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ArribaAbajoParte segunda


ArribaAbajoCapítulo XXIV

La novia del hereje


Aun no hemos tenido la oportunidad de dar a conocer a Enriqueta, la joven a quien Moyen había elegido para desposar.

Era Enriqueta una persona a la cual había favorecido la naturaleza dotándola de una alma bella y de un físico que respondía a la belleza de su espíritu.

Joven, hermosa, de fisonomía angelical, era una joya encontrada en el camino de la vida, destinada a brillar en medio de las lindas mujeres que producía la patria de los Incas.

En su semblante no se encontraban aquellos signos que revelan un espíritu falaz. Frente espaciosa y recta, rostro expresivo, animado por dos ojos grandes, azules, velados por largas pestañas, labios finos y encendidos con los tintes de una sangre pura, que descubrían al reír dos filas de dientes esmaltados, semejantes a un engaste de perlas. Su cabellera era abundante, color castaño, la cual caía en rizos naturales alrededor de su cuello torneado y   —250→   albo. De tez pálida en el fondo, un tinte suave como el de la rosa le daba animación, resaltando con el traje oscuro que vestía de costumbre.

Enriqueta estaba dotada de una inteligencia clara y despejada, y de un corazón puro y magnánimo.

Tal era la joven a la cual Moyen había elegido para unir su suerte.

La prisión de Moyen la hacía sufrir tanto por la separación, cuanto por el apodo con el que la designaba el espíritu supersticioso de su país. La designaban las gentes con la palabra mora5, porque amaba a un francés tenido por hereje.

Enriqueta había pasado sus primeros años al lado de parientes que vivían en las iglesias, de gentes beatas. Desde la más tierna edad la habían enseñado a mirar el mundo como un lugar de perdición, presentándole por única existencia virtuosa, aquella que se entregaba a mortificar los sentimientos de la naturaleza y a acabar con las aspiraciones del corazón.

Educada en tales ideas, sus parientes la habían decidido a tomar la vida monástica, para la cual esperaba la mayor edad.

Tenía a la fecha en que la conoció Moyen, la edad de diez y seis años.

Desde el día en que estas personas se encontraron, ese magnetismo inexplicable de las inclinaciones, atrajo el uno al otro; y el amor nació entre ellos.

Desde ese momento, un mundo nuevo se ofreció a la existencia de Enriqueta. Su pensamiento vio la felicidad en donde le habían hecho comprender que solo existía el dolor. Divisó al través de su pasión, un estado superior al que le habían designado, en el cual podía conservar la virginidad de su alma, siendo útil, a la humanidad y digna de Dios.

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Fue entonces que su razón le pintó el ascetismo como un caos revestido de los colores del espanto, al cual la naturaleza condenaba como una mutilación del ser creado.

Aquella joven se creó la necesidad de vivir al lado del hombre que creía completarle sus ambiciones. Enriqueta amó y varió de resolución. Quiso ser esposa y no un cadáver. De ahí nació que sus ideas, sus instintos, su corazón se entregase a Moyen; y Moyen que divisaba en aquel símbolo de un pensamiento naciente la tranquilidad de un porvenir soñado, se entregó también a ella con toda la fe y toda la fuerza del amor.

Este cambio de Enriqueta en el curso de un año, es decir, al cumplir los diez y siete de edad, había producido causas agravantes que precipitaron la persecución de Moyen.

Alegre y consagrada al amor del hombre que iba a ser su esposo, había vivido en los placeres de la castidad y del respeto que caracteriza todo amor verdadero. ¿Qué era para ella el día cuando Moyen estaba en sus ocupaciones? Una eternidad que la impacientaba, que desaparecía al volverle a ver.

El matrimonio de estos dos jóvenes iba a efectuarse, cuando de la noche a la mañana Moyen desapareció de la sociedad, y la voz pública lo designó encerrado en la cárcel de la Inquisición. «Es hereje», era la acusación que le hacía el vulgo. Desde entonces Enriqueta sintió la desgracia. Ya no eran horas las que esperaba pasar lejos de su amante; entre el pasado de sus caricias y el porvenir de sus ensueños, divisaba un abismo. Estaba de por medio el Santo Oficio. ¿Qué hacer para libertar a Moyen? He aquí el pensamiento que embargaba la atención de Enriqueta. Separada de él, el dolor reemplazó a la esperanza. El corazón apasionado cambió el traje de desposorio por el luto de la ausencia. Enriqueta sintió levantarse en su seno el tormento de un amor que lucha con el imposible. Sufría por no ver al joven que le descorrió el velo al mostrarle un mundo nuevo; sufría porque veía con el corazón las distancias que imposibilitaban su matrimonio; sufría, en fin, porque presentía que Moyen era martirizado en la prisión. Aquella alma virginal, destinada para inspirar un amor grandioso y elevado, sufría el embate de los abusos de los sectarios de la destrucción.

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Enriqueta, a medida que veía pasar los días sin ver a Moyen, las impresiones que sentía le iban destruyendo paso a paso sus torneadas formas. Reducida a la inacción, todo su anhelo era saber algo de Moyen. Con este motivo se iba de noche a casa de Magdalena (que vivía vecina) a tomar noticias; las noticias que se dejaban traslucir.

Enriqueta y Magdalena habían estrechado vínculos de amistad; porque la simpatía de las virtudes reúne siempre los corazones que las profesan.

Rodolfo y su esposa habían tomado sumo interés por la suerte de esta joven; así era que la ayudaban a sentir y a buscar los medios de salvar al reo. Con este motivo, Rodolfo, luego que hubo presenciado el juicio de Moyen, pensó que era imposible libertar al futuro esposo de Enriqueta. Rodolfo, desesperado de los medios legales, se atrevió, al día siguiente del juicio, a aconsejar a Enriqueta que diera un paso atrevido; que se encarase con el Inquisidor Mayor y le pidiese que de algún modo salvase al reo, Enriqueta, cuando oyó esta proposición, se ruborizó y aun se negó a aceptarla; mas Magdalena que había conocido al artista antes que al Inquisidor, creyó que el corazón de aquel hombre no había cambiado; y apoyada en esa creencia, se esforzó en persuadir a la joven para que aceptase la propuesta de Rodolfo. Enriqueta cedió después de una larga resistencia y convino en ver a Eduardo.

-Le hablaremos las dos -le dijo Magdalena-, y espero que conseguiremos mucho.

-Bien, mi amiga -le respondió Enriqueta-, le hablaremos.

¿Cuándo?

-Es necesario que sea lo más pronto -observó Rodolfo-, porque las circunstancias son apremiantes.

-Entonces será mañana -repuso Enriqueta.

-No hay inconveniente.

-¿Y en dónde le veremos? -preguntó la joven.

-Le mandaremos llamar aquí -contestó Magdalena-, porque tiene alguna confianza con nosotros.

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-Descanso en ti, querida amiga -dijo la joven, iluminando su rostro con una expresión de candor y gratitud que enajenaba.

-Descansa en mí; yo te mandaré llamar en cuanto esté aquí.

-Gracias, gracias.

Enriqueta pronunció estas palabras, suspiró y se retiró a su casa.

-¡Qué joven tan bella y tan desgraciada! exclamó Rodolfo luego que salía-, es digna del amor, sabe amar...



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ArribaAbajoCapítulo XXV

La entrevista.- Explicación de una historia misteriosa.- Un seductor descubierto


Eduardo había recibido una invitación de Magdalena, pidiéndole tuviese la complacencia de pasar por su casa.

Eduardo contestó que estaría a sus órdenes inmediatamente. Esta invitación satisfacía su espíritu mortificado con las cosas de Margarita, porque Magdalena era para él un recuerdo de amor y una esperanza de felicidad.

Rodolfo había salido intencionalmente para dar más libertad a las súplicas de Enriqueta por Moyen y al apoyo que a esta intervención prestaría su esposa.

La hora de la entrevista había llegado: Eduardo se presentó y Magdalena le recibió con la expresión agradable de sus finos modales, haciéndole tomar asiento.

Un sirviente se presentó a la puerta de la sala. Magdalena le ordenó:

-Anda a donde te he mandado.

Era para ir a llamar a Enriqueta.

Enseguida se dirigió a Eduardo para disculpar la invitación que le había hecho de pasar a visitarla.

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-Muy extraño debe haber parecido a usted, Eduardo -le dijo-, mi llamado; pero usted me disculpará cuando sepa que a ello me obligaba un deber de amistad y el natural deseo de tener el placer de verle en esta casa.

Eduardo no comprendió el doble objeto de esta explicación. La juzgó con la ligereza que lo hace siempre la vanidad humana, tomándola como una introducción o como un pretexto que Magdalena empleaba para verle a solas.

-Es verdad -le contestó Eduardo-, que hace días debía haber repetido mi visita; pero he estado tan ocupado, tan agitado, que no he podido llenar un deber y una necesidad de mi corazón.

Magdalena, queriendo dar otro giro a la conversación que Eduardo le daba, se apresuró a explicar las ocupaciones y agitaciones de que este se disculpaba, refiriéndose a los trabajos del Inquisidor.

-Así lo he creído -repuso Magdalena-. Nos han hablado de un juicio célebre, que me interesa en sumo grado. ¿Sería impertinencia -agregó- el preguntar quién es el presidente del Tribunal de la Inquisición?

-¿Por qué me hace usted esa pregunta, Magdalena?

-Porque mi esposo me le ha pintado como sumamente arbitrario.

-Siento no poder satisfacer su curiosidad, porque es prohibido el descubrirle.

-¿Y usted, Eduardo, que jerarquía tiene en el Santo Oficio?

-Aun cuando llevo el título de Inquisidor Mayor, nada tengo que hacer con los juicios del Tribunal. No podré darle más explicaciones a este respecto, porque es prohibido dar a conocer los secretos de su organización y marcha.

-¿Quién se lo impide?

-Un juramento dado.

-Todo esto es bastante singular y extraño.

Magdalena pronunció estas palabras con cierto aire de duda que   —256→   hizo ruborizar a Eduardo; pero conociendo que era una imprudencia molestarle, varió al instante de conversación.

-Todos estos días -agregó-, dando una pausa a la explicación que acababa de tener lugar-, he estado deseosísima de conocer el misterio que encierra el cambio de su posición, Eduardo. Usted me había ofrecido satisfacer esta curiosidad natural en una amiga antigua.

Eduardo se serenó, creyó que al fin descubría Magdalena el verdadero móvil que le indujo a llamarle, y que esa curiosidad, ese interés que se tomaba no podía explicarse sino por un sentimiento de afecto que revivía al encontrarlo.

-¿Tiene usted Magdalena -le interrogó Eduardo-, interés en mi suerte?

-¿Puede usted dudarlo?

La disposición del espíritu de Eduardo dio a la contestación de Magdalena el sentido de una manifestación simpática de sentimientos, y en tal sentido repuso:

-No debe extrañarle, porque entre usted y yo no puede haber indiferencia por nuestros destinos.

Magdalena volvió a apresurarse a contener el alcance de las palabras que se le dirigían.

-Siempre tiene que existir el interés de la amistad.

-¿Y es por ese solo interés que usted desea conocer el misterio de los últimos años de mi existencia?

-Indudablemente, mi amigo. Otra clase de interés no se comprendería en mi posición.

-Lo comprendo, lo comprendo.

Eduardo manifestó en la animación de su mirada el placer que su alma sentía al creerse en camino de arrancar una manifestación amorosa de Magdalena; y en este sentido continuó:

-Usted podrá apreciar bien lo que la estimo y el grado de confianza que me inspira, cuando voy a confiarle el secreto de mi vida.

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-Gracias, mi amigo. Así debe ser, usted debe confiar en la lealtad de mis sentimientos.

-Voy a darle la prueba de ello, Magdalena. Debo comenzar por declararle que el artista Víctor Enríquez desapareció para ser suplantado por Eduardo el Inquisidor Mayor.

Magdalena sintió pasos en el patio e interrumpió a Eduardo diciéndole:

-Permítame un momento que le interrumpa, porque ahí viene una amiguita que desea verle para solicitar de usted una gracia.

Eduardo se mostró contrariado, y sin tener tiempo de nada, Enriqueta se presentó en la sala, vestida de negro, con el semblante melancólico y la voz débil y tímida.

Magdalena se adelantó a recibirla, le dio un beso, la presentó a Eduardo y luego la sentó en el sofá a su lado.

El Inquisidor tomó un asiento al frente de ellas.

-Este es el Señor -dijo Magdalena a Enriqueta-, de quien te hablé ayer.

Enriqueta y Eduardo se hicieron una cortesía. Luego, mirando la joven con franqueza al Inquisidor y dirigiéndose a su amiga, le interrogó:

-¿El señor sabrá ya el motivo que me obligaba a importunarle?

-Aun nada le he advertido -le contestó Magdalena-, pero puedes hablarle sin temor, porque es muy buen amigo de casa.

Eduardo observaba y oía sin tomarse grande interés por Enriqueta. La reciente lección que había recibido de Margarita, le había hecho desconocer la sanidad de las intenciones en las limeñas. Estaba además, contrariado por la interrupción que había sufrido en su diálogo íntimo con Magdalena. Bajo tales impresiones, se propuso despachar lo más pronto posible a la solicitante.

-¿La señorita desea ocuparme en algo? Desearía saber en qué puedo serle útil.

-Sí, señor -contestó Enriqueta.

-Puede usted hacerlo con franqueza.

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La joven dirigió a Magdalena una mirada de protección, diciéndole:

-Hazme el servicio de hablar por mí.

-No tengo embarazo en ello -le respondió Magdalena.

Y luego dirigiéndose a Eduardo, continuó:

-Esta señorita pide a usted la libertad de Moyen. Ella es su prometida, y según las noticias que tiene, presume que el Tribunal le ha sentenciado ya. No tiene otra esperanza que usted, Eduardo. Yo soy su amiga, y penetrada del amor santo que por él tiene y conocedora de sus virtudes, es que agrego a la súplica de ella la mía.

El Inquisidor, a medida que hablaba Magdalena, manifestaba una sorpresa fingida; y en vez de contestar directamente a lo que se le pedía, se limitó a interrogar:

-¿Con que la señorita es la prometida del señor Moyen?

-Sí, señor -le respondió Magdalena.

-Debe, realmente, amarle mucho, cuando toma sobre sí la tarea de trabajar por su libertad.

Enriqueta sintió que le brotaban llamas de sus mejillas; mas, Magdalena volvió a tomar por ella la palabra:

-Es en virtud de ese amor, señor, que mi amiga se atreve a dar este paso.

Eduardo se sonrió, como quien duda de la pureza del amor, y volvió con otra observación imprudente.

-Según los informes que he recibido -agregó-, desearía que la señorita Enriqueta renunciara a intervenir por una persona que lleva en sí el apodo de hereje.

Enriqueta se puso pálida, dominó su timidez y como herida en el corazón, alzó la cabeza y contestó a Eduardo.

-Si no tuviese la convicción, señor, que Moyen es el más moral y virtuoso de los hombres, esté usted seguro que tendría motivo para avergonzarme de lo que hago por él; pero sepa usted que me enorgullezco declarándome la prometida de Moyen, del hereje; porque   —259→   si la maldad de los hombres y la corrupción de la sociedad califica de hereje al hombre honrado y moral, tengo la suficiente fuerza de espíritu para despreciar ese apodo de la ignorancia y consagrarme con más fervor al amor que le profeso.

-No me refería precisamente -le observó Eduardo-, a lo que usted ha creído. Me refería a lo poco aceptable que es a la sociedad el que una joven pura y soltera como usted lo es, intercediese por un joven.

-Señor -le replicó con animación Enriqueta-, cuando existe un vínculo entre dos corazones, y ese vínculo es santo, puro, lejos de ser mal visto el que uno de ellos obre en protección del otro, creo que ese paso debe respetarse. Entre Moyen y yo existe un vínculo indisoluble: la santidad del amor que nos profesamos. Íbamos a realizar nuestra unión ante el mundo y me ha sido arrebatado, privada de su vista, de mi felicidad. ¿Hay falta, vituperable, después de conocida mi situación, en suplicar por la libertad de Moyen?

Cuando una doncella pide en virtud de un santo principio de justicia ¿tiene de qué avergonzarse?

Eduardo comprendió la impertinencia de sus observaciones. El semblante de Enriqueta estaba radiante de vida al concluir de hablar. Por sus mejillas rodaban dos lágrimas de ángel.

-Magdalena se interpuso entonces, para guiar a Eduardo por un camino delicado.

-Ya veis, mi amigo -le dijo-, lo que es esta joven. Reclama con sobrado motivo, y a un pedido de esta naturaleza, no dudo que el corazón de Eduardo responda como debemos esperarlo.

Eduardo se conmovió. La voz de Magdalena le dominaba. Si le hubiera sido posible, habría accedido. Reflexionó, meditó las influencias que tenía que contrariar, y después de una pausa breve, contestó con un acento dolorido:

-Lo que ustedes me piden es un imposible.

-¡Un imposible! -exclamaron las dos jóvenes a un tiempo, asombradas de lo que oían.

-Sí, un imposible, porque el Tribunal ya ha fallado.

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-Lo sabía -repuso Magdalena, por eso es que hemos recurrido al poder de usted.

-Es que no tengo poder sobre el poder del Tribunal -observó Eduardo.

-¿Pues no es usted el jefe de ese Tribunal? -repuso Magdalena.

-Creo que poco antes -le dijo Eduardo-, había dicho a usted que yo no era jefe ni miembro del Tribunal del Santo Oficio.

-Me sorprende lo que usted me dice -le objetó Magdalena-, tanto más cuanto que Rodolfo me ha dicho que creyó reconocer a usted en la voz, cuando tuvo lugar la última sesión.

Los colores saltaron a la cara de Eduardo, pero reponiéndose, volvió a contestar esa especie de desmentido que Magdalena le había dado.

-El señor Rodolfo se ha equivocado; esté usted segura de ello. Yo no asisto a las sesiones del Tribunal.

-¿Entonces -le interrogó Magdalena-, qué significa el llamarse usted Inquisidor Mayor?

-Voy a satisfacerle su curiosidad en pocas palabras. Regularmente tengo que sufrir mucho con el título que llevo, porque la generalidad me cree cómplice y autor de lo que hace el Santo Oficio. No me crea usted como la generalidad, porque cargaría con un sinnúmero de desagrados y de odios. Es verdad que llevo el título de Inquisidor Mayor, pero no es más que un título de nobleza como cualesquiera otro. Yo corro con la administración del Santo Oficio, pero sin intervenir en las causas ni en cuanto allí pasa. Hay un Tribunal secreto y este es el que juzga y hace ejecutar las sentencias. Una vez que él falla, no hay poder en la tierra que revoque su fallo. Las personas que lo componen jamás se sabe quiénes son. Un juramento, como lo he dicho antes, impide toda explicación. Por lo que le digo, usted verá que mi poder es nominal.

Enriqueta lanzó un suspiro profundo y Magdalena se quedó aterrada con la explicación que acababa de oír.

-¿Entonces cree usted -repuso Magdalena-, que Moyen no puede ser libertado?

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-Siento el decir que no. El Tribunal ha fallado.

-¡El Tribunal de la infamia! -exclamó Enriqueta.

Eduardo bajó la cabeza y tuvo vergüenza de defender al tribunal que en secreto dirigía y que en público negaba.

-¿En dónde se ha visto -continuó la joven exaltada-, que un tribunal arrebate a un hombre de la sociedad y tenga vergüenza de darse a conocer?

Si a Moyen se le acusa de algún delito ¿por qué los que lo juzgan no son francos en manifestarse, ejerciendo un acto que creen de justicia?

-No se exalte usted -le interrumpió Eduardo-, no se exalte; porque el tribunal es compuesto de católicos.

-Bien me había dicho Moyen cuando me aseguraba que los católicos eran los verdugos de la humanidad.

-Está usted atacando la religión, señorita, lo mismo que lo ha hecho Moyen.

-No señor, ataco a los malvados que se escudan con ella.

-Pues esa es una de las causas por la cual está condenado Moyen -repuso Eduardo.

-Si esa es, haga usted que la misma sentencia, recaiga sobre mí, porque yo pienso como él.

Eduardo sintió este reproche de Enriqueta, teniéndole por delator. Quiso responder con impaciencia, mas se retrajo y comprendió que era preferible vengarse de otro modo, dando un golpe disimulado a la joven.

-¡Oh! es usted muy injusta, señorita, al dirigirse de ese modo a mí; porque si en mi mano estuviera, yo salvaría a Moyen de la muerte a que ha sido condenado.

Enriqueta, que ignoraba la sentencia que pesaba sobre su amante, no pudo resistir la impresión, al saber la noticia que le daba Eduardo. Dio un grito espantoso de dolor y cayó en un éxtasis sorprendente de enajenación. Su rostro palideció, sus labios finos y rosados se pusieron cárdenos. Aquellos ojos dulces y alegres se   —262→   cerraron. Las convulsiones se apoderaron de su cuerpo. Enriqueta quedó sin sentidos.

-¡Qué ha ido a hacer usted! -le dijo Magdalena a Eduardo-, ¿qué ha ido a hacer, dándole la noticia de la sentencia?

Magdalena y Eduardo se pusieron a asistir a Enriqueta.

-Perdone usted -le decía Eduardo-, manifestando arrepentimiento y dolor. Creía que le era conocida.

La joven seguía en el éxtasis. Las criadas de Magdalena acudieron a sus voces, Magdalena trajo corriendo un frasquito que puso en las narices de Enriqueta. Contenía éter. Luego que lo aspiró, la joven principió a volver en sí. Se pasó un momento de silencio profundo: la joven siguió aspirando el espíritu, y empezó a restablecerse. Su primer movimiento fue abrir los ojos, y al ver a Eduardo delante de ella, dio un grito de espanto.

-¡Quitad a ese hombre de mi vista!...

Enriqueta volvió a cerrar los ojos y a cubrirse la cara con las manos.

Eduardo retrocedió con asombro.

-No tengas cuidado -le dijo Magdalena-, ese señor te pide perdón por su indiscreción.

-¡Ah! ¡no, no! -volvió a exclamar la joven sin abrir los ojos-; siento horror a sus miradas. Llevadme de este sitio.

Eduardo se retiró a una pieza inmediata y la joven incorporándose fuera de sí, espantada, salió para su casa acompañada de dos criadas.

Magdalena la acompaño hasta la puerta.

-¡Ese hombre es malo! fueron las últimas palabras de Enriqueta al despedirse de Magdalena.

Su conciencia le revelaba la verdad, le demostraba ser ese uno lo los verdugos que sacrificaba a Moyen.

Magdalena que tenía idea distinta de Eduardo, sintió aquellas palabras de Enriqueta; porque las creyó injustas; así fue que al volver a la sala, donde había vuelto a entrar Eduardo, llegó avergonzada y sin saber qué hacer para satisfacer a su amigo.

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-Usted dispensará, Eduardo, lo que ha pasado -le dijo Magdalena con el semblante sonrojado-. Es una joven Enriqueta, digna de disculpa, porque sufre por un verdadero amor.

Eduardo revistiéndose de una indiferencia suma respecto de lo que había pasado, lejos de contestar la satisfacción que se le daba, procuró variar de conversación.

-Dejemos a un lado lo que acaba de pasar -le dijo-. Esa joven se escuda con el velo de un amor para hacer lo que se le ocurre. Es mujer y es preciso olvidar sus palabras.

-No sea usted injusto -repuso la amiga-. Enriqueta no es una vulgaridad. ¿Cree usted que yo sería su amiga si la creyera una loca en su conducta?

-Es tan difícil conocer en esta sociedad lo que es el amor, que es posible esté usted, Magdalena, equivocada.

-Pero cuando se tiene la prueba de que ese sentimiento, que rechaza toda infamia y excluye toda intención dañosa es el que domina a Enriqueta, no es posible engañarse, como usted lo presume. Todos los días veo a esta amiga, y en su vida íntima, habitual, la encuentro siempre tan digna y tan pura que no me es dado abrigar la menor duda respecto a su honorabilidad.

Su pensamiento inmutable está en Moyen. No ambiciona más que unirse a él.

Siempre tierna, ruborizándose de las palabras que presentan un doble sentido. Enriqueta es un ángel, mi amigo, un ángel que debe ser protegido en este mundo, porque no hay muchas como ella.

-Así debo creerlo -contestó Eduardo-. Respeto su juicio, Magdalena.

Esto equivalía a poner término a esta conversación. Luego tomando un giro diverso le dijo Eduardo:

-Cuando fuimos interrumpidos, iba a hacer a usted la confidencia del secreto de mi vida.

-Tiene usted razón -le interrumpió Magdalena-. Creo que ahora habrá motivo que me prive de satisfacer este deseo.

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Eduardo tenía interés en hacer sus confidencias a Magdalena, porque esperaba alcanzar por este medio el revivir sus recuerdos de amor. No se hizo esperar.

-¿Se acordará usted Magdalena del mes de diciembre de 1743?

-Estábamos en vísperas de casarnos -le contestó esta.

-El día 24 de aquel mes -continuó Eduardo-, a la hora en que acostumbraba ir de visita a casa de usted, sucedió el encontrarme en la mansión del anciano Riketi, en compañía de sus dos hijas y de un joven Sirey, persona que había sido mi rival antes de hablarla para esposa y que no debe haber usted olvidado.

Magdalena recordó en el acto la persona que se le nombraba; pero sin violentarse observó a Eduardo:

-Pero ese Sirey no fue rival de usted en tiempo alguno. Me visitaba sin mostrar sus pretensiones, y recuerdo que se retiró de la noche a la mañana, sin saber el motivo.

-Ese Sirey -continuó Eduardo sin detenerse en la rectificación que se le hacía-, se atrevió por despecho o por malignidad a herir el honor de la que iba a ser mi esposa, dando a entender que Magdalena le había pertenecido.

-¡Malvado! -exclamó Magdalena.

-Sé que calumniaba a usted; pero esa calumnia hería el honor de la persona a quien yo amaba tanto, y mi deber era castigarle. Le llamé a un lado y le exigí una retractación inmediata. Sirey se rió de mí, y se retiró a seguir conversando con las jóvenes, que preguntaban lo que acabábamos de conversar.

-No es cosa, les respondió. Este señor (designándome con la mano) está loco. Me acaba de decir que su prometida es un ángel.

Estas palabras fueron acogidas con una carcajada estrepitosa por las hijas de Riketi. Yo perdí la serenidad de mi espíritu, y sin poder contenerme, me acerqué a Sirey y le di una palmada en la cara. Este, pretendiente de una de aquellas niñas, se volvió hacia mí, diciéndome:

-Partamos.

-Al instante, le contesté.

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Salimos de la casa, venciendo las resistencias que nos oponían las jóvenes. Llegamos a la puerta de la calle, y sin hablarnos, [an]duvimos rápidamente una cuadra.

Al fin Sirey se detuvo y me dijo:

-El insulto que me habéis inferido, importa un desafío a mue[rte].

-A muerte -le contesté yo-, a muerte. El honor de mi futura lo exige.

-El mío también.

-Pues vamos a batirnos.

-¿Qué lugar elegís?

-Vuestra propia pieza.

-Nos pueden oír -observó Sirey.

Reflexioné y me convencí.

-Pues vamos a Santa Lucía, al pie de ese tajamar, sin padrinos y sin más compañeros que nuestras armas.

El joven aceptó, y a fin de proveernos de armas, fuimos a casa y de allí sacamos dos espadas. Las ocultamos bajo nuestras capas, y sin proferir palabra alguna, nos dirigimos al lugar convenido. Al dejar mi casa, arrojé una mirada sobre la vuestra: era una despedida, una separación; mas no como la que he sufrido.

-¡Pobre Eduardo! -se dijo a sí misma Magdalena, enterneciéndose-. ¿Todo eso hacíais por mí?

-¡Ah!... -suspiró Eduardo-, ¡y lo haría!...

-Es usted un alma noble. Proseguid.

Eduardo estaba animado, excitado con el recuerdo, y con los ojos rojos en Magdalena. Volvió a continuar:

-Llegamos al lugar, y allí en medio del silencio y sin otra luz que los rayos débiles de una luna naciente, arrojamos nuestras capas, y sacando las espadas, nos pusimos frente a frente y sin proferir otras palabras que «a muerte», dimos principio al combate. El brillo de los aceros era alternativo, nos batíamos con furor. El ruido era más notable por el silencio del lugar. Al cabo de diez minutos, Sirey dio un grito y dejó caer la espada.

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-Estoy herido -me dijo.

Al instante suspendí la mía y me acerqué a él, preguntándole:

-¿Qué hay?

Sirey se apretó el pecho con las manos; me señaló la herida, mas sacando un pañuelo del bolsillo, lo dobló con ligereza y se vendó.

-Aguardad un momento -me dijo-. Aguardad.

Continuó fajándose, y luego que se apretó bien, se agachó al suelo y volvió a tomar la espada.

-Es necesario continuar -me dijo-; defendeos.

-Retractaos -le contesté yo-, y daremos por concluido el desafío.

Sirey era un valiente y un loco, y lejos de convenir en lo que le proponía, me contestó con impaciencia, poniendo la espada en actitud de atacarme:

-El desafío es a muerte, defendeos, porque os mato como a un puerco.

Viendo aquella actitud, y sintiéndome ofendido nuevamente, tomé mi espada y volvimos a continuar la lucha. El furor me cegaba, y Sirey herido en el pecho, se cegaba también, lanzándome estocadas de muerte.

Una de esas me hizo un rasguño en el costado, sentí el frío del acero en mi sangre, y mi furor creció; entonces ya no medité, ni nada pensé sino en matar a mi adversario.

Sirey en medio de esta refriega se me vino a fondo con una estocada; pude desviar la punta de su espada con presteza y al propio tiempo clavarle la mía con toda la fuerza de mi brazo.

La estocada que me tiró era decisiva, porque se vino encima con todo el cuerpo; así fue que el impulso de mi brazo y el empuje de su ida a fondo, hizo que le atravesase del pecho a la espalda. Sirey no pudo resistir esta herida y cayó de golpe al suelo.

Mi espada quedó internada sin poder salir.

El joven se revolcaba en la tierra, lanzando gritos espantosos de dolor. Corrí a auxiliarle, pero fue en vano: la herida era de muerte. En esto sentí pasos que se acercaban, que acudían a las voces   —267→   de Sirey; y yo, por no ser sorprendido, corrí a esconderme en el centro de la ciudad. Quise irme a casa de usted, Magdalena, pero era una imprudencia. Entré a mi pieza, tomé algún dinero que tenía, y en aquella misma noche me embarqué en una nave que partía para Roma, resuelto a escribir a mi prometida desde allí, para que fuese a unirse conmigo; pero estaba escrito que así no sucedería.

Magdalena que veía en esta narración los efectos que había producido en Eduardo, el amor que le había inspirado, no pudo menos que enternecerse al considerar que había sido ella la causa de aquella muerte.

Si hubiese estado soltera, se habría arrojado en los brazos de Eduardo por tanto sacrificio; pero Magdalena era mujer que no olvidaba el honor ni se le despintaba la imagen de Rodolfo, a quien amaba con fe y fidelidad; así fue que, lejos de manifestarse a Eduardo, procuró conocer por entero la historia que contaba ya un desafío consumado.

-Nada de eso sabía, buen amigo, nada -le dijo-. Y bien, ¿por qué se fue usted a Roma?

-Porque allí había un amigo mío, un sacerdote que siempre me ofrecía en sus cartas una protección contra cualesquier revés de la fortuna.

Magdalena se movía con impaciencia en el asiento, su fisonomía se encendía por grados, la impaciencia por conocer el desenlace se revelaba en su mirar.

-Continuad, amigo -le dijo.

Eduardo observaba a Magdalena y conocía no serle indiferente ya. Sin hacerse esperar, continuó la historia de este episodio de su vida.

-Ese sacerdote llamado Rondani, luego que me vio en su convento y supo la causa de mi llegada, se estremeció, varió de color por algunos instantes, y sin pérdida de tiempo me dijo:

-No tengáis cuidado. Voy a libertaros de la muerte.

Yo me quedé esperando la protección del sacerdote, más él no se hizo esperar; entró a una segunda pieza que tenía, y de allí me trajo algunas monedas de oro.

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-Tomad mientras este dinero -me dijo-, y variad en el acto de nombre, de traje, y alojaos en un barrio concurrido. Mañana os daré las instrucciones necesarias.

Yo tomé aquel dinero y me retiré a ejecutar lo que se me había indicado.

Al día siguiente volví donde el sacerdote y le encontré muy contento.

-Todo está arreglado -me dijo.

-¿Cómo así? -le pregunté yo.

-El general de la Orden ha escrito a Nápoles, para que se corra la voz de que Víctor Manríquez ha muerto. Lo he impuesto de todo lo ocurrido y he conseguido con él que os embarquéis para España y de allí paséis a América, llevando pliegos para el Prepósito de la Orden en el Perú.

Al oír estas instrucciones, no pude olvidar la mujer que amaba, y con este motivo advertí al sacerdote:

-Necesito que me siga una joven con quien debo casarme.

-Es imposible por ahora, después se verá.

-Quise persistir en mi idea, pero el sacerdote me demostró la imposibilidad de darme gusto, y lo necesario que era hacerme desaparecer totalmente.

Las circunstancias me obligaron a aceptar aquel partido, y con el corazón transido de dolor, salí a embarcarme para venir al Perú.

Magdalena, usted comprenderá lo que sufriría al alejarme de la Italia, al perder de vista ese Edén del Universo en donde quedaba también el Edén de mi existencia.

¡ Ah! si en aquellos instantes hubiese tenido la persuasión de que usted habría venido a unirse conmigo, yo habría partido alegre, pero el destino acababa con mi porvenir al dejar la Italia; porque perdía la mujer por cuyo nombre había cometido un delito, y la perdía para... siempre.

Eduardo al pronunciar estas palabras se enterneció, dejó caer la cabeza sobre el pecho, agitada por una conmoción fuerte. Magdalena   —269→   dejó aparecer en sus párpados el brillo de lágrimas expresivas.

Miró a Eduardo y no pudo menos que prodigarle un consuelo.

-No es tan cruel el destino -le dijo-, desde que la Providencia nos ha vuelto a dejarnos encontrar, aunque en distinta situación.

-Para mí -repuso Eduardo-, más me valía no haberla vuelto a encontrar, porque es su propia situación la que me hace comprender la imposibilidad de que yo sea alguna vez feliz.

-Es que en el corazón humano -le observó Magdalena-, siempre hay un lugar preferente para la gratitud y la amistad.

-Pero la amistad que reemplaza al amor, no me negará usted que es un martirio o una posición ridícula. Si usted me dijera que en su corazón había un lugar -agregó Eduardo con una expresión ardiente y decidida-, para santificar el amor que devora mi existencia, la extingue y la vivifica, entonces, Magdalena...

Magdalena se precipitó a contener la declaración que tomaba proporciones incalculables, rechazándola.

-A una mujer de honor -le dijo-, no se le ofende, señor Eduardo.

-Es que -le contestó el Inquisidor dando rienda suelta a su alma-, en donde hay amor, pasión, el honor y todo no tienen valor alguno.

-Está usted extraviado, Eduardo. El honor es el elemento principal del amor y sin él no hay felicidad posible.

-Pero ¿ha olvidado usted que yo debí ser su esposo? ¿ha olvidado que el amor de mi juventud primera no ha podido morir en mi corazón, y que sin usted, Magdalena, la vida me es una carga insoportable?

Eduardo no era dueño de sí propio. Encendido por la pasión, confiando en el recuerdo de sus intimidades en Nápoles, en vez de refrenarse, prosiguió en su declaración con más calor. Siguiendo la costumbre de su época, hincó una rodilla en tierra y suplicó a Magdalena, tratando de tomarla del traje.

Magdalena, aunque en usted no exista pasión por este desgraciado, engáñeme, engáñeme diciéndome que me ama.

  —270→  

Magdalena, asustada, ofendida, sorprendida, repelió instintivamente las manos de Eduardo y se puso de pie en disposición de fugar.

Eduardo la detuvo del traje sin abandonar la postura suplicante que tenía.

-¡Dejad! -le ordenó Magdalena revistiéndose de la majestad que suministra la dignidad.

-No, no la dejaré a usted hasta que me diga que me ama.

Hizo un esfuerzo Magdalena para salir, pero no pudo desprenderse de las manos del Inquisidor. Entonces dio un tremendo grito:

-¡Salid de aquí! ¡Andrés! (Era el nombre del sirviente).

A este grito se presento Rodolfo en el umbral de la puerta, y contemplando el cuadro que tenía a la vista, se adelantó con aire sereno pero imponente.

Eduardo se puso de pie y agachó la cabeza, avergonzado y confundido.

Magdalena corrió al encuentro de Rodolfo y este le abrió sus brazos para recibirla. El esposo la estrechó y luego la dijo

-Dejadme solo.

Magdalena se resistió, porque temió algún resultado funesto entre aquellos dos hombres, y lejos de irse, le dijo a Rodolfo:

-Perdonad a ese hombre.

-Dejadme solo, Magdalena, nada temas.

Rodolfo tomó a su esposa del brazo y la condujo fuera de la sala, y enseguida volvió a donde Eduardo estaba sin alzar la vista.

-Señor, espero que si hay honor en vos, me satisfagáis del ultraje que acabáis de hacerme.

-Yo no hacía nada... -contestó Eduardo-, nada...

Rodolfo revistió su rostro de una sonrisa aterrante, tuvo impulsos de ira para acabar con Eduardo, pero se contuvo.

-Bien podría rasgaros el cráneo en este momento -le dijo-,   —271→   bien podría hacerlo; pero entre hombres de honor es un abuso tal medida. ¿No hacíais nada, y procurabais echar sobre mi cabeza la deshonra? Señor Eduardo, dejémonos de palabras... Os emplazo a batiros para mañana.

Eduardo meditó, y viendo que aceptando tal partido saldría de allí sin ruido y sin escándalo, contestó sin mirar a la cara:

-Sí, señor.

-¿Armas?

-A pistola.

-¿En dónde?

-En Amancaes.

-¿Qué horas?

-Las siete de la mañana.

-Pues bien, si me faltáis, os juró que moriréis. Salid ahora de aquí.

Rodolfo le señaló la puerta con el dedo y se quedó en actitud grave y amenazante, sin apartar la vista de Eduardo que salía.

Rodolfo se encaminó enseguida donde estaba Magdalena, y encontrándola llorosa y asustada, la dijo para consolarla, tocándole con cariño la cabeza

-Todo lo he sabido, querida esposa, ese Eduardo es un pobre que merece desprecio.

-Tienes razón. ¿Qué le dijistes?

-Le he ordenado que no volviera más a casa.

Magdalena se serenó al ver la calma de Rodolfo, y alejó de sí el temor de un duelo.



  —272→  

ArribaAbajoCapítulo XXVI6

Del modo como se batía el Inquisidor Mayor


Pasadas las escenas de aquel día, los esposos volvieron a la tranquilidad habitual. Por la tarde salieron a dar una vuelta por las calles. Rodolfo no demostraba la menor alteración en su voz ni en su fisonomía, a pesar de tener que batirse al día siguiente. Una vez que principió a oscurecerse, Rodolfo instó a Magdalena para que hiciese una visita a la familia de Fuente Gonzalo.

Esta instancia tenía por objeto el que Rodolfo necesitaba de un poco de tiempo a solas en su casa, para arreglar algunos apuntes, las armas, y disponer por cierto de sus cosas para el caso de un revés. Magdalena salió a visitar. El esposo quedó solo y se encerró en sus piezas, que tenían una ventana a la calle y una puerta al patio.

-Yo iré por ti a las nueve -le dijo Rodolfo a Magdalena-, al tiempo de salir.

-Te espero -le contestó Magdalena, y partió a tiempo que el reloj daba las siete y media de la noche.

Rodolfo, aquel hombre severo y de honor, que había tenido que disimular a vista de su esposa, luego que se vio solo no pudo menos de dar algún desahogo a su espíritu.

-¡Gracias a Dios!... -dijo a tiempo que andaba-, ¡gracias a Dios!... al fin tengo un momento para descansar, en que poder confiar a la soledad la cólera que me devora.

  —273→  

Rodolfo se fue enseguida a la segunda pieza de las que tenía para sí, y de una cómoda sacó un par de pistolas grandes de chispa, un tarro de pólvora, algunas balas y un puñal reluciente. Volvió con todo y lo colocó sobre la mesa de escribir. Sacó el puñal de una vaina de suela dibujada, lo miró con detención y leyó unas palabras que había grabadas en la hoja.

Protege al débil,
venga el honor.
N

-Este puñal -dijo Rodolfo mirándolo-, contiene el testamento de mi padre.

Él me lo dio con esas palabras que me recuerdan la sangre de que desciendo.

Es bastante fuerte, y no lo dejaré olvidado para hundirlo en el corazón de Eduardo si se negase al duelo.

Le dio una última mirada, y enseguida le tomó del puño y lo clavó sobre la mesa.

-Penetra bien -continuó.

Lo sacó de allí y volvió a guardarlo en la vaina; se lo puso en la cintura, encubriéndolo con el pantalón y la chupa.

Enseguida se puso a examinar las pistolas, les puso un poco de pólvora en la chimenea y ensayó el estado de las piedras.

Tiró el gatillo y la pólvora prendió.

-Están corrientes, mañana las cargaremos en presencia de Eduardo.

Diciendo esto, acomodó las pistolas en un cajoncito con la pólvora y las balas.

-Por lo que respecta a las armas, nada tengo que hacer.

Rodolfo se sentó enseguida en la silla que le servía para la mesa de escribir y tomó la pluma con el fin de hacer algunos apuntes.

-¡Quién lo había de pensar! -dijo Rodolfo a solas-, ¡quién! ¡que yo había de disponerme a morir cuando recién principiaba a vivir!

  —274→  

Rodolfo inclinó la cabeza y se puso a escribir.

Se pasaría una media hora de silencio, al fin de la cual dejó caer la pluma y suspiró:

-Ya he concluido mi testamento -dijo.

Ahora me resta dejar un adiós a Magdalena, por si la bala me arrebata la vida.

¡Ah! ¡cuánto amo a Magdalena!

Rodolfo al pronunciar el nombre de su esposa se enterneció, dejó caer la cabeza sobre el pecho, y luego recobrando la fuerza de su espíritu, continuó:

-Si el infame que obliga al hombre a adoptar el desafío para lavar una afrenta, comprendiese cuántos dolores causa, estoy cierto que renunciaría a atacar el honor.

Bien pude haberme vengado de Eduardo cuando le sorprendí, pero habría causado escándalo y un escándalo que habría refluido en contra de mi mujer.

Él ha atentado contra el honor de mi esposa, ha querido arrebatarme la honra de mi casa.

Eduardo ha cometido una falta, ¿qué hacer para vengarla? ¿relegarla al olvido?...

¡Oh! no, las venganzas que vindican el honor son justas. Olvidar una afrenta, es cobardía.

¡Ah! ¡padre mío! -exclamó Rodolfo-, tú me has dicho: «Venga el honor».

Lo vengaré con la muerte del traidor a la amistad, del seductor que no respeta el deber.

Rodolfo se manifestó acalorado al pronunciar estas últimas palabras.

La reflexión le enfrió enseguida, y el amor por su esposa reapareció tierno y con vehemencia.

-¡Y si yo muero! -se dijo a sí mismo con tristeza-, ¿qué será de mi Magdalena?...

  —275→  

El desafío es un medio incierto de venganza: el plomo del culpable mata muchas veces al inocente; falta la seguridad del castigo... ¡pero qué hacer! la justicia no me vindicaría, y el público no me creería digno.

El desafío es necesario para las sociedades que abusan del honor, y mucho más cuando la cultura no ha llegado a formar la opinión de lo bárbaro y cruel del medio.

Si yo divisase mi vindicación en la reprobación que la sociedad hiciera del hecho de Eduardo, ese castigo me bastaría; pero se me creerá cobarde y otros vendrán en pos a injuriarme...

Vale más poner un término a esto. Me batiré.

Rodolfo, al concluir de hacer estas reflexiones, volvió a tomar la pluma para escribir a Magdalena un adiós, por si la muerte le arrebataba al día siguiente.

«Magdalena querida -le decía-, esposa fiel, cuando abras este pliego en que te consigno el adiós de la vida, no encontrarás en él sino la patente de tu honradez y la prueba del amor, por el cual voy a dar mi existencia».

Rodolfo, al concluir esa frase, sintió golpes en la puerta de su pieza, dejó la pluma en el acto, y tomando la luz fue a abrir la puerta de la segunda pieza, que era la que golpeaban.

-¿Quién es? -preguntó sin abrir.

-Un servidor de usted -le contestó una voz de hombre.

Rodolfo abrió entonces y se encontró de golpe con un bulto cubierto de negro, un agente de la Inquisición.

-Pasad adentro -le dijo Rodolfo-, algún tanto sorprendido por aquella figura. ¿Qué mandabais?

El encargado pasó adentro de la pieza y respondió:

-De orden del Santo Oficio os serviréis leer esta orden.

Rodolfo tomó el papel que se le pasaba, y poniendo una luz en una mesa, abrió el pliego y leyó:

«De orden del Santo Oficio, el agente segundo pasará a casa del señor don Rodolfo de Aguilar y le intimará prisión por el delito de   —276→   herejía y complicidad que manifestó en la sesión última, al defender al reo Moyen».

Signado con dos cruces.

Rodolfo al leer esta orden, sintió correr por sus venas un frío extraordinario de indignación.

Miró con semblante mortal al agente, y sin atreverse a revelar la verdadera causa, a descubrir el medio a que recurría Eduardo para burlar el desafío, dio por única contestación al Inquisidor que permanecía de pie:

-Responded al Santo Oficio que no obedezco.

El agente pareció agitarse bajo el traje negro, y asombrado de aquella respuesta, repuso:

-A la orden del Santo Oficio no se le contesta así: se obedece.

-A las órdenes que nacen de un infame, solo así se contesta.

-Obedeced, señor, de lo contrario os haréis más criminal.

Rodolfo presumiendo que aquel hombre podía emplear la fuerza, se dirigió aceleradamente a la pieza interior, y tomando una espada que allí tenía, volvió precipitadamente a donde el agente.

-En el acto salid de aquí -le dijo-, porque os exponéis...

El agente se retiró con pausa, preguntando con humildad:

-¿Contesto que no obedecéis?

-¡Salid pronto!

Rodolfo cerró la puerta y volvió a su cuarto de dormir.

-Así era de esperarse -dijo-, así. De un miserable solo pueden esperarse ruindades. El desafío no tendrá lugar ya. Guardemos estos papeles. Me vengaré de otro modo.

Rodolfo guardó los papeles en un cajón, puso las armas en su lugar, excepto el puñal que lo dejó en la cintura, y enseguida principió a acomodarse para ir por su esposa.

-Son las ocho y tres cuartos -dijo Rodolfo mirando el reloj-. Ya es hora de traer a Magdalena.

  —277→  

Rodolfo estaba concluyendo de ponerse la capa, cuando fue interrumpido por nuevos golpes que daban a la puerta.

-Voy allá -contestó de adentro-. Este es algún nuevo expediente de Eduardo.

Tomó la espada desnuda, la ocultó con la capa y fue a abrir la puerta.

-¿Qué se os ofrece? -preguntó a tiempo que abría la puerta.

-Os intimo prisión -le contestó el agente de la Inquisición que volvía con ocho soldados armados de sables-. Seguidnos.

-¿Quién os manda?

-El tribunal del Santo Oficio.

-Yo soy magistrado y ese tribunal no puede mandarme.

-Obedeced y no repliquéis.

-No obedezco -contestó Rodolfo con energía.

Entonces el agente se dirigió a los soldados y les mandó:

-Tomad por la fuerza a ese hombre.

Los soldados sacaron sus sables y procedieron a ejecutar la orden.

-Cuidado con dar un paso adelante -les gritó Rodolfo-. Mi persona es inviolable. Soy magistrado.

Los soldados se contuvieron, mas el agente se encolerizó y volvió a ordenarles:

-Si en el acto no aprehendéis a ese hombre, os declaro reos. A nombre del Santo Oficio, os lo mando.

A estas palabras, los soldados se abalanzaron a penetrar en la pieza; pero Rodolfo dio un paso atrás, apagó la luz, dejando a oscuras aquel lugar; y con la espada en la mano se entregó a defender sus fueros y su persona.

Hubo un momento de terror en la tropa, de detención; nadie se atrevía a dar un paso adelante.

-Os juro que el que avance, muere -les intimó Rodolfo.

  —278→  

El agente sintió encendérsele la sangre, y agitado por aquella resistencia, excitó a los soldados a penetrar en la pieza.

-¡Adelante! -les dijo-, desgraciado de él si os toca.

Es a nombre de la religión que os mando.

Aprehended ese hombre que es un hereje.

-¡Un hereje! -exclamaron los soldados y se precipitaron hacia adelante.

Rodolfo les opuso el filo de su espada.

Los sables chocaron contra el acero de Rodolfo.

La oscuridad favorecía a este.

A los hachazos, el esposo contestaba con estocadas, que evadían los soldados eludiendo el cuerpo.

-Me ha herido -exclamó uno de los de la tropa.

El combate se suspendió, y tomando a aquel hombre, lo retiraron de la lucha.

-Id a traer una luz -ordenó el agente a uno de los soldados-. Así nos será más fácil el aprehender a este hombre.

Las hostilidades cesaron.

-En vano resistís -le dijo el agente a Rodolfo-, no os hagáis más criminal.

-Prefiero el que me tomen muerto -contestó este-, antes de ceder a las órdenes de unos facinerosos que abusan de la religión. Sois un agente de pillos, no de jueces.

-Ved como blasfema -les dijo el agente a los soldados.

Los soldados crearon coraje al comprender que Rodolfo blasfemaba.

Las creencias heridas, el honor militar ofendido, un compañero herido, todo ese cúmulo de sentimientos a la vez, dieron a aquella gente el valor desesperado de tomar al reo cuanto antes.

Así fue que luego que el que fue a traer la luz apareció, el agente volvió a dar la orden de ataque.

  —279→  

Rodolfo no se intimidó, y con abnegación, se puso a defender su puesto.

-¡Adelante, muchachos! -les gritó el agente-, ¡adelante!

Los soldados hacían chispear la hoja de sus sables, descargando hachazos de muerte contra Rodolfo, mas Rodolfo los paraba con destreza.

Por la puerta no cabían más que dos hombres, así es que el puesto era muy defendible por uno solo.

La rabia crecía por grados, el filo de la espada iba perdiendo el prestigio que le daba la resolución de Rodolfo; el combate se singularizaba.

-¡A nombre de Jesucristo, avanzad! -les gritó el agente.

Al oír aquella invocación, los soldados se precipitaron sobre Rodolfo; pero este sin retroceder, inutilizó a los dos primeros, hiriéndolos con vigor.

Entonces los otros perdieron el temor, y por encima de aquellos dos cuerpos, se precipitaron de golpe.

Rodolfo retrocedió, y paso a paso siguió luchando, hasta apoyar sus espaldas en un rincón de la pieza.

-¡Entregaos! -le gritaron los soldados.

-¡No! prefiero morir -contestó Rodolfo.

El combate fue entonces muy desigual, eran seis contra uno.

Rodolfo estaba fatigado y por grados perdía la fuerza su brazo.

De súbito recibió un golpe en el hombro, se sintió herido, y recogiendo sus fuerzas por un impulso de desesperación, Rodolfo, lejos de defenderse, arremetió con furor, abriéndose campo al través de los soldados, tirando cortes a un lado y otro, hiriendo aquí, asustando allá.

Rodolfo no se detuvo y se precipitó sobre el agente de la Inquisición, que mandaba el combate desde el extremo opuesto de la pieza. Llegó donde él y le rasgó la cabeza de un golpe.

A este tiempo los soldados le acometieron por la espalda, tendiéndole de dos hachazos y haciéndole saltar la espada.

  —280→  

-¡Asesinos! -gritó Rodolfo-, ¡asesinos!... y quedó rendido.

En el acto se echaron sobre él, que había perdido el sentido, le amarraron los pies y las manos, y con gran celeridad le pusieron en la calesa que estaba a la puerta.

El agente y un soldado entraron también y condujeron aquel cuerpo inerme, a la cárcel de la Inquisición.

Luego que allí llegaron, el agente con la cabeza ensangrentada, se bajó y dio parte a Eduardo que esperaba, de lo ocurrido.

Eduardo conociendo el mal estado del agente, hizo venir a otro.

Cinco minutos después, los soldados se retiraron al cuartel, y un coche preparado, recibió el cuerpo de Rodolfo, aun inerte, y lo condujo al Callao.

A las cuatro de la mañana, Rodolfo era embarcado en un pontón destinado a guardar reos.

De allí debía ser trasbordado a un buque mercante, que en pocos días más salía para Cádiz.

Se le remitía en calidad de preso a las cárceles de Sevilla.



  —281→  

ArribaAbajoCapítulo XXVII

El regreso de Magdalena al hogar


Como la prisión de Rodolfo había tenido lugar a inmediaciones de la casa de Enriqueta, el ruido del combate había hecho que esta al sentirlo corriese apresurada a proteger a su amiga.

Los guardias le impidieron entrar, así fue que tuvo que volverse con gran zozobra y cuidado por Magdalena.

Eran ya las nueve, y Magdalena que esperaba impaciente la llegada de Rodolfo, en vez de ver aparecer al esposo, vio presentarse despavorida a una de las sirvientas anunciando la prisión que acababa de tener lugar.

Magdalena, lejos de anonadarse por aquel golpe, arrobada por el dolor, la cólera y el amor, se lanzó precipitada fuera de la casa donde estaba y corrió por las calles creyendo poder proteger aun a su esposo.

Llegó con la respiración cortada y allí oyó el relato de lo ocurrido. No sabían los criados nada de las heridas, pero Magdalena presumió que las habría recibido después de un combate como el que acababa de pasar.

La esposa aterrorizada, volvió a las piezas de Rodolfo, y allí a presencia de las manchas de sangre que había en la alfombra, del trastorno de la pieza y de la espada de Rodolfo, Magdalena no tuvo   —282→   fuerzas para resistir, la respiración le faltó y revestida de una palidez alarmante, cayó de golpe en uno de los sofás de la pieza.

-¡Aire!... -exclamó-, ¡aire! que me ahogo...

La pieza se llenó de gente, procurando darle algún socorro, algún alivio, a la bella napolitana.

Enriqueta apareció en medio de esta confusión y con grande entereza penetró hasta donde estaba su amiga.

-¡Magdalena! ¡Magdalena! -le llamó la joven a tiempo que le abrazaba bañándole el rostro con sus lágrimas.

Magdalena no respondió, parecía un busto de mármol, inerme y sin vida. El corazón de la esposa latía, y Enriqueta con su cabeza puesta en el pecho, se consolaba al saber que su amiga tenía vida.

Parecía querer comunicar el calor de su sangre al frío cuerpo de Magdalena.

Dos ángeles que se unían en la tierra para sufrir por dos amores que simbolizaban la virtud.

Enriqueta, desesperada por el estado de su amiga, llamó en su auxilio los recursos propios de la situación.

Recordó en aquel estado el éter que Magdalena le había hecho aspirar en la mañana, y dejando el cuerpo de su amiga, corrió a buscar el frasquito que lo contenía.

En pocos minutos volvió y lo puso en las narices de la esposa.

Magdalena al aspirar aquel espíritu hizo un movimiento convulsivo.

Enriqueta se consoló.

Volvió a ponerlo, y Magdalena suspiró entonces.

Dio vuelta el rostro, mas la joven le hizo aspirar por tercera vez. Entonces Magdalena entreabrió los ojos y respiró con ansiedad.

-¡Aire!... ¡aire!...

Enriqueta se levantó y con el rostro brillante por las lágrimas, suplicó a los que ocupaban la pieza, se retirasen.

  —283→  

-Tengan ustedes la bondad de dejarnos solas.

Magdalena está fuera de peligro.

Los que allí estaban contemplaron un momento más a aquellas dos jóvenes; y extasiados por la belleza de ambas, se retiraron en silencio.

-Está en manos de un ángel -dijo uno de los que salía-, es imposible que peligre.

Enriqueta, luego que se vio a solas con Magdalena y las criadas, volvió a aplicarle el espíritu.

La esposa principió a volver, un rayo de carmín coloró sus mejillas. La vida asomaba.

Enriqueta, hizo llevar entonces a la cama a la esposa y allí principió a prodigarle sus cuidados.

Magdalena tan pronto como comenzó a volver, lo primero que encontró a su lado fue a su amiga.

-¿Aquí estabas? -le preguntó Magdalena con suma dulzura.

-Aquí, no tengas cuidado, querida amiga.

Magdalena extendió sus brazos torneados y asió con expresión a Enriqueta.

Esta le echó los suyos al cuello y ambas mezclaron sus lágrimas y sus suspiros.

Eran ya las once de la noche.

-¿Qué me aconsejas, Enriqueta, qué haré por Rodolfo?

-Ahora es ya tarde -le contestó-, ten conformidad; mañana veremos lo que es necesario hacer.

-¡Oh! no, es preciso que yo haga algo, pronto. ¿A quién veré?

-¿Pero sabes por qué causa han llevado preso a Rodolfo?

-No sé más que lo que ayer pasó con Eduardo; pero no creo que tal sea la causa.

-¿Con ese hombre de funesta fisonomía?

Magdalena le contó a la ligera lo ocurrido y luego agregó:

  —284→  

-Pero Rodolfo le despreció -se contentó solo con arrojarle de casa.

-¡Ah! no dudes, es alguna venganza de ese hombre.

-No lo creas, otra causa debe haber: ¿Cómo han de perseguir al hombre que perdona?

Enriqueta se abstuvo de contradecir a Magdalena, procuró más bien desviar la conversación.

-Mañana veremos al Virrey -le dijo-, y él salvará a Rodolfo. Le expondrás todo y...

En esto entró una criada con un papel en la mano.

-Señora, este papel me he encontrado en el patio.

Enriqueta lo tomó y corrió a la luz para leerlo:

Era la orden de prisión que se le entregó a Rodolfo.

-¿Qué es? -le preguntó Magdalena.

Enriqueta leyó entonces la orden

-«Por el delito de herejía y complicidad que manifestó en la sesión última, al defender al reo Moyen» -dijo esta-. He aquí el delito. Eres muy desgraciada, Magdalena. Esos pícaros nos unen en un dolor.

-Abrázame, Enriqueta, abrázame. Dios nos unirá también en el cielo.

Las dos jóvenes entregadas a un propio sentimiento, desahogaron sus corazones con la efusión del dolor.

-No te separes más de mí -le dijo Magdalena.

-Siempre estaré a tu lado.

Hubo un rato de expresión tierna y muda.

-¿Siempre veremos al Virrey? -le preguntó Magdalena.

-¿Qué otro recurso tocar?

-Tienes razón. Tú le hablarás de Moyen y yo de mi Rodolfo. El Virrey no podrá negarnos la libertad de nuestros amores. Nos hará justicia.

  —285→  

-Sí, Magdalena, haré ese último sacrificio.

Magdalena pensó un momento y luego hizo un ademán para levantarse.

-¿Qué quieres?

-Voy a ver las habitaciones de Rodolfo, puede que haya algunos otros papeles. Él ha estado encerrado, según han dicho los criados.

-No te muevas, yo iré. Cuídate por ahora.

Enriqueta tomó la luz y recorrió las piezas de Rodolfo.

Se acercó a la mesa y nada encontró. Su vista se detuvo en uno de los cajones que estaba entreabierto, lo sacó y tomó los apuntes que había estado haciendo, los leyó con avidez.

-Rodolfo ha testado -dijo Enriqueta-, y la carta que está principiada, prueba que algo preveía. Guardemos esto. Es mejor que por ahora Magdalena no vea estos papeles.

Enriqueta reunió aquellos papeles y los guardó en su pecho.

Luego que se cercioró que nada más había, se volvió donde Magdalena y le dijo:

-Nada hay de nuevo por ahora.

-¿Has buscado bien?

-Descansa en mí, querida amiga, descansa.

-Entonces no hay más que hacer sino lo convenido.

-Es lo más propio.

-¿Sabes a qué hora se levanta el Virrey?

-Según me han dicho, nunca da audiencia antes de las doce del día.

-Iremos a las once.



  —286→  

ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Los consuelos dados por un jesuita


El abate González, que era el que había aconsejado a Eduardo para que en vez de asistir al desafío se apoderase de Rodolfo, tanto por evitar el que se desconceptuase el Inquisidor Mayor por si llegaba a saberse la causa del duelo, como por libertarse de un hombre que podía causar males a la Orden, tan pronto como llegó a su noticia el embarque de Rodolfo, se apresuró a penetrar en el hogar de Magdalena, con el fin de reducir todo al silencio.

Con este objeto, a las nueve del día siguiente, el abate se hizo anunciar en casa de Magdalena.

Como debe suponerse, la esposa, acompañada de Enriqueta, había pasado la noche sin pegar sus ojos.

En medio de la excitación febril en que se encontraban, la imaginación de las jóvenes amigas se ocupó en idear recursos para salvar a aquellos dos hombres que formaban parte de sus existencias.

Esto sucedía a fines de agosto de aquel año.

Las jóvenes, tristes y llenas de esperanza, se vistieron de negro muy temprano, para estar listas a las once del día.

La palidez causada por las emociones de la noche anterior, hacía resaltar las formas delicadas y graciosas de las dos.

  —287→  

Estaban ya vestidas, cuando el criado anunció al abate González.

Que pase adelante, contestó Magdalena, creyendo encontrar en este hombre una luz, un consuelo a sus dolores.

Enriqueta se alegró también, y juntas salieron a recibir al abate.

El abate, con esa santidad aparente que revestía, y la suavidad de sus modales, estrechó las manos de aquellas dos mujeres inmoladas a la ambición de las maquinaciones de la Orden.

-Celebro encontrarlas juntas, señoritas.

-Vamos a sentarnos -le dijo Magdalena.

El abate y las jóvenes pasaron al salón de recibo y se sentaron juntas, frente al jesuita González.

-¿Qué noticias me trae usted? -le preguntó la esposa con aquella ansiedad de espíritu que exige todo en una palabra, que necesita de suma brevedad para satisfacerse.

-Hoy a las ocho de la mañana -le contestó el abate-, he sabido el desgraciado suceso de anoche. Presumiendo el estado de aflicción en que se encontraría usted, he creído de mí deber pasar a ofrecérmele para cuanto pueda servirle. En estos casos, la amistad debe manifestarse.

-Señor abate -repuso Magdalena con vivacidad-, mi esposo ha sido aprehendido anoche, me han dejado huérfana, me quitan mi subsistencia y mi vida. Aquí tiene usted la orden (pasándole el papel) de prisión. Ese crimen no lo ha cometido Rodolfo, ese es un pretexto, una perfidia. ¿Qué haré para que se me oiga?

-Por ahora es necesario tener prudencia y no precipitarse. Nadie mejor que yo, sabe que el señor Rodolfo es incapaz de cometer un crimen, lo creo inocente; pero el Santo Oficio tiene que proceder a veces por informes secretos que son ciertos, o por informes calumniosos que levantan algunos hijos del demonio. El Santo Oficio, una vez que conozca la inocencia del señor Rodolfo, esté usted segura que saldrá libre.

-Me consuela usted; mas, para que se conozca esa inocencia, es necesario acelerar el esclarecimiento, darse prisa. Con este fin,   —288→   he resuelto ir hoy donde el Virrey, a informarlo de todo, junto con mi amiga y hermana que tengo a mi lado.

-No haga usted tal cosa, señora; tal paso le reportará graves males.

-¿Por qué?

-Porque si el Virrey llega a tomar parte en este asunto, necesariamente ha de pedir informe al Tribunal. El Tribunal dirá lo que dice en la orden de prisión, y estoy seguro que en tal caso, se abstendrá de influir; se empeñará porque castiguen al señor Rodolfo. Lo que conviene es silenciar y obrar por bajo de cuerda.

-Pero, ¿cómo? yo a nadie conozco ¿de quién me valdré?

-Usted tiene un amigo que puede hacer mucho: Eduardo.

-¿Habla usted de ese hombre -interrumpió Enriqueta-, que se goza en el mal ajeno? Ese hombre no puede ser amigo de Magdalena.

El abate se sorprendió, y Magdalena que nada buscaba sino el encontrar un medio de hacer algo por Rodolfo, bajó la cabeza.

-Está usted equivocada -repuso el abate-, Eduardo es un hombre de bien. Extraño, señorita, su avanzado juicio.

Magdalena miró a Enriqueta con ternura, y la joven lejos de avergonzarse, sostuvo a la amiga con su vista.

-El señor Eduardo -repuso Enriqueta-, se revela por su exterior. Quizá sea un juicio avanzado el mío, pero creo que él es la causa de la prisión de Rodolfo.

-¡Jesús! señorita, podría asegurar que Eduardo siente de corazón lo que ha pasado. Es innecesario conocer sus virtudes para comprenderlo.

Magdalena, que recordaba la escena del día anterior, al oír que el abate le aconsejaba que se empeñase con Eduardo, sintió encendérsele el rostro.

-Eduardo, señor abate -dijo Magdalena-, no es ya amigo mío.

-¿Qué dice usted?

Lo que usted oye, señor.

  —289→  

El abate que sabía la realidad de lo ocurrido, continuó haciendo el papel de sorprendido, y a fin de quitar a Magdalena la idea que había formado de Eduardo, volvió a dirigirle la palabra con un aire de sencillez tal, que la esposa siguió creyendo en su inocencia.

-¿Será indiscreción el que procure saber la razón de ese cambio?

-De ningún modo, señor, de ningún modo. Usted es mi confesor, el director dado por mi esposo, creo de mi deber el exponerle todo.

-Si son cosas privadas, señora, valdría más que las dejásemos para el confesonario.

-¡Oh! no, mi amiga las sabe ya, y como no son faltas mías, voy a exponerlas.

-¿Su amiguita las sabe? deseo entonces conocerlas cuanto antes.

Magdalena hizo entonces la reseña de lo que había sucedido y que nuestros lectores conocen, y enseguida concluyó:

-Tal agravio, tal abuso rompe los vínculos más estrechos.

-Mas no creo -replicó el abate-, que en todo eso haya una falta. A mi ver, no hay otra cosa que una ligereza, disculpable por las afecciones que la causaron. Es una fragilidad.

-Perdóneme usted, señor abate -le interrumpió Enriqueta-, una ligereza de esa especie compromete el honor de la mujer, el honor, que es lo único que la puede conservar digna.

-Soy de tu opinión, Enriqueta -le observó Magdalena-. Cuando el hombre se atreve a desconocer la virtud, no ama; porque si amase respetaría la honra, no exigiría un crimen como condición del amor.

-Tienen ustedes razón -repuso el abate-; no crean ustedes que trato de disculpar a Eduardo; lo que deseo es que ustedes conozcan que a pesar de haber una falta en la apariencia, no la hay en la intención, y por consiguiente, cuando la intención falta, racional y justamente, la apariencia de los actos no puede vituperarse como un crimen.

  —290→  

Para mí, Eduardo se halla en este caso.

Enriqueta miró a Magdalena y esta a aquella, como preguntándose una a otra si aprobarían aquellas máximas.

La esposa pareció manifestarse adherida a los principios del confesor; porque su espíritu abatido no ansiaba otra cosa que el volver a encontrar a Rodolfo. En tal disposición, se apresuró a preguntar al abate

- ¿Y usted cree que Eduardo podría salvar a Rodolfo?

-No lo aseguraría, pero lo creo. Aun cuando no es miembro del Tribunal, puede pedir se le encargue el conocimiento de la causa. Él goza de ese privilegio.

Enriqueta que vio ceder a su amiga y que recordaba las disculpas de Eduardo cuando se empeñó por Moyen, observó con vivacidad:

-El señor Eduardo ha dicho ayer, que él nada puede.

-Puede que así suceda en ciertas causas, señorita -le contestó el abate-; mas no en todas.

-Ese señor lo puede todo -replicó Enriqueta-; pero cuando no quiere acceder, se disculpa. Además, señor abate, Magdalena no debe jamás atravesar palabra con Eduardo; porque Eduardo es la causa de la prisión de Rodolfo.

El abate se violentó un tanto al oír aquellas palabras resueltas de la joven, y sin esperar a que se descubriese causa alguna del desafío, procuró desvirtuar aquel cargo.

-Extraño, señorita, que sin un convencimiento pleno se acrimine así a un hombre.

-Perdone usted, no le acrimino. Eduardo ha sido expulsado de esta casa, y permitirle que vuelva, sería una degradación en mi amiga. Estoy segura que Rodolfo preferiría la muerte antes que su esposa se mancillase.

-Pero esas no son sino palabras, señorita. En casos como estos, es necesario perdonar, admitir la reconciliación que es provechosa.

-Una reconciliación que haría desmerecer a mi amiga.

  —291→  

-Es usted muy exagerada, ¿cree usted que si yo no tuviese la conciencia de la buena intención de Eduardo, aconsejaría una falta?

Magdalena dispuesta como hemos dicho a encontrar un medio de rescatar a su marido, cerró los ojos a los consejos de Enriqueta y aceptó el partido de hacer lo que el abate le decía.

-Señor abate -le dijo-, descanso en usted; haré lo que usted quiera.

Enriqueta susceptible a las ideas de honor, se impacientó al palpar la debilidad de su amiga, y parándose del sofá, le dijo con resolución:

-Magdalena, te deshonras si admites a Eduardo.

-¿Por qué? ¿hay algo de criminal -le observó- en procurar la salvación de mi marido?

-Tú no puedes amar más de lo que yo amo; sin embargo, yo que no he recibido el agravio que tú de ese señor, jamás aceptaría el tenerlo por amigo a título de libertar a Moyen.

-¿Pero no respetas acaso el juicio del señor abate?

-Lo respeto, pero el señor abate no conoce a Eduardo aun, por eso mantiene ese juicio respecto a su persona.

-Enriqueta, no olvides que el señor y yo le conocemos tiempo ha.

-¿Persistes entonces?

Magdalena reflexionó un momento, el abate observó, mas al fin se resolvió.

-¡Dios ve mi corazón! haré ese sacrificio por Rodolfo.

Enriqueta miró a su amiga con detención, la contempló, y enternecida por recuerdos o pensamientos que surcaban en su imaginación, la joven dejó correr una lágrima de amor y de dolor.

Se abalanzó al cuello de su amiga y dándole un ósculo le dijo:

-Eduardo es la causa de tu. desgracia...

-¿Por qué me dices eso?

-Lee esos papeles.

  —292→  

Enriqueta sacó de su pecho un paquetito y lo pasó a Magdalena. El abate se conmovió, mas la esposa abriéndolos leyó el principio del testamento que decía:

«Disposición de mis bienes por si muero en el desafío, que debe tener lugar mañana a las siete, con Eduardo Manríquez».

-¡Rodolfo se iba a batir!... -exclamó la esposa.

-¿A batirse? -interrogó el abate con admiración.

-Lee ese otro papel -le dijo Enriqueta.

Magdalena lo desdobló y con los ojos llenos de lágrimas leyó:

«Magdalena querida, esposa fiel: cuando abras este pliego en que te consigno el adiós de la vida, no encontrarás en él sino la patente de tu honradez y la prueba del amor por el que voy a morir».

Magdalena apenas pudo concluir de leer estas líneas.

Cayó de golpe sobre el respaldo del sofá, ahogada por el llanto.

-Rechazo a Eduardo... -fueron las palabras de la esposa al acabar de leer aquellos papeles.

El abate se asustó un tanto, y mirando con semblante airado a Enriqueta, le dijo:

-Usted ha de matar a su amiga con esas impertinencias.

-Prefiero verla muerta antes que degradada -le contestó la joven.

-Dios la castigará -repuso el abate con cierto aire de amenaza.

Enriqueta se quedó callada y atendió a cuidar a su amiga que sufría.

-Ahora te amo más, Magdalena -le dijo Enriqueta-. Eres siempre la misma.

El abate que presenciaba aquella emoción de sentimientos, conoció que era inútil el quedar más tiempo. Se despidió, para provenir con tiempo los resultados que podrían sobrevenir.

-Me retiro -le dijo a Magdalena-, usted verá lo que ha de hacer. Yo volveré trayéndole las noticias que voy a buscar.

  —293→  

Magdalena no hizo alto en aquellas palabras.

Sufría mucho en aquel momento. Enriqueta contestó la despedida con un saludo de cabeza.

El abate se fue.



  —294→  

ArribaAbajoCapítulo XXIX

Un Virrey sometido a la Compañía de Jesús


A poco rato de haberse despedido el abate, las dos jóvenes se dirigieron a la casa del Gobierno en busca del Virrey, resueltas a practicar lo que habían ideado la noche anterior.

Creían que la autoridad suprema por un acto de justicia las salvaría de los dolores que sufrían, restituyendo a la una el esposo y a la otra el joven que debía ser su marido.

Las desgraciadas jóvenes obraban sin tener un conocimiento regular de la autoridad del Virrey a dar tal paso. La razón era evidente.

El Virrey, aun cuando era el delegado del amo que residía a tres mil leguas de distancia, y de un amo que era considerado ejerciendo el poder por delegación de la Divinidad, estaba consagrado pura y exclusivamente al sostén del orden que permitía explotar las riquezas del país, dejando el dominio absoluto de la sociedad al poder eclesiástico, que por cierto era el mejor guardián de ese orden deseado.

  —295→  

Consecuente a este régimen era la sociedad en sus diferentes manifestaciones: tolerante respeto de las acciones privadas, fuesen de la naturaleza que fuesen; intolerante respecto de todo acto que apareciera con un carácter público.

Baste solo recordar el poder de los jesuitas en aquella época, para darse cuenta de lo que serían las costumbres ajustadas al principio de San Ignacio: «no importa el fondo con tal que las apariencias sean buenas». Principio que era traducido en muchos círculos por un otro, como consecuencia de aquel: «más valía ser cauto que casto».

Este principio de muerte para el corazón y la virtud, de envenenamiento para la educación, era aplicado con rigor por aquella parte de la sociedad que se aferraba a los vicios con la ansiedad del náufrago que divisa un madero en que salvar la vida. Así era, que el fallo público jamás condenaba un acto inmoral en privado, y combatía con fanatismo un acto público, que aunque bueno en el fondo, podía envolver una apariencia de innovación.

Subiendo por grados, de la sociedad a los poderes, se comprenderá el estado de intolerancia que debía dominar al Virrey, que era el caput del pueblo colonial; y se comprenderá también el gran sacrificio que hacía Enriqueta en ir ante él a interceder por un hereje y un amante.

Mas la joven tenía un gran corazón, y a pesar de los dicterios que se le lanzaban, ella descansaba en sus virtudes, y en sus virtudes encontraba valor para sacrificarse por su amor.

Eran las once del día.

Magdalena se había serenado de las impresiones que había recibido durante la visita del abate. Nuestras dos heroínas se dirigieron a palacio.

Entraron allí con alguna dificultad.

El Virrey, tan pronto como supo la llegada de Enriqueta y de Magdalena, hizo que uno de los ayudantes de campo que estaba en la antesala, las hiciese pasar adelante.

Magdalena tomada de la mano de Enriqueta, penetró en una de aquellas salas de recibo que habitaba el Virrey.

  —296→  

La esposa, al pisar los umbrales del salón, se sorprendió de encontrar al abate González.

La joven soltera hizo un signo de disgusto.

El abate se adelantó a recibirlas, y al saludar a Magdalena le dijo en voz baja: «pedid solo un indulto, no mostréis papeles».

Magdalena avanzó con su amiga, y el Virrey con gran galantería, les dio asiento.

El abate previendo este paso anunciado por Magdalena en la visita de la mañana, tomó el partido de estar al lado del Virrey con el objeto de evitar que la esposa manifestase el testamento de Rodolfo y la carta que comprobaba la verdadera causa de la prisión del esposo.

El abate era además el capellán de palacio, y el hombre de consulta.

El Virrey algún tanto viejo, hacía descansar los actos gubernativos de su vida en la sanción que les prestaba el abate.

Un sacerdote absolvía en la tierra y esto era suficiente para serenar la conciencia.

Magdalena, animada por la fuerza de espíritu que poseía, no tardó en exponer al Virrey el objeto de su visita.

-El señor Virrey -le dijo-, no extrañará que una persona como yo, le importune algunos instantes.

-Señora -le contestó el Virrey-, me es grato el teneros en palacio, y manifestaros los mejores deseos por serviros. ¿Que deseabais?

El abate arrebató la palabra para ahorrar a Magdalena la relación de lo ocurrido.

-Si la señora me permite -le dijo-, le ahorraré el sentimiento de exponer el objeto de su visita.

Magdalena creyó que el abate tenía interés en salvar a Rodolfo, y respetando la oferta, le contestó:

-Le agradeceré, señor abate, me evite esa incomodidad. Usted sabe lo ocurrido.

  —297→  

-Pues, señor Virrey -dijo el abate-, esta señora es la esposa del señor Rodolfo.

-¿Del señor Rodolfo? -interrogó con admiración el Virrey-, ¿del señor juez que anoche fue arrestado?

-Sí, señor.

-¿Sabíais ya el hecho, señor Virrey? -le interrogó Magdalena.

-Lo sabía, señora.

-Pues bien -continuó el abate-; la señora deseosa de libertar a su marido, viene a implorar un indulto del señor Virrey.

Enriqueta que observaba con impaciencia, quiso aprovechar la oportunidad para interceder al propio tiempo por Moyen.

-Y yo, señor Virrey -agregó ella-, no puedo menos de pedir la libertad también del señor Moyen, porque soy su futura esposa.

El Virrey que estaba instruido ya por el abate, de ser la causa de las prisiones de estos dos hombres el crimen de herejía, al conocer las súplicas que se le hacían, no pudo dejar de manifestar su extrañeza.

-Me pedís, señora Magdalena -respondió el Virrey-, un imposible. La herejía es un crimen que Dios encarga castigar. Él solo puede acceder a la súplica que hacéis.

En cuan a la súplica de la señorita Enriqueta, me abstengo de responder por respeto al sexo.

Las jóvenes se quedaron estupefactas.

Magdalena en vez de anonadarse, cobró alientos, porque confió en que una vez informado el Virrey de la verdadera causa de la prisión, aceptaría su súplica.

-Señor Virrey -le dijo con prontitud-, mi esposo no es hereje, la causa real porque se le ha encarcelado es distinta.

El abate conociendo que Magdalena iba a exponer la verdad interrumpió para impedir que descubriese el secreto.

-Permítame advertirle que el señor Virrey sabe todo lo ocurrido.

  —298→  

-Señor abate -contestó ella-, pero aquí traigo documentos que si el señor Virrey los ve, se convencerá de lo que usted debe haberle expuesto.

-¿Documentos dice usted? -repuso el Virrey.

-Sí señor. Aquí están.

Magdalena sacó los papeles y los pasó al Virrey, mas el abate, por un acto de cortesía se paró a tomarlos. Los recibió y dirigiéndole la palabra al Virrey, le dijo:

-Si queréis informaros de estos papeles a que aludí anteriormente, os los leeré.

-No, no. Ya sé lo que contienen.

Magdalena se abismaba en aquel caos de inteligencia misteriosa; no encontró cómo sacar una resolución equitativa.

-Y qué ¿esos papeles no os han probado -dijo Magdalena-, la inocencia de mi esposo? ¿no está allí el verdadero cuerpo del delito?

-Sí señora -interrumpió el abate-, el señor Virrey conoce completamente todo lo que hay en este asunto.

Me parece más oportuno el dejar a Su Majestad que a sangre fría lo vuelva a considerar y entonces os mandará su respuesta. Yo haré lo posible, lo que es permitido a un ministro de la verdad.

-Creo que eso será lo más conveniente -repuso el Virrey.

Descuidad señora, voy a hacerme cargo de la cuestión leyendo los documentos y reuniendo las pruebas; y luego que escuche el dictado de mi conciencia y el de la justicia, os contestaré definitivamente.

Magdalena columbró una esperanza. Divisó alguna buena intención en el Virrey.

Por otra parte, la prevención del abate a quien respetaba ella, la prevención hecha en la mañana de ese día, hicieron comprender a la esposa que exponía el resultado si insistía más sobre el particular.

  —299→  

Así fue, que repuso después de un corto momento de meditación:

-¿Cuándo podré tener la repuesta?

El Virrey miró al abate sin atreverse a contestar, mas el abate que estaba cerca de la mesa de escribir, junto al Virrey, trazó con distracción estas palabras en un papel

-«Contestad, que lo haréis lo más pronto posible».

El Virrey leyó de reojo y respondió.

-Lo más pronto posible.

-Así lo espero, porque os creo el representante de la justicia -repuso Magdalena.

Enriqueta, que había esperado la conclusión de la súplica de Magdalena, no tardó en volver a insistir sobre la libertad de Moyen.

-Dispensadme, señor Virrey -dijo Enriqueta-, si vuelvo a importunaros sobre el ruego que os he hecho.

Moyen no tiene parientes ni nada en este país: no tiene más que un corazón que late por él, el mío. Se le va a inmolar y a mí se me va a arrebatar la vida.

El Virrey creyó que se le faltaba al respeto que era un escándalo el que cometía la joven al confesarle su pasión: así fue que la sangre fría que acompaña a la etiqueta la perdió y con ella los miramientos debidos a la belleza y a la virtud.

El Virrey arrugó el ceño, y lejos de responder a la súplica de la joven, le dijo:

-Nada extraño es que una señora casada pida por su esposo; pero es altamente irregular, señorita, que vengáis a insultar mis canas y la autoridad que invisto, haciendo alarde de un sentimiento como el que manifestáis.

-Yo le había observado lo mismo -agregó el abate-, pero qué queréis, señor, eso nace de la ilustración que ha adquirido esa joven, de esa ilustración que traen los herejes extranjeros.

-Tenéis razón, señor abate -replicó el Virrey-, tenéis razón.

Ved el grado de perdición a que ha llegado esa joven; seguramente no será dirigida por algún hermano de la compañía.

  —300→  

-Lo era, pero ha renunciado a él.

-¡Qué tal atrevimiento! Señorita, vale más que volváis a vuestra casa y os reconciliáis con la Compañía de Jesús. Ninguna joven a vuestra edad cometería la falta que acabáis de cometer.

Esta descarga de improperios cayeron sobre la desgraciada Enriqueta con todo el peso de una grosería. Su espíritu luchaba con las preocupaciones, era injuriada y a la par calumniada.

En cualquiera otra persona, esas palabras habrían pasado sin contestación.

Margarita se habría reído de ellas, a la vez que hubiese demostrado sentimiento; pero Enriqueta no, porque la virtud lejos de abatir fortifica.

Enriqueta, luego que acabó de oír aquella respuesta, con la altivez que solo da la inocencia, levantó su rostro encendido de rubor y de energía, y con el metal de voz más firme y dulce respondió:

-Señor Virrey, si os ha causado extrañeza que una joven confiese una pasión, cual lo es el amar casta y virginalmente, mucho más me ha producido a mí el que un anciano en quien yo creía encontrar un apoyo, se atreva a mancillar mi amor con palabras tan poco dignas.

-Advertid, señorita -le observó el abate-, que habláis con el representante de nuestro amo el Rey.

-Nada me importa que sea el representante de Su Majestad; porque mi reputación no es de la autoridad.

-¡Ja, ja! -se rió el Virrey-; esta señorita me hace reír. ¿Está loca?

No puede por menos, porque si no lo está es escandalosa la imprudencia que demuestra.

La joven sintió aglomerársele la sangre a la cabeza, su imaginación brilló.

-¡Ah! señor Virrey, tenéis razón en creerme loca, en creer lo que creéis de la mujer que os habla como yo.

Estáis acostumbrado como hombre a tratar a la mujer como especie distinta de la raza humana.

  —301→  

Las leyes, las costumbres, los usos, todo nos ha reducido a la nulidad. Nos negáis la inteligencia, la razón; no nos creéis útiles para más que para cuidar el orden doméstico.

Nos creís máquinas incapaces de hacer nada por nosotras mismas.

Hoy no somos sino un mueble de adorno y de comodidad; tenéis razón, pues, de creerme loca; porque traspaso esos límites de esclavitud, sin otra razón que la de que soy mujer.

Mas, ¡ay! si fuese hombre, entonces creeríais propio un paso como el que doy, porque entre los hombres nada es impropio, aun los vicios...

Yo he venido a pedir un acto de justicia, y un acto de justicia que se invoca a nombre de un sentimiento divino, jamás será un escándalo, señor Virrey, ¡jamás! porque la justicia y el amor son virtudes.

Es verdad que nadie se atrevería a dar un paso como el que doy, pero también es verdad, y lo digo con orgullo, de que nadie podrá levantar su frente más pura que la mía.

El Virrey y el abate escucharon con atención a la joven, y vagando entre si aquello sería el desenfreno de la inmoralidad o un resultado de pasiones disculpables, el Virrey se decidió por lo primero.

-No sé cómo clasificaros, señorita; porque no sé si lo que he oído, es un sueño o una realidad.

Sabed que como mujer soltera, vos no tenéis voz activa, no podéis pensar en vos misma; y que si fueseis casada, vuestro marido sería el que hablase en lugar vuestro.

Salvad ese principio de vanidad para no exponeros a caer en la falta que estáis cometiendo.

-Muy bien dicho, señor -repuso el abate-. ¿Qué sería de la sociedad si sucediera lo que la joven ha dicho? ¿Qué sería? ¡He aquí lo que se gana con la civilización!...

-¿Qué sería? -exclamó Enriqueta-, no se viviría del engaño de la hipocresía daría pábulo a los vicios sociales.

Si la mujer no yaciese sometida a la obediencia y a la inacción   —302→   en que se nos mantiene, esté usted seguro, señor, de que otro sería el estado de la sociedad.

La mujer revestida de dignidad, no sería el juguete de las pretensiones de los hombres, no estaría expuesta a la inmolación de su honor; no se viviría de la falsía, siempre engañando, siempre tolerando, por tener una distracción, algo que la haga ocuparse; y sobre todo, ¿por qué queréis negarnos la independencia de nuestras acciones públicas? ¿no toleráis las faltas privadas?

Si sois magistrado, no os fijéis en la persona que había, fijaos en el hecho, en si lo que se pide es malo o no.

-Me parece -dijo el Virrey al abate-, que esto es imperdonable. Vale más que evitemos estos escándalos.

Os encargo el que procuréis el arrepentimiento de esa joven, aleccionándola en la prudencia.

Yo no puedo soportar más.

-Tal es mi desgracia, señor -agregó Enriqueta con ternura-, que por último resultado he de llevar el convencimiento de la pérdida de Moyen, sin dárseme una razón, sin oírseme a nombre de la justicia.

Yo tengo corazón, tengo alma como vos, señor Virrey por eso es que sufro, y por eso prefiero arrastrar la maldición del vulgo y de las preocupaciones; porque prefiero llenar mi deber, pedir a nombre de mi amor.

Magdalena, que presenciaba esta escena con gusto, cuando oía el despejo de la palabra de la amiga; y con sentimiento cuando escuchaba los reproches que le hacían, involuntariamente se levantó del asiento, y dándole un beso en la frente, le dijo:

-La mujer siempre será esclava y tendrá que luchar contra el tutelaje del hombre.

Vámonos, amiga, esto no tiene remedio.

Enriqueta se paró también, y mirando con indignación a aquellos hombres, les dijo:

-Espero que mandéis por mí muy pronto para ocupar un calabozo.   —303→   He dicho algunas verdades, lo cual es suficiente para ser tenida por criminal.

-Dios os proteja, señorita -le respondió el Virrey.

-Dios os perdone -agregó el abate.

Magdalena tomó el brazo de su amiga, y salieron ambas, la una con una débil esperanza, y la otra con el convencimiento de que Moyen estaba perdido.

El abate, luego que vio alejarse a los jóvenes, dijo al Virrey:

-Os lo había prevenido, que la una era casi loca y la otra una infeliz.

Luego poniéndose los papeles bajo del brazo, continuó:

-Estos son papeles tan indecentes que no podéis verlos sin haceros daño.

Me los llevo.

-Bien, señor abate. ¿Para qué me sirven cuando, según me lo habéis dicho, son escandalosos?

El abate, con aquella adquisición, se retiró diciendo para sí:

-Tengo los documentos que temía; ahora desaparecerá Rodolfo sin escándalo y Eduardo salvará su honor. Vamos a seguir nuestro trabajo.



  —304→  

ArribaAbajoCapítulo XXX

La capilla


Mientras Magdalena trabajaba por libertar a su marido, las secretas maquinaciones del abate y de Eduardo hacían desaparecer a Rodolfo del Perú, sin que alma viviente lo supiese. Un bergantín se hacía a la vela y le conducía a las costas de Cádiz, haciendo escala en Talcahuano. Al propio tiempo, como si una misma estrella alumbrase el destino de las dos amigas, el Santo Oficio hacía poner en capilla al francés Moyen.

Poner en capilla a un reo de la Inquisición, era señalarle la hora que debía morir.

La capilla duraba el tiempo que el Tribunal fijaba. Como Moyen estaba sentenciado a morir, el Santo Oficio, que ansiaba dar espectáculos al público para probar su celo y mostrarse digno de su ardor religioso, determinó que se llevase a cabo el fallo que había dado en la causa ruidosa del hereje. Con este objeto, el miércoles 3 de setiembre, el carcelero acompañado de la comunidad franciscana y de tres inquisidores, pasó al calabozo del reo, y sacándole la cadena que le ataba a la muralla, le puso una barra de grillos. Enseguida, uno de los inquisidores leyó la sentencia a Moyen y le notificó para que pasase a la capilla, a fin de arreglar su alma y ponerse en vía de la eternidad.

  —305→  

Moyen escuchó la sentencia sin proferir una sola palabra. El inquisidor que la leyó, una vez que hubo concluido, la presentó al reo para que la besara en demostración de humildad. Moyen, a este acto, contestó con un signo repulsivo: extendió el brazo y rechazó el papel.

-¡Siempre soberbio! -exclamó el Inquisidor-. ¿Preferís morir o retractaros como lo dispone la sentencia?

-¡Siempre digno! -repuso Moyen con gravedad-. Prefiero morir.

-Pasad entonces a la capilla.

Moyen principió entonces a moverse y a avanzar con suma dificultad. Los frailes le rodearon, y a la par que andaban pausadamente, entonaban un canto de ordenanza, un canto de alabanzas a Dios y de súplica por el alma del pecador que acompañaban.

La capilla era una pieza espaciosa, que estaba adornada con un pequeño altar, tres o cuatro sillas y una mesa larga cubierta de un manto negro. En esa pieza el reo se confesaba y estaba acompañado por los religiosos que se le destinaban para auxiliarle. Las monjas se encargaban de presentarle los mejores platos de comida, y los habitantes se entregaban a rogar por el alma de la víctima.

Después de haber atravesado algunos callejones, Moyen entró en aquella pieza, y luego que allí estuvo, se sentó en una de las sillas. La comunidad se retiró a su convento, y los inquisidores se esperaron un momento más con el fin de saber si Moyen elegía algún confesor.

-¿Designáis, señor Moyen -le dijo uno de ellos-, cuál debe ser vuestro confesor?

-A nadie designo, prefiero estar solo para aprovechar los momentos que me restan de vida -contestó el desgraciado.

Los inquisidores se retiraron con esta contestación y dejaron a Moyen a solas.

Este, en vez de entregarse al abatimiento consiguiente a su situación extrema, se ocupó en pasear su vista por lo extenso de las paredes.

  —306→  

Su vista se detuvo en las diferentes inscripciones que había, y muy especialmente en las cuartetas, décimas, sonetos y otra clase de versos que estaban inscriptos como para adornos de la capilla.

Moyen, movido por la curiosidad, y ansioso de una distracción, a falta de tener un libro, se paró con dificultad, y colocándose frente de los versos, se puso a leer los siguientes:



   «En el trono del amor
está sentado, un cordero
blanco, hermoso y hechicero,
mirando al Padre y Pastor.

   »De sus ojos brotan luces,
brotan raudales de amor,
que bañan en vivos gozos
a la grey y al buen pastor.

   »Bellas sus manos destilan
mirra de fragante olor,
y dicen los cortesanos
que es aroma del amor.

   »Oh cordero sin mansilla,
oh cordero y buen pastor,
el alma mía te entrego,
yo te rindo el corazón.

   »Yo te adoro aquí postrado,
te ofrezco aquí cuanto soy,
te pido que me retornes
una mirada de amor.

   »Si vírgenes te acompañan,
si solo vírgenes son,
las que cantan los cantares
del místico puro amor,

   »yo que soy inmundo cieno,
malicia y putrefacción,
¡Qué podré decirte a ti!
¡Qué pudiera cantar yo!

   »Pero tú, sol de justicia,
cuyo vivo y puro ardor
acrisola cuanto toca
con rayos vivos de amor,
—307→

   »Purifícame piadoso,
derrama en mí tu esplendor,
te entonaré agradecido
los cantares del amor.

   »Pregonaré sin cesar
tu benigna compasión,
y entre humildes penitentes
cantaré al Padre y Pastor.

   »¿Quién, diré como el Cordero,
quién iguala al Buen Pastor,
que con su vida alimenta
al mismo que le inmoló?

   »¿Quién el manso, quién el puro
quién el vivo resplandor
del mar de misericordia
sino el mismo, el mismo Dios?

   »El inmenso, el infinito,
el omnipotente amor,
el que abrasa los extremos
de toda la perfección.

   »Bendito seáis por siempre,
bendito seáis, Señor;
Dios de los puros y humildes,
Dios verdad del mismo Dios».



-¡Ah! -exclamó Moyen al concluir de leer estos versos-, el que escribió estas líneas debió ser cristiano. Han hecho bien en ponerlas en esta antesala de la eternidad.

Moyen siguió andando, y creyendo encontrar otro desahogo a su corazón, se puso a leer otra de las composiciones que seguía a la anterior:



   «Quién quiere seguir la cruz
y morir con Cristo en ella,
ha de renunciar gustoso
todo aquello que deleita.

   »Ha de someter callado
su voluntad a la ajena,
ha de beber la injusticia,
ha de obedecer sin réplica.
—308→

   »Ha de morir a toda hora
sin exhalar una queja,
ha de bendecir humilde
la mano que le atormenta.

   »Ha de ser un cuerpo muerte,
ceniza, y aun menos quo ella,
olvidado de sí mismo,
de sus dolores y penas.

   »Ha de ser un instrumento
de la sabía Providencia,
a todo siempre dispuesto
como la inerte materia.

   »Ha de ser el todo y nada,
la muerte y la vida misma,
la víctima, el sacerdote,
el silencio y la elocuencia.

   »Ha de ser un puro grano
que el Padre Eterno aquí siembra,
que en todos muere y renace
dando a todos forma nueva.

   »Ha de ser copia ajustada
de la verdad y belleza,
ha de ser imitación
de la vida verdadera.

   »Ha de ser lo que él no sabe
siendo en realidad la escuela
donde el maestro soberano
a los humildes enseña.

   »Ha de ser duro martillo
del infierno y su ralea,
ha de ser del Evangelio
la victoriosa bandera.

   »Ha de ser, por fin, la cruz
todo transformado en ella,
brotando hermosa verdad
siempre fuerte, siempre eterna».



-He aquí -dijo Moyen al concluir de leer-, he aquí el compendio de la constitución de los jesuitas.

  —309→  

Se han propuesto hacer de la humanidad un puño de bastón, y lo conseguirán con el tiempo si llegan a regentear dos siglos más.

Ved ahí la escuela... la escuela bosquejada con debilidad. Ved ahí la educación que tiende a despojar al hombre de su dignidad moral.

¡Desgraciados los países en que esa secta de inmoralidad y avaricia encuentre acogida!

¡Desgraciados! porque inapercibidamente pierden el sentimiento humano, el sentimiento de lo bello; pierden todo, porque pierden al hombre y con él la verdad.

Moyen deliraba siempre que encontraba un rastro de los jesuitas; porque tenía la convicción de la historia, de la razón que acusaba a esa Orden de asesina, estafadora y corruptora de la educación pública. Por eso no es de extrañar que se exaltase al leer algunas máximas puestas por ellos en la capilla. Moyen volvió a leer los versos, y al retirarse del lugar donde estaban, sin apartar la vista de ellos, dijo:

-¡Con qué gloria y consuelo no moriría si supiese que el pueblo aprendía, principiaba a odiar a los jesuitas! ¡Quién pudiera impregnar en el corazón de esta sociedad, adormecida por los halagos de ellos, la necesidad de alejarlos, impedir que con su tacto acaben de marchitar esa flor naciente de la juventud! ¡Ah! ese día sería el principio de la resurrección para la libertad y la civilización.

Moyen continuó entreteniéndose en leer la multitud de inscripciones que seguían. Entregado a sí mismo, se desahogaba en criticarlas a la ligera. Después de los últimos versos que le habían causado fuerte impresión, el reo recorrió a la ligera los demás, hasta que llegó a unos que hablaban del infierno. Leyó mentalmente la parte de los que pintaban la entrada de un pecador a rendir cuenta de su vida ante el Eterno, y luego continuó en voz alta:



   «Parece, ¡ah! le veo
callado temblar,
oyendo los cargos
de exacto fiscal.
—310→

   »Parece le oigo
no hay remedio ya,
todo lo perdí
por mi voluntad.

   »El infierno vivo
do voy a parar,
será mi morada
por siempre jamás.

   »¡Ayes y más ayes
allí sonarán,
entre mil tormentos
de una eternidad!

   »Fuego, pez y azufre
se respirará,
martirios y azotes
no habrán de cesar;

   »y el cuchillo agudo
del siempre jamás
que al alma allí parte
sin haber piedad.

   »Parece, ¡ah! le veo,
sentenciado ya,
y presa segura
del monstruo infernal

   »Aun oigo la risa
burlona y mordaz,
con que los verdugos
el tormento dan».



El reo quiso continuar leyendo, pero sintió que la tal lectura le exaltaba, le impacientaba.

-Siempre con las penas, con las venganzas -dijo-. No se cansan de calumniar al Dios de misericordia; así es como educan y hacen del corazón humano un foco de espantos y de horror. ¡Qué no sufrirán los que con esas creencias mueren!

Moyen siguió andando hasta tomar un asiento. Allí se dejó caer, cansado por el peso de los grillos y fatigado por la debilidad de sus fuerzas.

  —311→  

-Si en la muerte -dijo-, no se divisase más que el renacimiento del hombre, no habría cobardes en el mundo; ¡pero se han propuesto hacer creer que la muerte nos trasporta a un castigo eterno, que es un mal inherente a la creación, cuando es todo lo contrario! ¡Qué sería de la humanidad condenada a vivir, a no dejar la tierra! Sería el infierno que se encuentra bosquejado en esas inscripciones. ¡Siempre deseando, siempre aspirando! Viviendo sin darse cuenta de las verdades aun no manifestadas: ¡lejos de los cielos, de nuestro padre que apenas comprendemos y amamos en el mundo! ¡La muerte! don precioso de Dios, que nos libra de beber la injusticia a cada paso, de contemplar las miserias que nos rodean. ¡La muerte! ¿qué sería de nosotros si no existiese? la vida del hijo maldito, la vida del judío condenado a andar siempre sin encontrar descanso, atravesando los desiertos del pensamiento y de la duda sin jamás salir del estrecho círculo del mundo.

Moyen fortalecido por sus ideas, continuó en sus reflexiones sobre la muerte.

-¿Qué era yo antes de nacer? -se interrogó-. De la nada principié a animarme bajo la forma del marisco7. Con el tiempo tomé otra figura, el de la masa que precede a la formación del cuerpo. ¡Entonces no sabía lo que era y ya vivía! Una mera trasformación me sacó del seno materno y entonces principié a ser la miniatura del hombre. Mi cuerpo ha continuado desarrollándose y en ese desarrollo perfecionándose. Mis facultades han comprendido, y mis sentidos han gozado. ¿Será mañana el último elaboramiento de mi existir?

Moyen levantó su frente y con entusiasmo continuó:

-No, mañana este cuerpo que se ha ido trasformando paso a paso y en progresión, mañana recibirá otra transformación, la transformación lógica de la existencia; dejará de ser un ser de la tierra y pasará a ser un ser de los cielos. La concha del marisco se rompió y de allí salió el cuerpo; mañana perecerá este cuerpo,   —312→   y mi espíritu desprendido de la tierra, volará, a la patria universal; a esos mundos en donde el padre ama a sus hijos, en donde el dolor es desconocido; en donde la luz es perpetua. ¡Allí, de cuántas dudas, de cuántos males no descansaré!...

Moyen enfervorizado, se dejó caer de rodillas y levantando los ojos al cielo exclamó:

-¡Dios de bondad y de amor, gracias te doy por la muerte que legasteis al mundo! Mañana me remontaré sobre esos soles, sobre esos astros, sobre esos espacios que atestiguan tu poder, y allá a tu lado, os pediré perdón de mis faltas; perdón para los verdugos que me arrebatan con un sacrificio.

Moyen se levantó y volvió a sentarse.

-La muerte, es la resurrección -dijo.

Enseguida se entregó a una meditación profunda. Cerró los ojos, cruzó los brazos y quedó inmóvil. En tal estado permaneció largo tiempo. El pensamiento revoleteaba agitado por distintas ideas. La fisonomía revelaba las impresiones que sufría.

Hubo un rato en que la sonrisa apareció por sus labios; mas esa sonrisa fue pasando y por grados principió a aparecer un síntoma de amargura. ¿Qué recuerdo entristecía aquella alma? El semblante seguía denotando un dolor profundo; una lágrima se desprendió de sus ojos.

-¡Nada siento -dijo Moyen alzando la vista iluminada por el brillo de las lágrimas-, nada siento al morir sino el dejar a Enriqueta!... Joven que se inmoló al amarme, espíritu inocente que será sacrificado a las preocupaciones de la sociedad. ¡Enriqueta!... ¡cuánto la amo! El mundo la dejará pasar sin postrarse ante sus virtudes. Quizás muera de dolor y si muere; ¡Dios nos unirá en la gloria!

Moyen recordaba con sentimiento a la bella y virtuosa Enriqueta; y con razón, porque había tenido la felicidad de encontrar en estos mundos esa imagen que marca la felicidad para los corazones sinceros y leales.

Moyen volvió a entregarse a una meditación reconcentrada. Lanzó   —313→   su espíritu a los mundos que columbraba, y extasiado en contemplar panoramas ideales sobre la eternidad, pasó el resto del día en coloquios íntimos, hablando mentalmente con Dios.

Aquel día, Moyen, revestido de una tranquilidad admirable, se alimentó con los obsequios de las monjas. Durante aquel espacio de tiempo, fue interrumpido por tres visitas de sacerdotes que venían a ofrecerle su salvación si se confesaba. Moyen repelió a aquellos sacerdotes y rogoles que lo dejasen solo. Así fue que los sacerdotes, desesperados de la obstinación del reo, se resignaron, según sus creencias, a dejarle condenarse en los infiernos.

Llegó la noche, y el reo, después de haber orado largo rato se entregó a dormir. La paz de su conciencia no le alteró y con el semblante alegre y el color sonrosado, se levantó al día siguiente para esperar las once, hora en que debía marchar al suplicio.

El carcelero, acompañado de un inquisidor, se presentó temprano en la capilla, y este último preguntó a Moyen:

-¿Necesitáis algo?

-Desearía arreglar mis vestidos y mi cara -contestó-; quisiera vestirme de gala, porque hoy es el gran día para mí.

El inquisidor se sorprendió a la par del carcelero, y ambos salieron a dar gusto al reo. Poco rato después, le trajeron los útiles para limpiarse y alguna ropa interior de muda. Moyen se afeitó a presencia de los dos hombres que hemos indicado, se mudó, y una vez que hubo concluido, les dijo:

-Gracias, señores: ¿ropa exterior no hay?

-Esa la recibiréis al tiempo de salir.

-Está bien.

Los hombres salieron y el reo quedó esperando su última hora.