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El negro de la deshonra en «La Araucana» de Alonso de Ercilla y Zúñiga (1569-1589)

Jean-Pierre Tardieu




Introducción

Como es sabido, en la literatura clásica española, la honra es asunto de mucha trascendencia. No procede necesariamente de un preclaro nacimiento, sino de una imprescindible pureza de orígenes, y, más aun, de una impoluta caballerosidad. De ahí que, si el hombre la adquiere en los campos de batalla pugnando por una noble causa, la mujer también es depositaria de dicho sentimiento por su recato antes de su casamiento y luego por su fidelidad a su esposo (Castro, 1916; Menéndez Pidal, 1937; García Valdescasas, 1958).

No está ausente dicho sentimiento en las obras épicas relacionadas con la conquista del Nuevo Mundo. Alonso de Ercilla y Zúñiga, relatando la del territorio que ya se llamaba Chile, en la que participó1, adoptó en su poema La Araucana2 los temas clásicos, y entre ellos el de la honra, ilustrándolo en los dos casos evocados, o sea en el hombre como guerrero y en la mujer como futura esposa. Pero lo que nos interesará aquí es que, en ambas circunstancias, es la actuación de un negro la que amenaza la honra de estos personajes. Recientemente Paulina Barrenechea, de la Universidad de Concepción (Chile), aseveró con mucha razón que «dentro de la historia de la literatura chilena [...] relegado a un papel secundario, más bien ausente, el negro fue despojado de un protagonismo dentro del espacio literario nacional pese a las fuertes intenciones y posiciones anti-esclavistas de algunos literatos durante el siglo XVIII y XIX»3. Ya sabemos que pronto se efectuó en la mentalidad occidental la demonización del negro, debido a su fenotipo. Se verificó un deslizamiento semántico del término «aithiops» que pasó del significado original de «quemado por los rayos del sol», al de «quemado por las llamas del infierno», con la reactivación ideológica de la maldición de Cam (De Medeiros, 1972-1973; Mveng, 1972). En las Indias Occidentales el comportamiento díscolo de no pocos esclavos de origen musulmán se explicó por su pertenencia a «la secta demoníaca», como se solía calificar al Islam. De modo que muy pronto el etnónimo «mandinga» llegó a ser sinónimo de «diablo» por todo el continente (Tardieu, 2001: 166-182).






La honra de Caupolicán

Carlos Vossler, con no poco optimismo, aseveró que:

«No hay entre los pueblos románticos ningún otro que tan magnánimamente esté dispuesto como el español a reconocer, honrar y alabar el valor de sus enemigos. Desde el Cantar de mío Cid y desde los más antiguos romances fronterizos, hasta las Guerras civiles de Granada de Pérez de Hita, La Araucana de Ercilla y las comedias nacionales de Lope y Calderón, ha continuado en España como una hermosa costumbre la actitud caballerosa, humana y ecuánimemente justa frente al enemigo».


(Vossler, 1961: 99-100)                


En la obra de Ercilla, es llamativa la ambigüedad de la visión del indio que brinda el autor a sus lectores. Por una parte, se veía obligado de justificar la conquista por su rechazo del «verdadero Dios», según los criterios del «requerimiento». Pero por otra, no podía desprestigiar al indígena desde el punto de vista militar sin privar su obra de toda dimensión épica4.

Para designar al araucano vuelve a menudo bajo su pluma el calificativo «bárbaro»5, motivado por prácticas consideradas como diabólicas por el cristiano-centrismo de la época: «Gente es sin Dios ni ley, aunque respeta / aquel que fue del cielo derribado, / que como, a poderoso y gran profeta / es siempre en sus cantares celebrado».

Evoca el poeta a continuación el nombre de este «demonio», Eponamón, precisando de un modo contradictorio que así solían apodar a los valientes guerreros (op. cit., p. 92). En su prólogo, Ercilla parece no dejar lugar a dudas en cuanto a su motivación:

«Y si a alguno le pareciere que me muestro algo inclinado a la parte de los araucanos, tratando sus cosas y valentías más estendidamente de lo que para bárbaros se requiere, si queremos mirar su crianza, costumbres, modos de guerra y ejercicio della, veremos que muchos no les han hecho ventaja, y que son pocos los que con tan gran constancia y firmeza han defendido su tierra contra tan fieros enemigos como son los españoles».


(op. cit., p. 70)                


Desde el principio de la obra, no deja efectivamente de ensalzar las aptitudes guerreras de los araucanos, quizá por deseo de imponer esta imagen6, pero también con el fin de valorizar las proezas de los españoles, frente a una enconada hostilidad que nada detiene: «No ha habido rey jamás que sujetase / esta soberbia gente libertada, ni estranjera nación que se jatase / de haber dado en sus términos pisada» (op. cit., p. 94).

Acertó en esto Ercilla. Hace énfasis el historiador chileno Bengoa en el que los mapuches no tuvieron reyes ni señores, siendo su sociabilidad y cortesía «capaces de reemplazar al Estado como institución organizadora, controladora y represiva». Resistieron además al imperialismo de los incas, quienes sólo consiguieron establecer mitimaes en los valles del norte y del centro del país sin cruzar el río Bío Bío (op. cit., pp. 30, 37-40).

Vencido Caupolicán, fue condenado a muerte, fallo que admitió con gran dignidad, aceptando convertirse antes del suplicio: «[...] cercado de una gruesa compañía / de bien armada gente le sacaron / a padecer la muerte consentida / con esperanza ya de mejor vida» (op. cit., pp. 900-901).

El bautismo de hecho le ponía en el mismo rango que los príncipes cristianos, por lo cual a Ercilla no le pareció del todo inadecuado concederle sentimientos dignos de éstos frente a la deshonra que significó para él la modalidad del suplicio.

Para comprender la reacción prestada a Caupolicán, es de saber que en las Indias Occidentales solían ser negros los que se desempeñaban como verdugos. Buen ejemplo de ello es la muerte que, a órdenes del licenciado Carvajal, dio un esclavo suyo al virrey del Perú, Blasco Núñez Vela, vencido en Iñaquito en 1546 por Gonzalo Pizarra, caudillo de la rebelión de los encomenderos. A este respecto, interesa citar el comentario del cronista Gonzalo Fernández de Oviedo en Historia general y natural de las Indias: «Y el licenciado se apeaba a cortarle la cabeza, e dijo Pedro de Puelles que allí se halló: "No haga vuestra merced tan grand bajeza: córtesela un negro"» (Fernández de Oviedo citado en Tardieu, 2006: 19-25). O sea que, para Caupolicán, quien -insistimos en lo artificial del procedimiento- adoptó ipso facto la mentalidad española con el bautismo, la intervención de un esclavo negro mancillaba su muerte que de digno sacrificio se transformaría en ruin castigo, ejecutado por el más despreciable de los seres humanos. Citaremos las estrofas que escenifican el rechazo del cacique:

Llegóse él mismo al palo donde había
de ser la atroz sentencia ejecutada
con un semblante tal, que parecía
tener aquel terrible trance en nada,
diciendo: «Pues el hado y suerte mía
me tienen esta suerte aparejada,
venga, que yo la pido, yo la quiero,
que ningún mal hay grande si es postrero».
Luego llegó el verdugo diligente,
que era un negro gelofo, mal vestido,
el cual viéndole el bárbaro presente
para darle la muerte prevenido,
bien que con rostro y ánimo paciente
las afrentas de más había sufrido,
sufrir no pudo aquélla aunque postrera,
diciendo en alta voz desta manera:
«¿Cómo que en christiandad y pecho honrados
cabe cosa tan fuera de medida,
que a un hombre como yo, tan señalado
le dé muerte una mano así abatida?
Basta, basta morir el más culpado:
que al fin todo se paga con la vida;
y es usar deste término conmigo
inhumana venganza, y no castigo
¿No hubiera alguna espada aquí de cuantas
contra mí se arrancaron a porfía,
que usada a nuestras míseras gargantas
cercenara de un golpe aquesta mía?
Que aunque ensaye su fuerza en mí de tantas
maneras la fortuna en este día,
acabar no podrá, que bruta mano
toque al gran general Caupolicano».
Esto dicho, y alzando el pié derecho
(aunque de las cadenas impedido)
dio tal coz al verdugo, que gran trecho
le echó rodando abajo mal herido;
reprehendido el impaciente hecho
y él del súbito enojo reducido,
le sentaron después con poca ayuda
sobre la punta de la estaca aguda.

(Id., pp. 902-903)                


Así a lo horrendo del empalamiento precede lo cómico del trato impartido al esclavo negro, amalgama, algo torpe en reducido espacio, de lo dramático y de lo burlesco. Efectivamente, el negro sería motivo de comicidad en la literatura del Siglo de Oro (Tardieu, 1977), lo cual pareció anticipar aquí Ercilla.

Pero hay más. Es posible que la breve referencia a la procedencia étnica del africano se deba a otro motivo que a una necesidad métrica. Se trata de un «gelofo», y conste que, para el Nuevo Mundo, era mucho decir. En la época, los «gelofes» o «jolofes»: que corresponden a los «wolofes», vecinos del Senegal actual, ya estaban islamizados, y, trasladados al Nuevo Mundo, se mostraban por ello muy reacios a la esclavitud, fomentando a menudo motines que ponían en peligro a la sociedad colonial. En particular en Santo Domingo donde en 1522 el almirante Diego Colón se vio obligado a reprimir severamente el sublevamiento de los esclavos de su hacienda azucarera encabezado por «jolofes», según refiere detenidamente Gonzalo Fernández de Oviedo (1992: 178-17). Hasta tal punto que la legislación colonial prohibió el envío a las Indias Occidentales de siervos de dicha procedencia. Por supuesto no se cumplió la medida7.

Lo que queremos decir es que la afrenta, en que se transformaba el castigo, era mucho más grave de lo que podía parecer a primera vista, por lo menos para un español o un «cristiano» según se solía decir durante la conquista. La reacción del cacique araucano se enmarcaba en una espontánea regeneración suscitada por el bautismo que acababa de recibir, el cual en el acto plasmó su mentalidad a imitación de la de sus vencedores. No le pareció nada inverosímil al autor prestarle al «gran general Caupolicano» sentimientos que tan solo podía experimentar un enemigo suyo.




La honra de Glaura

En la última estrofa del canto XXVIII, cuenta el poeta una experiencia personal. Encontrándose en la vanguardia de las tropas represivas, al llegar en medio de «una espesa y gran quebrada» topó con una mujer «al parecer turbada» que se puso a huir. La historia de esta mujer ocupa buena parte del canto XXVIII.

En este canto, para mantener el interés del lector, rompe Ercilla la tensión épica de su obra con una digresión a modo de los cuentos del Decamerón de Boccaccio8, con la diferencia de que se trataría de un suceso auténtico9. La introduce de un modo clásico partiendo de un aforismo dilatorio:

Quien tiene libre y sosegada vida
le conviene vivir más recatado,
que siempre es peligrosa la caída
del que está del peligro descuidado;
y vemos muchas veces convertida
la alegre suerte en miserable estado,
en dura sujeción las libertades,
y tras prosperidad adversidades.

La cuarta estrofa suministra una descripción física de la muchacha, que remite en gran parte a los cánones clásicos de la belleza, con la perfección de sus proporciones y de sus rasgos:

Era mochacha grande, bien formada,
de frente alegre y ojos estremados,
nariz perfecta, boca colorada,
los dientes de coral fino engastados;
espaciosa de pecho y relevada,
hermosas manos, brazos bien sacados,
acrecentando más su hermosura
un natural donaire y apostura.

(Id., pp. 902-903)                


De manera que Rodrigo Faúndez Carreño habla del «valor occidental de la belleza» de Glaura10, los españoles estaban de acuerdo sobre la belleza de las indígenas, asegurando que en ciertas regiones eran blancas y de grandes ojos. Alonso González de Nájera, en Desengaño y reparo de la guerra en Chile (1614), escribe lo siguiente:

«[...] aunque en general tienen las mujeres el color más castaño que moreno, tiénenlo muchas verdinegro y quebrado, y mías más blanco que otras, según los temples de las tierras donde nacen y se crían, con algunos otros colores agraciados, tanto que las que dellas sirven a los nuestros, son causa de hacer a muchas españolas mal casadas. Son comúnmente de mediana estatura, y en general tienen grandes y negros ojos, cejas bien señaladas, pestañas largas y cabello muy cumplido, tanto que a muchas arrastra, el cual traen bien trenzado, todo lo dicho muy negro»11.


(Bengoa, 2007: 381)                


Pero sí aparecen efectivamente las referencias impuestas por la poesía renacentista en cuanto a la frente, los ojos, la boca y los dientes «de coral fino engastados», que mantienen algún tiempo el suspense, pronto surgen otras cualidades que apartan a la muchacha de la visión convencional petrarquista transmitida por Boscán o Garcilaso de la Vega. Se refieren al aspecto natural de una chica criada en un medio ambiente que nada tenía que ver con la mítica Arcadia de Sannazzaro o los salones de la sociedad decente española. Evoca Ercilla «un natural donaire y apostura», puestos de realce por los dotes evocados precedentemente.

A decir la verdad, ello se explica cuando Glaura -es el nombre de la muchacha- le informa a Ercilla de su identidad: es de «sangre esclarecida» por ser hija de un cacique de los principales, Quilacura. Por lo tanto no podía, ni siquiera físicamente, confundirse con chicas de baja estirpe. Incluso introduce el poeta un elemento poco verosímil de amor cortesano que hará más conmovedora para el lector la desgracia de Glaura:

Mi nombre es Glaura, en fuerte hora nacida,
hija del buen cacique Quilacura,
de la sangre de Friso esclarecida,
rica de hacienda, pobre de ventura;
respetada de muchos y servida
por mi linaje y vana hermosura [...].

(Id., p. 761)                


No compartía su nobleza de carácter uno de sus pretendientes, Fresolano, primo hermano de su padre, el cual no conseguía dominar una pasión vesánica recusada por la chica con palabras enfáticas algo extrañas en semejante contexto. Le rechazó diciéndole de lejos: «¡Oh malvado, / incestuoso, desleal, ingrato, / corrompedor de la amistad jurada, / y ley de parentesco conservada!» (Bengoa, 207: 381).

Se hubiera encontrado la chica en peligroso trance de no darse una señal de alerta motivada por el ataque de un escuadrón español que acarreó no solo la muerte del molesto pretendiente sino también la del padre. No le quedó más a la huérfana que huir desesperadamente por el monte intentando protegerse del riesgo en la enmarañada naturaleza: «Iba, pues, siempre mísera corriendo / por espinas, por zarzas, por abrojos, / aquí y allí y acá y allá volviendo / a cada paso los atentos ojos [...]» (Bengoa, 2007: 764)12.

Obviamente temía Glaura caer en manos de inescrupulosos soldados que no habrían vacilado en aprovecharse de su indefensión. Le esperaba una prueba aun más difícil de superar, o sea la agresión de dos negros de la tropa enemiga: «cuando por unos árboles saliendo / vi dos negros cargados de despojos, / que luego en el instante que me vieron / a la mísera presa arremetieron» (Bengoa, 2007; 766).

A los esclavos negros les tocaba efectivamente saquear los campamentos de los indios después de su derrota. Como ejemplo de negros que entraron en resistencia en Chile, P. Barrenechea propone: Precisamente en La Araucana de Ercilla, por ejemplo, se consigna esta situación en la secuencia de Glaura y Cariolán junto a dos negros cimarrones13. Ahora bien, como vemos, estos dos negros no eran cimarrones sino que formaban parte de los esclavos de los conquistadores y cumplían con una de sus misiones, es decir adueñarse de los despojos de los indios vencidos. No se le escapó esta situación a Luis Monguió (1957), quien señaló que «en La Araucana hay referencias a negros, esclavos, pero combatientes -o por lo menos auxiliares en el pillaje y el apresamiento de indios tras el combate»14.

Volviendo a nuestro tema, asistimos pues a un reforzamiento de la tensión, elemento que renueva el suspense15, con la identidad de los agresores. Amén de aparecer como viles saqueadores, se portaron de manera bestial, dejándose llevar de sus instintos. Entendemos ahora el porqué de la belleza idílica de la muchacha, que haría el atropello aun más monstruoso al parecer de los lectores españoles. A no caber duda la misma agresión, dirigida en contra de una indígena de belleza más natural, no hubiera suscitado tal patetismo por no corresponder sus dotes a los esquemas convencionales.

Habida cuenta del contexto evocado, no deja de extrañar el que de repente diera Glaura con dos negros en el monte, cuando el poeta ni palabra dijo acerca de la presencia de congéneres suyos en la guerra de Chile. Charles Aubrun, al tratar de la agresión de los dos negros, parece no haber aquilatado debidamente todo lo contextual de esta situación:

«Sabe [Glaura] el peligro que corre constantemente su honor, ya que la asaltaron con violencia indebida su malvado primo Fresolano y luego otros dos villanos, y, por cierto, negros villanos. Quedamos perplejos ante esta arbitrariedad o genialidad de Ercilla. Entre todos los codiciadores injuriosos que abundaban en el ejército escoge a dos negros. ¿Será otro homenaje a la verdad del caso? Aun si fuera tal, notemos que insiste en el color de sus malvados como si quisiera eximir a los españoles de aquel crimen. Sobre todo, siente como la necesidad de introducir en su episodio a la infamia para que resalte la virtud, a antihéroes para dar más relieve a los héroes».


(Aubrun, 1956: 270)                


Buen ejemplo es este de la «invisibilidad» de los negros de que traté en otros lugares. Sabido es que eran numerosos como lo patentiza la documentación (Tardieu, 2000). En Arauco domado que el licenciado Pedro de Oña, nativo de Chile, dedicó en 1596 al gobernador Hurtado de Mendoza, vencedor de los araucanos, el negro es aun menos visible que en el poema de Ercilla. Aparece tan solo, en el canto XI, Hernando «un atrevido negro congo», que, contrariamente a la escenificación de La Araucana, se portó con gran valentía al lado de los españoles.

Pero Pedro Cieza de León en Descubrimiento y conquista del Perú, evocando las tribulaciones de los «chilenos» al pasar en 1535 por los puertos antes de llegar al valle de Copiapó, esboza una visión dramática de sus padecimientos y de los de sus esclavos negros, muchos de los cuales se murieron de frío. En el segundo intento de conquista capitaneado en 1540 por Pedro de Valdivia, quien pasó por el desierto de Atacama, no sufrieron menos los negros, «gente de servicio» de los españoles al lado de los yanaconas, como declara Jerónimo de Vivar, testigo directo, en Crónica de los reinos de Chile (1558). No es que se explaye el cronista sobre la suerte de dichos esclavos, «piezas de servicio» les llama, tan solo facilita unos detalles en cuanto a su desempeño al lado de los conquistadores. Cuando, en Atacama, preparó Valdivia una trampa para dar fin a los ataques de los indios mandó «que los yanaconas y esclavos fuesen por aquella parte como solían a traer hierba y leña, y que se apartasen hasta media legua del alonjamiento, y que llevasen todos sus armas». Así que dichos esclavos no se contentaban con ser mera «gente de servicio», sino que entraban en la estrategia del caudillo (op. cit., pp. 64-65). No se demoró más el cronista en la actuación de los negros, salvo para referirse de un modo indirecto a las penalidades por ellos sufridos durante la expedición de Diego de Almagro. Así pudo ver personalmente, ocho años después de los acontecimientos narrados, los cuerpos helados de varios negros (Ibid., p. 70).

En lo militar, sabemos que el propio Pedro de Valdivia, personaje de los cantos precedentes de la obra contemplada, tuvo a bien recompensar los servicios prestados por uno de ellos, Juan Valiente. Pese a su condición servil, le honró en 1550 con una encomienda situada entre los ríos Maulé y Ñuble. Cuatro años antes, el cabildo de Santiago le había concedido una chácara cerca de la ciudad16.

De manera que Rolando Mellafe, apoyándose en escrituras notariales, asevera que para Chile:

«[...] casi todos los conquistadores que figuraron señaladamente en las crónicas y documentos chilenos de los primeros decenios, fueron poseedores de esclavos negros. Insistimos, sin embargo, que la presencia de estos negros no significa por esos años que su poseedor fuese necesariamente un hombre de empresa, en el sentido económico de la palabra; es casi exclusivamente el sentido señorial, que junto con tener con el negro un sirviente y trabajador más o menos ocasional, lo requería como hombre de armas, escudero e integrante de la propia mesnada».


(Mellafe, 1984: 49)                


Así que diremos que el silencio de Ercilla a este respecto quizá se explique también por el deseo de reservar para el momento estudiado en estas líneas la introducción de los negros, cuyo comportamiento distó con mucho de la heroicidad.

Hubieran concretado sus abyectos deseos dichos negros, a no atraer los gritos de Glaura a Cariolán, quien le salvó de la irreparable afrenta al «honor» y a la «castidad». Acometiendo a los agresores, les dirige el joven denuestos muy comunes cuando de negros se trataba, como consta en la literatura clásica española: «¡Perros, bárbaros, traidores!». Su victoria no podía resultar demasiado fácil sin perjudicar el suspense. Uno de los negros murió casi en el acto de una flecha que se le hundió hasta las plumas. El otro, herido, se puso más «emperrado», término que le pareció más idóneo al autor. De manera que Cariolán se vio obligado a pelear con él cuerpo a cuerpo. De esta lucha con un negro «grande y fornido», otro tópico tan trillado como llevado acerca de los negros, no hubiera salido ileso sin su destreza física, consecuencia de un buen entrenamiento, y su habilidad en manejar la daga. Como era de esperar, el amor de Glaura premió su valor. Si, al poco tiempo, les separó el hado, les unió de nuevo la providencia -siendo Cariolán yanacona, es decir indio de servicio, de Ercilla-, cuando se efectuó el encuentro de su amo con la muchacha17.




Algún comentario

Las dos referencias más importantes al negro en La Araucana de ningún modo tratan de su comportamiento a menudo heroico durante la conquista de Chile según el mismo parecer de los españoles. Sin embargo la índole épica de la obra podía haber sido un buen pretexto para valorizarlo. Por el contrario, Ercilla o limita su actuación a ocupaciones de las más vergonzosas -las de un verdugo- o le brinda un carácter ruin, dominado por instintos animales. Intentaremos explicar esta visión hondamente negativa acudiendo a dos proposiciones.

La primera se relaciona con el propósito ideológico de la obra, o sea la valorización del araucano. Le convenía a Ercilla aprovecharse de la imagen del negro difundida por las relaciones de los responsables administrativos y religiosos de las Indias occidentales. Según estos, el comportamiento de los negros era sumamente dañino para con los naturales, en la medida en que permitían los dueños de esclavos una verdadera inversión de los valores, estimándose éstos, con la complicidad de aquéllos, superiores a los indios. Resumiremos el dictamen de los informes acudiendo a una expresión muy recurrente en dichos escritos: «Los indios son los esclavos de los esclavos» (Tardieu, 1990).

La segunda, pese a su carácter más hipotético, no se puede desechar así porque sí. Se relaciona con la propia experiencia americana del autor. A decir la verdad, tenía sus límites. Casi todo el tiempo que vivió en ultramar, lo consagró a la lucha en contra de los temibles araucanos. Dejando de lado una estadía en el Callao de Lima, exilio motivado por un duelo en Chile, la parte que más conocía el autor era Panamá. Ahora bien en este lugar tenían muy mala fama los negros, debido al comportamiento amenazador de los cimarrones que no dejaban de perturbar la paz, robando las mercancías del camino de Nombre de Dios a Panamá, matando a los viajeros que se opusieran y raptando a las negras de servicio. Al Consejo de Indias llegaban quejas incesantes de los cabildos de ambas ciudades. Y fue el marqués Andrés Hurtado de Mendoza, quien, al llegar a Panamá, camino de la capital de su virreinato, decidió cercenar el mal, confiando al general Pedro de Ursúa en 1555 la misión de acabar con la resistencia del rey cimarrón Bayano (Tardieu, 2009). Se efectuó pues durante esta represión la primera estadía en Panamá del joven Alonso de Ercilla. En cuanto a la segunda, antes del regreso a la península, duró dieciocho meses, entre la primera y segunda guerra contra los cimarrones (Moringuió, 1979: 10). De ello se deducirá que el futuro autor de La Araucana conservó un recuerdo hondamente negativo de los negros, que no consiguió borrar su actitud en la guerra de Chile, desde luego más positiva para los intereses de la sociedad colonial.

Así pues, por muy esporádica que sea la figura del negro en la famosa obra de Ercilla, no carece de interés desde dos puntos de vista. Primero, se inspiró Ercilla de una realidad sociohistórica para, en el momento más álgido de su relato, o sea el horrible suplicio impuesto a Caupolicán, realzar la honra de su personaje con su rechazo del verdugo negro. El episodio dramático linda con lo burlesco, según criterios que serían manejados de manera más sutil en la comedia del Siglo de Oro, de acuerdo con las normas establecidas por Lope de Vega en Arte nuevo de hacer comedias (1609)18.

Se valió el poeta de los tópicos tan trillados como transmitidos por la mentalidad colonial al respecto del negro. Es muy de suponer que las dos estancias del autor en Panamá, territorio en el que los cimarrones se atrevieron a poner en tela de juicio los valores de la sociedad esclavista, no hizo más que reforzar en su memoria esta imagen negativa de un ser bestial y lúbrico. No le interesó el negro como víctima del sistema esclavista, lo cual era casi normal para la época -pocos protestaron en contra de su servidumbre-, sino como victimario de los inocentes indios, según el esquema convencional19. Al fin y al cabo el propósito de Ercilla, lo confesó muy a las claras, consistía en restituirles a los araucanos una dignidad puesta en tela de juicio por sus agresores españoles. Así que la visión que brindó de los auxiliares serviles de éstos no podía ser diferente. Haciendo caso omiso de su papel histórico, relevante en la guerra de Chile, les redujo el poeta, al estado de seres guiados por sus instintos.






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