Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- XIII -

El comandante


El pobre prefecto se hallaba en la casa del Ayuntamiento, vestido con su traje dominguero para recibir a la tropa con los honores debidos, en el momento en que llegó doña Antonia, acompañada del tío de Pilar y de Nicolás, que la había seguido por deferencia, se entretenía en ver a aquella fuerza mal vestida y peor montada, que se forma en la placita para pasar lista. Mandábala un comandante de mala catadura, vestido de un manera singular, con uniforme militar desgarrado, y cubierto con un sombrero charro viejo y sucio.

Luego que acabó de pesar su lista, el comandante vino a saludar al prefecto y a manifestarle, lo que era de cajón entonces, que necesitaba raciones para sus soldados y forraje para su caballada, pues debía continuar su marcha esa tarde.

El prefecto dio las órdenes convenientes para facilitar esos elementos, imponiendo a los vecinos acomodados semejante carga, que ellos estaban ya acostumbrados a soportar hacía tiempo.

Después la tropa se acuarteló y el comandante y algunos oficiales fueron invitados por el prefecto a tomar algunas copas y a comer en la Prefectura.

Tales eran los deberes que se imponía entonces la autoridad política de los pueblos para con esos militares, que ni defendían a la gente pacífica ni se atrevían a encararse con los bandidos de que estaba llena la comarca.

-¿Qué tal, comandante -preguntó el prefecto-, ayer y antier han tenido ustedes una buena tarea con los plateados?

-Fuerte, señor prefecto -respondió el comandante atusándose los bigotes-, muy fuerte; no hemos descansado ni de día ni de noche.

-¿Y lograron ustedes algo?

-¡Oh!, les dimos una correteada a los plateados, terrible. Estoy seguro de que en muchos días no volverán a aparecerse en la cañada de Cuernavaca. Han quedado escarmentados.

-¿Cogieron ustedes algunos, eh?

-Sí: y los hemos dejado colgados, por ahí, de los árboles, en donde se estarán campaneando... a esta hora.

-Pero, ¿cayeron todos?

-Todos, no, usted sabe que eso es difícil. Esos cobardes no atacan más que a la gente indefensa, pero luego que ven tropa organizada, como la mía, corren, se dispersan.

-Pero el Zarco..., porque dicen que fue el Zarco el que mandaba la gavilla.

-Sí, él fue, pero es el más correlón de todos. Ni si quiera nos esperó, de modo que cuando nosotros llegamos a Alpuyeca, ni su luz del Zarco. En vano quisimos darle alcance. Luego que hizo su robo, apenas se detuvo a recoger a sus heridos y se largó precipitadamente, y no fue posible dar ni con su rastro. En ningún pueblo ni rancho de los que atravesamos en su persecución pudieron darnos razón de él, sea que no hubiera pasado por allí o sea que tenga en todas partes cómplices, lo cual es más probable. El caso es que no pudimos continuar con mi caballería en aquellos montes tan escabrosos.

-Pero, entonces, señor comandante -preguntó el prefecto con malignidad-, ¿a quién cogieron ustedes por fin, porque acaba usted de decirme que dejaron algunos colgados en los árboles?

-¡Oh, amigo prefecto -contestó el militar sin desconcertarse-, tomamos algunos sospechosos de quienes estoy seguro que eran sus cómplices; yo los conozco bien a estos pícaros, no pueden disimular su delito; corren de nosotros cuando nos divisan, se ponen descoloridos cuando les hablamos, y a la menor amenaza se hincan, pidiendo misericordia! Ya usted ve que estas son pruebas, porque si no, ¿por qué habían de hacer todo eso? Su delito los acusa, son los cómplices, los que avisan a los bandidos, los que ocultan su marcha y los que participan del botín. A varios de esos, y según mi parecer, los más importantes, es a quienes he dejado dando vueltas en el aire... ¡Servirá de ejemplar! ¿No le parece a usted?

De manera que el valiente militar había fusilado a algunos infelices campesinos y aldeanos, por simples sospechas, a fin de no presentarse ante su jefe, en Cuernavaca, con las manos limpias de sangre. El prefecto lo comprendió así, y por tal motivo respondió insistiendo:

-Sí, señor comandante, eso estuvo bueno siempre; pero, por fin, ¿y el Zarco?

-El Zarco, señor prefecto, debe hallarse ahora muy lejos de aquí; tal vez en el distrito de Matamoros o cerca de Puebla, para repartirse el robo con toda seguridad. ¡Bonito él para haberse quedado en este rumbo!

-Pero dicen -objetó el prefecto- que tiene su madriguera en Xochimancas, a pocas leguas de aquí, y que cuenta con más de quinientos hombres. Al menos es lo que se dice por aquí, y lo que sabemos, porque frecuentemente se desprenden de allí partidas para asaltar las haciendas y los pueblos. En esa madriguera es donde guardan sus robos, en donde tienen a los plagiados, sus caballos, sus municiones, en fin; parece, según noticias que recibimos diariamente, que allí viven como en una fortaleza, que tienen hasta piezas de artillería, hasta músicas y charangas que llevan algunas veces a sus expediciones, y que les sirven también para divertirse en sus bailes.

-Ya sé, ya sé -replicó el comandante con cierto enfado-; pero usted conoce lo que son las exageraciones del vulgo. Todo eso son cuentos; habrán buscado allí refugio alguna vez, habrán permanecido allí dos o tres días, habrán hecho tocar dos o tres clarines, y el miedo de los pueblos ha inventado lo demás, porque no me negará usted, señor prefecto, que ustedes viven muertos de miedo y que ni parecen hombres los que habitan estas comarcas.

-Pero, con razón, señor comandante -dijo el prefecto, picado en lo vivo-, con muchísima justicia; si todo eso que usted dice que son cuentos, nos parecen a nosotros realidades; si vemos atravesar por nuestros caminos partidas de cien y de doscientos hombres, bien armados y montados; si se llevan al cerro todos los días a los vecinos de los pueblos y a los dependientes de las haciendas; si se meten donde quiera como en su casa, ¿cómo no hemos de creer?

-Pues bien, y ustedes, ¿por qué no se defienden?, ¿por qué no se arman?

-Porque no tenemos con qué; todos estamos desarmados.

-Pero, ¿por qué?

-Le diré a usted: teníamos armas para la defensa de las poblaciones, es decir, armas que pertenecían a las autoridades y armas que habían comprado los vecinos para su defensa personal. Hasta los más pobres tenían sus escopetas, sus pistolas, sus machetes. Pero pasó primero Márquez con los reaccionarios y quitó todas las armas y los caballos que pudo encontrar en la población. Algunas armas se escaparon, sin embargo, y algunos caballos también, pero pasó después el general González Ortega con las tropas liberales y mandó recoger todas esas armas y todos esos caballos que habían quedado, de manera que nos dejó con los brazos cruzados. Luego, los bandidos apenas saben que alguno tiene un caballo regular, cuando en el acto se meten a cogerlo. ¿Quién quiere usted que compre ya ni armas, ni caballos?... Además, aun cuando nos queden machetes y cuchillos, ¿cree usted que nos vamos a poner con quienes traen buenos mosquetes y rifles?

-Pues, hombre -replicó el militar reflexionando-, eso sí está malísimo, porque así cualquiera puede burlarse de ustedes. ¿Y qué hacen entonces?

-Lo único que hacemos es huir o escondernos. Tenemos un vigilante en la torre, durante el día. Cuando toca la campana, dando la alarma, las familias se esconden en el curato o donde pueden, en lo más oculto de las huertas; los hombres corren y las autoridades... nos sumimos -añadió el pobre prefecto, encogiéndose de hombros en ademán de vergüenza y de resignación.

-¡Caramba, hombre!, ¡eso es atroz! -exclamó el comandante sirviéndose una gran copa de coñac-. Yo no sería autoridad aquí por nada de esta vida.

-Pues yo he renunciado la prefectura cincuenta veces; pero no me admiten la renuncia, y como es lo mismo...

-¿Cómo es lo mismo?

-Pues es claro; es lo mismo que haya prefecto como que no lo haya; dirán que tanto da que yo esté como que esté otro, y mientras, aquí me tiene usted limitándome a dar forraje y raciones a las tropas que pasan, sin poder hacer más, sin disponer de un solo guarda, de un solo soldado, de nadie... escondiéndome por la noche, porque de noche quedamos expuestos a todo, sin poder ejercer la vigilancia que tenemos de día, trabajando en nuestros quehaceres, siempre con sobresalto. De manera que no son cuentos los que le referimos a usted; no son invenciones del miedo. Son verdades, y se las referirán a ustedes todo el mundo.

En el instante en que el prefecto acababa de hablar, doña Antonia, cansada de esperar que concluyese la conversación, se hizo anunciar por conducto del secretario de la oficina, diciendo que tenía un negocio muy urgente que comunicar, tanto al prefecto como al comandante.

-Que entre -dijo el prefecto.

Doña Antonia se presentó llorando y desesperada.

-¿Qué le pasa a usted, doña Antonia? -preguntó el prefecto con interés.

-¡Qué me ha de pasar, señor prefecto, una gran desgracia!; que mi hija ha sido robada anoche.

-¡Su hija de usted! ¡Manuelita! ¡La muchacha más linda de Yautepec! -dijo el prefecto, dirigiéndose al comandante, que se volvió todo orejas.

-Sí, señor, Manuela, ¡me la han robado!

-¿Y quién, vamos, diga usted?

-¡El Zarco! -exclamó furiosa doña Antonia-, ¡ese gran ladrón y asesino!

-¿Ya ve usted, señor comandante? -dijo el prefecto, sonriendo con malicia-. No anda tan lejos como usted creía; todavía está por aquí robándome muchachas, después de haber robado y asesinado en la Cañada.

-Pero, ¿cómo ha sido eso?..., diga usted pronto, señora -dijo el militar levantándose.

Doña Antonia refirió los hechos que ya conocemos. Nicolás fue llamado a declarar lo que sabía, y no hubo ya duda de que, en efecto, el Zarco había sido el raptor.

-Y bien, ¿qué quiere usted ahora que se haga?

-Señor -respondió la anciana en actitud suplicante-, que usted haga perseguir a ese bandolero, que le quiten a mi hija, y yo daré lo poco que tengo si lo logran. Que la traigan viva o muerta, pero ha de ser pronto, señor; pueden encontrarla muy cerca de aquí, en Xochimancas, que es donde el Zarco tiene su madriguera. Ya sé, señor prefecto, que usted no tiene tropa, ni gente de quien disponer para eso; pero ahora que está aquí este señor militar con su tropa, puede prestar este servicio a la justicia y a la humanidad.

-¿Qué dice usted, comandante? -preguntó con sorna el prefecto.

-¡Imposible, señor prefecto, imposible! -repitió con resolución-; yo tengo orden de continuar mi marcha para Cuautla, como que se trata de escoltar a un señor muy amigo del señor presidente, don Benito Juárez, que tiene que ir a México. Ya usted comprenderá que cuando no he podido continuar la persecución de ese malvado ayer, y por causa de un robo y de asesinatos, menos he de poder entretenerme en ir a buscar una muchacha por esos andurriales... ¡Bah!... ¡Bah...!, déjenos usted en paz, señora, ya se contentará la niña con el bandido ese, ¡no tiene remedio! ¡La tropa del gobierno no puede perder el tiempo en andar rescatando muchachas bonitas! Además, yo no conozco bien estos terrenos.

-Pero yo sí los conozco -dijo Nicolás-, y si el señor prefecto lo dispusiera, algunos amigos míos y yo acompañaríamos a la tropa del gobierno para guiarla y ayudarla en sus pesquisas.

-Pues si este muchacho tiene algunos amigos que lo acompañen, supongo que armados, ¿por qué no va él a hacer la persecución? -preguntó el comandante.

-Porque sería lo mismo que sacrificarnos inútilmente -respondió Nicolás-. Mis amigos y yo seremos a todo rigor diez, y los bandidos a quienes podemos encontrar en Xochimancas pasan de quinientos o por lo menos son trescientos; ¿qué podríamos hacer diez contra trescientos? Moriríamos estérilmente. No así yendo la tropa del gobierno, porque tiene más de cien hombres, además los que iríamos de aquí, que estamos bien armados y que, apoyados por la tropa, serviríamos de algo. Conocemos caminos por los que lograríamos sorprender a los plateados.

-Pero, ¿toda esa pelotera y ese empeño por una muchacha? -dijo el comandante, que no se dejaba convencer.

-No, señor -repuso indignado Nicolás-; no sería solamente por la muchacha, porque se lograrían otros fines que son de mayor importancia. Se lograría acabar con esa guarida de malhechores que tiene azorado al distrito; se lograría tal vez matar o coger a los asesinos a quienes persiguió el señor comandante ayer y antier inútilmente; se les quitaría el robo, se les quitarían los demás robos que tienen guardados allí, se libertaría a los hombres que tienen plagiados hace tiempo, y el señor comandante cumpliría con su deber, restableciendo la seguridad en todo este rumbo. Yo creo que hasta el Supremo Gobierno se lo agradecería.

-A mí nadie me enseña mis deberes como soldado -respondió el comandante con los ojos centelleantes de cólera, y comprendiendo que no podía contestar de otro modo a las razones del joven- Yo sé lo que debo hacer, y para eso tengo superiores que me ordenan lo que crean conveniente. ¿Quién es usted, amigo, para venir aquí a imponerme leyes y a hablarme con ese tono?

-Señor -dijo Nicolás, encarándose con dignidad al comandante-, yo soy un vecino honrado del distrito; soy el encargado de la herrería de la hacienda de Atlihuayán, y el señor prefecto sabe que he prestado no pocos servicios cuando la autoridad los ha necesitado de mí. Además, soy un ciudadano que sabe perfectamente que usted es un jefe de seguridad pública, que la tropa que usted trae está pagada para proteger a los pueblos, porque no es tropa de línea consagrada exclusivamente al servicio militar de la Federación, sino que es fuerza del Estado, despachada para perseguir ladrones, y ahora precisamente le estamos proporcionando a usted la oportunidad de cumplir con su comisión.

-¡Usted qué sabe de eso, don cualquiera, ni qué tiene usted que gritarme aquí ni que leerme la cartilla, ni quién le ha dado a usted facultades para hablarme en ese tono! ¿Quién es ese hombre, señor prefecto? -preguntó el comandante en el paroxismo del furor, con los bigotes erizados y poniendo mano en el puño de su pistola Colt, que llevaba ceñida a la cintura.

-Este muchacho -respondió el prefecto palideciendo, porque temió algún desmán del soldadote, que como todos los de su ralea era un gran insolente con los hombres honrados y pacíficos-, este señor es, en efecto, un vecino muy honrado y muy apreciable, que ha prestado muy buenos servicios a los pueblos y que es muy estimado de todos.

-Pues no le valdrá todo eso de nada para evitar que yo lo fusile -dijo el comandante-; yo le enseñaré a faltar al respeto a los militares.

Nicolás se cruzó de manos impasible y contestó sin arrogancia, pero con su acento frío y altivo:

-Haga usted lo que quiera, señor militar; usted tiene allí su fuerza armada. Yo estoy solo, sin armas y delante de la autoridad de mi población. Puede usted fusilarme, no lo temo y ya lo estaba yo esperando. Era muy natural: no ha podido usted o no ha querido perseguir o fusilar a los bandidos a quienes era necesario combatir arriesgando algo, y le es a usted más fácil asesinar a un hombre honrado que le recuerda a usted sus deberes. Es claro..., esto no será glorioso para usted, pero sí lo único que puede y sabe hacer.

-¿De manera que usted cree que yo me valgo de la fuerza para castigar las insolencias de usted?

-Así lo creo -respondió Nicolás, siempre cruzado de brazos y con acento frío y seguro.

-Pues se equivoca usted, amigo -gritó el comandante-. Yo no necesito de la fuerza armada para castigar a los que me insultan. Yo sé corregirlos hombre a hombre.

-¡Sería de ver! -respondió Nicolás, con una ligera sonrisa de desprecio. Y precisamente -añadió-, por aquí cerca de Yautepec hay algunos lugares bastante solitarios en que podía dar pruebas de valor. Deje aquí a su tropa, montaremos a caballo los dos y nos iremos juntos a escoger el sitio a propósito.

-¿Sí, me desafía usted? -preguntó el militar, lívido de rabia.

-Yo acepto, señor comandante. Usted ha dicho que es muy capaz de castigar a los que le insultan hombre a hombre y sin valerse de la fuerza. Yo acepto y estoy dispuesto, con iguales armas y donde a nadie favorezca más que su propio valor.

-Bueno -dijo el comandante-, ahora verá usted si soy capaz.

Y saliendo precipitadamente de la pieza, gritó a varios soldados que estaban por ahí:

-¡Hola, sargento, préndame usted a ese pícaro y téngalo en el cuartel con centinela de vista! Si se mueve, mátenlo.

-¡Bonita manera de arreglar las cosas hombre a hombre! -murmuró Nicolás, mirando al comandante con un gesto de profundísimo desdén.

-¡Ahora verá usted si me echa bravatas, insolente!

-Pero, señor comandante -dijo el pobre prefecto, interponiéndose en actitud suplicante-, dispense usted a este muchacho; es un exaltado, pero es hombre de bien, incapaz de cometer el más mínimo delito.

-¡Cállese usted, señor prefecto del demonio -replicó el militar, furioso como un energúmeno-, cállese usted o también me lo llevo! Para eso nada más sirven ustedes las autoridades de aquí, para dar alas a los zaragates. ¡Ya verá usted si hago otro ejemplar! Llévenselo, llévenselo -dijo a los soldados que se apoderaron de Nicolás, el cual no hizo ninguna resistencia, contentándose con decir al prefecto:

-No ruegue usted, señor prefecto; deje usted que hagan lo que quieran, pero no humille usted su autoridad.

Sin embargo, el prefecto comprendía que aquel militar fanfarrón y cobarde era capaz de cumplir sus amenazas.

Por aquel tiempo y en aquellas comarcas, tales hechos no eran, por desgracia, sino muy frecuentes. Los bandidos reinaban en paz, pero, en cambio, las tropas del gobierno, en caso de matar, mataban a los hombres de bien, lo cual les era muy fácil y no corrían peligro por ello, estando el país de tal manera revuelto y las nociones de orden y moralidad de tal modo trastornadas, que nadie sabía ya a quién apelar en semejante situación.

Las autoridades locales eran autoridades de burlas en las poblaciones, y cualquier militarcillo, por inferior que fuese, se atrevía a ultrajarlas y a humillarlas.

El infeliz magistrado de Yautepec no pudo hacer otra cosa que reunir al Ayuntamiento, que se reunió, en efecto, con gran temor, no sabiendo qué deliberar. Además, el prefecto envió inmediatamente aviso al administrador de la hacienda de Atlihuayán, quien en el acto montó a caballo y se dirigió a galope a Yautepec, acompañado de los dependientes principales de la hacienda, con el objeto de procurar la libertad del honrado herrero.




ArribaAbajo- XIV -

Pilar


En cuanto a doña Antonia, desde el principio del altercado de Nicolás con el comandante, viendo el giro que tomaba aquel asunto y comprendiendo, en fin que no tenía que esperar nada de las autoridades y que, por el contrario, se iba a cometer una gran injusticia y tal vez un crimen con su generoso defensor, había caído en un extremo tal de abatimiento que por un instante se la creyó enferma. Pero nadie le hizo caso, estando todos atentos al desenlace de aquella discusión.

Cuando los soldados se llevaron a Nicolás preso, la pobre señora ni aun fuerzas tuvo para levantarse y seguirlo, contentándose con gemir arrinconada y atónita en un banco de la Prefectura.

Por fin, cuando el prefecto salió, ella también, acompañada del tío de Pilar y de varios vecinos, se dirigió a la casa, en donde la esperaban aquella joven, sus tíos y algunos vecinos y vecinas que se interesaban en su desgracia.

Refirioles en pocas palabras lo que acababa de suceder, y agotadas sus fuerzas por tantos sufrimientos, débil, extenuada, pues no había tomado alimento alguno desde la mañana y habíase empapado de agua en la huerta, al hacer sus primeras pesquisas, se arrojó en la cama temblando de fiebre. Su ahijada y aquellas gentes piadosas le prodigaron los primeros cuidados. Pero la buena y bella joven, tan luego como aplicó las medicinas necesarias a su madrina, comenzó a ocuparse en otra cosa que la había conmovido hasta el fondo del alma.

La noticia de la prisión de Nicolás había sido para ella un rayo. Se sintió trastornada, pero disimuló cuanto pudo su ansiedad y su congoja en presencia de sus tíos y de aquellas gentes extrañas, tomó su rebozo, y pretextando que iba a traer algunas medicinas, se lanzó a la calle.

¿Adónde iba? Ni ella misma lo sabía; pero sentía la necesidad de ver a Nicolás, de hablarle, de ver a algunas personas, de procurar, en fin, salvar a aquel joven generoso que hacía mucho tiempo era el ídolo de su corazón, ídolo tanto más amado cuanto que había tenido que rendirle culto en silencio y en presencia de una rival muy querida de él y muy querida también de ella.

En otras circunstancias, ella, dulce, resignada por carácter, tímida y ruborosa, habría muerto antes que revelar el secreto que hacía al mismo tiempo su delicia y el tormento de su corazón. Pero en aquellos momentos, cuando la vida del joven estaba peligrando y lo suponía desamparado de todos y entre las garras de aquellos militares arbitrarlos y feroces, la buena y virtuosa joven no tuvo en cuenta su edad ni su sexo; no reparó en que su educación retraída había producido el aislamiento en torno suyo; no temió para nada el qué dirán de las gentes de su pueblo; no pensó más que en la salvación de Nicolás, y por conseguirla salió de la casa de su madrina y se dirigió apresuradamente al cuartel en que le habían dicho que acababan de poner incomunicado al herrero.

Éste no se hallaba encerrado en prisión alguna, porque aquel cuartel provisional estaba en una casa de la población que no tenía las condiciones requeridas. Así es que Nicolás había sido puesto en un portal que daba a la calle, y allí lo guardaban dos centinelas de vista y la guardia, que se hallaba alojada allí mismo. De modo que la joven pudo verle desde luego, mezclándose al grupo de gente que se había acercado a la casa por curiosidad.

Pilar se salió del grupo, y adelantándose hacia el prisionero, que reparó en ella en el instante, y que se levantó en ademán de recibirla, no pudo pronunciar más que esta palabra, entre ahogados sollozos:

-¡Nicolás!

Y cayó de rodillas en el suelo, muda de dolor y anegada en llanto.

Nicolás iba a hablarla, pero el sargento de la guardia se interpuso, y algo compadecido de la joven, le dijo:

-Sepárese, señorita, porque el reo está incomunicado y no puede hablarle.

-¡Pero si es mi..., pero si es pariente mío! -dijo Pilar en ademán de súplica.

-No le hace -respondió el sargento-, no puede usted hablarle; lo siento mucho, pero es la orden.

-¡Una palabra nada más!, ¡por compasión, déjeme usted hablarle una sola palabra!

-No se puede, niña -dijo el sargento-; retírese usted; si viene el comandante puede que la maltrate, y es mejor que se vaya...

-¡Qué me mate -dijo ella-, pero que se salve él! Estas palabras, que llegaron a los oídos de Nicolás, muy claras y perceptibles, le revelaron toda la verdad de lo que pasaba en el alma de la hermosa joven y fueron para él como una luz esplendorosa que iluminó las nubes sombrías en que naufragaba su espíritu. ¡Pilar le amaba, y ella sí que sabía amar! De manera que él había estado embriagándose por mucho tiempo en el aroma letal de la flor venenosa, y había dejado indiferente a su lado a la flor modesta y que podía darle la vida.

¡Qué dicha la suya en saberlo!, pero ¡qué horrible desventura la de saberlo en aquel momento, tal vez el último de su existencia, porque Nicolás no dudaba de que el comandante ejercería su venganza en el camino aquella misma tarde! Había sido la humillación del militar tan cruel y vergonzosa, que no podría perdonarla, con tanta más seguridad, cuanto que, en aquel tiempo, ningún temor podría contenerle, siendo esta clase de arbitrariedades y crímenes el pan de cada día.

Pasó por la cabeza de Nicolás como un vértigo todo aquello; era superior a sus fuerzas, con ser ellas tantas, y con tener un carácter de bronce, como el suyo, fundido al fuego de todos los sufrimientos. No quiso ver más; cubriose el rostro con las manos, como para no dejar ver dos lágrimas que brotaron de sus ojos. Pero pasado ese instante de crisis tremenda, se levantó de nuevo para ver a Pilar. Ésta, empujada suavemente por el sargento, se alejaba del cuerpo de guardia, pero volvía frecuentemente la cabeza buscando a Nicolás. En una de esas veces, Nicolás le dio las gracias poniendo la mano sobre su corazón y le hizo seña de que se alejara. ¡Hubiera querido expresarla con el ademán cuánto gozaba sabiendo que era amado por ella, y asegurarla que, en aquel momento, un amor profundo y tierno acababa de germinar en su corazón sobre las cenizas de su amor malsano de las pasados días!

Pero aquella gente curiosa, aquellos soldados le habían impedido tal expansión, y más que todo su sorpresa, su aturdimiento, casi podría decirse su felicidad. Así, pues, volvió a caer desplomado en el banco de piedra en que le habían permitido sentarse y se abandonó a profundas y amargas reflexiones.

Pilar, entretanto, no descansó un instante. Fue a ver al prefecto, a quien encontró precisamente con los regidores y alcaldes, y con los dependientes de la hacienda, que deliberan acerca de lo que debía hacerse para evitar que Nicolás fuese llevado preso. La joven se presentó a ellos llorando, les suplicó que a toda costa no abandonasen a Nicolás, y que si era posible le acompañaran en la marcha, porque tal vez eso evitaría que se cometiera un crimen en el camino, y no se retiró sino cuando todos le aseguraron que, si no conseguían libertarlo inmediatamente, acompañarían a la tropa.

Después se volvió a su casa y preparó algún alimento que llevó al prisionero ella misma, teniendo cuidado de confiarlo al sargento que antes le había hablado, y a quien deslizó una moneda en la mano, rogándole que dijese al preso que no tuviese cuidado, que velarían por él.

Nicolás comprendió que la joven había hecho mil gestiones en su favor, pero ¿cuáles fueron esas gestiones, y de qué modo y quiénes velarían por él? Eso no lo sabía, ni necesitaba saberlo. Desde aquel momento, algo como la confianza de un ser divino se hizo lugar en su ánimo. Había un ángel que le protegía y por más que el herrero supiese que Pilar era una niña obscura, débil, tímida, sin relaciones poderosas, algo le decía íntimamente que esa niña, inspirada por el amor, se había convertido en una mujer fuerte, atrevida y fecunda en recursos.

Así pues, reanimado con aquella seguridad interior, ya no temió por su existencia y se abandonó a su muerte confiado y tranquilo.

Apenas acababa de hacer estas reflexiones consoladoras y de tomar algún alimento, cuando se tocó en el cuartel la botasilla y la tropa se preparó a marchar.

Un rato después trajeron a Nicolás un caballo flaco y mal ensillado, y lo obligaron a montar en él y a colocarse entre filas. Luego se formó la caballería, y el comandante, casi ebrio, y poniéndose a la cabeza de la tropa, salió de la población, mirando con ceño a los numerosos grupos de gente que se agolpaban en las calles para manifestar su interés en favor del joven herrero, que marchaba tranquilo en medio de los dragones.

Nicolás buscaba con anhelo entre aquellos grupos a la bella niña, y no encontrándola, su frente se nubló. Pero al llegar la tropa a la orilla del pueblo, y entrando en el camino que conduce a Cuautla por las haciendas, se encontró un gran grupo de gente a caballo, compuesto del prefecto, de los regidores, del administrador de Atlihuayán, de sus dependientes y de otros particulares muy bien armados. Junto a ellos y en la puerta de una cabaña, al extremo de una gran huerta, se hallaba Pilar y sus tíos. La hermosa joven tenía los ojos encarnados, pero se mostraba tranquila y procuró sonreír al descubrir a Nicolás y al decirle adiós, como diciéndole: Hasta luego.

Nicolás, al verla, ya no pensó más en su situación, sintió solamente el vértigo del amor, el golpe de la sangre que afluía a su corazón, y que ofuscaba sus ojos con un dulce desvanecimiento. Púsose encendido, saludó a Pilar con apasionado cariño, y volvió varias veces la vista para fijar en ella una mirada de adoración y de gratitud. La amaba ya profundamente; aquel amor acababa de germinar en su alma y habla echado ya hondas raíces en ella. En tres horas había vivido la vida de tres años, y había poblado aquella fantasía ardiente con todos los sueños de una dicha retrospectiva y malograda.

Por su parte, Pilar no ocultaba ya sus sentimientos desde el instante que ellos estallaron con motivo del terrible riesgo que estaba corriendo Nicolás. Salvarlo era ahora todo su objeto, y poco le importaba lo demás.

El famoso comandante, que según ha podido comprenderse era demasiado receloso, se alarmó al ver aquella cabalgata que parecía esperarlo en actitud amenazadora, y picando su caballo se dirigió al prefecto.

-¡Hola, señor prefecto!, ¿qué hace tanta gente aquí?

-Esperándolo a usted -respondió el funcionario.

-¿A mí?; ¿y para qué?

-Para acompañarlo, señor, hasta Cuautla.

-¿Acompañarme?; ¿y con qué objeto?

-Con el de responder de la conducta de ese muchacho a quien lleva usted preso, ante la autoridad a quien va usted a presentarlo.

-¿Y qué autoridad es ésa, señor prefecto?

-Usted debe saberlo -respondió secamente el prefecto, que parecía más resuelto, apoyado como estaba por numerosos vecinos bien armados-. Yo sólo sé que soy aquí la primera autoridad política del distrito, y que no tengo superior en él en lo relativo a mis facultades. El señor juez de primera instancia es también la primera autoridad del distrito en el ramo judicial; él está aquí, porque lo es actualmente el señor alcalde. Así es que supuesto que usted se lleva preso a un ciudadano que de uno o de otro modo debería estar sometido a nuestra jurisdicción, claro es que va usted a presentarlo a alguna autoridad que sea superior a la nuestra, y nosotros vamos a presentarnos también a esa autoridad para informarle de todo y para lo que haya lugar.

-Pero, ¿sabe usted que yo tengo facultades para hacer lo que hago? -dijo el militar, queriendo salir del aprieto en que lo habían puesto las razones del prefecto.

-No, no lo sé -contestó éste-, usted no ha tenido la bondad de enseñarme la orden que así lo diga, ni a mí se me ha comunicado nada por el gobierno del Estado, que es mi superior. Si usted trae la orden... puede enseñármela.

-Yo no tengo que enseñarle a usted órdenes ningunas -respondió el militar con altanería-. Yo no recibo órdenes más que de mis jefes, ni tengo que dar cuenta de mi conducta más que a ellos.

-Por eso vamos a ver a esos jefes de usted -replicó el prefecto con decisión.

-Pues entonces es inútil que ustedes me acompañen, porque mis jefes no están en Cuautla, sino en México.

-Pues iremos a México -insistió el prefecto, secundado por el administrador de Atlihuayán, que también repitió: -¡Sí, señor, iremos a México!

-Y ¿si yo no lo permito?

-Usted no puede impedir que sigamos a la tropa de usted. Yo soy el prefecto de Yautepec, conmigo vienen el Ayuntamiento y varios vecinos honrados y pacíficos; ¿con qué derecho nos podría usted evitar que fuésemos adonde usted va?

-Pero ¿saben ustedes que ya me está fastidiando esta farsa y que puedo hacer que se concluya?

-Haga usted lo que guste; nosotros haremos entonces lo que debemos.

El comandante estaba furioso. Mandó hacer alto a su caballería y conferenció un momento con sus capitanes. Tal vez hubiera querido cometer una arbitrariedad, pero no era fácil que ella quedara impune. El prefecto estaba allí acompañado del Ayuntamiento, de los dependientes de la hacienda de Atlihuayán y de numerosos vecinos bien montados y armados. En un momento podían reunirse otros vecinos, aunque sin armas, y tomar aquello un aspecto formidable.

El comandante decidió, pues, soportar aquella afrenta, pero no soltar a Nicolás. Volvió hacia el grupo en que se hallaba el prefecto, y le dijo:

-¿De manera que ustedes han salido para quitarme al reo, al hombre?

-No señor -replicó el prefecto-; ya hemos dicho a usted que nuestro objeto es seguir hasta Cuautla o hasta México, y no podrá usted acusarnos de agresión alguna.

-¡Era bueno que ustedes mostraran esta resistencia contra los bandidos, como la muestran contra las tropas del gobierno!

-Sí, la mostraríamos -replicó indignado el prefecto-, si las tropas del gobierno en lugar de perseguir a esos bandidos, pues para eso se les paga, no se emplearan en perseguir a los hombres de bien. Se le ha ofrecido a usted el auxilio de hombres de aquí para perseguir a los plateados y usted no ha querido, y precisamente ése es el delito por el que lleva usted preso a ese honrado sujeto.

-Bueno, bueno -dijo el comandante-, pues ya veremos quién tiene razón; síganme ustedes adonde quieran, que lo mismo me da...

Y mandó continuar la marcha.

El prefecto siguió al lado de la columna de caballería, pero Nicolás pudo ya estar seguro de que nada le sucedería.

Así caminaron toda la tarde, y ya bien entrada la noche llegaron a Cuautla, en donde el prefecto de Yautepec fue a hablar a su colega del distrito de Morelos de lograr la libertad del herrero.

El comandante puso un extraordinario a Cuernavaca, acusando al joven como hombre peligroso para la tranquilidad pública, presentando lo acaecido en Yautepec como una rebelión y dándose aires de salvador y enérgico, pero el prefecto de Yautepec y el Ayuntamiento, así como las autoridades de Cuautla, se dirigieron al gobernador del Estado y al gobierno federal, y el administrador de Atlihuayán, al dueño de la hacienda y a sus amigos en México, relatando lo ocurrido. Cruzáronse numerosos oficios, informes, recomendaciones, y se gastó tinta y dinero para aclarar aquel asunto. Nicolás permaneció preso en el cuartel de aquella tropa, que aún esperaba órdenes para escoltar al amigo del presidente. Pero al tercer día llegó una directa del Ministerio de la Guerra para poner en libertad al joven herrero, mandando que el comandante se presentase en México a responder de su conducta.

Todo este embrollo y esta irregularidad eran cosas frecuentes en aquella época de guerra civil y de confusión.

Así, pues, del rapto cometido por el Zarco, sólo habían resultado la grave enfermedad de la pobre madre y la prisión del herrero de Atlihuayán, la conmoción de la autoridad de Yautepec, muchas comunicaciones, muchos pasos, muchas lágrimas, pero el delito había quedado impune.

Verdad es que también había resultado la dicha de dos corazones buenos; éste era el único rayo de sol que iluminaba aquel cuadro de desorden, de vicio y de miseria.