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ArribaAbajo- XV -

El amor bueno


Nicolás, apenas libre, voló a Yautepec. ¿Qué había pasado allí durante su corta ausencia? ¡Temblaba de pensar en ello! Incomunicado rigurosamente desde que salió de aquella población hasta que fue puesto en libertad, nada había podido saber acerca de la suerte de doña Antonia, ni de Pilar; pero apenas pudo comunicarse con algunos vecinos de Yautepec, que habían acudido a hablarle, cuando supo que la infeliz madre de Manuela, demasiado débil para resistir tantos golpes, había caído en cama, atacada de un violento acceso de fiebre cerebral. Era muy posible que la pobre señora hubiese sucumbido. ¿Y Pilar? Indudablemente la buena y bella joven habría prodigado toda especie de cuidados a su madrina; era seguro que no se habría separado un solo instante del lecho de la enferma que, abandonada tan miserablemente por su hija, se encontraba, sin embargo, rodeada de gentes bondadosas y caritativas, pero sobre todo de aquel ángel, que más que su ahijada, parecía ser su verdadera hija, heredera de su virtud, de su sensatez y de su noble carácter.

Pero en el seno de aquella familia improvisada por la desgracia, junto al lecho de aquella anciana moribunda, hacía falta un hombre, un apoyo, una fuerza que infundiera aliento a los demás y proveyese a las necesidades que siempre aumenta el desamparo. Y ese hombro, ¿quién podía ser sino él, Nicolás, el hombre a quien aquella virtuosa señora había escogido para su yerno, y había amado como a un hijo suyo, el que, a su vez huérfano desde su infancia, había concentrado en ella todo su afecto filial? ¡Cómo le habría buscado la enferma en su delirio! ¡Cómo habría también Pilar invocado su nombre en silencio, deseando verle a su lado, en aquellos momentos de horrorosa angustia! Este último pensamiento era, en medio de su ansiedad, como una gota de néctar que caía en su corazón, que rebosaba amargura.

Desde su salida de Yautepec, preso y amenazado de muerte por aquel militar insolente y arbitrario, Nicolás no había hecho más que pensar en aquellos dos objetos de su cariño: doña Antonia y Pilar, y su espíritu agitado pasaba sin cesar del infortunio de la desdichada señora, al amor de la hermosa joven, amor tanto más grato, cuanto que se había revelado de súbito, y justamente cuando se habían obscurecido para él todos los horizontes de la vida.

Así es que aquel enamorado joven, en los días precedentes, apenas había concedido su atención al estado que guardaba, a la incomunicación en que se le mantenía, a las mil incomodidades de su prisión, al peligro mismo de una resolución desfavorable a las gestiones que se hacían para libertarle, a todo.

Doña Antonia y Pilar eran su preocupación única, y no ver a estas dos personas, que para él encerraban el mundo entero, causaba su impaciencia, una impaciencia que llegaba a la desesperación.

En cuanto a Manuela... se había desvanecido completamente en su memoria. El herrero, como todos los hombres de gran carácter, era orgulloso, y si en los últimos días aún había manifestado algún afecto a la desdeñosa joven, si en su corazón aún no parecía haberse extinguido el fuego de otros tiempos, había sido solamente porque doña Antonia animaba constantemente con el soplo de sus esperanzas aquella hoguera, casi convertida en cenizas.

Pero Nicolás había acabado por comprender, desde hacía muchos meses, que era un hombre imposible en el corazón de Manuela. Más aún; con su perspicacia natural, con esa facilidad de percepción que tienen los enamorados humildes, había adivinado analizando detalle por detalle, al regresar tristemente de Yautepec todas las noches, sus estériles y cada vez más heladas entrevistas con la joven, que ésta no sólo sentía despego hacia él, sino repugnancia. Ahora bien: a la expresión de este sentimiento, que aun en un semblante hermoso es dura y desagradable, no podía resistir un alma altiva como la de Nicolás. Si él hubiera sido uno de esos muchachos tontos y fatuos que interpretan siempre el gesto y las palabras de las mujeres que aman, en el sentido menos desfavorable para ellos; si hubiese sido uno de esos hombres vengativos y tenaces que hacen del sufrimiento un medio de triunfar y de vengarse; si por último, hubiese sido uno de esos viejos libertinos para quienes el deseo es una coraza que los hace invulnerables, y para quienes la posesión a toda costa es ya el único objeto de su amor sensual, Nicolás habría permanecido firme en su intento, sostenido por el apoyo de la madre, gran apoyo junto a una hija, por contraria que ésta se muestre.

Pero Nicolás era un hombre de otra especie. Indio, humilde obrero, él tenía, sin embargo, la conciencia de su dignidad y de su fuerza. Él sabía bien que valía, como hombre y como pretendiente, lo bastante para ser amado de Manuela. Su honradez inmaculada le daba un título; su posición, aunque mediana, pero independiente y obtenida merced a su trabajo personal, lo ennoblecía a sus ojos; su amor sincero, puro, que aspiraba a la dignidad conyugal y no a goces pasajeros del deseo material, le hacían valorizarlo y estimarlo, corno un tesoro que debía guardarse intacto.

En suma, él amaba tiernamente, con sumisión, pero con decoro, con pasión tal vez, pero con dignidad, y comprometer este decoro y esta dignidad en algún acto de humillación le habría parecido degradar su carácter y arrastrar por el suelo aquel sentimiento que llevaba tan alto.

Así pues, tan luego como Manuela, enamorada como estaba de otro hombre, creyó conveniente quitarse el velo del disimulo y comenzó a mostrar a Nicolás un desabrimiento que éste conoció al instante, que fue aumentándose de día en día, y que acabó por convertirse en marcado gesto de repugnancia. Nicolás comenzó por sentirse lastimado profundamente en su orgullo de hombre y de amante, y acabó por experimentar la insoportable amargura de la humillación. Su amor, ya bastante desarraigado por los desaires anteriores, no pudo resistir a la última prueba, y fue desvaneciéndose a gran prisa en su corazón. El efecto de doña Antonia, un vislumbre de esperanza y cierto hábito contraído de ver a la joven todos los días, aún lo retenía débilmente, como lo hemos visto; pero al saber que aquella mujer a quien había creído insensible para él, pero honrada, había huido con el odioso bandido, cuyo nombre era espantoso de aquella comarca, una sorpresa dolorosa primero, y un sentimiento de desprecio después, se apoderaron de su alma.

Después, este desprecio fue tornándose, al considerar la perversión de carácter de Manuela, en un sentimiento de otro género.

Era la repugnancia, pero la repugnancia que inspira la fealdad del alma; y después una viva alegría inundó su corazón.

Él, Nicolás, el pobre herrero de Atlihuayán, se había escapado de aquel monstruo. Había estado amando a un demonio creyéndolo un ángel. Hoy que se vela libre de él, se avergonzaba de su ceguedad de los primeros días, y se felicitaba de que el cielo o su buena suerte le hubiesen salvado del peligro de haberse enlazado con aquella criatura, o al menos de la desgracia de seguir amándola, lo que habría sido terrible para él, dado su carácter altivo e intensamente apasionado.

Lejos de eso, y como una compensación gratísima, precisamente en los momentos en que su espíritu había quedado enteramente despejado de las últimas nieblas que aquel afecto hubiera podido dejarle, cuando la serenidad acababa de restablecerse en su corazón, serenidad que no había sido bastante para turbar ni la indignación que lo había agitado, había visto surgir ante sus ojos una nueva imagen, más bella y dulce que la que había desaparecido, y había sentido, había comprendido que eso sí era el ángel bueno de su existencia. Ni podía menos; el amor de Pilar se había descubierto en un momento solemne y decisivo, sin interés y sin esperanzas, con todos los caracteres de abnegación, de generoso sacrificio, de resolución heroica que deben ser las cualidades del afecto extraordinario. ¿Cómo no sentirse subyugado en el instante por un amor tan poderoso? Nicolás no sólo sintió penetrar en su alma, como un torrente de fuego, aquel amor nuevo y luminoso, sino que experimentó algo como un remordimiento, como vergüenza de no haber abierto antes los ojos a la dicha, de no haber adivinado el afecto que inspiraba y que seguramente había vivido oculto cerca de él, protegiéndolo, envolviéndolo en una atmósfera de simpatía y de cariño. ¡Y él, cómo habría hecho sufrir a la bella y modesta joven con su aparente galantería para Manuela! ¡Quizás la habría lastimado alguna vez, quizás habría sido cruel, sin quererlo, hiriendo la delicadeza de aquel corazón tierno y blando como una sensitiva!

Tal idea lo hacía aparecer a sus propios ojos como inferior a su amada de hoy, pero no con esa inferioridad que humilla, sino con la inferioridad del creyente para con su Dios, sentimiento que aviva y aumenta el amor, porque lo complica con la admiración y la gratitud.

Tales reflexiones ocuparon el ánimo de Nicolás durante el camino de Cuautla a Yautepec, que recorrió impaciente y a todo el galope de su caballo, atravesando el bosque de cazahuates y las haciendas de Cocoyoc, de Calderón y de San Carlos, que bordan aquella llanura pintoresca. Por fin pasó el río, atravesó las callejuelas, palpitándole el corazón, y se apeó en la puerta de la casa de doña Antonia. ¿Qué noticias iba a recibir?




ArribaAbajo- XVI -

Amor puro


Obscurecía ya cuando Nicolás penetró en las piezas de la casa de doña Antonia. Al ruido de sus pasos, una mujer se adelantó a su encuentro, y apenas le reconoció, a la débil luz crepuscular que aún permitía distinguir los objetos, cuando se echó en sus brazos sollozando.

Era Pilar.

Nicolás, al sentir contra su seno aquella mujer, hoy intensamente amada, sintió como un vértigo de pasión y de placer. Era la primera vez de su vida que conocía tamaña felicidad, él, que hasta ahí sólo había podido saborear los amargos dejos del desengaño; él que siempre desamado, se habría considerado feliz con una mirada sola de simpatía, ahora recibía a torrentes, en una explosión amorosa, toda aquella dicha que antes no se hubiera atrevido siquiera a soñar.

Y ella estaba allí, la bellísima joven, que había ocupado su pensamiento en aquellos días de prisión y en aquellas noches de insomnio; y sentía sus hermosos brazos de virgen enlazar su cuello, y palpitar su corazón enamorado junto a aquel corazón que ya no latía sino para ella, y sentía sus lágrimas humedecer sus manos y su aliento bañar como un dulce aroma su semblante. Nicolás no podía hablar. Era presa de una emoción avasalladora y que paralizaba sus facultades.

Por fin, después de haber estrechado a la joven con un arrebato amoroso más significativo que diez declaraciones, le dijo, besándola en la frente:

-Pilar mía; ahora sí ya nada ni nadie nos separará. Lo que siento es no haber conocido antes dónde estaba mi dicha; pero, en fin, bendigo hasta los peligros que acabo de pasar, puesto que por ellos he podido encontrarla.

Pilar, como toda mujer, y aunque rebosando amor y felicidad, no pudo substraerse a un vago sentimiento de temor y de recelo. No estaba todavía bastante segura de que en el corazón de Nicolás hubiera desaparecido completamente aquel antiguo amor a Manuela, quizás exacerbado aún por todo lo que acababa de pasar. Así es que, fijando los ojos con timidez en los del herrero, se atrevió a preguntarle, con un acento en que se traslucía el miedo de perder aquella dicha suprema:

-¿Pero es cierto, Nicolás? ¿Me quiere usted como a Manuela?

-¿Como a Manuela? -interrumpió Nicolás, con vehemencia- ¡Oh, Pilar!, no me haga usted esa pregunta, que me lastima. ¿Cómo puede usted comparar el amor que hoy le manifiesto, y que siento, con el afecto que tuve a aquella desgraciada? Aquél fue un sentimiento del que hoy tengo vergüenza. Ni sé cómo pude engañarme tan miserablemente ni alcanzo a explicar a usted lo que me pasaba. Quizás sus desaires, su frialdad me exaltaban y me hacían obstinarme; pero si he de decir a usted la verdad de lo que sentía, cuando a mis solas y lejos de aquí me ponía a reflexionar, examinando el estado de mi corazón, le confieso que aquello no era amor, no era este cariño puro y apasionado que usted me hace sentir ahora, sino como una enfermedad de la que yo quería librarme, y como un capricho en que estaba interesado mi amor propio, pero no mi felicidad. Pero todavía quiero decir a usted, aun cuando no lo crea, que ya en los últimos días este capricho no existía, ese afecto había desaparecido; Manuela no me producía ya la impresión que al principio, y si no hubiera sido porque la señora se había empeñado en convencerla de que debía casarse conmigo, y me había hecho entender que al fin lo lograría, que no perdiera yo la esperanza y que contara con su apoyo, francamente, quizás habría yo acabado por aborrecer a Manuela, o al menos por olvidarla, y habría dejado de venir a esta casa.

-¿Pero, mi madrina?... ¿Y yo?... ¿No pensaba usted en nosotras? -preguntole Pilar en tono de queja.

-¡Ah, sí! -replicó Nicolás-, la señora, la pobrecita señora era digna de todo mi cariño... En cuanto a usted, Pilar, ¿debo decirlo?, ni me atrevía a soñar siquiera en ser amado por usted; ya había comprendido cuán dichoso sería el hombre amado por usted; ya había levantado hasta usted mis ojos llenos de esperanza, pero los había vuelto a bajar con tristeza, pensando en que usted tampoco había de quererme. Me parecía usted más alta que Manuela para mí. Y luego, pensar en usted, decirle a usted algo, después de los desaires de Manuela, sufridos en presencia de usted, me parecía indigno. ¡Si hubiera yo adivinado!... Con que ya ve usted que no ahora, mucho antes, aquel afecto para Manuela había acabado. ¿Duda usted todavía? ¿Cree usted que el amor que le tengo, y que ha crecido por años en tan pocos días, se parezca al sentimiento que abrigué por esa infeliz, y que se ha convertido ahora en un desprecio espantoso?...

-Ya no dudo, Nicolás, ya no dudo -dijo la joven estrechando las manos del herrero entre las suyas-. Y aunque dudara -añadió suspirando-, mi felicidad consiste en este amor que siento por usted hace mucho tiempo, que he guardado en el fondo de mi corazón, sin esperanza entonces, aumentado cada día por el dolor y los celos, y que sólo ha podido revelarse en el momento en que corría usted peligro y que yo estaba próxima a perder el juicio. Yo no podía esperar que usted me amase. Al contrario, estaba segura de que usted amaba a Manuela más que nunca, quizás porque la había perdido para siempre; pero no fui dueña de mí, no pude contenerme, no di oídos más que a mi corazón.

-Pero, niña -dijo Nicolás, en tono de reconvención-, usted me juzgó mal, quizás porque no conocía bien mi carácter. Para amar todavía a Manuela, a pesar de lo que había hecho, se necesitaba, en primer lugar haberla amado de veras, y acabo de decir a usted que no era así, y después se necesitaba ser un hombre vulgar, y yo, aunque humilde, aunque obrero rudo, aunque indio sin educación, y sin otros ejemplos, puedo asegurar a usted que no soy vulgar, que me siento incapaz de estimar un objeto indigno, y que para mí la estimación es precisamente la base del amor. ¿Yo había de seguir queriendo a una perdida que se dejaba robar por un asesino y un ladrón? ¡Imposible, imposible! De padres a hijos, en mi familia india, nos hemos transmitido las ideas de honradez altiva que tantas veces me han echado aquí en cara, como un defecto, y que me han granjeado algunos enemigos. Nosotros hemos sido pobres, muy pobres, pero alguna vez yo contaré a usted cómo mis antepasados, en sus montañas salvajes, en sus cabañas humildísimas han sabido, sin embargo, conservar siempre su carácter limpio de toda mancha de humillación o de bajeza. Han preferido morir a degradarse, y eso no por vanidad, ni por conservar una herencia de honor, sino porque tal es nuestra naturaleza. La altivez en nosotros es parte de nuestro ser. Así, pues, figúrese usted si pudiera haber sentido por Manuela, después de lo que ha hecho, otro sentimiento que el de una compasión despreciativa. Hacer otra cosa hubiera sido una degradación... ¿Está usted convencida?

-Sí, Nicolás -dijo apresuradamente la joven-, perdóneme usted; pero a pesar de que conocía su carácter, mi cariño, mi pobre cariño, nacido en medio de los celos, me hacía ciega y desconfiada.. ¡No me guarde usted rencor!...

-No, lo que guardo a usted, buena y hermosa niña, es un amor santo y eterno... ¿quiere usted ser mí esposa, luego?

¡Oh! -dijo llorando Pilar-, será mi felicidad; pero hemos hablado largamente, nos hemos extraviado, hemos olvidado el mundo, Nicolás, y estamos hablando cerca de una moribunda..., mi madrina...

-¡Oh, sí, la señora!...

-Mi madrina se muere -exclamó Pilar con abatimiento-; hace dos días que no toma alimento ninguno, su debilidad es muy grande, la fiebre violenta, y todos dicen que no tiene remedio.

Nicolás, al saber esta noticia, inclinó la cabeza lleno de pesadumbre.




ArribaAbajo- XVII -

La agonía


En efecto, los dos jóvenes, en su éxtasis amoroso, habían olvidado un momento a la pobre doña Antonia, que yacía moribunda en la pieza cercana. Hemos dicho que desde el día siguiente a la fuga de su hija, conmovida por la terrible crisis que había sufrido, más que a causa de la humedad, a que había estado expuesta durante muchas horas, la desdichada anciana había caído en cama, atacada de una fiebre cerebral.

Inútiles habían sido los cuidados que se le habían prodigado por las personas caritativas y amigas que la asistían, particularmente por Pilar, que como una hija amorosa, no se había separado un instante de su lado. La experiencia de aquellas buenas gentes, a falta de médico, y todos sus esfuerzos, se habían estrellado contra la gravedad del mal. La señora se moría, y Nicolás llegaba precisamente en los momentos en que la agonía tocaba a su término. Nicolás, profundamente consternado, penetró en la estancia de la enferma débilmente alumbrada, y en la que fue saludado afectuosamente por las pocas personas que allí había.

Pilar, que le había precedido, se acercó al lecho de su madrina, y llamándola varias veces, la dijo que Nicolás estaba cerca de ella y que deseaba hablarla. La anciana, como si despertara de un profundo letargo, procurando reunir las pocas fuerzas que le quedaban, levantó la cabeza, se fijó en el herrero, que le alargaba las manos cariñosamente, y entonces, reconociéndole, lanzó un débil grito, tomó aquellas manos entre las suyas, las besó repetidas veces, murmurando: «¡Nicolás! ¡Nicolás! ¡Hijo mío!» y luego cayó desplomada, como si aquel esfuerzo supremo hubiera agotado su existencia. Nicolás se inclinó al borde de aquel lecho de muerte, y allí, ese hombre de hierro a quien no habían logrado abatir ni las desgracias ni los peligros, se puso a llorar amargamente, afligido ante tamaña desdicha y maldiciendo al destino, que tales injusticias comete.

Doña Antonia aún vivió algunas horas, pero la agonía había sido demasiado prolongada, la vida se había extinguido bajo el peso de tantos sufrimientos, y antes de concluir la noche, aquella anciana virtuosa e infortunada exhaló el último suspiro en los brazos de su ahijada Pilar y junto al hombre a quien había amado como a un hijo.

El dolor de la pobre niña fue inmenso. Acostumbrada desde su juventud a ver en doña Antonia a una segunda madre, a quien amaba, además, por su bondadoso carácter y por sus altas y sólidas virtudes, Pilar le era adicta sinceramente, y considerándola ahora abandonada por su hija, con el desinterés y la abnegación que son propios de las almas inteligentes y generosas, su adhesión y su amor se habían convertido en pasión filial. Así es que sus cuidados, durante la enfermedad de la anciana, habían sido exquisitos, y las vigilias y la inquietud sufridas se revelaban en su bello semblante, pálido y demacrado.

La muerte de su madrina, por esperada que hubiese sido, le produjo un abatimiento indecible, y si, afortunadamente para ella, el amor de Nicolás, confesado ya de una manera tan firme y tan resuelta, no hubiera venido a consolarla y fortalecerla, como un rayo de sol, seguramente el alma de la buena y sensible joven habría visto el mundo como una noche sombría y pavorosa. Pero Nicolás estaba allí, su esposo futuro. El cielo se lo enviaba justamente en los instantes de mayor amargura para ella, huérfana infeliz, sin patrimonio, sin más apoyo que dos tíos ancianos, y en medio de aquella situación llena de peligros para todos. Entonces consideró al joven, no sólo como el elegido de su corazón, sino como a su salvador, a su Providencia, y fuertemente conmovida por aquel cambio súbito de su suerte, por aquel socorro inesperado que parecía enviarle Dios, como para recompensarla de sus aflicciones y tristezas, la joven, dando tregua a sus sollozos, cayó de rodillas y oró fervorosamente, con un sentimiento en que se mezclaban el dolor y la gratitud al mismo tiempo.

Sacola de su arrobamiento la voz de Nicolás, que le dijo con ternura y con gravedad religiosa, extendiendo la mano hacia el cadáver de la anciana:

-Pilar, yo le juro a usted sobre ese cadáver que seré su esposo, y que no esperaré para realizar mi promesa más que el tiempo de luto. Es usted un ángel que yo no merezco.

Pilar se echó en sus brazos llorando; los circunstantes, conmovidos ante aquella escena, procuraron también consolar a la joven, y Nicolás salió inmediatamente para preparar los funerales de doña Antonia. Como la anciana poseía algunos intereses, era preciso asegurarlos, puesto que no había dejado testamento, y que la única hija que tenía había abandonado la casa materna.

Desde luego, las autoridades locales quisieron disponer que se vendiese la casa y la huerta, para atender a los gastos precisos; pero Nicolás se opuso a ello, ofreciendo hacer los gastos por su cuenta, como un homenaje a la memoria de su virtuosa amiga. Rehusó también encargarse del cuidado y administración de aquellos pocos bienes, que las autoridades le confiaban, alegando razones de delicadeza bien comprensibles en su situación; de modo que aquel modesto patrimonio fue ocupado legalmente, pero sin intervención del honrado herrero.

Sepultada la señora, a cuyo entierro concurrieron todas las personas que habían estimado sus virtudes todo volvió a la vida normal, es decir, a aquella vida llena de zozobras y de peligros que hemos descripto. Nicolás se fue a su herrería de Atlihuayán, más querido aún por sus patrones, a causa de su noble conducta; Pilar volvió a la humildísima casa de sus tíos, que se convirtió para ella en un edén, porque su esposo futuro, esperando la fecha señalada, la visitaba todas las tardes, como lo hacía en otro tiempo en casa de Manuela.

¿Y ésta? Veamos lo que le pasaba.




ArribaAbajo- XVIII -

Entre los bandidos


Manuela, apasionada del Zarco y por lo mismo ciega, no había previsto enteramente la situación que la esperaba, y si la había previsto, no se había formado de ella sino una idea convencional.

Su fantasía de mujer enamorada e inexperta le representaba la existencia en que iba a entrar como una existencia de aventuras, peligrosas, es verdad, pero divertidas, romancescas originales, fuertemente atractivas para un carácter como el suyo, irregular, violento y ambicioso.

Como hasta allí, y desde que se había soltado esa nueva plaga de bandidos en la tierra caliente, al acabar la terrible guerra civil que había destrozado a la República por espacio de tres años, y que se conoce en nuestra historia con el nombre de Guerra de Reforma, no puede decirse que se hubiera perseguido de una manera formal a tales facinerosos, ocupado como estaba el gobierno de la nación en luchar todavía con los restos del ejército clerical. Manuela no había visto nunca levantarse un patíbulo para uno de esos compañeros de su amante.

Al contrario, había visto a muchísimos pasearse impunemente por las poblaciones y los campos, en son de triunfo, temidos, respetados y agasajados por los ricos, por las autoridades y por toda la gente.

Si alguna persecución se les hacía, de cuando en cuando, como aquella que había fingido el feroz comandante, conocido nuestro, era más bien por fórmula, por cubrir las apariencias; pero en el fondo, las autoridades eran impotentes para combatir a tales adversarios, y todo el mundo parecía resignado a soportar tan degradante yugo.

Manuela, pues, se figuraba que esa situación, por pasajera que fuese, aún debía durar mucho, y que el dominio de los plateados iba consolidándose en aquella comarca. Además, era ella muy joven para recordar las tremendas persecuciones y matanzas llevadas a cabo contra los bandidos de otras épocas por fuerzas organizadas por el gobierno del Estado de México y puestas a las órdenes de jefes enérgicos y terribles, como el célebre Oliveros.

Eso había pasado en tiempos ya remotos, a pesar de que no habían transcurrido desde tales sucesos ni quince años. Por otra parte, las circunstancias eran diversas. En aquella época se trataba de perseguir a cuadrillas de salteadores vulgares, compuestas de diez, de veinte, a lo sumo de cuarenta bandidos, que se dispersaban al menor ataque y cuyo recurso constante era la fuga. Se estaba en una paz relativa, y podían las fuerzas organizadas de varios Estados concurrir a las combinaciones para atacar a una partida numerosa; las poblaciones y los hacendados ricos podían prestar sus auxilios, las escoltas recorrían constantemente los caminos, y hombres conocedores de todas las guaridas servían de guías, o eran los perseguidores.

Pero ahora era diferente. Ahora el gobierno federal se hallaba demasiado preocupado por la guerra que aún sostenían las huestes de Márquez, de Zuloaga, de Mejía y de otros caudillos clericales, que aún reunían en torno suyo numerosos partidarios; la intervención extranjera era una amenaza que comenzaba a traducirse en hechos, precisamente en el tiempo en que se verificaban los sucesos que relatamos, y como era natural, la nación toda se conmovía, esperando una invasión extranjera que iba a producir una guerra sangrienta y larguísima, que, en efecto, se desencadenó un año después y que no concluyó con el triunfo de la República sino en 1867.

Todas estas consideraciones no podían venir al espíritu de la joven con la lucidez con que se presentaban a los ojos de las personas sensatas; pero ella oía hablar a las gentes serias que visitaban a doña Antonia o ésta le trasmitía los rumores que circulaban, y aunque vagamente, como las gentes de la muchedumbre suelen resumir la situación pública, pero de un modo exacto, ella sacaba las consecuencias que le importaban para su vida futura.

Por lo demás, el estado que guardaban las cosas en la tierra caliente, era demasiado claro para que Manuela pudiera abrigar grandes temores por la vida del Zarco.

Lo cierto era que los plateados dominaban en aquel rumbo, que el gobierno federal no podía hacerles nada, que el gobierno del Estado de México, entonces desorganizado, y en el que los gobernadores, militares o no, se sucedían con frecuencia, tampoco podía establecer nada durable; que los hacendados ricos tenían que huir a México y cerrar sus haciendas o someterse a la dura condición de rendir tributo a los principales cabecillas, so pena de ver incendiados sus campos, destruidas sus fábricas y muertos sus ganados y sus dependientes.

Lo cierto era que no se trataba ahora de combatir a cuadrillas de pocos y medrosos ladrones como aquéllos a quienes se había perseguido en otro tiempo, sino a verdaderas legiones de quinientos, mil y dos mil hombres que podían reunirse en un momento, que tenían la mejor caballada y el mejor armamento del país, que conocían éste hasta en sus más recónditos vericuetos; que contaban en las haciendas, en las aldeas, en las poblaciones, con numerosos agentes y emisarios reclutados por el interés o por el miedo, pero que les servían fielmente, y por último, que aleccionados en la guerra que acababa de pasar, y en la que muchos de ellos habían servido tanto en un bando como en otro, conocían las tácticas lo bastante par presentar verdaderas batallas, en las que no pocas veces quedaron victoriosos.

Así, pues, Manuela, a quien el Zarco había también instruido en sus frecuentes entrevistas acerca de las ventajas con que contaban los bandidos, acababa por disipar sus dudas, sabiendo que su amante pertenecía a un ejército de hombres valerosos, resueltos y que contaban con todos los elementos para establecer en aquella desdichada tierra un dominio tan fuerte como duradero.

De modo que, por una parte, con el impulso irresistible de su pasión, y por otra, convencida por todas las razones que le daba su amante y el temor de las gentes que la habían rodeado, acabó por confiarse resueltamente a su destino, segura de que iba a ser tan feliz como en sus sueños malsanos lo había concebido.

Pero, en resumen, Manuela, que no había hecho más que pensar en los plateados desde que amaba al Zarco, no conocía realmente la vida que llevaban esos bandidos, ni aun conocía personalmente de ellos más que a su amante. Los había visto varias veces en Cuernavaca desfilar ante sus ventanas, formando escuadrones; pero la rapidez de ese desfile y la circunstancia de no haberse fijado con atención más que en el Zarco, que fue quien la cautivó desde entonces por su gallardía y su lujo, impidieron que pudiese distinguir a ningún otro de aquellos hombres.

Después, retraída en Yautepec, y encerrada, justamente por el miedo que tenía doña Antonia de que fuese vista por semejantes facinerosos, Manuela no había vuelto a ver a ninguno de ellos, pues cuando habían llegado a entrar de día en la población, había tenido que esconderse, ya en el cuarto, ya en lo más oculto de las huertas, donde la gente se preparaba escondrijos, en los que permanecían días enteros, hasta que pasaba el peligro.

Así, pues, no conocía a los bandidos más que de oídas, ya por los relatos seductores que le hacía el Zarco, entremezclados, sin embargo, de alusiones de peligros pasajeros, que, lejos de asustarla, le causaban emociones punzantes, o ya por las terribles narraciones de la gente pacífica de Yautepec, abultadas todavía más por doña Antonia, cuya imaginación había acabado por enfermar.

De estas noticias tan contradictorias, Manuela, con una parcialidad muy natural en quien amaba a un bandido, habíase formado una idea siempre favorable para éste y ventajosa para ella.

Pensaba que el terror de las gentes exageraba los crímenes de los plateados; que con la mira de inspirar mayor horror hacia ellos, sus enemigos los pintaban como a monstruos verdaderamente abominables y que no tenían de humano más que la figura; que la vida de crápula constante en que se les suponía encenagados cuando no andaban en asaltos y matanzas, no era más que una ficción de las gentes, aterradas o llenas de odio; que los suplicios espantosos a que condenaban a sus víctimas no eran más que ponderaciones a fin de infundir pavor y arrancar dinero más fácilmente a las familias de los plagiados.

Ella creía que el Zarco y sus compañeros eran ciertamente bandidos, es decir, hombres que habían hecho del robo una profesión especial. Ni esto le parecía tan extraordinario en aquellos tiempos de revuelta, en que varios jefes de los bandos políticos que se hacían la guerra hablan apelado muchas veces a ese medio para sostenerse. Ni el plagio, que era el recurso que ponían más en práctica los plateados, le parecía tampoco una monstruosidad, puesto que, aunque inusitado antes, y por consiguiente nuevo en nuestro país, había sido introducido precisamente por facciosos políticos y con pretextos también políticos.

De manera que, a sus ojos, los plateados eran una especie de facciosos en guerra con la sociedad, pero por eso mismo interesantes; feroces, pero valientes; desordenados en sus costumbres, pero era natural, puesto que vivían en medio de peligros y necesitaban de violentos desahogos como compensación de sus tremendas aventuras.

Razonando así, Manuela acababa por figurarse a los bandidos como una casta de guerreros audaces y por dar al Zarco las proporciones de un héroe legendario.

Aquella misma guarida de Xochimancas y aquellas alturas rocallosas de las montañas en que solían establecer el centro de sus operaciones los plateados, aparecían en la imaginación de la extraviada joven como esas fortalezas maravillosas de los antiguos cuentos, o por lo menos como los campamentos pintorescos de los ejércitos liberales o conservadores que se había visto aparecer, no hacía mucho, en casi todos los puntos del país.

Todo esto había pensado Manuela en sus horas de amor y de reflexión y ya resuelta a compartir la suerte del Zarco.

Así es que la noche de la fuga, ella esperaba entrar en un mundo desconocido. De pronto, la noche tempestuosa, la lluvia, la emoción consiguiente al abandono de su casa y de su pobre madre, que siempre le hiciera mella, a pesar de su pasión y de su perversidad, al verse ya entregada en alma y cuerpo al Zarco, todo esto le impidió comparar su situación con sus sueños anteriores y examinar a los compañeros de su amante. Por otra parte, nada había aún de extraordinario en aquellos momentos. Se escapaba de su casa con el elegido de su corazón; éste, caballero y bandido, había tenido que acompañarse de algunos amigos que afrontasen el peligro con él y que le guardasen la espalda; he ahí todo. Ella no los conocía, pero le simpatizaban ya por el solo hecho de contribuir a lo que juzgaba su dicha.

Cuando obligados por la tempestad, tanto ella corno el Zarco y sus compañeros, se refugiaron en la cabaña del guardacampo de Atlihuayán, todos permanecieron en silencio y no echaron abajo sus embozos, de modo que así, en la obscuridad y sin hablar, Manuela no pudo distinguir sus fisonomías ni conocer el metal de su voz. Algunas palabras en voz baja, cruzadas con el Zarco, fueron las únicas que interrumpieron aquel silencio que exigía el lugar.

Pero cuando a las primeras luces del alba, y calmada ya la lluvia, el Zarco dio orden de montar, Manuela pudo examinar a los compañeros de su amante: embozados en sus jorongos, siempre cubiertos hasta los ojos, con sus bufandas, no dejaban ver el rostro; pero su mirada torva y feroz produjo un estremecimiento involuntario en la joven, habituada a las descripciones que se le hacían de estas figuras de facinerosos: Entonces fue cuando Manuela, en un pedazo de papel que le dio el Zarco, escribió con lápiz aquella carta dirigida a doña Antonia en la que le daba parte de su fuga.

Después, echáronse a andar los prófugos con dirección a Xochimancas, encumbrando rápidamente la montaña en que vimos aparecer al Zarco la primera vez.

La comitiva continué callada. De vez en cuando, Manuela, que iba delante con el Zarco, escuchaba ciertas risas ahogadas de los bandidos, a las que contestaba el Zarco volviéndose y guiñando el ojo, de un modo malicioso que disgustó a la joven.

Después la cabalgata comenzó a entrar en un laberinto de veredas, unas serpenteando a través de pequeños valles encajados entre las altas rocas, y otras frecuentadas por bandidos y leñadores.

Por fin, poco antes de mediodía se divisaron por entre una abra, formada por dos colinas monstruosas, las ruinas de Xochimancas, madriguera entonces de los plateados.

De una altura que dominaba aquella hacienda arruinada se oyó un agudo silbido, al que respondió otro lanzado por el Zarco, e inmediatamente un grupo de jinetes se desprendió de entre las ruinas y a todo galope se acercó a reconocer la cabalgata del Zarco, llevando cada uno de aquellos jinetes su mosquete preparado.

El Zarco se adelantó, y rayando el caballo, habló con los del grupo, que se volvieron a toda brida a Xochimancas a dar parte.

Pocos momentos después, el Zarco dijo a Manuela, con tono amoroso:

-Ya estamos en Xochimancas, mi vida, ahí están todos los muchachos.

En efecto, por entre las viejas y derruidas paredes de las casuchas del antiguo real, así como en los portales derrumbados y negruzcos de la casa de la hacienda, Manuela vio asomarse numerosas cabezas patibularias, todas cubiertas con sombreros plateados, pero no pocas con sombreros viejos de palma; aquellos hombres, por precaución, tenían todos en la mano un mosquete o una pistola. Algunas veces, al atravesar la comitiva, gritaban continuamente:

-¡Miren al Zarco! ¡Qué maldito!... ¡Qué buena garra se trae!

-¿Dónde te has encontrado ese buen trozo, Zarco de tal? -preguntaban otros riendo.

-Ésta es para mí no más -contestaba el Zarco en el mismo tono.

-¿Para ti no más?... Pos ya veremos... -replicaban aquellos bandidos-. ¡Adiós güerita, es usted muy chula para un hombre solo!

-¡Si el Zarco tiene otras! ¿pa qué quiere tantas? -gritaba un mulato horroroso que tenía la cara vendada.

El Zarco, enfadado al fin, se volvió, y dijo con ceño:

-¡Se quieren callar, grandísimos!...

Un coro de carcajadas le contestó; la comitiva apretó el paso con dirección a una capilla arruinada, que era el alojamiento del Zarco, y éste dijo a Manuela, inclinándose a ella y abrazándola por el talle:

-No les hagas caso, son muy chanceros. ¡Ya los verás qué buenos son!

Pero Manuela se sentía profundamente contrariada. Vanidosa, como era, y aunque sabiendo que se entregaba a un forajido, ella esperaba que este forajido, que ocupaba un puesto entre los suyos, semejante al que ocupa un general entre sus tropas, tuviese sus altos fueros y consideraciones. Creía que los capitanes de bandoleros eran alguna cosa tan temible que hacían temblar a los suyos con sólo una mirada, o bien que eran tan amados, que no veían en torno suyo más que frentes respetuosas y no escuchaban más que aclamaciones de entusiasmo. Y aquella recepción en el cuartel general de los plateados, la había dejado helada. Más aún, se había sentido herida en su orgullo de mujer, y puede decirse en su pudor de virgen, al oír aquellas exclamaciones burlonas, aquellas chanzonetas malignas con que la habían saludado al llegar, a ella, que por lo menos esperaba ser respetada yendo al lado de uno de los jefes de aquellos hombres.

Porque, en efecto, ella no podía olvidar tan pronto, por corrompida que se hallara moralmente, y por cegada que estuviera por el amor y la codicia, que era una doncella, una hija de padres honrados, una joven que, hacía poco, estaba rodeada por el respeto y la consideración de todos los vecinos de Yautepec. Jamás, en su vida, habían llegado a sus oídos expresiones tan cínicas como las que acababa de escuchar, ni las galanterías que suelen dirigirse a las jóvenes hermosas, y que alguna vez se habían arrojado a su paso tenían ese carácter de infame desvergüenza y de odiosa injuria que acababan de lanzarle al rostro en la presencia misma del que debía protegerla, de su amante.

Sintió, pues, que el semblante se le encendía de cólera; pero cuando el Zarco se volvió hacia ella, risueño, para decirla: «¡No les haga caso!», su amante le pareció, no solamente tan cínico como sus compañeros, sino cobarde y despreciable. Díjose a sí misma, y por una comparación muy natural en aquel momento, que Nicolás, el altivo herrero indio, cuyo amor había desdeñado, no habría permitido jamás que la amada de su corazón fuese ultrajada de esa manera. Por rápido que hubiera sido ese juicio, le fue totalmente desfavorable al Zarco, quien, si hubiese podido contemplar el fondo del pensamiento de Manuela, se habría estremecido viendo nacer en aquella alma, que rebosaba amor hacia él, como una flor pomposa, el gusano del desprecio.

La intensa palidez que sucedió al rojo de la indignación en el semblante de la joven, debió ser notable, porque el Zarco la advirtió, e inclinándose de nuevo hacia ella, le dijo con tono meloso:

-¡No te enojes, mi alma, por lo que dicen esos muchachos! Ya te he dicho que tienen modos muy diferentes de los tuyos. ¡Es claro, pues, si no somos frailes ni catrines! Nosotros tenemos nuestros dichos aparte, pero es necesario que te vayas acostumbrando, porque vas a vivir con nosotros, y ya verás que todos esos chanceros son buenos sujetos y que te van a querer mucho. ¡Te lo dije, Manuelita, te dije que no extrañaras, y tú me has prometido hacerte a nuestra vida!

Este te lo dije del Zarco resonó como un latigazo en los oídos de la atolondrada joven. En efecto, comenzaba a sentir la indiscreción de su promesa y los extravíos y ceguedades de la pasión. Inclinó la cabeza y no contestó al Zarco sino con un gesto indescriptible en que se mezclaban la repugnancia y el arrepentimiento.

Entretanto, habían llegado ya a la capilla arruinada que servía de alojamiento al Zarco, pues las habitaciones de la antigua casa de la hacienda estaban reservadas a otros jefes de aquellos bandoleros.

Aquel lugar, antes sagrado, se hallaba convertido ahora en una guarida de chacales. En la puerta, y a la sombra de algunos arbolillos que habían arraigado en las paredes llenas de grietas o entre las baldosas desunidas y cubiertas de zacate, estaban dos grupos de bandidos jugando a la baraja en torno de un zarape tendido, que servía de tapete y contenía las apuestas, los naipes y algunas botellas de aguardiente de caña y vasos. Algunos de los jugadores se hallaban sentados en cuclillas, otros con las piernas cruzadas, otros estaban tendidos boca abajo, unos tarareaban con voz aguda y nasal canciones tabernarias, todos tenían los sombreros puestos y todos estaban armados hasta los dientes. No lejos de ellos se hallaban sus caballos, atados a otros árboles, desembridados, con los cinchos de las sillas flojos y comiendo algunos manojos de zacate de maíz, y por último, trepado en una pared alta, vigilaba otro bandido, pronto a dar la señal de alarma en caso de novedad.

Así, pues, los malvados, aún seguros como se sentían en semejante época, no descuidaban ninguna de las precauciones para evitar ser sorprendidos, y sólo así se entregaban con tranquilidad a sus vicios o a la satisfacción de sus necesidades.

Manuela abarcó de una sola mirada semejante espectáculo, y al contemplar aquellas fisonomías de patíbulo, aquellos trajes cuajados de plata, aquellas armas y aquellas precauciones, no pudo menos de estremecerse.

-¿Quiénes son éstos? -preguntó curiosa al Zarco.

-¡Ah! -contestó éste- son mis mejores amigos, mis compañeros, los jefes... Félix Palo Seco, Juan Linares, el Lobo, el Coyote, y ese güerito que se levanta es el principal... es Salomé.

-¿Salomé Plasencia?

-El mismo.

En efecto, era Salomé, el capataz más famoso de aquellos malvados, una especie de Fra Diavolo de la tierra caliente, el flacucho y audaz bandolero que había logrado, merced a la situación que hemos descripto, establecer una especie de señorío feudal en toda la comarca y hacer inclinar, ante su miserable persona, las frentes más soberbias de los ricos propietarios del rumbo.

Salomé se adelantó a recibir al Zarco y a su comitiva.

-¿Qué hay, Zarco? -le dijo con voz aflautada y alargándole la mano-. ¡Caramba! -añadió mirando a Manuela-, ¡qué bonita muchacha te has sacado! -y luego, tocándose el sombrero y saludando a Manuela le dijo: -¡Buenos días, güerita..., bien haya la madre que la parió tan linda!...

Los otros bandidos se habían levantado también y rodeaban a los recién llegados, saludándolos y dirigiendo requiebros a la joven. El Zarco se apeó, riendo a carcajadas, y fue a bajar a Manuela, que se hallaba aturdida y no acertaba a sonreír ni a respondera tales hombres. No estaba acostumbrada a semejante compañía y le era imposible imitar sus modales y su fraseología cínica y brutal.

-¡Vamos, aquí hay refresco! -dijo uno de los del grupo, trayendo un vaso de aguardiente, de ese aguardiente de caña fuerte, y mordente y desagradable que el vulgo llama chinguirito.

-No -dijo el Zarco, apartando el vaso-, esta niña no toma chinguirito, no está acostumbrada; lo que querernos es almorzar, porque hemos andado casi toda la noche y toda la mañana, y no hemos probado bocado.

-A ver, mujeres -gritó a las gentes que había dentro de la capilla, de la cual se exhalaba, juntamente con el humo de la leña, cierto olor de guisados campesinos-, hágannos de almorzar, y tomen esto -añadió alargando la maleta que contenía la ropilla de Manuela; ésta sólo conservó su saco de cuero, en que guardaba las alhajas, que nunca le parecieron más en peligro que en ese lugar.

Un grupo de mujerzuelas, desarrapadas y sucias, se apresuró a recibir la maleta, y los recién llegados penetraron en aquel pandemónium, en que se aglomeraban objetos abigarrados y extraños, y gentes de catadura diversas.

Por acá, y cerca de la puerta, se veía la cocina de humo, es decir, el fogón de leña en que se cocían las tortillas, y junto al cual estaban la molendera con su metate y demás accesorios. Un poco más lejos había otro fogón, en el que se preparaban los guisados en ollas o en cazuelas negras. Del otro lado había sillas de montar puestas en palos atravesados, mecates en que se colgaba la ropa, es decir, calzoneras, chaquetas, zarapes, túnicos viejos de percal y lana; en un rincón se revolcaba un enfermo de fiebre, con la cabeza envuelta en un pañolón negro desgarrado y sucio; más allá un grupo de mujeres desgreñadas remendaban ropa blanca o hacían vendas, y al último, en el fondo de la capilla, junto al altar mayor, convertida en escombros, y dividida de la nave por una cortina hecha de sábanas y de petates, se hallaba la alcoba del Zarco, que contenía un catre de campaña, colchones tirados en el suelo, algunos bancos de madera y algunos baúles forrados de cuero. Tal era el mueblaje que iba a ofrecer aquel galán a la joven dama a quien acababa de arrebatar de su hogar tranquilo.

-Manuelita -le dijo, conduciéndola a aquel rincón, esto, como ves, está muy feo, pero por ahora hay que conformarse, ya tendrás otra cosa mejor. Ahora voy a traerte de almorzar.

La joven se sentó en uno de los bancos y allí cubierta con la cortina, sintiéndose a solas, dejó caer la cabeza entre las manos, desfallecida, abismada; y oyendo las risotadas de los bandidos ebrios, sus blasfemias, las voces agudas de las mujeres; aspirando aquella atmósfera pesada, pestilente como la de una cárcel, no pudo menos que mesarse los cabellos desesperada, y derramando dos lágrimas que abrasaron sus mejillas como dos gotas de fuego, murmuró con voz enronquecida

-Jesús!..., ¡lo que he ido a hacer!