que tenían un interés personal: el abate González y el Inquisidor Mayor.

Con este motivo, a las siete y cuarto de aquella noche la sala del Tribunal estaba alumbrada por cuatro bujías. Sus luces eran veladas por pantallas negras adornadas con dibujos colorados.

Dos personas aparecían sentadas bajo el dosel. Estaban cubiertas con una especie de dominó negro, teniendo en la cabeza un bonete que remataba en punta, del mismo color.

  —209→  

En el pecho de aquella vestimenta se mostraba una calavera blanca y al frontis del bonete otra más pequeña.

El traje cubría completamente el cuerpo de pies a cabeza, dejando dos pequeñas aberturas a nivel de los ojos, con el objeto de poder ver sin que los que les mirasen se apercibiesen del movimiento de las pupilas.

Este era el traje de los jueces del Tribunal de la Inquisición.

Las dos personas que se encontraban bajo el dosel, conversaban en voz baja.

Aquello ofrecía un aspecto lúgubre y aterrante.

Tres golpes se dejaron sentir en la puerta principal. La conversación cesó entre las dos personas que estaban en la sala. El que ocupaba la silla de preferencia respondió a los golpes de afuera con otros tres que dio en la mesa con un pequeño martillo de marfil.

En el acto la puerta giró sobre sus goznes y por ella entraron dos hombres conduciendo de la mano a dos mujeres, que tenían los ojos vendados y desfallecían al andar. Los conductores las llevaron hasta colocarlas en los asientos que se encontraban sobre la plataforma, cerca del dosel; y enseguida se retiraron, cerrando al salir la puerta por la cual habían penetrado.

-¿En dónde estamos? -preguntó una de aquellas mujeres.

-Mamita no te separes de mí -dijo la otra-. Estoy muerta de miedo.

-No os asustéis, señoras -les dijo el abate levantándose de su asiento a quitar las vendas que cubrían los ojos de estas personas.

-¡Ay! -exclamaron las dos a un tiempo, al oír la voz de un hombre.

El abate se acercó, y quitándoles las vendas se retiró a su asiento. Las dos mujeres se horrorizaron al verse en aquel lugar; y por un impulso simultáneo se arrojó la una en los brazos de la otra, ocultando su cara la madre en el pecho de la hija y esta la suya en el de la madre.

Eduardo observaba por entre la careta esta escena; y conmovido al ver afligidas y asustadas a Margarita y a la madre, quiso hablarles:   —210→   pero el abate le impuso silencio con un signo. Eduardo no debía hablar, porque su voz era conocida. El papel que estaba obligado a representar era el de un mudo. El abate iba a hacerlo todo.

-No temáis nada, señoras -les dijo el abate.

En una hora más volveréis a vuestras casas.

Se os ha traído por suma necesidad para hacer efectiva la responsabilidad de un hombre que parece haber abusado del honor y reputación de ustedes, calumniándolas.

Queremos aclarar un hecho y nada más.

Las dos mujeres, levantaron entonces sus cabezas y esperaron con impaciencia salir de aquel misterio.

-Antes de proceder -les observó el abate-, es necesario cumplir con una fórmula del tribunal. Tenéis que prestar el juramento de estilo.

El abate y Eduardo se pararon, tomando el primero en sus manos el crucifijo que había sobre la mesa, y luego les leyó la fórmula que hemos dado a conocer en otro capítulo, reducida a no revelar nada de lo que pasase o viesen.

La madre y la hija se hincaron y juraron como se les mandaba.

Enseguida volvieron a sentarse.

-El Tribunal -dijo entonces el abate- se ha visto en la necesidad de saber la verdad de lo que hay entre la señorita Margarita y el señor Salazar. Este joven está preso por varias causas, y entre una de ellas se le imputa la de tener relaciones con la futura esposa del señor Inquisidor Mayor. El señor Inquisidor no ha querido entender en este juicio, porque le es personal, y nosotros que tenemos la obligación de velar por la moral pública, hemos creído necesario dar este paso, para cerciorarnos de lo que hay de efectivo.

Ahora que sabéis la causa por la cual habéis comparecido a este Tribunal, voy a proceder a interrogaros.

¿Conocéis al señor de Salazar?

-Sí le conocemos -respondió la madre.

  —211→  

-Permitid, señora -le advirtió el abate-, que vuestra hija sea la que conteste.

-Sí, señor.

El abate dio entonces dos golpes con el martillo y continuó.

-¿Lo habéis amado? ¿le habéis prometido ser suya? ¿le amáis aun?

-Nunca le he amado, señor -repuso Margarita-, siempre me ha causado fastidio por sus desmanes.

-¿Es cierto que vos autorizasteis al señor Inquisidor para que castigase al señor de Salazar por el último billete que os escribió?

-Cierto, señor.

-¿Y por qué autorizasteis al señor Eduardo?

-Porque va a ser mi esposo, y no tengo parientes que me venguen.

-Está bien -le dijo el abate-; y volvió a tocar por tres veces la mesa con el martillo poniéndoles antes las vendas a las dos mujeres.

A esa señal de los tres golpes, el carcelero abrió la puerta secreta y por ella introdujo a Salazar. Le colocó al frente de Margarita y se retiró volviendo a cerrar la puerta.

El abate se paró entonces, y quitando la venda a los tres reos, volvió a colocarse en su puesto.

Eduardo permanecía inmóvil esperando el estallido de este procedimiento, que el abate había preparado con sigilo para producir el efecto que deseaba.

Salazar había oído las respuestas de Margarita. El abate le había hecho colocar inmediato a la puerta secreta, que era en donde estaba sentada Margarita. Los dos golpes de martillo que dio al comienzo del interrogatorio fue para que el carcelero hiciese fijar el oído a Salazar.

Esas confesiones de Margarita le habían indignado, porque le habían descubierto la falsía de la mujer a quien amaba y por la cual se encontraba preso. Así fue que al encontrarse frente a frente de ella su semblante expresó cólera.

  —212→  

Margarita no pudo soportar la presencia de Salazar. Dejó caer la cabeza sobre el pecho doblegada por la vergüenza y el temor.

La madre asumió un rol de despecho o ira, y sin esperar un momento apostrofó a Salazar.

-Os encontráis, joven libertino, en manos de la justicia. Habéis tratado de deshonrar a mi hija calumniándola. Ya que estáis a mi alcance y no podéis abusar de la debilidad de una desgraciada mujer, respondedme: ¿quién os autorizó para escribir a Margarita aquel billete insolente que no se dirige sino a mujeres sin honor?

Margarita arrojó de soslayo una mirada suplicatoria a Salazar tratando de contenerlo en la respuesta; pero el joven estaba desengañado, ninguna influencia tenía en su corazón la mujer que antes amaba. Por eso, despechado, respondió a la madre:

-Escribí ese billete a Margarita, porque ella me había jurado un amor eterno, me había dado pruebas de ese amor; me pertenecía, señora.

-¡Esa es una calumnia infame!- exclamó la madre.

Margarita conoció que había llegado la hora de su perdición y que solo la audacia podía salvarla. A la exclamación de la madre, ella desmintió a Salazar diciéndole:

-Eso que dice este hombre es falso.

El abate vio que era preciso abreviar la discusión y arribar a la verificación de lo aseverado por Salazar. Se interpuso entre las recriminaciones diciéndoles:

-Procedamos con calma. ¿Cuáles son señor de Salazar las pruebas que poseéis para dar valor a vuestras afirmaciones?

-¿Me exigís las pruebas?

-Sí, señor.

-¿A presencia de la madre?

-Sí, señor.

Salazar dirigió entonces a Margarita la palabra.

-¿Por qué no confesáis nuestras relaciones?...

  —213→  

-Sois un deslenguado -le contestó esta con furor-; calumniadme miserable, cuanto queráis.

Los ojos de Margarita en aquel momento eran dos ascuas. Su semblante seductor se había transformado en una visión diabólica.

Eduardo observaba aquella escena sin perder un movimiento. Devoraba con su vista las gesticulaciones, los semblantes.

Salazar no podía ya volver atrás. Había establecido la acusación y nada le contenía para seguir insistiendo en ella.

-Margarita -le dijo-, estoy convencido que me mentíais cuando me jurabais amor. Mientras os creía, estaba resuelto a morir antes que acusaros. Hoy no tengo porque guardaros consideraciones.

Vos no sois la responsable de vuestra perdición. Voy a decirlo todo.

-Decidlo pronto -le dijo la madre con impaciencia-; decidlo para que se conozca la inocencia de mi hija.

Salazar, despreciando las insinuaciones que Margarita le hacía con la vista, de callar, continuó dirigiéndose a los miembros del Tribunal.

-Hace tres meses que esa joven me entregó su corazón.

Los detalles de lo que pasó cuando esto sucedió, los referí al señor Inquisidor Mayor.

Volveré a repetirlos.

Salazar hizo la historia entonces de aquel tiempo de amores, y siguió adelante.

-Últimamente, había quedado de ir a casa de ella con el señor Eduardo; pero Margarita me dio una cita a la plaza del Acho y allí me suplicó, me exigió no cumpliese lo convenido con el señor Inquisidor, jurándome era falso que lo amase.

-Todo eso que estáis diciendo es un cuento -interrumpió la madre-, un cuento; porque mi hija no se separa de mí, ni nunca recibe a solas.

-¿Nunca? ¿que hacéis a las oraciones? -le interrogó Salazar encarándose a la madre.

  —214→  

-A esa hora duermo la siesta y mi hija también.

-Pues a esa hora es cuando vuestra hija recibe.

-¡Esto es demasiado! -exclamó la madre-. ¡Cómo se abusa de la debilidad de la mujer! Es falso, señor.

-Pues probadlo, señor Salazar -le interrumpió el abate.

Margarita levantó su rostro bañado en lágrimas, último recurso a que apela la mujer cuando le faltan razones con que defender su conducta, y dijo a la madre:

-Dejad que crean lo que quieran, mamita; yo cargaré con todo. ¿Qué me importa que me acriminen cuando mi conciencia está tranquila? Nada de lo que dice ese malvado es cierto. Vámonos, será mejor.

-Nada de eso, señorita -observó el abate-. Es necesario que conozcamos la verdad de lo que acabamos de oír. De ese modo quedaréis más contenta, porque lograréis vindicaros, con tanta mayor facilidad, cuanto que sois inocente, según lo afirmáis.

Y sin detenerse el abate, interrogó a Salazar.

-¿Tenéis pruebas para no resultar calumniador?

-Las tengo en mi casa.

El abate estaba prevenido para cortar todas las salidas que importasen evasión. El secreto de las confesiones le había indicado el lugar en donde Salazar ocultaba sus cartas con Margarita, y prevalido del poder inquisitorial se había apoderado de los papeles del reo. Por eso, al oír que Salazar aludía a esas cartas, el abate se levantó de su asiento, abrió una carpeta y dijo al amante, señalándosela:

-Tal vez las pruebas que necesitáis son estos papeles.

Salazar corrió sorprendido a ver los papeles, y reconoció que ellos eran la correspondencia de Margarita

-Sí, señor, era lo que necesitaba. ¿Pero cómo es que esas cartas se encuentran aquí?

-No podéis averiguar eso. Servíos de ellas si queréis y si no [re]nunciad a vuestra justificación.

  —215→  

Salazar se quedó pensativo. Las dos mujeres se empinaron a ver lo que eran aquellos papeles; pero el abate los cubrió con la carpeta. Salazar entonces los tomó y dijo:

-He ahí las pruebas.

-¿Cuáles son? -preguntó la madre.

-Estas cartas, señora -repuso el abate.

La madre y la hija se precipitaron sobre los papeles, vieron las cartas y se quedaron heladas.

-¿Son vuestras esas cartas? -preguntó el abate a Margarita.

-No lo son -contestó la joven-, y se retiró confundida a su asiento.

La madre quedó muda al oír que la hija mentía.

-¿Qué decís a ello, señor de Salazar? -repuso el abate.

-Haced que escriba la señorita para ver si es o no su letra igual a la de las cartas.

Margarita agachó la cabeza y contestó con el semblante del culpable:

-No sé escribir.

-¿Es verdad señora? -se le preguntó a la madre.

-Yo no sé nada, que conteste ella.

A esto sucedió un momento de silencio.

Se había llegado a un punto en que las pruebas escritas no se sabía si eran pruebas, a pesar de que la conciencia estaba convencida de la verdad de los cargos de Salazar.

Salazar estaba aturdido, Eduardo abismado.

El abate se sonreía bajo la careta, y a fin de acabar aquella conferencia, se resolvió a hacer uso de otras armas peores, que aun tenía reservadas.

-No me ocultéis nada, señorita -dijo el abate-; porque todo lo sé.

-He dicho la verdad, contestó Margarita.

-Pues bien, variemos de punto y contestadme a las informaciones que he recibido del Santo Oficio. ¿Qué edad tenéis?

  —216→  

-Tengo 16 años.

-Tenéis 18 -repuso el abate.

Margarita sintió esta rectificación como si le clavasen una saeta. Y sumamente enfadada volvió a repetir:

-Diez y seis solo.

-¿No queréis confesar tampoco esta verdad? bien, vamos adelante.

¿Qué os sucedió el 15 de febrero de 1744 a las siete de la noche?

-Nada.

-¿Nada? ¿No estuvisteis en aquel día y a esas horas con don Pedro Urcullo?

Margarita se sorprendió altamente.

-¿Quién es este hombre, qué sabe?... -murmuró la hija aterrorizada de tener por delante un juez que conocía su vida licenciosa. Pensó era preciso usar de algún ardid para cortar la investigación, y asumiendo el papel de una persona que se exalta, respondió a la pregunta del abate:

-¡No me nombréis a ese! -exclamó Margarita.

-¡Fue vuestro primer...!

-¡Silencio por Dios! -volvió a gritar-, ¡silencio!

¿Quién sois vos para mortificarme así?

-Yo soy un instrumento de Dios encargado de castigar los crímenes. Confesad si son ciertas las cartas que aquí están y silenciaré lo demás.

-¡Esas cartas no son mías; pero guardad silencio!

Margarita ocultaba la cara entre sus manos y pedía el silencio para su pasado. La voz del abate le estremeció, porque le descubría sus faltas secretas.

-¡Silencio, señor!

-Hablad la verdad entonces.

-La he dicho ya.

  —217→  

-Pues si persistís en negar, os recordaré al señor Castro; lo que os pasó con él el 4 de junio del mismo año.

Margarita se retorció los puños, sintió caer sobre sí otra acusación.

-Yo no puedo soportar más -dijo entre dientes, dejando caer sobre el respaldo de la silla su semblante, revestido de una palidez mortal.

¡Me muero!... -y al pronunciar estas palabras quedó en un letargo; parecía desmayada.

-¡Sois muy crueles! -exclamó la madre-, ¡sois muy crueles!

Ved lo que hacéis con mi hija inocente...

La madre se arrojó sobre su hija para socorrerla, Eduardo quiso volar en sa protección, pero el abate le contuvo.

-Dadle un poco de agua y se le pasará -dijo el abate-; y acercándose al oído de Eduardo le agregó en secreto:

-Esto está concluido; nada más se puede adelantar.

¿Os habéis convencido de ser verdad la acusación de Salazar?

-Ella lo ha negado y nada puedo decir.

-Pues me obligáis a daros otra prueba. Esperad hasta mañana.

-Haced despejar la sala.

En el acto vendaron los ojos a los reos, y llamando con el martillo, se presentaron tres empleados del tribunal, que recibieron la siguiente orden.

-A las señoras que vayan libres a su casa, y al señor que vuelva al calabozo.

La orden fue ejecutada, y el salón quedó despejado.

Eran ya las ocho y cuarto de la noche y el juicio de Moyen debía principiar.



  —218→  

ArribaAbajoCapítulo XXI

Un juicio público en el tribunal de la Inquisición


Un cuarto de hora después de la salida de Margarita, la sala del Tribunal presentaba un espectáculo enteramente distinto. Las siete sillas que había sobre la plataforma, estaban ocupadas por los siete jueces del Santo Oficio, vestidos en la propia forma que lo estaban según lo hemos dicho en el capítulo anterior. Los bancos de la sala se encontraban ocupados por las órdenes religiosas y autoridades civiles, que habían sido invitadas para asistir al juicio. Entre estas personas se notaba, en un extremo de la sala, a un hombre que parecía preocupado con alguna idea. Era Rodolfo, que como juez civil, concurría a presenciar el juicio de Moyen. En cada esquina de aquella sala, había un candelabro, y una grande araña de plata en el centro, que alumbraban aquel recinto. Sobre la plataforma se distinguían los bultos negros de los jueces. El centro de la sala estaba vacío, pero se notaba un banco que parecía aguardar a algún individuo, era aquel el banco destinado a los reos. Nadie hablaba, todos esperaban algo. En esto se dejó oír el sonido de una cadena que marcaba los pasos de un hombre. Al momento todos fijaron sus miradas en la puerta del frente. Allí apareció un individuo, que se apoyaba en los brazos de dos hombres, traía atada al pescuezo la punta de la cadena que llevaba en el pie izquierdo. Era Moyen que comparecía a defenderse. A la presencia de este hombre, Rodolfo se estremeció, sintió correr   —219→   por sus venas una especie de frío, producido por sus sentimientos humanos. Moyen siguió andando en medio de aquel silencio con la pausa del que se ve agobiado por multitud de dolores. Su larga cabellera mostraba ya algunas madejas blancas, nacidas en la prisión, que caían en desorden sobre su frente. Un paño oscuro lo privaba el ver por donde marchaba. Venía cubierto con una capa de paño azul. Los conductores se detuvieron al llegar al banco de los acusados y le sentaron. Moyen se sintió solo, pero la resignación que tenía hacía que nada le causase sorpresa ni temor. Se sentó y esperó. Entonces uno de los conductores le quitó el paño oscuro de los ojos, y el reo vio con admiración el espectáculo que presentaba el Tribunal. Paseó su vista por las bancas de los concurrentes, y con gran calma volvió a fijar sus grandes ojos en los jueces que había sobre la plataforma. El silencio era profundo. Entonces se levantó de su asiento el último de los jueces y saludando con una venia al Inquisidor Mayor, que estaba bajo el dosel, dijo:

-«Con el permiso de los señores inquisidores apostólicos instituidos contra la herética gravedad y apostasía en la ciudad de los Reyes y provincias del Perú, pasó a dar instrucción de la causa criminal de fe, que ante nos ha seguido contra el hereje Francisco Moyen, acusado de los crímenes que se expresan en las acusaciones hechas por el señor Promotor Fiscal»4.

Enseguida continuó este hombre haciendo una relación exacta de la causa que tenía a la vista.

El Tribunal y el auditorio escuchaban con las cabezas agachadas. Moyen mantenía su frente levantada, y de cuando en cuando se sentía el ruido de las cadenas por algún movimiento de su cuerpo. El juez hacía resonar su voz fuerte leyendo con fervor los escritos que obraban en autos. Llegó al lugar en que se encontraban las pruebas, y aquí fijaron todos su atención con singularidad.

Concluida la lectura de las pruebas, el que hacía de relator, exclamó.

-¡Está convicto y confeso!...

  —220→  

Todos miraron al reo con el semblante encendido en cólera. El reo les contestó con una mirada serena y altiva. Rodolfo lanzó un suspiro silencioso. Aquel hombre sufría.

El relator continuó leyendo hasta que llegó a la conclusión, en la cual se pedía la aplicación de la pena de muerte, de una muerte ejemplar, y pública.

La conclusión del escrito del acusador era ardiente y terrible, hecha con todo el calor del hombre que se cree encargado de vengar a Dios en la tierra. El auditorio se mostró contento del trabajo del acusador, porque sintió expresar, que respondía a la voz de sus conciencias y de sus creencias. El relator una vez que hubo concluido, se sentó en su silla.

El silencio volvió a aparecer. La vista de todos se encontraba fija en Moyen, esperando que se defendiera. En este intervalo, el Inquisidor Mayor interrumpió el silencio con estas palabras:

-Podéis defenderos, señor Moyen, sin atacar la religión.

Moyen se puso de pie, acompañando el movimiento de su cuerpo con el ruido de la cadena. Se pasó las manos por el cabello echándolo hacia atrás. Paseó su mirada tranquila por todos los bancos de los concurrentes; y enseguida con voz serena, dio principio a lo que en aquellos tiempos se llamaba una defensa.

-Señores jueces inquisidores: sin otro auxilio que el de mi razón, sin otra guía que la de mi conciencia, levanto mi voz ante las autoridades que me rodean para proclamar la verdad a despecho de los tormentos y de la muerte que estoy resignado a sufrir.

¿Y cómo no proclamarla, cuando el crimen que se me imputa, por el cual se pide la inmolación de este cuerpo, no es otro que el sostener la verdad?

No soy el hombre de la inmoralidad, de la blasfemia, de la sedición como se me acusa. Soy en este momento el hombre elegido por la Providencia para vindicarla, con la abnegación de mí mismo, defendiendo la justicia de la humanidad inmolada por las pasiones, el error y la superstición.

Si los pueblos hubiesen estado condenados a buscar la verdad en el testimonio de los hombres, Sócrates no habría proclamado   —221→   un Dios único en medio del paganismo. Platón habría sido una nulidad. Jesucristo habría dejado de ser un hijo del Eterno.

El juicio del mundo habría sido siempre la expresión del error. Es por esto, que al pedírseme la defensa de mis principios, no voy a valerme de otra inspiración, de otras fuentes de luz, que de las verdades reconocidas por mi razón.

Y antes de todo permítaseme ocuparme de una cuestión previa, que hasta cierto punto es la verdadera cuestión.

¿De qué se me acusa?... de crímenes se ha dicho; de crímenes cometidos por mí. Al oír esta palabra crimen, mi pensamiento se ha detenido, he vuelto mis ojos hacia mí, he examinado mi conciencia, y no he encontrado aceptable una ofensa prodigada sin más valor que el de la calumnia.

El Inquisidor Mayor al oír esta frase, tocó la campanilla y llamó al orden al reo.

-Podéis defenderos, pero no clasificar el juicio del señor acusador.

-Yo no injurio, no hago más que dar el verdadero nombre a las mil injurias que se me han hecho.

-Obedeced -repuso el Inquisidor-, y si no se dará por concluido el juicio.

Moyen hizo un gesto de cólera y de impotencia al contestar.

-Comprendo, señores jueces, que no es en la tierra en donde por ahora debo encontrar el reconocimiento del derecho. Obedeceré. Día vendrá en que la humanidad considere un sueño la edad de los siglos en que vivimos.

El reo meditó un momento y luego continuó su defensa.

-Se me acusa de criminal. ¿Y en dónde está el crimen? ¿Quién se atreve a adjudicar tal nombre a la opinión de un individuo? Para que haya crimen es preciso que haya intención de dañar, obrar en contra de sus convicciones. Pues bien ¿quién ha sondeado mi pensamiento para saber que mis principios son contrarios a mi conciencia?

¿Con qué autoridad se viene a interpretar lo que dentro de mí   —222→   pasa? El pensamiento es libre como toda emanación de Dios, y lo proclamo bien alto, porque esa es la base de mi defensa.

Los jueces y el auditorio se conmovieron al escuchar estas palabras. Se miraron unos a otros como si se preguntaran si aquello no era una blasfemia. Solo Rodolfo parecía aprobar con su semblante aquella proposición.

Moyen seguía adelante. Tenía levantado el brazo derecho y la fisonomía inspirada.

-Dios no nos ha obligado a creer por la fuerza -continuó-; la religión de Dios es la religión de la verdad comunicada por medio de la razón.

«Quien quiera sígame», ha dicho el Cristo, y no: seguidme. Ha dejado a cada cual la libertad de seguirle. Y si Dios, de quien vosotros os llamáis encargados, deja al arbitrio del pensamiento el obrar del modo que uno quiera, ¿con qué derecho, de dónde sacáis autoridad, poder mayor para reprimir, encadenar, destruir lo que el mismo Dios ha creado? ¡El pensamiento es libre! he aquí señores jueces el principio que determina mi inculpabilidad.

-¡Blasfemáis! -exclamaron los jueces-, ¡blasfemáis! desconociendo la autoridad de los encargados de conservar la fe.

-Blasfemaría -repuso Moyen-, si reconociera la autoridad que mi conciencia rechaza.

Los concurrentes, excepto Rodolfo, se levantaron de sus asientos lanzando un grito de reprobación.

-¡Castigad al reo! ¡es hereje!

Moyen recorrió con su vista a los que le querían tan mal.

Esperó que hubiese un poco de silencio, y tan pronto como la calma volvió, respondió con un tono insinuante y la frente tranquila.

-Parece, señores, que os temieseis a vosotros mismos, de que vuestra razón os alumbrase, de que yo os convenciese de algún error. ¿Por qué me queréis negar el derecho a hablar? ¿son acaso el apoyo de la autoridad que defendéis, esas voces de castigo que oigo? ¿queréis convencer al cuerpo o al espíritu? Si tenéis conciencia de que yo me equivoco, ¿a qué pedís tormentos para la   —223→   materia? si lo contrario ¿por qué no me decís: he aquí la razón de vuestro error?

A la verdad no se teme, se la busca, se la acata.

El Inquisidor Mayor contestó entonces con gravedad:

-Nuestra autoridad emana del poder infalible de los papas.

Vos no venís a discutir, ni a poner en duda lo que está reconocido y sancionado.

El derecho de defensa que se os concede no os autoriza para escandalizar con la ostentación de doctrinas que están reprobadas.

Con que así, podéis continuar, sin olvidar la amonestación que os acabo de hacer.

Moyen se quedó pensativo, mirando con fijeza al que le dirigía la palabra.

-Bien lo presumía -repuso el reo con ese aire de dolor y de firmeza que se advierte en los grandes genios-; bien lo presumía de que me impediríais el defenderme; por que mi defensa iba a ser la defensa de la verdad, y la verdad para que triunfase tenía que derrocar todo ese fantasma de abusos y de barbarie en que descansa la autoridad de los falsos cristianos, de vosotros, ministros de...

Estas palabras de Moyen fueron interrumpidas por un grito general de reprobación:

-¡Ese hombre es un demonio! ¡castigadle! ¡castigadle!

El tumulto aumentaba, hasta que la campanilla del Inquisidor llamó al orden. El silencio se restableció y luego dijo:

-Suplico a la ilustrada reunión que está presente, guarde completo silencio; pues aun cuando es muy laudable el fervor religioso que manifiesta, nuestra institución prohíbe el uso de la palabra a los que no son miembros del Santo Tribunal.

Y luego se dirigió al reo, que permanecía de pie contemplando con los brazos cruzados la concurrencia.

-Vuestras últimas palabras comprueban de un modo evidente lo criminal que sois.

  —224→  

Por compasión se os permitió que comparecieseis a implorar perdón; pero estáis poseído del espíritu maligno; por eso abusáis de las consideraciones que se os guardan. Para dar una prueba más evidente de nuestro amor por la salvación de las almas, voy a haceros algunas preguntas que servirán de conclusión a este juicio.

-¿Me negáis el derecho de defensa? -preguntó Moyen.

-Vuestra defensa está reducida -contestó el Inquisidor-, a pedir perdón de vuestras faltas y a retractaros de los errores que profesáis.

-¡Esa no es defensa! -exclamó el reo con calor y animación.

Mi conciencia no me acusa de faltas que haya cometido.

Mis principios no los he expuesto aun, no los he demostrado, ¿de qué pido perdón entonces? ¿de qué errores me arrepiento? ¿queréis lanzarme a las hogueras sin oír, sin permitir el defenderme?

Eso es atentatorio y cruel.

-Pues tenéis que conformaros con ello -repuso el Inquisidor-; porque entre los católicos no se permite discutir nuestras creencias.

Lo que nos interesa saber es si persistís o no en vuestras opiniones.

Si persistís, sois reo de hecho; y si no, otra suerte os espera.

-Señores jueces: es imposible -contestó Moyen.

En ningún texto divino, en razón alguna, ni creencia cristiana, podéis encontrar apoyo para condenarme sin oírme.

La religión que os autoriza para ejercer el poder que ejercéis, nada extraño es que os faculte también para ser los representantes de una tiranía infernal.

Al oír el auditorio esta frase, estalló como un volcán. Las preocupaciones, el fanatismo, dominaron a aquellas personas y exclamaron, en tumulto:

-¡No más consideraciones! ¡Es un hereje! ¡Muera el impío!

  —225→  

Moyen les miraba con altivez y escuchaba con calma aquellos dicterios.

Dos padres dominicanos, llevados de su ardor religioso, no se limitaron a proferir amenazas, se abalanzaron sobre el reo en actitud de despedazarle.

En esto un hombre se pone de por medio, detiene a los frailes y salva a Moyen de aquel ultraje.

El auditorio y los jueces se quedan abismados de este acto. Reconocen a Rodolfo, defendiendo al reo.

-¿Qué vais a hacer? -les dijo Rodolfo.

-A castigar la herejía -le responden-. Ha blasfemado.

-Castigadle si queréis, pero sin abusar de la debilidad de este desgraciado.

Eso es indigno.

El Inquisidor Mayor se levantó de su asiento al presenciar esta escena, y sin considerar a Rodolfo por su acción noble:

-Silencio señores -dijo-; ¡silencio! Señor Rodolfo retiraos a vuestro asiento sino queréis caer en anatema.

Rodolfo estaba conmovido, irritado, y al oír aquella amenaza, respondió:

-Siempre que se trate de evitar un crimen, yo haré lo posible, aun cuando se me crea criminal.

-¡Retiraos, señor! -volvió a mandarle el Inquisidor.

Rodolfo se volvió a su asiento con continente digno.

Moyen siguió con la vista a aquel hombre, y su alma respiró al encontrar en aquella concurrencia un corazón noble.

A esta escena siguió un momento de silencio.

El Inquisidor lo interrumpió con las siguientes palabras:

-Este juicio está concluido.

El reo está convicto y confesó.

Vamos a fallar.

  —226→  

Moyen volvió entonces a hablar:

-Me vais a condenar, siendo inocente.

Voy a morir por la libertad del género humano, vinculada en las verdades que sostengo. Este tribunal me niega el derecho de defensa; apelo a Dios de tamaño ultraje, y ante él os hago responsables del crimen qua cometéis. Sois unos asesinos.

Os perdono...

Moyen tuvo que interrumpir su frase por el nuevo estallido de las preocupaciones.

Su voz se perdió en el tumulto de las declamaciones e improperios con que cada cual procuraba satisfacerse a sí mismo, al lanzarlos a Moyen.

El reo no pudo seguir y se sentó con serenidad.

La gritería fue calmando hasta que la voz del Inquisidor se dejó oír con estrépito:

-Señores: podéis retiraros, porque el Tribunal va a sentenciar.

Las comunidades principiaron entonces a salir, haciendo un saludo al desfilar ante el dosel donde estaba el Inquisidor Mayor. Tras de las comunidades siguieron las corporaciones civiles, haciendo igual cortesía, excepto Rodolfo que pasó derecho.

El Inquisidor se fijó en Rodolfo.

La sala quedó despejada. Moyen permanecía aun en su asiento, observando con grande aplomo a los concurrentes que se retiraban y se santiguaban al pasar por su lado. Una vez que los jueces se encontraron a solas con Moyen, el Inquisidor Mayor volvió a dirigirle la palabra.

-Antes de hacer recaer sobre vos, señor Moyen -le dijo-, el rigor de la ley, por conmiseración y lástima os aconsejo y pido en nombre de Dios, que renunciéis a vuestras ideas y reconozcáis la fe católica.

Moyen no se inmutó, al oír este nuevo género de procedimiento que se empleaba, y contestó con gravedad:

-Mis ideas no son mercancía, son mi conciencia y mi honor. ¿Cómo queréis que renuncie a ellas?

  —227→  

-Nadie os exige renunciar al honor; pero sí que sacrifiquéis vuestras creencias a la fe -repuso el Inquisidor.

-¿Es acaso obligatorio el hacer lo que me exigís?

-Es obligación, y por eso se os manda que renunciéis.

-La religión de Mahoma exige también, como la vuestra, seguir la fe como vos lo exigís.

-Pero aquella es la religión de un falso profeta y la nuestra no.

-¿Y qué razón daríais para resistiros si un mahometano os tuviese en la cárcel porque no seguíais su fe?

-Le diría que no podía exigir tal apostasía de un católico.

-Pues entonces, ¿por qué exigís de mí lo que reprobáis, lo que negáis pueda exigir de vos el sectario de otra religión?

-Porque yo os hablo a nombre de Dios.

-Eso no me lo habéis probado, y cual otro sectario de un profeta falso, me mandáis creer sin convencerme. Haced esto último, convencedme y entonces tendré a honra renunciar mis creencias.

-Volvéis a discutir, señor Moyen, y esto os es prohibido. ¿Os retractáis, sí o no?

-No.

-Repetid vuestra resolución.

-No.

-No culpéis de vuestra muerte a los ejecutores de la ley. Nuestra misericordia no puede libertaros.

Moyen se puso de pie entonces, y en actitud resuelta e inspirada dijo al Tribunal:

-Vais a fallar y a condenarme a muerte; vais a cometer un crimen. Sé que ese crimen lo apoyaréis en autoridades; pero jamás, en la ley divina, porque es defendiéndola que voy a ser sacrificado. Hoy vuestro fallo será aplaudido, pero mañana el mundo maldecirá vuestro poder y vuestros nombres. La sangre derramada por el abuso, será rescatada con la sangre de los que han ejercitado una autoridad de exterminio para la humanidad. El absolutismo   —228→   os llevará a despertar los pueblos del letargo en que se encuentran y la libertad del género humano será la consecuencia de tanta barbarie entronizada para tiranizar a los hombres.

Los jueces se horrorizaron al oír estos pronósticos. Quisieron imponer silencio al reo, pero la actitud de Moyen les impuso a su vez, y hasta cierto punto les dominó.

-Eso que decís es importuno y agraviante -le dijo el Inquisidor-. El juicio está concluido.

-El juicio estar concluido -repuso Moyen-, concluido ante vosotros, pero abierto ante la posteridad y Dios. La sentencia que vais a pronunciar, será la cabeza del proceso que la historia os forme.

Ante esa posteridad, ante ese Dios a quien vejáis, ante ese monumento de justicia que llamamos historia, es a quien entrego mi defensa. Ella sabrá decir si mi muerte es producida por un crimen o por amor a la verdad; ella dirá también si yo soy criminal o vosotros; ella en fin, recogerá nuestros nombres y sabrá cuáles han de entregarse a la infamia eterna o a la gloria. El juicio está concluido, pero...

El Inquisidor tocó la campanilla y mandó guardar silencio al reo. Moyen se detuvo al verse interrumpido. Quiso continuar, mas ya era tarde; porque los jueces se pararon de sus asientos y dos agentes del Santo Oficio le vendaron los ojos. Moyen se encontró a oscuras y arrastrado de los brazos por dos hombres que le sacaban con lentitud de la sala. Cinco minutos después, Moyen se encontró en su calabozo a solas.

Luego que el reo salió, las puertas de la sala fueron cerradas, y el Tribunal volvió a ocuparse de la causa de Moyen, para pronunciar la sentencia. Uno de los jueces se acercó a la mesa y la redactó, los demás continuaron en silencio. Luego que acabó de escribirla, avisó a los jueces que había concluido.

-Leedla señor -le dijo el Inquisidor Mayor.

El juez acercó una de las bujías, y leyó la sentencia que estaba redactada en los términos siguientes:

«Vistos: por nos los Inquisidores apostólicos la herética pravedad y apostasía, en esta ciudad de Reyes y provinciales del Perú   —229→   por autoridad apostólica, juntamente con el ordinario de este Arzobispado de Lima, un proceso y caso criminal de fe, que ante nos ha pendido y pende, contra el reo Francisco Moyen nacido en Burdeos, provincia de Francia, etc., etc.

El juez siguió leyendo a continuación los fundamentos de la sentencia, que eran ajustados a un modelo que tenía a la vista. Concluidos estos, siguió del siguiente modo:

«Y habido nuestro acuerdo
y
deliberando con personas de letras,
y rectas conciencias.
Cristi nomine invocato.

»Fallamos atentos los autos y méritos de dicho preso, el dicho Promotor Fiscal haber probado su intención, según y como probarle convino para que el dicho hombre Francisco Moyen sea declarado por hereje; pero queriendo nos haber con él benigna y piadosamente y no seguir el rigor del derecho, por algunas causas y justos respetos que a ello nos mueven, en pena y penitencia de lo que por el fecho, dicho y cometido, le debemos mandar y mandamos, que salga en auto de fe público, estando en forma de penitente con San Benito a media aspa, coraza, soga al cuello, mordaza, y una vela de cera verde en la mano donde le sea leía esta nuestra sentencia con méritos y por la vehemente sospecha de que su tenacidad puede escandalizar al público, le mandamos abjurar y que abjure públicamente los errores que el dicho proceso ha sido testificado y acusado, ad cautélam sea gravemente advertido y reprendido; y lo condenamos en confiscación de todos sus bienes que aplicamos a la Real Cámara y Fisco de su Majestad y en su real nombre al receptor general de este Santo Oficio; y si abjurase sus errores le desterramos de nuestras Américas e islas adyacentes, sujetas a la corona de España perpetuamente y de la Villa de Madrid, Corte de su Majestad, por diez años, los cuales cumplirá en uno de los presidios de África, Orán, Ceuta o Melilla o en la casa de penitencia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Sevilla a arbitrio del Ilustrísimo Señor Inquisidor General y señores del Supremo Consejo de la Santa Inquisición, a cuya disposición será   —230→   remitido en partida de registro; y por espacio de diez años, confiese y comulgue las tres pascuas de cada año, y todos los sábados del mismo tiempo, rece una parte del rosario a María Santísima; y que al día siguiente de dicho auto salga a la vergüenza pública por las calles acostumbradas, en bestia de albarda con las mismas insignias a voz de pregonero que publique su delito, mas si no abjura, mandamos sea pulverizado en la forma y modo que se acostumbra en iguales casos; y por esta nuestra sentencia definitiva juzgando, así la pronunciamos y mandamos etc., etc.».

Luego que el juez hubo concluido de leer la sentencia, la pasó al Inquisidor Mayor para que la signase.

El Inquisidor tomó una pluma e hizo un signo; los demás jueces hicieron lo mismo, variando cada uno el signo que remplazaba la firma.

Nadie puso dificultad y todos aprobaron aquella sentencia con una sangre fría sin ejemplo. Concluido esto, el Inquisidor Mayor dijo:

-Podemos retirarnos. Hemos concluido el trabajo de hoy.

Los jueces se despojaron de sus ropajes y se retiraron a sus casas, convencidos que habían hecho un servicio a la religión con el paso que acababan de dar.



  —231→  

ArribaAbajoCapítulo XXII

La evidencia del vicio


La sentencia que el Inquisidor Mayor acababa de firmar, lo dejaba tranquilo en cuanto satisfacía las exigencias de sus creencias católicas; pero su espíritu quedó atormentado y en lucha abierta con las pruebas que había recibido en la sesión secreta, en la que Margarita fue acusada por Salazar.

La noche la pasó en un estado febril, esperando con impaciencia la cita que le había dado el abate González, para presentarle una prueba más evidente de la culpabilidad de la futura esposa.

La tarde del siguiente día al del juicio, comenzó a caer. Eduardo al sentir la campana del reloj que daba las ocho de la noche, se puso su sombrero, cubriose con la capa y se fue al convento de San Pedro en busca del abate.

La hora que Eduardo ansiaba, la deseaba también Margarita. El motivo que impulsaba a ambos era diferente.

Margarita había pasado el día encerrada en su habitación, triste con el recuerdo del juicio secreto y las reconvenciones de la madre; mas luego que la noche llegó, salió a la sala de recibo, sin arreglarse, y se sentó con un semblante melancólico y sin hablar palabra, en uno de los sofás.

  —232→  

Al toque de las ocho, Margarita se puso de pie, se dirigió a su aposento y se cubrió con un pañuelón. Enseguida se presentó a la madre, y lo dijo:

-Voy a visitar a Rosita, ¿me da usted permiso?

-¿Quién te acompaña? -le interrogó la madre.

-Rafaela (era una morena sirvienta) -le contestó.

-Anda y vuelve temprano.

Margarita se acercó a la madre, le dio un beso en la mejilla y se marchó.

La joven, en cuanto puso el pie en la calle, se olvidó de lo que la entristecía, y con paso rápido se dirigió a la plaza principal. Luego que allí llegó, preguntó a la morena:

-¿Es aquí dónde debemos esperarlo?

-Sí, mi amita.

-Observa bien; cuida si pasa el señor de Castro.

Margarita y la criada se sentaron entonces en unos bancos de madera que allí había y se pusieron a observar a los que pasaban. En esto atravesaron junto a ellas dos hombres cubiertos con sus capas; miraron con atención y pasaron. Margarita se cubrió completamente con el pañuelo. Estos dos hombres siguieron su camino hasta ponerse tras de las sólidas pilastras de los arcos de los portales observando a aquellas dos mujeres. Las dos seguían esperando. Pasaron algunos curiosos y apenas se fijaron en ellas. Alrededor de la pila se divisaban algunas mujeres solas, que andaban con paso tranquilo, y jóvenes que parecían buscar algún entretenimiento. Entre aquellos jóvenes, Margarita vio acercarse un encapado. Ella le quedó observando; el joven se detuvo frente a ella, y sin hablar una palabra sacó un pañuelo del bolsillo, lo desenvolvió y se quedó con él en la mano. La criada Rafaela se puso de pie al ver la señal y se acercó al joven:

-¿Es usted el señor de Castro?

-Sí.

-Descúbrase usted.

  —233→  

Castro bajó el embozo de la capa, y la criada lo reconoció.

-Aquí está la señorita -le avisó Rafaela.

Castro avanzó entonces y se sentó al lado de Margarita.

-¿Mucho os he hecho esperar, mi amor? -le interrogó este.

-No, acabo de llegar no hace mucho.

Uno de los encapados que estaba en el portal, dijo al otro:

-Ya veis, acaba de acercársele un joven.

El otro encapado suspiró y nada respondió.

-Este lugar está muy frío -dijo Castro a la joven-, ¿vamos a una pieza cómoda?

-¡Jesús! -le contestó la joven-, ¿a dónde me queréis llevar? ¿será dónde estuvimos el lunes?

-No, amor mío, es a otro lugar más seguro.

-¿A qué parte?

-A una casa en donde todo el que quiere encuentra habitación sin que nadie moleste.

-¡Y qué gente irá allí! ¡no, por Dios!

-Pierda usted cuidado, yo le respondo de su seguridad.

Vamos.

Margarita miró a Rafaela y esta le hizo señas de que fuese.

-Vaya con usted -le dijo-, la niña es capaz de hacer conmigo lo que quiere.

Castro se levantó del asiento y tomó de las manos a Margarita para pararla.

-Es usted muy lizo -le dijo Margarita, parándose y tomando el brazo de Castro.

Los dos se echaron a andar entonces por la calle que lleva al Puente; y como media cuadra antes de llegar a este, se detuvieron en la puerta de una casa sombría.

-Aquí es -dijo Castro-. Permítame usted ir a hacer abrir la pieza.

  —234→  

-Vuelva pronto -le dijo la joven, a tiempo que Castro entraba en aquella casa.

La criada se acercó a Margarita, y esta le dijo:

-Cuidado con que vayas a decir nada en casa.

-¿Cuándo lo he hecho? -le observó la criada.

-Sí, eres tan buena.

Castro volvió al momento, diciendo a Margarita:

-Esperemos un momento que van a poner luz.

A este tiempo pasaron dos hombres encapados.

-¿Qué andarán buscando esos caballeros? -observó la niña-. Ya les he encontrado dos veces esta noche.

Castro se desentendió de esta observación, y en vez de contestarle, le interrumpió, preguntándole:

-¿Mucho os costó salir?

-No, porque mi mamita nunca me lo prohíbe yendo con una criada; pero si fuese con algún señor, jamás me lo permitiría; porque la costumbre critica tanto el que nos acompañen los hombres.

-¿Usted acostumbra visitar acompañada de su mamita?

-A veces. Pero eso no me impide visitar cuando quiero. Gracias a que nos es lícito salir con una criada, de lo contrarío, ¡cuán esclavas no seríamos!

-Tiene usted razón.

Castro miró para adentro de la casa y vio luz en la pieza que había tomado.

-Ya podemos entrar -le dijo.

Los dos entraron y colocaron a la criada en el umbral de la pieza.

Los desencapados, luego que vieron a Margarita y a Castro que penetraban en la casa, se acercaron a pasos lentos.

Se detuvieron un momento en la puerta de calle y luego avanzaron hacia adentro.

  —235→  

En el extremo del patio encontraron un hombre sentado, que parecía ser el guardián de la casa.

Uno de los encapados se inclinó hacia aquel hombre y le preguntó:

-¿De quién es esta casa?

El hombre se paso de pie para contestar.

-¿Qué quieren ustedes, señores? ¿necesitan alguna pieza?

-Puede ser, pero ¿quién vive aquí?

-Nadie, señor, es una casa para todos.

-¿Cómo para todos?

-El que necesita dormir, pasar una noche o un rato, encuentra aquí piezas pagando un peso.

Los encapados se miraron al oír esta contestación, y pronto volvió a dirigirle la palabra el encapado que antes había hablado.

-¿Ahora están desocupadas las piezas?

-Están todas desocupadas -respondió el hombre-, excepto el número 9 que tiene gente.

-¿Quién está allí?

-Dos personas que no conozco.

-¿Se les puede ver?

-De ningún modo, señor.

-¿Y en dónde está la pieza número 9?

-Allí, señor (señalando una puerta cerrada, pero que se marcaba por la luz de las rendijas).

Los encapados arrojaron una mirada sobre la puerta que se les señalaba.

-Daría lo que se me pidiese por ver a esas dos personas -dijo el encapado que nada había hablado aun.

-Es imposible, señor.

-Qué ¿no hay ninguna ventana, ninguna abertura, por donde se les vea sin que ellos lo sepan?

  —236→  

-Hay una ventanita en el techo, pero es prohibido el...

-No tengas cuidado, te daré una onza y te aseguro que nada te sucederá. Llévame a la ventanita.

El hombre de la casa meditó, balbuceó la oferta y la creyó pequeña.

-¿Y quiénes son ustedes

-Unos quídam, que nos divertimos en saber lo misterioso.

-Quizás sois algunos maridos. No, señores, me voy a exponer sin necesidad a perder mi empleo.

-Si fuésemos lo que tú crees, ¿nos detendríamos en este lugar? Ya habríamos echado abajo la puerta.

Déjate de escrúpulos y llévanos.

El encapado sacó entonces de un bolsillo una bolsita con dinero y la puso en manos del hombre.

El hombre entró a su pieza y vio lo que se le daba.

-¡Son cuatro onzas! -dijo para sí-, esto no se puede perder.

Volvió enseguida a donde los encapados, y les dijo:

-Síganme, pero cuidado con hacer ruido.

El hombre marchó por delante guiando a los curiosos. Les hizo atravesar un pasadizo que daba a un segundo patio, y en una de las esquinas de aquel lugar, el encargado abrió una puerta pequeña que daba entrada a una escalera.

-Por aquí, síganme, señores.

Los tres subieron la escalera con algún trabajo por la oscuridad que reinaba, hasta llegar a los techos de la casa. El conductor se volvió a ellos y les advirtió:

-Pisen muy despacio, porque los pasos podrían sentirse abajo.

Los dos curiosos principiaron a pisar con tal tino, que nada se percibía. El conductor luego que hubo andado algún trecho, se detuvo y les dijo:

-Aquella es la ventanita de la pieza número 9 -señalándola por la luz que allí se reflejaba.

  —237→  

-Está bien -le contestaron estos.

-Anden con cuidado, les dejo solos.

-Bueno, bueno.

Los encapados continuaron hasta llegar a la ventanita. Luego que allí estuvieron, clavaron los ojos sobre el interior del cuarto. Era aquella una pequeña pieza con muebles.

Arrimada a un lado de la pared había una mesa con una vela, al lado de mesa había dos sillas, en estas dos sillas estaban sentados los jóvenes que venían siguiendo los encapados.

Habían dejado sus disfraces; así era que se mostraban descubiertos.

-¡Qué tal! -dijo uno de los encapados al otro en voz muy baja-; ¡qué tal! ¿no os decía que era Margarita?

El otro no contestó palabra, quedó silencioso observando y viendo lo que le parecía un sueño.

-¿Estás convencido ya de lo que es esa joven?

-Sí, lo estoy -respondió Eduardo-; sí, lo estoy.

-Pues bien, vámonos; ya no hay nada qué hacer aquí.

-Esperad un momento, mi abate, esperad; dejadme presenciar este desengaño, hasta el último extremo.

-Haced lo que gustéis -repuso el abate continuando en la misma actitud.

El abate y Eduardo se pusieron a oír lo que conversaban los jóvenes en la pieza número 9, y a no perder con la vista los ademanes de los amantes. La actitud en que estaba Margarita y Castro, nada tenía de criticable, porque sentados con una pequeña mesa de por medio, no hacían sino conversar.

-Si no hubiera sido por cumplir mi palabra -dijo Margarita-, no habría salido hoy.

-Gracias, bella criatura -le respondió Castro-, gracias por ese sacrificio.

-Esto solo se puede hacer por un grande amor y nada más.

-¿Siempre me amas a mí solo?

  —238→  

-¿Lo puedes dudar cuando te doy estas pruebas?

-Tienes razón -repuso Castro acercándose a la joven y dándole, un beso en la frente. Ella lo recibió sin oposición.

Los observadores se miraron uno a otro, y el abate temiendo alguna indiscreción de Eduardo, le dijo:

-Es mejor que nos vayamos, no seamos testigos de este grande escándalo.

-Bien -repuso Eduardo-, vámonos.

Los encapados se retiraron y volvieron a descender del techo hasta salir a la puerta de la calle.

-¿Qué hacemos ahora? -le preguntó el abate.

-Vamos a casa de la madre -contestó Eduardo-, a decirle: que el amor que tenía a su hija no existe ya y que retiro mi promesa de enlace.

-Andad vos solo, porque no es regular que yo entre a casas como la de Margarita.

-Está bien, iré solo.

Estos dos personajes tornaron entonces por la calle de Santo Domingo, hasta llegar a la casa de Margarita. El abate se separó y se fue a su convento. Eduardo entró solo. La madre estaba sola, un poco dormida en el sofá. Al ver llegar a Eduardo se incorporó, y con grande amabilidad se paró a hacerle sentar a su lado. Eduardo, con un aire desenvuelto y arrogante, se colocó en una silla inmediata al sofá.

-¿Por qué tan perdido, mi amigo? -le preguntó la señora.

-Me ha sido imposible venir. Mil ocupaciones...

-A eso nada se puede exigir.

-¿Y la señorita hija de usted? -preguntó Eduardo.

-Salió a hacer una visita a casa de Rosita... pero volverá pronto. Estaba tan triste, por un incidente que ayer pasó y del cual usted tendrá conocimiento, que...

-Nada sé de nuevo, a no ser una entrevista que tuvieron ustedes con Salazar. El Fiscal me dio aviso, hoy mismo de ello.

  —239→  

-¿Con que ya lo sabía usted? ¡qué desvergüenza lo que se ha hecho con nosotras!

-Yo no tengo que hacer en las funciones privadas del Tribunal; pero creo que los que le componen son muy caballeros y jamás se propasan...

-¿Qué estáis diciendo, señor? ¡qué! ¿no sabéis que ayer mi hija se desmayó por el atrevimiento de uno de los jueces?

-Se fingiría desmayada -contestó Eduardo-, con ese despecho que se apodera del hombre que ha dejado de amar por un desengaño.

-Os estáis chanceando, señor Eduardo -repuso la madre con cierta sonrisa vergonzosa.

-En este momento hablo la verdad.

-¡Qué ingratos son los hombres! -dijo la madre con admiración-; ¡creer que mi hija sea capaz de fingir, cuando sabe usted que se encuentra aislada por amarle como le ama!

-Ese es otro fingimiento, señora.

-Viene usted muy lizo hoy -le observó la madre con agrado-. Seguramente estará usted amando a otra ya.

-Eso es bueno para su hijita, que ama a cuantos le dicen bonita, o le miran un cuarto de hora con detención.

-¡Qué injusto es usted! -contestó la señora, mirando a Eduardo con aire significativo y triste.

-Nada de eso; es porque soy justo que me expreso así.

-Usted viene extraño hoy, ¿qué le ha sucedido?

-Acabo de recibir un desengaño terrible, señora, por eso vengo extraño.

-Cuénteme usted.

-Acabo de abrir los ojos ante un cuadro de inmoralidad; acabo de quitarme una venda que me conducía a un suplicio; ¡acabo de palpar la realidad de que Margarita me engañaba!...

Eduardo acompañó estas palabras con calor y sentimiento. La señora se asustó y no pudo menos de cortarle la frase, diciéndole:

  —240→  

-Algún equívoco, algún equívoco ha sufrido usted.

¿Qué es lo que ha visto? Mi hija es incapaz de ser lo que usted cree.

-Es capaz -contestó Eduardo con animación- de todo.

-No, señor, usted esta en algún error; ¿qué es lo que ha pasado?

La señora creía que Eduardo se refería a las cartas de Salazar y contra esta prueba veía la esperanza de oponer la argucia de la experiencia.

-¿A qué se refiere usted? ¿quizá a algunos chismes o calumnias de ese atrevido que está en la cárcel?

-No, señora, a nada de eso.

-Pues sea usted claro, dígame lo que hay, que me interesa como a madre.

Eduardo se levantó de la silla y se asomó a la puerta para ver si venía alguien; luego se volvió a su asiento y dijo a la señora:

-Dentro de un momento le contaré todo. Esperemos a Margarita. Mientras tanto, hágame dar un poco de agua.

La señora llamó a una esclava y le pidió un vaso de agua. La criada no tardó en traerlo.

Eduardo bebió con ansiedad. La criada se retiró, y al salir de la sala, dijo:

-Ahí viene mi amita.

En efecto, el sonido de las ropas y los pasos ligeros que se sintieron, avisaron la llegada de la niña y de la criada. Entró a la sala echándose atrás el pañuelón y se detuvo al ver a Eduardo, saludándole:

-Buenas noches, señor; felices los ojos que le ven.

-Más felices son los que la han visto -le respondió Eduardo.

Margarita no hizo alto en lo que se lo decía, y se sentó al lado de su mamita.

-Cómo te has tardado, niña -le observó la madre.

-Son las nueve solamente, mamita. Rosita le manda mil finezas. Allí estaban unos señores que me han estado jaleando con bromas.

  —241→  

-¿Qué te decían? -le preguntó la madre con amabilidad.

-¡Ah! ¡si supiese el señor Eduardo! me embromaban con que si era cierto que me casaba pronto.

-¿Y qué contestó usted? -le interrogó Eduardo.

-Que para principios del año lo haría, según me lo había dicho usted.

-Pues muy mal ha contestado usted, ese día primero del año no llegará para mí.

La madre y la hija se miraron, y luego preguntaron a Eduardo:

-¿Por qué no llegará?

-Porque la Margarita que yo amaba, murió.

-No sé lo que usted trae hoy -repuso la madre.

Eduardo se incorporó en la silla y con aire serio dijo:

-Les diré con franqueza a lo que he venido, y la razón por que estoy tan extraño.

La hija esperó con terror y la madre con curiosidad.

-Diga usted.

-Por una gran casualidad he visto hoy, a las ocho, a la señorita en la pieza número 9 de la casa que está antes de llegar al Puente, encerrada con el señor de Castro.

Es falso que haya estado en casa de Rosita. Ha estado en una cita.

-Mamita, eso es falso -interrumpió Margarita.

-No es falso, señorita, míreme de frente.

Margarita bajó la vista avergonzada.

-Había tenido malos informes de su hija; pero no los había querido creer, más hoy yo he visto la evidencia del vicio.

-Falso, mamita, falso -interrumpió de nuevo la hija.

-Nada de eso, Margarita. Usted sabe la verdad.

Cuando pedí la mano de esa niña, la creí pura; pero hoy estoy convencido que es todo lo contrario.

  —242→  

-Es usted muy avanzado, señor -repuso la madre-. Mi hija no puede ser lo que usted cree.

-Es todo, señora, encubierta con las apariencias de la educación.

No le falta más que dejar el título de señora o marquesa para ser lo que son las...

-Esas son calumnias -interrumpió la joven-, pretextos con que el señor quiere evadirse para faltar a su palabra, burlar a una pobre mujer.

-Llámelos usted como quiera; pero el hecho es que usted es lo que he dicho ya. Con este convencimiento he venido a decir a ustedes que yo no me caso con Margarita.

-Le juro a usted por lo más sagrado, por Dios -dijo Margarita enternecida dirigiéndose suplicante a Eduardo-, que yo no he...

-¡Calle! ¡calle! -le interrumpió Eduardo-; no perjure, ahórrese esta nueva falta.

Margarita llevó el pañuelo a los ojos y pareció llorar.

-Usted, señor -le dijo la madre-, ha comprometido el nombre de mi hija ante el público, y me es extraño que por bagatelas tan insignificantes quiera exonerarse de un compromiso como el que tiene.

-Mi compromiso fue con la pura Margarita, esa ya no existe, como lo he dicho.

Margarita levantó la cara con altivez, y contestó, dirigiéndose a la madre:

-Mamita, no se le dé nada; yo no tengo necesidad de matrimonio. Bien me habían dicho que el señor era un corrompido, y que se burlaba de las mujeres.

-Está usted escupiendo al cielo, señorita -repuso Eduardo-. Mi corrupción está en no amar la corrupción.

-Pues hágame el favor de no molestarme -le dijo Margarita-; déjeme en paz.

La madre se quedó abismada en apariencia y quiso volver a emplear   —243→   los buenos modos; mas Eduardo se paró de su asiento, y tomando la capa y el sombrero se despidió, diciendo:

-Pueden ocuparme como amigo, vivo en tal parte, como ustedes lo saben. Adiós.

-Espérese usted -le dijo la madre.

-No tengo más que hacer en esta casa -contestó Eduardo y salió.

La madre continuó llamando al que salía.

-¡Señor Eduardo! ¡señor Eduardo!

El señor Eduardo no hizo caso y siguió su camino sin mirar hacia atrás.

-No se apure, mamita -le observó la hija-; él volverá.



  —244→  

ArribaAbajoCapítulo XXIII

Una madre que cosecha el fruto de su vida


El matrimonio de Eduardo con Margarita quedaba sin efectuarse.

A la salida de Eduardo, la madre quedó convencida que no debía contar más con el hombre que debía dar su nombre y su mano a Margarita; esperanza lisonjera que la hacía esperar en un porvenir que ansiaba para rehabilitar a los ojos de la sociedad su reputación perdida.

Sucede con frecuencia, que la sociedad es indulgente y consiente los extravíos de la mujer casada; y al propio tiempo es implacable con los extravíos de la mujer soltera, por ligeros que estos sean; siendo de observar que en la primera el grado de culpabilidad como las consecuencias de sus faltas, son altamente desmoralizadoras y sin excusa e incomparables con las de la segunda.

Debido a esa costumbre, sin apoyo alguno en la moral, es que se creía que el modo de volver la reputación a una niña, a una familia desgraciada, era casándola; considerando el matrimonio como un bautismo que borraba el pasado, y servía de pretexto e inmunidad para lanzarse al mundo en brazos de la prostitución.

Se comprende el efecto que en la madre de Margarita hizo la ruptura de Eduardo, desde que le quitaba la esperanza de rehabilitar a su hija y de colocarla en una posición holgada y espectable.

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Se habían quedado mustias y colocadas frente a frente de sus conciencias. A la madre la asaltaban remordimientos que acallaba por efecto del golpe recibido y por la convicción que acababa de tener del desborde de su hija. Margarita no temía sino un nuevo disgusto, que veía venir al quedarse a solas con la madre.

La hora de la explicación íntima, de la reconvención había llegado.

-Ya ves, hija -dijo la madre interrumpiendo el silencio y dirigiéndose a Margarita que se mantenía sentada en el sofá, con la cara caída sobre el pecho, y observando de reojo a la madre-; ya lo ves. Por tu cabeza has perdido el honor y un partido tan ventajoso como el de Eduardo. No has querido aprovechar la educación que te he dado. Eres incorregible. Tu conducta me obliga a tomar medidas que te pesarán.

-Vuelve usted, mamita, con los sermones de siempre -le respondió Margarita-. ¿Cree usted lo que ha dicho ese hombre?

-Recuerda los billetes que te presentaron en la Inquisición; recuerda las veces que te he castigado, y no me preguntarás si debo creer lo que es cierto.

Margarita, lejos de contestar a la madre, se limitó a decir en voz baja:

-¿Qué me importa Eduardo? Parece que fuera el único hombre que hubiese en el mundo.

-No es eso lo que te digo -repuso la madre-. Te hago ver solamente, que tu reputación está perdida y que los hombres te han de mirar para divertirse contigo, ninguno para hacerte feliz.

-¿Y qué me suponen los hombres? ¿Acaso tengo necesidad de ellos para vivir?

Estas palabras las pronunció Margarita con un aire tal de despecho, que demostraba no tener rastro alguno de los sentimientos de decoro y de dignidad, que son el principal adorno de una mujer.

La madre, haciendo el papel del diablo predicador, procuró despertar en la hija esos sentimientos que le había hecho perder con el ejemplo de su vida.

-Mira, hija -le observó con voz amorosa-; el honor es la vida de   —246→   la mujer. La mujer, antes que desear fortuna, poseer riquezas, precisa conservar ileso su honor. Sin él, ella no es sino un juguete, un pasatiempo que se toma hoy para despreciarlo al siguiente día.

Si te casas, ¿qué responderías a tus hijos el día en que te pidiesen cuenta de tus faltas?

-Habiendo fortuna -repuso la hija-, hay todo, mamita; porque los hombres no buscan hermosura ni virtudes, sino tan solo dinero.

-¡Jesús, niña! -exclamó la madre-. Veo que estás perdida.

-¿Perdida? ¿por qué he de estarlo?

-Porque no te avergüenzas de tu deshonra.

-¿Qué es lo que usted me dice?

-Que estás perdida, porque has perdido la vergüenza.

-¿Y es usted la que me dice esto? ¿Acaso yo he hecho algo que no le haya visto hacer a usted? ¿Qué ejemplo, qué educación he recibido sino la de sus propios desvíos?

Yo no creía malo lo que veía que usted hacía. ¿A qué me reprende entonces, por haber seguido sus pasos? Todo lo comprendo ahora que he perdido mi honor; pero no es usted la que tiene que hacerme cargo de ello, porque usted me enseñó a despreciarlo cuando no comprendía su valor, haciéndome partícipe de sus citas y de sus infidelidades a mi padre. Si yo estoy perdida, usted es la causante de mi desgracia. Una joven que entra al mundo, sin experiencia y aleccionada por lo que ha visto, tiene que ser presa de las insidias de los que nos rodean; porque no se comprende lo que es malo y hace cuanto vio hacer a su madre, sin comprender que la madre pudiera proceder mal y escandalizar a sus hijos.

Estas palabras de Margarita cayeron en el alma de la madre con todo el peso de una justicia que condena sin dar recurso alguno a la vindicación. Las palabras de la hija encerraban todo un proceso.

La madre se sintió sin fuerzas para resistir a cargos que le revelaban toda su inmensa responsabilidad y le presentaban como la responsable de las faltas de la hija. Humillada, ajusticiada por su conciencia, no pudo responder a Margarita. Bajó la vista y se reconcentró en un mundo de recuerdos y remordimientos.

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Escena profunda que explicaba la causa de la corrupción de Margarita.

La fisonomía de aquella madre se encendió como el carmín al principio de los cargos que se le hacían. Luego, cediendo a las impresiones que se sucedían en su espíritu, el semblante revistió una palidez mortal.

La hija veía humillada a la madre, y la madre no se atrevía a mirar a la hija. Las palabras de Margarita vengaban, eran una expiación del pasado de la madre.

¡Pero ay de lis venganzas que vienen por mano de los hijos!...

Aquello equivalía a haber acercado el fuego a un depósito de pólvora. La explosión debía suceder.

La madre, reconcentrada en sí misma, se sintió arrebatada de súbito por un terror pánico, y trasformando su fisonomía, se levantó eléctricamente y cayó de rodillas delante de Margarita.

-Perdóname, hija mía -le dijo-, anegada en llanto y poniendo las manos en actitud de orar. ¡Perdóname!

La hija, asustada del semblante de la madre, lanzó un grito de espanto y de horror, echándose de espaldas en el sofá:

-¡Madre mía! ¡madre mía!...

-¡Sí, hija desgraciada! -exclamó la madre-, ¡te pido perdón porque tu madre es la causa de tu perdición!

La madre al decir estas palabras echó las manos sobre el cuerpo de la hija, tratando de abrazarla. Margarita al sentirse tocada por aquellas manos, y dominada por el espanto que le produjera la fisonomía de la madre, aterrorizada, fuera de sí, dio un salto cual si una chispa eléctrica la hiriese, y corrió al interior de la casa pidiendo socorro.

-¡Por piedad! ¡perdóname Margarita! -siguió repitiendo la madre.

Las fuerzas la abandonaron y cayó desmayada en la alfombra.

A los gritos de Margarita, la servidumbre acudió a la sala de recibo. Allí encontró a la ama de la casa, revestida la fisonomía de una expresión diabólica; y en vez de socorrerla huyó espantada.

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Pasados algunos momentos los sirvientes se repusieron y acudieron a asistir a la señora. Dos negros la tomaron en peso y la llevaron a la cama. Allí se le atendió debidamente. La señora, sin darse cuenta de lo que había pasado, al volver en sí, su primera pregunta fue:

-¿Y Margarita?

-Está en su pieza de dormir -le contestaron las sirvientas.

En efecto, Margarita se había asilado en su dormitorio. Desde allí se informaba de la salud de la madre. Cuando supo su restablecimiento calmó la agitación natural en que se encontraba.

La escena última le había impresionado; pero como el amor filial lo había ido perdiendo por grados, a medida que había ido perdiendo el respeto, esa impresión dolorosa o de susto que le había preocupado, pasó sin dejarle una lección provechosa.

Lejos de arrepentirse del orden de vida que llevaba, su pensamiento se fijó en buscar los medios de vengarse de Eduardo.

Concentró su espíritu, y sin abrir los ojos ni cambiar de postura, tramó su plan.

Al dar las once de la noche se levantó del asiento, en donde se había colocado, profiriendo estas palabras

-La ruptura con Eduardo me va a avergonzar. Él ha abusado de mí persiguiéndome para que fuese su esposa. Me deja en una situación ridícula. Es necesario que ese hombre muera o se case.

Margarita, sin añadir una palabra más se entregó al sueño, lisonjeada con la esperanza de satisfacer su pensamiento, importándole poco el añadir un crimen a la deshonra que sobre sí pesaba.