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Capítulo IX

Rápida ojeada sobre los progresos del derecho de gentes


Se ha dicho que entre los pueblos salvajes, bárbaros, y aun en los civilizados de la antigüedad, era desconocido el Derecho de gentes, lo cual en absoluto no es cierto, y si se reflexiona un poco no podía serlo. Así como no puede haber relaciones entre los individuos de una nación sin alguna idea y práctica del derecho, hasta el punto de que le establecen entre sí, a su manera, los grupos de bandidos, tampoco los pueblos pueden comunicar sin alguna regla equitativa o que tengan por tal. Cuando la comunicación es hostil, en la continua apelación a la fuerza, poco lugar le queda a la idea del derecho, pero todavía no se prescinde de ella por completo: aun entre los salvajes se pactan treguas, se establecen los límites en que cada pueblo ha de cazar, se respetan los enviados; la permanencia bajo el mismo techo hace sagrada la vida del enemigo amparado por la virtud, que pudiéramos llamar internacional, de la hospitalidad. Montesquieu ha dicho: «Todas las naciones tienen un Derecho de gentes; hasta los Iroqueses, que comen a los prisioneros, tienen el suyo. Envían y reciben embajadores, conocen derechos de la guerra y de la paz; el mal está, en que este Derecho de gentes no se funda en verdaderos principios»74.

El derecho es para la vida de los pueblos como el sustento para la de los hombres; se puede disminuir y viciar, pero no suprimir enteramente. Toda relación pacífica de pueblo a pueblo, exige reglas, y hasta la guerra que parece romperlas todas conserva algunas. Tiene usos, prácticas feroces, como los pueblos que las siguen, pero de que no se apartan: se inmola al vencido de tal manera y no de otra.

El primitivo Derecho de gentes, es como un reflejo del hombre en las primeras relaciones de las tribus salvajes; tímido como débil y rodeado de enemigos, aparece ya mutilado, ya deforme, abrumado por la ignorancia, desgarrado por la ira, cuando se le cree próximo a hundirse en el abismo, sobrenada por encima del oleaje de iniquidades humanas revelando su naturaleza inmortal.

La justicia para realizarse necesita comprenderse, quererse; sin su conocimiento de parte de la inteligencia, sin la determinación de conformarse a ella de parte de la voluntad, ni un hombre ni un pueblo puede ser justo.

Nuestro conocimiento de lo justo como de cualquiera otra cosa, no empieza por ser perfecto: va perfeccionándose de siglo en siglo, y llegará la consumación de todos sin que el hombre pueda realizar la justicia por completo: acercarse a ella es su deber, su felicidad, su gloria y su miseria y su grandeza se revelan más que en ninguna otra cosa, en que con fuerza tan débil para hacer reinar la justicia absoluta, su voluntad la quiere, la necesita, tiene su aspiración sublime, tan imposible de satisfacer como de extinguir.

El sentimiento, el impulso espontáneo hacia la justicia, se ve en todas las criaturas racionales, pero la idea varía, según personas, tiempos, lugares, y tanto, que invocándola de buena fe luchan y se matan los hombres por comprenderla de diferente modo. No sólo en su práctica sino hasta para su conocimiento influye la voluntad, porque si los pensamientos determinan las acciones, también éstas reaccionan sobre las ideas; la costumbre se sustituye al juicio y tiene autoridad para con los espíritus débiles y perezosos, es decir, para con el mayor número. Esta es una de las causas, tal vez la más poderosa del gran poder del hecho, y de que si no es conforme a derecho, oponga fuertes resistencias a la realización de la justicia. ¿Los progresos de ésta, cómo no han de ser lentos a través de la ofuscada razón y la voluntad torcida?

No siempre se da a la voluntad la importancia que tiene en el progreso de los pueblos, pero al ver algunos cuya moral no está en armonía con su ciencia y esplendor en las letras y en las artes, y otros que con menos cultura tienen más elevados sentimientos, no es posible dejar de comprender que la educación de las colectividades como de los individuos, no puede reducirse a ejercitar el entendimiento dejando inactiva o torcida la voluntad.

Esto se ve más claramente en la cuestión que nos ocupa; el Derecho de gentes, cierto que ha encontrado un poderoso obstáculo para realizarse en los errores, pero también en las pasiones; el odio le ha hecho tan cruda guerra como la ignorancia, y los pueblos no han querido, no quieren hacerse entre sí la justicia tal como la comprenden y la practican ya unos con otros los individuos que los componen; concederemos que existe aún error de entendimiento, pero no puede negarse, que hay culpa en la voluntad.

Se dirá que con todo derecho acontece lo mismo; que la voluntad pervertida se opone a él, pero no es cierto que la perversión de la voluntad de hombre a hombre sea tan graduada, persistente y poderosa como lo es de pueblo a pueblo, en términos de hacer la moral de las naciones opuesta a la de los individuos, y pretender para el egoísmo la aureola del amor a la patria.

En las sociedades primitivas, el desconocimiento del derecho en general debía ser un obstáculo inseparable para realizar el de gentes.

El hombre salvaje o semisalvaje tiene el sentimiento de la justicia, pero los medios de obligar a que se cumpla son tan imperfectos, que más contribuyen a obscurecerla que a realizarla. El ofendido es, a la vez, parte, juez y ejecutor; el perjuicio material que le causa la falta del objeto robado, la afrenta de la injuria recibida, el dolor de ver muertos a los que ama, levantan en su alma como una tempestad, en que formando torbellino varios y encontrados afectos, mezclándose los más viles con los más altos, aparecen todos igualmente ennoblecidos, y la pasión tiene las apariencias del deber, se confunde con él, la conciencia sanciona la crueldad, y la justicia se llama venganza. Aquí se nota la reacción del hecho contra la idea, y de qué modo la práctica del mal obscurece la teoría del bien. Como la noción de Estado o no existe o es una sombra vaga, como hay conciencia pública, pero no fuerza pública que contenga a los malhechores, el castigo de éstos no puede venir sino del ofendido, o si ha muerto, de sus parientes, de sus vengadores. Estas desdichadas condiciones que en los pueblos primitivos tiene la justicia, la cual en vez de balanza tiene la espada de la ira, han de hacerla indefectiblemente cruel y personal: cruel, porque se ejerce por la pasión en pueblos rudos; personal, porque son siempre los ofendidos o sus representantes los que la realizan. La colectividad se acostumbra a verla en esta forma, no la concibe de otro modo, y aun así la pide y la exige, tanta es su necesidad donde quiera que hay hombres. El perdón del ofendido que tendría por consecuencia la impunidad, lejos de parecer virtud, se tiene por infamia, y la venganza de la sangre es un honor y un deber.

En semejante estado social, ¿cómo ha de haber la idea del Derecho de gentes? ¿Cómo la noción del derecho ha de generalizarse y pasar la frontera cuando no pasa del umbral de la casa? ¿No son los del mismo pueblo en cierta manera extraños, extranjeros entre sí, puesto que no se auxilian contra el agresor injusto, y cada cual tiene que rechazarle según sus fuerzas?

Se avanza un poco; por una parte, los excesos del odio armado con la espada de la ley; por otra, algún progreso en la noción del derecho, impulsan a la colectividad a intervenir en la venganza del individuo, a limitarla para que no se perpetúe en las familias, y concluya por exterminarlas. Aunque tímidamente aparece el Estado que ofrece un apoyo, si bien débil, al individuo y es copartícipe con él en la satisfacción que recibe del ofensor. La justicia que pudiera entonces llamarse mixta, que aparece, en parte, colectiva, en parte, personal, no puede todavía tener aquel carácter elevado indispensable para generalizarla y constituir el Derecho de gentes. Las naciones, moralmente consideradas, no forman aun cuerpos homogéneos, unidades poderosas en cuyo seno la ley es una y fuerte, sino agrupaciones poco compactas. Un pueblo no aparece como un solo hombre frente a otro pueblo en iguales circunstancias; no pueden pactar para sus relaciones reglas equitativas, cuya inteligencia les falta al mismo tiempo que la fuerza para hacerlas cumplir: hay imposibilidad moral y material de que la justicia que se comprende y se practica mal dentro, se realice fuera.

El mundo progresa; el nivel moral se eleva; las leyes, con la sanción de la opinión pública adquieren fuerza; el Estado tiene ya una existencia jurídica bien determinada, puede pactar con otro, establecer reglas equitativas y hacer que se cumplan; hay elementos intelectuales y materiales para establecer el Derecho de gentes, si no perfecto, al menos tal como preside a las relaciones de los compatriotas entre sí.

Pero en la historia de la humanidad, y casi dominándola, aparece un hecho que obscurece la noción de todos los derechos o los hace imposibles de realizar aun comprendidos: ¡La guerra!, más execrable aun que por los estragos que causa y por la sangre que derrama, por lo que trastorna las ideas respecto a la justicia; éste es el menos ostensible y el mayor de los daños que consigo lleva. Retoñan los bosques que ha talado, reedifícanse las casas que incendió, vuelven a poblarse los países despoblados por ella, pero el caos de las malas pasiones que engendra y de los horrores que acredita, no se disipa; borráronse las huellas del hierro y del fuego, pero quedan indelebles las de la iniquidad.

Durante mucho tiempo los pueblos apenas comunican entre sí más que para hacerse la guerra; y extranjero viene a ser sinónimo de enemigo. Cuando por cansancio o por conveniencia cesa la lucha, no los rencores, no el temor de que se reproduzca, no la idea de que la fuerza es la única ley entre las naciones, la paz es una tregua material, en que continúa la guerra de los ánimos, y más enconada, por la humillación rencorosa del vencido y la insolencia cruel del vencedor. Siguen rigiendo las reglas de la lucha interrumpida, que puede decirse que no tiene ninguna como no se dé este nombre a la práctica de hacer al enemigo el mayor mal posible recibiendo el menos que fuere dado. Esta es la ley del combate, y cuando apenas comunicaban los pueblos sino para combatirse, el Derecho de gentes venía a ser el de la guerra.

La religión, esa aspiración a la dicha completa y a la justicia absoluta, al esperarla en el cielo, debía favorecerla en la tierra, y dando medios de elevar el espíritu a Dios, penetrarle de justicia para con los hombres. Al adorar al Criador ¿no sentirían como criaturas un lazo estrecho por sus temores, por sus esperanzas, por su destino común, en fin, revelado en las graves culpas, en los profundos dolores, en las aspiraciones infinitas que todo pueblo lleva al templo de la divinidad? La religión, según la etimología de la palabra, significa ligar más fuertemente; estrecha, en efecto, los lazos de los que la profesan, pero por desgracia, en vez de una religión hubo muchas, cuyos dioses, reflejando la apasionada ignorancia de sus adoradores, confundían el amor de su pueblo con el odio a los otros, y al bendecir a sus fieles maldecían a la humanidad. En rededor del altar se unieron los hombres más estrechamente, pero como hubo muchos altares, hostiles unos a otros, la unión de cada grupo de creyentes fue motivo de desunión para los pueblos, que en vez de fraternizar en el culto de la divinidad, se aborrecieron, se persiguieron encarnizadamente, porque no la adoraban del mismo modo. Así, el Derecho de gentes, que podía tener un poderoso auxiliar en los sentimientos religiosos, halló por mucho tiempo un gran obstáculo en ellos.

Pero las religiones que abrían abismos entre los pueblos; que los aislaban unas veces, haciéndolos comunicar otras para despedazarse, aunque directamente oponían obstáculos a que entre ellos se estableciera el derecho, indirectamente han contribuido a realizarle. En toda religión, aun en aquellas que más extravían al hombre, hay algo que le eleva, que le espiritualiza; una parte de verdad entre los errores que enseña, y freno a perversos instintos aunque estimule otros. Además, en los pueblos bárbaros, el sacerdocio cultiva más o menos, pero cultiva, las facultades mentales; el sacerdote es el depositario de la doctrina, el hombre docto, el sabio, y aunque el saber se rodee de misterios; aunque los iniciados sean en corto número y la iniciación difícil, la ciencia, tarde o temprano, rompe sus ligaduras; no puede cerrarse tan herméticamente que no se respire su atmósfera y se vea su luz. Las religiones aparecen cultivando las facultades mentales entre la brutalidad de los sacrificios cruentos; preceptuando acciones benévolas en medio de los combates mortíferos a que excitaban, siendo a la vez freno de los extravíos e impulso para cometerlos. Su influencia directa para apartar a los hombres, ¿ha sido mayor que la indirecta para unirlos? ¿Han hecho más mal que bien? Difícil es investigarlo, fácil equivocarse al ultimar la cuenta, cuyo cargo y data se pierden en las obscuridades de la historia, en sus vacíos, en sus juicios apasionados. El efecto perturbador para la fraternidad humana es más ostensible; el que la auxilia, menos aparente, obra de un modo más general, más continuo, y todo bien reflexionado, parece que las religiones auxiliaron más que dificultaron las comunicaciones entre los hombres a que preside la justicia.

Pero los progresos de ésta ya se comprende que habían de ser muy lentos, cuando el sentimiento religioso, que debía apresurarlos, aunque los auxiliase realmente con tanta frecuencia, los retardaba.

En medio de las violencias de la guerra y de los odios encendidos por las creencias religiosas, otras facultades, otras inclinaciones más humanas, otros egoísmos menos perturbadores, otras necesidades más nobles vinieron a modificar la condición de las criaturas racionales.

Los hombres empezaron a pensar, y como la verdad es una, universal, eterna, la ciencia tiende a ser cosmopolita, a fraternizar los que la cultivan y, aunque se hallen separados por leyes y por fronteras, a considerarse como compatriotas. La ciencia será, pues, una prenda de unión entre los pueblos; exenta de exclusivismos, de odios, de cálculos interesados, se elevará sobre las pasiones, sobre los errores, y formulará reglas de justicia entre los pueblos. Éstos, por otra parte, además de las necesidades del espíritu, quieren ya el regalo del cuerpo, y si para satisfacer sus nobles aspiraciones buscan los sabios extranjeros, para contentar sus gustos piden la cooperación de la industria y los productos de otros países. El comercio nace, que es de suyo cosmopolita, que ha menester paz, respeto a la propiedad y reglas practicadas de derecho. Los progresos van a ser rápidos en ese mundo oriental, donde las artes hacen prodigios; entre esos egipcios que saben tanto del curso de los astros, que tan científicamente preparan el suelo para beneficiar las crecidas del río fabuloso; en esa Grecia, donde brotan los sabios, los poetas y los artistas como las flores en sus islas rodeadas de mar e inundadas de luz; en Roma, tan conocedora de los principios de justicia, que los ha como estereotipado, confundiéndose a los ojos de la posteridad con ellos y legándole un Código que el mundo llama Derecho romano. Babilonia, Menfis, Tebas, Nínive, Tiro, Cartago, Atenas, Roma, todos estos pueblos en que hay tanta industria, tanto comercio, tanta ciencia, tanto arte, ¿no harán progresos, grandes progresos en el Derecho de gentes?

La voluntad torcida reacciona sobre el entendimiento y le tuerce; en medio de tanto brillo científico, artístico y literario, hay tinieblas morales profundísimas; el sabio egipcio cultiva las ciencias en un pueblo dividido en castas; el filósofo griego hace la apología de la esclavitud, vive en medio de ella y no concibe que pueda suprimirse; el jurisconsulto romano, rodeado también de esclavos y respirando la atmósfera ambiciosa del pueblo-rey, ve en el derecho un aliado de la conquista, un elemento de dominación; el problema es vencer, perpetuar la obediencia, convertir a los vencidos en instrumentos de nuevas victorias, porque Roma necesita avasallar; el día en que no domine, morirá. Lo que ella llamó Derecho de gentes, no corresponde a la idea que tenemos de Derecho internacional; las gentes eran los vencidos a quienes se aplicaba la ley del vencedor, más romana o más humana, según las circunstancias. Lejos de considerar a todos los pueblos iguales ante la justicia, no podían aspirar a la plenitud del derecho sino los hombres de la ciudad, los ciudadanos romanos. El propósito de conquistar el mundo imponía la imprescindible necesidad de humanizarse; el derecho se extendió de la ciudad al Lacio, primero, después, a Italia y a las provincias; pero nada más, porque no hay que tomar por Derecho de gentes los privilegios concedidos a los bárbaros como soldados, como defensores del pueblo, que ya no podía defenderse. Y aun fue impracticable de hecho la igualdad del derecho, cuando quiso extenderla, rodeada del oprobio de una decadencia ignominiosa. Roma no abrió al mundo, ni aun al mundo romano, los brazos, sino cuando ya no podía sostener la espada, demostrando que la justicia que ha de buscarse como objeto, no puede ser realizada por nadie, hombre o pueblo, que la considere como medio no más.

Los que desconocen el derecho dentro, ¿cómo han de realizarle fuera? Hay imposibilidades morales tan invencibles como las físicas, y donde existen castas y esclavitud, y barreras insuperables entre las clases; donde los compatriotas se explotan, se oprimen, se ultrajan y se desprecian, no puede haber para los extranjeros amor y justicia, que son los elementos de la ley internacional. Para que la equidad pase las fronteras de una nación, es necesario que se establezca bien dentro; que se respete al hombre, no porque es sabio, ni guerrero, ni sacerdote, ni patricio, ni duque, ni emperador, sino porque es hombre, porque hay en él una conciencia y un entendimiento, cosas sagradas, porque es una moralidad que lleva consigo deber y derecho, que no puede desconocerse cualquiera que sea la lengua que hable, el país que habite, el Dios que adore. Las repúblicas y los imperios del Oriente, de Grecia y de Roma, estaban lejos de tener este concepto del hombre; para ellas podía haber patria, no humanidad. Era lógico que los que hacían la teoría de la esclavitud declaraban fuera de ley a los que vivían fuera del territorio, que se calificaran de bárbaros a los que no pertenecían a la Confederación Helénica o al Imperio romano, y que mezclando el desdén al odio, enemigo fuera sinónimo de extranjero.

En tal situación los progresos del Derecho internacional no podían corresponder a los de las ciencias y las artes. Las necesidades materiales, las que crea el lujo, los gustos, los caprichos, las vanidades, el egoísmo y la pereza, daban a los extranjeros activos y hábiles la seguridad suficiente para que labraran objetos primorosos y proporcionasen productos de remotos países. La púrpura, los perfumes, las piedras preciosas, los manjares exquisitos, las fieras y los hombres que habían de morir en el circo, todo venía de tierras lejanas o a través de los mares; no era posible vivir en comunicación con tantos pueblos sin reglamentarla; así, pues, los cálculos de la dominación, las necesidades del comercio y de la industria fueron, con el desdén y la crueldad, los elementos preponderantes de las relaciones internacionales, que harto revelaban su contaminado origen.

De fuente más pura va a brotar el Derecho de gentes. Jesús, muriendo en el Calvario, lega al mundo la religión del amor. Aquellas divinidades terribles en cuyos altares se inmolaban víctimas humanas, son sustituidas por el Dios misericordioso, por el Padre Celestial de todos los hombres, que no quiere más sacrificios que el de las pasiones egoístas y rencorosas. Su amor y el del prójimo; he aquí toda la ley. Desde el momento en que se concibe el Creador como padre, se establece la fraternidad entre las criaturas hijas del Padre común, los hombres son hermanos. La religión no abre ya abismos entre los pueblos, no impulsa a luchas homicidas, no hace correr torrentes de sangre, no protege a una raza en daño de las demás. Extiende los brazos de su piedad, los tesoros de su compasión infinita a todos los dolores de todos los hombres de toda la tierra; borra del corazón humano la idea de enemigo, puesto que manda amarle, y el más fiel intérprete de aquella ley divina no se llama Apóstol de los griegos, de los persas, de los hebreos, ni de los romanos: es el Apóstol de las Gentes. La justicia mutua para todas las criaturas parece que va a realizarse, al menos entre los que comprenden a Dios como padre, y como hermano al hombre. Entre los pueblos de la cristiandad se establecerán lazos fraternales; sus relaciones serán de paz y de justicia, como conviene a los fieles, a la ley de amor; no habrá violencia cruel, a nadie se le negará lo que le es debido, y aun parece poco dar lo justo al que ama. Habrá fronteras formadas por ríos, por mares y por montañas, no por odios, y cualesquiera que sean las leyes políticas y civiles, los hombres comulgarán en la ley de Jesucristo. Ahora parece que está asegurada la justicia en las relaciones internacionales.

Desgraciadamente la enseñanza del Divino Maestro fue semilla que no cayó en terreno apropiado para que brotase tan vigorosamente como el mundo necesitaba. El hombre es un compuesto complicado y armónico; no basta dirigirse a una de sus facultades para perfeccionarle; es necesario cultivarlas y armonizarlas todas. Si no, hay desequilibrios, perturbaciones, trastornos; se ven religiosos feroces, sabios impíos, artistas degradados y blasfemos que maldicen del arte, de la ciencia o de la religión, en vez de procurar armonizarlas. El ser racional y sensible necesita obrar con la plenitud de su naturaleza, cultivar la razón y el sentimiento, pensar y amar.

La religión cristiana predicó la fraternidad de todos los hombres; pero ¿a quién? A los restos depravados de Roma y a los bárbaros invasores del Imperio, es decir, a la corrupción y a la violencia. Como olas empujadas por otras que vienen detrás, avanzaban los belicosos emigrantes repartiéndose el suelo que habían ensangrentado, y dejándose ungir por el sacerdote que decía: amad a vuestros enemigos, inmolaban a los suyos. Había en aquellas hordas admirables disposiciones, nobles instintos y aun elevados sentimientos; pero todo esto era como fruto delicado y amarguísimo por falta de sazón. El sentimiento de la dignidad humana que tenían aquellas razas, tan propio para favorecer el progreso del derecho internacional, degeneró en un individualismo, que por no estar contenido se hizo indómito. La personalidad exagerada y la fuerza bruta remitieron el derecho a la suerte de las armas, y localizaron la ley. Cada señor promulgaba la suya en sus tierras; el hombre que las cultivaba no era más que un accesorio desdichado que huía con frecuencia de un lugar a otro en busca de yugo menos abrumador. Desesperando de hacer de la justicia una regla general, se procuraba como excepción, y el derecho se llamó privilegio, fuero. Tuviéronle nobles poderosos y colectividades fuertes; pero no uno idéntico, sino varios, como las circunstancias en que se había escrito. Había muchos grados en el poder de oprimir, como en la facultad de no ser oprimido, y en aquella especie de borrasca, según a la altura a que cada cual podía levantar su derecho, sobrenadaba, o se sumergía en parte o del todo.

¿Podían existir entonces leyes internacionales, cuando no las había interterritoriales? Si variaban detrás de las almenas de cada castillo y de los muros de cada ciudad, ¿podía haber ni la idea de que rigieran fuera de la patria? Y ¿qué era la patria? Un territorio que se defendía, un ejército que para defenderle peleaba, un jefe que mandaba ese ejército, un sacerdote que bendecía sus banderas; la patria era la tierra de todos, no el derecho de todos. No había más ley común que la religiosa, ni derechos iguales sino para después de la muerte. Y era tal la influencia individualista para el fraccionamiento, aun allí donde había más elementos de unidad, que no bastaba muchas veces que en nombre de la religión se convocara a los indisciplinados señores para que acudieran unidos, y así como los padres de los Concilios hablando todos en latín solían no entenderse, los guerreros que llevaban la cruz en la espada y en el pecho, no comprendían de igual modo el espíritu de la religión cristiana.

Si a esta exaltación de la personalidad se añaden las consecuencias de la victoria que dividía a los habitantes de un país en conquistadores y conquistados, en opresores y oprimidos, en soldados y trabajadores, en señores y siervos, en clases que venían a ser castas, soberbias las unas, humilladas las otras, se comprenderá que la anarquía del feudalismo no podía elevarse ni a la idea de ley universal, ni a la de respeto al hombre: aunque se repitiera que todos eran hermanos, no se dejaba de oprimir al siervo, de esquilmar al pechero y despreciarlos a entrambos. La fuerza llegó a glorificarse hasta el punto de suponer que era la revelación de la voluntad de Dios y la dispensadora de su justicia, ésta se administraba peleando, y el combate judicial que pretendía ser una forma del derecho, no era sino la consagración de la fuerza. Los oráculos de la divinidad se daban con la espada y con la lanza por los que tenían más bríos, de todo lo cual debía resultar una aureola alrededor del más fuerte que abonara sus violencias deslumbrando a los débiles. El puente levadizo del castillo feudal se bajaba muchas veces para dejar pasar el fruto de las rapiñas; los caballeros corrían aventuras propias de bandidos, todo sin detrimento del honor. Nobles de ahora cuentan con orgullo entre sus antepasados sujetos que si vivieran hoy, a no cambiar de conducta, morirían en presidio, cuando menos: la idolatría de la fuerza ha hecho que en vez de dejar una memoria infame, leguen a sus descendientes un nombre honrado.

La industria y el comercio, que es pacífico y cosmopolita, eran casi nulos; cuando empiezan a prosperar, no pudiendo aún ampararse del Derecho de gentes, que apenas existía, recurren al privilegio, consiguen o compran el fuero, se acogen a una isla como los emigrantes fundadores de la prosperidad de Inglaterra, o se arman como los mercaderes de la Liga Anseática.

Puesto en manos de hombres ignorantes y violentos, el lazo de la religión se convirtió muchas veces en cuerda para la tortura; la doctrina de paz en señal de combate, y se evangelizó a sangre y fuego: en vez de apóstoles de las gentes que llevaban la buena nueva a las naciones con palabras de misericordia y obras de caridad, hubo emperadores y reyes que ordenaron los preceptos de la religión y hasta las ceremonias de su culto bajo pena de muerte.

Al extender por medio de las armas la religión de Jesucristo, el pueblo cristiano halló otro que también predicaba su ley con el filo de la espada, el Evangelio y el Corán dividieron aquella parte del mundo que tenía más condiciones para civilizarse, y la lucha contra los infieles, contra aquellos hombres que no podían ser comprendidos en la ley común, contribuía a imposibilitar la internacional.

Bajo el régimen feudal, el Derecho de gentes, en vez de progresar, parece que retrograda. Pero en medio de aquel caos sangriento hay resplandores divinos, palabras de misericordia, dichosas inconsecuencias y abnegaciones sublimes. El guerrero feroz se arrodilla a los pies de la mujer y del sacerdote; tiene fibras generosas y amantes el corazón de aquel bárbaro; cuando le pasa la embriaguez de la ira, comprende la hermosura de la misericordia; cuando se aplacan sus pasiones, pide perdón de sus pecados, y en momentos de exaltación religiosa o caballeresca, hasta perdona. Rudo, no incapaz de cultura, comprende a veces la verdad por instinto y no es insensible a la belleza del arte ni a la autoridad de la ciencia. A su lado se eleva una criatura dulce, humilde, poderosa, irresistible; tiene las cuatro grandes virtudes, Prudencia, Justicia, Fortaleza, Templanza; las tres virtudes divinas, Fe, Esperanza y Caridad; no teme sino a Dios, ama a los hombres, piensa en otro mundo y vive en éste para hacer bien; amparo de los débiles, freno de los fuertes, es pródigo de su vida, la da lentamente o de una vez, según la voluntad de Dios: este ser extraordinario se llama Santo; el mundo no había visto cosa semejante y su influencia penetrará en el mundo.

Existe, pues, el sentimiento de la dignidad humana que, arrancado a la personalidad egoísta, podrá convertirse en humanidad; el espíritu de sacrificio y de amor al hombre; la facultad de conocer con largueza concedida a una raza inteligente. Estos elementos van a fermentar por años, por siglos, bajo la enorme presión de poderes absolutos en el orden material y en el espiritual infalibles. La incubación será lenta, difícil, dolorosa, y cuando el germen animado rompa la campana de diamante que le aprisiona, su fuerza será irresistible. Así sucede: al disiparse las tinieblas intelectuales de la Edad Media, la inteligencia humana se eleva, profundiza, se extiende y nunca semejante poder de análisis de abstracción y de generalización se había visto en Egipto, ni en Grecia, ni en Roma, ni en Alejandría. El que enseña dará pruebas de lo que dice, la ciencia ha de ser la verdad para que la moral sea la justicia. A fin de generalizarla, se inventa un prodigioso medio; la imprenta pone en comunicación a los pensadores de todo el mundo; descúbrense nuevos continentes y mares que facilitan la comunicación con ellos, y la brújula que guía al través de los mares. La industria y el comercio toman un incremento extraordinario, pero no marchan entre el aislamiento o la persecución abandonados a los instintos de la codicia, a las rutinas de la ignorancia, a las represalias de la fuerza. La ciencia no desdeña dar sus oráculos a la industria y al comercio; señala los mejores métodos para producir, y enseña las leyes de la producción, del consumo y de la distribución de la riqueza. Los Gobiernos que ven en el comercio una fuente de prosperidad, comprenden que es necesario protegerle y dar garantías a los extranjeros para que las tengan sus súbditos. Sentimientos humanos se mezclan a los impulsos egoístas y los neutralizan; la nave donde la codicia en brazos de la suerte se arroja al mar lleva también al misionero.

Las relaciones se extienden, los intereses se cruzan, las ideas se elevan, las pasiones empiezan a dominarse, y la fraternidad humana va a ser un cálculo para el negocio, un consuelo para el corazón, una verdad para el entendimiento. La sellarán con su sangre el mártir de la ciencia y de la fe, y con demostraciones el economista y el filósofo.

Se echan amplios, profundos, imposibles de conmover, los cimientos del derecho, no para una clase, para un pueblo o para una raza, sino para todo el mundo; se proclaman los derechos del hombre, sin lo cual no podía existir el de gentes, éste brota poderoso con la vivificante savia del amor y de la ciencia; cultívanle los sabios de todas las naciones, los cuales comulgan en el altar de la verdad que un día será el de la patria. La justicia internacional vislumbrada apenas en las primeras edades, eclipsada a veces y que parecía apagarse, brilla entre nubes todavía; pero brilla, y más si se la compara a las pasadas tinieblas.

La industria y el arte, que defendían difícilmente sus productos de la rapacidad internacional, y ocultaban ruinmente sus procedimientos, acudirán a las Exposiciones universales, donde serán regiamente albergadas, cordialmente recibidas, equitativamente juzgadas y ostentarán con orgullo, como timbre glorioso, la efigie de un Rey extranjero.

El comercio que tenía que armarse, que se acogía a privilegios comprados muy caros, que corría aventuras peligrosas, cuenta hoy con derechos y reglas sobre las cuales puede basar sus cálculos. Los tratados que a él se refieren, no tienen ni la generalidad, ni la permanencia, ni la justicia que sería de desear, pero al fin son pactos libremente aceptados, fielmente cumplidos en general, y suprimen la intervención de la fuerza preparando la realización del derecho.

Los criminales más peligrosos que se arrojaban sin escrúpulo al otro lado de la frontera como animales feroces de que se les daba hasta el nombre, se recluyen para que no dañen a propios ni extraños.

Las fronteras que se cerraban al extranjero considerado como enemigo, si hoy quiere recorrer el mundo, no le servirán de obstáculo, y serán para él lugar de refugio, si llega a ellas emigrado político o combatiente vencido.

Los delincuentes que hallaban impunidad fuera de la patria cuyas leyes habían infringido, son devueltos a ella para que se cumpla la justicia a que recíprocamente coadyuvan todos los pueblos con tratados de extradición.

En vano se había salvado de las olas el infeliz náufrago que arribaba a playa extranjera donde le esperaba la expoliación y la muerte. En vez de aquellas leyes rapaces, de aquellas costumbres feroces erigidas en ley, se ha promulgado el Código internacional de Banderas, que por medio de ellas usa un lenguaje comprendido en todo el mundo civilizado. Poco importa el pabellón que izó la nave en demanda de auxilio; aunque sea extranjera, más, aunque sea enemiga, no le pedirá en vano. Al ver la bandera de peligro, acude con la suya la humanidad; habla con ella palabras de consuelo, hasta de amor, y en vez del grito salvaje del inhumano ribereño, le envía el bote salvavidas donde tantas veces pierden la suya hombres heroicos por salvar la sus hermanos extranjeros75.

Los Soberanos que se atribuían el derecho de despojar a los náufragos, cumplen con el deber de premiar a los que ejercen en el mar la caridad con sus súbditos, y puede decirse que han entrado en el Derecho de gentes las condecoraciones que prueban el cosmopolitismo de la beneficencia y de la gratitud.

El conocimiento de los escollos para la navegación le guardaba para sí el pueblo que le tenía, y en la noche obscura y tempestuosa faltaba señal que indicara el peligro. La náutica no tiene ya esos inhumanos secretos; ningún pueblo pretende guardarlos, y los faros se elevan como templos solitarios de la humanidad, donde arde el fuego sagrado de su amor, que brilla como el sol para todos los hombres.

Los extranjeros no podían poseer tierra fuera de la patria, sufrían todo género de vejámenes en sus bienes inmuebles, la expoliación era en muchos casos de Derecho de gentes; hoy pueden ser terratenientes en cualquier nación civilizada, su propiedad se respeta en todas, cualquiera que sea su forma, ya esté representada por un objeto material o por un crédito, por un libro o por un privilegio de invención.

Las pequeñas agrupaciones políticas, con sus leyes propias, tanto civiles y criminales como económicas, multiplicaban los Códigos y los lugares en que un hombre era considerado como extranjero; los pueblos forman hoy grandes nacionalidades en que es uno mismo el derecho, y el de todas se uniforma rápidamente.

El extranjero, a quien puede decirse que se negaba la consideración de hombre, aparecía ante los Tribunales con tales desventajas, que los fallos respecto a él más que de justicia eran de iniquidad reglamentada. Hoy, en los procedimientos no se distingue el compatriota del que no lo es, y cuando los súbditos de otro Soberano sufren perjuicio por la ley internacional, la injusticia de ésta, es más bien consecuencia de exagerar el principio de la soberanía, o el celo a favor de la patria, que por hostilidad a los que no pertenecen a ella.

Encastilladas las naciones dentro de sus fronteras, con orgullo hostil conservaban todo lo que pudiera diferenciarlas de las otras, lo mismo en las cosas del espíritu que en el orden material. Envanecido cada pueblo con su lengua, con su religión, con sus costumbres, con su historia, con su carácter, en fin, le parecía ridículo u odioso lo extranjero, y hasta quería distinguirse en su manera de proceder, en la de vestir, en la de pesar, contar, medir, en todo. Hoy los pueblos, asemejándose cada vez más, facilitan la uniformidad de sus procedimientos, y pactan la igualdad de la ley de las monedas, de pesas y medidas, etc.

La comunicación pacífica entre los pueblos, que era la excepción, es la regla, y tan necesaria, que se reúnen congresos internacionales periódicamente para adquirir y dar noticia, y determinar el modo de que los hombres correspondan y comuniquen más activa y provechosamente, procurando establecer en todas las esferas el Derecho internacional, la igualdad, sin distinción de nacionalidades. La guerra fue en lo antiguo la completa negación del Derecho de gentes, hoy le invoca, y en parte le realiza. Se respeta el honor de la mujer, la vida del herido, del prisionero, y en principio al menos, de todos los inermes y la propiedad privada, hasta cierto punto. El país invadido que se entraba a saco, sangre y fuego, no se daña si no lo exigen las operaciones militares.

La piratería oficial, que con el nombre de corso era de Derecho de gentes, está abolida.

El comercio de hombres llamado trata está abolido también; si se hace es como contrabando.

La cualidad de extranjero que imprimía carácter indeleble, se borra con mayor facilidad cada vez, aun en los pueblos más aferrados a un espíritu estrecho de exclusivismo nacional, disminuyendo las dificultades para la naturalización.

Si se considera que todo este progreso se ha realizado en poco tiempo; que la abolición de la trata es del año 1815, la del corso de 1856, el Convenio de Ginebra de 1864; que hasta 1870 no promulgó España el Código internacional de Banderas, y que data del mismo año el derecho de adquirir bienes inmuebles en Inglaterra los extranjeros; si se tiene presente cuanto se ha adelantado en medio siglo, admira, consuela y da esperanza de que se hará todo lo que falta, para que el Derecho de gentes no difiera en nada esencial del Derecho patrio.




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Capítulo X

Esfuerzos hechos para definir el derecho de gentes; medios propuestos para realizarle


Tantos intereses cruzados entre los pueblos, tantas especulaciones emprendidas en común, tantas ideas armonizadas, tantos sentimientos confundidos, tantas necesidades cuya satisfacción depende del extranjero; la aspiración a realizar la justicia, que a medida que se eleva se generaliza, debían impulsar al conocimiento del Derecho de gentes, y a buscar los medios de realizarle. Así se ha verificado. Desde que a principios del siglo XVII Grocio escribe su célebre obra El Derecho de la Paz y de la Guerra, se suceden sin interrupción numerosos tratados en que se discuten el origen, índole, extensión del Derecho de gentes, afirmado aun por aquellos que más le limitan. A medida que se afirma, se eleva; a medida que se eleva, se generaliza, pasa a los hechos, cobra nueva fuerza apoyándose en ellos, y sostiene y prueba lo que hubieran parecido sueños a la brutalidad de la barbarie o a la corrupción cruel de las civilizaciones antiguas. Los derechos y los deberes recíprocos de las naciones no se afirman, o se niegan incidental y desordenadamente, no se razonan sin método o sin lógica, no se tratan sin elevación o sin profundidad, no: se analizan, se discuten con orden; la filosofía les aplica sus medios de investigación; hay sobre ellos un cuerpo de doctrina, una verdadera ciencia. Después vendrán los Códigos: el hombre no puede conocer el bien sin aspirar a realizarle. Los Códigos nacionales han sido promulgados por Reyes o Asambleas legislativas. ¿Quién formará el Código internacional? ¿Quién es el jefe, el poder constituyente entre los pueblos? La justicia: demostrada por la ciencia, los hombres que la cultivan codifican el derecho internacional: no son este Emperador o el otro Parlamento; son los que enseñan, los que saben, jurisconsultos, profesores, y se llaman, por ejemplo, Dudley, Field, Bluntschli o Lieber.

He aquí una nueva legisladora, la ciencia: en virtud de poderes que ha recibido de arriba, preceptúa y cuenta con una gran fuerza coercitiva, la opinión. No puede entrar en el plan de nuestro trabajo analizar estos Códigos, ni investigar si fueron más allá o se quedaron más acá de donde podían haber llegado: aquí sólo haremos constar la significación de su existencia independiente de su mérito. El valor de estas obras está en que existan, no en cómo se escriben, porque sin negar la gloria merecida a sus autores, éstos formulan la justicia que respiran en el medio moral e intelectual en que viven; tales libros no son de un hombre, sino de una época. En la nuestra, la necesidad de leyes internacionales se revela en los Códigos que redactan los jurisconsultos, al parecer motu proprio, realmente por un movimiento de la humanidad: cuando en ella no había elementos para leyes universales, no podían surgir estos legisladores científicos y cosmopolitas que reciben su mandato de la conciencia humana.

El Derecho internacional codificado refleja en parte el que practican los pueblos entre sí, y en parte aspira a perfeccionarle; pero como todo derecho, tácita o expresamente, condena los abusos de la fuerza, incompatibles con él: suprimir la guerra, el gran problema, sin cuya solución la existencia de la ley equitativa será precaria o imposible. Se quiere, pues, establecer:

Un Código Internacional.

Un Tribunal Supremo que lo aplique.

Una fuerza armada para hacer ejecutivos sus fallos.

«La necesidad de un Tribunal soberano y permanente, ante el cual los Estados, renunciando al empleo de armas, expusieran sus agravios se impone naturalmente a todas las inteligencias»76.

No son ya los visionarios y los sencillos, como el abate Saint-Pierre, los que sueñan y creen posible la justicia internacional, y tribunales que la apliquen, y fuerza armada que los sostenga.

Kant cree factible la federación de Europa, y la resolución por arbitraje de las cuestiones que se puedan suscitar entre los Estados.

Mill opina que la necesidad más urgente de las sociedades civilizadas es un verdadero tribunal internacional.

Wheaton afirma que la asociación entre los pueblos es imperfecta, mientras no reconozcan un intérprete permanente, autorizado, jurídico de sus principios y reglas.

Lorimer proyecta congresos anuales, que se reúnan en Bélgica y en Suiza. Cada Estado enviaría dos diputados, de los cuales uno solo tendría voto. La importancia de los Estados y de su voto se graduaría por su población, rentas públicas y movimiento comercial.

Parien desea una comisión internacional, cuyos miembros serían nombrados por los Gobiernos, y más tarde por las Asambleas que eligiesen las naciones de Europa, y tendría para ella la autoridad de la ciencia y de la justicia.

Bluntschli dice: «El Senado o el Parlamento internacional estará todavía por mucho tiempo en estado de piadoso deseo. Lo más practicable, y un paso hacia un orden de cosas mejor, sería la creación de un Areópago Internacional, reunión de hombres versados en la ciencia del Derecho de gentes, llamados a dar su voto imparcial y competente sobre las cuestiones internacionales en litigio, y que, según las circunstancias, pudieran ser árbitros. Cada Estado nombraría al menos dos miembros elegidos entre personas que no estuvieran a su servicio activo, siendo una del nombramiento del Gobierno, y otra de las Cámaras. Las grandes potencias tendrían una representación doble o triple. El lugar de la reunión anual sería Suiza o Bélgica. Los miembros de esta Asamblea quedarían relevados de sus deberes de súbditos o ciudadanos de un Estado determinado, en razón de sus funciones internacionales; en cambio, deberían prestar juramento de hacer justicia imparcial.»

Los que así se expresan no son fanáticos o visionarios apartados del mundo, sino filósofos, diplomáticos, hombres de Estado, profesores, hombres prácticos que conocen el corazón humano, los negocios, la política, la vida real.

Seebohm, el sesudo y aritmético Seebohm, que combate la guerra desde el escritorio, el mostrador y el almacén; que no habla de campos de batalla, sino de mercados; que no se ocupa de los miles de hombres que perecen, sino de las libras que se gastan; Seebohm escribe: «Si es verdad que algunos principios se han establecido y reconocido generalmente por costumbre invariable, no es menos cierto que en otras circunstancias particulares y en ciertos límites cada nación mantiene su criterio, según su conveniencia supuesta, y difiere de la opinión de sus vecinos cuando juzga que hay oposición de intereses con ellos. En muchos casos hay tantas opiniones diferentes y divergencias políticas, como hay aparente antagonismo de intereses.»

«He aquí nuestra tesis: si la falta de la ley positiva ha sido un mal soportable e invariable mientras las naciones estaban en el período de vida social en que, bastándose a sí mismas, tenían pocas relaciones entre sí, semejante estado de cosas ha llegado a ser un mal intolerable e inútil en nuestra época, en que los pueblos van saliendo del período en que se bastan a sí mismos para entrar en el de su dependencia recíproca, y en una época en que la adopción de un sistema gradual de libertad mercantil, hace uno el interés de todos los pueblos, y de los hilos de sus prosperidades particulares forma una sola madeja.»

«Nuestra tesis es: que inevitablemente, en el estado actual y tan complicado de la sociedad de los pueblos, el mecanismo de la ley de Lynch77 no puede continuar funcionando, y que para lo futuro podrá menos cuanto avancemos más: que es necesario, para que el sistema internacional funcione, que las naciones civilizadas adopten un Código equitativo, y uniforme de Derecho de gentes positivo.»

«No pretendo decir que es preciso necesariamente componer inmediatamente un Código, y aun imponerle a las naciones como se prepara una tisana que se ha de beber de un trago; muy lejos estoy de esto; pero afirmo, que está fuera de duda, que lo urgente y eficaz para la reforma del Derecho de gentes, es sustituir a los principios de los publicistas, leyes universales positivas, claramente definidas y aceptadas, procediendo por grados, sin interrupción, teniendo en cuenta la marcha de los sucesos, y presentando las cuestiones por su orden»78.

Hasta los hombres de Estado y los guerreros parecen respirar esta necesidad de derecho que existe en la atmósfera moral de los pueblos modernos. Enrique IV de Francia dicen que pensaba en un Tribunal Supremo donde se resolvieran las diferencias de las naciones, y Alejandro VI de Rusia decía haber imaginado un convenio entre los jefes de los Estados, para someter sus disidencias a un arbitraje, en vez de referirlas a la suerte de las armas. Según Card, Napoleón III pedía a las demás potencias garantías de tranquilidad para el porvenir en la reunión de un Congreso, y al mismo tiempo buscaba ocasiones para turbar la paz de Europa y arruinar a la Francia con empresas insensatas.

Cediendo al mismo impulso y acrecentándole, las asociaciones que más o menos directamente trabajan para asegurar la paz, buscan también medios para que el derecho se reconozca entre las naciones y se realice.

En diversos países se forman asociaciones de moralistas, de publicistas, para preparar el triunfo de los sistemas expuestos por escritores eminentes. Así es como la American Peace Society solicitó del Congreso de los Estados Unidos, que hiciera una proposición a los demás Gobiernos, a fin de constituir un Tribunal Supremo de las naciones, compuesto, no de Soberanos, sino de ciudadanos eminentes de los diversos países. Este Tribunal superior debería decidir en última instancia cuantas diferencias pudieran surgir.

En Inglaterra se revela la misma tendencia. La Sociedad Internacional de la Paz, en su meeting celebrado en 22 de Junio de 1871, ha acordado que compete al Gobierno inglés tomar la iniciativa para el establecimiento de un Tribunal Supremo entre los Estados, encargado de resolver sobre las diferencias internacionales.

La Sociedad inglesa para el progreso de las ciencias sociales, ha avanzado aún más por este camino. No contentándose con asentar el principio y los fundamentos de esta jurisdicción suprema, encarga a una comisión que prepare un trabajo relativo o pormenores de organización y procedimientos.

La Francia cede también a este impulso general hacia la paz: fórmanse asociaciones que obran en el mismo sentido.

«Los escritores modernos han prestado el apoyo de sus conocimientos históricos y jurídicos, a la gran tesis del Tribunal internacional permanente. MM. Dudley-Field, Lorimer de Laveleye, Larroque, imprimen obras que han producido gran impresión en el público»79.

Sobre la manera de organizar este Tribunal Supremo varían las opiniones, de cuyas divergencias no nos ocuparemos, porque lo que a nuestro propósito importa consignar, es el terreno que va ganando la idea de sustituir los fallos de la justicia a las soluciones de la fuerza, y esto hasta el punto de que un hombre de Estado, el jefe de una nación poderosa, el Presidente Grant decía en un documento oficial: «Como el comercio, la industria y la rápida comunicación del pensamiento y de la materia por medio de la electricidad y del vapor, todo lo han cambiado, me inclino a creer que el Autor del Universo prepara este mundo para que pueda llegar a ser una sola nación, que hable una misma lengua, lo que haría inútiles los ejércitos y las marinas de guerra.»

Es decir, que los llamados sueños de los visionarios ejercen su influencia, no sólo en imaginaciones exaltadas y espíritus que se alejan de la realidad en alas de la teoría y de la abstracción; no sólo en ideólogos que hacen fomentar en el aislamiento ideas irrealizables, sino entre hombres prácticos, positivos, a quienes los negocios y la política deben haber transmitido todas sus dudas, su escepticismo, su desencanto. Puede decirse que al presente, no hay clase ni profesión, que no esté representada en el concierto universal que aspira a la paz y a la justicia.

Conforme hemos indicado, se trabaja eficazmente:

Para la promulgación de la ley internacional.

Para establecer el Tribunal que ha de aplicarla.

Una vez conseguido esto, las naciones se someterán a los fallos de los jueces. ¿Y cuándo no?

Unos suponen que la opinión pública y el honor de las naciones bastarían para dar fuerza a la ley, otros quieren un ejército a las órdenes del Tribunal internacional, y que haga efectivos sus fallos cuando encuentren resistencias rebeldes.

El abate Saint-Pierre, decía: «Si alguno de los grandes aliados rehúsa ejecutar el juicio y reglamentos de la Gran Alianza, negocie tratados contrarios y haga preparativos de guerra, la Gran Alianza obrará contra él ofensivamente, hasta que haya ejecutado los referidos juicios o reglamentos, o dado seguridades de que reparará los daños ocasionados por las hostilidades, y de indemnizar los gastos de la guerra, según la apreciación de los comisarios de la Alianza.»

¡Qué no se ha dicho de la candidez del buen abate! Y no obstante, participan de su opinión autores modernos muy reputados. Larroque dice que si los jueces internacionales no tuvieran fuerza que apoyara sus fallos, se reirían de sus decisiones, como el ladrón y el asesino de la sentencia, sino viera el gendarme detrás del juez.

El reposado y sesudo Seebohm acepta también la necesidad de recurrir a la fuerza armada en el caso, que cree raro, de que las naciones confederadas para la realización del derecho, se resistieran a realizarle.

«Primeramente, dice con respecto a la ley civil de la concentración de la fuerza física en manos del poder civil, ha resultado, en casi todos los pueblos, el desarme de los particulares. Lo mismo en lo que concierne al Derecho de gentes, cuando las naciones sepan que se apoya en la fuerza combinada de todas contra el delincuente, contarán más y más con la protección del Derecho, e irá disminuyendo la confianza en sus propias instituciones militares.» «Éstas, cada día más inútiles, no siendo ya una necesidad, dejarán muy pronto de sostenerse en la gigantesca escala que hoy tienen...

»El segundo punto es un hecho demostrado por la práctica de la historia del derecho civil y que se reproduce en la del de gentes: que a medida que la civilización avanza, puede esperarse que el número de casos en que las naciones rehúsen obediencia a las decisiones jurídicas que se hayan comprometido a respetar por tratados solemnes y que hagan imprescindible el empleo de la fuerza física, será más raro cada vez.

»El tercer punto es, que en los pocos casos en que sea necesario recurrir a la fuerza para hacer respetar el Derecho de gentes, se empleará con más prudencia y justicia, como sucede en la mayor parte de los casos respecto al derecho civil a medida que la civilización progresa, a fin de que no se recurra a la coacción material, si fuere necesaria, sino de tal modo que no se prodigue la sangre de los hombres, ni se pisoteen los derechos de la humanidad.»

Hemos citado con alguna extensión a Seebohm, porque siendo el autor que conocemos, de los que tratan del Derecho de gentes, que juzga con más frialdad (aparente al menos) la guerra, el que la considera más bajo el punto de vista mercantil, el que la combate con números y cálculos económicos, nos parece como una señal de los tiempos que hombres de este temple y que dan este giro a sus ideas, se fijen en la de arrancar a la fuerza su omnipotencia, subordinándola a la ley, lo mismo cuando se trata de pueblos que de individuos.

El arbitraje es otro de los medios propuestos para evitar las soluciones de la fuerza. El arbitraje puede tener por objeto suplir la falta de la ley o interpretarla, toda vez que la soberanía de las naciones les deja la facultad, no sólo de vivir sin ley y de hacerla conforme quieran, sino también de juzgar si la han infringido o no. Los árbitros no pueden confundirse con los jueces: su acción se limita a un caso concreto, y su competencia no existe sino por la voluntad de las partes que los nombran o los aceptan. El arbitraje no tiene, pues, nada de absoluto, de universal, de indefectiblemente obligatorio; no es la ley, sino un modo de suplirla. Pero si su acción es más limitada, parece más positiva y se presenta con la autoridad de la práctica y la fuerza del hecho. La gran alianza o federación de todos los pueblos civilizados, sus contiendas, sujetas al fallo de jueces supremos apoyados por la fuerza internacional, es una idea que podrá ser más o menos realizable, pero que al fin no pasa de proyecto. El arbitraje presenta en su abono una lista de casos en que, conciliando los intereses de las partes que a él se sujetaron, ha evitado un rompimiento; se cita sobre todo, la célebre cuestión del Alabama, que es, o parece, su verdadero triunfo.

Era el Alabama un barco construido en Inglaterra durante la guerra separatista de los Estados Unidos: zarpó de la ría de Mersey desarmado, y esperó en las Terceras dos embarcaciones que, saliendo al mismo tiempo de Londres y Liverpool, le llevaron el completo de la tripulación y las armas de que había de hacer tan terrible uso. Fue un verdadero azote para el extenso comercio marítimo de los Estados del Norte, y les causó toda clase de daños, hasta el punto de haberle querido atribuir en parte la prolongación de la guerra. Terminada ésta, los vencedores pidieron cuenta a la Gran Bretaña del eficaz auxilio prestado a los vencidos, faltando a los deberes de la neutralidad, y exigieron una enorme indemnización. Inglaterra, altiva al principio, bajó luego el tono, y por fin se avino a que la cuestión se resolviera por árbitros que nombrarían el Presidente de los Estados Unidos, la Reina de Inglaterra, el Rey de Italia, la Confederación suiza y el Emperador del Brasil, uno cada uno.

La demanda de los Estados Unidos tenía dos partes:

1.ª La indemnización de los daños directos causados por el Alabama, la Florida y el Shenaudoah.

2.ª La indemnización de los daños indirectos, por los gastos ocasionados con la prolongación de la guerra.

La segunda demanda se desechó por los árbitros, admitiendo la primera, y condenando a Inglaterra a pagar a los Estados Unidos como indemnización, la cantidad de TRESCIENTOS DIEZ MILLONES DE REALES.

Las negociaciones para llegar a este resultado fueron largas y difíciles; más de una vez estuvieron para romperse, y se creyó inevitable la guerra, pero al fin hubo acuerdo; Inglaterra pagó con mucho dinero y alguna mortificación sus simpatías por los vencidos y su intemperancia mercantil. Esta guerra entre dos naciones poderosas, que pareció inminente en ocasiones, y que habría sido terrible, evitada por el fallo de un Tribunal de árbitros, ha dado prestigio al arbitraje, haciendo que muchos cifren en él grandes esperanzas para evitar las soluciones de la fuerza.

«El 14 de Diciembre de 1872 (en que se firmó el acuerdo), es una fecha, dice Card, que recordará por mucho tiempo un gran progreso verificado en sentido de la civilización.»

La tendencia bien marcada, y hasta cierto punto puesta en práctica, se ve que es:

A definir el Derecho de gentes y hacer de él una ley positiva internacional.

A organizar un Tribunal que la aplique y una fuerza que haga efectivos los fallos.

A recurrir al arbitraje en defecto de la ley.

A buscar, en fin, medios de sustituir el derecho a la arbitrariedad, y la razón a la fuerza.




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Capítulo XI

Por qué el derecho de gentes no sigue los progresos del derecho patrio


Ciertamente que el Derecho de gentes ha progresado, y mucho; pero no es menos cierto que no pueden compararse sus progresos con los del derecho nacional de cualquier país civilizado: necesario es conocer a fondo esta diferencia y analizar sus causas, para combatir con más acierto sus efectos.

En todo pueblo hay más o menos diferencia, pero hay alguna entre el derecho tal como le comprenden las personas de mejor conciencia y más ilustradas, y el derecho positivo que se consigna en la ley: las buenas prácticas van siempre detrás de las buenas teorías; esta distancia puede acortarse mucho, y se acorta más cada día, pero existe. No es este hecho el asunto de nuestro estudio; no se trata de los desacuerdos entre la teoría y la práctica, sino de aquellos que existen en ésta, según que se refiere a las relaciones entre los individuos o entre los pueblos. En cuanto fuere dado, hagamos visibles hasta materialmente las diferencias que existen entre el modo de comprender y practicar la justicia al lado de acá y al de allá de la frontera.

Derecho patrio. Derecho internacional.
Se conoce. Se desconoce.
Se quiere. No se quiere.
Hay una ley que le define. No está definido por la ley.
Hay Tribunales que aplican la ley. No hay Tribunal alguno.
Hay una fuerza pública que apoya el derecho. Hay una fuerza pública que se sobrepone al derecho.

Se desconoce el Derecho internacional. Naciones adelantadas, que comprenden la justicia y la practican dentro de su territorio, la pisan al otro lado de la frontera, dando el repugnante espectáculo del entendimiento que conoce el bien y la voluntad que le rechaza: en todos los países hay dos morales, una dentro de la nación, otra internacional: según ésta, el deber es la conveniencia; la perfidia se llama habilidad; del que abusa vilmente de la fuerza se dice que sabe utilizar favorables circunstancias, y en fin, tiene una especie de caló, que consiste, no en emplear palabras diferentes, sino en dar a las usuales diverso sentido, como quien pierde el moral. Esta manera de decir nuestra parecerá exagerada, porque nacemos, vivimos y morimos en la injusticia internacional que por hábito se respira sin notarla.

¿Qué se diría de un hombre que en circunstancias graves, y al recordarle deberes imperiosos, respondiera hablando nada más que de sus intereses, y sólo ellos tuviera presentes? Padre, hijo, ciudadano, tiene sagradas obligaciones que cumplir, pero prescinde de patria y de familia, diciendo que no está en su interés hacer nada en favor de ellas; aun hace más: perjudica a parientes y compatriotas, porque en este perjuicio está interesado. Este hombre, según las circunstancias y la gravedad de las acciones a que le arrastra su interés, será una criatura despreciable, peligrosa, o un monstruo que abandona a su padre o a su hijo, o es traidor a su país. Todo esto, claro, sencillo, trivial, tratándose de individuos, si la cuestión versa entre pueblos varía.

Sabido es cuánto se ha agitado en Inglaterra la cuestión de Oriente, y cómo las oleadas de la opinión han subido y bajado, ido en este o en el otro sentido, ya en favor de los cristianos, ya en el de los turcos. ¿Qué ha dicho el Gobierno para acallar a unos y a otros, para tranquilizar y satisfacer a todos? ¿Ha dicho que se pondría de parte del derecho, de la humanidad; que procuraría la concordia y evitaría la efusión de sangre? ¿Ha manifestado que se abstendría de intervenir en la contienda, o tomaría parte en ella, según que viera o no posibilidad de procurar el triunfo de la justicia? No. Ha dicho que velaba por los intereses de Inglaterra, que pensaba en los intereses de Inglaterra, que se precavía por los intereses de Inglaterra, que se armaba por los intereses de Inglaterra, y que no tomaría parte ostensible en la lucha hasta que lo exigieran los intereses de Inglaterra.

El Conde de Andrassy, a propósito de la cuestión de Oriente, dice en la Cámara: «Nuestra misión es velar por los intereses de la monarquía y de la Europa.» El príncipe de Bismarck sobre el mismo asunto, dice al Reichstag: «Se han firmado ciertos preliminares de paz, que voy a resumir, para examinarlos bajo el punto de vista de los intereses alemanes

Discutiendo en el Cuerpo legislativo francés el derecho de sucesión bajo el punto de vista internacional, decía Mr. Treilhard: «Habrá de convenirse al menos que el principio de reciprocidad, según los tratados, tiene la ventaja positiva, que quedando éstos suspendidos por el hecho de la declaración de guerra, las naciones son dueñas de tomar en estas críticas circunstancias el interés del momento POR ÚNICA REGLA DE CONDUCTA»80. En otra discusión dijo el Ministro de Justicia: «Si queremos suprimir las diferencias relativas a las sucesiones y transmisiones de bienes, no es por generosidad, ES POR CÁLCULO»81.

Este cinismo internacional aparece más o menos altanero según la fuerza de que dispone el que le ostenta, y cuando una nación quiere, pide, clama por justicia, puede asegurarse que es débil. Todos los pueblos han de cuidar lo primero, cuando no de lo único, de sus intereses; si no, se los tiene por necios o insensatos. No hay nada que contestarle a un diplomático cuando dice que tal cosa no es conforme a los intereses de su Gobierno; por ellos se arman ejércitos, se lanzan al mar escuadras, se empobrece a los pueblos y se inmola a los hombres. Los intereses de la Gran Bretaña, de Prusia, del Czar... Los intereses de los pueblos... ¡Oh! Vedlos venir. Abrid paso. ¡Atrás la compasión! ¡Atrás la justicia, la humanidad, todas las virtudes, porque ellos, los viles, han hallado el infernal secreto de tener instrumentos nobles; los impíos logran auxiliares santos, invocando, blasfemos, el nombre de Dios y de la patria, cuya gloriosa bandera convierten en un trapo ensangrentado donde envuelven su dinero!

Así, lo que aun el hombre perverso tiene la hipocresía de ocultar cuando es el interés el móvil de sus acciones, los pueblos grandes, los honrados, lo dicen meditada y cínicamente, y se habla de los intereses de Francia o de España en el mismo tono que de su honor y de su justicia. Si esto sucede cuando se reflexiona y se discute, ya se comprende lo que sucederá cuando se obra. Si las ideas más puras se enturbian a veces al pasar a hechos, ¿qué no ha de ser la práctica de semejantes teorías?

Al lado de la doctrina del interés, como base de la moralidad internacional, está la de la reciprocidad: trátese de derecho público o privado, de lo que ha de pagar el vino español en Inglaterra o el hierro inglés en España, de la clase de criminales refugiados que han de entregarse Suiza y los Estados Unidos recíprocamente, de la facultad que ha de tener un francés para disponer de sus bienes inmuebles en Austria, o un austríaco para legar las tierras que posee en Francia, la reciprocidad es sinónimo de justicia. Cualquiera persona honrada y cuerda tendría por indigno y por absurdo repetir con un criminal sus malas acciones, y con un insensato sus locuras: robar al ladrón, estafar al estafador, dejarse arrastrar por el vicio con el vicioso, embriagarse con el borracho; tal es, no obstante, la regla de conducta entre los pueblos, la reciprocidad; repetir lo que haga el otro, bueno, mediano o malo.

Como la base del derecho es la moral, que desconocen los pueblos en sus relaciones internacionales, puede decirse que no conocen el derecho.

No se quiere el Derecho internacional. El Derecho que se desconoce, no puede quererse; así es que los pueblos, en sus relaciones, no piensan siquiera en pedir lo que a cada uno corresponderá en justicia, sino en sacar ventajas cuantas puedan, las más que pudieren, lo mismo en un tratado de paz, a propósito de límites, de indemnizarse, o de entrega de fortalezas, que si es cuestión de tarifas, o del derecho diferencial de banderas. Una persona honrada que envíe un comisionado para arreglar cualquier asunto, no aceptaría el arreglo si éste consistía en expoliar a la parte contraria, y no se daría como representada por tal representante; una nación acepta las ventajas más injustas que le proporcionan sus hombres de Estado y los honra más a medida que las proporcionan mayores, prescindiendo completamente de si son o no equitativas.

El Derecho no está definido por la ley. La justicia que ni se conoce ni se quiere, no puede definirse. Hay algunos convenios internacionales con carácter de ley, pero en corto número.

No hay tribunal. Cuando no existe derecho definido no puede haber tribunal que le aplique. En algunas ocasiones los pueblos han recurrido al arbitraje para resolver sus diferencias, pero sobre ser estos casos raros, y no mediar en ellos por lo común asuntos de vital importancia, no deben confundirse los árbitros con los jueces.

Los árbitros podrán formular una determinación justa que sea admitida y cumplimentada como fallo, pero el arbitraje no es la justicia, no puede suplirla, porque no la define, anticipadamente como un límite que la mayoría de los hombres no traspasa; porque lejos de tener generalidad se refiere a un caso concreto, al que parece deber su existencia, y, en fin, porque es voluntario de parte de los que litigan, acatar el fallo o rechazarle.

La fuerza pública se sobrepone al Derecho. La fuerza pública sostiene el derecho patrio, que existe, que se conoce, que se quiere, que se define, que tiene órganos cuya autoridad es acatada; la fuerza pública, en las relaciones internacionales, no tiene juez ni ley, y lejos de ser la servidora del derecho, le domina, le esclaviza, cuando menos, le manda. Por soberanía de una nación se entiende la facultad de juzgar ella sola de cuándo debe recurrir a la fuerza.

Los ejércitos son para defender el territorio nacional, la independencia nacional, el honor nacional, los intereses nacionales, etc., etc.; pero, ¿quién juzga de todo esto? El que dispone de la fuerza, empleada las más veces en proteger intereses bastardos o imaginarios, honor mal entendido o no amenazado, y en aumentar la extensión territorial, y en atacar la independencia ajena. ¿Qué mucho? Con decir que los ejércitos, bajo el punto de vista internacional, son fuerza sin derecho, está explicado todo lo que hacen, y previsto todo lo que pueden hacer.

¿Y por qué así? ¿Por qué paralela a la afirmación del derecho patrio, corre la negación del derecho internacional? ¿Por qué en la patria, un hombre uniformado y armado, si no es rebelde, significa la ley, y en el extranjero significa la fuerza nada mas? ¿Cómo se ha establecido esta diferencia, o mejor dicho, quién abrió este abismo? Procuremos investigarlo brevemente.

En la historia, aparecen influyendo en las relaciones de los pueblos:

El odio.

Las grandes diferencias entre las naciones.

El desdén del que se cree más.

El despecho rencoroso del que es menos.

El interés mal entendido.

Las consecuencias de la injusticia.

La posibilidad de vivir sin derecho internacional.

Y sentada en esta especie de trono de errores y de pasiones, la guerra.

El odio, que es uno de los elementos esenciales de la guerra, es una de sus más persistentes consecuencias. La riqueza destruida; la sangre derramada; el orgullo ofendido; tantos seres queridos que no existen; tanta prosperidad y tanta gloria que la mala suerte de las armas han convertido en ruina y humillación. El amor a la patria se confunde con el odio al extranjero. ¿Es posible no aborrecer al que nos hace tanto daño? Y como las guerras se renuevan, no hay tiempo para que se curen las heridas que el odio hace en la moral de los pueblos. Los rencores se prolongan en las muchedumbres, como sonido con infinitos ecos.

Aun hecha la paz, quedan reminiscencias del combate. La hostilidad que ha dejado de ser violenta, se convierte en capciosa, queriendo continuar en los cambios el daño que se hacía en las batallas. El extranjero, si ya no es el enemigo, es el competidor, el rival, al que se perjudica sin escrúpulo cuanto posible sea, y los artículos de los Aranceles tienen muchas veces sabor de capitulación de tropa vencida. Proteger la industria del país sin reparar en los medios; perjudicar la extranjera sin escrúpulo; inclinar a favor del que pesa la balanza del comercio, aunque sea necesario arrojar en ella gran número de injusticias, no es ni más ni menos que aplicar a las relaciones pacíficas las reglas de la lucha armada, y cambiar de medios y no de principios. La guerra es hacer el mayor mal recibiendo el menos posible, el comercio será recibir el mayor bien haciendo el menos que se pueda; el cálculo ha dejado de ser brutal pero no hostil; si no recurre a la violencia, tampoco se atiende a la justicia, y hay en el mercado reminiscencias de campamento.

Sucede también que la guerra infiltra el veneno de sus rencores, aunque no se haga directamente. Cuando pelean dos pueblos, la diplomacia declara la neutralidad de los otros, pero ellos, por sus simpatías o por sus odios, son moralmente beligerantes; desean el triunfo de uno, quieren todo lo que sea necesario para conseguirlo, es decir, el daño y desolación infinita del otro. Con los medios de publicidad, aumenta la que tienen las operaciones militares; con los medios de destrucción, el interés que inspira la guerra como drama. Antes no seguían su curso sangriento más que unos pocos; aun éstos ignoraban los detalles; hoy el telégrafo lleva a la plebe, como al Jefe del Estado, el parte diario de los movimientos estratégicos y los pormenores de la carnicería que se llama batalla. La prevención favorable u hostil que da sus simpatías al uno o al otro campo, crece con tantos elementos como le dan pábulo: los periódicos traen diariamente nuevas que causan satisfacción o pesar, y a todos los motivos que teníamos para ser hostiles a uno de los beligerantes, se añade ahora la sensación desagradable, que puede ser hasta un verdadero pesar por el daño hecho al que tenemos por amigo. Así, dos naciones que se hacen la guerra, si son bastante fuertes para darse en espectáculo al mundo, llevan por todo él una parte de los efectos morales de la lucha; los pueblos, aunque no sea sino mentalmente, se ponen de parte de uno de los combatientes, y no sólo quieren mal al otro, sino a los que simpatizan con él.

Hay, pues, de nación a nación odios que se engendran, que se renuevan, que se heredan; los hay directos e indirectos; la guerra va acrecentándose con ellos y acrecentándolos, de modo que siendo efecto y causa alternativamente, en muchas ocasiones es difícil saber si da el impulso o le recibe.

Lo que no ofrece duda es que hay siempre latente o manifiesta una cantidad de odio de alguna nación a otra, o de muchas entre sí, y que el odio es un grande obstáculo para el derecho. ¡Qué de razones no halla, qué de sofismas no inventa para negar lo debido al que aborrece! Se empieza por la duda de si se debe algo al enemigo; y aunque al cabo de siglos llegue a resolverse afirmativamente, ¡cuán pocos deberes y cuán mermados no están los que se reconocen y los que se practican respecto al que miramos y nos mira con aversión! Y esta aversión no aparece como un sentimiento personal y egoísta que condena y contiene la conciencia pública, sino que toma el nombre y apariencias del amor a la patria; tiene la fuerza de las pasiones colectivas, el aplauso popular, y si lo necesita, la impunidad también; la opinión absuelve los pecados que inspira.

Si se siguen en la historia las corrientes del odio de nación a nación, se verá en ellas un continuo obstáculo a la realización del Derecho internacional.

Las grandes diferencias. Entre los pueblos cuya moralidad y cuya cultura sean muy diferentes, no pueden establecerse y practicarse principios de Derecho internacional. El concepto que de él se forman es diferente, lo son los medios de realizarle, y de tan desacordes elementos no resultará la armonía.

No ya entre naciones, dentro de una misma, cuando existen castas, clases, condiciones sociales entre las que median grandes diferencias, no hay entre ellas derecho común. El esclavo y el amo, el siervo y el hombre libre, el señor y el villano, el noble y el pechero, el sacerdote y el histrión, no tenían una misma ley; no podían tenerla, porque no era posible que la igualdad pareciese la justicia a hombres que se creían, se sentían, y de hecho habían llegado a ser tan profundamente desiguales. Ahora mismo, a fines del siglo XIX, en los Estados Unidos de América, es decir, en el pueblo demócrata e igualitario por excelencia, los prisioneros de guerra, según sean oficiales o soldados, pueden ser o no puestos en libertad bajo su palabra; la del soldado, si no hay oficial que le abone, que le pongan su Visto-Bueno, no inspira confianza: se supone que no hay en el soldado ideas ni sentimientos de caballero, y no se fía en su palabra de honor. Prescindiendo de si la suposición es fundada o gratuita, el hecho es cierto.

En las Instrucciones para los ejércitos en campaña de los Estados Unidos de América, se lee: «Los oficiales con despacho en regla, son los únicos admitidos a dar directamente palabra de honor... El oficial sin despacho o el simple soldado, puede dar su palabra indirectamente por el intermedio de un oficial con despacho, si no se da así, es nula y no tiene otro efecto que convertir en desertor al que la ha dado, e incurrir como tal en la pena de muerte

He aquí una ley, y bien severa, bien terrible, que varía según la jerarquía de las personas a quienes se aplica.

Semejante hecho en tal pueblo y en la época actual, nos parece muy propio para demostrar que, donde hay grandes diferencias entre los hombres, verdaderas o supuestas, pero creídas, no puede haber igualdad en las leyes. Y si esto sucede entre compatriotas, que tienen hasta cierto punto comunidad de intereses, que corren riesgos comunes, que experimentan las mismas influencias del suelo y del clima, que tienen muchos errores y pasiones comunes, que tal vez son de la misma raza, ¿qué no sucederá cuando las diferencias no sean obra de las leyes y de las preocupaciones, sino que existan realmente entre pueblos en que lengua, clima, suelo, cultura, interés, historia, raza, todo es distinto? ¿Cómo establecer la igualdad legal sobre semejante cúmulo de desigualdades? ¿Cómo puede ser común para todas las naciones la ley que se cree necesaria, inútil, perjudicial, injusta o equitativa, según el país en que se la califica? ¿Cómo puede ser común para todos los países una ley que realmente es impracticable en muchos, en la mayor parte, en algunos, o que de ser practicada hace mal o bien, según donde se aplica? El Derecho internacional, tanto público como privado, exige para realizarse, y aun diremos para concebirse, cierta igualdad entre las naciones, equivalencias al menos en los componentes sociales, y semejanza en el modo de considerar y realizar la justicia, el honor y hasta el interés. El Derecho de gentes no puede ser positivo mientras el patrio difiera mucho de unos pueblos a otros; a grandes diferencias corresponden grandes dificultades para el establecimiento de la ley común.

El desdén del que se cree más. La vanidad y el orgullo tienden fuertemente a establecer diferencias, porque inspiran el deseo de distinguirse, de ensalzarse y de rebajar a los otros, y hay vanidades y orgullos colectivos a la manera de los individuales, y como suelen chocar con otros, de estos conflictos de amor propio entre los pueblos sale lastimado el amor a la humanidad y surgen dificultades para el Derecho de gentes. El poder de las naciones, su importancia científica, artística, literaria y política, les inspira desdén hacia colectividades más débiles o menos ilustradas; desdén que es un grande obstáculo para el establecimiento de una ley común, porque difícilmente se aceptan relaciones bajo pie de igualdad con aquellos a quienes se desprecia. Según las épocas, el que tiene la dignidad de ser griego, romano, árabe, español, inglés, francés, alemán, ruso, pone su nivel patriótico sobre el de los otros países que desdeña: extranjero es sinónimo, cuando menos, de más imperfecto, de peor, y aceptarlo como igual, es un absurdo, o mejor, un imposible. En los tiempos modernos, el pueblo inglés ha gozado por más tiempo de gran preponderancia; y esto, unido a su constitución aristocrática, ha puesto en relieve cuán mal elemento es el orgullo nacional para la confraternidad humana. Como todo lo inglés es lo mejor, no han de admitirse, en cuanto sea posible, importaciones del continente. Así, por ejemplo, aunque se adopte en todas partes el sistema métrico decimal y se vayan uniformando las monedas, Inglaterra, es decoro suyo, continúa contando por libras, midiendo por pies, yardas y millas y comprobando la temperatura por el termómetro de Fahrenheit: esto, que no parece más que pueril, es el efecto exterior de causas profundas. Así, con ser un pueblo tan cosmopolita e ilustrado, opone a la realización de una ley común más obstáculos que otros países infinitamente menos cultos, y esto, a pesar del cosmopolitismo que su industria y su comercio imponen hasta cierto punto como una necesidad. Cede necesariamente, pero poco a poco, lo más despacio que puede, a que las cosas inglesas no sean especiales y a que los extranjeros se igualen con los hijos de Albión.

Como dejamos dicho, hasta 1870 los extranjeros no podían ser propietarios de tierras en la Gran Bretaña, y aun hoy no pueden ser dueños de un barco que lleve bandera inglesa. Estos efectos ya sabemos que no lo son de una sola causa; pero a ellos ha contribuido sin duda el desdén nacional, que siendo un obstáculo para la cordialidad de los sentimientos, no puede dejar de serlo para la uniformidad de las leyes.

El despecho rencoroso de los que son tenidos en menos. Los despreciados suelen devolver en aborrecimiento el desdén que inspiran, y como son siempre muchos, y como hay en cualquier momento histórico que hasta aquí se considere gran número de pueblos tenidos en poco, y que la altanería de otros, más o menos disimulada, hiere de continuo, a las corrientes del orgullo corresponden las de la humillación, al desdén, el rencor, y reunidos forman un obstáculo a la igualdad y armonía necesarias para el establecimiento de leyes internacionales. Aunque los pueblos desdeñados parezcan débiles y lo sean como impulso, son poderosos como obstáculo, y si pudiera medirse, se vería que muchos han opuesto y oponen a los progresos del Derecho de gentes la amargura de las ofensas recibidas y las suspicacias de la debilidad. Como el establecimiento de reglas de justicia en las relaciones de los pueblos no puede ser obra de la fuerza ni del prestigio de un gran poder; como se necesita conformidad de ideas, concordia de voluntades, armonía de sentimientos, cooperación espontánea de todos, grandes y pequeños, fuertes y débiles, altaneros y humillados; cuando éstos son en gran número, y lo son siempre, constituyen un obstáculo que, por no ser ostensible, no es menos cierto. La justicia universal no se establece por medio de dictaduras, no pasa las fronteras con los ejércitos invasores, ni se envía a playas remotas en escuadras acorazadas; sus medios son la inteligencia y el amor, sus enemigos la ignorancia y el odio; pueblo que aborrece es mal cooperador de una ley común para todos.

El interés mal entendido. El interés es la cosa a que más atienden las naciones, y la que entienden menos por regla general: inmolan intereses legítimos y verdaderos a intereses bastardos o imaginarios, y sacrifican tesoros, vidas y conciencias para conseguir lo que no logran o podrían alcanzar sin aquellos daños. La historia del interés mal entendido es la historia de las desdichas y de los crímenes de la humanidad. No sólo en tiempos de ignorancia y en pueblos atrasados, sino ahora, y en los más cultos, pueden verse los perjuicios que hallan las naciones buscando sus intereses. ¿Por qué extrañarlo?¿No extravían todas las pasiones? ¿Hay algo más ciego que el interés? Dejándola sin correctivo la conciencia, por lo que podríamos llamar inmoralidad internacional; la fuerza pública que la había de contener sirviendo para protegerla, ¿cómo no ha de tener todos los desenfrenos, todas las intemperancias, todas las aberraciones de los impulsos viles y perseverantes que encuentran apoyo o son ensalzados? El interés que necesita tantas reglas erigido en regla; el interés que debe rodearse de tantos diques, corriendo desbordado; el interés que ha de subordinarse a tantas cosas sobreponiéndose a todas, es un absurdo para el entendimiento, una abominación para la conciencia, un monstruo que ha abierto entre los pueblos un abismo por donde corren lágrimas de sangre.

La brújula de los hombres de Estado es el interés, y suele parecerse a las que rodeadas de grandes masas metálicas que las atraen en distintos sentidos, no se dirigen al Norte. Por lo que se supone el interés de los pueblos se declaran guerras; se ajusta la paz con inicuas condiciones; se hacen tratados de comercio que no las contienen más equitativas; se dan permisos y prohibiciones, excepciones y reglas, y se enseña a los pueblos prácticamente, unas veces con sofismas, otras a cañonazos; que no hay armonía posible entre el bien de todos y el de cada uno; que es preciso buscar la ventaja propia en el daño ajeno; que la prosperidad es, no sólo una cosa artificial, sino artificiosa, que se crea artera o violentamente, aprovechando la maña de la astucia o el empuje de la fuerza.

El interés bien entendido de las naciones está en hacerse la justicia que se niegan por combinaciones tan absurdas como culpables; éstas sirven de norma a sus procederes, forman hábitos, rutinas, escuela, cálculos errados, como lo demuestra la historia, vergonzosos para cualquiera que tenga idea de dignidad, pero que unas veces con cinismo y otras hipócritamente se escriben en las banderas nacionales. El interés tiene su jurisprudencia, que hasta aquí ha opuesto con buen resultado a la realización del Derecho de gentes.

Las consecuencias de la injusticia. Como entre las naciones no hay leyes bien definidas, ni jueces, ni árbitros, sino por excepción rara, resulta que, resolviendo todas sus diferencias por la fuerza, parece que ella sola es la reguladora del derecho. Como esto se repite por años y por siglos, el entendimiento lo presenta como un mal necesario a la conciencia, y como tal le admite; no puede haber responsabilidad en no evitar lo inevitable.

El espectáculo de la injusticia familiariza con ella, y a fuerza de verla, se la considera como inseparable de las relaciones entre los pueblos. ¿Qué mayor obstáculo a la realización del Derecho de gentes que la idea de que es irrealizable?

Posibilidad de vivir las naciones sin Derecho internacional. Los pueblos, como los individuos, acuden primeramente a sus necesidades imprescindibles, prescindiendo, por más o menos tiempo, de aquellas que no lo son tanto. Hombres que tienen relaciones íntimas y constantes, necesitan establecer inmediatamente reglas de derecho; las tienen hasta los grupos de bandidos que obedecen a un jefe y se reparten lo robado en una proporción convenida que llaman equidad. Los pueblos han vivido por espacio de muchos siglos muy aislados unos de otros; como durante la paz apenas tenían relaciones, no necesitaban reglas de justicia que las condicionaran, y como la guerra es, y era aún más en otro tiempo, la negación del Derecho, el de gentes no podía aparecer como una necesidad, no lo era realmente; sin él podían vivir y han vivido hombres que no tenían intereses, ideas ni sentimientos comunes, y que no comunicándose, no se hallaban en el caso de practicar sus deberes recíprocos. En las relaciones hostiles, los vencidos quedaban a veces aniquilados, desaparecían. Babilonia, Palmira o Persópolis, eran arrasadas por el vencedor, como Herculano y Pompeya por la erupción del Vesubio, y a nadie podía ocurrirle que los persas y los egipcios y babilonios eran pueblos que morían por falta de derecho, cuando no se necesita para las relaciones de la paz, no se reclama, ni aun se concibe para las de la guerra.

La necesidad, esa gran maestra, no ha podido serlo de derecho entre pueblos a quienes era dado existir sin establecer ley internacional, porque vivían aislados entre sí.

Tales son las causas que a nuestro parecer han influido más poderosamente para que el Derecho de gentes no siga los progresos del derecho patrio, y como decíamos más arriba, la guerra, apoderándose de todos esos elementos refractarios al derecho, impulsándolos y siendo impulsada por ellos alternativamente, recoge todas esas inmundicias morales, y forma con ellas foco acrecentado con las víctimas de sus emanaciones.

Y si son ciertos los progresos del Derecho consignados en un capítulo anterior, ¿cómo puede serlo la situación inmoral y antijurídica de las relaciones internacionales que consignamos en éste? Porque la necesidad del derecho se impone contra las máximas, los propósitos y los hábitos de la diplomacia; porque hay una lucha en que alternativamente vencen o son vencidas las viejas costumbres y las nuevas ideas; porque de la negación al reinado del derecho no se puede llegar sino por grados e incurriendo en contradicciones, que son los intermedios casi siempre inevitables para el hombre cuando pasa del error a la verdad.




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Capítulo XII

¿Qué medios se emplearán para que el derecho de gentes progrese a medida que progresa el derecho patrio?


Si hemos conseguido señalar con algún acierto las causas que retrasan el progreso de la justicia entre los pueblos, tenemos indicada la dirección que han de seguir los esfuerzos para realizarla; reconocido el obstáculo, resta ver qué medios se emplearán para superarlo. Recordemos las causas indicadas.

El odio. Si tal vez pareciere extraño haber dado como primer obstáculo a la realización del derecho entre los pueblos el odio, responderemos: que la primera ley internacional, firmada por todas las naciones civilizadas, es una ley de amor. Mirad esas masas de hombres armados que avanzan para trabar entre sí encarnizada lucha; delante llevan la bandera de la patria, que les impulsa a dañarse; detrás la bandera de la humanidad, que les promete consuelo: la bandera blanca con cruz roja, emblema de pureza, de sacrificio, de amor, que dice, Los enemigos heridos son hermanos. Hombres de diferentes razas y países, que obedecen a diferentes leyes, que no adoran a Dios del mismo modo, todos admiten el código de la compasión, ungido por ella el combatiente, al caer, es cosa sagrada. Las entrañas de la humanidad se conmueven al ver los campos de batalla, donde los progresos de las ciencias y de las artes se convierten en aumento de estrago y desventura. La piedad no puede volver la vida a los muertos, pero sí arrancar a los heridos al cruel abandono, al odio feroz, a la venganza vil, y promulga el Convenio de Ginebra, que es el Derecho de gentes aplicado a los militares heridos. Todo lo que se deben entre sí los compatriotas, cuando caen en la pelea, auxilios, cuidados, respeto, consideraciones, inviolabilidad, no sólo de sus personas, sino de los asistentes y hasta de los medios materiales de asistencia; todo se pacta como obligatorio entre los extranjeros, entre los enemigos, a cuya cólera se pone un límite en nombre de la humanidad, y bajo pena de la execración del mundo.

Es fenómeno social digno de estudio, que en los campos de batalla, donde es omnipotente la fuerza y absoluto su imperio, se haya establecido el derecho, y entre las nubes del odio, más espesas que las de la pólvora, haya brillado el sol de la justicia. En ninguna otra relación de los pueblos entre sí, ya sea del orden económico, ya del moral e intelectual, se halla la justicia que para los heridos establece el Convenio de Ginebra. ¿Cómo así?

Si algún día se escribe, y se escribe bien, la historia de la compasión, la inspirada por los pobres heridos en los campos de batalla, formará un capítulo importante. Entonces se verá, bajo su fase menos cuestionable y más consoladora, el progreso humano, y cómo de abandonar cruelmente a los compatriotas, a los compañeros en el combate, se ha llegado a dar auxilio eficaz a los extranjeros, a los enemigos. Cómo las entrañas de la humanidad se han conmovido poco a poco a la vista del dolor; cómo el ¡ay! inmenso de miles de combatientes que caen, fue resonando cada vez con más ecos, desde la mujer impresionable al varón firme, y hasta al hombre de guerra. Desgraciadamente serán pocos los datos para esta interesante historia; es costumbre consignar los hechos y los nombres de los que vierten sangre, no los de aquellos que la restañan, y la trompa de la fama resuena más veces con acentos de ira que con palabras de consuelo. No obstante la costumbre de no conservar sino cierto orden de hechos, suprimiendo sentimientos, ideas, aspiraciones dignas de saberse y de admirarse, todavía será posible seguir los progresos del interés que han ido inspirando los que caen heridos en las batallas, y demostrar que cuando este interés se ha convertido en verdadera compasión, cuando se ha padecido con ellos, se sintió el impulso de ir en auxilio de amigos y enemigos, de todos, porque son hombres.

Es muy de notar que el Congreso que debía promulgar el Derecho de gentes para los militares heridos, no fuese convocado por la voz poderosa de un Rey, ni por la palabra reposada de un jurisconsulto, sino por el grito desgarrador de Un recuerdo de Solferino, lanzado al mundo por un médico hasta entonces desconocido, y que hoy se llama Enrique Durant, de santa y eterna memoria. Él manifestó al universo, horrorizado y compadecido, el cuadro de un campo de batalla; presentó menos argumentos al discurso que dolores a la compasión; más que persuadir, quiso conmover, porque la persuasión es tarda y él necesitaba el amor compasivo, que corriera a restañar la sangre de los que, exánimes, sucumbían por falta de auxilio. Su voz piadosa halló eco en el mundo civilizado; congregáronse los representantes de los pueblos, llegaron sin prevenciones hostiles, conmovidos por un inmenso infortunio, unánimes en compadecerlo, conformes en el deseo de remediarlo. El ruso y el español, el francés y el suizo, el inglés y el alemán, el noruego y el norteamericano, ante las desdichas infinitas del campo de batalla fueron hombres, tuvieron, no impulsos hijos de las preocupaciones de Inglaterra o de Alemania, sino sentimientos humanos. Ni hostilidades de pueblo, ni prevenciones de raza prevalecieron contra las armonías de la compasión y del dolor. No hubo más que un sentimiento: el de considerar como hermanos a todos los que sufrían; no hubo más que una idea: la de consolarlos.

Los pueblos, congregados por la piedad, como habían depuesto el odio, comprendieron y realizaron el derecho.

Otra prueba de lo que dejamos dicho, es El Código internacional de Banderas.

¿Habéis visto alguna vez un barco en el mar que hace señales de hallarse en gran peligro? ¿Habéis oído el cañonazo que pide socorro? ¿Habéis formado parte de esa multitud que cubre el puerto o la playa, que palpita, que teme, que espera, que llora, que se estremece, que por intervalos está inmóvil como las rocas donde se estrellan las olas, o como ellas se agita? ¿Habéis sentido el silencio de pavura cuando la nave parece próxima a sumergirse, el gemido prolongado de horror cuando aquel punto negro deja de verse entre la rompiente? ¿Habéis presenciado el sublime cuadro de esos hombres generosos que dicen a la muerte: «No nos infundes terror», y a la tempestad: «Te desafiamos», y se lanzan a socorrer a los náufragos, como si el amor compasivo de toda aquella muchedumbre se acumulara en su corazón y les comunicara fuerza sobrehumana? Si este doloroso y sublime espectáculo habéis presenciado alguna vez, no comprenderéis que haya habido tiempos en que los hombres fueran a la playa, como fiera que acecha su presa, para apoderarse de los despojos del náufrago, que constituían un derecho. Y aunque nunca hayáis visto el mar ni os hayáis acongojado con las angustias de los que con él luchan, no podréis conceder, en calidad de derecho, el hecho abominable de cometer la mayor de las infamias en la más lastimosa de las tribulaciones; vuestras entrañas de criatura sensible se conmoverán, entregando atentado tan vil a la execración de vuestra conciencia, al anatema de vuestro honor.

Así ha sucedido. El mundo tiene ya compasión de los navegantes atribulados, enciende faros en las alturas, establece semáforos en las costas, naves y aparatos de salvamento en los puertos, y promulga una ley de fraternidad, de amor, la misma para todos los hombres de toda la tierra. El Código internacional de Banderas es el Derecho de gentes aplicado a los que navegan y necesitan amparo, socorro, auxilio o simplemente servicio de los que están en tierra. Que esta tierra se halle al Norte o al Sur, a Oriente o a Poniente; que sus habitantes hablen esta o la otra lengua, se rijan o no por iguales instituciones, tengan la misma religión o adoren a Dios de diferente modo, las banderas del Código hablan un idioma que entienden todos, y el espíritu que le ha dictado no excluye a ninguno de la fraternidad humana. Hombres que no se entenderían en tierra, se comunican perfectamente desde el mar a la costa; se establecen diálogos en que se piden y comunican noticias sobre variedad infinita de asuntos; se demandan auxilios, se advierten peligros, se dan consejos, se exponen dudas, se pregunta, en fin, y se responde, sobre cuanto es necesario o útil al que está en el mar y no puede o no le conviene saltar en tierra. Y no sólo aquella colectividad que constituye la tripulación halla solicitud inteligente en la playa extranjera, sino que un individuo trata de sus negocios personales, pide o da noticias, y con las señales del Código lo responden, y en virtud de sus artículos se transmite la noticia y la pregunta, y funciona el semáforo y el telégrafo para tranquilizar a los parientes de un extranjero que pasa cerca de la costa. Aunque la aceptación por todos los pueblos civilizados del Código internacional de Banderas es posterior al Convenio de Ginebra, el pensamiento es más antiguo, su historia es más larga y probablemente más variados los impulsos a que debe su origen, pero es lo cierto que, tal como se ha redactado y rige, no puede leerse con algún detenimiento sin decir: ¡cuánta benevolencia! ¡Cuánta humanidad en este libro que leen todos los pueblos, y donde hay frases hasta de cortesía y afecto!

Las dos leyes aceptadas por las naciones para que los navegantes, los náufragos, los heridos de todas ellas sean amparados por el derecho; las dos únicas leyes, solemnemente promulgadas por todos los pueblos, están como impregnadas de afectos benévolos, y una, el Convenio de Ginebra, fue exclusivamente inspirada por la compasión. El hecho nos parece digno de meditarse aun por los que tienen propensión a prescindir en las cosas de la humanidad de sus elementos afectivos.

El impulso está dado, y muy fuertemente. Como indicamos más arriba, por todas partes se inician obras de caridad cuyo carácter no es alemán, ruso, ni español, sino humano. Lo que se necesita es sentir y comprender toda su importancia, fomentarlas, tomar parte en ellas activamente. El atraso de España se revela bien en la falta de cosmopolitismo de su amor, apenas representado últimamente por una pequeña limosna a los hambrientos de la India, y a los heridos de Oriente. Y los efectos de la benevolencia se convierten en causa, y poderosa; el objeto de nuestros beneficios lo es de nuestro afecto, y no hay mejor remedio contra el odio, que hacer bien al que le inspira. Así, pues, nos parece cierto, que extendiendo la ley de amor se trabaja para generalizar el derecho.

Las grandes diferencias entre las naciones. No se trata de pasar un nivel por encima de las nacionalidades, una especie de rodillo que triture su carácter y peculiares disposiciones; esto ni es posible, ni conveniente, ni necesario para la unidad del derecho humano. Cierto grado de cultura, cierto grado de moralidad, la noción y la práctica de la justicia en armonía con los otros pueblos, es lo que necesita cualquiera nación para entrar en el concierto universal. Hay, pues, que activar las comunicaciones intelectuales, que generalizando los conocimientos disminuyen las diferencias entre los pueblos, porque la verdad es una y los errores infinitos; además de que los hombres comulgan en la verdad, y cuando se combaten es por haberse separado de ella. Los que saben más, enseñen; los que saben menos, reciban lecciones, y persuádanse todos de que donde existe un hombre que ignora su deber, hay un obstáculo para la realización del derecho.

Se ha progresado mucho en este sentido. Es rápida la comunicación de ideas y sentimientos; los Códigos de los diferentes pueblos se van asemejando cada vez más, en términos de que no está lejos el día en que no tendrán diferencias esenciales; pero hay que trabajar por borrarlas en las ideas para apresurar ese día, y en las costumbres, procurando imitar las mejores, porque la corrupción, lejos de tener armonías, las rompe todas. La igualdad que conduce a la fraternidad es en el bien; la del mal engendra la discordia: dos pueblos, como dos hombres, tanto menos podrán llegar al derecho, ni aun a la paz y orden material, cuanto más se asemejen en sus maldades. Así, pues, para que las diferencias entre los pueblos no constituyan un obstáculo, no es necesario que desaparezcan sus aptitudes especiales, sino sus particulares vicios y errores.

Desdén. Los pueblos tienen propensión al orgullo y vanagloria, debilidades que en la colectividad son aún más absurdas que en el individuo. Los que en ellas caen, que lean su historia, donde seguramente habrá páginas de humillación; que lean la del pueblo desdeñado, que tendrá días gloriosos. El recuerdo de la debilidad pasada, templará la soberbia del poder presente, manifestará que la preponderancia de los pueblos, como el sol, sale, tiene su apogeo, y se pone; que el país más envilecido tiene altos recuerdos, sagradas esperanzas; que es infamia insultar a un Rey destronado, y crueldad hacer más triste la suerte de un infeliz. Y si el orgullo individual es insensato, ¿qué nombre merece el colectivo que se alimenta de méritos ajenos, en que cabe una parte imperceptible, o ninguna? ¿Puede darse cosa a la vez más injusta y más ridícula que un ignorante dándose importancia por el saber de su país, y un vicioso envanecido con las virtudes de sus compatriotas? Los vanos y los hipócritas serán difícilmente corregibles, pero que los hombres sinceros y dignos de las naciones prósperas consideren que en las que están en decadencia hay también personas ilustradas y virtuosas; que se pongan en lugar suyo; que comprendan las pruebas a que están sujetas, el mérito de soportarlas, y que al desdén sustituya un sentimiento de respeto hacia ese pueblo caído, donde hay hombres, tal vez muchos, que valen moralmente más que los extranjeros que los miran con altanería.

El despecho. Los que nos humillan nos predisponen muy mal para la justicia; no hay nada tan pertinazmente rencoroso como el amor propio. Consideren los que sienten su aguijón, que los pueblos decadentes son pueblos culpables, y el desdén con que se los abruma como el reflejo de su pecado; que su humillación sea la ceniza de la penitencia. Sólo Dios sabe la responsabilidad que cabe a cada uno en el mal proceder de todos; pero ve cualquiera el ridículo y el absurdo, de no aceptar resignadamente el peso, aunque sea mucho, del descrédito nacional, y de protestar de él con recuerdos que abruman. Aunque parezca excesiva, hay que aceptar la desgracia de pertenecer a un pueblo poco considerado, y en vez de servir de obstáculo con rencoroso despecho al progreso general, tomar parte en él cuanto sea posible: alguna se puede tomar siempre. La dignidad del individuo no depende de la del Estado; con la nuestra podemos, hasta cierto punto, disminuir la afrenta del oprobio nacional. Contestemos con virtudes al desdén de los pueblos más venturosos; cooperemos con ellos, en la medida que nos sea posible, a toda obra humana; hagamos, en fin, que el extranjero justo diga: «Merecía haber vivido en los días gloriosos de su patria», o bien: «Es un precursor del porvenir.» Porvenir tienen todos los pueblos que creen en la virtud.

El interés mal entendido. Ardua es la empresa de hacer comprender a los pueblos su verdadero interés; pero es necesario emprenderla, porque mientras haya hombres que se crean interesados en hacer mal, el mal se hará. Es preciso ilustrar, no sólo a las masas, sino a los que las dirigen, poco menos ignorantes que ellas a veces acerca de lo que a todos interesa. No aprovecha gran cosa para el caso de que nos ocupamos, que se sepa leer, escribir y contar, y aunque se aprendan matemáticas, cánones, historia natural y física, si se ignoran las leyes de la producción, el enlace íntimo de los intereses de todos los pueblos, y las armonías naturales, rotas brutal y artificiosamente con los tratados de comercio o los cañones en batería.

Es necesario popularizar el conocimiento de las leyes de la producción y de los hechos que se conforman a ellas o las infringen; es necesario evidenciar el absurdo, la injusticia, y en muchos casos la mentira, de todo ese artificio aduanero proteccionista, que en son de proteger la industria del país, no protege sino las malas artes; es necesario presentar la historia de los errores cometidos por los pueblos que no iban buscando más que su interés, de los sacrificios inútiles o contraproducentes que hacen para conseguirle, y cómo de esta lucha de egoísmos ciegos, ha resultado un caos de daños e iniquidades, un laberinto obscuro, un conjunto deforme y monstruoso, en vez de la sencilla belleza y fecunda armonía de la justicia y la libertad. Puesto que tanto se habla de interés y se busca, hay que aprenderle, hay que analizarle, hay que saber que no es sinónimo de egoísmo, ni de usura, ni de ganancia pasajera, ni de monopolio exclusivo, ni de fraude odioso. Un hombre sin conciencia puede calcular que su interés está en faltar a su deber; el cálculo de un pueblo, si no es erróneo, jamás puede conducirle a ningún proceder inmoral. Cuántos tesoros, cuántas lágrimas, cuánta sangre hubieran economizado las naciones, si hubiesen sabido lo que al fin aprenderán, lo que es urgente enseñarles, que el cálculo mejor es la justicia.

Las consecuencias de la injusticia. Es necesario neutralizarlas, calmando la irritación que produce, demostrando que perjudica al mismo que la hace, recordando que no hay pueblo que pudiendo no haya sido injusto, y, por último, manifestando que la iniquidad, por mucho que se prolongue, puede ser un error persistente de los hombres, un pecado grave, pero no una ley de la historia.

La posibilidad de vivir sin Derecho internacional. No existe, y es fácil y utilísimo demostrarlo. Hay en todos los países miles o millones de extranjeros, que van allí en busca de diversión, de ciencia, de fortuna, de impunidad si son culpables, de amparo si se les persigue injustamente. Los extranjeros tienen comercio, establecen industrias, casas benéficas o de banca, institutos científicos, sociedades de seguros, asociaciones caritativas, industriales, mercantiles o religiosas; los extranjeros son propietarios de la tierra, en ella se casan, testan, hacen donaciones, préstamos, contratos de todas clases, son acreedores del Estado, viven al amparo de las leyes, y las infringen. Tenemos libros extranjeros, periódicos extranjeros, productos del suelo y de la industria extranjera; damos o recibimos materias primeras, objetos manufacturados, medios de llevarlos a lejanas regiones o traerlos de los antípodas. Cuando tantas y tan variadas relaciones no se limitan al orden económico, sino que se extienden al jurídico, al moral, al intelectual, ¿pueden existir sin estar condicionadas por alguna regla de equidad? Fácil es con hechos demostrar que no, y muy útil será ponerlos en relieve: la justicia se afirma probando que se cumple.

Si los pueblos antiguos han vivido sin leyes internacionales, los modernos no pueden, y podrán menos cada vez: de cada nueva relación surge una nueva necesidad jurídica: ayer se reúne una comisión internacional para el modo de funcionar el telégrafo, hoy para adoptar un sistema de arqueo respecto a los buques que navegan por el canal de Suez. Hágase evidente la necesidad irresistible de reglas equitativas, aceptadas y cumplidas por todos, para que sean posibles tantas, tan íntimas y tan complicadas relaciones.

No es posible observar hoy, aunque sea de un modo muy superficial, las activas y múltiples comunicaciones de los pueblos sin comprender que no es posible realizarlas sin reglas justas, que éstas existen más o menos, y que la guerra constituye una excepción, un elemento heterogéneo, perturbador del modo de ser de los pueblos modernos.

Difundir el conocimiento de tales verdades un poco obscurecidas todavía por el humo de la pólvora y de las vanaglorias nacionales, será apresurar el día en que las buenas teorías pasen a ser buenos hechos.




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Capítulo XIII

Relaciones internacionales que no son el derecho de gentes, pero le preparan.-La internacional de arriba y la de abajo


Al lado de los convenios con carácter internacional, y de los usos que tienen fuerza de ley, en todas las naciones civilizadas, hay un hecho menos ostensible, pero cuyas consecuencias han de influir más que los pactos y acuerdos diplomáticos: este hecho es la comunicación espontánea, extraoficial y generalizada de los súbditos más inteligentes y activos de todos los países, siendo tan fuerte la tendencia cosmopolita del hombre en nuestro siglo, que procura llevar al fondo común de la humanidad, no sólo sus descubrimientos, sus ideas, sus glorias y su amor, sino hasta sus dolores y sus odios. Admira y consuela ver cómo aumentan las simpatías de los hombres científicos y caritativos de todos los países; cómo sus lazos se estrechan más y más cada vez; cómo sus relaciones se activan, y cómo, en fin, fraternizan en el amor a la ciencia y a la humanidad. Reúnense en Congresos, donde tratan cuanto puede ser objeto de la racional actividad del hombre, cuanto puede contribuir a dilatar el campo de su inteligencia, contener sus malos impulsos, fortificar sus virtudes, dar alivio a sus dolores. El problema científico del meditador profundo; la miseria del desvalido; la culpa del delincuente; el pecado del vicioso; el desamparo de la mujer; la debilidad del niño; las congojas del herido; las angustias del náufrago, todo se siente y se piensa, y se comunica y se discute, por extranjeros que se comprenden porque se aman, y que se aman porque están unidos con el lazo santo de una elevada idea, de un pensamiento generoso. Aquellos que no pueden verse en los Congresos internacionales, no quedan por eso excluidos de la comunión científica y humanitaria; una correspondencia activa los une, reciben y dan ideas, son eco de voces amantes, y le hallan lejos, muy lejos, para sus ayes doloridos. Como al salir el sol los montes más elevados son los primeros que alumbra, así la luz de la justicia ha brillado antes en las eminencias intelectuales y compasivas, que exclaman: -No hay odios de pueblo a pueblo. -El derecho es universal. -El amor habla todas las lenguas. -Nuestra patria es el mundo.

Desapercibido por la muchedumbre, el hecho no es menos cierto: la ciencia y el amor se hacen cosmopolitas. Véase el gran número de asociaciones que existen en diferentes pueblos; examínense las listas de socios, que pertenecen a todos los países, y leyendo su correspondencia se notará cuán activa es, cuán cordial, cuán entrañable. Estos lazos del corazón y del entendimiento van formando una red invisible aún para la multitud, pero que un día será poderoso obstáculo contra los movimientos del odio, y auxiliar eficaz para toda obra de justicia universal, y de humana concordia. El consocio noruego o americano, belga o inglés, es el cooperador de nuestra obra, lo somos de la suya, ¿y hemos de mirarle como extraño? No. ¿Como enemigo? Imposible.

Sucede con las lenguas muertas, que como no se usan para las relaciones vulgares y prosaicas de la vida, como no las vemos más que en los poetas, en los oradores, historiadores o académicos, tienen una especie de majestad que no pueden conservar los idiomas que descienden a oficios más humildes. Algo parecido acontece con los amigos extranjeros, que lo son por haberse asociado para una obra científica o humanitaria: no tratan sino de lo que tiene relación con su noble intento; no comunican sino ideas elevadas, sentimientos generosos; los defectos, las faltas, no tienen ocasión de revelarse, de donde resulta que su fisonomía moral aparece más bella, lo cual es un nuevo motivo para que se aprecien y se amen. ¡Cuántas veces hallan eco fuera voces que dentro no le han tenido, y llegan de tierra extraña consuelos que hace necesaria la indiferencia y la ingratitud de los compatriotas.

Esta falange cosmopolita cuenta los voluntarios por muchos miles, y cada día aumenta su número, su actividad, su esfera de acción. Son cada vez más frecuentes sus Congresos, y los correos de las cinco partes del mundo llevan de continuo voluminosos impresos, largos manuscritos, en que se comunican las meditaciones del filósofo, la inspiración del artista, la fe del que cree, la perplejidad del que duda, el poder del que descubre o inventa, el dolor del necesitado, y la caridad de todo el mundo que acude a consolarle.

La Cruz Roja se asocia para socorrer a los heridos sin preguntar por su nacionalidad ni por su religión, y apenas se rompen las hostilidades entre dos pueblos, hay en todos los demás hombres caritativos, mujeres piadosas que compadecen a las víctimas de la guerra y se esfuerzan por auxiliarlas.

Hay una inundación, un terremoto, malas cosechas, una gran calamidad de cualquier género, y se siente en todas partes, y de todas acuden donativos. Levantado el sitio de París, sus extenuados moradores reciben de Inglaterra abundantes víveres. Bélgica contribuye a remediar el daño de las inundaciones del Mediodía de Francia: a los hambrientos moradores de la India y del África llegan socorros de Europa, y la cristiandad abre suscripciones en favor de los turcos atribulados. La caridad aparece al fin, con su carácter universal, no es hebrea, griega, inglesa, ni española, es humana; los que la ejercen no se contentan con enviar cuantiosos auxilios, a veces acuden en persona. En los campos de batalla, en las ambulancias, en los hospitales, se ven extranjeros que sufren fatigas y arrostran la muerte por salvar la vida de los heridos. En este momento82 hay cristianos cuidando a los heridos turcos. Allí está el doctor Barón Mundy, que ha ido a luchar con todo género de dificultades y peligros, haciendo prodigios de amor y de ciencia, y procurando volver a la vida los esforzados combatientes de un pueblo que agoniza. Permítasenos pronunciar un nombre cuando hablamos de cosas, en homenaje a esta gran personificación de la caridad internacional.

Al lado de la gran comunión que prescinde de nacionalidades, inspirándose tan sólo en el amor a la verdad y a los hombres, hay otra que, más directa, si no más eficazmente, trabaja para hacer reinar entre ellos la paz y el derecho. Fórmanse asociaciones en que toman parte personas de todos los países con el fin bien determinado de combatirse la apelación a las armas; reúnense Congresos como el de Bruselas, con el objeto de dar leyes a la guerra. Eminentes letrados de todos los pueblos comunican sus ideas y sus aspiraciones, y se establece la Revista de Derecho Internacional, donde decía uno de sus más inteligentes colaboradores, Mr. Rollin Jacquemins: «Parece llegada la hora de fundar una institución estable, puramente científica, que, sin proponer la realización de utopias más o menos remotas, ni una reforma repentina, puede, no obstante, aspirar a servir de órgano en la esfera del Derecho de gentes, a la conciencia jurídica del mundo civilizado.»

Conformes con esta aspiración, jurisconsultos de todos los países se reunieron en Gante, y en la primera sesión Mancini fijó el objeto de la Conferencia. «Aspiramos, dijo, a formar un Código, si no con todas, siquiera con parte de las reglas obligatorias aplicables a las relaciones internacionales, y al menos que para la mayor parte de los casos, a los ciegos azares de la fuerza y la profusión inútil con que se vierte la sangre humana, se sustituya una forma de juicio conforme a derecho.» El Instituto de Derecho Internacional quedó constituido (1873) determinando su objeto del modo siguiente:

1.º Favorecer los progresos del Derecho Internacional, procurando ser el órgano de la conciencia jurídica del mundo civilizado.

2.º Formular los principios generales de la ciencia, como igualmente las reglas que derivan de ellos, y generalizar su conocimiento.

3.º Prestar su concurso a toda tentativa seria de codificación graduada y progresiva de Derecho internacional.

Abrigamos la esperanza de que El Instituto de Derecho Internacional, según la expresión de Bluntschli, cumplirá una santa misión en provecho de la humanidad.

Y no tan sólo los hombres de ciencia aislados en el recogimiento y la meditación, perciben claramente las nociones de la justicia y aspiran a realizarla; también los políticos, aun en medio de las agitaciones de los partidos y de las ofuscaciones de toda la lucha, se aperciben de la majestad del derecho, y quieren rendirle homenaje; a los hombres políticos de los Estados Unidos de América les cabe esta gloriosa iniciativa: el Senado adoptó en 1853 la siguiente resolución:

«El Presidente se compromete, siempre que fuere posible, a insertar en todos los tratados que concluya en lo sucesivo un artículo cuyo objeto sea someter cualquiera diferencia que pudiera suscitarse entre las partes contratantes, a la decisión de árbitros imparciales, elegidos de común acuerdo.»

Cobden intentó lo mismo en las Cámaras inglesas, pero sin resultado, lo cual no desalentó a los amigos de la paz y del derecho. En 1873 Richan, sosteniendo su proposición decía: «No basta esta práctica (la del arbitraje), para el cual es necesario que una contienda exista ya, mientras que si para que no naciera hubiese medios regulares y previstos, se evitarían las influencias perturbadoras de la pasión y la intriga... Esta proposición no aspira a tanto, su objeto es únicamente establecer una comisión internacional encargada de examinar el estado que tiene hoy el Derecho de gentes, para ver de formar con él algo que sea claro y homogéneo.»

El proyecto fue adoptado por bastante mayoría de votos.

En el mismo año de 1873 el Parlamento italiano aprobaba una proposición de Mancini, concebida en estos términos: «La Cámara manifiesta su deseo de que el Gobierno del Rey, en las relaciones extranjeras, procure hacer del arbitraje un medio aceptado y frecuente de resolver en justicia las diferencias internacionales en aquellos asuntos susceptibles de someterse a árbitros, etc., etc.»

Por 35 votos contra 30 adoptó la Cámara de los Países Bajos una proposición, «expresando su deseo de que el Gobierno negocie con las potencias extranjeras, para conseguir que el arbitraje llegue a ser un medio adoptado para resolver en justicia las diferencias internacionales de los pueblos civilizados, etc., etc.»

El Senado belga ha votado por unanimidad en 1875 lo siguiente: «La Cámara expresa su deseo de ver extendida la práctica de arbitraje entre los pueblos civilizados para todas aquellas diferencias susceptibles de resolver por medio de árbitros, etc., etc.»

La Cámara popular de la Dieta sueca adopta por una gran mayoría un mensaje al Rey en el mismo sentido.

Al empezar en los Estados Unidos la guerra separatista, para hacerla se piden reglas de derecho a un jurisconsulto; Lieber las escribe, y los hombres políticos y los militares las aceptan y las practican, tanto al menos como es posible en cosa tan refractaria a reglamentación como la guerra: esas mismas reglas forman parte del Derecho internacional codificado por Bluntschli, y unas y otro ha tenido presente el Emperador de Rusia al formar el reglamento para los prisioneros de guerra en la última contra Turquía.

Se ve, pues, que los hombres políticos y los hombres prácticos han empezado a sentir la influencia de los pensadores benéficos de todos los pueblos, que reuniendo su ciencia y su buena voluntad, forman con ellas un foco de luz y una fuente de derecho. A esta agrupación de elevadas inteligencias y nobles corazones de todos los países, es a lo que llamamos La Internacional de arriba.

Al lado de ella crece y se organiza la otra Internacional, aquella cuyo nombre es una bandera de guerra, un grito de alarma, y que, según el que le da, simboliza promesas halagüeñas o amenazas terroríficas. La primera puede representarse por dos extranjeros que se abrazan dándose el ósculo de paz; la segunda por dos hombres venidos de naciones diferentes, que, en señal de fraternidad, se estrechan la mano, empuñando con la otra un arma de combate. En aquélla no hay más que elementos armónicos, en ésta son desacordes; lleva dentro de sí gérmenes de paz y de guerra, el odio de clase y el amor a la humanidad: la llamamos la de abajo porque su nivel moral es inferior, no porque lo sea la posición social de los que la forman: se comprende la diferencia de elementos de entrambas por la de origen. La fraternidad universal de arriba se va realizando en la atmósfera serena de las elevadas ideas y puros sentimientos, por los que tienen medios de pensar y posibilidad de compadecer, no estando abrumados bajo el infortunio; la fraternidad de abajo nace en la región tempestuosa de la ignorancia y el sufrimiento, y se forma por hombres que apenas pueden poner en común otra cosa que preocupaciones y dolores. Nada tiene, pues, de extraño que la una aparezca serena, plácida, justa, amorosa; y la otra agitada, injusta y llena de rencores.

En la Internacional de abajo no se ha visto más que uno de sus elementos; hay que estudiar los dos, y combatir la furia del odio que la agita, con los gérmenes de amor que lleve en su seno. Un inglés y un ruso, un francés y un alemán vestidos de uniforme, enregimentados, se aborrecen, se combaten; vestidos con una blusa y asociados, simpatizan, se aman; el hecho es tan nuevo como extraordinario; su alcance inmenso, el bien que encierra infinito, solamente que no ha podido percibirse, como no se notan las bellezas de un paisaje envuelto en una nube tempestuosa. Para que semejante bien, que está en germen, se realice, es preciso que el operario belga y el español se amen, no porque son obreros, sino porque son hombres; que la asociación sea en favor suyo y no contra nadie; que las simpatías por el extranjero se laven de las impurezas del odio a los compatriotas.

Esta transformación no es fácil, pero es posible y necesaria.

El odio asociado en todo el mundo, supliendo el don de lenguas con su mímica horrible, y agitando su melena de fuego por todo el globo, es un peligro, es un gran peligro ciertamente, pero es también una gran monstruosidad. Tantas vidas consagradas al consuelo de los afligidos; tantos lazos fraternales como unen hoy a la humanidad; tantos mártires como han dado su vida por ella; Sócrates bebiendo la cicuta, Jesús muriendo en la cruz, ¿todo habrá sido inútil, y el odio será ley universal y extenderá su imperio sobre toda la tierra? No, no; esto es imposible. En la Internacional de abajo, como en todos los grandes movimientos de la humanidad, y acaso más que en otro alguno hasta el presente, hay gérmenes de mal y de bien: éstos triunfarán en definitiva; pero no basta que su triunfo sea seguro, es necesario que sea pronto, porque las derrotas parciales le aplazarían por mucho tiempo cubriendo a las naciones de vergüenza y desventura.

No existe en el mundo civilizado ninguna gran masa de hombres impenetrable al derecho; enloquecida hasta el punto de combatir constantemente en el caos, y que no halle en el instinto de sociabilidad algún elemento del orden necesario. Hay, pues, que encender luz en esas cavernas, que penetrar resueltamente en esos que parecen abismos y no son más que profundidades donde la obscuridad engendra monstruos. Hay que enseñar y amar a esos hombres para que aprendan el error y la ingratitud de amarse entre sí aborreciendo a los demás. Para esto es preciso asociarse a ellos, y asociarlos a nosotros; tomar parte en su obra y dársela en la nuestra. El cómo esto se haya de conseguir, y por qué medios debe intentarse, ni es asunto para tratado incidentalmente, ni puede entrar en el plan de esta obra; pero si dada su índole no podemos hacer un análisis detenido de la Internacional de abajo, tampoco podíamos dejar desapercibido un fenómeno social tan digno de ser notado. Creemos que la Asociación de obreros de todos los países, purgada de las impurezas que en ella han introducido causas poderosas, pero no omnipotentes, es un gran elemento de confraternidad universal, y puede ser un auxiliar eficaz del Derecho de gentes. Para la Internacional de abajo, como para la de arriba, son también consocios los extranjeros; también está dispuesta a ver un hermano en cada hombre, cualquiera que sea la lengua que hable y el país en que haya nacido.

Que este sentimiento de confraternidad humana, sentido a la vez por las multitudes ignorantes y las minorías ilustradas, las confunda y armonice, purificándolas de sus egoísmos, de sus errores, de sus pasiones bastardas. Entonces las dos Internacionales comulgarán en el culto de la justicia y del amor a la humanidad, envolviéndola cariñosamente, estrechándola entre los brazos como un amigo que protege, en vez de ceñirla como una serpiente que se enrosca y estrangula.




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Capítulo XIV

La justicia nacional no es independiente de la internacional


La historia de la ciencia, del arte, de la literatura, de los progresos de la moral y, en fin, de la actividad humana en sus diversas manifestaciones, hace ver la parte que cada pueblo culto tiene en la obra de todos, y cómo no hay ninguno que no haya llevado al fondo común sus creaciones, sus inventos, sus trabajos literarios, sus sistemas filosóficos, y hasta la gloria de sus héroes y el ejemplo de sus mártires. Según la hora en que vive la humanidad, cada nación llega con sus elementos propios, presta auxilio o le recibe; aumenta la débil corriente de las ideas, o procura encauzarlas en sus desbordamientos. ¡Qué sería de los pueblos en decadencia si del otro lado de los montes o de los mares no les llegaran gérmenes de vida, ideas que ilustran, verdades que fortifican, ejemplos que alientan, simpatías que dan consuelo!

Pero no basta esta comunicación, cada día más activa entre las naciones; no basta el cosmopolitismo de la ciencia que ya existe, ni que sea un hecho el de la justicia penal; es necesario que la fraternidad humana, hoy aspiración vehemente, deseo de muchos, sea sentida y meditada, porque si para quererla basta un generoso impulso, para realizarla se necesita mucha voluntad, saber y perseverancia.

No hay fraternidad sin justicia, y cuando de ésta se tiene una idea elevada, exacta; cuando se la hace consistir en dar a cada uno lo suyo, entendiendo que lo suyo de cada uno es darle la mayor suma de bien posible, en armonía con los otros, y se llama bien a los medios de perfeccionar el espíritu y sostener la salud y fuerza del cuerpo, entonces la justicia pierde su carácter negativo, limitado, casi mezquino, podríamos decir; no es ya un libro en que se determina el modo de deslindar un campo, y la pena en que incurre el que roba, mata o hiere, sino el código universal y eterno, en que están condicionadas todas las relaciones de los hombres, para que no haya ninguno con quien no comuniquen para su mayor bien, con el decoro de personas dignas y el amor de hermanos. Lo grave, lo terrible, puede decirse, es que no realizando esta justicia, que a tantos parecerá irrealizable, cuya definición hará sonreír desdeñosamente a no pocos, que verán en ella nada más que un sueño, no realizándola, decimos, con el concurso de todas las naciones, ninguna, ni aun las que parecen más florecientes y prósperas, se librarán de males gravísimos, que atacándolas en sus elementos constitutivos, minarán su existencia a pesar de su aparente prosperidad.

Las murallas que han querido alzarse entre los pueblos caen, se desplomarán más y más cada día; no hay poder humano que pueda oponerse al sentimiento divino de la fraternidad entre los hombres, y su comunicación más activa, multiplicando sus influencias mutuas, los medios de hacerse bien y de hacerse mal, impone la necesidad de leyes equitativas comunes al mundo civilizado. Los intereses, las ideas, los sentimientos, todo se comunica, se transmite y se cruza: el producto del labrador, la manufactura del industrial, el negocio del comerciante, la inspiración del artista, la ciencia del sabio, hasta el amor del caritativo, y el odio del que aborrece; nada queda aislado en el suelo patrio, todo pasa los montes o los mares, va o viene de los antípodas, influye y es influido. Queriéndolo o no, conscientes o sin saberlo, cada día, cada hora, cada momento somos más cosmopolitas, más conciudadanos de todos los hombres; trabajamos y pensamos para toda la tierra y en toda ella repercuten los latidos de nuestro corazón y brillan los destellos de nuestra inteligencia.

Se ha escrito acerca de la influencia que la filosofía, la literatura y el arte de un pueblo han tenido sobre otros; es ya hora de pensar cómo la injusticia de una nación se comunica a las otras a manera de contagio, y cómo influye en la desgracia de todas. Si la ciencia, el arte, la moral y la industria, toman cada día un carácter más internacional, también la justicia y la iniquidad, el consuelo y el dolor.

Cuando al hombre de ciencia, para enseñarla, no se le pregunte cuál es su patria, ni para ejercer una profesión sea necesaria la nacionalidad; cuando el comercio de todas las naciones del mundo se haga como el de todas las provincias de una nación; cuando el interés bien entendido sustituya al egoísmo ciego; cuando en vez de explotar los antagonismos se utilicen las armonías; cuando el amor a la humanidad extinga los odios de pueblo a pueblo; cuando los progresos del derecho hagan innecesario el empleo de la fuerza; cuando el imperio de las ideas imposibilite todas las dictaduras y todos los despotismos; cuando las diferencias de los pueblos, como las de los individuos, se resuelvan por los fallos de la conciencia universal y no con las puntas de las bayonetas; cuando los más fuertes tiemblen a la idea de ser llamados ante el tribunal de la opinión del mundo entero; en ese día lejano, pero que llega, ¿se habrá hecho todo lo que es preciso hacer para que la justicia condicione las relaciones de los pueblos? No.

Las cosas del espíritu tienen una importancia que estamos lejos, no ya de desconocer, pero ni aun de disminuir; el espíritu del hombre está unido a un cuerpo sobre el que influye y del que recibe influencia; a un cuerpo que tiene condiciones materiales de vida, de fuerza, de salud, y cuando le faltan, en vez de un auxiliar es un obstáculo, y hasta un enemigo del alma. Puesto que necesitamos sustento, calor, aire, luz, los elementos materiales forman parte integrante del problema de la existencia. Por la cuestión social, muchos entienden la cuestión económica, y aunque, en nuestro concepto, reducir así sus proporciones es desnaturalizarla, se comprende que si no fuera grande su importancia, nadie pretendería hacerla preponderante o única.

La carencia de las cosas indispensables, de lo necesario fisiológico, produce la miseria material, y la moral e intelectual también; y cuando sin pan, ni abrigo, ni educación se hacinan en hediondos tugurios los miserables, confundidas edades y sexos, la atmósfera del alma no está más pura que la del cuerpo, y se contraen vicios lo mismo que enfermedades. Tal vez se dirá que el Derecho de gentes no puede influir directamente en esta cuestión, que cada pueblo debe resolver por sí y dentro de su territorio; pero la producción de un país no es independiente de la de los otros, y la cuestión económica si en parte es nacional, en parte no, porque tiene muchas ramificaciones internacionales.

Las descripciones de los naufragios, de las epidemias, de los campos de batalla, de los pueblos que barre una ola del mar, o quedan sepultados bajo las corrientes de lava, producen una impresión terrorífica, pero menos profunda y angustiosa, que ver millones de criaturas humanas, que para ganar la vida pierden primero lo que la hace digna, grata, soportable, y después esa vida misma abreviada por la falta de sustento y el exceso de fatiga. Es esplendoroso el manto con que la industria reviste a los pueblos más cultos; pero están bien flacas las manos que le han tejido; la producción es portentosa, pero en la mayor parte de los casos el productor es desdichado. La chimenea ahúma, la máquina empieza a funcionar, y con poca menos regularidad que ella y casi tan mecánicamente, acuden y se agrupan en derredor miles de criaturas, hombres, mujeres y niños, que trabajan, trabajan, trabajan, para ganar lo estrictamente necesario para la vida. ¡Cuán penosos son de ver aquellos niños que la ley ampara, prohibiendo que trabajen más de diez horas; aquellas mujeres que trabajan catorce, aquellos hombres prematuramente envejecidos por el exceso de fatiga y por la crápula! ¡Cuán penoso es de respirar aquel aire muy caliente o muy frío, muy húmedo o muy seco, viciado tantas veces por emanaciones insalubles, y aquella atmósfera moral todavía más perniciosa para la virtud! No hay inocencia en el niño, ni pudor en la mujer, cuando la mujer y el niño, confundidos con hombres corrompidos y mozas livianas, antes de que puedan ser viciosos, se familiarizan con los misterios del vicio. ¡Qué contraste entre los productos tan brillantes, tan perfectos, tan variados, y aquella muchedumbre productora, sucia, embrutecida, cuya monótona existencia es trabajar acompasadamente en el taller, y periódicamente embriagarse en la taberna!

Hay todavía un espectáculo mucho más triste que el que ofrece esa multitud hacinada y como un apéndice de los motores poderosos: alejémonos del establecimiento en que gana la vida, y entremos en la casa donde vive. El hogar sin fuego, la cama, si acaso hay cama, sin levantarse, sin barrer el suelo, y lo que es peor, los niños abandonados. Su madre tiene que irse corriendo a la fábrica: allí no se espera, no es posible esperar, porque la máquina, que representa un gran capital, no puede estar parada, ni una vez puesta en movimiento, funcionar sin el número de auxiliares necesarios; es preciso que éstos estén a la hora, al minuto, si no, se trastorna la combinación toda, es inmenso el perjuicio; no le indemnizará el operario moroso, que será despedido. Es indispensable estar allí en el momento en que hay vapor y el émbolo sube y baja; trabajar todas las horas que se mueve, él, que no se cansa; ir todos los días en que se enciende la máquina, aunque haya poca salud, aunque esté enfermo el que necesita de los cuidados de la operaria. Por eso la habitación está desaseada; por eso los pobres niños lloran sin que nadie los acalle; por eso tienen una fisonomía que inspira la horrible duda de si se han reído alguna vez83; por eso la comida se condimenta de prisa y mal; por eso la madre fatigada, exhausta, no puede cumplir su misión doméstica; por eso el padre huye de aquel interior tan triste y repulsivo, buscando la animación de la taberna y de la orgía; por eso los lazos de familia se rompen o no se forman: el egoísmo, poco escrupuloso, al ver los sacrificios que el matrimonio impone, opta por el celibato y el libertinaje, que arruina la moral del obrero, su salud y sus medios de subsistencia.

La situación de la obrera, que sin familia está atenida a sus propios recursos, es todavía más deplorable. El trabajo de la mujer está generalmente tan poco retribuido, que puede decirse sin exageración alguna, que se mata trabajando y no gana para vivir. Esta es la condición de miles, de millones de mujeres que contribuyen a los prodigios de la industria, a las veleidades de la moda, a la increíble baratura de tantas cosas útiles, superfluas, perjudiciales o ridículas, como se presentan en todos los mercados de todos los pueblos. Al ver el bajo precio de algunos objetos, es frecuente oír: ¿Cómo lo harán? ¿Cómo? ¡Ah! La baratura depende a veces de los progresos de la física, de la química, de la mecánica, de las ciencias, en fin, y de la industria, pero otras tiene horribles misterios. ¡Si se supiera cuánto han costado muchas cosas que se compran casi de balde! ¡Si se supiera que son la alegría de un niño, su fuerza, su educación; la salud de una mujer, su vida, cuántas veces su virtud y su honra..., habría de convenirse en que esos objetos que se compran tan baratos, han salido bastante caros! A la pregunta de cómo se hacen, puede responderse muchas veces con un cuadro de desolación y de miseria material y moral; con los lazos de familia aflojados o rotos; con niños que no ríen, jóvenes que no cantan, mujeres que trabajando luchan con el hambre hasta que se cansan de trabajar y de luchar; con hombres que del sábado al lunes gastan en la orgía lo que han ganado durante la semana; con la criatura débil, sin padre que la proteja, sin madre que la acaricie, arrastrada al taller por el hambre, y por el ejemplo al vicio, al crimen tal vez...; así se realizan muchos de los prodigios de la industria, a tanta costa se dan sus productos por tan poco dinero!

No es éste el cuadro que ofrecen las Exposiciones universales, donde no se sabe ni se pregunta por qué medios se han conseguido tan portentosos resultados; no es ésta la impresión que traen de Francia, de Bélgica o de Inglaterra, los que vuelven deslumbrados con el brillo de su prosperidad, pero los que alejándose de los palacios de la industria visitan las casas de los obreros; los que estudian en todos sus detalles todo el mecanismo productor, de que forman parte seres racionales tratados como si no lo fuesen; los que ven mujeres y niños arrojados alrededor de una máquina, como se echan palas de carbón en el hogar de su caldera; los que reflexionan la suma de dolores y de sacrificios que representan aquellos goces que se proporcionan tan baratos; los que están en los secretos de la prosperidad industrial, aunque no renieguen de su siglo, aunque no hagan cargos a ninguno, aunque no desconfíen del progreso, le piden cuentas, rechazan en ocasiones sus falsos títulos, le desconocen si no es mejora en todo para todos, y no quieren que el carro de la civilización ruede sobre los mutilados cuerpos de sus víctimas.

No en todas partes igualmente, ni en todas las industrias es desdichada la suerte del operario, pero hay millones de hombres, y sobre todo de mujeres, cuya vida de trabajo incesante y mal retribuido ofrece un cuadro, que como decíamos, aflige más que el de las luchas sangrientas y de las grandes catástrofes. Por terribles que éstas sean, pasan; no tienen esa persistencia abrumadora de los males sociales que no se remedian: no son el cáncer que corroe silenciosamente, ni irritan con la idea de que podían evitarse, y con el contraste del hombre infeliz que aparece como un instrumento dolorido del placer de los hombres afortunados. Evitemos, pero disculpemos los extravíos de la indignación encendida en presencia de semejante espectáculo; evitemos, pero disculpemos las exageraciones, las inconsecuencias, los errores y hasta los absurdos propuestos para remediar el daño; al ver un enfermo grave cuyos dolores nos duelen, aunque no se sepa el medio de aliviarle, es harto difícil permanecer en su presencia sin hacer nada.

Pero si tan grave mal tiene remedio, ¿no debe ponerle cada pueblo en el propio territorio, con leyes justas y costumbres buenas? Medidas hay que puede tomar cada nación por sí sola, y otras para las cuales necesita el concurso de todas. Si entramos en esas casas en que falta el calor del hogar apagado, y el cariño de la madre ausente; si investigamos por qué trabaja el niño antes de tener fuerza, y por qué la joven en un trabajo superior a la suya se agota, por qué el hombre no gana lo suficiente para el sostenimiento de su familia, nos dirán, y suele ser verdad, que el industrial empresario no realiza una gran ganancia; que si aumenta los gastos de producción no podrá producir, porque no podrá vender, puesto que hay otros que producen y venden más barato; que necesita que los operarios trabajen a menor precio, y, en fin, que la alternativa es, entre recibir un salario corto o no recibir ninguno cuando sea preciso cerrar la fábrica. Los obreros unas veces murmuran y otras callan; unas veces comprenden su situación y se sujetan a ella, otras se rebelan en motines o se organizan en huelgas, para venir, por fin, a recibir la dura ley de la necesidad. Preferible es tener un jornal insuficiente a no tener ninguno; si no se produce barato, no se puede producir; tal es la imprescindible condición de la concurrencia.

La concurrencia, que como remedio del monopolio es necesaria, como estímulo de la actividad conveniente; la concurrencia, que es buena dentro de razonables límites, como no se le ha puesto ninguno, como se le da cuanto pide, ha llegado a convertirse en un insaciable monstruo. Ella aguijonea a la industria y convierte su marcha en una carrera de campanario: hay que llegar a lo más barato; no es posible desviarse de la recta, aunque se atropelle la dicha, la dignidad y la virtud de miles de criaturas humanas. Los mismos que parecen autores del hecho, son instrumentos de la ley fatal, se ven dominados por ella, y corren, corren, corren, porque si no, los alcanzan, y alcanzar es atropellar, abrumar, aniquilar.

No acusemos a nadie de este mal en que tenemos culpa todos; digamos en nuestro descargo que es heredado en gran parte, pero al menos, no leguemos a la posteridad íntegra la triste herencia, y comprendamos que la actividad humana, en ninguna de sus manifestaciones, puede caminar sin regla equitativa, como pasión desbordada o fiera indómita.

La concurrencia, que en ocasiones deja en pie los males de que se la ha supuesto remedio eficaz, causa otros no previstos o desdeñados: impotente unas veces para rebajar el precio de las cosas, porque los concurrentes se entienden con facilidad, le rebaja otras a costa de los productores, de aquellos que pudieran llamarse últimos instrumentos de la producción, cuyo salario disminuye hasta ser insuficiente. Ha querido hacerse de ella un regulador supremo, infalible, cuando necesita ser regulada por la justicia, como todas las acciones humanas, máxime que, ejercitándose en cosas materiales, tiene mayor peligro de materializarse, convirtiendo el interés legítimo en interés egoísta, y en codicia, el razonable deseo de ganancia. No puede entrar en el plan de este trabajo ninguna indicación de lo que podría hacerse en cada país para llenar los vacíos y contener los excesos de la concurrencia, debiendo limitarnos a considerar sus desenfrenos en las relaciones de unos pueblos con otros.

¿Por qué no se prohíbe en Francia el trabajo de los niños en las fábricas, o se limita aún más el tiempo que deben trabajar? Porque no haciendo lo mismo en Inglaterra no podría competirse con la baratura de sus productos.

¿Por qué no se organizan en Alemania los trabajos industriales de modo que no se confundan los sexos, cortando así causas poderosas de inmoralidad? Porque esto complica el mecanismo de la producción, la hace más cara, y como en Bélgica no se toman medidas análogas, no sería posible competir con los productos belgas.

¿Por qué no se señala un mínimum al número de tripulantes de los barcos que navegan en alta mar, para que el exceso de fatiga y la posibilidad de hacer bien la maniobra no sea muchas veces causa de naufragio? Porque la nación que tripula menos, fleta más barato: el barco y el cargamento están asegurados, los hombres...

¿Por qué no se ponen ciertas industrias en condiciones higiénicas? Porque las del extranjero no lo están, y no sería posible competir con ellas haciendo esos desembolsos.

¿Por qué el que enferma o queda inútil en un trabajo, o su familia, si muere, no tiene derecho a una indemnización de parte de aquel, por cuya cuenta trabajaba? Porque en otros países no se practica así, y no sería posible competir con ellos encareciendo el coste de los productos, etc., etc., etc.

En éstos y otros casos análogos, la equidad propone una medida y la concurrencia la rechaza diciendo hay que cerrar la fábrica, y ante esta amenaza terrible toda equitativa reclamación enmudece.

Claro se ve, que los estragos (así deben llamarse sin exageración) de la competencia internacional, no pueden tener remedio eficaz sino en el Derecho de gentes, comprendido en toda su elevación, practicado en toda su universalidad. Para que los niños no trabajen en las fábricas de una nación, es preciso un convenio internacional que prohíba el prematuro trabajo de las tiernas criaturas. Para que los sexos no se confundan alrededor de las máquinas sin consideración moral de ningún género, es necesario un acuerdo de los pueblos cultos para prohibir esos atentados permanentes contra el pudor y la honestidad. Y así de los demás abusos, para los que la competencia sirve de pretexto unas veces y otras es verdadera causa.

Una persona compadecida de las tristes condiciones de los operarios de una fábrica, se lo hizo presente al dueño, que contestó: Yo hago industria y no filantropía. Esta horrible respuesta, si no verbal, mentalmente, y sobre todo con los hechos, se dará por muchos industriales (no por todos, los hay humanos y dignos), esta respuesta decimos, se dará, mientras no se sepa que no puede hacerse industria ni nada, sin hacer al mismo tiempo justicia. Ya sabemos cuántos y cuán variados elementos entran en ella, pero no hay duda que uno, y muy poderoso, es el Derecho de gentes, no limitado a ciertas relaciones de los pueblos, sino llevado a todas para que concurra cada una al bienestar general, con leyes equitativas, y no contribuya al mal común, con los esfuerzos violentos del interés aguijoneado.

El que de cerca ve cómo pasan la vida los obreros de ciertas industrias acosadas, digámoslo así, por la competencia internacional, y aquella actividad febril, ciega, implacable, y en muchos casos puede decirse inevitable, dadas las circunstancias. ¿Cómo no propondrá medios de combatirla? Los más directos han parecido los mejores a ciertos publicistas, y los hay como Proudhon, que contra la competencia extranjera piden el monopolio nacional, tarifas, aduanas, carabineros y guardacostas, es decir, para dar a ciertos trabajadores una protección ilusoria, sacrificar a otros positivamente, y formar un ejército de holgazanes que vivirán a costa de todos, promoviendo, no la industria, sino la inmoralidad nacional. Nosotros no queremos leyes prohibitivas más que de la injusticia, y cuando se persiga donde está, en las acciones inmorales y no en los fardos de mercancías, y la persecución sea unánime y constante, se habrán quitado a la competencia extranjera los inconvenientes que es posible quitarle, y no servirá de obstáculo para establecer en la patria reglas que reclaman la justicia y la humanidad.

Si se establece la unidad de pesas, de medidas, de monedas; se uniforman los medios de comunicación material para facilitarlos; si se reconocen los derechos de los militares heridos de todas las naciones, aun entre aquellas que combaten a mano armada, ¿no será posible la buena guerra entre los ejércitos de la industria? ¿No se regularizarán estas luchas en que los combatientes reciben daño sin hacerle, y mueren trabajando? Si por este camino se diera un paso, se darían muchos; esperemos, que se darán. Empiécese por lo más fácil y por lo más urgente. El tierno infante, ¿es por ventura menos sagrado que el militar herido? Pidamos un Convenio de Ginebra para los niños de las fábricas de todo el mundo.




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Capítulo XV

Semejanzas y diferencias entre el individuo y la nación como persona jurídica.-¿De qué modo se dará fuerza a la ley internacional?


Nos parece, que por no haber analizado bastante en qué se asemejan y en qué se diferencian un hombre y un pueblo, en sus relaciones jurídicas con otros hombres y otros pueblos, se han visto, ya facilidades, ya dificultades, que no existen para la realización del Derecho de gentes, retardando así mucho su progreso. Desconociendo las analogías entre un individuo y un Estado, o exagerándolas, se llega a supuestos erróneos y se busca la solución del problema donde no está, apartándose del camino por donde puede hallarse.

El derecho, en general, es la justicia aplicada a las relaciones de los hombres.

La esencia del derecho no cambia por las circunstancias que puedan mediar en la relación: esta esencia es siempre la misma, trátese de un asunto de mucha o poca importancia, ya intervengan en él sujetos ignorantes o ilustrados, fuertes o débiles.

El derecho establece una obligación de conformarse con él.

Cuando esta obligación se formula por el Estado, que pena al que no la cumple, constituye el deber legal: cuando es sólo caso de conciencia, el deber es moral.

El deber legal y el deber moral no son cosas diferentes, sino grados de la misma escala, que puede variar y estar mal graduada: así se ve muchas veces que obliga legalmente una acción que tiene menos importancia que otra voluntaria, y a medida que se eleva el nivel de la moralidad pasan a ser deberes legales muchos que eran morales solamente.

Como toda relación entre seres morales debe estar condicionada por la justicia, o se conforman o no con ella las acciones de los hombres, y por tener menor importancia, la infracción no deja de existir.

Lo que es un deber moral o legal para un individuo, no deja de serlo porque se reúna a otro u otros; repugna a la razón y a la conciencia y sin reflexionar se comprende, que si un hombre tiene el deber de respetar la hacienda, la vida y la honra de otros, cuando está solo, reuniéndose con otros, no puede dejar de existir el mismo deber.

Los pueblos son reuniones de hombres, es decir, de seres morales, que tienen idea del bien y del mal, libertad para hacer uno u otro, y responsabilidad y mérito o culpa, según lo que hicieren. La moral de una colectividad es la resultante de la de los individuos que la forman, y lo que cada uno de ellos juzga malo, no puede ser tenido por bueno porque se agrupen. Lejos de eso, la mayor aptitud intelectual que resulta de reunir las inteligencias, da mayor conocimiento de cualquier objeto que se ofrezca al discurso.

Conocido el bien, la facilidad de hacerle aumenta con el poder; teniendo más una nación que un ciudadano, incurre en mayor responsabilidad cuando no le realiza.

La voluntad de un hombre solo es más fácil que desfallezca o que se tuerza que la de muchos, que entre sí pueden mejor sostenerse y enderezarse cuando alguno se aparta de las vías de la justicia.

Considerando a un pueblo como a un ser moral, puesto que de seres morales se compone; comprendiendo que la justicia no varía según que se establezca al Norte o al Sur, y se formulen sus preceptos en éste o en el otro idioma, sino que es una para todos los hombres de toda la tierra, culpables son los que la infringen, vengan uno a uno o en apiñada multitud.

Toda relación entre seres morales, muchos o pocos, blancos o negros, ricos o pobres, sabios o ignorantes, fuertes o débiles, tiene que estar condicionada por la justicia. Las relaciones varían, cambian, su número aumenta o disminuye, la equidad que debe presidir a ellas no.

La mayor intimidad entre los hombres hace que se multipliquen sus relaciones, y por consiguiente sus obligaciones mutuas; de la humanidad a la familia van aumentando; no hay deberes filiales más que de hijos a padres, pero el deber en general obliga lo mismo con los parientes que con los antípodas; con éstos habrá menos ocasiones de faltar a él o de cumplirle, pero será sagrado siempre.

Donde quiera que respira una criatura moral, hay derecho y hay deber; los hombres han podido desconocerle, hacer leyes absurdas y aun negarse mutuamente el amparo de toda ley, pero la de Dios está sobre todos, y a nadie puede ponerse fuera de ella.

Como no puede haber una moral internacional diferente de la de cada nación, tampoco una justicia. Hay más ocasiones de ser justo o injusto con la familia que con los vecinos, que con los compatriotas; con éstos, que con los extranjeros.

El alejamiento disminuye las ocasiones y los casos de faltar al deber o de cumplirle, pero la civilización, que los aumenta, pone de manifiesto la necesidad de que la justicia los condicione. Desde el momento en que los pueblos comunican en paz y con frecuencia, ven que la ley equitativa no sólo se demuestra, sino que se impone: podrán rechazarla un año o un siglo, pero no indefinidamente.

Si un español no puede robar a un francés sin ser ladrón, tampoco dos españoles a dos franceses, ni doscientos, ni dos mil, ni dos millones a igual número de hijos de Francia. En este último caso, el deber, de individual que era tratándose de un individuo solo, pasa a ser colectivo, pero no pierde por eso su carácter sagrado y obligatorio para cada hombre que no se reúne a los otros para faltar a él, sino para mejor cumplirle, como hemos dicho. La colectividad puede tener medios de saber, poder y querer mejor que el individuo, y como las obligaciones están en relación con los medios de cumplirlas, y con ellos se aumentan, más puede exigirse de un pueblo que de un hombre. Así, por ejemplo, un pueblo está obligado a no dejar en la calle los enfermos desvalidos, a recogerlos y auxiliarlos, cosa que la mayor parte de los particulares no podrían, y por consiguiente, no tienen obligación de hacer; así, respecto al criminal, la sociedad tiene el deber de procurar corregirlo, deber a que no puede estar obligado el individuo por carecer de medios.

En las colectividades en que hay más poder y, por consiguiente, más deber de practicar el bien, no puede ser menos grave el mal de que son responsables todos y cada uno de los que de ellas forman parte, porque el hombre no pierde su responsabilidad por ir acompañado, la lleva consigo donde quiera que vaya.

Si, por ejemplo, se conviniesen un millón de hombres en asesinar a otro, todos serían asesinos, y lejos de tener cada cual una millonésima de culpa, la tendría toda entera, agravada por la circunstancia de reunirse tantos contra uno, y de no haber reunido entre todos aquella suma de buenos impulsos necesaria para oponerse al mal. No sin razón éste se considera más grave cuando se realiza por muchos: además de la mayor vileza y crueldad que hay cuanto es mayor el abuso de la fuerza, indica siempre mayor grado de perversión el criminal cinismo de discutir y combinar con otro u otros los medios de consumar un crimen.

Horrible es pensarlos, pero más proponerlos a fin de consumarlos, y la comunicación de los hombres para el mal es cosa tan execrable y tan execrada, revela tanta falta de conciencia y ofende de tal modo a los que la tienen, que bien claramente se nota estar grabada en ella esta verdad: «Los hombres no deben asociarse sino para el bien.»

La moral no varía pasando la frontera.

La justicia es una para todos los hombres, y debe condicionar todas las relaciones que entre ellos existan.

Las colectividades están obligadas a cumplir los preceptos de la justicia, conforme al deber de cada uno, y al poder de todos los que las componen.

Si la justicia es buena, si es necesaria para los hombres de cada nación, necesaria y buena tiene que ser para las naciones que pueblan la tierra, y aun los astros que brillan en el cielo si están habitados. Se concibe que haya seres que vivan sin comer y sin respirar, en el fuego del sol o la tenue impalpable, inconcebible materia de los cometas; pero no se comprende que ni en la Luna, ni en Júpiter, ni en las estrellas, ni donde quiera que haya seres racionales, deje de ser una necesidad la justicia.

Siendo el Derecho de gentes la justicia en las relaciones de los pueblos, ninguno puede sustraerse a él. Sea que las naciones comuniquen en la esfera intelectual, o bien en la moral o económica, ni sus ideas, ni sus sentimientos, ni sus intereses, pueden sustraerse a las reglas de equidad. Los náufragos que piden socorro en la costa; los mercaderes que llegan al puerto; los criminales fugitivos que pasan la frontera; los artistas, los hombres de ciencia, los que viajan por instruirse, los que se quieren establecer o hacen contratos en el extranjero; los que se encuentran desvalidos en tierra extraña, deben hallar en todo el mundo civilizado, amparo en su desventura, seguridad para su hacienda, respeto a todas las manifestaciones justas de su libertad, y represión si abusan de ella. Porque un hombre sea extranjero, no le hemos de dejar que muera sin socorro, que mate sin pena, ni que se le despoje de los bienes que posea, ni que se desdeñe la verdad que diga.

Un Estado, pues, debe a otro todo lo que un hombre debe a otro hombre, y algunas cosas más que el individuo por sí solo no puede realizar.

Y cuando los Estados faltan a lo que mutuamente se deben (y más o menos han faltado siempre hasta aquí), los hombres que los componen, ¿son individualmente responsables de toda la injusticia de la colectividad?

Aquí empiezan las grandes diferencias entra el individuo y el Estado, y el peligro de dar a las analogías una extensión que no tienen.

¿Por qué si un millón de hombres se confabulan para matar a otro, es cada uno responsable de todo el crimen consumado por aquella multitud? Porque los que la componen saben el mal que hacen y pueden dejar de hacerle. No es este el caso (hasta aquí) de las naciones que faltan a la justicia: las muchedumbres que las componen, ni saben lo que deben hacer, ni pueden dejar de hacer lo que hacen. En todos los pueblos hay todavía masas; materia imponible, sacrificable y extraviable, que da su dinero para proveer los parques, empapa con su sangre los campos de batalla y apoya los atentados contra el Derecho que ignora. ¿Comprenderá el de gentes cuando no sabe el patrio? ¿Podrá realizarle mientras no lo sepa? Además de esta ignorancia, hay las causas de error, señaladas en el capítulo XI; está el odio, las grandes diferencias que la separan de otros pueblos, el desdén, el despecho, las consecuencias de la injusticia, la posibilidad de vivir sin realizarla.

Las masas no saben el Derecho de gentes, no saben, por consiguiente, que le infringen: lo único de que tienen noticia es que se votan leyes para dar dinero y hombres; que se forman ejércitos y escuadras; que es preciso ser soldado y marinero, hacer el ejercicio en tiempo de paz y morir en tiempo de guerra: esto exige la obediencia a la ley, el amor a la patria. Así lo escriben los doctos, lo peroran los tribunos y lo mandan los fuertes. Los intereses de la patria, la integridad de la patria, la dignidad, el honor de la patria. ¿Quién no defiende todas estas cosas? Es indigno negarles apoyo, ni sería posible: el que rehúsa formar parte de la fuerza armada es objeto de coacción material, para convertirse después en instrumento de ella: así como la bola de nieve aumenta el poder de derribar con los cuerpos que derriba.

En las cuestiones internacionales, la inmensa mayoría de los súbditos respectivos no tienen idea clara de ellas, a veces no tienen idea alguna. El Jefe del Estado, el Ministro responsable, la Asamblea, dicen, tenemos razón, justicia, motivo de queja, derecho para conceder tal cosa, prohibir tal otra, concluir un tratado o declarar la guerra, y las masas apoyan y aplauden, u obedecen en silencio. Si estas resoluciones son contra justicia y alguno intenta manifestarlo, se ahoga su voz; si quiere resistirse, se le llama rebelde y se le sacrifica; cuando menos, se le oprime. En asuntos internacionales, la razón se escarnece con frecuencia, y el que la dice no está siempre a cubierto de las iras de la plebe o de la opresión de las mayorías.

Si se habla de ciencia, pueden llamarse plebe todos los ignorantes; si se trata de derecho, todos los que le desconocen, y como el de gentes le saben y le quieren tan pocos, resulta que sólo una imperceptible minoría le invoca, y que la casi totalidad le infringe muchas veces sin escrúpulo. Las muchedumbres beligerantes o vociferantes no alegan contra la parte sino que se lanzan contra el enemigo; son dos fuerzas, una enfrente de otra, muy firmes en su derecho; no le han discutido, no le saben, pero no dudan de él. Recórranse las filas de dos ejércitos hostiles y se verá que los soldados de entrambos están seguros de que tienen la razón de su parte; a ninguno le ha ocurrido dudarlo. Su causa es buena, porque es suya; porque se han identificado con su triunfo por amor, por odio, por lealtad, por orgullo, por todos los sentimientos poderosos de su alma, nobles y viles; su causa es buena, porque por ella sufren, por ella matan, por ella mueren...

¿Queréis producir el mayor asombro en un campamento? Pues decid: ¡Soldados! (y aun oficiales), reflexionad si eso que defendéis es el derecho, y si no lo es, deponed las armas. El que tal dijera no merecería los honores de un consejo de guerra; probablemente se le tendría por loco.

Este es el estado de las inteligencias y de las conciencias: viéndole, como pueden hallarse tantas semejanzas, para la realización del derecho entre los individuos y los Estados. ¿Cómo comparar al individuo que sabe la ley, que conoce que hace mal en infringirla, que puede obedecerla, a las grandes colectividades que ignoran el derecho, que faltan a él, sin conocerlo, y que aun cuando quisieran no podrían realizarle, porque una fuerza superior las impulsa contra él? Mientras las naciones aparezcan unas enfrente de otras como masas que se mueven a la voz de una pasión, de un cálculo errado, de un interés ilegítimo, y avancen con seguridad de conciencia, ¿es posible equipararlas a individuos que infringen la ley, es posible hacerlas aceptar una común, acatar un tribunal que las aplique y organizar una fuerza internacional que sostenga un derecho que se desconoce?

Como decíamos, se han exagerado las analogías.

La justicia es una para los individuos y para los pueblos; los medios de realizarla no pueden ser idénticos, sino que varían con las mayores resistencias que opone o las mayores facilidades que ofrece la colectividad respecto al individuo.

El Derecho de gentes positivo es infinitamente más imperfecto que el patrio, hasta el punto de considerarse legítima la apelación a la fuerza: las naciones del mundo civilizado tienen la voluntad y el poder de faltar mutuamente a lo que se deben, más que faltan entre sí los individuos de una nación. ¿Pero este estado es definitivo? No. ¿Estacionario? Tampoco... Hay progreso, y progreso muy rápido hacia el derecho; aumenta a la vez su conocimiento y la necesidad de realizarle: el nivel moral e intelectual de los pueblos sube; en una época tal vez menos remota de lo que se supone, habrá subido lo suficiente para que el Derecho de gentes, que hasta aquí halló más obstáculos, tenga más facilidades que el patrio. Investiguemos brevemente por qué.

Una nación, se ha dicho, como un hombre, puede faltar a la ley, delinquir; hay que hacer de modo que no falte impunemente, y que si comete crimen sea tratada como criminal.

Una nación, decimos nosotros, no es como un hombre; es un organismo, una armonía de hombres que obran según impulsos, sentimientos e ideas humanas, pero con medios superiores a los individuales.

El delincuente individuo tiene un mal propósito que precede al hecho culpable, y para combatirle carece de elementos completamente independientes de su yo, de aquel yo sujeto a la mala tentación. La voz de la humanidad y de la conciencia se confunde con el grito de la pasión; los cálculos, los propósitos, los razonamientos, todo recibe influencias perturbadoras de la codicia, del odio o del amor: la idea del deber pasa por aquella moralidad conmovida, vacilante, como un manantial de origen puro que corre a través de terreno cenagoso. Todos los motivos que tiene el delincuente para no serlo, preceptos religiosos, reglas del honor, deberes de la moral; todas aquellas influencias, aun las que parecen más exteriores, como la fuerza física que apoya la ley y los fallos de la opinión, siempre es dentro de sí donde se apoyan, y no hay palanca poderosa si el punto de apoyo es movedizo: si pesa, si mide, si calcula, siempre es él solo el que resuelve, siempre es su voluntad la que se decide por el bien o por el mal: responsable es de lo que haga, porque tiene medios de no hacerlo, pero estos medios están en él, son suyos, en términos de que no hay poder humano que le haga ser malo o bueno si él no quiere: esto constituye su mérito y su peligro, su poder y su desfallecimiento, su miseria y su dignidad. El individuo delincuente (hay que repetirlo, porque importa mucho no olvidarlo), para combatir su mal propósito, no ha tenido elementos independientes de su manera de ser, ni una fuerza exterior le ha imposibilitado de hacer mal.

La persona colectiva, la nación, cuando llega al período en que puede considerarse como ser racional; cuando ya no es rebaño, ni tropa que obedece al que la manda, o al que la subleva; la nación como han empezado a serlo, como serán las del mundo civilizado, en un día más o menos próximo, tiene elementos de bien y de mal, pero independientes unos de otros. Si 1.000, 100.000, 1.000.000 de hombres quieren infringir la ley internacional, cometer un atentado cualquiera contra otro pueblo; si 1.000, 100.000 o 1.000.000 de hombres combaten este mal propósito, lo harán sin participar de la obcecación o mala voluntad de sus compatriotas, viendo clara la razón y la justicia, siendo, en fin, un elemento de bien, independientes por completo del elemento que al mal se inclinaba. Esta independencia que tienen los componentes de la persona colectiva, independencia de que carecen los que constituyen el individuo, establecen una ventaja en favor de la moralidad de las colectividades cuando adquieren el grado de cultura necesario para que el bien no se desconozca.

Los motivos y las pasiones de una masa feroz o ávida de ganancia, no alteran la serenidad de las personas dignas a quienes repugna, en vez de seducir, la brutal rebeldía. Los malos deseos del individuo despiden como vapores al través de los cuales la luz de la verdad brilla menos para él, gritos desacordes que hacen menos perceptible la voz de la conciencia; pero los espectadores imparciales que son extraños a su tentación, lo son a su extravío y le combaten con sus fuerzas íntegras, la conciencia recta y la razón clara.

Como las minorías justas y razonables, muchas veces se han visto vencidas (no siempre) por muchedumbres locas o culpables, a través de la impotencia de los elementos del bien, no se ha distinguido su independencia; no se ha visto que los hombres ilustrados y equitativos de un pueblo no se dejen seducir como el individuo que infringe la ley; que aun siendo pocos, conserven su esencial rectitud, a la manera que una luz podrá ser insuficiente para disipar las tinieblas, pero no se apaga por brillar en la obscuridad. Por su incorruptibilidad, los elementos del bien se conservan, y aun se aumentan en medios propios para destruirlos: aunque sean débiles son invulnerables, y se los observa en la historia como corrientes que no pueden ser enturbiadas por otras más poderosas. De esta pureza esencial dimana su independencia; de su independencia su poder: en ocasiones, un corto número de individuos, uno solo, contiene a una multitud extraviada o la impulsa, si, apática, contempla el bien que podía hacer, el mal que podía evitar. Así, cuando en una colectividad predominan los elementos razonables y morales, no hará locuras o iniquidades, porque estos elementos independientes de los opuestos tienen una fuerza incontrastable, y no pueden ser vencidos como los que la flaca voluntad del culpable deja atropellar cuando delinque.

Otra diferencia que existe entre el individuo y la persona colectiva llamada nación, es que es soberana: que ella sola juzga de sus hechos, buenos o malos, y puede sostenerlos con la fuerza, si la tiene. Dícese que por esta situación han pasado los individuos, y que los pueblos de ahora están como los señores feudales que encomendaban a las armas la resolución de sus diferencias, y que como ellos, se sujetarán a la ley, sostenida por la fuerza.

Primeramente, los señores feudales no eran la sociedad feudal, sino una mínima parte de ella; por debajo estaba el pueblo, que buena o mala, tenía ley; por encima la religión, cuyo espíritu procuraba penetrar en la sociedad toda; estaba la Iglesia, cuyos mandatos desobedecidos unas veces se obedecían otras y constituían una regla y un freno: estaba la autoridad real, pisada en ocasiones, preponderante otras, pugnando siempre por establecer reglas y reducir rebeldías: estaba, en fin, la misma jerarquía feudal, que no dejaba de ser una organización sujeta a una ley. No se puede decir que ni aun en este período, relativamente breve, y que no bastaría para fundar en él una ley de la historia, hayan vivido los individuos de una nación, con la independencia unos de otros que hoy tienen las naciones entre sí: la sociedad feudal tenía sus leyes, bien duras para la mayoría, y aun la minoría privilegiada y rebelde, algunas reconocía, algunas aceptaba, algunos deberes iban unidos a sus exorbitantes derechos; ni podía suceder de otra manera: es absolutamente imposible que exista pueblo alguno, cuyos individuos no tengan más ley que su voluntad, y gocen, unos respecto de otros, la independencia que entre sí tienen las naciones: lo repetimos, esto no aconteció en la sociedad feudal, ni puede realizarse en ninguna.

Tenemos, pues:

1.º Que las naciones, siendo soberanas, tienen unas respecto de otras, una independencia que no han tenido nunca, que no pueden tener los individuos de ninguna.

2.º Que las naciones, cuando llegan a un cierto grado de cultura y moralidad, tienen en sí elementos para realizar el bien, independientes de toda mala influencia.

3.º Que no puede compararse para realizar el derecho una nación a un individuo, con menos recursos para rebelarse contra él, y con menos medios para evitar su infracción.

Si estas proposiciones son exactas, viene al suelo todo el edificio jurídico fundado en la semejanza de la nación y el individuo para la promulgación, aplicación y cumplimiento de la ley, y la fuerza que ha de hacerle efectiva, no es necesaria; más, no es posible.

La fuerza que ampara la ley dentro de una nación, se dirige contra minorías débiles por el número y por la ignominia que las cubre, contra los delincuentes; la fuerza fuera, la internacional, que ha de hacer efectivo el Derecho de gentes, se dirigiría contra soberanías poderosas, respetables y respetadas.

La política establece todos sus equilibrios con fusiles y cañones. La balanza queda en fiel. ¿Por cuánto tiempo? Hasta que se echen del otro lado algunos centenares de baterías, algunas decenas de buques blindados. A una nación le ocurre decir que todos sus hijos son soldados, y los arma: las otras necesitan ponerse a su nivel, y arman los suyos, cada una en la proporción que puede, y hay, además de guerra, neutralidad armada, paz armada, necesidad verdadera o supuesta, contra una constante amenaza. El monarca más ambicioso, el pueblo más batallador, el Estado, en fin, que por pasión o por cálculo quiera pelear y tenga elementos para la lucha en grande escala, da la ley, o para que no la dé, hay que armarse como lo está él: los pueblos así armados, forman combinaciones, alianzas y equilibrios tan inestables como es injusto el sentimiento que los impulsa: es un pugilato, cada día más sangriento y ruinoso, en que los fines de la barbarie usan de los medios de la civilización.

Semejante estado de cosas subsistirá mientras haya masas de cuya hacienda se pueda disponer para comprar armas, y cuyos brazos no se nieguen a blandirlas; mientras miles, millones de hombres maten y mueran, sin que pregunten qué derecho tienen para matar, ni por qué deber van a morir.

Las grandes potencias, las naciones de primer orden, se dice ahora. ¿Y cómo se mide esa primacía y esa grandeza? Ya lo hemos dicho, y no es menester decirlo, porque todo el mundo lo sabe, por el número de hombres que pueden armar. Esto que es lógico, dado el actual modo de ser de las sociedades, parecerá un día tan absurdo como es. En los Congresos diplomáticos de ahora, no entra, no puede entrar la idea de tribunal, de ley, de juicio ni de fallo: los que asisten a esas reuniones llevan en lugar de derecho, un hecho; por código, derrotas o victorias; por conciencia, el interés; por criterio, las instrucciones recibidas; por razón, la que llaman de Estado, recurso del que no la tiene. Es preciso olvidarse de todo esto, borrarlo de la memoria como de la práctica. Cuéntase de un hombre que preguntaba: ¿Qué era armonía? El interpelado le llevó adonde había ganado de cerda chillando como suele cuando se le hostiga o mortifica, y le dijo: ¿Oyes? Todo lo que no se parezca a esto es armonía. Al que quisiera saber lo que es equidad, podría llevársele a un Congreso diplomático, de esos que reúnen después de las grandes luchas, y decirle. ¿Ves? Todo lo que no se parezca a esto es justicia.

Las grandes potencias son las únicas que tienen voz y voto en los acuerdos de la política, y como si los pequeños no pudieran tener razón, se les niega hasta el derecho de exponerla.

Trátase de sustituir la jurisprudencia a la diplomacia, los Tribunales a los Congresos diplomáticos, la fuerza que apoya el derecho a la que le atropella. La Gran Alianza, o como ahora se dice La Confederación de Estados tendrá su Código, sus jueces, su ejército, y el pueblo delincuente será penado como lo es el individuo.

Nosotros creemos que mientras las naciones estén en estado de cometer delito, podrán resistir a la sanción penal, y que mientras haya necesidad de emplear ejércitos, éstos podrán apoyar el derecho o volverse contra él. La federación ha dado últimamente tres terribles lecciones, en Suiza, en Alemania, en los Estados Unidos de América. Pueblos eran que tenían una ley común, un Tribunal que la aplicara, una fuerza para obligar al cumplimiento del fallo; pueblos eran que tenían antiguos lazos, y los rompieron, encomendando a la suerte de las armas lo que creían su interés y su derecho: esto ha sucedido en los pueblos más adelantados del mundo. Se dirá que es porque no lo están bastante: cierto; si hubieran sustituido la idea de derecho a la de ejército no se habrían rebelado, pero entonces no se necesitaba la fuerza federal.

La historia de los progresos del Derecho de gentes, prueba que no depende de la fuerza que le apoye, sino de la razón que le comprenda y de la voluntad que le quiera. ¿Cómo se va estableciendo? Poco a poco, mientras sube despacio el nivel de la ilustración y de la moralidad, y son pocos los intereses comunes; muy de prisa, cuando aumenta rápidamente la ciencia y la rectitud de los pueblos, y sus intereses se confunden y se cruzan. El Derecho de gentes, ¿ha salido de los parques, o de las escuelas de los templos, de las fábricas, de los escritorios y de las asociaciones benéficas? ¿A qué victorias, de qué ejércitos, pueden referirse los triunfos de la justicia internacional? Si los náufragos tienen derecho a ser auxiliados en todas las costas del mundo civilizado; si los heridos en todos los campos de batalla son una cosa sagrada; si se ha abolido el corso, y la venta de hombres; si los extranjeros se equiparan en la mayor parte de las cosas a los nacionales; si el Derecho de gentes existe, en fin, ¿es a consecuencia de que hay numerosos ejércitos? ¿Es por ellos, o a pesar de ellos? Más veces le atropellan que le apoyan, y sin esa fuerza que se invoca para auxiliarle, sus progresos serían más rápidos. Porque entiéndase, que la fuerza no sólo opone al derecho los obstáculos directos y ostensibles que todos vemos cuando oprime, sino indirectos, e infinitamente más poderosos. Si los miles de millones que se gastan en organizar fuerza, se emplearan en enseñar derecho, todos los pueblos lo sabrían y le querrían, y no se necesitaba más para establecerle. Para comprar hierro, acero y plomo y mantener a los que lo manejan, las naciones se empobrecen, y su miseria y su ignorancia se añade al poder de los mismos que la causan. Así, cuando vemos un progreso de la justicia entre las relaciones de los hombres, es porque han comprendido una verdad, su verdadero interés, o cedieron a un noble impulso, a un sentimiento humano, no porque un ejército triunfara: la justicia no se conquista, se sabe, se merece, se gana.

Aquellas cosas que las naciones comprenden como justas y útiles, las practican entre sí, con tratados o sin ellos, y sin sanción penal: ahí están numerosos hechos que lo confirman, muy numerosos, porque hoy, en las relaciones no hostiles de los pueblos, el derecho es la regla; atropellarle la excepción: este derecho no es todavía la expresión exacta de la justicia, pero se acerca cada vez mas a ella, y la guerra que viene a suspenderle, no se atreve a negarle: pasa como una ola destructora, y después que pasó, el tratado de paz restablece, si no todo el derecho, una gran parte de él; toda aquella que está en la inteligencia y en la conciencia humana; por desgracia nada más, por dicha nada menos.

Cuando el derecho está en la atmósfera moral e intelectual, se respira; no pueden dejar de respirarle los débiles y los fuertes84, los grandes y los pequeños. ¿En virtud de qué tratado se respeta la vida de los prisioneros de guerra? No existe ninguno ni hace falta para que este derecho sea ley internacional. ¿Por qué el Presidente del Poder Ejecutivo de los Estados Unidos pide a un jurisconsulto reglas para humanizar la guerra y se conforma con ellas? ¿Por qué el Czar, el omnipotente autócrata, a sí mismo se impone como ley esas reglas respecto a los prisioneros, y aun las mejora en favor de sus enemigos? Ninguna fuerza material le compele a ello. ¿Por qué la Prusia triunfante se justifica de la acusación de haber infringido alguna vez en la guerra con Francia el Convenio de Ginebra? ¿Por qué presenta un alegato en regla con documentos justificativos? ¿A quién teme en su omnipotencia?

Estamos tan acostumbrados a referir el orden a la sanción de la fuerza física, que no comprendemos el poder de la moral, infinitamente mayor y más eficaz cada vez; no ya los hombres de acción y de guerra, sino los literatos y los pensadores, persisten en no ver remedio a los atentados que pueda cometer un ejército sino oponiéndole otro. Laveleye, comprendiendo el peligro de dar al Tribunal internacional el apoyo de un gran ejército, declara que no puede concedérsele. «De lo contrario, dice, las naciones dejarían de ser independientes, y se consagraría un derecho universal de intervención, y el más insignificante debate podría dar lugar a una guerra general. Tendríamos una Santa Alianza aumentada, lo cual no sería una gran garantía para el progreso y la libertad.»

Veamos cómo se expresa Card a este propósito:

«M. Patricie Larroque critica mucho esta conclusión (la que acabamos de ver de Laveleye), que le parece extraña. Cree, con razón, que la sentencia de cualquier juez es completamente inútil, si no existe fuerza suficiente para hacerla respetar. -Se reirían, dice, de estas decisiones, como el ladrón y el asesino se reiría de los fallos de la justicia si no viese al gendarme detrás del juez. -Esta respuesta de M. Larroque es prudentísima (est pleine de sagesse), pero de ningún modo refuta la grave objeción suscitada por M. de Laveleye, y tiende únicamente a afirmar un punto no controvertido

De modo que un autor cuya obra ha sido premiada por la Facultad de Derecho de París85, un autor hombre de fe y de progreso que escribe en el año de 1876, considera que el equiparar a las naciones a ladrones y asesinos riéndose del juez si no hay gendarmes detrás, es UN PUNTO NO CONTROVERTIDO. Aunque parezca temeridad y aunque lo sea, nosotros no sólo controvertimos, sino que negamos resueltamente esa supuesta identidad de la persona colectiva con la individual.

Ya hemos dicho, y a nuestro parecer probado, que en las naciones que han llegado a cierto grado de cultura y moralidad, hay elementos poderosos para la realización del derecho, elementos con una independencia, con una incorruptibilidad, puede decirse, de que carecen las facultades del individuo que cede al impulso culpable.

Las naciones tienen una independencia que no han tenido nunca los individuos, digan lo que quieran los que las comparan hoy a los señores feudales; por eso son dueñas de aceptar o no la ley internacional; por eso no la aceptan o tardan en aceptarla; por eso apelan a la fuerza. Pero una vez aceptada la ley, no la pueden infringir, se hallan moralmente imposibilitadas de infringirla. ¿Moralmente? Dirá alguno en son de mofa. Sí, moralmente. Hay imposibilidades morales como físicas, y no es menos imposible que un hombre honrado robe o asesine, que el que la atracción de los cuerpos no se verifique en razón inversa del cuadrado de las distancias.

¿Cuándo acepta una nación como ley una regla de conducta respecto a las otras naciones? Cuando le parece justa o útil, o las dos cosas a la vez. Este parecer es su modo de pensar y de sentir, que se ha formado lenta y difícilmente hasta constituir opinión. La opinión es el parecer de la mayoría de los que influyen en el modo de obrar de un país, y cuando ella acepta la ley, ella hace que se cumpla: las rebeldías, si las hubiere, nótese bien, estarán dentro, no fuera; no tendrán carácter internacional, porque los que se oponen al cumplimiento de lo mandado serán reducidos a la impotencia por los que lo apoyan, por aquel gran elemento independiente, sostenedor de preceptos libremente aceptados, fielmente cumplidos fuera por coacción moral, que dentro puede ser física en caso de rebeldía de algunos individuos, en gran minoría, como lo están siempre los delincuentes. La opinión no puede ser rebelde a sí misma, no puede querer y no querer una cosa al mismo tiempo, y cuando quiso aceptar una ley internacional, querrá cumplirla.

Se arguye que la ley internacional variará con la opinión; pero a las naciones les sucede lo mismo, sin que por eso dejen de cumplirse, y dice bien Laboulaye: «Hace tiempo que hemos renunciado a la idea de un código eterno aplicable a pueblos que se modifican de continuo. Antes de imponer a los hombres un código inmutable sería necesario petrificar el género humano.»

Y que la ley internacional se cumple sin coacción física es un hecho. Abolida la trata, ninguna nación de las que firmaron el pacto ha faltado a él. Habrá habido individuos negreros, como hay ladrones y asesinos, y a los que con razón se han equiparado, pero las naciones como tales, no han autorizado el comercio de hombres. Abolido el corso, no ha habido corsarios entre las naciones abolicionistas; era moralmente imposible que los hubiera, y ni Francia, ni Alemania, ni Rusia, ni Turquía, firmantes del Tratado de París, en sus guerras después de él han dado patentes de corso. El Código internacional de Banderas se cumple, en la medida de los medios materiales de cada nación. Las naciones se advierten mutuamente de las luces que encienden en las costas a fin de que todos los marinos puedan utilizarlas; cumplen sus tratados de comunicaciones telegráficas y postales, los de extradición de delincuentes, los de comercio. Los tratados equiparan cada día más a los extranjeros con sus súbditos, y obran casi siempre en justicia respecto a ellos. No hay que olvidar que las relaciones de los súbditos de diferentes Estados y de éstos con los súbditos extranjeros, están condicionadas por el derecho, unas veces escrito, otras no, siempre cumplido; esta es la regla que pasa desapercibida, porque en la justicia como en el aire salubre, se vive naturalmente, notándose la excepción que es la iniquidad, como se advierte la pestilencia de los gases mefíticos.

Y en todas estas leyes que se cumplen, en todo este derecho que se realiza, ¿dónde está el gendarme que vence las resistencias y evita que los contraventores se burlen de los fallos del juez? No calumniemos al mundo civilizado, equiparando a los pueblos con los delincuentes: si queremos comparar, comparemos las naciones, no con un criminal rebelde a la ley, sino con un hombre honrado y fuerte, que la hace respetar en su casa.

¿Y la guerra? ¿Y este atentado contra derecho que halla instrumentos o cómplices en todos los pueblos cultos? Detestamos la guerra como el que más; anatematizamos con todas nuestras fuerzas ese choque de soberanías indómitas, que siguiendo impulsos brutales, sacrifican vidas y haciendas, huellan la justicia y obscurecen sus nociones. Pero por horrible que nos parezca la guerra, y por onerosa que sea la paz armada, no dejamos de ver claramente que no tiene poder para contener los progresos del derecho. Esto matará a aquello decía Victor Hugo, refiriéndose a la imprenta y a la arquitectura; con mucha más razón puede decirse del derecho respecto a la fuerza. El empuje material de ésta es hoy tanto, que deslumbra, fascina, y al ver el número de hombres que sacrifica de tan lejos y en tan poco tiempo, parece que jamás fue tan poderosa; pero no hay que confundir el poder mecánico con el verdadero, porque los hombres van dejando (aunque despacio) de ser autómatas. Para esperar o desesperar de la paz futura, no consideremos los instrumentos que emplea la guerra, sino las ideas que la combaten, los intereses que perjudica, y veremos que jamás se demostró con tanta energía su absurdo por el entendimiento, su perjuicio por el cálculo, su iniquidad por la conciencia; no consideremos la fuerza brutal de que dispone, sino el crédito de que goza, y veremos que éste disminuye en una proporción mayor que crece la fuerza destructora de las materias explosivas que emplea; no contemos solamente la posibilidad de allegar recursos para presentar en batalla masas en número hasta ahora desconocido, sino la imposibilidad cada día mayor de trastornar las relaciones del mundo civilizado que se organiza para la paz, que la necesita más imperiosamente cada vez.

Seebohm ha escrito un libro poco voluminoso86, del cual dice su traductor M. Farjasse: «Es la obra más persuasiva y concluyente que he leído, sobre el triste asunto de la guerra, y he leído muchas, desde que tengo el honor de pertenecer a la Sociedad de Amigos de la Paz. No hay declamaciones o lugares comunes, ni sobre la pretendida gloria militar, ni sobre los horrores indecibles del campo de batalla, ni sobre la moral evangélica, ni sobre la fraternidad de los pueblos; no hay sueños, no hay utopias; historia, números, hechos incontestables, medios prácticos y con frecuencia practicados, res non verba, prueban la posibilidad de aplicar el sistema de reforma del Derecho de gentes propuesto por el autor.

Aparte de esta conclusión, porque no nos parece práctico para establecer el Derecho de gentes, la creación de un Tribunal internacional con una fuerza armada suministrada por todas las naciones que haga efectivos los fallos; aparte de que M. Seebohm, como suele acontecer al que ve bien una fase de una cuestión, prescinde algo o mucho de las otras, es cierto que el autor inglés deja en el ánimo el convencimiento de que los pueblos a medida que se civilizan, se hacen dependientes unos de otros por sus múltiples relaciones económicas, y que de esta mutua dependencia resulta ser cada vez más necesaria la paz, y cada vez más perjudicial la guerra. En absoluto, ningún pueblo civilizado es hoy independiente de los otros, pero hay grados en esta escala que M. Seebohm establece de la manera siguiente:

Naciones en el período de mayor dependencia:

Holanda.
Inglaterra.
Suiza.
Bélgica.

Naciones en el período en que se bastan a sí mismas:

Francia.
Italia.
Zollverein.
Dinamarca.
Grecia.
Suecia.
Noruega.
España.
Austria.
Portugal.
Rusia.
Turquía.

Naciones en el primer período, que puede llamarse de juventud.

Los Estados Unidos.
El Brasil.
Las Repúblicas de América.
Las Colonias inglesas, etc., etc.

Esta clasificación no puede tomarse a la letra, pero no es por eso menos evidente que Holanda, que exporta e importa a razón de 1.200 reales por habitante; Inglaterra a razón de 1.100, sufren mayor trastorno con la guerra, que España que exporta e importa a razón de 100 reales por habitante, y Rusia por valor de 80 reales; Inglaterra necesita de los otros pueblos para proveerse de primeras materias, para expender los productos elaborados con ellas, para abastecerse de mantenimientos y hasta para enviarles una parte de su exuberante población. La prodigiosa prosperidad de Inglaterra es un mecanismo muy complicado que el menor obstáculo entorpece, una armonía que necesita el reposo de la paz, no sólo dentro, sino fuera. La guerra separatista de los Estados Unidos, produjo verdaderos desastres en los distritos ingleses que viven de la industria algodonera, y este recuerdo y el convencimiento de que la prosperidad de la Gran Bretaña depende, en gran parte, del algodón de América, contribuyeron, y mucho, sin duda, a la avenencia cuando la cuestión del Alabama: si Inglaterra no hubiera necesitado de los Estados Unidos, es casi seguro que hubiera roto las hostilidades en vez de pagar la indemnización.

La política de no intervención, y pacífica de Inglaterra, no es un sistema de sus hombres de Estado, es una condición de prosperidad nacional. Con motivo de la cuestión de Oriente se ven luchar los elementos bélicos y los pacíficos; los hombres de conciencia que quieren lo justo y los de cálculo que quieren lo útil; los que ven el interés por el prisma del egoísmo, y la dignidad de la nación a través de antiguas preocupaciones. Los siervos del Czar87 se lanzan sin vacilación, en masa, al campo de batalla: los súbditos ingleses vacilan: la Inglaterra se pone en ridículo, dicen, decaen: sí, para la guerra; pero se eleva y se hace uno de los primeros pueblos del mundo para la paz.

La observación de los hechos y la investigación de las causas que los producen, deja el convencimiento de que la guerra, no sólo es cada día más repugnante a la razón, más antipática al sentimiento, sino más incompatible con la prosperidad de los pueblos; que hoy no puede ser el estado permanente o prolongarse años y años como antes sucedía; que es una cosa excepcional, y que todo indica que llegará a ser una cosa imposible.

La gran violación del Derecho de gentes, el mayor obstáculo a que se extienda y consolide la guerra, no tiene condiciones para vivir indefinidamente; por el contrario, la vida intelectual, moral y económica de las naciones, será su muerte. El día en que la apelación a las armas parezca absurda, injusta y perjudicial, nadie recurrirá a ellas; mientras esto no suceda, habrá que lamentar los atentados de la fuerza; triste verdad, pero verdad, en fin, que no deja de serlo por desconocerla o negarla.

Suprimida la guerra que viene a suspender, a pisar muchas veces el Derecho de gentes, éste se establecerá naturalmente, perfeccionándose a medida que sea más perfecta la noción de la justicia entre los pueblos.

La ley internacional, repitámoslo, es difícil de establecer, porque se admite por soberanías que tienen el poder de rechazarla; pero una vez establecida, es fácil de observar, porque han de darle cumplimiento, no individuos, que pueden faltar a ella, sino colectividades, que tienen el poder de cumplirla, y la voluntad también, sin lo cual no la hubieran aceptado.

Lo esencial es establecer la ley internacional, y a este fin deben dirigirse todos los medios que se empleen por los amantes de la paz y de la justicia.

Combatir aquellas pasiones y errores indicados en el capítulo XI, como causas de que el Derecho de gentes no haya seguido los progresos del patrio.

Generalizar el conocimiento del derecho en general.

Promover la instrucción.

Elevar el nivel moral.

Estrechar los lazos que unen unos pueblos con otros, por medio de asociaciones internacionales que se constituyan para todos los fines humanos, y en que todas las clases tomen parte.

Extender las Sociedades de los amigos de la paz.

Favorecer el impulso bien marcado ya, a codificar el Derecho de gentes, como medio de generalizarle y determinarle.

Promover Congresos internacionales en que se discutan las cuestiones de derecho y llevarlas también a la prensa periódica.

Promover la publicación de impresos que traten del Derecho de gentes, desde la obra fundamental propia para los doctos, hasta la cartilla que le haga comprender al hombre del pueblo.

Influir para que el poder legislativo recaiga en hombres que hagan leyes favorables a la justicia entre las naciones.

Inclinar la voluntad de los poderosos hacia todo aquello que directa o indirectamente pueda contribuir al establecimiento del Derecho de gentes.

Siempre que se trate de recurrir a las armas, hacer cuanto posible fuere por conjurar la guerra, con manifestaciones, razonamientos, protestas, proposiciones de arbitraje y todos los medios, en fin, de evitar la apelación a la fuerza; de aplazarla, y en todo caso, de que vaya precedida de un gran descrédito.

Consignar, generalizar, dar una publicidad universal a los fallos razonados de la opinión contra el Soberano que declara una guerra injusta, la hace cruel o vilmente abusa de la victoria.

Denunciar al mundo todo abuso de la fuerza, todo atentado contra el derecho, toda negativa de un Soberano que no responde con benevolencia a las manifestaciones cordiales de que es objeto.

Presentar a la gratitud, al respeto, al amor del mundo, al Soberano que pudiendo abusar de la fuerza la somete a la justicia y emplea su poder en estrechar los lazos de fraternidad humana.

Estos medios que proponemos no están en la esfera oficial, porque en este asunto esperamos menos de la iniciativa de los Gobiernos que del impulso de la opinión. Por eso nos parece más realizable un Areópago internacional filantrópico que el oficial que propone Bluntschli. Las Asociaciones filantrópicas podrían enviar a él sus delegados que examinasen las cuestiones y diesen sus fallos en nombre de la ciencia y de la conciencia humana. Se examinarían las cuestiones entre los pueblos, y se diría quién tenía razón, quién sin ella había recurrido a las armas, quién había abusado de la victoria. Estos veredictos razonados se comunicarían al mundo por medio de una gran publicidad. Al principio es posible que hicieran reír a los diplomáticos y a los soldados, pero al fin harían pensar. Para poner en práctica este medio, no se necesitaba más que el convencimiento de su utilidad; en todos los pueblos cultos hay número suficiente de hombres ilustrados y rectos que aceptarían esta delegación.

Como no es posible pasar sin transición al reinado del derecho, del de la fuerza, sin recurrir a ella, tendrían los Estados medios eficaces de dar apoyo a la ley. Primero promulgándola, después negando trato cordial a la nación que a cumplirla se negara.

Abolida la esclavitud, por ejemplo, no tener ni enviar Embajadores a España, ni admitirla en las Exposiciones universales, etc., hasta que diera libertad a sus esclavos; abolido el corso, no tener trato amistoso con las naciones que no han renunciado a él, etc., etc. No decimos que se interrumpiera toda relación, esto no sería posible, ni aun justo; que quedaran los Cónsules para las comunicaciones necesarias, que se retiraran los Embajadores en prueba de que no querían relaciones amistosas. Así, los fallos de las mayorías, que no siempre tienen razón, serían eficaces sin degenerar en tiránicos, porque no se apoyaban en fuerza material, y había muchos medios de combatirla de la opinión si se extraviaba. Antes de llegar a la armonía, podría pasarse por la coacción moral, procurándole más eficacia que hoy tiene.

Esto nos parece, porque no creemos que el Derecho de gentes se realice por medio de soldados que pueden sostenerle y también hollarle: la necesidad de un ejército lleva consigo la posibilidad de abusar de él.




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Capítulo XVI

Resumen y conclusión


Hemos procurado formarnos una idea de lo que es el Derecho de gentes en tiempo de paz y en tiempo de guerra.

Constituyen este derecho algunas leyes (pocas aún por desgracia) bien definidas y verdaderamente internacionales, solemnemente aceptadas por todas las naciones; los tratados especiales que varían de unas a otras, y los usos admitidos que forman verdadera jurisprudencia por una especie de pacto tácito, pero fielmente cumplido.

Cuando en tiempo de paz un hombre viaja por un país que no es el suyo, o quiere establecerse en él, halla alguna ley general y muchos tratados especiales que condicionan de una manera, equitativa las más veces, sus relaciones con los súbditos y el Estado extranjero, y además, usos y costumbres que le admiten cordialmente, y lejos de considerarle enemigo, ni aun extraño, le equiparan a los naturales de la tierra, de modo que en toda ella es considerado como compatriota para las cosas esenciales y el ejercicio de la mayor parte de los derechos. Los políticos se le niegan, porque no existe derecho político-internacional, estando sustituido por la razón de Estado que aplican los diplomáticos, y la fuerza que manejan los militares. La igualdad de soberanía de las naciones no es cierta más que en sus dominios, fuera de ellos, las que no son grandes potencias, carecen de voz y voto en las grandes cuestiones que les dan resueltas, con desprecio de su razón si la tienen, y siempre de su dignidad.

De esta situación jurídica, de esta carencia de ley, resulta que, a voluntad o a capricho, se convierten en hostiles las relaciones pacíficas entre los pueblos, que no hay ninguna regla equitativa para hacer la paz, y que los hombres, sin que su voluntad sea consultada, o contra ella expresa, varían de Soberano, se traspasan, se cambian o se dan en compensación del dinero que no se puede dar. Por analogía, sin abusar de ella, afirmando identidades donde hay sólo semejanzas, podría decirse que las personas colectivas llamadas naciones, tienen derechos civiles, pero no políticos.

El derecho de la guerra versa sobre el modo de hacerla, no sobre la razón con que se declara, ni sobre la justicia con que se termina, y más bien que derecho es una limitación de los atentados contra él. Pero la dificultad, la imposibilidad de que se realice entre los súbditos de diferentes naciones que luchan a mano armada, no viene de que son extranjeros, sino de que son enemigos: en las guerras civiles no son más humanos los compatriotas entre sí, aun suelen serlo menos, de modo que la apelación a la fuerza lleva consigo la infracción del Derecho de gentes, no porque sea internacional, sino porque es derecho.

En las luchas a mano armada entre las naciones, hay la guerra y el combate; éste es refractario a toda regla de justicia, puede llamarse ilegislable; aquélla admite leyes, algunas ha promulgado, otras cumple sin promulgarlas.

El Derecho de gentes, que en los pueblos antiguos no existía más que en germen, que en la Edad Media era una aspiración de los justos, es una realidad en las naciones modernas, y a sus preceptos puede decir lo que Tertuliano a sus correligionarios: Ayer no existía y hoy llenáis la tierra. Ni la literatura, ni las ciencias, ni las artes, ni el comercio, ni la industria, han hecho los progresos que realiza el Derecho de gentes: es prodigioso y consolador el ver la rapidez con que se han extendido por todo el mundo los principios de justicia y confraternidad humana, hasta el punto de penetrar en el caos sangriento de los campos de batalla, de arrancar el prisionero a la ira vengativa y hacer del herido una cosa sagrada. Lo que apenas se atrevía a implorar la compasión, se exige como deber; lo que se pactaba en un caso especial, se cumple sin pacto en los casos todos, por ser cosa convenida entre las conciencias.

Las legislaciones se uniforman rápidamente, disminuyen los conflictos a que la diferencia de leyes da lugar en las relaciones de los extranjeros entre sí o con Estados de que no son súbditos.

Los pueblos más refractarios a la igualdad equiparan en las cosas esenciales a sus súbditos con los extranjeros, a quienes se conceden derechos civiles, por regla general, que muy pronto no tendrán excepción alguna.

Siendo el carácter del hombre el lazo esencial que debe unirlos a todos, el sentimiento de la humanidad facilita el cambio de nacionalidad, de modo que la naturalización se dificulte menos cada día, y el extranjero se convierte en compatriota, tiene los derechos de tal, mediante condiciones cada vez más fáciles de llenar.

Siendo la justicia universal, todos deben hacerla y recibirla, y los pueblos contribuyen a ella de consuno, auxiliándose en la aplicación de las leyes, tanto civiles como penales, en cuanto lo permiten las divergencias, cada día menores, que hay entre las legislaciones.

Habiendo tantas ideas, tantos sentimientos, tantos intereses comunes, se hace sentir cada día más imperiosa la necesidad de acuerdo, de armonía, de regla fija y una, de ley. Hay Congresos internacionales para abolir el corso, para prohibir las balas de fusil explosivas, para amparar a los militares heridos, para convenir en el modo de comunicar por telégrafo, de hacer los trabajos estadísticos, hasta para el arqueo de los barcos.

Con ser tantos los convenios y tratados entre los pueblos y sus relaciones oficiales, es infinitamente mayor el número de las establecidas sin intervención del Estado, por individuos de todos los pueblos, que se asocian para la investigación de la verdad, la enmienda de la culpa o el consuelo de la desgracia. Los hombres de todos los países fraternizan en el amor al arte, o a la ciencia y a la humanidad; llevan al fondo común sus ideas, sus descubrimientos, sus alegrías, y también sus dolores y sus odios; la Internacional prueba que las fronteras desaparecen para los de abajo como para los de arriba; que no hay nada que se limite a la patria, que todo pertenece a la humanidad. Virtudes, vicios, sentimientos benévolos, rencores deplorables, escándalos, altos ejemplos, todo se comunica y se propaga, todo repercute y se refleja del uno al otro polo.

El interés de todos está, cada día más, en el bien y en la bondad de todos, porque el frecuente trato con miserables, en el doble sentido de la palabra, no puede ser útil ni aun para los que lo sean; la conveniencia de que se eleve el nivel moral del mundo entero, se hace sentir a medida que las comunicaciones se activan. El que viaja, el que navega, el que especula, tiene grande interés en hallar donde quiera gente honrada, humana, hospitalaria para el viajero, íntegra para con el negociante, compasiva con el náufrago. A la balanza de comercio hay que sustituir la de la moralidad; se va comprendiendo, aunque despacio, cuánto pierden los pueblos con quiméricas ganancias materiales, que no se pueden explotar los vicios de una nación sin absorberlos, y cómo los egoísmos colectivos se transforman muy pronto en desgracias para la colectividad.

El Derecho de gentes no se ha perfeccionado a medida del patrio, por causas que es preciso combatir enérgicamente y que de hecho se combaten por los sentimientos fraternales, la mayor cultura, el conocimiento más exacto del verdadero interés y la necesidad imperiosa, imprescindible, de establecer reglas equitativas entre personas y colectividades que están en comunicación continua, y cuyos intereses se cruzan y entrelazan de tal modo, que si no se deslindan con el derecho, se rompen y se destruyen. Estos intereses, no sólo son económicos, sino morales y jurídicos; sin la cooperación de todos no puede haber armonía, y sin armonía es irrealizable la justicia dentro de la patria, por no concurrir a ella elementos esenciales del extranjero.

Todo lo que tiene vida está organizado; las colectividades no pueden eximirse de esta ley en su vida moral, intelectual y económica. El municipio, la provincia, la nación, son un organismo; el mundo es menester que sea otro, y lo será y lo está siendo, porque se organiza rápidamente y casi sin notarlo; tan natural y necesaria es la organización en elementos que concurren a un fin, sea el que sea.

De todos los ámbitos de la tierra se elevan voces pidiendo paz, orden, justicia, ley, no para este o aquel pueblo, sino para las naciones. La humanidad necesita amor y sacrificio, a la manera que el hombre necesita aire y luz; pero ha menester derecho como sustento; los agentes imponderables precisos para la vida no bastan para vivir. Se pide, se proclama, se discute el derecho; las Academias, las Asociaciones, los pensadores, los filántropos, los hombres de Estado, las Asambleas legislativas, piden que se sustituyan los fallos de la ley a las soluciones de la fuerza. Ésta es cada día más repulsiva al corazón y al entendimiento, más perjudicial para el interés.

La fuerza, de divinizada y reveladora de los juicios de Dios que era, de gloriosa, de heroica, de noble, va descendiendo a brutal, si no está acompañada del derecho: sola, es cada día más débil, y así lo comprende. Ved aquel Soberano que representa el poder material de un gran Estado. Hombres convertidos en máquinas homicidas, caballos que hacen temblar la tierra, escuadras que cubren el mar, cañones cuyo estrago llega a donde apenas alcanza la vista, todo obedece a su voz; su voluntad, como un fulminante, determina la explosión de aquellos increíbles aparatos destructores: a una señal quedan asolados los campos, arden las ciudades, caen los hombres como mies bajo la guadaña, y las naves acorazadas desaparecen antes que digan ¡ay! por última vez todos sus tripulantes. ¡Qué poderío!

¿Y por qué ese omnipotente escribe un papel y le da a la estampa? Con un millón de hombres armados a sus órdenes, antes de declarar la guerra, ¿por qué la motiva, por qué intenta probar que tiene razón? ¿Por qué reflexiona muy detenidamente lo que ha de decir en ese impreso? ¿Por qué le manda publicar desde su palacio para que le lean sus súbditos y los extranjeros, los que habitan en alcázares, en tugurios, en cabañas, todos? Porque comprende, o instintivamente conoce, que se acerca la hora en que no habrá fuerza sin justicia, en que la razón hará callar las baterías; por eso, en medio de la dócil multitud de sus portafusiles, obedece a un poder invisible que le manda pedir el beneplácito de la opinión antes de dar la señal del combate.

La voluntad recta y la razón ilustrada aun no levanta muros impenetrables, pero empieza a trazar límites; esos límites podrán no ser hoy más que líneas, pero sobre ellas se edificará. Todavía la fuerza pública tiene que proteger contra el populacho inglés a Mr. Gladstone, y lo que es más triste, aun hay hombres superiores que usan argumentos de vivac y filosofía Krupp, pero en número y en crédito disminuyen, y todo lo que se desacredita se hace imposible.

La guerra, en medio de su omnipotencia mecánica, tiene debilidades que no puede disimular, y aparece a la vez insolente y vergonzante. ¿No afirman los que la declaran que se hace entre Estados y no entre individuos, que no se hace a los ciudadanos de una nación sino o sus soldados? El Estado parece que es una cosa independiente de la patria, una especie de dragón erizado de puntas de hierro, vomitando llamas, y choca con otro monstruo que, como él, está fuera de la humanidad. Todo esto es contradictorio y absurdo; pero con frecuencia, al ir del error a la verdad, se pasa por la contradicción, y parece como que no hay quien se atreva a decir ya que la guerra se hace entre hombres.

Pero en esta frase de que la guerra se hace entre Estados, ¿no hay más que una contradicción y un absurdo? Queriendo, o sin quererlo, ¿no significa que esas masas que lleva a la batalla no son la conciencia, la inteligencia, el interés de la nación? Esa especie de divorcio mental entre los ciudadanos y los soldados, ¿no significa que los que piensan y trabajan son hombres de paz? Aumentando el número de los trabajadores y de los pensadores, la paz se perpetuará, y así como ya no hay guerras de religión, no las habrá de ambición loca, de vanidad ridícula, de cálculo errado. Estudiando bien la cuestión, es evidente que llegará ese día, y aun podrá llegar antes de lo que las apariencias indican.

Los elementos perturbadores agitan las superficies sociales, ensordecen con sus ruidos desacordes, deslumbran con sus luces de relámpago; mientras conservan alguna actividad fascinan y abruman; la víspera de morir, se proclaman inmortales y hallan multitudes que les den crédito. Por el contrario, los elementos armónicos obran callada y reposadamente; se elevan como el nivel de las aguas cuyo origen está en el fondo: hoy se niega su existencia, mañana es irresistible su poder.

El Derecho, cuyo imperio absoluto en las relaciones de los pueblos, se tiene por imposible, va penetrando en ellos: cuando le sepan, le querrán; cuando le quieran, le realizarán voluntaria indefectiblemente. La ley internacional, difícil de establecer, porque tiene que ser voluntariamente aceptada por colectividades soberanas, es fácil de hacer cumplir una vez que se proclame, por ser moralmente necesario que quien la admite la cumpla: para ser obedecida no necesita ejércitos; su fuerza no está en las bayonetas, sino en la conciencia humana. El Derecho de gentes no ha sido, no es, no puede ser coacción, sino armonía: existe en la medida que concurren a él los sentimientos elevados, las ideas exactas, los intereses bien entendidos, no en virtud de su fuerza armada que suele servir para conculcarle.

Los hechos sin analizar se arrojan a veces como montañas para sepultar bajo su mole la inteligencia y la esperanza, y de que una cosa no ha sido nunca, se concluye que no será jamás; pero la historia es un maestro, no un tirano; su ley no es la fatalidad, y sus lecciones enseñan que el progreso del derecho, lento en otras épocas, es rápido en la nuestra, y lo será más cada vez, porque cuando la razón ha logrado romper las ligaduras que la aprisionaban, desciende sobre la humanidad, como caen los graves, con movimiento acelerado: confiemos en su triunfo.

En alas de la fe en Dios y del amor a los hombres, elevemos nuestro espíritu a las grandes alturas, y veremos desde ellas distintamente la luz de la justicia universal. Fortificados con esta visión divina, volvamos a la tierra, a la realidad, para luchar con las pasiones, con los intereses, con los errores, con la ignorancia; arrostremos la oposición, la calumnia, el olvido, y cuando llenen nuestro corazón de amargura, consolémonos con el recuerdo de la verdad que hemos contemplado. Si hubo un tiempo en que esperar fue soñar o creer, hoy esperar es pensar.

Pensemos y esperemos.




 
 
FIN.
 
 


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