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ArribaAbajo- V -

El zarco


A la sazón que esto pasaba en Yautepec, a un costado de la hacienda de Atlihuayán, y por un camino pedregoso y empinado que bajaba de las montañas, y que se veía flanqueado por altas malezas y coposos árboles, descendía poco a poco y cantando, con voz aguda y alegre, un gallardo jinete montado en brioso alazán que parecía impacientarse, marchando tortuosamente en aquel sendero en que resonaban echando chispas sus herraduras.

El jinete lo contenía a cada paso, y en la actitud más tranquila, parecía abandonarse a una silenciosa meditación, cruzando una pierna sobre la cabeza de la silla, como las mujeres, mientras que entonaba, repitiéndola distraído, una copla de una canción extraña, compuesta por bandidos y muy conocida entonces en aquellos lugares:


«Mucho me gusta la plata,
pero más me gusta el lustre,
por eso cargo mi reata
pa la mujer que me guste.»

El jinete, caminando así a mujeriegas, no parecía darse prisa por bajar al llano, y de cuando en cuando se detenía un momento, para dejar que su caballo respirara y para contemplar la luna por los claros que solían dejar los árboles de la montaña. Así, mirándola atentamente, observaba también las estrellas y parecía averiguar la hora, como si estuviese pendiente de una cita.

Por fin, al dar vuelta un recodo del camino, los árboles fueron siendo más ralos, las malezas más pequeñas, el sendero se ensanchaba y era menos áspero, parecía que la colina ondulaba suavemente y todo anunciaba la proximidad de la llanura. Luego que el jinete observó este aspecto menos salvaje que el que había dejado atrás de él, se detuvo un instante, alargó la pierna que traía cruzada, se estiró perezosamente, se afirmó en los estribos, examinó con rapidez las dos pistolas que traía en la cintura y el mosquete que colgaba en la funda de su silla, al lado derecho y atrás, como se usaba entonces; después de lo cual desenredó cuidadosamente la banda roja de lana que abrigaba su cuello, y volvio a ponérsela, pero cubriéndose con ella el rostro hasta cerca de los ojos. Después se desvió un poco del camino y se dirigió a una pequeña explanada que allí había, y se puso a examinar el paisaje.

La luna había aparecido ya sobre el horizonte y ascendía con majestad en el cielo por entre grupos de nubes. A lo lejos, las montañas y las colinas formaban un marco negro y espeso al cuadro gris en que se destacaban las obscuras masas de las haciendas, la faja enorme de Yautepec, los cerros y las arboledas, y al pie de la colina que servía de mirador al jinete se veían distintamente los campos de caña de Atlihuayán, salpicados de luciérnagas, y en medio de ellos los grandes edificios de la hacienda con sus altas chimeneas, sus bóvedas y sus ventanas llenas de luz. Aun se escuchaba el ruido de las máquinas y el rumor lejano de los trabajadores y el canto melancólico con que los pobres mulatos, a semejanza de sus abuelos los esclavos, entretenían sus fatigas o daban fin a sus tareas del día.

Ese aspecto tranquilo y apacible de la naturaleza y ese santo rumor de trabajo y de movimiento, que parecía un himno de virtud, no parecieron hacer mella ninguna en el ánimo del jinete, que sólo se preocupaba de la hora, porque después de haber permanecido en muda contemplación por espacio de algunos minutos, se apeó del caballo, estuvo paseándolo un rato en aquella meseta, después apretó el cincho, montó, e interrogando de nuevo a la luna y a las estrellas, continuó su camino cautelosamente y en silencio. A poco estaba ya en la llanura y entraba en un ancho sendero que conducía a la tranca de la hacienda; pero al llegar a una encrucijada tomó el camino que iba a Yautepec, dejando la hacienda a su espalda.

Apenas acababa de entrar en él andando al paso, cuando vio pasar a poca distancia, y caminando en dirección opuesta, a otro jinete que también iba al paso, montado en un magnífico caballo obscuro.

-¡Es el herrero de Atlihuayán! -dijo en voz baja, inclinando la ancha faja de su sombrero para no ser visto, aunque la bufanda de lana le cubría el semblante hasta los ojos.

Después murmuró, volviendo ligeramente la cabeza para ver al jinete, que se alejaba con lentitud:

-¡Qué buenos caballos tiene este indio!... Pero no se deja... ¡Ya veremos! -añadió con acento amenazador. Y continuó marchando hasta llegar cerca de la población de Yautepec. Allí dejó el camino real y tomó una veredita que conducía a la caja del río que atraviesa la población. Después siguió por toda la orilla meridional hasta una pequeña curva en que el río, después de encajarse entre dos bordes altos y llenos de maleza, de cactos y de árboles silvestres, desemboca en un terreno llano y arenoso, antes de correr entre las dos hileras de extensas y espesísimas huertas que lo flanquean en la población. Allí la luna daba de lleno sobre el campo, rielando en las aguas cristalinas del río, y a su luz pudo verse perfectamente al jinete misterioso que había bajado de la montaña.

Era un joven como de treinta años, alto, bien proporcionado, de espaldas hercúleas y cubierto literalmente de plata. El caballo que montaba era un soberbio alazán, de buena alzada, musculoso, de encuentro robusto, de pezuñas pequeñas, de ancas poderosas como todos los caballos montañeses, de cuello fino y de cabeza inteligente y erguida. Era lo que llaman los rancheros un caballo de pelea. El jinete estaba vestido como los bandidos de esa época, y como nuestros charros, los más charros de hoy. Llevaba chaqueta de paño obscuro con bordados de plata, calzonera con doble hilera de chapetones de plata, unidos por cadenillas y agujetas del mismo metal; cubríase con un sombrero de lana obscura, de alas grandes y tendidas, y que tenían tanto encima como debajo de ellas una ancha y espesa cinta de galón de plata bordada con estrellas de oro; rodeaba la copa redonda y achatada una doble toquilla de plata, sobre la cual caían a cada lado dos chapetas también de plata, en forma de bulas rematando en anillos de oro. Llevaba, además de la bufanda de lana con que se cubría el rostro, una camisa también de lana debajo del chaleco, y en el cinturón un par de pistolas de empuñadura de marfil, en sus fundas de charol negro bordadas de plata. Sobre el cinturón se ataba una canana, doble cinta de cuero a guisa de cartuchera y rellena de cartuchos de rifle, y sobre la silla un machete de empuñadura de plata metido en su vaina, bordada de lo mismo. La silla que montaba estaba bordada profusamente de plata; la cabeza grande era una masa de ese metal, lo mismo que la teja y los estribos, y el freno del caballo estaba lleno de chapetas, de estrellas y de figuras caprichosas. Sobre el vaquerillo negro, de hermoso pelo de chivo, y pendiente de la silla, colgaba un mosquete, en su funda también bordada, y tras de la teja veíase amarrada una gran capa de hule. Y por dondequiera, plata: en los bordados de la silla, en los arzones, en las tapafundas, en las chaparreras de piel de tigre que colgaban de la cabeza de la silla, en las espuelas, en todo. Era mucha plata aquella, y se veía patente el esfuerzo para prodigarla por donde quiera. Era una ostentación insolente, cínica, sin gusto. La luz de la luna hacía brillar todo este conjunto y daba al jinete el aspecto de un extraño fantasma con una especie de armadura de plata; algo como un picador de plaza de toros o como un abigarrado centurión de Semana Santa.

El jinete estuvo examinando durante algunos segundos el lugar. Todo se hallaba tranquilo y silencioso. El llano y los campos de caña se dilataban a lo lejos, cubiertos por la luz plateada de la luna, como por una gasa transparente. Los árboles de las huertas estaban inmóviles. Yautepec parecía un cementerio. Ni una luz en las casas, ni un rumor en las calles. Los mismos pájaros nocturnos parecían dormir, y sólo los insectos dejaban oír sus leves silbidos en los plantanares, mientras que una nube de cocuyos revoloteaba en las masas de sombra en las arboledas.

La luna estaba en el cenit y eran las once de la noche.

El plateado se retiró, después de este rápido examen, a un recodo que hacía el cauce del río junto a un borde lleno de árboles, y allí, perfectamente oculto en la sombra, y en la playa seca y arenosa, echó pie a tierra, desató su reata, quitó el freno a su caballo y, teniéndolo del lazo, lo dejó ir a poca distancia a beber agua. Luego que la necesidad del animal estuvo satisfecha, lo enfrenó de nuevo y montó con agilidad sobre él, atravesó el río y se internó en uno de los callejones estrechos y sombríos que desembocan en la ribera y que estaban formados por las cercas de árboles de las huertas.

Anduvo al paso y como recatándose por algunos minutos, hasta llegar junto a las cercas de piedra de una huerta extensa y magnífica. Allí se detuvo al pie de un zapote colosal cuyos ramajes cubrían como una bóveda toda la anchura del callejón, y procurando penetrar con la vista en la sombra densísima que cubría el cercado, se contentó con articular dos veces seguidas una especie de sonido de llamamiento: «¡Psst... psst!... «Al que respondió otro de igual naturaleza, desde la cerca, sobre la cual no tardó en aparecer una figura blanca.

-¡Manuelita! -dijo en voz baja el plateado.

-¡Zarco mío, aquí estoy! -respondió una dulce voz de mujer.

Aquel hombre era el Zarco, el famoso bandido cuyo renombre había llenado de terror toda la comarca.




ArribaAbajo- VI -

La entrevista


La cerca no era alta; estaba formada de grandes piedras, entre las cuales habían brotado centenares de trepadoras, de ortigas y de cactos de tallos verticales y esbeltos, formando un muro espeso, cubierto con una cortina de verdura. Sobre esta cerca, aprovechando uno de sus claros y bajo las sombrías ramas del zapote, cuyo tronco nudoso presentaba una escalinata natural por dentro de la huerta, Manuelita se había improvisado un asiento para hablar con el Zarco en sus frecuentes entrevistas nocturnas.

El bandido no se bajaba en ellas de su caballo. Desconfiado hasta el extremo, como todos los hombres de su especie, prefería estar siempre listo para la fuga o para la pelea, aun cuando hablaba con su amada en las altas horas de la noche, en la soledad de aquella callejuela desierta y cuando la población dormía sobresaltada sin atreverse nadie a asomar la cara después de la queda.

Por lo demás, así, a caballo, estaba al alcance de la joven para hablarle y para abrazarla con toda comodidad, pues la altura del cercado no sobrepasaba la cabeza de la silla del caballo, y en cuanto a este animal, enseñado como todos los caballos de bandidos, sabía estarse quieto cuando la voluntad del jinete lo exigía. Por otra parte, la cortina vegetal que revestía el cercado de piedra, presentaba allí un ancho rasgón que permitía a los amantes hablarse de cerca, enlazarse las manos y abandonarse a las intimidades de un amor apasionado y violento.

Ya varias veces algunos vecinos de Yautepec, que solían transitar por esa callejuela en las mañanas para salir al campo, habían reparado en las huellas que dejaba el caballo en las noches de lluvia, huellas que indicaban que alguien había estado allí detenido por mucho tiempo, y que venían del río y volvían a dirigirse a él. Pero suponían que eran las de algún campesino que habla venido allí en la tarde anterior o a lo sumo sospechaban que Nicolás, el herrero de Atlihuayán, cuyo amor a Manuelita era demasiado conocido, tenía entrevistas con ella, aunque sabían todos, por otra parte, que la joven manifestaba profunda aversión al herrero, cosa que atribulan a hipócrita disimulo desmentido por esas huellas acusadoras.

En cuanto a doña Antonia, madre de Manuelita, ignoraba de todo punto, como es de suponerse, que su hija tuviese entrevista alguna con nadie, y aun el rumor acerca de las huellas de un caballo junto al cercado de su huerta, le era totalmente desconocido.

Así, bajo aquel secreto profundo, que nadie se hubiera atrevido a adivinar, Manuela salía a hablar con su amante con toda la frecuencia que permitían a éste sus arriesgadas excursiones de asalto y de pillaje. Él parecía muy enamorado de la hermosa muchacha, pues apenas podía disponer de algunas horas, cuando las aprovechaba, a trueque del reposo y del sueño, para venir a conversar una hora con su amada, a quien prevenía regularmente por medio de los emisarios y cómplices que tenía en Yautepec.

Esta vez era esperado con más impaciencia que nunca por la joven, alarmada por los peligros que anunciaban para sus amores las resoluciones de la tarde.

-Tenía yo miedo de que no vinieras esta noche y te esperaba ya con ansia -dijo Manuela, palpitante de pasión y de zozobra.

-Pues por poco no vengo, mi vida -respondió el Zarco, arrimándose a la cerca y tomando entre las suyas las manos trémulas de la joven- Hemos tenido pelea anoche; por poco me mata un gringo maldito, y apenas he tenido tiempo de pasar por Xochimancas, de remudar caballo, de tomar un bocado y un poco de café y he andado veinte leguas por verte... ¿Pero, qué tienes? ¡Estás temblando! ¿Por qué me esperabas con ansia?

-Dime, ¿estuviste tú en lo ele Alpuyeca?

-Sí, precisamente yo mandaba la fuerza. ¿Por qué me preguntas eso? ¿Cómo lo has sabido tan pronto?

-Pues ahora verás: estuvo, como siempre, hoy en la tarde el fastidioso herrero, y él, diciéndole mi mamá que ya no veía la hora de salir de aquí para irnos a México, pero que no sabía cómo, porque mi tío no viene, le contó que una tropa de caballería del gobierno había salido ayer de Cuernavaca con dirección a Yautepec, y que se había quedado a dormir en Xiutepec, pero que hoy por la mañana recibió orden violentamente para perseguir a una partida que había matado a unos extranjeros en Alpuyeca, anoche, y que se fue para allá...

-Ya lo sabíamos..., diz que nos van a cargar fuerzas..., figúrate, ¡doscientos hombres a lo más! Buen cuidado tendrán de no arrimarse por Xochimancas..., allí estacarían el cuero... y ¿qué más?

-Bueno, pues que siguió diciendo que esa caballería del gobierno no cogerá a ninguno, y que volverá a tomar la dirección de Yautepec para continuar su marcha. Que entonces podíamos aprovechar la oportunidad para irnos con la tropa.

-¿Ustedes?

-Sí, nosotras, y mi madre dijo que le parecía buena la idea; que nos íbamos a disponer para irnos, y aun encargó al herrero que viniera mañana para traerle nuevas noticias y para dejarle sus encargos.

-¡Ah, caramba!, ¿de modo que es de veras?

-Muy de veras, Zarco, muy de veras. Tiene mi madre tal miedo, que, no lo dudes, va a aprovechar la ocasión, y ya me dijo que vayamos disponiendo nuestros baúles con lo más preciso; que irá mañana a pedirle a una persona el dinero que le tiene guardado, y nos vamos.

-¡Imposible! -exclamó el bandido con violencia-, ¡imposible! Se irá ella, pero tú no; primero me matan.

-Pero, ¿cómo hacemos entonces?

-Niégate.

-¡Ah!, sería inútil, Zarco, tú no conoces a mi mamá; cuando dice una cosa, la cumple; cuando manda algo, no se le puede replicar. Hartos disgustos tengo todos los días porque me quiere casar a fuerza con el indio, y por más que le manifiesto mi resolución de no unirme a ese hombre, por más que le hago desaires a éste, y que le he dicho en su cara muchas veces que no le tengo amor, mi madre sigue en su porfía, y el herrero sigue también viniendo, seguramente porque mi madre le da alas para que no deje su necedad. Pero en esto puedo desobedecer porque alego mi falta de cariño, pero en lo de irnos... ya tú ves que es imposible.

-Pues, déjame pensar -dijo el Zarco poniéndose a reflexionar.

-Dime -interrumpió Manuela-, ¿no sería posible que ustedes atacaran a la tropa del gobierno en las Tetillas o en otro paraje y que la derrotaran? Ustedes son muchos.

-Sí, mi alma; sería posible, y lo conseguiríamos, pero te diré francamente: los muchachos no se arriesgan a estas empresas, sino cuando esperan coger un buen botín o cuando se defienden y la ven irremediable. ¡Pero aquí no habían de querer! Dirán que atacando a esta tropa no van a recibir más que muchos balazos, y si la derrotan, cogerán cuando más unos cuantos caballos flacos, sillas viejas, uniformes hechos pedazos. ¡Si los soldados del gobierno parecen limosneros! Además son cien hombres. Tendríamos que cargarles lo menos quinientos, y ¿tú crees que habíamos de juntar los para eso nada más?

-¡Pero, bien -repuso la joven contrariada-, ya sabía yo que los plateados no atacaban sino a los indefensos!... Eso dice mi madre.

-¿A los indefensos? -dijo el Zarco, picado a su vez en lo más vivo-. ¿Eso dice tu madre? Pues se equivoca la buena señora; también sabemos atacar a la tropa, y cansados estamos de hacerlo y de triunfar... ¡Indefensos! Pues bueno fuera que hubiese visto la pelotera de anoche.

-¡Ay, Zarco, dicen que mataron a las mujeres y a los niños!

-¿Quién dijo eso?

-El herrero.

-¡Indio hablador!

-¿No es cierto?

-¿Que se murieron? Sí, se murieron, pero nosotros no los matamos, se murieron en la refriega. En fin, no hablemos de este asunto, Manuelita, porque me estás lastimando.

-No, mi vida, no -replicó la joven, con voz de infinita ternura, y enlazada al cuello del bandido- ¿Yo ofenderte a ti, que eres todo mi querer?

-Sí, Manuelita -dijo desasiéndose de sus brazos-. Todo eso que me estabas diciendo era porque tú me crees cobarde.

-¿Yo creerte cobarde, Zarco? -dijo la joven echándose a llorar-. Pero, ¿cómo has podido pensar eso? ¡Si yo creo que tú eres el hombre más valiente del mundo; si yo estoy loca de pasión por ti; si pienso que se me va a reventar el corazón de la pena que me causa tu ausencia, del miedo que me dan los peligros que corres!... ¡Si yo soy tuya enteramente... y hago lo que quieras!

-Bueno -dijo dulcificando la voz el bandido y besándola con furia-; bueno, ya no llores, ya no estoy resentido..., pero no me vuelvas a decir esas palabras.

-¡Pero si yo te digo lo que cuentan; yo hago cóleras cuando lo escucho, y no tengo más consuelo que decírtelo! Ahora, mi deseo de que atacaran a la tropa, de bes suponer que es causado por el amor mismo que te tengo, para que no nos separemos. Si tienes otro medio..., el de casarnos, por ejemplo.

-¿Casarnos?

-Sí, y ¿por qué no?

-¿Pero tú no piensas en que no podemos casarnos?

-¿Por qué, dímelo?

-Por mil razones. Llevando la vida que llevo, siendo como soy tan conocido, teniendo tantas causas pendientes en los juzgados, habiendo naturalmente orden de colgarme donde me cojan, ¿a dónde había yo de ir a presentarme para que nos casaran? ¡Estás loca!

-Pero ¿no podemos irnos lejos de este rumbo, a Puebla, al Sur, a Morelos, a donde no te conozcan, para casarnos?

-Pero para eso sería preciso que te sacara yo de aquí, que te robara yo, que te fueras conmigo a Xochimancas mientras... y después emprenderíamos el viaje a otra parte.

-Pues bien -replicó la joven resueltamente, después de reflexionar un momento-, puesto que no queda más que ese remedio, sácame de aquí, me iré contigo a donde quieras.

-Pero ¿te avendrás a la vida que llevo, siquiera por estos días? Vamos a Xochimancas; ya sabes quiénes son mis compañeros; es verdad que tienen ellos allí a sus muchachas, pero no son como tú: ellas están acostumbradas a pasar trabajos, montan a caballo, ayunan algunas veces, se desvelan, no se escandalizan por lo que pasa, porque pasan cosas un poco feas..., en fin, son como nosotros. Tú eres una muchacha criada de otra manera..., tu mamá te quiere mucho... Tengo miedo de que te enfades, de que llores, acordándote de tu mamá y de Yautepec..., de que me eches la culpa de tu desgracia, de que me aborrezcas.

-Eso nunca, Zarco, nunca; yo pasaré cuantos trabajos vengan, yo también sé montar a caballo, y ayunaré y me desvelaré, y veré todo sin espantarme con tal de estar a tu lado. Mira -añadió Manuela, con voz sorda y en el extravío de su pasión frenética-, yo quiero, en efecto, mucho a mi mamá, aunque de pocos días a esta parte me parezca que la quiero menos; sé que le voy a causar tal vez la muerte, pero te prometo no llorar cuando me acuerde de ella, con la condición de que tú estés conmigo, de que me quieras siempre, como yo te quiero, de que nos vayamos pronto de este rumbo.

El bandido la estrechó entre sus brazos y la devoró a besos, conmovido ante esta explosión de amor, tan apasionada, tan loca, tan sincera, que estaba tan cerca del frenesí y que le entregaba enteramente a aquella joven tan bella, tan codiciada, tan soñada en sus horas de pasión y de deseos. Porque el Zarco amaba también a Manuela, sólo que él la amaba de la única manera que podía amar un hombre encenagado en el crimen, un hombre para quien era extraña toda noción de bien, en cuya alma tenebrosa y pervertida sólo tenían cabida ya los goces de un sensualismo bestial y las infames emociones que pueden producir el robo y las matanzas. La amaba porque era linda, fresca, gallarda; porque su hermosura atractiva y voluptuosa, su opulencia de formas, su andar lánguido y provocador, sus ojos ardientes y negros, sus labios de granada, su acento armonioso y blando, todo ejercía un imperio terrible sobre sus sentidos, excitados día a día por el insomnio y la obsesión constante de aquella visión. Aquél no era amor, en el sentido elevado de la palabra, era el deseo espoleado por la impaciencia y halagado por la vanidad, porque, efectivamente, el bandido debía creerse afortunado con merecer la preferencia de la mujer más bonita de la comarca.

Así es que tan pronto como el Zarco estuvo seguro de que la joven se hallaba resuelta a arrostrarlo todo con tal de seguirlo, se sintió feliz, y toda la sangre de sus venas afluyó a su corazón en aquel instante supremo.

-Bueno -dijo, separándose de los brazos de Manuela- Entonces no hay más que hablar, te sales conmigo y nos vamos...

-¿Ahora? -preguntó ella con cierta indecisión.

-No, no ahora -contestó el bandido-; ahora es tarde y no podrías prepararte. Mañana; vendré por ti a la misma hora, a las once. No des en qué sospechar para nada a tu madre; estate en el día, como si tal cosa, con mucho disimulo; no saques más ropa que la muy necesaria. Allá tendrás toda la que quieras; pero saca tus alhajas y el dinero que te he dado; guardas todo eso aparte, ¿no es verdad?

-Sí, lo tengo en un baulito, enterrado.

-Pues bien: sácalo y me aguardas aquí mañana, sin falta.

-Y ¿si por casualidad llegara la tropa del gobierno? -preguntó Manuela con inquietud.

-No, no vendrá, estate segura. La tropa del gobierno habrá andado todo el día de hoy buscándonos; luego, como tienen esos soldados una caballada tan flaca y tan miserable, descansarán todo el día de mañana, y a lo sumo volverán a Cuernavaca pasado de cuatro días, Así es que tenemos tiempo. Tú puedes alistar tus baúles con tu mamá como preparándote para el viaje a México, y no dejas fuera más que la ropa que te has de traer. Si por desgracia ocurriese alguna dificultad que te impida salir a verme, me avisarás luego con la vieja, que me ha de aguardar donde sabe, para darme aviso. Pero si no hay nada, ni a ella le digas una palabra. Toma -añadió, sacando de los bolsillos de su chaqueta unas cajitas y entregándoselas a la joven.

-¿Qué es esto? -preguntó ella recibiéndolas.

-Ya las verás mañana y te gustarán... ¡son alhajas! Guárdalas con las otras -dijo el bandido abrazándola y besándola por último-. Ahora me voy, porque ya es hora; apenas llegaré amaneciendo a Xochimancas; hasta mañana, mi vida.

-Hasta mañana -respondió ella-, no faltes...

-¡Mañana serás mía, enteramente!

-Tuya para siempre -dijo Manuela, enviándole un beso, y quedándose un instante en la cerca para verle partir.

El Zarco se alejó, como había venido, al paso y recatadamente, y a poco se perdió en las tortuosidades de la callejuela apenas alumbrada por la luna.




ArribaAbajo- VII -

La adelfa


Tan pronto como la joven perdió de vista a su amante, se apresuró a bajar del cercado por la escalinata natural que formaban las raíces del zapote, y se encaminó apresuradamente hacia un sitio de la huerta, en que un grupo de arbustos y de matorrales formaban una especie de pequeño soto espeso y obscuro a orillas de un remanso que hacían allí las aguas tranquilas del apantle. Luego sacó de entre las plantas una linterna sorda y se dirigió en seguida, abriéndose paso por entre los arbustos, hasta el pie de una vieja y frondosa adelfa que, cubierta de flores aromáticas y venenosas, dominaba por su tamaño las pequeñas plantas del soto. Allí, en un montón de tierra cubierto de grama, la joven se sentó, y alumbrándose con la linterna, abrió con manos trémulas y palpitando de impaciencia las tres cajitas que acababa de regalarle el bandido.

-¡Ah, qué lindo! -exclamó con voz baja, al ver un anillo de brillantes, cuyos fulgores la deslumbraron-. ¡Eso debe valer un dineral! -añadió sacando el anillo y colocándolo sucesivamente en los dedos de su mano izquierda, y haciéndolo brillar a todos lados-. ¡Si esto parece el sol!

Luego, dejándose puesto el anillo, abrió la segunda caja y se quedó estupefacta. Eran dos pulseras en forma de pequeñas serpientes, todas cuajadas de brillantes, y cuyos anillos de oro esmaltados de vivos colores les daban una apariencia fascinadora. Las serpientes daban varías vueltas en la caja de raso y Manuela tardó un poco en desprenderlas; pero luego que terminó, se las puso en el puño, muy cerca de la mano, enroscándolas cuidadosamente. Y comenzó a alumbrarlas en todos sentidos, poniendo las manos en diversas actitudes. Luego, por un instante cerró los ojos, como si soñara, y los abrió en seguida, cruzando los puños junto a la luz y contemplándolos largo rato.

-¡Dos víboras! -dijo frunciendo el ceño-, ¡qué idea!... En efecto, son dos víboras... ¡el robo! ¡Pero bah! -añadió, sonriendo y guiñando los ojos, casi llenos con sus grandes y brillantes pupilas negras...- ¡qué me importa! ¡Me las da el Zarco, y poco me interesa que vengan de donde vinieren!...

Después abrió la tercera caja. Ésta contenía dos pendientes, también de gruesos brillantes.

-¡Ah, qué hermosos aretes! -dijo-, ¡parecen de reina!-. Y cuando los hubo contemplado en la caja, que no se veía con aquel haz de resplandores y de chispas, los sacó también y se los puso en las orejas, habiéndose quitado antes sus humildes zarcillos de oro.

Pero al guardar éstos, mientras, en la caja de los pendientes, reparó en una cosa que no había visto y que la hizo ponerse lívida, como paralizada. Acababa de ver dos gotas de sangre fresca que manchaban el raso blanco de la caja, y que debían haber salpicado también, los pendientes. Además, la caja estaba descompuesta; no cerraba bien, y se conocía que había sido arrancada en una lucha a muerte.

Manuela permaneció muda y sombría durante algunos segundos; hubiérase dicho que en su alma se libraba un tremendo combate entre los últimos remordimientos de una conciencia ya pervertida, y los impulsos irresistibles de una codicia desenfrenada y avasalladora. Triunfó ésta, como era de esperarse, y la joven, en cuyo hermoso semblante se retrataban entonces todos los signos de la vil pasión que ocupaba su espíritu, cerró, enarcando las cejas, la caja prontamente, la apartó con desdén, y no pensó más que en ver el efecto que hacían los ricos pendientes en sus orejas.

Entonces tomó su linterna, y levantándose así adornada como estaba con su anillo, pulseras y aretes, se dirigió a la orilla del remanso, y allí se inclinó, alumbrándose con la linterna el rostro, procurando sonreír, sin embargo, presentando en todas sus facciones la especie de dureza altanera que es como el reflejo de la codicia y de la vanidad, y que sería capaz de afear el rostro ideal de un ángel.

Si en aquella noche silenciosa, en medio de aquella huerta obscura y solitaria, alguien, acostumbrado a leer en las fisonomías, hubiera contemplado a aquella linda joven, mirándose en las aguas negras y tranquilas del remanso, alumbrándose el rostro con la luz opaca de una linterna sorda, y gesticulando para darse los aires de una gran señora, al ver aquella fisonomía pálida, con los ojos chispeantes de ambición y de codicia, con los cabellos desordenados, con la boca entreabierta, dejando ver una dentadura blanquísima y apretada, y haciendo balancear a derecha e izquierda los pendientes, cuyos fulgores la bañaban con una luz azulada, rojiza o verdosa, que se mezclaba al chisporroteo del mismo carácter que salía de la serpiente enlazada al puño izquierdo, colocado junto a la barba, es seguro que habría encontrado en esa figura singular, algo de espantosamente siniestro y repulsivo, como una aparición satánica. No era la Margarita, de Goethe, mirándose en el espejo, con natural coquetería, adornada con las joyas de un desconocido, sino una ladrona de la peor especie, dando rienda suelta a su infame codicia delante de aquel estanque de aguas turbias y negras. No era la virtud próxima a sucumbir ante la dádiva, sino la perversidad contemplándose en el cieno.

Manuela, abandonada a sí misma en aquella hora y de aquel modo, dejaba conocer en su semblante todas las expresiones de su vil pasión, que no se detenía ante la vergüenza ni el remordimiento, pues bien sabía que aquellas alhajas eran el fruto del crimen. Así es que, sobre su cabeza radiante con los fulgores de los aretes robados, se veía en la sombra, no la cara burlona de Mefistófeles, el demonio de la seducción, sino la máscara pavorosa del verdugo, el demonio de la horca.

Manuela aún permaneció algunos momentos mirándose en el remanso y recatándose a cada ruido que hacía el viento entre los árboles, y luego volvió al pie de la adelfa, se quitó sus joyas y las guardó cuidadosamente en sus cajas; hecho lo cual lanzó una mirada en torno suyo, y viendo que todo estaba tranquilo, sacó de entre las matas una pequeña tarecua, especie de pala de mango de madera y extremo anguloso de hierro con que en la tierra caliente se hacen los pozos, y removiendo con ella la tierra, en cierto sitio cubierto de musgo, puso al descubierto un saco de cuero, que se apresuró a abrir con una llavecita que llevaba guardada. Luego introdujo en la boca la linterna, para cerciorarse de si estaba allí su tesoro, que palpó un momento con extraña fruición. Consistía en alhajas envueltas en papeles, y cintos de cuero llenos de onzas de oro y de pesos de plata.

Después metió cuidadosamente en el saco las cajas que acababa de darle el Zarco, y enterró de nuevo el tesoro, cubriéndolo con musgo y haciendo desaparecer toda señal de haber removido el suelo.

Luego, como sintiendo abandonar aquella riqueza, alzó su linterna sorda y se dirigió de puntillas a la casa, entrándose en las habitaciones en que la pobre señora, a pesar de las inquietudes del día, dormía con el tranquilo sueño de las conciencias honradas.




ArribaAbajo- VIII -

Quién era el zarco


Entretanto, y a la sazón que Manuela examinaba sus nuevas alhajas, el Zarco, después de haber dejado las orillas de Yautepec, y de haber atravesado el río con la misma precaución que había tenido al llegar, se dirigió por el amplio camino de la hacienda de Atlihuayán al montañoso donde había descendido y que conducía a Xochimancas.

Era la media noche, y la luna, entre espesos nubarrones, dejaba envuelta la tierra en sombras. La calzada de Atlihuayán estaba completamente solitaria, y los árboles que la flanqueaban por uno y otro lado, proyectaban una obscuridad siniestra y lúgubre, que hacían más densa los fugaces y pálidos arabescos que producían los cocuyos y las luciérnagas.

El bandido, conocedor de aquellos lugares, acostumbrado, como todos los hombres de su clase, a ver un poco en la obscuridad, y más que todo, fiado en la sensibilidad exquisita de su caballo, que al menor ruido extraño aguzaba las orejas y se detenía para prevenir a su amo, marchaba paso a paso, pero con entera tranquilidad, pensando en la próxima dicha que le ofrecía la posesión de Manuela.

Por fin, aquella hermosísima joven, cuya imagen había enardecido sus horas de insomnio durante tantos meses, cuyo amor había sido su constante preocupación, aun en medio de sus más sangrientas y arriesgadas aventuras, y cuya posesión le había parecido imposible cuando la vio por primera vez en Cuernavaca y se enamoró de ella, iba a ser suya, enteramente suya, iba a compartir su suerte y a hacerle saborear los dulcísimos deleites del amor, a él que no había conocido hasta allí verdaderamente más que las punzantes emociones del robo y del asesinato.

Su organización grosera y sensual, acostumbrada desde su juventud al vicio, conocía, es verdad, los goces del amor material, comprados con el dinero del juego o del robo arrancado en medio del terror de las víctimas, en una noche de asalto en las aldeas indefensas; pero el Zarco sentía que no había querido nunca ni había deseado a una mujer con aquella exaltación febril que experimentó desde que comenzó a ver a Manuela, asomada a su ventana, desde que la oyó hablar, y más todavía, desde que cruzó con ella las primeras palabras de amor.

Jamás desde que siendo niño todavía, abandonó el hogar de su familia, había sentido la necesidad imperiosa de unirse a otro ser, como la sentía ahora de unirse a aquella mujer, tan bonita y tan apasionada, que encerraba para él un mundo de inesperadas dichas.

Así repasando en su memoria todas las escenas de su niñez y de su juventud, encontraba que su carácter bravío y duro había rechazado siempre todo afecto, todo cariño, cualquiera que fuese, no habiendo cultivado sino aquéllos de que había sacado provecho. Hijo de honrados padres, trabajadores en aquella comarca, que habían querido hacer de él un hombre laborioso y útil, pronto se había fastidiado del hogar doméstico, en que se le imponían tareas diarias o se le obligaba a ir a la escuela, y aprovechándose de la frecuente comunicación que tienen las poblaciones de aquel rumbo con las haciendas de caña de azúcar, se fugó, yendo a acomodarse al servicio del caballerango de una de ellas.

Allí permaneció algún tiempo, logrando después, cuando ya estaba bastante diestro en la equitación y en el arte de cuidar los caballos, colocarse en varias haciendas, en las que duraba poco, a causa de su conducta desordenada, pues haragán por naturaleza y por afición, apenas era útil para esos trabajos serviles, consagrando sus largos ocios al juego y a la holganza.

Por lo demás, en todo ese tiempo no recordaba haber sentido ni simpatía ni adhesión a nadie, Permaneciendo poco tiempo en cada lugar, sirviendo por pocos días en cada hacienda, y cultivando relaciones de caballeriza y de juego, que duraban un instante y que se alternaban con frecuentes riñas que las convertían en enemistades profundas, él verdaderamente no había tenido amigos, sino compañeros de placer y de vicio. Al contrario, en aquellos días su carácter se formó completamente, y ya no dio cabida en su corazón más que a las malas pasiones. Así, la servidumbre consumó lo que había comenzado la holgazanería, y los instintos perversos, que no estaban equilibrados por ninguna noción de bien, acabaron por llenar aquella alma obscura, como las algas infectas de un pantano.

Él no había amado a nadie, pero en cambio odiaba a todo el mundo: al hacendado rico cuyos caballos ensillaba y adornaba con magníficos jaeces, al obrero que recibía cada semana buenos salarios por su trabajo, al labrador acomodado, que poseía fecundas tierras y buena casa, a los comerciantes de las poblaciones cercanas, que poseían tiendas bien abastecidas, y hasta a los criados, que tenían mejores sueldos que él. Era la codicia, complicada con la envidia impotente y rastrera, la que producía este odio singular y esta ansia frenética de arrebatar aquellas cosas a toda costa.

Naturalmente, los amores de los demás le causaban irritación, y aquellas muchachas que según su posición amaban al rico, al dependiente o al jornalero, le inspiraban un deseo insensato de arrebatarlas y de mancharlas. No había entre todas una que hubiera fijado los ojos en él, porque él tampoco había procurado acercarse a ninguna de ellas con intenciones amorosas. Las de su clase no eran de su gusto, y para las de rango superior a él estaba colocado en muy baja esfera, ¡un mozo de caballeriza!

Él era joven, no tenía mala figura. su color blanco impuro, sus ojos de ese color azul claro que el vulgo llama zarco, sus cabellos de un rubio pálido y su cuerpo esbelto y vigoroso, le daban una apariencia ventajosa; pero su ceño adusto, su lenguaje agresivo y brutal, su risa aguda y forzada, tal vez le había hecho poco simpático a las mujeres. Además, él no había encontrado una bastante hermosa a quien ser agradable.

Por fin, cansado de aquella vida de servidumbre, de vicio y de miseria, el Zarco huyó de la hacienda en que estaba, llevándose algunos caballos para venderlos en la tierra fría. Como era de esperarse, fue perseguido; pero ya en este tiempo, al favor de la guerra civil, se había desatado en la tierra fría cercana a México una nube de bandidos que no tardó en invadir las ricas comarcas de la tierra caliente.

El Zarco se afilió en ella inmediatamente, y desde luego, y como si no hubiera esperado más que esa oportunidad para revelarse en toda la plenitud de su perversidad, comenzó a distinguirse entre aquellos facinerosos por su intrepidez, por su crueldad y por su insaciable sed de rapiña.

Era el año de 1861, y organizados los bandoleros en grandes partidas, perseguidos a veces por las tropas del gobierno, pero atraídos más bien por la riqueza de los distritos azucareros del sur de México y de Puebla, penetraron en ellos sembrando el terror en todas partes, como lo hemos visto.

El Zarco era uno de los jefes más renombrados, y las noticias de sus infames proezas, de sus horribles venganzas en las haciendas en que había servido, de su fría crueldad y de su valor temerario, le habían dado una fama espantosa.

Obligadas las tropas liberales, por un error lamentable y vergonzoso, a aceptar la cooperación de estos bandidos en la persecución que hacían al faccioso reaccionario Márquez en su travesía por la tierra caliente, algunas de aquellas partidas se presentaron formando cuerpos irregulares, pero numerosos, y uno de ellos estaba mandado por el Zarco. Entonces, y durante los pocos días que permaneció en Cuernavaca, fue cuando conoció a Manuela, que se había refugiado con su familia en esa ciudad. El bandido ostentaba entonces un carácter militar, sin dejar por eso los arreos vistosos que eran como característicos de los ladrones de aquella época y que les dieron el nombre de plateados, con el que fueron conocidos generalmente.

La hermosa joven, cuyo carácter parecía en armonía con el del bandido, al ver pasar frente a sus ventanas aquel cuerpo de gallardos jinetes, vistosos y brillantes, y al frente de ellos, montado en soberbio caballo y cargado de plata hasta el exceso, al joven y terrible bandido, cuyo nombre no había sonado en su oído sino con el acento del terror, se sintió atraída hacia él por un afecto en que se mezclaban la simpatía, la codicia y la vanidad como un punzante y sabroso filtro.

Así nació una especie de amor extraño en aquellas dos almas, hechas para comprenderse. Y en el poco tiempo que el Zarco permaneció en Cuernavaca, logró ponerse en comunicación con Manuela y establecer con ella relaciones amorosas, que no llegaron, sin embargo, por las circunstancias, al grado de intimidad en que las vemos en Yautepec.

El general González Ortega, conociendo el grave error que había cometido dando cabida en sus tropas a varias partidas de plateados, que no hicieron más que asolar las poblaciones que atravesaba el ejército y desprestigiarlo, no tardó en perseguirlas, fusilando a varios de sus jefes. Para salvarse de semejante suerte, el Zarco se escapó una noche de Cuernavaca con sus bandidos y se dirigió al sur de Puebla, donde estuvo por algunos meses ejerciendo terribles depredaciones.

Por fin, los plateados establecieron su guarida principal en Xochimancas, y el Zarco no tardó en saber que Manuela había vuelto a Yautepec, donde residía con su familia. Naturalmente, procuró desde luego reanudar sus relaciones apenas interrumpidas y pudo cerciorarse de que Manuela le amaba todavía.

Desde entonces comenzó esa comunicación frecuente y nocturna con la joven, comunicación que no era peligrosa para él, dado el terror que infundía su nombre y dadas también las inteligencias que cultivaba en la población, donde los bandidos contaban con numerosos emisarios y espías.

Entretanto, sus crímenes aumentaban de día en día; sus venganzas sobre sus antiguos enemigos de las haciendas eran espantosas y el pavor que inspiraba su nombre había acobardado a todos. Los mismos hacendados, sus antiguos amos, habían venido temblando a su presencia a implorar su protección y se habían constituido en sus humildes y abyectos servidores, y no pocas veces, él, antiguo mozo de estribo, había visto tener la brida de su caballo al arrogante señorón de la hacienda a quien antes había servido humilde y despreciado.

Semejantes venganzas y humillaciones fueron harto frecuentes en esa época, gracias a la audacia y número de los bandidos, cuyo poder era ilimitado en aquella comarca infortunada, y gracias más que todo a la impotencia del gobierno central, que, ocupado en combatir la guerra civil y en hacer frente a la intervención extranjera, no podía distraer a sus tropas para reprimir a los bandidos.