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ArribaAbajo- IX -

El búho


El Zarco se hallaba, pues, en la plenitud de su orgullo satisfecho. Había realizado parte de sus aspiraciones. Era temido, se había vengado; sus numerosísimos robos le habían producido un botín cuantioso; disponía a discreción del bolsillo de los hacendados. Cuando necesitaba una fuerte cantidad de dinero, se apoderaba de un cargamento de azúcar o de aguardiente o de un dependiente rico, y los ponía a rescate; cuando quería imponer contribución a una hacienda, quemaba un campo de cañas, y cuando quería infundir pavor a una población, asesinaba al primer vecino infeliz a quien encontraba en sus orillas.

Pero satisfecha su sed de sangre y de rapiña, sentía que aún le faltaba alguna cosa. Eran los goces del amor, pero no esos goces venales que le habían ofrecido las condescendencias pasajeras de las mujeres perdidas, sino los que podía prometerle la pasión de una mujer hermosa, joven, de una clase social superior a la suya, y que lo amara sin reserva y sin condición.

Manuela habría sido para él una mujer imposible cuando medio oculto en la comitiva servil del rico hacendado atravesaba los domingos las calles de Yautepec. Entonces, era seguro que la linda hija de una familia acomodada, vestida con cierto lujo aldeano, y que recibía sonriendo en su ventana las galantes lisonjas de los ricos dueños de hacienda, de los gallardos dependientes que caracoleaban en briosos caballos, llenos de plata, para lucirse delante de ella, no se habría fijado ni un instante en aquel criado descolorido y triste, mal montado en una silla pobre y vieja, y en un caballo inferior, y que se escurría silenciosamente en pos de sus amos.

Entonces, si él se hubiese acercado a hablarla, a ofrecerle una flor, a decirle que la amaba, era indudable que no habría tenido por respuesta más que un gesto desdeñoso o una risa de burla.

Y ahora que él era guapo, que montaba los mejores caballos del rumbo, que iba vestido de plata, que era temido, que veía a sus pies a los ricos de las haciendas; ahora que él podía regalar alhajas que valían un capital; ahora esa joven, la más hermosa de Yautepec, lloraba por él, lo esperaba palpitante de amor todas las noches, iba a abandonar por él a su familia y a entregarse sin reserva; la iba a mostrara sus compañeros, a pasearla por todas partes a su lado y a humillar con ella a los antiguos dependientes. Tal consideración daba al amor que el Zarco sentía por Manuela un acre y voluptuoso sabor de venganza, sobre la misma joven y sobre los demás, juntamente con un carácter de vanidad insolente.

Así pues, aquello que agitaba el corazón del bandido no era verdaderamente amor en el concepto noble de la palabra, no era el sentimiento íntimo y sagrado que suele abrirse paso aun en las almas pervertidas e iluminarlas a veces como ilumina un rayo de sol astros más obscuros e infectos, no: era un deseo sensual y salvaje, excitado hasta el frenesí por el encanto de la hermosura física y por los incentivos de la soberbia vencedora y de la vanidad vulgar.

Si Manuela hubiese sido menos bella o más pobre, tal vez el Zarco no habría deseado su posesión con tanta fuerza, y poco le importara que hubiese sido virtuosa. Él no buscaba el apoyo de la virtud en las penas de la vida, sino las emociones groseras de los sentidos para completar la fortuna de su situación presente. Iba a poseer a la linda doncella para satisfacer la necesidad de su organización, ávida de sensaciones vanidosas, ya que había saboreado el placer inferior de poseer magníficos caballos y de amontonar onzas de oro y riquísimas alhajas.

Pero después de saciado este deseo, el más acariciado de todos, ¿qué haría con la joven? se preguntaba él. ¿Se casaría con ella? Eso era imposible, y además, tener una esposa legítima no halagaba su vanidad. Una querida como ella sí era un triunfo entre sus compañeros. ¿Abandonaría aquel rumbo y aquella carrera de peligros para huir con ella, lejos, para gozar en un rincón cualquiera de una existencia obscura y tranquila? Pero eso también era imposible para aquel facineroso, que había probado ya los embriagantes goces del combate y del robo. Dejar aquella vida agitada, inquieta, sembrada de peligros, pero también de pingües recompensas, era resignarse a ser pobre, a ser pacífico; era exponerse a que un miserable alcalde de pueblo lo amarrase cualquier día y lo encerrase en la cárcel para ser juzgado por sus antiguas fechorías. Podía convertir su botín, que era importante, en tierras de labor, en un rancho, en una tienda. Pero él no sabía trabajar, y sobre todo, le repugnaba hondamente esa existencia de trabajo obscuro y humilde, monótona, sin peripecias, aburridora, expuesta siempre al peligro de una denuncia, sin más afán que el de ocultar siempre el pasado de crimen, sin más entretenimiento que el cuidado de los hijos, sin más emociones que las del terror. No; era pero preciso seguir así por ahora, que después ya habría tiempo de decidirse, según lo exigieran las circunstancias.

El Zarco llegaba aquí en sus cavilaciones cuando le detuvo sobresaltado el canto repentino y lúgubre de un búho, que salía de las ramas frondosas de un amate gigantesco, frente al cual estaba pasando.

¡Maldito tecolote! -exclamó en voz baja, sintiendo circular en sus venas un frío glacial- ¡Siempre le ocurre cantar cuando yo paso! ¿Qué significa esto? -añadió, con la preocupación que es tan común en las almas groseras y supersticiosas, y quedó sumergido un momento en negras reflexiones. Pero repuesto a poco, espoleó su caballo, con ademán despreciativo:

-¡Bah! Esto no le da miedo más que a los indios, como el herrero de Atlihuayán; yo soy blanco y güero...; a mí no me hace nada.

Y se alejó al trote para encumbrar la montaña.




ArribaAbajo- X -

La fuga


Al día siguiente, Nicolás, el herrero de Atlihuayán, vino, como de costumbre, en la tarde, a hacer su visita a la madre de Manuela y la encontró preocupada y triste. La joven estaba durmiendo y la señora se hallaba sola en el pequeño patio en que la encontramos la tarde anterior...

-¿Hay alguna noticia nueva? -preguntó doña Antonia al joven artesano.

-Sí, señora -respondió éste-; parece que la caballería del gobierno llegará, por fin, mañana. Es preciso que estén ustedes dispuestas, porque sé que no permanecerá ni un día y que se va pasando para Cuautla y de allí se dirige a México.

-Yo estoy lista ya enteramente -respondió doña Antonia-. Todo el día nos hemos pasado arreglando los baúles y recogiendo mi poco dinero. Además, he ido a ver al juez para que me extendiera un poder, que voy a dejar a usted -añadió, tomando de su cesto de costura un papel que dio a Nicolás-. Usted se encargará, si me hace favor, de vender esta huerta, lo más pronto posible, o de arrendarla, pues según están las cosas, no podemos volver pronto y estoy aburrida de tanto sufrir aquí. Si usted se va a México, allá nos encontrará como siempre y quizás entonces se habrá cambiado el ánimo de Manuela.

-No lo creo, señora -se apresuró a responder Nicolás-. Yo he acabado por conocer que es imposible que Manuelita me quiera. Le causo una repugnancia que no está en su mano remediar. Así es que me parece inútil pensar ya en eso. ¡Cómo ha de ser! -añadió suspirando-, uno no puede disponer de su corazón. Dicen que el trato engendra el cariño. Ya ve usted que esto no es cierto, porque si del trato dependiera, yo me he esmerado en ser agradable a la niña, pero mis esfuerzos siempre han encontrado por recompensa su frialdad, su alejamiento, casi su odio..., porque yo temo hasta que me aborrezca.

-No, Nicolás, eso no; ¡aborrecerlo a usted! ¿Por qué? ¿No ha sido usted nuestro protector desde que murió mi marido? ¿No nos ha colmado usted de favores y de servicios que jamás se olvidan? ¿Por qué tan noble conducta había de producir el aborrecimiento en Manuela? No: lo que sucede es que esta muchacha es tonta, es caprichosa; yo no sé a quién ha sacado, pero su carácter me parece extraño, particularmente desde hace algunos meses. No quiere hablar con nadie, cuando antes era tan parlanchina y tan alegre. No quiere rezar, cuando antes era tan piadosa; no quiere coser, cuando antes se pasaba los días discurriendo la manera de arreglar los vestidos o de hacerse nuevos; no quiere nada. Hace tiempo que noto en ella no sé qué cosa tan extraña que me da en qué pensar. Unos días está triste, pensativa, con ganas de llorar, tan pálida que parece enferma, tan perezosa que tengo que reñirla; otros, se despierta muy viva, pero colérica, por nada se enoja, regaña, me contradice, nada encuentra bueno en la casa, nuestra pobre comida le fastidia, el encierro en que estamos le aburre, quisiera que saliéramos a pasear, que montáramos a caballo, que fuéramos a visitar las haciendas; parece que no tiene miedo a los ladrones que nos rodean por todas partes, y viendo que yo me opongo a estas locuras, vuelve a caer en su abatimiento y se echa a dormir. Hoy mismo ha pasado una cosa rara, luego que le anuncié que era necesario disponer los baúles para irnos a México; tan pronto como vio que esto era de veras, que volví trayendo un dinerito y que comencé a arreglar todas mis cosas, primero se puso alegre y me abrazó diciéndome que era una dicha, que por fin iba a conocer a México; que había sido su sueño; que allí iba a estar alegre, pues que su tristeza tenía por causa la situación horrorosa que guardamos, hace tantos meses. Como es natural, yo me había figurado lo mismo, y por eso no había hecho tanto reparo en el cambio de su carácter, pues era de suponerse que una muchacha como ella, que está en la edad de divertirse, de pasear, debía estar fastidiada de nuestro encierro. Así que también yo me puse alegre de verla contenta, pensando en el viaje. Pero luego ha vuelto a su tristeza, y al sentarnos a comer, observé que ya estaba de mal humor, que casi no quería probar bocado y que aun tenía deseos de llorar. Luego, no he podido distraerla, y después de componer su ropa en un baúl, al ir a verla la encontré dormida en su cama. ¡Ha visto usted cosa igual! Pues si fuera porque nos vamos de Yautepec, ¿por qué ha estado triste viviendo aquí?

-Señora -preguntó Nicolás, que había escuchado atento y reflexivo-, ¿no tendrá aquí algún amor?, ¿no dejará aquí alguna persona a quien haya querido o a quien quiera todavía, sin que se lo haya dicho a usted?

-Esto me he preguntado algunas veces, pero no creo que haya nada de lo que usted dice. ¿Qué amor pudiera haber tenido que yo no hubiera siquiera sospechado? Es verdad que algunos dependientes gachupines de la tienda de la bóveda habían dado en decirle flores, en enviarle papelitos y recados, pero fue mucho antes de que fuéramos a vivir a Cuernavaca. Después de que regresamos, aquellos muchachos ya no estaban aquí, se habían ido a México, y Manuela no ha vuelto a acordarse de ellos ni a nombrarlos siquiera. Algunos jóvenes del pueblo suelen pasar por aquí y la ven con algún interés, pero ella les muestra mucho desprecio y cierra la ventana tan luego como los ha visto acercarse. No han vuelto ya. Manuela encuentra fastidiosos a los pocos que conoce. En fin, yo estoy segura de que no quiere a ninguno en el pueblo, y por eso al principio de este año, cuando comenzó usted a visitarnos, creí que iba inclinándose a usted y que arreglaríamos fácilmente lo que teníamos pensado.

-Pues ya ve usted, señora -contestó Nicolás amargamente-, que no era cierto, y que Manuelita me ha considerado más fastidioso que a los muchachos de Yautepec. Tanto que yo, teniéndole como le tengo tanto cariño y habiendo pensado tan seriamente en casarme con ella, porque creía con nuestro matrimonio labrar su felicidad y la mía, naturalmente, no he podido ser insensible a sus desprecios constantes y me resolví a alejarme para siempre de esta casa. Pero la consideración de que usted me tiene un afecto, de que estoy seguro; las órdenes de mi madre de que yo vele por ustedes, hoy que tanto se necesita del apoyo de un hombre en estos pueblos, me han hecho seguir importunándolas con mi presencia, que de otro modo les habría evitado.

-¿Importunándome a mi? -preguntó conmovida y llorando doña Antonia.

-No, a usted no, señora; bien veo que usted me profesa amistad, que desearía usted mi bien y mi dicha, que si por usted fuera, yo sería el esposo de su hija. Yo no soy ingrato, señora, y crea usted que mientras viva yo me portaré con usted como un hijo reconocido y cariñoso, sin interés de nada y siempre que no sirva de obstáculo a la felicidad de Manuelita; pero lo decía yo por esta niña. Afortunadamente para ella, ustedes se van de aquí, de modo que no tendrá mortificación de verme y yo tendré la satisfacción de ser útil a usted desde lejos. Haré todo lo que usted me encarga y le escribiré con frecuencia, dándole razón de la huerta y del estado que guarda este rumbo. Mañana, cuando venga la tropa del gobierno, yo también vendré a ver qué se les ofrece a ustedes, y aun las acompañaré cuando se vayan, hasta Morelos o hasta más allá si es necesario.

-¡Ah, Nicolás!, ¡qué bueno es usted y qué noble! -dijo la señora con ternura-; acepto todo lo que usted me ofrece, y a mi vez le aseguro que en mí tendrá siempre una segunda madre. Cualquiera que sea la suerte que Dios nos reserve a mí y a mi hija, crea usted que siempre recordaré su generosidad para con nosotras, y que nunca olvidaré que es usted el más noble y honrado joven que he conocido. Lo espero a usted mañana, y si quiere acompañarnos, como me lo promete, yo tendré mucho gusto de contar con su compañía, que tanto necesito. Pero tengo miedo de que suceda a usted algo a su regreso.

-No tema usted nada, señora -dijo Nicolás, levantándose-; yo llevaré alguno de mis compañeros de taller, bien montados y armados, y no correremos ningún peligro.

-Bueno -dijo doña Antonia, apretando la mano del herrero con las dos suyas, cariñosamente, como lo haría una madre tierna con el hijo de su corazón.

Luego, al sentir que se alejaba, exclamó llorando.

-¡Oh! ¡qué desgraciada soy en no tener a este hombre por yerno!

Manuelita se despertó cuando ya estaba anocheciendo, y a la luz de la bujía, doña Antonia observó que tenía los ojos encarnados...

-¿Estás mala, hija? -le preguntó afectuosamente.

-Me duele mucho la cabeza, mamá -contestó la joven.

-Es que estás amodorrada, y además, ¡has comido tan poco!

-No; me siento un poco mal.

-¿Tendrás calentura? -dijo la madre inquieta.

-No -replicó Manuelita, tranquilizándola-; no es nada, me levanté esta mañana muy temprano y, en efecto, he comido poco. Voy a tomar algo y volveré a acostarme, porque lo que siento es sueño; pero tengo apetito y esa es buena señal. Ya sabe usted que siempre que madrugo me pasa esto. Además, es preciso dormir, ahora que se puede, porque quién sabe si en el viaje podamos hacerlo con comodidad y en compañía de soldados -añadió sonriendo maliciosamente.

La pobre madre, ya muy tranquila, dispuso la cena, que Manuela tomó con alegría y apetito, después de lo cual rezaron las dos sus devociones, y tras de una larga conversación sobre sus arreglos de viaje y sus nuevas esperanzas, la señora se retiró a su cuarto, contiguo al de Manuela y apenas dividido de éste por un tabique.

A la sazón caía un aguacero terrible, uno de esos aguaceros de las tierras calientes, mezclados de relámpagos y truenos, en que parece abrir el cielo todas sus cataratas e inundar con ellas el mundo. La lluvia producía un ruido espantoso en el tejado, y los árboles de las huerta, azotados por aquel torrente, parecían desgajarse.

En la calle el agua corría impetuosamente formando un río, y en el patio se había producido una inundación con el crecimiento de los apantles y con el chorro de los tejados.

Doña Antonia, después de recomendar a Manuelita que se abrigara mucho y que rezara, se durmió arrullada por el ruido monótono del aguacero.

Inútil es decir que la joven no cerró los ojos. Aquella era la noche de la fuga concertada con el Zarco; él debía venir infaliblemente y ella tenía que esperarlo ya lista con su ropa y el saco que contenía el tesoro, que era preciso ir a sacar al pie de la adelfa. Esta tempestad repentina contrariaba mucho a Manuela. Si no cesaba antes de medianoche, iba a hacer un viaje molestísimo, y aun cesando a esa hora, iba a encontrar la huerta convertida en charco y a bañarse completamente debajo de los árboles. Sin embargo, ¿qué no es capaz de soportar una mujer enamorada, con tal de realizar sus propósitos?

Cuando ella conoció que era aproximadamente la hora señalada, se levantó de puntillas, con los pies desnudos, bien cubierta la cabeza y espaldas con un abrigo de lana, y así, alzando su enagua de muselina hasta la rodilla, abrió la puerta de su cuarto, quedito y se lanzó al patio, alumbrándose con su linterna sorda, que cubría cuidadosamente.

Era la última vez que salía de la casa materna, y apenas concedió un pensamiento a la pobre anciana que dormía descuidada y confiando en el amor de su hija querida.

Por lo demás, Manuela, atenta sólo a realizar su fuga, no procuraba otra cosa que apresurarse, y si su corazón latía con violencia, era por el temor de ser oída y de malograr su empresa.

Dichosamente para ella, el aguacero seguía en toda su fuerza, y nadie podría sospechar que ella saliese de su cuarto con aquel temporal; así es que atravesó rápidamente el patio, se internó entre la arboleda, pasó el apantle que rodeaba el soto de la adelfa, y allí, escarbando de prisa, sin preocuparse de la lluvia, que la había empapado completamente, y sólo cuidando de que la linterna no se apagase, extrajo el saco del tesoro, lo envolvió en su rebozo y se dirigió a la cerca, trepando por las raíces del amate hasta el lugar en que solía esperar al Zarco.

Apenas acababa de llegar, cuando oyó el leve silbido con que su amante se anunciaba, y a la luz de un relámpago pudo distinguirlo, envuelto en su negra capa de hule y arrimándose al cercado.

Pero no venía solo. Acompañábanle otros tres jinetes, envueltos como él en sendas capas y armados hasta los dientes.

-¡Maldita noche! -dijo el Zarco, dirigiéndose a su amada- Temí que no pudieras salir, mi vida, y que todo se malograra hoy.

-¡Cómo no, Zarco! -respondió ella-; ya has visto siempre que cuando doy mi palabra, la cumplo. Era imposible dejar esto para otra ocasión, pues mañana llega la tropa y tal vez tendríamos que salir inmediatamente.

-Bueno, ¿ya traes todo?

-Todo está aquí.

-Pues ven; cúbrete con esta capa -dijo el Zarco alargando una capa de hule a la joven.

-Es inútil, estoy ya empapada y bien puedo seguir mojándome.

-No le hace, póntela, y este sombrero... ¡Válgame Dios! -dijo al recibirla entre sus brazos- ¡Pobrecita! ¡Si estás hecha una sopa!

-Vámonos, vámonos -dijo ella palpitante-, ¿quiénes son esos?

-Son mis amigos, que han venido a acompañarme por lo que se ofreciera... Vamos, pues; adelante, muchachos, y antes de que crezca el río -dijo el Zarco, picando su caballo, en cuya grupa había colocado, al estilo de la tierra caliente, a la hermosa joven.

Y el grupo de jinetes se dirigió apresurado a orillas del pueblo, atravesó el río, que ya comenzaba a crecer, y se perdió entre las más espesas tinieblas.

Si algún campesino supersticioso hubiese visto a la luz de los relámpagos pasar, como deslizándose entre los árboles azotados por la tempestad, aquel grupo compacto de jinetes envueltos en negras capas, a semejante hora y en semejante tiempo, de seguro habría creído que era una patrulla de espíritus infernales o almas en pena de bandidos, purgando sus culpas en noche tan espantosa.




ArribaAbajo- XI -

¡Robada!


Doña Antonia había dormido mal. Después de su primer sueño, que fue tranquilo y pesado, los múltiples ruidos de la borrasca acabaron por despertarla. Agitada después por diversos pensamientos y preocupaciones a causa de su viaje próximo, comenzó a revolverse en su lecho, presa del insomnio y del malestar.

Parecíale haber escuchado a través de los lejanos bramidos del trueno, y de los ruidos de la lluvia y del viento entre los árboles, algunos rumores extraños; pero atribuyó esto a aprensión suya. De buena gana se habría levantado para ir al cuarto de Manuela a fin de conversar o rezar un momento en su compañía; pero temió interrumpir el sueño de la niña, a quien creía dormida profundamente y acalenturada desde el día anterior.

Así es que, después de haber pasado largas horas en aquella situación penosísima, luchando con ideas funestas y atormentadoras, y con el calor sofocante que había en su cuarto y el que le producía la irritación de la vigilia; cuando oyó que el temporal cesaba, que los árboles parecían quedarse quietos, y que los gallos comenzaban a cantar, anunciando la madrugada y el buen tiempo, la pobre señora acabó por quedarse dormida de nuevo, para no despertar sino muy tarde y cuando los primeros rayos del sol penetraron por las rendijas del cuarto.

Entonces se levantó apresuradamente y corrió al cuarto de su hija.

No la encontró, vio la cama deshecha, pero supuso que se habría levantado mucho antes que ella y que estaría en el patio o en la cocina. La buscó allí, y no hallándola todavía, creyó que andaría recorriendo la huerta, examinando sus flores y viendo los estragos del temporal, y aun se dijo que Manuela hacía mal en exponerse así a la humedad de la mañana, después de haber estado indispuesta el día anterior; que iba a empaparse con el agua de los árboles y a mojarse horriblemente los pies en el lodo de la huerta, que era un bosque espeso, cruzado de apantles por todas partes y que se llenaba de charcos con la menor lluvia.

Efectivamente, los naranjos, los zapotes, los mangos y los bananos dejaban caer una cascada de agua a cada rozamiento de sus ramajes; la luz del sol se reflejaba como en mil diamantes en las gotas de agua que pendían de las menudas hojas, y la grama del suelo se hallaba sumergida en una enorme ciénaga.

Hacía mal la muchacha en andar en la huerta de ese modo.

Y la llamó entonces a gritos para reñirla.

Pero habiendo esperado en vano para verla aparecer, y no escuchando su respuesta, comenzó a alarmarse y corrió a buscarla en los lugares que solía frecuentar. Tampoco estaba en ellos. Entonces siguió buscándola y gritándole en todas direcciones, y habiéndole venido una idea repentina volvió a la casa para ver si la puerta de la calle estaba abierta; pero encontrándola perfectamente cerrada y atrancada, tornó a la huerta, llena de sobresalto, suponiendo que quizá su hija habría sido mordida por alguna serpiente y se habría desmayado o tal vez muerto en algún rincón de aquel bosque. La pobre anciana, pálida como la muerte, convulsa de terror y de angustia, se internó en lo más espeso de la huerta, sin cuidarse del lodo ni de la maleza, ni de las espinas, registrándolo todo, llamando por todas partes a su hija con los epítetos más tiernos y más desesperados, con la garganta seca, con los ojos fuera de las órbitas, pudiendo apenas respirar, con el corazón saliéndosele del pecho, loca de dolor y de susto.

Pero nada, Manuela no aparecía.

-Pero, Dios mío, ¿qué es de mi hija? -exclamó, deteniéndose y apoyándose en un árbol, pues sentía que las piernas le flaqueaban. Nadie le contestaba.

La naturaleza seguía indiferente su curso normal. El sol brillaba de lleno iluminando el cielo, limpio ya de nubes, en aquella hermosa mañana de estío, más sereno y más azul después de una noche de borrasca; los pájaros parloteaban alegremente en las arboledas, zumbaban los insectos entre las flores y todo parecía cobrar nueva vida en aquella tierra tropical y vigorosa.

Sólo la pobre madre desfallecía, apoyada en los árboles, y sintiendo que el frío de la muerte helaba la sangre en sus venas. Pasado un momento de angustiosa parálisis, hizo un esfuerzo desesperado y se arrastró hasta el centro de la huerta. Allí tuvo otra idea; cruzando el apantle que rodeaba como un pozo el soto de la adelfa, que era como una rotonda de arbustos en medio de la cual descollaba la vieja y florida planta, se dirigió hacia ésta, y al llegar a ella se detuvo sorprendida. Allí, junto al tronco, había un pozo que se había llenado de agua, y sobre la grama estaba tirada una tarecua, la pequeña tarecua con que Manuela solía cavar la tierra de su jardín.

Luego observó que, a pesar de la lluvia, la maleza y los arbustos aún permanecían doblados, como si alguna persona se hubiese abierto paso por ellos.

Miró con cuidado el suelo, y en la parte que no estaba cubierta por la grama, distinguió huellas de pisadas. Siguió la dirección que ellas marcaban, lo cual era difícil en aquella capa de verdura espesa y áspera que cubría el suelo, y pudo reconocerla hasta el apantle. En los bordes cenagosos de éste y en la parte inundada por su crecimiento de la noche, la huella se marcaba mejor; era la huella de pies pequeños y desnudos que se habían enterrado profundamente en el cieno. ¿Quién podía haber andado por ahí esa mañana, si no era Manuela? ¿Y quién podía tener esos pies pequeños, sino la joven? Pero, ¿por qué había venido descalza, y habiendo tenido resfrío el día anterior?

La infeliz madre se perdía en conjeturas. Luego, dando algunos pasos más allá de la faja inundada por el apantle, volvió a reconocer huellas de pisadas: eran las mismas de Manuela, que seguramente tomó la dirección del cercado. En efecto, las huellas seguían hasta la cerca y se detenían junto a las viejas raíces del zapote gigantesco. La anciana trepó con trabajo por ellas y como impulsada por un presentimiento terrible. Sobre la cerca había también señales de haber pasado por ahí alguno. Las plantas parecían haber sido holladas; los tallos de algunas estaban rotos. Doña Antonia se asomó por aquel lugar y examinó atentamente la callejuela. Vio entonces allí, precisamente al pie del lugar en que se hallaba, las huellas bien distintas de pezuñas de caballos, que parecían haberse detenido algún rato y que debieron haber sido varios, porque el lodo estaba señalado y removido por numerosas huellas repetidas y agrupadas.

La aguda y fría hoja de un puñal que hubiese atravesado su corazón, no habría producido a la desdichada madre la sensación de intenso dolor y de desfallecimiento que semejante vista le causó.

No comprendía nada, pero algo horroroso significaba aquello. ¡Su hija, atravesando la huerta en aquella noche, dirigiéndose a la cerca, aquellos caballos deteniéndose allí, como para esperarla, porque era evidente que ningún hombre había andado con ella, todo esto encerraba un misterio inexplicable, pero pavoroso para la pobre señora! ¿Había huido Manuela con algún hombre? ¿Había sido robada? ¿Quién podía ser el raptor?

Doña Antonia apenas pudo dirigirse confusamente tales preguntas, en medio de su atonía y de su terror, porque se sentía aterrada, aniquilada, permaneciendo ahí como idiota, con los ojos clavados en el lado de la calle, los cabellos erizados, con el corazón palpitante hasta ahogarla, muda, sin lágrimas, sin fuerzas, viva imagen de la angustia y del dolor.

Pero una última esperanza pareció hacerla volver en sí. Pensó que eso era imposible, que era un sueño todo lo que estaba mirando o que nada tenía que ver con su hija aquel conjunto de circunstancias; que Manuela debía haber vuelto a su cuarto, y que si se hubiera fugado, debía haberse llevado su ropa, sus alhajas, algo.

Doña Antonia, bajándose precipitadamente de la cerca, se dirigió vacilando como una ebria, pero corriendo, hacia la casa y al cuarto de Manuela; estaba como antes, solitario, la cama deshecha, un baúl abierto. No cabía duda, la joven se había escapado; faltaba su mejor vestido, faltaban sus camisas bordadas, sus alhajas, su calzado nuevo de raso, sus rebozos. Se había llevado lo que podía caber en una pequeña maleta.

Entonces la infeliz anciana, convencida ya de su desdicha, cayó desplomada en el suelo y rompió a llorar, dando alaridos que hubieran conmovido a las piedras. Pasado al fin este arranque de dolor supremo, salió de la casa como una insensata, sin cuidarse de cerrarla, y se dirigió a la de su ahijada Pilar, que vivía por ahí cerca, en casa de unos tíos, porque era huérfana. Apenas pudo hablarles unas cuantas palabras para explicarles que Manuela había desaparecido y para rogarles que fuesen con ella a su casa a fin de cerciorarse del hecho.

Acompañáronla, en efecto, sorprendidos y asustados también, especialmente la bella y dulce joven, que lo mismo que su madrina no comprendía nada de tal misterio.




ArribaAbajo- XII -

La carta


El examen de la calle y de la huerta, hecho por los tíos de Pilar misma, no hicieron más que confirmar las sospechas de dolía Antonia. Manuela se había escapado en los brazos de un amante.

Los tíos de Pilar encontraron al pie de la cerca, y medio oculta entre la maleza y el lodo, la linterna sorda que había servido a la joven para alumbrarse y que arrojó allí al huir.

Quedaba ahora por averiguar quién o quiénes habían sido los raptores de la joven, y sobre este particular nadie se atrevía a aventurar una sola palabra, porque nadie tenía tampoco en qué fundar la menor conjetura.

La pobre madre, en el paroxismo de su dolor, se había atrevido a mencionar el nombre del honrado herrero de Atlihuayán; pero en el instante, tanto ella como Pilar y sus tíos, hablan exclamado con admiración y sorpresa:

-¡Imposible!

-En efecto, ¡imposible! -decía doña Antonia-; ¿qué necesidad tenía Nicolás de arrebatar a la muchacha cuando yo se la habría dado con todo mi corazón?... ¡Soy una tonta, y sólo mi aflicción puede disculpar esta palabra imprudente! ¡Que Dios me la perdone! Nicolás no me la perdonaría.

-Además, madrina, Nicolás no era querido, y usted lo sabe muy bien; Manuela no podía sufrir ni su presencia. Habría sido preciso que tanto él como ella fingieran aborrecerse para que esto pudiera ser. Pero, ¿para qué semejante disimulo?

-Pues es claro -replicó doña Antonia- No, no hay que pensar en ello: pero entonces, ¿quién, Dios mío?

-Será preciso avisar a la autoridad -dijo el tío de Pilar.

En este momento entró en la casa un muchacho, un trabajadorcito de las cercanías, y dijo que unos hombres que iban a caballo con una señora lo habían encontrado muy de madrugada y lo habían detenido más allá de Atlihuayán y al empezar la cuesta del monte, y que la señora, que era muchacha, le había dicho que viniera a Yautepec a traer una carta a su mamá, dándole las señas de la casa.

Doña Antonia abrió apresuradamente el papel, que estaba escrito con lápiz y que no contenía más que estas breves palabras:

«Mamá:

«Perdóname, pero era preciso que hiciera lo que he hecho. Me voy con un hombre a quien quiero mucho, aunque no puedo casarme con él por ahora. No me llores porque soy feliz, y que no nos persigan, porque es inútil.

MANUELA.»

Al oír, estas palabras, todos se quedaron asombrados y mudos, pintándose en sus semblantes la sorpresa y el disgusto que semejante proceder de Manuela les causaba, habiendo sido hasta allí una buena hija. Lo pobre madre dejó caer el papel de las manos y quedó un momento con la cabeza inclinada, fijos los ojos en tierra, abatida, silenciosa, sombría, como insensata, hasta que un rato después hizo estallar su dolor en terribles sollozos. Acudieron a abrazarla y a consolarla su ahijada y los tíos, sin saber qué decirle, sin embargo, para calmar su pena.

-¿Y a quién quejarme ahora? -exclamó- Aconséjenme ustedes -dijo-, ¿qué haré?

-Veremos al prefecto -respondió el tío de Pilar-.

Es necesario que la autoridad tome sus providencias.

-Pero, ¡qué providencias! -repuso la anciana-, cuando ven ustedes que las autoridades mismas no se atreven a salir de la población ni tienen tropas ni manera de hacerse respetar... ¡Si estamos abandonados de Dios! -añadió desesperada.

-Pero, ¿quién podrá ser, pues, el hombre que se la ha llevado? -dijo Pilar-, porque yo no atino absolutamente y es preciso tener siquiera una sospecha que sirviera de indicación...

-¡Y estar yo sola, absolutamente sola! -exclamó doña Antonia, torciéndose las manos de dolor-. ¡Ah! ¡Cómo han abusado de una infeliz vieja, viuda y desamparada!

-No tan sola, madrina, no está usted tan sola -replicó vivamente Pilar ¿No cuenta usted con la amistad de Nicolás?

-Es verdad, hija mía, lo había olvidado en mi desesperación. Tengo a ese hombre generoso, que todavía ayer me decía que sin interés ninguno en Manuela, de quien estaba seguro que no le quería, podía yo contar enteramente con su apoyo. Tienes razón, voy a escribirle al momento.

-No es preciso -dijo el tío de Pilar-; yo voy a ensillar en un instante y corro a Atlihuayán, para traer a Nicolás. Es necesario que nos ayude siquiera a indagar esto.

El anciano se levantaba para cumplir su oferta, cuando se oyó el ruido de un caballo en la calle y un hombre se apeó en la puerta de la casa.

Era el herrero de Atlihuayán. Todos se levantaron para correr hacia él; doña Antonia se adelantó y apenas pudo tenderle los brazos y decirle sollozando:

-¡Nicolás, Manuela ha huido!

El joven se puso densamente pálido y murmuré tristemente, con un gesto de amargo desdén:

-¡Ah!, ¡sí, mis sospechas se confirman!

-¿Qué sospechas? -preguntaron todos.

-El herrero condujo a la señora al cuarto y todavía de pie, dijo:

-Esta mañana muy temprano un guardacampo vino a decirnos, al administrador y a mí, que en la madrugada, recorriendo los campos que están al pie del monte, y cuando ya había cesado el aguacero, encontró en su casita, en la que no había dormido, a un grupo que se preparaba a salir y a montar a caballo, y que seguramente se había guarecido allí del temporal; que recelando de que fuese gente mala, no se acercó por el camino, sino que se metió entre las cañas para observarlo bien. En efecto, eran plateados; cuatro hombres y una mujer joven, muy hermosa, que llevaba sombrero de alas angostas, muy lleno de plata, al que estaba atando un pañuelo blanco, antes de montar. Por esta detención pudo reconocerlos bien. A la niña se figuró haberla visto algunas veces en esta población, y el hombre, que parecía jefe de los otros, era el Zarco.

-¡El Zarco! -exclamaron todos aterrados.

-¡El mismo, el más temible y malvado de esos bandidos, que, según dicen, es joven y no mal parecido! Éste fue quien abrazó a la joven para montarla y quien parece que la llevaba. En el acto emprendieron todos, y a gran prisa, el camino de la montaña, sin reparar en el guardacampo, que no los perdió de vista hasta que ellos encumbraron y se alejaron entre las breñas. Entonces vino a dar parte. Yo no sé qué terrible presentimiento tuve, y sin darme cuenta de por qué lo hacía, monté a caballo y vine a ver si había ocurrido aquí alguna novedad... Así es -añadió con intensa amargura- que ya saben ustedes con quién se fue Manuela.

-¡Ah! ¡Con razón dice que es inútil perseguirla! -exclamó colérica doña Antonia, mostrando a Nicolás el papel, que él estuvo examinando con profunda atención.

-Efectivamente -repuso el joven-, es perfectamente inútil. ¿Quién iría a perseguir a ese bandido a su cuartel general, en que tiene más de quinientos hombres que lo defienden? Y sobre todo, ¿para qué? ¿No se ha ido ella con toda su voluntad? Cuando una mujer da ese paso, es porque está apasionada del hombre con quien se va. Perseguirla sería matarla también a ella.

-Preferiría yo verla muerta a saber que está en brazos de un ladrón y asesino como ése -dijo resuelta doña Antonia-. No es ahora sólo dolor lo que siento, es vergüenza, es rabia... Quisiera ser hombre y fuerte, y les aseguro a ustedes que iría a buscar a esa desdichada aunque me mataran; ¡mejor para mí! ¡Un plateado! ¡Un plateado! -murmuró convulsa de ira.

-Pues bien, señora, yo estoy dispuesto a hacer lo que usted quiera, por más que me parezca inútil la persecución, no tanto por la gente que acompaña al Zarco, sino por la voluntad terminante con que Manuelita le ha seguido. Verdaderamente, no ha habido rapto.

-Pero, ¿yo puedo consentir en que mi hija, por más loca de amor que esté, siga a un bandido? ¿Y mis derechos de madre?

-Sus derechos de usted como madre no pueden ser representados sino por la autoridad en este caso, careciendo usted de un pariente próximo -dijo el tío de Pilar-. Nosotros ayudaremos a la autoridad, pero es necesario que ella sea quien ordene. ¿Y cree usted que se atreverá con esos bandoleros, cuando apenas puede hacerse obedecer en la población?

-Pero si quisiera...; hoy llega la caballería del gobierno.

-Veremos al prefecto -replicó el anciano-, para decirle que hable al jefe de esa fuerza; pero no olvide usted que esta fuerza no ha podido antier continuar la persecución del Zarco, que fue quien cometió los asesinatos de Alpuyeca, y eso que el gobierno de México había recomendado con todo empeño la persecución.

Es inútil -exclamaron todos-, es imposible; ni el prefecto ni esos soldados han de querer.

En este momento se oyeron trompetas resonando en la plaza. La caballería del gobierno entraba con toda solemnidad en la población.

Doña Antonia, enloquecida de ira y de dolor, salió apresuradamente de la casa con la intención de hablar al prefecto.