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Capítulo VIII

Relaciones hostiles



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I. Interrupción de las relaciones amistosas.-Primeros actos de hostilidad

Las naciones viven, si no en armonía, en paz, mientras conservan entre sí aquellos procederes que han convenido en llamar derecho, ya porque lo crean tal, ya porque le impongan o le acepten conforme a los cálculos del interés, los desmanes de la fuerza o la impotencia de la debilidad.

Cuando el modo de ser de dos pueblos uno respecto a otro varía; cuando se interrumpen sus procederes amistosos para romper la paz y declarar la guerra, ¿qué condiciones exige el Derecho de gentes? Ninguna. Esta respuesta, la más breve, nos parece la más conforme a la verdad. ¿Qué importa que los publicistas, al escribir de Derecho internacional, enumeren los casos en que le hay a declarar la guerra, y los medios que deben emplearse antes de recurrir a ella, si cada nación la hace cuando quiere y por lo que quiere? Cálculos interesados, ambiciones bastardas, vanidades pueriles, peligros imaginarios, susceptibilidades ridículas, soberbias satánicas, cualquiera de estas cosas, o la combinación de todas o de varias de ellas, puede determinar y determina a un pueblo a tomar las armas, sin que el Derecho de gentes tenga nada que oponer.

Se escarnece la justicia con la ficción jurídica de que los que se combaten están entrambos de buena fe; se les reconoce la beligerancia, y el Derecho de gentes representado por los neutrales, se cruza de brazos, asiste a la pelea, y espera a ver quién puede más para darle la razón. El victorioso impone al vencido su voluntad, como si estuvieran solos en el mundo; exige tributos, arrastra a los hombres como rebaños, y contra su derecho y su voluntad los declara súbditos.

Una nación puede abusar de la victoria fuera, o de la fuerza dentro; puede hollar las leyes divinas y humanas; puede llevarse los hombres por fuerza, o esclavizarlos, sin que los demás pueblos protesten en nombre del Derecho de gentes, y hagan casus belli, el caso de honra y de conciencia.

En vista de todo esto, ¿para qué disertar sobre el por qué es lícito hacer la guerra? Pasaremos a investigar cómo se hace.

El Estado que se dice ofendido, perjudicado o amenazado, puede, conforme al Derecho de gentes, y antes de declarar la guerra, recurrir a los medios siguientes:

1.º Secuestrar los bienes que el Estado ofensor tenga en su territorio, o las hipotecas sobre estos mismos bienes.

2.º Secuestrar los bienes de los particulares súbditos del ofensor, si éste ha hecho lo mismo con los que tenían en su territorio los súbditos del ofendido.

3.º Despedir o expulsar los súbditos del ofensor.

4.º Arrestar, a título de rehenes, a los representantes del ofensor o a sus súbditos.

5.º Arrestar a los funcionarios, y aun hasta los súbditos del ofensor, si éste se ha anticipado a hacerlo con los del ofendido.

6.º Interrumpir las relaciones comerciales, y las comunicaciones postales, telegráficas o cualesquiera otras.

7.º Negarse a ejecutar los tratados, o denunciar como injustos los existentes.

8.º Anular los privilegios y derechos concedidos a los súbditos del ofensor9.

Quien dice ofensor, puede decir ofendido, porque como las quejas no siempre están fundadas en derecho, ni es prueba de tener razón el recurrir a la fuerza, se hablará con más propiedad, diciendo enemigo, en vez de ofendido y ofensor.

Estas determinaciones adoptadas a veces de hecho, constituyen lo que se llama derecho, puesto que están lejos los publicistas de condenarlas por unanimidad; Bluntschli las condena con reserva, y no en absoluto.

Cuando semejantes medidas de rigor no dan por resultado conseguir satisfacción de la ofensa o indemnización del daño, o, en fin, el objeto propuesto al adoptarlas, suele recurrirse a las armas; también se ha podido apelar a ellas sin ninguno de estos preliminares; el que hace la guerra es el único juez del modo de empezarla, de la rapidez con que debe hacerla, y si su situación y el éxito de las operaciones militares, exige que inmediatamente recurra a ventilar el asunto por medio de la fuerza. El que apela a ella, entre los pueblos cultos, se impone ciertos deberes, admite ciertas limitaciones, se sujeta a ciertas reglas, cuyo conjunto se llama Derecho de la guerra. Mucho se ha discutido sobre él en Congresos, en conferencias, en libros, y a la verdad, es más fácil escribir a continuación una de otra estas dos palabras guerra, derecho, que establecer relación jurídica entre las cosas que significan.

Derecho es regla de justicia; guerra es solución de fuerza; de modo que existe entre ellos, más que separación o diferencia, antagonismo y hostilidad; no sólo están discordes, sino que pugnan.

Ocurre preguntar: ¿Cómo el hombre, teniendo la idea de derecho hace la guerra, o cómo pretende llevar a la guerra la noción del derecho? El hombre hace la guerra porque no se forma idea clara de la justicia, ni es su voluntad firme para realizarla, y quiere llevar al combate alguna regla equitativa, porque es un ser moral y le repugna el desenfreno incondicionado de la fuerza bruta; porque es sensible y le conmueven los furores de la crueldad; porque se complace en el orden y experimenta malestar con el trastorno producido por quien se sobrepone a toda ley. El hombre (el de nuestro siglo) no es, ni bastante bueno, cuerdo e ilustrado para hacer imposible la guerra, ni bastante malo, insensato e ignorante para no imponerle condiciones que la hagan menos repulsiva a la razón, menos abominable a la conciencia: vive en una época de transición, lucha entre el pasado y el porvenir, unas veces rodeado de luz, otras en obscuridad profunda, con ecos para las voces divinas y rugidos de fiera, duda, vacila, teme, espera, decae, cobra aliento, se contradice, lucha, tiene negaciones impías, afirmaciones sublimes, y purificando la mano ensangrentada en el combate con las lágrimas que vierte al contemplar sus víctimas, escribe el derecho de la guerra; si este derecho no puede llamarse justicia, es al menos una aspiración, una protesta.

La palabra derecho, tratándose de la guerra, tiene una significación muy distinta de la que se le da cuando se aplica a las otras relaciones de los hombres; conviene comprenderlo así para no incurrir en la equivocación de que dos cosas son iguales porque han recibido el mismo nombre. Landa titula su excelente obra El Derecho de la guerra conforme a la moral, título que cuadra más a la recta conciencia y noble corazón del autor, que al asunto del libro, donde se anatematiza de la manera más elocuente y sentida, esa misma lucha sangrienta que se pretende moralizar; todos los que hablan de ella como de cosa susceptible de ser regida por el derecho incurren en frecuentes contradicciones, y escriben frases como esta de Wheaton: el Derecho de gentes positivo no hace ninguna distinción entre una guerra justa y una guerra injusta.

No nos hagamos, pues, la ilusión de creer que las relaciones hostiles entre los hombres pueden ser justas, por entrambas partes al menos, y que es dado armonizar la guerra y el derecho; se da este nombre en las luchas a mano armada entre pueblos cultos, a ciertas reglas que condenan los horrores que no parecen necesarios, y las vilezas que se tienen por más infames. Se parece un poco este derecho al que las personas compasivas para con los animales establecen respecto a ellos: no matar a los que no estorban ni molestan; no mortificarlos sin utilidad, y cuando gustan y aprovechan, comérselos.

Estas reglas, a que se da el nombre de derecho, aunque a veces no se reconocen, y otras se infrinjan, no dejan de tener un gran valor por los males que atenúan, por las víctimas que salvan, por los crímenes que evitan, por la protesta que formulan, por el inmenso progreso que revelan. Hay contradicción entre ellas y otras que se admiten y practican, contradicción bienhechora, por la cual se ve que el hombre se ha humanizado bastante para no ser lógico en la ferocidad, y que ama la justicia y no prescinde de ella, puesto que quiere llevarla aún a donde no puede ir; esta aspiración contribuirá eficazmente a realizarla.

Partamos, pues, de que no es un verdadero derecho el que llaman derecho de la guerra, y estudiémoslo en sus principales aplicaciones.




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II. Definición de la guerra

«La guerra es el estado de una nación que, a falta de otro medio, defiende por la fuerza sus derechos naturales.» (Landa.)

«La guerra es el empleo de violencias legítimas a que se recurre en última extremidad.» (Heffter.)

«La guerra es una cuestión entre dos Estados independientes, sostenida por la fuerza.» (Wheaton.)

«La guerra es el arte de obligar a un Gobierno enemigo a hacer una paz justa.» (Baleine.)

«La guerra es un estado de violencias indeterminadas entre los hombres.» (Martens.)

«La guerra es un debate que se ventila por la fuerza.» (Cicerón.)

«La guerra es el estado de los que tratan de resolver sus disensiones por medio de la fuerza.» (Grocio.)

«La guerra es la defensa violenta del orden.» (Taparelli.)

«La guerra es una lucha a mano armada entre diversos Estados ocasionada por una cuestión de derecho público.» (Bluntschli.)

«La guerra es la industria más insalubre y peligrosa.» (Molinari.)

«La guerra es el estado habitual del género humano.» (Maistre.)

«La guerra es una cuestión ventilada por medio de las armas, entre dos o más naciones o colectividades que proclaman derechos soberanos.» (Field.)

Nosotros definimos la guerra diciendo, que es el empleo de todos los medios violentos que consideran necesarios o convenientes dos Estados o colectividades poderosas que luchan entre sí, para conseguir un fin que puede o no ser justo.




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III. Clasificación de la guerra

Suele la guerra distinguirse en

Pública, solemne, cuando se declara en forma y se empieza en regla.

Perfecta, cuando una nación entera lucha con otra, estando todos los ciudadanos del pueblo autorizados por el Soberano para combatir a los del enemigo.

Ofensiva, cuando el que la hace toma la iniciativa y acomete, ya invadiendo el territorio del enemigo, ya atacando sus naves o sus puertos.

Defensiva, cuando el que la hace se limita a defenderse.

Civil, cuando es entre compatriotas.

Justa, cuando se hace para defender el derecho que no puede realizarse de otro modo.

Injusta, cuando se hace contra derecho, o pudiendo sostenerlo por otros medios.

Dada la índole de nuestro trabajo, de estas clasificaciones nos interesa principalmente la que se refiere a la justicia; mas el que falta a ella al declarar la guerra, podrá ser condenado por la conciencia de las personas equitativas y ante el tribunal de la historia, pero si es fuerte, nadie le detendrá en su marcha.

Para colmo de desdicha, no ya los hombres políticos, que sustituyen a la verdadera razón la que llaman de Estado; no ya los ambiciosos, que no atienden a ninguna; no ya los fanáticos, que las pisan todas, sino hasta los que discuten en la elevada esfera de las ideas, patrocinan a veces lo que debían combatir. Si en algunos casos el pensamiento influye malamente sobre el hecho, en otros éste repercute en el pensamiento y le extravía, como una emanación pestilente que empaña un cristal diáfano. Diríase que el hecho de tantas guerras injustas y de tantas iniquidades, ya horrendas, ya viles como en ellas se han cometido, tiene vapores mefíticos para la verdad, la justicia y la conciencia.

Cierto que hay teorías corruptoras, pero también prácticas que depravan, y las de la guerra deben haber influido para que ni aun los publicistas estén conformes al definir su justicia. Unos, con un fatalismo desesperado y verdaderamente impío, declaran la guerra al estado normal y necesario del hombre, que es lo mismo que declararla siempre justa, porque, ¿cómo puede condenarse al que sigue una ley natural e inevitable, que dice: dadme armas para matar, lo mismo que puede decir: dadme aire para que respire? Otros señalan a la guerra justa, motivos insuficientes, límites poco determinados, o la apoyan en principios vagos o conocidamente erróneos. Por fortuna hay autores, cuyo número aumenta cada día, que no tienen por guerra justa sino aquella que se hace en defensa de un derecho que no se puede realizar por otro medio. «La variedad que se nota en estas prescripciones (las relativas a las justicias de la guerra), dice Landa, indica la dificultad de precisarlas, y la vaguedad en que forzosamente se formulan permite a las Cancillerías encontrar textos que absuelven la guerra mas inicua. Era práctica antigua, que parece resucitar ahora, la de hacer la guerra siempre que convenga y haya medios para ello; pero tales violaciones de la moral no alcanzan a empañar la claridad con que el derecho constituyente se revela a las conciencias.»

En efecto: la historia antigua, moderna y contemporánea pone de manifiesto que hace la guerra quien quiere y puede. Unas veces se invocan cosas santas como la religión, la patria, la justicia, la libertad; otras se habla de conciencias, o se alegan cínicamente los intereses. Derecho positivo, no sólo no existe, sino que como si no pudiera existir, como si fuera verdad evidente por sí misma la opinión de Heffter, de que no se puede pronunciar sobre la justicia de una guerra, se supone que asiste a entrambas partes. Los neutrales se abstienen de favorecer a ninguna, en virtud de una ficción, y asisten impasibles sin mengua de su decoro al espectáculo de la sangrienta lucha. Cada hombre de por sí puede opinar que uno de los dos combatientes no tiene razón, pero todos juntos, y llamándose Estado, se la dan a entrambos, suponiéndoles la misma buena fe, igual derecho.

La paz armada, la neutralidad armada, procura poner coto a las rapiñas de los combatientes, pero no se ocupa de su justicia: trata más bien de objetos manufacturados y frutos coloniales, que de conciencia y honor.

Tal es la práctica. En cuanto a la teoría, conforme hemos indicado, no se forma de pareceres tan equitativos y unánimes como fuera de desear, aunque no se tomen sino los de aquellos escritores de más humanos sentimientos e ideas más levantadas.

Bluntschli, en su Derecho internacional codificado, dice: «Que el interés por sí solo no justifica la guerra; que no puede hacerse ni aun por un motivo justo y legítimo, sino después de haber empleado inútilmente todos los medios pacíficos de obtener satisfacción en tiempo hábil; que la guerra es el último, no el primer medio para hacer respetar el derecho. Pero también añade: «Me parece que el derecho de un pueblo de empuñar las armas en caso de necesidad para constituirse como le parezca, para desarrollar sus disposiciones naturales, para cumplir su misión, proveer a su seguridad, defender su honor, es más natural, más importante, más santo que los empolvados manuscritos que comprueban los derechos de una dinastía.» Ya se comprende el peligro de declarar justa una guerra que se emprende para desarrollar disposiciones naturales y para cumplir su misión. Todos los conquistadores han desarrollado disposiciones naturales, y han dicho, y aun creído, que llenaban una misión. Los pueblos, como los individuos, propenden a creer que poseen aptitudes especiales, y en cuanto son fuertes, se juzgan predestinados a imponer su voluntad.

Esta propensión humana, revelada tantas veces por los abusos de la fuerza, no es bastante combatida, y aun parece indirectamente autorizada en ocasiones por los sostenedores del derecho. Para comprender bien todo lo peligroso de las vaguedades al definir la justicia de la guerra y dar mayor latitud a la esfera de su derecho, hay que recordar que el que la declara es el mismo que la califica, que es el solo, único juez de cuando su seguridad, su honor, el desenvolvimiento de sus altas dotes o el realizar su alta misión, puede constituir un casus belli. Si además de la ambición que ciega del poder que embriaga, el Soberano, hombre o pueblo, puede autorizarse para recurrir a las armas con los oráculos del derecho, de temer es que las vuelva contra él, y de sentir y de extrañar que los que no participan de sus errores y de sus pasiones puedan en ningún caso autorizarlas.

Mejor determinada nos parece la justicia de la guerra por Landa: «En nuestro concepto, dice, no hay más que una razón justificada para la guerra, y ésta es la defensa de los derechos naturales. Ahora bien; ¿cuáles son éstos para las sociedades o naciones? Los mismos de que gozan los individuos. Toda nación tiene derecho a existir en la extensión geográfica y en la forma política en que sus asociados la han constituido: tiene también derecho a la libertad, o sea a ejercer todos los actos que por naturaleza sean lícitos, así dentro de un territorio como en el que no es de nadie, como en el mar: esto es lo que constituye su independencia. Toda nación tiene, por otra parte, no sólo el derecho, sino el deber de exigir que la vida y la libertad de sus ciudadanos sea respetada en cualquiera parte del mundo donde se hallen, entendiéndose por libertad la de ejercer actos no prohibidos por las leyes del país en que se encuentran.

»Así, pues, todo ataque a la integridad o a la independencia de un Estado o a la vida o libertad de cualquiera de sus súbditos por parte de otro estado, constituye un casus belli, y autoriza al ofendido para apelar a la fuerza, si de otro modo no le satisface.

»Éstos, sólo éstos son justos motivos de guerra, no las faltas a la cortesía internacional, ni las pretensiones personales de los Monarcas, ni las veleidades de engrandecimiento de sus Ministros, ni la propaganda religiosa o política, las opiniones armadas, como decía Pitt.»

Nosotros llamamos guerra justa la que se emprende para defender el derecho que no puede sostenerse sin ella, se hace con humanidad y se termina con justicia.

No tenemos noticia de ninguna guerra que pueda entrar en esta definición. El derecho de gentes enmudece sobre el punto más esencial, y pretendiendo dar leyes a la guerra, prescinde de su justicia.




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IV. Declaración de guerra.-Primeras consecuencias de las hostilidades

Pocos autores habrán escrito sobre derecho de la guerra que no encarezcan la necesidad de apurar todos los medios pacíficos para conseguir el objeto que se propone el que trata de emprenderla; pocos Estados que han resuelto acudir a las armas desisten de su empeño, ni de buena fe envían sus representantes a los Congresos internacionales que se reúnen para evitarla: los diplomáticos hacen como que dan y escuchan razones, y entretanto, en los puertos se activa el armamento de los barcos, y en el interior el de los hombres. El que puede y quiere hacer la guerra se propone un objeto imposible de conseguir sin ella, ya porque se desconozca su razón, ya porque, no teniéndola, pretende imponer su voluntad. Juez en su propia causa, difícil es que la falle equitativamente, y ni está muy dispuesto a recibir consejo, ni a creer en la buena fe de los que pretenden dárselo. Aunque aparenten pesar razones y derechos, suelen arrojar en la balanza errores, codicias, ambiciones, iras. El que declara la guerra, dice que tiene razón para hacerla. ¿Lo cree él? Tal vez sí, tal vez no. ¿Lo creen los otros? No, probablemente; pero se abstienen de emitir su opinión porque a las naciones no les es dado votar sino a cañonazos, y aquellas que no pueden o no quieren hacer fuego, no hacen nada y se declaran neutrales.

Aun prescindiendo de toda idea de humanidad y de justicia, dadas las relaciones que hoy tienen los pueblos entre sí y los muchos intereses que entre ellos se cruzan, parece que no debían aceptar tan fácilmente una situación que les causa perjuicios materiales, y creer por su palabra, u obrar como si creyesen al que dice: yo tengo razón para hacer la guerra.

En el Congreso de París en 1856 se intentó algo, si no para que la razón dirigiera a la fuerza, al menos para contenerla un poco en sus primeros ímpetus. Díjose allí que los Estados entre los cuales surgiese algún conflicto, en vez de empuñar inmediatamente las armas, recurrieran antes a los buenos oficios de una potencia amiga que procurase arreglar sus diferencias. No se pretendía que los fuertes no pegasen, se intentaba que escucharan; pero ellos no han querido renunciar al derecho de pegar sin oír, y la proposición quedó sin efecto. La fuerza no quiso sentar el mal precedente de que se pusiera en duda su infalibilidad. El que discute, razona; el que razona, justifica o condena: es una pendiente muy rápida y peligrosa. ¡Dónde iríamos a parar si la omnipotencia de los Krupp se detuviera ni un momento ante el poder invisible de unos cuantos hombres inermes que invocaban el derecho! El de hoy positivo es que una nación declara la guerra cuando y a quien quiere.

«Cada Estado, dice Wheaton, tiene derecho a recurrir a la fuerza como único medio de reparación de las ofensas que se le han hecho, del mismo modo que los particulares tendrían derecho a este recurso si no estuvieran sometidos a la ley civil. Cada Estado tiene también el derecho de juzgar por sí mismo la extensión de las ofensas que pueden justificar semejantes medios de reparación».

Ni para hacer la guerra se necesita parecer ajeno, ni para emprenderla declaración formal conforme a reglas que parecen tan necesarias, por honor, respecto a los enemigos armados; por justicia, respecto a los inermes y a los neutrales.

«Admitido que la guerra civilizada debe regirse por los principios del honor, es indudable que debe preceder a las hostilidades la declaración de guerra»10.

Pinheiro Ferreira opina que sólo el que emprende una guerra injusta está obligado a declararla, lo cual equivale a decir que no tiene esta obligación nadie, puesto que todo beligerante cree, o dice al menos, que la justicia está de su parte.

«El derecho de la guerra exige que antes de empezar las hostilidades materiales se dirija al enemigo, con quien hasta allí se mantenían recíprocas relaciones amistosas, una declaración de guerra»11.

«No es necesario, dice Bluntschli, dejar un plazo entre el ultimatum y el principio de las hostilidades; pero la buena fe y el principio de que la paz debe presidir a las relaciones de los Estados, exigen que se deje al adversario bastante tiempo para evitar la guerra cediendo sin dilación.» Luego añade en nota; «No puede negarse que estas formalidades, cuando todos se avienen a ellas, ofrecen ventajas para la seguridad pública, establecen con exactitud el momento en que concluye la paz y empieza el estado excepcional de la guerra. Comprobar este hecho de un modo exacto es de la mayor importancia para muchísimas cuestiones; pero debe añadirse que de un siglo a esta parte no se considera necesaria esta formalidad. Lo que importa es indicar la intención de hacer la guerra y comprobar el hecho de que se empiezan las hostilidades, cuyo efecto puede conseguirse con un manifiesto dirigido a todas las naciones, y por consiguiente, al enemigo también. El derecho internacional concede hoy tanto valor a un manifiesto general como a una declaración de guerra solemne y recíproca. Se atribuye generalmente ahora menos importancia a estas formalidades: la claridad del derecho sale perjudicada, pero los hombres de Estado y los generales se encuentran mejor así.» No hay, como se ve, completo acuerdo entre los publicistas, y a pesar del parecer de los más de que no se puede en justicia empezar la guerra sin declararla, se hace sin esta declaración cuando se cree conveniente y sin que los perjudicados reclamen en nombre del Derecho de gentes, lo cual vale tanto como el decir que sobre este punto no existe. Lo que es cada día más imprescindible es dar un manifiesto al mundo explicando los motivos de la guerra antes de emprenderla, o al mismo tiempo que empiezan las hostilidades.

Rotas éstas, la diplomacia y las Cancillerías tienen sus reglas y fórmulas: retírase el Embajador y los Cónsules, pero no pueden retirarse con ellos tantas personas de su nación, establecidas en el país amigo ayer, hoy enemigo; tantos intereses allí creados; y la resolución de emprender la lucha a mano armada, en vez de resolver las cuestiones de derecho, crea conflictos graves entre pueblos que vivían, no sólo en paz, sino en relaciones íntimas.

Antiguamente puede decirse que apenas se comunicaban las naciones más que para combatirse; la paz, aunque fuese larga, no establecía lazos ni creaba intereses comunes; parecía una tregua que no hacía cesar el aislamiento ni la enemistad al suspender el combate. En la paz, descansaban los pueblos, pero sobre las armas, y a una señal se acometían de nuevo, sin encontrar obstáculos en derechos que desconocían, en hechos que no podían verificarse: la guerra horrible, brutal, estaba en armonía con otros horrores y otras brutalidades, y era lógica.

Hoy acontece todo lo contrario: los pueblos están en comunicación íntima, activa, cordial, beneficiosa, y al estallar la guerra, las personas, los intereses, los afectos, las ideas, todo recibe choques violentos, y el que rasga un tratado de paz, es difícil que se forme idea de los daños que causa y de los lazos que rompe.

Las naciones que se declaran la guerra, tienen en su territorio miles de súbditos del enemigo, industriosos, ricos o sabios; miles de empresas que unidas proseguían los beligerantes: miles de negocios complicados, para cuya resolución se necesitaba armonía; intereses cuantiosos cruzados al infinito, y que para no ser lastimados habían menester un acuerdo común.

La guerra estalla como una bomba en un edificio que fuese a la vez taller, museo, laboratorio, cátedra, biblioteca y archivo, y por mucho que sea su ímpetu ciego, no puede prescindir enteramente de tantas relaciones como ha establecido la paz: el derecho se presenta bajo la forma de tantos hechos, que no puede atropellarle del todo.

Surgen cuestiones en proporción al gran número de relaciones entre los beligerantes.

1.º ¿Se ejercerán violencias con los súbditos del enemigo?

2.º ¿Se expulsarán del territorio?

3.º ¿Se les despojará de sus bienes?

4.º ¿Se les negará el pago de las deudas que con ellos tiene el Estado?

5.º Las obligaciones que los súbditos de los beligerantes han contraído entre sí, ¿dejan de serlo por el hecho de la guerra?

6.º ¿Se permitirán relaciones pacíficas entre los súbditos inermes de los beligerantes?

7.º Los Estados que se hacen la guerra, ¿romperán mutuamente todos sus compromisos? ¿Quedarán libres de toda obligación uno respecto de otro?

8.º ¿Qué reglas de derecho se seguirán para el combate, después de la victoria, en el país invadido, en el mar, con los súbditos del beligerante, con sus aliados, con los neutrales? ¿Cuáles, en fin, serán las leyes de la guerra?

La última cuestión, que comprende tantas y tan difíciles de resolver, la trataremos extensamente en secciones sucesivas, exponiendo en ésta con brevedad lo que respecto a las otras constituye el Derecho de gentes entre los pueblos cultos.

1.º Violencias contra los súbditos del enemigo.-Las vías de hecho contra súbditos pacíficos del enemigo que se hallen en el territorio son una excepción, y es de desear y de esperar que sea más rara cada vez; en todo caso, cuando se verifiquen habrán de considerarse como un atentado que el Derecho de gentes condena.

2.º Expulsión de los súbditos del beligerante.-Está condenada por los publicistas unánimemente, puede decirse: los Gobiernos la practican o se abstienen de ella, según temen y aborrecen o no a los súbditos del enemigo que viven en su territorio; no puede defenderse semejante medida en derecho, pero como se sustituye a él con tanta frecuencia, en las relaciones hostiles de los pueblos, el cálculo, el temor o el odio, resulta, que no sólo no hay nada pactado tácita ni expresamente respecto a la expulsión de los súbditos del enemigo, sino que el Gobierno puede verse obligado, contra su voluntad, a decretarla, cohibido por las iras populares, y temiéndolas respecto a los que obliga a salir de su territorio.

3.ºDespojo de los súbditos del enemigo.-La propiedad privada del enemigo, aunque en principio se respete, no deja de correr graves riesgos al estallar la guerra, ya porque puede ser ocupada por vía de represalias, ya capturada en el mar, como veremos más detenidamente: no siendo en estos dos casos, puede decirse que no sufre ataque directo, por más que experimente perjuicios. Aunque no se estipule en los tratados, los Gobiernos y los Tribunales de todas las naciones se abstienen de despojar a los súbditos del enemigo, aun cuando les expulsen de su territorio.

4.ºPago de deudas por parte del Estado a los súbditos del beligerante.-Los Estados, como se sabe, tienen deudas con nacionales y extranjeros; cuando éstos son súbditos del enemigo, conservan íntegro su derecho y se les paga lo mismo que a los demás acreedores.

5.º Obligaciones mutuas de los súbditos de los beligerantes.-La guerra, cuyo carácter es cada vez más transitorio, no destruye, suspende el modo de ser normal de los pueblos durante la lucha. Terminada ésta, el derecho no prescribe, y lo pactado obliga naturalmente a los súbditos de los beligerantes, a menos que la guerra haya hecho daños o realizado cambios que hagan imposible el cumplimiento de la obligación.

6.º Relaciones pacíficas entre los súbditos inofensivos de los beligerantes.-Estas relaciones se han tenido por imposibles, tanto bajo el punto de vista del derecho y la conveniencia, como positiva y materialmente. Hoy empiezan a considerarse de otro modo; muchos publicistas opinan que los súbditos beligerantes tienen derecho a continuar sus relaciones mercantiles y otras pacíficas, y los Gobiernos no lo tienen para impedirlas, a menos que no sea indispensable a las operaciones militares, y para conseguir o abreviar el fin de la guerra. Esta opinión es consecuencia de considerar la guerra como hecha de Estado a Estado, y deja a los particulares que sigan en sus relaciones como en tiempo de paz, hasta donde sea posible. Pero como esta consideración se impone, y como no sólo los Gobiernos, sino los odios de los pueblos la interpretan y extienden sin regla alguna, la del Derecho de gentes sobre este punto es que, por lo general, cuando dos naciones se declaran la guerra, sus relaciones pacíficas se interrumpen.

7.º Los Estados que se hacen la guerra, ¿rompen todas sus mutuas obligaciones?-Los beligerantes, que respecto a los súbditos del enemigo respetan hoy muchos principios de derecho, le tienen poco en cuenta en sus relaciones, una vez rotas las hostilidades. Deudas que entre sí tuvieren, contratos, pactos, quedan sin satisfacer y sin cumplimiento desde que se ha tirado el primer cañonazo: se entiende, por regla general, que todo compromiso entre Estados tiene por condición para cumplirse que han de estar en paz. Puede suceder, y sucede a veces, que al concluir los tratados se prevé el caso de guerra, y se establecen, para cuando llegue, condiciones que aceptan las partes contratantes, y a que no falta ningún pueblo que en algo estime su buen nombre.

Además de los compromisos contraídos por los beligerantes que obligan en tiempo de guerra, tienen otros con la humanidad, a que no deja de pertenecer el enemigo por serlo; compromisos, unos expresos, otros tácitos, y todos obligatorios para cualquiera nación honrada. Así, los firmantes del Convenio de Ginebra respetarán los enemigos heridos y la neutralidad del personal y material sanitario. Los firmantes de la declaración de París no darán patentes de corso, y aunque no haya, respecto a prisioneros, compromiso terminante, ningún pueblo culto les negará cuartel, porque faltaría al Derecho de gentes, etc.

En cuanto a las obligaciones de un Estado respecto de otro, y que de hecho dejan de serlo durante la guerra, ¿se restablecen con la paz? El Derecho de gentes nada dice; la suerte de las armas responde, y la victoria determina, lo que ha de ser obligatorio y aquello que ya no obligará.




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V. ¿Quién puede declarar la guerra?-Beligerancia

«Un estado de guerra no existirá de un modo valedero, sino entre partes a quienes no se puede impedir que recurran en sus contestaciones a violencias arbitrarias, de las cuales no son responsables a nadie»12.

«El derecho de hacer la guerra, lo mismo que el de autorizar represalias y otras medidas de retorsión de hecho, pertenece en todo pueblo culto al poder supremo del Estado»13.

«La guerra es una lucha armada entre diversos Estados con motivo de una cuestión de derecho público, pero se reconoce no obstante la cualidad de beligerantes a los partidos armados que sin haber recibido de un Estado constituido el derecho de combatir con las armas en la mano, se han organizado militarmente, y combaten de buena fe, sustituyéndose al Estado, por un principio de derecho público»14.

Los publicistas, el Derecho de gentes y la opinión general parecen de acuerdo en que hay guerra, siempre que luchen a mano armada Estados independientes e irresponsables por un motivo que no es personal de ninguno de los individuos que los componen. Aunque se diga que los Reyes absolutos hacen la guerra por motivos personales, es porque el Estado son ellos, porque los vasallos consideran como suyos los intereses del Monarca, y hasta se identifican con sus pasiones: en semejante situación, el Rey significa la ley o la patria, y más bien que una persona, es la personificación de una cosa. Pero si el Derecho de gentes concede a todo Estado independiente el derecho de declarar y hacer la guerra, no está tan conforme respecto a las colectividades que se levantan en armas, aunque lo hagan por un principio de derecho público.

Esta apreciación de quién puede hacer la guerra, según el Derecho internacional, lleva consigo el reconocimiento de la beligerancia, cosa muy importante por las ventajas que proporciona al que le obtiene, y los perjuicios que experimenta aquel a quien se ha negado. El beligerante, es decir, aquel que declara la guerra con derecho, tiene muchos, tanto con respecto a los neutrales como ante el enemigo.

Por la ley internacional, el beligerante es un combatiente de buena fe que, vencedor, tiene derecho a imponer su voluntad, y vencido a ser amparado. Si navega, podrá entrar en los puertos neutrales para reparar averías, abastecerse de víveres, dejar enfermos o heridos, y hasta para vender las presas hechas al enemigo; si fugitivo entra en aguas o territorio neutral, se le desarma, pero no se le entrega al enemigo, ni aun se le considera como prisionero. El combatiente no beligerante es un pirata en el mar, en tierra un bandido que, como reo de delitos comunes, debe entregarse al Soberano contra quien se rebeló, o será penado por el que le captura, según los casos. Contra él se permiten alistamientos, armamentos, construcción de buques de guerra, todo; la neutralidad no se entiende más que entre beligerantes; el que no lo es hace la guerra contra derecho, y no puede invocar el de gentes.

Esto para las naciones que no toman parte en el combate; respecto a las que lo sostienen, no es menos esencial la diferencia de beligerante a rebelde; a aquél se le hace prisionero, se respeta su vida, se le trata con humanidad y hasta con atención; a éste se le captura, se le somete al fallo de los Tribunales o a un consejo de guerra, se le envía a presidio o a Ultramar, se le da garrote o se le fusila.

Asunto de tal importancia no podía dejar de ocupar mucho a los autores que del derecho de la guerra tratan.

Respecto a la guerra entre Estados, aunque en realidad uno sólo puede tener razón, caso de que no les falte a entrambos, se supone que asista a los dos; esta especie de artificio, lógico y necesario partiendo del hecho, hoy imprescindible, de que las naciones no tienen juez y lo son ellas de cuándo y a quién han de combatir a mano armada, simplifica la cuestión de beligerancia: los Estados independientes que se declaran la guerra son, pues, beligerantes.

La dificultad de derecho y de hecho empieza cuando dos Estados de una confederación o parte de los súbditos de un Estado se alzan en armas, y cuando las empuñan los habitantes de un país invadido contra el invasor.

«El reconocimiento de la cualidad de beligerantes no es una resolución potestativa, sino simplemente la comprobación de un hecho cuyas consecuencias se imponen natural y forzosamente»15.

«La guerra civil rompe los lazos que existen entre la sociedad y el Gobierno, o suspende, cuando menos, su fuerza y sus efectos: da origen en la nación a dos partidos independientes, que se miran como enemigos, y no reconocen ningún juez común. ¿Quién fallará de qué lado está la justicia? No tienen superior común sobre la tierra; están, pues, en el caso de dos naciones que entran en el litigio, y que no pudiendo entenderse, recurren a las armas. Hay guerra civil cuando en un Estado hay un partido que no obedece al Soberano, y es bastante fuerte para resistirle a mano armada, o en una República, cuando la nación se divide en dos fracciones opuestas, y de una y otra parte se recurre a las armas»16.

«Si el cambio en la existencia de un Estado es el resultado de la separación de una provincia o de una colonia de la madre patria, la soberanía exterior del Estado no puede considerarse como completamente establecida, sino cuando su independencia se ha reconocido por las otras naciones. Mientras la guerra civil continúa y la madre patria no ha renunciado a sus derechos de soberanía, los Estados extranjeros pueden permanecer neutrales concediendo a los partidos beligerantes los derechos que la guerra da a los enemigos públicos.

»El uso general entre las naciones es considerar que semejante guerra (la civil) da a cada uno de los partidos que se combaten todos los derechos de la guerra, uno respecto de otro, y aun para con las naciones extranjeras»17.

«La guerra civil tomará el carácter de guerra internacional cuando el partido rebelde se haya emancipado completamente del cuerpo del Estado, constituyendo una existencia territorial independiente»18.

«Se reconoce la cualidad de beligerantes a los partidos armados que sin recibir de un Estado ya constituido el derecho de hacer la guerra, se han organizado militarmente y combaten de buena fe, por un principio de derecho público, sustituyéndose al Estado.

»Esta es una excepción a la regla de que la guerra existe solamente entre Estados. Pero un partido político que intenta la realización de ciertos fines y se constituye en Estado, es hasta cierto punto el Estado mismo. Las leyes de la humanidad exigen que se conceda a este partido la cualidad de beligerante y no se le considere como una cuadrilla de malhechores»19.

Los publicistas vienen a conceder la beligerancia a todo el que es bastante fuerte para hacer la guerra, y las naciones neutrales hacen lo mismo, cuando algún cálculo de interés o fuerte simpatía no lo impiden. En la guerra civil de los Estados Unidos de América, el Gobierno calificó de piratas a los barcos de los confederados, pero ninguna nación les dio este nombre ni los trató como tales. En nuestros puertos estuvieron recibiendo toda la consideración de beligerantes, y en la célebre cuestión del Alabama no se acusaba a Inglaterra de no haber tratado a los confederados como rebeldes, sino de no haber cumplido con los deberes de la neutralidad.

En la guerra civil conocida en España con el nombre de cantonal, los buques de guerra extranjeros permanecieron neutrales ante una escuadra tripulada en parte por presidiarios, que bombardeaba los puertos no fortificados de su patria para sacar dinero: el no tratar a estos barcos como piratas fue en cierta manera reconocer que eran beligerantes, y con dificultad se presentará prueba más concluyente de que el hecho de la fuerza constituye el derecho de la beligerancia. Cuando conviene que la reconozca el Estado, o debe reconocerla en aquellos súbditos que le combaten a mano armada, no puede ser asunto de este trabajo, porque no entra en el Derecho internacional, pero lo que sí es de su competencia, es el carácter que deben tener respecto al ejército invasor extranjero, el habitante del país invadido que se levanta en armas. ¿Es defensor de la patria? ¿Es rebelde?¿Cuándo y con qué condiciones debe ser considerado como beligerante?

«Graves injusticias que redundan en daño de la humanidad, suelen cometerse en esta materia. No es justo calificar de rebeldes aquellas poblaciones que, reunidas por la fuerza a otro Estado, procuran recobrar la independencia de que gozaron antes: los que en tal caso se encuentran, tienen derecho a hacer la guerra, porque los Tribunales del país a que se les obliga a pertenecer no son eficaces, porque no son independientes para decidir acerca de su pretensión, y desde que no tienen Tribunal a que recurrir, entran de lleno en el goce del derecho natural: tal es el caso de la heroica Polonia; tal el de las provincias de Grecia sometidas todavía al yugo otomano.

»La distinción del enemigo en legítimo o ilegítimo no puede hacerse à priori. Cada Estado tiene derecho a aumentar su ejército sin limitación alguna, y puede admitir en él a cuantos voluntarios se presenten. Por otra parte, todos los ciudadanos tienen el derecho, y aun el deber de defender a su patria, bien sea alistándose previamente en las filas del ejército regular, bien constituyéndose en soldado desde que el enemigo penetra en su población o en su hogar. Así, pues, todo enemigo es legítimo en tanto que observa las leyes de la buena guerra. Si a ellas contraviene, no ha de encontrar un privilegio en pertenecer al ejército regular, como tampoco le ha de perjudicar la falta de uniforme si su ataque es leal»20.

«El efecto de un estado de guerra legalmente declarado, es poner los súbditos de los Estados beligerantes en mutua hostilidad. El uso ha modificado entre las naciones esta máxima, no legalizando más que los actos de hostilidad cometidos por los que están autorizados por la orden expresa o tácita del Estado.

»De aquí que en las guerras, las cuadrillas irregulares de merodeadores puedan tratarse como bandidos sin ley, y no tienen derecho a la protección que las costumbres más humanas han introducido en los pueblos civilizados»21.

«Si al aproximarse el enemigo los habitantes del territorio no invadido o la población en masa se levanta para resistir al invasor, en virtud de orden dada por las autoridades competentes, esta población será tratada como enemigo declarado, y los individuos que a ella pertenecen, si se cogen, considerados como prisioneros de guerra.

»Ningún beligerante tiene derecho a declarar que tratará a los que se han levantado en masa, si son cogidos con las armas en la mano, como bandoleros o bandidos.

»No obstante, si los habitantes en mayor o menor número, de un país ocupado ya por el ejército enemigo, se sublevan contra él, violan las leyes de la guerra y no pueden invocar su protección»22.

«Ya con las tropas regulares, ya separadamente, hay individuos que por autoridad propia, aisladamente, reunidos en grupos, hostigan al enemigo, en especial los que se conocen con el nombre de guerrillas o cuerpos francos. No se les aplicarán las leyes comunes de la guerra, ni se asimilarán a las tropas regulares sino en los casos siguientes:

»1.º Cuando tomen parte en la guerra en virtud de órdenes formales, que puedan demostrar del jefe de su partido.

»2.º En el caso de una guerra a todo trance ordenada o aprobada por el Gobierno; entendiéndose que los que toman parte en ella obran conforme a las disposiciones reglamentarias prescritas para la insurrección. Si no las hay, y el levantamiento se proclama solamente en términos generales, será necesario al menos que los individuos, al hostilizar al enemigo, puedan ser reconocidos por éste, por su número, por ciertas señales o por tener jefes militares. En los demás casos, el enemigo no estará obligado a respetar estos particulares como soldados en regla. Se los ha llamado bandoleros (briganti), aunque esta calificación no sea moralmente aplicable a todas las categorías de estos combatientes»23.

«Para que los cuerpos francos o guerrillas puedan tener la pretensión de ser tratados como enemigos y no como criminales, no basta una autorización general concedida por el Estado que hace un llamamiento a los voluntarios para la defensa del país. Es necesario:

a) »Que cada individuo tenga una autorización especial en regla.

b) »Que el carácter militar de los voluntarios pueda reconocerse por señales exteriores.

c) »Que los voluntarios estén organizados jerárquica y militarmente, y que los jefes de los cuerpos francos dependan del Comandante del ejército.

d) »Que los voluntarios respeten las leyes y usos de la guerra.

»Principalmente por motivos de táctica y de disciplina se han introducido los uniformes en los ejércitos, y no en razón del derecho internacional. El derecho y el deber de defender la patria no puede depender del corte y del color del traje. No sucede lo mismo cuando en vez de grandes masas pelean pequeñas partidas. En este caso, es absolutamente imposible que el ejército distinga el habitante pacífico y el combatiente enemigo, y éste del merodeador, si no pueden reconocerse por señales exteriores»24.

Este asunto, dice Landa, fue objeto de interesantes debates en la Conferencia internacional de Bruselas, 14 de Agosto de 1874. El coronel Staf (de Suecia y Noruega), dijo que en su país está el pueblo organizado en Landstorin, pero que no siempre podría uniformarse. El barón Joumini y el general Van Sar, opinaron que no era necesario uniforme, bastando un distintivo. El general Voigts Rhetr manifestó que donde el levantamiento no estuviera previamente ordenado por el servicio militar obligatorio, sería un pretexto para el merodeo y no defensa efectiva; que no se trataba de impedir el levantamiento sino de evitar, organizándolo, que se convirtiera en bandolerismo. Se adhirieron a esta opinión el barón Joumini (Rusia), el general Sar (Holanda), el coronel Hammer (Suiza), el general Arnaudeau (Francia). Se adhirió también el general barón de Schoeufeld (Austria), pero advirtiendo que no siempre los voluntarios pueden depender directamente del general en jefe del ejército, siendo local la acción de la Landsturm, observación que admitió el delegado de Alemania, reconociendo que basta que tengan un jefe responsable. El Duque de Tetuán (España), dijo que por la topografía, carácter y tradición de su patria, consideraba la guerra popular defensiva como la guerra nacional en que tomaban parte todas las fuerzas activas de la nación, cualquiera que fuese el peligro, pues país en que los habitantes calculen a lo que se exponen al defenderlo, es país perdido. El coronel Hammer manifestó, que tampoco su Gobierno trataba de ahogar los arranques del patriotismo, y que de cualquier modo que sea, el que se alza en defensa de la patria es beligerante, no bandolero, y sobre esto insiste el Duque de Tetuán. El barón Lambermont (Bélgica), dijo que los Estados de segundo orden son los que más necesitan conservar el poderoso resorte del patriotismo, y que no podía hacerse depender la beligerancia del uso de uniforme ni dependencia del general en jefe. Después de preguntar el Duque de Tetuán si quedaba consignado que todo habitante de un país que toma las armas para defenderlo, ha de considerarse como beligerante, y de responder que sí el Presidente, barón de Joumini, quedó redactado el art. 9.º en esta forma:

«Las leyes, derechos y deberes de la guerra no se aplican sólo al ejército, sino también a las milicias y cuerpos de voluntarios que reúnan las condiciones siguientes:

»1.ª Tener a la cabeza una persona que responda de sus subordinados.

»2.ª Tener un signo distintivo fijo para que se puedan conocer a distancia.

»3.ª Llevar las armas ostensiblemente.

»4.ª Conformarse en sus operaciones a las leyes y costumbres de la guerra.»

El art. 10 dice: «La población de un territorio no ocupado, que al acercarse el enemigo toma espontáneamente las armas para combatir las tropas invasoras, sin haber tenido tiempo de organizarse conforme al art. 9.º, será considerado como beligerante si respeta las leyes y costumbres de la guerra.»

Tales, en resumen, son las opiniones de publicistas autorizados en la materia; tal es la declaración del Congreso de Bruselas, y lo que puede llamarse la teoría del Derecho internacional respecto a la importantísima cuestión de los que han de ser considerados como beligerantes o tratados como rebeldes. En cuanto a la práctica, al invadir los alemanes la Francia en la última guerra, el jefe del ejército alemán decía: «Todo individuo a quien se coja, y quiera ser tratado como prisionero de guerra, debe probar su cualidad de soldado francés, manifestando una orden relativa a su persona, dada por autoridad competente, y en que conste que ha sido llamado al servicio de las armas e inscrito en los registros y matrículas de un cuerpo militarmente organizado por el Gobierno francés.» «Los alemanes declararon que no considerarían como enemigos sino a los que pudieran ser reconocidos como soldados a tiro de fusil, y que la blusa azul de los paisanos franceses no era suficiente para este objeto, aun cuando fuera acompañada de un brazal»25.

Como se ve, a pesar de la marcada tendencia de la opinión a considerar como beligerantes a los patriotas, los enemigos pretenden tratarlos como bandidos, porque esto se desprende del proceder de los alemanes, exigiendo uniformes que no podían proporcionarse, y documentos imposibles de obtener en un alzamiento popular que se verifica en el momento de una invasión, cuando las comunicaciones con el Gobierno no están expeditas o se hallan interrumpidas, y hay, en fin, imposibilidad material de llenar las condiciones que se exigen para que el voluntario defensor de la patria no sea tratado como bandolero.




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VI. ¿Contra quién se dirige la guerra?-¿Quién es el enemigo?

«Constituye la guerra una relación de cosas, no de personas; es de Estado a Estado, no de individuo a individuo. Entre dos o más naciones beligerantes, los particulares de que estas naciones se componen no son enemigos sino accidentalmente, no lo son como hombres, ni aun lo son como ciudadanos, sino únicamente como soldados»26.

«La guerra se hace entre Estados y no entre particulares. Los Estados beligerantes son enemigos en el sentido recto de la palabra; los ciudadanos de estos Estados, por el contrario, no son enemigos, ni entre sí, ni respecto al Estado enemigo.

»No obstante, los súbditos de un Estado beligerante son indirectamente considerados y tratados como enemigos, conforme a sus deberes públicos como ciudadanos del Estado y según toman parte personal en la lucha que sostienen.

»Las tropas pueden considerarse como enemigos activos, los otros ciudadanos como enemigos indirectos o pasivos. Esta regla se aplica hasta a las personas neutrales que viven en el teatro de la guerra; pero es preferible renunciar completamente a la calificación de enemigos respecto a todas las personas que no toman una parte activa en la lucha»27.

«Todos los miembros del Estado enemigo pueden legalmente tratarse como enemigos durante la guerra; pero no se sigue de aquí que estos enemigos hayan de tratarse del mismo modo.

»Aunque legalmente puedan destruirse algunos, no se infiere de esto que todos. La regla general deducida de la ley es siempre que ningún empleo de la fuerza es lícito, cuando no es necesario a la realización del objeto de la guerra»28.

«Hagamos notar primeramente, que, conforme a los usos internacionales de la Europa moderna, los efectos activos y pasivos de la guerra no se producen con todo su rigor, sino con respecto a los jefes de las partes principales o aliadas, y de los ejércitos de mar y tierra que a sus órdenes entran en campaña. Esta fuerza armada no comprende tan sólo las tropas y tripulaciones del servicio ordinario, sino todas las reservas»29.

«En las guerras regulares de la Europa moderna y de los pueblos que en ella han tenido origen, la protección concedida al ciudadano inofensivo del país enemigo es la regla; el trastorno producido en sus relaciones privadas la excepción»30.

«Hago la guerra a los soldados franceses, no a los ciudadanos franceses»31.

Podrían multiplicarse las citas de publicistas y hombres de Estado modernos que más o menos sostienen el principio de que la guerra se hace entre Estados y por medio de sus ejércitos, y que no hay más enemigos que los combatientes. En vista de esto, podríamos imaginarnos que las guerras modernas no son más que luchas entre hombres armados, y que el que no toma las armas nada tiene que temer ni que sufrir. No era ciertamente el caso de exclamar:

¡Lástima grande
Que no sea realidad tanta belleza!,

no; bastantes deformidades y daños de todo género lleva en sí la guerra, aun limitada a los horrores del campo de batalla; pero se dilata más, mucho más, su abominable imperio.

Los que sientan como principios en este asunto, no son muchas veces más que aspiraciones: y no decimos que sean inútiles, todo lo contrario; las cosas justas que empiezan por desearse, acaban por conseguirse, y las limitaciones que se oponen a los estragos de la guerra, además de disminuir el número de sus víctimas, revelan y fortifican los sentimientos morales y humanos que han de hacerla imposible. Pero mientras exista hay que verla como es, en toda su triste realidad, y no a través de ilusiones e hipocresías que la desfiguran, y dan por resultado disminuir el horror que inspira, ocultando una parte de los males que causa. Los publicistas, al sostener que la guerra se hace entre Estados, olvidan, sin duda, que el Estado no es una masa de hombres armados con una autoridad al frente que la organiza y la manda, sino un conjunto de todas las familias de ciudadanos, de donde han salido y saldrán los combatientes, y sin cuya cooperación no podría sostenerse la lucha. Este olvido nos pone en contradicción con los hechos y consigo mismos.

«Todo ciudadano o natural de un país enemigo, es enemigo por el solo hecho de ser miembro de la nación o del Estado enemigo, y, como tal, está sujeto a las calamidades de la guerra.

»La guerra no se hace solamente con las armas, es, conforme a sus leyes, reducir al enemigo, armado o desarmado, por hambre, con el fin de someterle más pronto»32.

«Puede acontecer que algunos propietarios sean grandemente perjudicados por la guerra, que se talen sus campos, se destruyan sus casas, se incendien sus alquerías; estos males son inevitables; el propietario debe soportarlos como una nube de piedra, una inundación, un incendio producido por fuego del cielo; es víctima de una calamidad, no de una injusticia»33.

El Rey de Prusia, que al decir suyo hacía la guerra a los soldados, no a los ciudadanos franceses, hizo responsables a los habitantes inofensivos cuyos convecinos acudían al llamamiento de su Gobierno para defender la patria; a esos mismos ciudadanos, a los cuales no hacía la guerra, los obligaba a sostenerla imponiéndoles enormes contribuciones, y lo que es todavía más y peor, escogía de entre ellos los principales (notables), y los ponía en los trenes de su tropa, con el objeto de que pereciesen si perecía ésta en un descarrilamiento producido ex profeso por los enemigos, a quienes se pensaba contener con la idea de sacrificar a sus inocentes compatriotas.

Cierto que el nivel moral sube, que el hombre se humaniza y lleva ideas y sentimientos de criatura racional y sensible aun a las luchas a mano armada. Si es todavía bastante perverso e insensato para sobreponer al derecho la fuerza, algún freno pide ya para su furia, y aunque luchen las grandes naciones y empleen para dañarse máquinas nunca vistas y empapen la tierra con la sangre de sus hijos, el poder de aquella ola destructora halla límites; una fuerza invisible los marca, y por más que peleen encarnizadamente los pueblos civilizados, el viajero de los futuros siglos no dirá entre ruinas: «Aquí fue París o Viena»; como exclama: «Aquí estuvo Nínive o Babilonia».

Pero si no caemos en el error desconsolador de suponer que la situación normal, inevitable, del hombre es la guerra, cuyos estragos varían de forma, pero no disminuyen, no vayamos tampoco a imaginar que pueden limitarse a los combatientes.

En cierto sentido, la guerra es siempre, como los antiguos decían, de todos contra todos; la diferencia de los pasados tiempos a los presentes, la diferencia grande, inmensa, consiste en que se hacen categorías de enemigos, que no se trata al inofensivo como al combatiente, que se procura evitar y se evitan muchos daños inútiles, y que la fuerza no es omnipotente, sino que tiene límites que le imponen la razón, la conciencia y la dignidad humana.

La idea del derecho penetra profundamente en las sociedades modernas; se le concede al miserable más envilecido, al criminal más desalmado; no hay hombre sin derecho; esta verdad, cada día más generalizada, debía influir poderosamente en las relaciones hostiles entre los pueblos, y así ha sucedido.

En la antigüedad, la vida, la hacienda, la libertad, hasta la honra del vencido quedaban a merced del vencedor, sin que hallase límites en una regla escrita, ni se les opusiera la conciencia pública. En las relaciones hostiles entre los pueblos, la ley internacional estaba simbolizada en este grito: ¡Ay de los vencidos! Hoy el enemigo tiene derechos, porque, aunque es enemigo, es hombre; serán pocos, fáciles de pisar, difíciles de hacer valer, pero los tiene, se le reconocen, y esto solo constituye un progreso grande, una diferencia esencial del pasado y una esperanza para el porvenir. Mucho se puede y mucho se hace contra el enemigo, pero no se puede todo; muchas leyes enmudecen al promulgarse la ley marcial, pero algunas hablan todavía y hallan eco en la conciencia, en la razón y en la dignidad humana.

Ya veremos qué cosas se permiten y qué cosas se prohíben según las leyes de la guerra, que no están escritas en su mayor parte, pero sí admitidas por los pueblos cultos, y este conocimiento nos persuadirá de que la guerra se ha humanizado; decir esto es decir una verdad, y de las más consoladoras; pero los que sostienen que la guerra se hace entre los Estados y no entre los ciudadanos, y se reduce a los combates de la gente armada, afirman lo que, además de no ser cierto, es imposible. Las naciones no pueden combatirse con sus ejércitos, sin que todos sus intereses, todas sus ideas, todos sus afectos, todas sus fuerzas vivas, en fin, tomen parte en la lucha.

Se destruyen los templos de la ciencia y las obras de arte; la industria y el comercio se paralizan; la agricultura ve talados sus campos; los tributos abruman al propietario y sumen en la miseria al obrero; el hombre pacífico de hoy es el soldado de mañana, a quien el deber sagrado o la imperiosa necesidad han hecho empuñar las armas. ¿Y pelean por ventura los rehenes y los míseros habitantes que matan las bombas o diezma el hambre en un pueblo sitiado, de donde no puede salir la muchedumbre inerme?

La guerra se ha humanizado, puesto que se reconocen derechos al enemigo; pero éste no es sólo el que pelea en los campos de batalla, sino todos los que se hacen daño o se odian mutuamente, aunque no hagan armas entre sí; enemigo es el propietario que ve destruir su hacienda; el trabajador extenuado por la miseria; el niño, que aborrece al que lo dejó huérfano; la mujer, que maldice al que mató a su marido; el anciano, que detesta al que le priva del apoyo y del consuelo de su vejez; la madre, que no puede ver sin horror al que ha derramado la sangre del hijo de sus entrañas. Decidles a éstos que, según los libros de los escritores y las proclamas de los monarcas y los generales, la guerra no se hace más que entre Estados, entre ejércitos. ¿Qué os responderán? Que los publicistas, los militares y los reyes se equivocan.

Puede afirmarse que la guerra se hace no entre Estados, sino entre naciones; que los individuos que las componen, contribuyen a ella y sufren sus consecuencias de distinto modo, según son o no combatientes; que contra los últimos no se usa violencia por regla general, pero que tiene bastantes excepciones; esta es la verdad que resultará con evidencia del resumen que hacemos de sus leyes.




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VII. Las leyes de la guerra respecto a las personas

Al dar una idea de lo que son las leyes de la guerra respecto a las personas, hay que dividirlas primeramente en dos clases:

Combatientes.

No combatientes.

Después hay que distinguir a los combatientes según se los considera:

Peleando.

Fugitivos.

Heridos.

Prisioneros.

Los que pelean. Más adelante veremos detalladamente los medios de destrucción permitidos y los vedados en los pueblos cultos que se hostilizan; ahora vamos a limitarnos a indicar cuál es la regla general del combate bajo el punto de vista de la humanidad y del derecho. Esta regla se puede decir que está resumida en una nota de Bluntschli, que dice así:

«Como la guerra se hace de Estado a Estado, no deben emplearse para hacerla más que los medios propios para vencer la resistencia del enemigo y obligarle a ceder.» El general ruso Milusine, dice:«Las partes beligerantes no deben tolerar más que las crueldades que sean absolutamente necesarias para la guerra. Cualquier sufrimiento o daño que no dé por resultado debilitar al enemigo, no tiene razón de ser y no debe admitirse de ningún modo.»

La crueldad necesaria puede decirse que es la regla del combate, según la expresión, no de un militar feroz, sino de un hombre humano; éste es el que, siendo Ministro de la Guerra, horrorizado de los progresos de la balística, tuvo el pensamiento, que se realizó, de reunir en San Petersburgo una comisión militar internacional, donde estaban representadas, si no todas, muchas potencias, que se obligaron a renunciar en tiempo de guerra al uso de las balas de fusil explosibles.

Landa, uno de los hombres más humanos que han recorrido los campos de batalla, doliéndose de las máquinas destructoras, desespera de que pueda ponerse coto a sus estragos, y dice: «Así, pues, únicamente puede establecerse como regla general, que es de mala ley toda variación en las armas lícitas que sólo conduzca a hacer más crueles sus heridas, sin reportar ninguna ventaja estratégica.

»Las leyes de la humanidad proscriben los medios de destrucción que de un solo golpe y mecánicamente derriben masas enteras de tropas, y que, reduciendo al hombre a la condición de un ser inerte, aumentan inútilmente la efusión de sangre.» Pero los torpedos, que son medios mecánicos y de un solo golpe aniquilan una tropa numerosa, sin que pueda combatir ni defenderse, los torpedos pugnan con las leyes de la humanidad y están admitidos por las de la guerra; en su abono se dirá que no es inútil la efusión de sangre, y esto basta para justificarlos.

La regla entre los combatientes, lo repetimos, es la crueldad necesaria; pero de la necesidad se forma diferente idea, según el interés que tienta, el peligro que amenaza, la pasión que ofusca, el pensamiento que guía; no hay cosa que más se dilate y se contraiga, según la atmósfera que la rodea, ni, por consiguiente, menos a propósito para servir de medida: la primera operación que con ella se hace es confundirla con la utilidad, y de las crueldades necesarias, inmediata e inevitablemente se pasa a las crueldades útiles, o que de tales se califican, de modo que el Derecho de gentes y el honor militar consiste en suprimir las carnicerías que no redundan en daño alguno del enemigo, y se hacen sólo por gusto.

El combate, dominado por esa furia ciega y veleidosa que se llama necesidad, carece verdaderamente de ley; si quiere dictársele alguna, ni es eficaz, ni lógica; no es voz de autoridad, sino grito de horror: el combate bien puede decirse que es ilegislable, casi todo se le concede, y si se le niega alguna cosa es de temer que la tome. Antes se exclamaba: ¡Ay de los vencidos! Ahora y después y siempre y mientras haya hombres que luchen a mano armada, podrá decirse: ¡Ay de los combatientes! En esta exclamación se resume respecto a ellos el derecho internacional que los deja a merced de máquinas cada día más destructoras, y permite emplear contra ellos medios cada vez más crueles.

Fugitivos. Los que huyen, aunque no ofendan, aunque no se defiendan siquiera, según las leyes de la guerra, pueden ser heridos y muertos, mientras no se rindan: se comprende; todo el que escapa puede dañar; el fugitivo de hoy será tal vez el agresor de mañana, y es útil aniquilarle: he aquí uno de los infinitos casos de la utilidad convertida en necesidad, y del paso de las crueldades necesarias a las crueldades útiles.

Heridos. La suerte de los heridos es hoy verdaderamente lamentable, ya por su gran número, que hace materialmente imposible en muchos casos pronto y eficaz socorro, ya por la mayor gravedad de las heridas causadas por los proyectiles en uso. Pero deplorando este mal inevitable, o por lo menos no evitado, sirve de consuelo el ver cuánto se hace por atenuarle, cómo el hombre, que parece no tener ninguna ley mientras lucha, es amparado por el derecho así que cae, y cual si tuviera dos naturalezas, una infernal y otra divina, escribe en los Códigos militares las crueldades necesarias, y en el Convenio de Ginebra los enemigos heridos son hermanos. Este Convenio es ley internacional desde el año de 1864 en que se firmó, primero, por la mayor parte de las naciones, y después por todas; vamos a transcribir sus principales artículos:

«Artículo 1.º Las ambulancias y los hospitales militares serán reconocidos neutrales, y como tales protegidos y respetados por los beligerantes, mientras haya en ellos enfermos o heridos.

»La neutralidad cesará si estas ambulancias u hospitales estuviesen guardados por fuerza militar.

»Art. 2.º El personal de los hospitales y de las ambulancias, incluso la Intendencia, los servicios de sanidad, de administración, de transporte de heridos, así como los capellanes, participará del beneficio de la neutralidad cuando ejerza sus funciones y mientras haya heridos que recoger o socorrer.

»Art. 3.º Las personas designadas en el artículo anterior podrán, aun después de la ocupación del enemigo, continuar ejerciendo sus funciones en el hospital o ambulancia en que servían, o retirarse para incorporarse al cuerpo a que pertenezcan.

»Art. 5.º Los habitantes del país que presten socorro a los heridos, serán respetados y permanecerán libres.

»Los generales de las potencias beligerantes advertirán a los habitantes el llamamiento hecho a su humanidad, y de la neutralidad que resulta de ello.

»Todo herido recogido y cuidado en una casa, le servirá de salvaguardia.

»Art. 6.º Los militares heridos o enfermos serán recogidos y cuidados, sea cual fuere la nación a que pertenezcan. Los comandantes en jefe tendrán la facultad de entregar inmediatamente a las avanzadas enemigas los militares heridos durante el combate, cuando las circunstancias lo permitan, y con consentimiento de ambas partes.»

En los artículos adicionales dice el

«Art. 5.º Como extensión del art. 6.º se estipula que a excepción de aquellos oficiales cuya posesión importa a la suerte de las armas y dentro de los límites fijados por el párrafo 2.º de dicho artículo, los heridos que cayeren en poder del enemigo, aun cuando no quedaren inaptos para el servicio, deberán ser enviados a su país después de curados, o antes si se pudiere, pero a condición de que no vuelvan a tomar las armas durante la guerra.

»Art. 6.º Las embarcaciones que por su cuenta y riesgo, antes y después del combate, recojan náufragos o heridos, o habiéndolos recogido los lleven a un buque neutral u hospitalario, gozarán hasta que termine su misión, de la neutralidad, en cuanto a las circunstancias del combate o la situación de los buques permitan aplicársela.

»La apreciación de estas circunstancias queda confiada a la humanidad de los combatientes.

»Los náufragos y heridos así recogidos y salvados, no podrán volver a servir durante la guerra.

»Art. 7.º Se declara neutral el personal religioso, médico y hospitalario de todo buque capturado. Al dejar el buque pueden llevarse los objetos y los instrumentos quirúrgicos que sean de su propiedad particular.

»Art. 9.º Los buques hospitalarios militares quedan sometidos a las leyes de la guerra por lo que toca a su material: pasan a ser propiedad del captor, pero éste no podrá distraerlos de su destino especial mientras dure la guerra.

»Art. 11. Los marinos y militares embarcados heridos o enfermos, de cualquiera nación que sean, serán protegidos y cuidados por el captor.

»Art. 13. Se consideran neutrales con todo su personal los buques hospitalarios fletados por las sociedades de socorro reconocidas por los gobiernos signatarios de este convenio, provistos de comisión emanada del Soberano que haya dado la autorización expresa para su armamento, etc.

»Serán respetados y protegidos por los beligerantes.

»Estos barcos darán socorro y asistencia a los heridos y náufragos de los beligerantes, sin distinción de nacionalidad.

»Los heridos y náufragos recogidos por estos buques no podrán ser reclamados por ninguno de los combatientes; pero tampoco podrán volver a servir durante la guerra.»

En el Convenio de Ginebra hay otras disposiciones para darle cumplimiento. Su espíritu, como se ve, es proclamar como ley internacional la inviolabilidad del herido, del enfermo, del náufrago y de todas las personas que los socorren y auxilian. ¿Esta ley se ha respetado en las guerras posteriores a su proclamación? Durante la franco-alemana los franceses denunciaron su violación por los alemanes; éstos les dirigen el mismo cargo. ¿Quién tiene razón? Es probable que entrambos. El espíritu que dictó ese Convenio no ha penetrado bastante en las masas, y ni aun su letra era conocida suficientemente.

Los jefes militares, acaso la mayor parte, no la conocían ni habían visto la bandera blanca con cruz roja y el brazal, signo material que debía servir de salvaguardia al herido y al que le auxiliase. Si esto acontecía a los oficiales, ¿qué debería suceder a la tropa? Poco penetrados aún del espíritu de justicia, ignorantes en parte de la regla en que se formula, los combatientes pueden haber violado la ley; pero los encargados de hacerla cumplir no la desconocen, antes, por el contrario, la aceptan, la invocan, se acusan mutuamente de haberla infringido, y se defienden, es verdad, un poco, según los hábitos marciales, ofendiendo, pero se defienden; comprenden la necesidad de defenderse ante el mundo; Bismarck dirigía notas diplomáticas acompañadas de documentos justificados sobre Las violaciones del Convenio de Ginebra por los franceses. Es decir, que la inviolabilidad del herido ha entrado en el Derecho de gentes, y aunque halle obstáculos en la práctica, no deja de ser un progreso, un inmenso progreso, que humaniza la guerra. En la de Servia y Turquía, ésta, a pesar de ser signataria del Convenio de Ginebra, no le cumplió, alegando la imposibilidad de hacerle respetar ni aun a sus tropas regulares, lo cual es de sentir, no de extrañar, tratándose de un pueblo poco culto, y de una lucha que a las crueldades de todas las que se sostienen a mano armada debía añadir las que inspira el odio de raza, la discordia civil y el fanatismo religioso.

Por el Convenio de Ginebra los heridos no son prisioneros: el enemigo puede recogerlos; se devuelven después del combate o ya curados; si quedan inválidos, sin condición; si no, con la de no volver a tomar las armas en aquella guerra. A pesar de esto, los alemanes signatarios de dicho Convenio declararon prisioneros de guerra a los heridos que no fuesen inválidos, y los franceses han hecho lo mismo al decir de Bluntschli, que da la razón a unos y otros, diciendo: «Que los heridos en poder del enemigo son prisioneros de guerra, exactamente lo mismo que los demás soldados. Que el artículo que no los considera como prisioneros, resultado de una falsa sensibilidad, es prácticamente inejecutable.» Heffter, aunque ha escrito después del Convenio de Ginebra, sostiene también que los heridos que quedan en poder del enemigo son prisioneros.

Está, pues, reconocida como ley internacional la que declara inviolables a los heridos, enfermos y náufragos combatientes, y las personas que los cuidan y objetos destinados a su curación y socorro: podrá haber infracciones lamentables, pero no hay pareceres diversos, éstos sólo empiezan cuando el herido ya no lo es, cuando se ha curado.

Prisioneros. El vencedor no tiene derecho sobre la vida del vencido, y cuando la respeta, no es que le perdona, sino que le hace justicia.

«Un cuerpo de ejército no tiene derecho a declarar que no dará ni aceptará cuartel; sería un verdadero asesinato.

»El que hiere intencionalmente al enemigo incapaz de resistir, le mata, ordena que se le dé muerte, o estimula a los soldados para que le maten, sufrirá la pena capital si su culpabilidad se prueba, ya pertenezca al ejército de los Estados Unidos, o sea enemigo capturado después de haber cometido este crimen»34.

Bluntschli manifiesta la misma opinión en su Derecho internacional articulado.

«Hemos sentado ya como verdad admitida por los publicistas todos, que el derecho sobre la vida del enemigo prescribe desde que la resistencia cesa, ya voluntariamente por la rendición, ya forzosamente por la herida. No es, pues, facultativo, sino obligatorio, el deber de respetar la vida en casos tales, lo mismo a los que se rinden o caen en el campo, que a los que ofrecen entregarse en un fuerte u otra defensa»35.

«Maltratar a un prisionero es una cobardía imperdonable; por el contrario, debe rodeársele de tantos cuidados y miramientos como desearíamos para nosotros»36.

Es de lamentar que estas afirmaciones tan justas y terminantes se desvirtúen con excepciones de ningún género y que leamos frases y reglas como las siguientes:

«El deber de respetar la vida humana puede prevalecer en ciertos casos individuales; pero debiera siempre ceder ante la razón de guerra, que es el punto fundamental. En tanto que ésta lo permita, no debe negarse perdón a las tropas enemigas, a menos que la necesidad de restablecer la igualdad no exija emplear medios de retorsión»37.

«Es contrario a los usos de las guerras modernas resolver, por un sentimiento de odio y venganza, que no se dará cuartel al enemigo. Ningún cuerpo de tropas tiene derecho a declarar, que no concederá, y, por consiguiente, no aceptará cuartel; pero es lícito a un comandante ordenar a sus tropas en ciertos casos extremos no dar cuartel, si su propia seguridad le hace imposible embarazarse con los prisioneros»38.

«La orden de no dar cuartel no puede darse sino a título de represalias, o en caso de necesidad absoluta, y especialmente cuando es imposible llevar los prisioneros sin comprometer la propia seguridad»39.

Aparte, pues, de casos excepcionales, los publicistas modernos están contestes en afirmar que no hay derecho para negar cuartel, ni a matar al prisionero, ni a maltratarle.

En la práctica, aunque en algunos casos la matanza no cese tan pronto como la resistencia, en general y en grande, que es como suelen apreciarse estas cosas, que tal vez sea imposible apreciar de otro modo, ni se sacrifica a los que se rinden ni se maltrata a los rendidos.

En la guerra franco-alemana hubo quejas por ambas partes: quejáronse los alemanes de que sus prisioneros eran objeto de insultos y vejaciones causados por la plebe, y los franceses, con las lúgubres listas de los que habían muerto de los suyos en Alemania, acusaban a sus enemigos de crueles. Sin atrevernos a negar ni afirmar la inculpabilidad o la culpa, debemos hacer notar, en descargo de los franceses, la imposibilidad de que el compatriota de los invasores no inspirase odio, la dificultad de contenerle siempre contra los victoriosos que se convierten en opresores, contra los que amenazaban la desmembración del territorio y la consumaron, contra los que cubrían de luto y sangre el suelo de la patria.

Por otra parte, los alemanes tenían 345.045 prisioneros, número nunca visto, y que hace bastante difícil atenderlos bien a todos, máxime en tiempo de guerra, cuando hay que acudir a miles de heridos y enfermos, y otras apremiantes atenciones.

A pesar de las desdichas inevitables y de las faltas que pudieran haberse evitado, siempre resulta que no se mata al prisionero en el campo de batalla, y que después se les procura lo indispensable para la vida, y aun se tienen en cuenta sus sentimientos y su dignidad. Vamos a citar algunos artículos del Reglamento dado por el Emperador de Rusia al empezar la guerra con Turquía, no sólo porque consigna los principios de justicia sostenidos por los publicistas modernos respecto a prisioneros, sino porque marca un progreso, comparándole a las instrucciones dadas por Lieber, y admitidas como reglas para los ejércitos de los Estados Unidos; hay en él, no sólo humanidad, sino hasta caridad, y todo lo que puede desearse es que el último Reglamento del Czar sobre prisioneros de guerra llegue a ser ley internacional. Véanse algunos de sus artículos:

«Art. 4.º Los prisioneros pueden dar a guardar bajo recibo, a los jefes de destacamentos, el dinero y objetos de valor de su pertenencia; todo (excepto las armas), se les devolverá así que lo pidan.

»Art. 5.º Los jefes de destacamento tienen obligación de suministrar a los prisioneros lo que les está consignado, de protegerlos contra todo insulto, y sostener entre ellos el orden más perfecto.

»Art. 18. La distribución de los prisioneros en los vagones de los ferrocarriles y pago de asientos, se verificará conforme al Reglamento para el transporte de tropas sancionado por S. M. el Emperador el 12 de Enero de 1873. Los bajás viajarán en coches de 1.ª clase, y en 2.ª los oficiales superiores y subalternos.

»Art. 19. Los bajás y oficiales superiores que viajen por carreteras, tendrán para cada uno un carruaje tirado por dos caballos; a los oficiales y subalternos se les dará para cada dos un carruaje con un caballo.

»Art. 20. Con los prisioneros que viajen por las carreteras irá el suficiente número de carros para los enfermos y equipajes.

»Art. 21. Los prisioneros que enfermen durante la marcha, entrarán en los hospitales militares o civiles, o en trenes sanitarios si los hallaren en el tránsito.

»Art. 32. Los nombres de los prisioneros muertos se transmitirán por el Estado Mayor al Ministerio de Estado, con todas las noticias que se tengan respecto a ellos.

»Art. 40. Los prisioneros de guerra no podrán emplearse en trabajos que serían humillantes para la dignidad militar y posición social en su país, ni en otras que tengan relación directa con las operaciones militares emprendidas contra su patria y sus aliados.

»Art. 41. Se prohíbe severamente a las personas que custodien prisioneros de guerra emplearlos para su provecho, aun cuando los retribuyan y sea con anuencia de ellos.

»Art. 44. Los prisioneros de guerra enfermos serán asistidos en las condiciones establecidas para el ejército.

»Art. 48. Los prisioneros de guerra tendrán la ración de tropas sedentarias.

»Art. 51. Todo prisionero, sargento o soldado, recibirá el equipo siguiente: dos camisas, dos calzoncillos, dos pares de zapatos, un pantalón de paño grueso, un capote parecido al de los soldados, una gorra de paño negro; en invierno se les dará además una media pelliza.

»Art. 54. Los bajás y oficiales superiores y subalternos prisioneros de guerra no reciben en especie ración ni equipo; sin perjuicio de los decretos imperiales que puedan darse respecto a ellos, se les asignará un sueldo anual, quedando los bajás asimilados a los mayores generales, los oficiales superiores asimilados a los mayores, y los subalternos asimilados a los abanderados.

»Art. 55. Los comandantes a cuyo cargo están los prisioneros de guerra internados, harán cuanto puedan para que su ración se componga principalmente de los alimentos a que estaban habituados en su país, lo que podrá conseguir, etcétera, etc.

»Art. 57. Por ningún motivo debe estorbarse que los prisioneros de guerra practiquen los ritos de su culto, salvo en los casos en que esto redundara en perjuicio del orden y disciplina.»

Suprimimos otros artículos en que se dan detalles e instrucciones que no hacen a nuestro propósito, sintiendo que este reglamento no tenga más extensión, e inspirándose en el mismo espíritu que le ha dictado, constituyese una especie de código de los derechos y deberes del prisionero de guerra. Como las leyes entre las naciones no tienen sanción penal y se aceptan o se rechazan según parece; como el derecho positivo, aunque depende de la opinión, no se manifiesta sino por el uso, la práctica de una nación poderosa influye mucho para bien o para mal, y establece una especie de jurisprudencia. La admitida en los puntos principales que no quedan indicados respecto a prisioneros, puede resumirse así:

Que no se los encierre, antes por el contrario, se los deje toda la libertad compatible con el orden y seguridad de la nación que los custodia;

Que esta libertad será mayor para los oficiales que, bajo palabra de honor, se obliguen a no abusar de ella;

Que el poner en completa libertad a los prisioneros bajo palabra que no tomarán parte en la guerra, es facultativo, y también el canjearlos: entrambas cosas se hacen por excepción, la regla es retenerlos;

Que los soldados no pueden dar palabra de honor sino por medio de sus oficiales, y ni a unos ni a otros se puede obligar a que la den;

Que si el compromiso del prisionero puesto en libertad bajo palabra de no tomar parte en la guerra, no es sancionado por la nación a que pertenece, él debe constituirse prisionero otra vez; si no se le recibe en calidad de tal, queda exento de cumplir la palabra empeñada;

Que los prisioneros quedan sujetos a las leyes del Estado en cuyo poder están, y al cumplimiento de los compromisos personales que contraigan;

Que hecha la paz, los prisioneros recobran su libertad sin rescate, y los gastos por ellos originados, si no se pacta otra cosa, son de cuenta del Estado que los capturó, pues no teniendo derecho para privarles de la vida, tenía el deber de procurarles lo necesario para sustentarla, toda vez que les privaba de la natural libertad, necesaria para procurarse recursos;

Que el oficial puesto en libertad porque promete no tomar parte en la guerra bajo palabra de honor; si falta a ella y cae prisionero, puede ser castigado severamente hasta con la muerte;

Que las conspiraciones entre prisioneros para recobrar su libertad, o el complot contra las autoridades, pueden ser juzgados militarmente, y en casos graves ser penados hasta con la muerte;

Que al prisionero que se evade puede matársele en la persecución; pero si se le captura, no hay derecho a imponerle pena alguna porque intentó fugarse.

Landa protesta contra semejante teoría. «¿Tiene derecho, dice, a fugarse el prisionero de guerra? Le tiene por naturaleza, y puede usarlo siempre que no haya renunciado a él por su palabra.

»De que los prisioneros tienen derecho a procurar su libertad con la fuga, se sigue lógicamente, que si es lícito en tal caso tratar de recobrarlos, no lo es atentar a su vida disparando sobre ellos. Quien usa de un derecho natural no comete delito, y por tanto no incurre en pena, y mucho menos en la de muerte. Si como enemigo se le considera, téngase presente que está desarmado, que va huyendo, que no atenta a nuestra vida, y que por tanto no tenemos derecho sobre la suya. Esta opinión nos parece la más justa, aunque todavía no se halla generalizada.»

De temer es que no se generalice, porque la lógica de la guerra tiene sus reglas especiales, y ya hemos indicado la tendencia a confundir la utilidad con la necesidad, y a llamar a ésta derecho. Mientras se diga que le hay para acuchillar a los combatientes que huyen, se sostendrá el de hacer fuego sobre los prisioneros que procuran evadirse.

El reglamento de que hemos citado algunos artículos, en sus disposiciones generales tiene una respecto a los prisioneros, que dice así:

«Puede hacerse uso de las armas contra los prisioneros de guerra, en caso de rebelión declarada por su parte o de su evasión en masa. En caso de evasión de un prisionero aislado, se puede hacer uso de las armas, si a pesar de intimarle en el momento de la evasión continúa huyendo.» Aquí parece que se desea evitar que llegue el caso de hacer fuego sobre el prisionero fugitivo aislado; pero, en fin, si llega, se manda disparar contra él.

Otra limitación de los abusos de la fuerza quiso establecerse en la Conferencia de Bruselas. El general Voigts Khetz (de Alemania), sostuvo que en ciertos casos podía ejercerse violencia contra los prisioneros; otros le contradijeron, y el general Servet, representante de España, pidió y obtuvo la inserción en el protocolo del artículo siguiente:

«Las tropas que escoltan un convoy de prisioneros no podrán ejecutarlos de muerte, ni aun cuando en la marcha se vieren atacados por fuerzas enemigas que traten de libertar a aquéllos.

»Si los prisioneros toman parte en el combate, pierden por este hecho la cualidad de tales.»

El respeto a la vida del prisionero que no se evade y aun a su dignidad, puede decirse que es ley internacional entre los pueblos cultos, aunque no esté escrita ni solemnemente aceptada.

No combatientes. Éstos, a su vez, pueden subdividirse en dos categorías: los que van con los ejércitos, ya para prestarle algunos servicios, ya con otro objeto, y los que ni acompañan a los ejércitos, ni directamente los auxilian, es decir, los ciudadanos pacíficos o habitantes. Entre los no combatientes que van con los ejércitos hay varias clases, y es preciso hacer distinción entre ellos.

Los médicos, capellanes, enfermeros, y, en fin, todo el personal dedicado al servicio de las ambulancias y hospitales, por el Convenio de Ginebra, no pueden ser prisioneros de guerra, ni contra ellos debe hacerse uso de las armas.

Los individuos del cuerpo de Administración militar pueden ser hechos prisioneros y están expuestos a todos los peligros de la guerra, en cuanto lo exija el cumplimiento de su obligación. Si van, por ejemplo, con un convoy, y el enemigo quiere apoderarse de él, la suerte de las armas decidirá de la suya como de la de los demás combatientes.

También pueden ser hechos prisioneros de guerra los proveedores, vivanderos, corresponsales de periódicos, agregados militares, etc., etc.

Bluntschli opina que no se les debe retener sino en el caso de que su libertad constituya un peligro para el captor, y un apoyo para el enemigo.

Según Lieber en sus Instrucciones: «El monarca y miembros de la familia reinante enemiga, varones y hembras; el jefe y principal funcionario del Gobierno, sus agentes diplomáticos y todas las personas cuyos servicios son especialmente útiles al ejército enemigo o a su Gobierno, son prisioneros de guerra si son capturados en el teatro de ella sin salvo conducto»; otros autores hacen excepciones respecto a la persona del Soberano y su familia.

No combatientes que permanecen en sus casas sin hostilizar al enemigo.-Nada parece que deben temer de éste, personalmente al menos, cuando la guerra es entre Estados, y el invasor dice que la hace, no a los ciudadanos, sino a los soldados. No obstante, hay muchos casos en que no basta ser hombre de paz para estar seguro en tiempo de guerra. Ya veremos, al tratar de los medios lícitos que se emplean para hacerla, de cuántas maneras puede ser vejado el habitante pacífico, cuya hacienda se toma tantas veces, y cuya libertad y vida no se respeta siempre, no sólo en la práctica brutal y vengativa del soldado enemigo, sino en los procederes ordenados del general, y aun en la teoría de los publicistas. Esta afirmación, probada en parte por lo que dejamos expuesto, lo será más por lo que nos queda que exponer, al tratar de los medios lícitos de hacer la guerra, y de los derechos que según las leyes de ésta tiene el invasor respecto a los habitantes del país invadido: para evitar repeticiones no hacemos aquí más que indicar que la guerra daña, y mucho, y aun a veces sacrifica al ciudadano inofensivo.




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VIII. Medios prohibidos y permitidos contra los enemigos combatientes, según las leyes de la guerra

Medios prohibidos. El veneno, sea empleado en las armas o en los alimentos.

Los proyectiles explosivos cuyo peso no llegue a 400 gramos (balas de fusil).

Los sables y espadas con filo40.

El asesinato, la excitación a él, y el poner precio a la vida del enemigo.

El faltar a la palabra y hacer traición.

Las balas encadenadas, las rojas, las coronas fulminantes.

Emplear tropas reclutadas en países salvajes o bárbaros que desconocen o violan las leyes de la guerra.

Hostilizar al buque de guerra que la tempestad o gruesa avería obligue a entrar en un puerto enemigo, ni negarle el socorro necesario para salvar a sus tripulantes.

Negar socorro a los náufragos en un combate naval.

Bluntschli observa que «los usos de la guerra son todavía demasiado crueles, y no están bien determinados; se autoriza y se prohíbe sin saber precisamente por qué».

A nosotros nos parece que se sabe; que el criterio que a estas concesiones preside es el de las crueldades necesarias, que inmediatamente se convierten en crueldades útiles, y que se prohíben los medios de destrucción que ya no están en uso por haberse inventado otros más eficaces, o porque son muy caros o complicados.

Medios permitidos. La astucia para caer de improviso sobre el enemigo, sea sorprendiéndolo, sea ocultándose a su paso: con este objeto puede usarse el uniforme y la bandera del enemigo; basta enarbolar la propia desde que empieza el combate.

Las balas explosivas, siempre que su peso exceda de 400 gramos.

Las balas cónicas de todos los calibres.

Landa decía, en la Conferencia internacional de Ginebra: «Si en el combate individual prohíben las reglas de honor aprovecharse de una ventaja en las armas, ¿por qué no tener esa misma delicadeza en el combate colectivo? Si el objeto de la guerra regular y leal debe ser desarmar al adversario, no matarle, y menos martirizarle, ¿por qué no volver a la bala esférica, que basta para dejar a un hombre fuera de combate?»

A pesar de estas generosas aspiraciones de nuestro compatriota y de otros amigos de la humanidad continúa, y es de temer que continúe usándose en las guerras entre pueblos civilizados, la bala cónica, cuyas heridas son tan terribles; pero los autores continuaron incluyendo en la lista de las cosas prohibidas por las leyes de la guerra, las flechas envenenadas.

Son conformes al derecho de la guerra los proyectiles cargados con materias inflamables que detonan al aproximarse el enemigo; los torpedos, que al hacer explosión destrozan completamente los barcos exterminando a los tripulantes, y las bombas incendiarias. Landa dice a este propósito: «Los exuberantes progresos de la balística no permiten hoy fijar reglas detalladas acerca de las armas cuyo uso debe considerarse lícito, pues como las más crueles de las antiguas han sido ya reemplazadas por otras mucho más mortíferas, nos expondríamos a producir la misma extrañeza que hoy causa el ver en un libro alemán del siglo XVI (De hastiludiis per Germanian) que son armas lícitas para el duelo los palos, las piedras, los puñales y aun las saetas, mientras que las armas de fuego se cuentan allí como indignas de caballeros. Esto sucede ya con la enumeración de armas prohibidas que de Martens hemos transcrito. En efecto; ¡qué inocentes son las balas figuradas o deformes si se comparan con las exágonas y las cilindro-ogivales, con las de acero y las fulminantes que hoy se usan! ¡Qué sencillez la de tirar dos balas a un tiempo, cuando se adopta la ametralladora Gatling, que tira una corriente continua de balas! ¡Cuánto más benigna es la metralla de cascote y vidrio, que las granadas explosivas! ¡Qué poco daño hacen dos balas encadenadas, en comparación con el de las enormes masas de acero que vomitan los cañones Blakelig! ¡Qué valen las camisas embreadas, ni las balas rojas, ni la misma máquina infernal junto a los monitores, los espolones y los torpedos! Y, sin embargo, todos estos refinamientos del arte de matar son buscados, premiados, aplaudidos y ensalzados, sin que a nadie le ocurra el menor escrúpulo acerca de la legitimidad de su uso, antes por el contrario, feliz y venturoso se contempla todo Gobierno, cuando en sus arsenales guarda alguno de esos beneficios secretos que con mayor rapidez y seguridad le permite triunfar de sus vecinos.»

Lo que se llama expulsión de bocas inútiles de una plaza sitiada, forma también parte del derecho de la guerra.

Lieber, en sus Instrucciones, dice: «Cuando el comandante de una plaza sitiada hace salir a los no combatientes para economizar los víveres, es permitido al sitiador, por rigurosa que sea la medida, obligar a los expulsados a volver a la plaza, a fin de apresurar su rendición.» Bluntschli opina que en ciertos casos «los sitiadores deben poder oponerse a la expulsión de los habitantes, en cuyo caso el comandante de la plaza sitiada debe recibir a los que ha expulsado, no pudiendo las operaciones militares autorizar a poner a personas indefensas entre dos ejércitos, como entre dos ruedas de molino, para que las trituren.»

En la sesión del Instituto de Derecho internacional del año de 1875, se suscitó esta cuestión. Landa, Moynier y Neumann, pidieron que se estableciera la obligación por parte del sitiador de dejar salir a los habitantes expulsados, insistiendo Landa y Neumann en la necesidad de expresar en todo caso, que el general sitiado no puede negar la entrada en la plaza a los que el sitiador no permite salir; pero la cuestión quedó por resolver, ni aun en principio.

El ponente Mr. Rolin resumió los dictámenes encareciendo la dificultad de tomar acuerdo, entre otras razones, porque según la naturaleza de las cosas, sería impracticable el querer imponer regla imprescindible; tampoco se ha propuesto una fórmula general que precise las condiciones en que el sitiador puede estar obligado a consentir en la salida de todos o de parte de los habitantes de una plaza.

En los bombardeos y sitios de plazas fortificadas o poblaciones abiertas donde se defiende el enemigo, ¿qué está permitido para dañarle? Puede decirse que todo.

Según Lieber, «el jefe de los sitiadores, siempre que pueda, notificará a los sitiados su intención de bombardear la plaza, a fin de que los no combatientes, y principalmente las mujeres y niños, puedan buscar un refugio antes que empiece el bombardeo. No obstante, no se infringen las leyes de la guerra omitiendo esta formalidad; la sorpresa puede ser necesaria.»

Bluntschli viene a opinar lo mismo.

La práctica está conforme con la teoría. París fue bombardeado por los alemanes sin intimación, y a las reclamaciones del Cuerpo diplomático respondió el conde de Bismarck «que la intimación previa del bombardeo no es necesaria según el Derecho de gentes, ni se reconoce como obligatoria por los usos militares.»

Partiendo del principio de que la guerra se hace entre Estados y a fin de no dañar a los ciudadanos, recomiendan los autores que al bombardear las poblaciones se dirijan los proyectiles únicamente a las murallas, fuertes y demás puntos ocupados por los defensores, pero en la práctica prevalece lo que se llama bombardeo íntegro, es decir, el que se dirige a toda la población. Dícese que así el terror, la angustia, el pánico de los inermes, influye en los defensores, contribuyendo a desalentarlos: a esto se llama presión psicológica, es decir, que además de los medios empleados contra los cuerpos de los defensores de la plaza, a fin de obrar también sobre su alma por medio de los clamores y llantos de mujeres y niños, se lanzan proyectiles sobre éstos.

Puede hacerse fuego también a los globos aerostáticos en que van aeronautas que quieren salir de una plaza sitiada, o con cualquiera otro objeto pasar sobre las líneas enemigas; si son capturados, aun cuando sean personas inofensivas, podrán ser presos hasta que se investigue su inculpabilidad; ésta es al menos la opinión de Bluntschli y ha sido la práctica de los alemanes en el sitio de París.

Según Landa, las reglas que el Derecho internacional debe imponer a este medio de comunicación, son las siguientes:

«1.ª La navegación aérea en la guerra queda sometida a las mismas reglas que rigen para la marítima.

»2.ª Los tripulantes y viajeros de los aerostáticos que cayeren en territorio ocupado por el enemigo, serán tratados como los náufragos del mar o como los buques que entran de arribada forzosa en puerto enemigo.»

Como hasta ahora se ha hecho poco uso en la guerra de los globos aerostáticos, puede decirse que no hay nada bien establecido respecto a sus tripulantes.

La destrucción de puentes, vías férreas, y en fin, de todos los medios de comunicación, es otro de los derechos de la guerra: sin faltar a sus leyes, puede también el beligerante poner obstáculos a la navegación en sus aguas, establecer en ellas torpedos y apagar los faros de sus costas: debe advertirlo a los neutrales.

Por el resumen que acabamos de hacer de lo que se prohíbe y permite a los beligerantes para dañar al enemigo, se comprende que vienen a ser lícitos todos los medios de matar muchos contrarios en poco tiempo con el menor riesgo posible del que los mata, y si fuere dado, sin riesgo alguno: se ve también que los inofensivos no están siempre a cubierto de los ataques de la fuerza armada, aunque ésta no infrinja las leyes de la guerra.




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IX. Derechos del invasor en el país invadido

La guerra en la actualidad es más mortífera, más cara y también más docta; calcula sus necesidades y el modo de satisfacerlas; sabe que el número de combatientes que emplea, de proyectiles que arroja, de máquinas y aparatos que ha menester, no pueden alimentarse ni ponerse en movimiento con la regularidad indispensable sin mucho método y gran orden; el barullo cruel de una invasión bárbara es materialmente incompatible con las necesidades y condiciones de los ejércitos que hoy emplean los pueblos cultos. De esta necesidad, ¿se ha hecho una virtud? Alguno tal vez lo crea; nosotros pensamos que coincidiendo con ideas más justas y sentimientos más humanos, ha contribuido a disminuir las crueldades, infamias y devastaciones, que eran no ha mucho como el acompañamiento obligado de los ejércitos invasores.

Aunque avancen victoriosos, necesitan comunicaciones rápidas y frecuentes, raciones abundantes, grandes medios de transporte; han de guarecer de la intemperie tropas que no la resisten como los salvajes o bárbaros: el número de enfermos y heridos es por sí solo una circunstancia propia para imponer condiciones especiales y un modo de proceder más civil, aun en medio del estruendo de las armas; el individuo más obscuro de esas muchedumbres armadas considera hoy como necesarias cosas que ni aun como superfluas pedía hace algunos siglos el jefe más ilustre. La guerra necesita tabaco, café, vino, aguardiente, conservas alimenticias, vapor, electricidad, dinamita, hielo artificial, prodigios de ciencia y de arte y tesoros también prodigiosos; no puede hacerse en el caos sangriento de las invasiones bárbaras.

Es preciso ver de conservar la administración del país invadido como una máquina de bagajes, de vestuario, de dinero, etc. Está montada y no se puede sustituir instantáneamente conforme es necesario; cuando el Alcalde o el Ayuntamiento se apresuran a proveer a las muchas necesidades del invasor, éste se encuentra bien servido y procura mantener un estado de cosas que le conviene.

La tala de los campos y el incendio de los pueblos, cuando no lo exigen las operaciones militares, se comprende que puede ser fatal al mismo que la lleva a cabo por los recursos de que le priva, por el descrédito que le acarrea y por el odio que le suscita.

Las vejaciones personales a los habitantes en masa tienen los mismos inconvenientes, y en ciertos casos no hay posibilidad de llevarlas a cabo en países muy poblados.

Es preciso suprimir el saqueo, porque no serían compatibles con él las contribuciones de guerra, gran recurso, indispensable, según dicen, para sustentarla, y a que se recurre sin escrúpulo y con largueza, y así de otras muchas cosas.

En medio de la horrenda carnicería de las luchas actuales, no puede menos de calificarse de dichosa la necesidad de regla, de método, de orden, que unida a la mayor cultura, ha humanizado las guerras.

Los publicistas que últimamente han escrito sobre el derecho de la guerra, recomiendan y, hasta donde pueden, procuran convertir en ley internacional la moderación, la equidad, la humanidad, la justicia, de parte del invasor.

«Desde que la suerte de las armas deja un territorio en poder de un Estado invasor, éste adquiere sobre aquél los derechos de la soberanía que puede y debe ejercer en toda su extensión hasta que la paz se haga; pero no puede considerarse como definitivo ese dominio que sólo es interino, sino en el caso de que el libre voto de los habitantes quisiere transferírselo. El pretendido derecho de conquista es incompatible con la dignidad humana, pues no son las sociedades de ciudadanos como rebaños de carneros que pueden cambiar de dueño sin que su voluntad sea consultada. El invasor puede, pues, instalar en ese territorio las Autoridades políticas y ejercer todas las atribuciones del Soberano a quien sustituye; pero deberá ejercer ese poder con la misma equidad y moderación que lo haría en una de sus propias provincias, sin que pueda consentirse otra agravación que la que es inherente en todas partes al estado de guerra o de sitio: dicho se está que con ese poder asume también la obligación que consigo lleva de mantener el orden y la seguridad entre sus nuevos administrados»41.

Este párrafo de Landa expresa las tendencias de los escritores contemporáneos más ilustrados, y en el mismo espíritu se inspiró Lieber al escribir sus Instrucciones, y Bluntschli y Field al formular sus Códigos. Sentado el principio de que la guerra se hace de Estado a Estado y no entre ciudadanos, éstos han de ser tratados como amigos y del mismo modo deben conducirse ellos. Se ha sustituido el Soberano invasor al expulsado, el estado de guerra al de paz; pero el nuevo poder ha de ser justo y protector y los nuevos súbditos sumisos, obedientes y cooperadores en cierta medida a la obra del que los reduce por fuerza. Éste no ha de legislar, a menos de una necesidad imprescindible; no ha de alterar la administración de justicia ni la económica si no es absolutamente preciso, y hasta conservará las personas si se prestan a servirle; en una palabra, se desea mantener la máquina social sin alteraciones esenciales, ni más diferencia que haber pasado a otras manos que la manejan en otra dirección. Este concepto de la guerra tiende a humanizarla; pero no se puede negar que para realizarle (en la parte que no es absolutamente irrealizable) se necesitan como auxiliares mucho egoísmo y falta de patriotismo y dignidad en los habitantes del país invadido.

Antes de hacernos cargo de los principales derechos del invasor, deberíamos saber con exactitud qué se entiende por país invadido, lo cual no nos parece expresado con claridad por los publicistas, y las dudas que inevitablemente habrán de suscitarse, serán en la práctica muy ocasionadas a cuestiones y daños que recaerán siempre sobre los débiles.

«Una plaza, un distrito, una comarca ocupados por el enemigo, por el solo hecho de la ocupación, quedan bajo la acción de la ley marcial del ejército invasor»42.

«En cuanto el enemigo ha tomado posesión efectiva de una parte del territorio, el Gobierno de la otra deja de ejercer allí el poder. Los habitantes quedan eximidos de todos los deberes y obligaciones que tenían con el Gobierno anterior, y están obligados a obedecer al ejército de ocupación.

»La posesión del territorio no cesa por el simple hecho de la marcha de las tropas que la ocupan. Cuando un ejército invade el territorio enemigo, conserva la posesión de aquella parte que deja desguarnecida, y esto mientras no renuncie intencionalmente a su posesión, o sea desposeído por el enemigo»43.

Como se ve, pueden suscitarse varias dudas. El territorio invadido, ¿es lo mismo que el ocupado para los efectos de la autoridad que en él se ejerce? El quedar detrás o estar delante, ¿no depende en muchos casos de los movimientos y cambios de los ejércitos? ¿Qué circunstancias se necesitan, o qué requisitos para que se considere que el invasor ha renunciado intencionalmente al dominio del país invadido? Deseando mayor precisión en regla de tal importancia, procuremos formarnos idea de lo que el derecho de la guerra autoriza en el invasor de un territorio.

El invasor se distingue principalmente del conquistador en que su situación no es definitiva ni está normalizada, es interina y anómala, de modo que, tímido a la vez y violento, no se atreve a aplicar todas las leyes ordinarias, y proclama sin vacilar la ley marcial: esta contradicción es resultado de la lucha entre ideas opuestas, de la imposición de necesidades contradictorias. Como una prueba de que el invasor se ve ya empujado, ya contenido por fuerzas antagonistas, citaremos la regla ya generalmente practicada, respecto a los habitantes del país invadido hábiles para llevar las armas. No se atreve a ordenarles que las empuñen en favor suyo, poder supremo actual, y contra el Soberano cuya autoridad cesó, y los pena severamente si escuchando la voz del deber acuden a alistarse en los ejércitos de la patria: en el primer caso está contenido por la justicia, en el segundo impulsado por el instinto de conservación.

Respecto al mecanismo social, tanto en el orden jurídico como en el administrativo y económico, el invasor innovará lo menos posible, pero siempre podrá introducir todas aquellas variaciones que considere necesarias o útiles al fin de la guerra.

Aunque los tribunales ordinarios funcionen con la regularidad posible, habrá siempre tribunales militares que con la enérgica brevedad de los consejos de guerra juzguen los delitos que puede decirse que ella crea, y de que nos haremos cargo en sección aparte.

El poder del invasor se extenderá a las personas y las cosas, y éstas se distinguirán, según pertenezcan al público y a los particulares.

Relaciones del invasor con las personas del país invadido. Se respetará la vida, la libertad y la religión de los habitantes pacíficos, no haciendo tampoco nada que pueda lastimar su honra. «No obstante, podrán ser hechos prisioneros por excepción, si la seguridad del ejército o del Estado beligerante lo exigen. Hay derecho para prender a las personas que sin pertenecer al ejército y desempeñando funciones pacíficas, son peligrosas para las tropas de ocupación; así los periodistas, cuyas opiniones son hostiles, y los jefes de partido podrán hacerse prisioneros con el mismo derecho que los oficiales del ejército, porque suscitan dificultades o embarazos a las autoridades militares.

»Las opiniones manifiestamente hostiles, autorizan a apoderarse de las personas que las profesan»44.

«Los jefes del ejército de ocupación pueden requerir a los magistrados y empleados civiles del país invadido, a que presten juramento de obediencia temporal y aun de fidelidad al Gobierno del ejército invasor, y expulsar del país a todos los que rehúsen. Pero se exija o no juramento, mientras el vencedor sea dueño del país le deben estricta obediencia los empleados civiles y los habitantes, y éstos con peligro de su vida»45.

Bluntschli opina del mismo modo y llama a esto juramento y fidelidad provisional.

El habitante pacífico tiene que ir, si es pobre, personalmente con los bagajes que conducen víveres o municiones que se emplearán contra sus conciudadanos, sus amigos, sus parientes, tal vez contra su padre o su hijo.

También está obligado a la prestación personal, en la forma que determinan las leyes del país, para trabajar en las obras de fortificación defensiva.

«Tampoco puede exigir el invasor que los habitantes del país den informes de los movimientos del enemigo, obligándoles a ser espías, ni que sirvan de guías a sus tropas, convirtiéndoles en traidores»46.

Esta opinión de nuestro compatriota es una regla de justicia; pero no está admitida como ley en la guerra.

«Todo ejército necesita guías, y puede tomarlas por su propia autoridad, si no puede procurárselas de otro modo.

»Los guías convictos de haber extraviado a sabiendas a las tropas, pueden ser castigados de muerte»47.

Bluntschli establece lo mismo, y añade en nota: «La severidad de este artículo se explica por los peligros a que pueden hallarse expuestas las tropas engañadas respecto al camino que deben seguir. No obstante, los Consejos de guerra deben guardarse de admitir con ligereza que el guía ha obrado con intención culpable; es posible que se haya equivocado teniendo deseos de buscar e indicar el mejor camino. En este caso no se les puede castigar. Para condenarle es necesario prueba de su intención culpable, la cual puede resultar naturalmente de las circunstancias de la causa.»

Nos parece indudable que, según estos autores, el primero que ha dado reglas seguidas en la práctica, el segundo que ha codificado el derecho de la guerra, es conforme a él tomar guías entre los habitantes pacíficos del país invadido, por propia autoridad, es decir, por fuerza, e imponerles la pena de muerte si no dirigen derechamente a los enemigos de su patria, y no conducen por el camino mejor las tropas que van a matar a los suyos. Si no se tratara de los sojuzgados por fuerza, de los enemigos pasivos, ni se hablaría de la necesidad de recurrir a la autoridad, ni se recomendaría la investigación detenida de ser intencional el extravío; entre amigos no se concibe el delito, ni que sea necesaria tanta circunspección para no imponer injustamente la pena. Si se tratara de un traidor, él se ofrecería; no fuera necesario obligarle por propia autoridad; no hay duda que estas reglas se refieren a los habitantes pacíficos del país invadido, a quienes se impone la obligación de ser guías. Por otra parte, esta interpretación está conforme con el principio sentado de que los empleados civiles y los habitantes deben estricta obediencia al invasor, o de lo contrario arriesgan su vida.

Otros habitantes pacíficos muy expuestos a vejaciones y graves peligros, son los compatriotas del enemigo. Cierto que la justicia dicta y los autores encarecen, o cuando menos recomiendan, el derecho de estos ciudadanos inofensivos en el país donde viven, mientras no hagan ni intenten nada contra él; cierto que es injusticia manifiesta y dolorosísimo espectáculo arrojar de sus hogares miles de familias honradas y trabajadoras, y ver hombres y mujeres, ancianos y niños, lanzados en un breve plazo al otro lado de la frontera, donde no hallarán más amparo que los socorros de la beneficencia pública, o de la caridad privada. La expulsión de los alemanes domiciliados en Francia, durante la guerra franco-alemana, ha sido censurada con razón, pero sin que nosotros tratemos de disculparla, y condenándola enérgicamente, comprendemos que el derecho que allí se atropelló es en ocasiones muy difícil de respetar, porque la guerra, al hollar muchos, los pone en peligro a todos.

Declarada, por ejemplo, entre España e Inglaterra, los súbditos ingleses establecidos en la Península, deben ser tratados como los naturales mientras no se les pruebe connivencia con sus compatriotas. Pero se cree que ellos hacen votos contra los españoles, que sienten sus triunfos y se alegran de sus desastres: esto los hace aborrecibles, y de aquí a hacerlos sospechosos no hay más que un paso, que fácilmente se da.

En una plaza sitiada, donde viven muchos compatriotas del sitiador, se supone que constituyen un peligro, se temen connivencias y traiciones. ¿Hasta qué punto es vituperable la autoridad que los expulsa, arrancándolos así tal vez a los furores de la plebe? No es fácil determinarlo para todos los casos, dependiendo la moralidad de este hecho de mil circunstancias varias que pueden abonarle o condenarle. Los progresos de la civilización dan mayor seguridad a los extranjeros que viven en el país que está en guerra con su patria, pero si los ejércitos de ésta avanzan victoriosos, si invaden el país, de temer es que el odio, el miedo y el despecho se unan, para hacer sospechosos y objeto de vejámenes a los compatriotas del vencedor: son éstos, según indicábamos, habitantes pacíficos a quienes en ocasiones les será muy difícil vivir en paz, porque téngase en cuenta que si los publicistas proclaman, como lo hacen, que la salud del ejército es la suprema ley, no han de dejar de aplicarla los Gobiernos o los jefes militares cuando el temor y la ira hablen más alto que la justicia y la humanidad. «La expulsión de los alemanes y prusianos, dice Pradier Foderé, fue motivada por razones de defensa nacional, verificándose tanto en interés de los expulsados, para protegerlos contra las represalias de la multitud, como para purgar la capital de los numerosos espías que estaban en correspondencia con el cuartel general enemigo.»

Resumidos los derechos del invasor respecto a las personas, nos haremos cargo de los que tienen respecto a las cosas, con la debida distinción entre los bienes del común y la propiedad privada.

Bienes del Estado. Sustituyéndose el invasor al Estado, se apodera de todo cuanto a él pertenece. Fondos de las arcas públicas, edificios, almacenes, arsenales, parques, establecimientos de diferentes clases, y en fin, todo género de propiedad pública queda a su disposición. Los fondos, bienes muebles que pueda utilizar, se los apropia absolutamente; respecto a los inmuebles, debe limitarse a usufructuarlos: en cuanto a los objetos de arte, colecciones científicas, material de enseñanza, etc., etc., aunque el derecho internacional no prohíbe al vencedor apropiárselos y enviarlos a su patria o venderlos, la opinión pública lo reprueba, y el saqueo oficial y ordenado de museos y bibliotecas y archivos, tan común en las pasadas guerras, es probable que no se repita en las futuras.

Con el usufructo de los inmuebles va el deber de atender a su conservación, lo mismo que a los objetos de arte y de enseñanza y colecciones científicas.

Propiedad privada. El invasor no tiene derecho alguno a la propiedad privada de los habitantes del país invadido; es contra las leyes de la guerra el apropiársela, destruirla o perjudicarla, cuando esta destrucción o perjuicio no sean indispensables para las operaciones militares.

La propiedad privada puede decirse que por las leyes de la guerra está a cubierto de todo ataque privado o individual, lo cual no es poca ventaja ni pequeño progreso; el individuo del ejército invasor que prive de su propiedad a un habitante del país invadido, se sabe ya que comete hurto o robo, según los casos, y es tenido por ratero o ladrón, y como tal puede ser castigado. Esto, repetimos, es un gran bien; pero no hay que exagerarle suponiendo que los propietarios no tienen nada que temer del enemigo.

Las vías férreas, con los edificios correspondientes, y todo el material, aunque de propiedad particular, quedan siempre en poder del invasor; lo mismo sucede con los barcos que sirven para las comunicaciones fluviales, y de todos los medios de transporte cuando los necesita; pero de los ferrocarriles se apodera siempre.

Como los fondos públicos se forman de los particulares, y con ellos tienen que reponerse, el que se ha apropiado los bienes del común no puede decirse con verdad que nada toma de la propiedad privada.

Cuando ésta consiste en almacenes de comestibles, vestuario, calzado, o cualesquiera otros objetos de que carezca el ejército invasor, éste puede tomar lo que necesita, dando recibo.

Según el éxito de la guerra y las condiciones de la paz, tendrán o no valor estos resguardos; lo común es que no lo tengan, que los despojados pierdan lo que se apropió el invasor. Si algo recobra, se les devuelve, no como restitución íntegra al legítimo dueño, sino como indemnización al perjudicado, y más bien, en muchos casos, como socorro o limosna al que la necesita.

«Las requisiciones son, pues, para los particulares, la mayor parte de las veces, un mal inseparable de la guerra, que debe soportarse por aquellos a quienes alcanza. Por equidad, y si por acaso la situación de su hacienda lo permite, el Estado concederá tal vez una indemnización arbitraria a las víctimas. Los tratados de paz arreglan pocas veces estas cuestiones, y si no lo hacen, los derechos de los Ayuntamientos o de los particulares contra el Estado enemigo estarán gravemente comprometidos; no les queda más recurso que pedir a su Gobierno, en nombre de la equidad, que los auxilie.

»Los daños que resultan necesariamente de las operaciones militares para la propiedad privada, no constituyen una violación del derecho, sino que deben considerarse como un accidente»48.

La propiedad privada, ni es sagrada, como se sienta en principio, ni está siempre a cubierto de ataques bruscos, violentos, que pueden realizarse sin faltar a las leyes de la buena guerra.

Decimos ataques violentos, porque no dejan de ser ataques a la propiedad los que se dirigen por medio de las autoridades, y con cierta regla y orden, conocidos con el nombre de requisiciones y contribuciones de guerra, etc., etc.

«La propiedad privada en tierra, también está exenta de confiscación, excepto la que en algunos casos puede considerarse como botín cuando se le quita al enemigo en el campo o plaza sitiada, y exceptuando también las contribuciones militares impuestas a los habitantes del territorio enemigo»49.

«El vencedor podrá exigir contribuciones, prestaciones en especie o personales, y en caso de necesidad, si halla resistencia empleará la fuerza y se apoderará de los objetos reclamados, salvo satisfacer por vía de indemnización, o de otro modo, cuando se haga la paz. Es imposible trazar reglas exactas acerca de la facultad que tienen las potencias beligerantes de apoderarse de la propiedad de los súbditos enemigos, no reconociendo durante la guerra entre sí ningún juez superior»50.

«El ejército que ocupa el territorio enemigo tiene derecho a exigir que los habitantes contribuyan gratuitamente al sostenimiento y transporte de las tropas y del material de guerra, si estas contribuciones están sancionadas por el uso del país y no son contrarias a las leyes de la guerra.

»Esta declaración (la de respetar las personas, propiedad privada, etc.) no sirve de obstáculo al derecho del invasor victorioso, de poner a contribución los habitantes del territorio invadido o sus propiedades, de hacer empréstitos forzosos, de alojar a los soldados en casa de los habitantes, de aplicar temporalmente al uso de las tropas las propiedades, en especial las casas, campos, embarcaciones, iglesias»51.

«Los ejércitos necesitan alojamientos, víveres, ropas, medio de transporte. Hoy, el uso de los pueblos civilizados es proveer a las necesidades del ejército por medio de contratas. Los ricos ingleses, en varias guerras, y recientemente en Abisinia, no han hecho requisición alguna, proveyendo a las necesidades del ejército por medio de contratistas. Pero los convoyes no llegan siempre a tiempo; no pueden llegar a ciertas localidades, y puede ser a veces más práctico y menos peligroso hacer uso de los recursos del país para salir de apuros. Como las tropas de ocupación tienen derecho a percibir las contribuciones en el país que gobiernan de hecho, pueden también exigir de los habitantes la asistencia necesaria»52.

Dice Watel: «Todo el que hace una guerra justa, tiene derecho a que el país enemigo contribuya al mantenimiento de su ejército y a todos los gastos de la guerra.» Landa, citándole, añade: «Estamos completamente de acuerdo con esta máxima siempre que se entienda bien, que el país enemigo es el Estado a quien se combate y no los ciudadanos pacíficos de la porción del país que se ha invadido, los cuales no son responsables de la conducta de su Gobierno. En el decoro de la nación que envía sus tropas al exterior está el proveerlas de cuanto hayan menester durante la guerra, sin perjuicio de que al terminar ésta reclame la indemnización de todos los gastos, que son como las costas del litigio que ha perdido su adversario.»

El proyecto de Declaración de Bruselas, dice:

«Art. 40. Como la propiedad particular ha de respetarse, el enemigo no pedirá a los habitantes sino las prestaciones y servicios que estén en proporción con las necesidades de la guerra generalmente admitidas, y con los recursos del país.»

«Art. 41. El enemigo al levantar contribuciones, ya sea como equivalente de impuestos, ya de prestaciones en especie, ya a título de multas, procederá a ello siempre que sea posible conforme a las reglas que para el reparto de impuestos estuvieren vigentes en el territorio ocupado.»

Como se ve, no es contra el derecho de la guerra que el invasor viva sobre el país invadido; éste ha de suministrarle cuanto necesite, y él no exigir sino lo indispensable, procurando que la contribución se reparta con la posible equidad.

Tal es la teoría. En la práctica, parece que los ingleses en su última guerra de Abisinia tenían contratados todos sus servicios, y si algo exigieron en el país invadido, abonaron su importe. Si el caso es cierto, creemos que será el primero, y es de desear que sea imitado. No le imitaron los alemanes al invadir a Francia, donde hicieron la guerra a fondo, según una expresión atribuida a uno de ellos, que debía estar bien enterado de cómo se hacía. Se les acusa, no sólo de haber vivido sobre el país, sino de haberle esquilmado en demasía: no tenemos datos para afirmar lo último; en cuanto a lo primero es indudable, y tampoco cabe duda que el Derecho de gentes les autorizaba a ello.

Botín. Bluntschli dice que el derecho internacional prohíbe absolutamente el botín. Se exceptúan de esta prohibición:

1.º Los bienes del Estado enemigo, toda su propiedad de cualquiera clase que sea.

2.º El contrabando de guerra.

3.º Las presas marítimas; es decir, la propiedad particular de los súbditos beligerantes que se halle en el mar con bandera del enemigo.

4.º El equipo y armas y caballo del vencido, que puede apropiarse el soldado vencedor.

5.º Los objetos de valor pertenecientes a los muertos en el campo de batalla.

6.º El saqueo en una plaza cuando antes de tomarla se ofrece.

Los cinco primeros casos son muy frecuentes, el sexto no, ya porque repugna cada vez más el cuadro de una ciudad entregada al pillaje, ya porque con las armas modernas es casi imposible tomar una plaza por asalto, y no hay para qué estimular a él con el cebo del botín. Perecen los acometedores antes que puedan escalar el muro, y entre los inmensos males que causan medios tan eficaces de destrucción, producirán siquiera el bien de hacer muy raras esas acometidas, que cuando son coronadas por la victoria ponen en grave riesgo la disciplina militar y las leyes del honor y la humanidad.

La declaración de Bruselas, dice:

«Art. 39. El saqueo queda formalmente prohibido.»

Propiedad en el mar. Parece extraño que los autores, al tratar de los derechos del beligerante sobre la propiedad privada del enemigo, formen capítulo aparte de la propiedad en el mar, pero la distinción hecha en los libros es consecuencia de la que existe en las cosas; por absurdo que parezca, es lo cierto que las leyes de la guerra sobre propiedad privada, varían según ésta se halla en la habitación o almacén de un edificio, o en la bodega de un barco.

«El principio practicado hasta hoy es el siguiente: todos los bienes del enemigo que con bandera enemiga se hallen en el mar, ya pertenezcan al Gobierno o a los particulares, se consideran de buena presa, es decir, que se capturan y se apropian.

»Este principio produce sus efectos desde el momento de empezarse las hostilidades, y aun antes que tengan noticia de ellas los capitanes de los barcos, conforme a lo establecido constantemente por la jurisprudencia inglesa. No obstante, se concede a veces un plazo: en la guerra de Crimea, las potencias occidentales, por una declaración de 27 y 29 de Marzo de 1854, dieron a los buques rusos un plazo de seis semanas para salir de sus puertos respectivos y volver a su patria; en 1870, Francia ha dado con el mismo objeto treinta días a los buques mercantes del enemigo»53.

La propiedad privada en el mar, hace pocos años no sólo podía ser capturada por la marina de guerra del enemigo, sino que éste daba lo que se llama, patente de corso, es decir, autorización a sus súbditos para armar buques que persigan a los mercantes enemigos, y una vez capturados, se los apropien: no era ni más ni menos que la piratería sancionada por los Gobiernos, e izando desvergonzadamente el pabellón nacional.

Por la declaración de París, de 16 de Abril de 1856, ha quedado prohibido el corso; casi todos los pueblos civilizados se han comprometido a no autorizar a sus súbditos para que en caso de guerra se despojen mutuamente en el mar. Sólo tres naciones, entre las cuales tenemos el dolor y la vergüenza de contar a España, se han separado del concierto universal, y permiten que su pabellón cubra a los salteadores de mar, mucho más peligrosos y temibles que los de caminos: Méjico y los Estados Unidos comparten con nosotros este oprobio. Puede decirse no obstante que el corso quedó abolido, porque ni invalida la regla esta excepción de tres pueblos, ni parece posible que continúen por mucho tiempo infringiendo tan justa ley internacional del mundo civilizado54.

Mas si por ella se niega a los particulares beligerantes el derecho de despojarse mutuamente en el mar, los Gobiernos le conservan todavía, puesto que sus barcos se apoderan de los bienes de los particulares de la nación enemiga: estos corsarios se llaman cruceros, pero el nombre no hace a la cosa; el vestir uniforme y llevar cañones de mayor calibre no varía el hecho de apoderarse de los bienes de los particulares sin más razón que la fuerza.

En tierra, en principio, se respeta la propiedad privada; si en la práctica se ataca más o menos directamente, es por necesidad, que podrá ser o no cierta, pero que siempre se alega. Sin ella, sin pretextarla siquiera, e invocando usos, conveniencias y hasta derechos, la propiedad privada, al alejarse de la costa, queda a merced del enemigo. No obstante, mucho se ha hecho últimamente para favorecerla. La declaración de París arriba citada, dice:

1.º El corso queda abolido.

2.º El pabellón neutral cubre la mercancía enemiga, excepto el contrabando de guerra.

3.º La mercancía neutral, exceptuando el contrabando de guerra, no es capturable bajo pabellón enemigo.

4.º Los bloqueos para ser obligatorios, deben ser efectivos; es decir, mantenerse por una fuerza suficiente para impedir realmente el acceso del litoral enemigo.

Al hablar de los bloqueos marítimos, trataremos del último acuerdo; ahora haremos notar tan sólo cuánto protegen las determinaciones de los otros tres la propiedad privada en el mar.

España, que, como hemos dicho, no aceptó la abolición del corso, se ha adherido a los otros acuerdos. Méjico ha declarado lo mismo; los Estados Unidos manifestaron que estaban prontos a dar su adhesión completa a la abolición del corso si se añadía que la propiedad de los súbditos beligerantes no podría ser capturada por las marinas militares respectivas: Inglaterra se opuso a esto, y el Congreso no resolvió, sino lo que queda copiado; no es seguramente bastante, pero no hay duda que es mucho.

Antes de estas determinaciones estaban ya a cubierto del pillaje legal marítimo el material de pesca, lanchas pescadoras de las costas y los bienes de los náufragos.

Para terminar este resumen de las leyes de la guerra que se refieren a la propiedad, diremos, que la privada se respeta aun cuando la ocupación militar se convierta en conquista o anexión forzosa. El conquistador se apropia los bienes del Estado, sustituyéndose al Soberano que expulsó, pero no se apropia los de los particulares: podrán éstos ser vejados más o menos, según las circunstancias, pero no se les despoja. Es contra el Derecho de gentes lo practicado en algunos puntos de la América que fue española, de adjudicar al vencedor los bienes de los particulares vencidos.




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X. Ley marcial.-Tribunales militares.-Delitos que crea la guerra

Cuando un ejército enemigo invade una comarca, aunque la administración de justicia ordinaria no se altere, aunque los Tribunales sigan entendiendo de los negocios civiles y de las causas criminales que se refieren a delitos comunes, hay otros cuya calificación, fallo y pena se reserva el vencedor, y son los que puede decirse que crea la guerra. En efecto: sin ella, no sería delito negar obediencia y juramento de fidelidad a un extranjero; no suministrarle lo que necesite para sus tropas; no guiarle en sus marchas; no proporcionarle medios de transporte; no abrirle las puertas de las casas para que las ocupe, del almacén para que se provea, ni el no guardar silencio respecto a sus procederes si parecen malos, ni tampoco dar consejo, noticias y apoyo a los defensores de la patria, ni acudir al llamamiento del Soberano legítimo para defenderla, etc., etc. Estos y otros delitos análogos, no sólo son creados por la guerra, sino que siguen todas sus vicisitudes, y desaparecen, se agravan y varían con el tiempo, el lugar y las más fortuitas circunstancias. Según un habitante mora más acá o más allá de cierta línea marcada; según ésta se ha extendido por el movimiento de tropas; según un pueblo es abierto o está fortificado; según la resistencia que ha opuesto; según el peligro real o supuesto del invasor, varían las reglas que establece y la penalidad que impone al que las infringe. Estas reglas no pueden ser fijas, porque no parten de principios absolutos, sino de circunstancias eventuales. La salud del ejército es la suprema ley, y conseguir el objeto de la guerra una necesidad imprescindible: tales son, para los países invadidos, las fuentes de la justicia, tan turbias como los manantiales donde tienen origen: hay que colocarse, pues, bajo su punto de vista, para juzgarla y aun para comprenderla. Sus manifestaciones son:

Promulgar una ley sobre todas las otras, y a veces en oposición a ellas, que se llama ley marcial.

Establecer tribunales, no de jueces, ni de hombres instruidos en los principios de derecho, sino de militares que no le conocen, y con los cuales se forman los consejos de guerra.

Calificar de delitos, hechos que no sólo pueden no ser inmorales, sino que pueden ser exigidos por la conciencia del que los realiza, y penar, en ciertos casos, aquello mismo que se tiene por bueno, tal vez por heroico y sublime.

No debe confundirse la ley militar, con la ley marcial; la primera, es el Código que rige la fuerza armada de cada pueblo y que nada tiene que ver con el Derecho de gentes; la segunda, son los mandatos, que conforme al derecho de la guerra, puede hacer obligatorios, bajo severas penas, el General cuyas tropas se hallan posesionadas de un territorio o de una población.

Ley marcial. «La ley marcial, en un país enemigo, consiste en suspender a favor de la autoridad militar, del ejército de ocupación, las leyes criminales y civiles de la Administración y del Gobierno del país a que pertenece el pueblo o territorio ocupado, sustituyéndolas con el gobierno y la autoridad militar, aun en lo que se refiere al derecho de promulgar leyes generales, siempre que las necesidades militares exijan esta suspensión, esta sustitución y el ejercicio de este poder legislativo.

»El general en jefe del ejército de ocupación puede declarar que la legislación civil y penal continuará vigente en todo o en parte corno en tiempo de paz, a menos que la autoridad militar superior no lo disponga de otro modo.

»La ley marcial no es otra cosa que el ejercicio de la autoridad militar conforme a las leyes y usos de la guerra, y no debe confundirse con la opresión militar, que es el abuso del poder que esta ley confiere. Como la ley marcial se aplica por la fuerza militar, es del deber de los que la aplican respetar estrictamente los principios de justicia, del honor y de la humanidad, virtudes aun más propias del soldado que de los demás hombres, por la razón de que, armado en medio de un pueblo inerme, es omnipotente.

»Las autoridades deben tener menos rigor en las plazas y territorios completamente ocupados, y que ya no ofrecen ninguna resistencia: pueden mostrarse más severas cuando la hostilidad persiste o tienen motivo para temer que se manifieste. Es permitido al jefe de las tropas, aun en su propio país, recurrir a medidas rigurosas, cuando está en presencia del enemigo, por las necesidades imperiosas de su situación y del deber supremo de defender el país contra la invasión.

»La salud de la patria es antes que ninguna otra consideración.

»Las leyes civiles y penales continuarán aplicándose en las plazas y territorios sujetos a la ley marcial, a menos que otra cosa no se disponga por la fuerza militar que allí manda, pero todo el poder del Gobierno enemigo, sea legislativo, ejecutivo o administrativo, ya tenga carácter general o local, cesa y no continúa ejerciéndose sino con la sanción, y si necesario fuese, con la participación del ocupante o invasor.

»La ley marcial es extensiva a las propiedades y a las personas, sin distinción entre los súbditos del enemigo y los extranjeros.

»La ley marcial da, particularmente al ejército de ocupación, el derecho de ejercer la policía, de percibir las rentas públicas y cobrar las contribuciones, ya sean decretadas por el Gobierno expulsado o por el invasor. Tiene principalmente por objeto asegurar el sostenimiento del ejército, su seguridad y el éxito de las operaciones militares»55.

Hemos citado con alguna extensión al autor de las Instrucciones para los ejércitos en campaña de los Estados Unidos de América, en lo que dice, respecto a la ley marcial; no sólo porque estas instrucciones fueran admitidas y practicadas como hemos dicho, durante la guerra, sino porque los escritores parecen conformes con su espíritu; Bluntschli las conserva hasta la letra en su Derecho internacional codificado; en mucha parte se han seguido en la guerra franco-alemana, y los rusos en la de Oriente, también parece haberse conformado con ellas, cuanto es posible, al menos, en las circunstancias en que se hallaban.

En 1810, Wellington decía en un despacho expedido desde Portugal, que la ley marcial es ni más ni menos que la voluntad del General en jefe56.

Esta breve definición arranca una protesta de la conciencia contra la idea de convertir en ley la voluntad de un hombre; sólo decimos que el jefe militar que la dio, extendía erradamente la esfera de un poder por el hábito de ejercerle sin límites, y que en los sesenta y nueve años que han pasado desde su dictadura militar, se han enfrenado todos, haciendo grandes progresos los sentimientos de humanidad y los principios de justicia. Es esto una verdad consoladora, sin que por eso deje de serlo, a nuestro entender, la definición del vencedor de Waterlóo. Si estudiamos las reglas citadas y los hechos prácticos, nos convenceremos de que, respecto a los territorios declarados en estado de sitio, el progreso consiste en que los jefes militares son más humanos, más justos; en que difícilmente pueden atropellar ciertas consideraciones, sustraerse a las influencias de la opinión, pero no dejará por eso de ser exacto, que la ley marcial es la voluntad del que la promulga: lo que hay que desear es que esa voluntad sea firme y recta, y que él tenga presentes aquellas hermosas palabras de Lieber: Cuando los hombres empuñan las armas para hostilizarse en una guerra regular, no pierden el carácter de seres morales, responsables unos respecto a otros, y ante Dios.

Esta ley, que no es otra cosa que la voluntad de un hombre, sin más límites que su conciencia y su honor, debe publicarse, y así se hace por lo común, para que llegue a noticia de todos el mandato y la pena en que incurren los contraventores; en el terror y desorden producidos por una invasión no siempre es posible publicidad tan completa como sería necesaria, ni que se especifique bastante lo ordenado.

Nunca deben usarse palabras que no den exacta idea de las cosas, y menos que induzcan a error sobre ellas; por eso la ley marcial, que no tiene ninguna de las condiciones de ley, no debía tener este nombre; mas puesto que lo lleva, habremos de adoptarle, entendiendo que significa la orden de un jefe militar inspirada por la necesidad de proveer a la seguridad de sus tropas, de abastecerlas y hacer cuanto juzgue preciso o útil para el éxito de las operaciones militares; esta orden no es obligatoria, sino en cuanto pueda hacerla cumplir por fuerza el que la da.

Consejos de guerra. Para cumplimentar esta orden llamada ley, se constituyen tribunales militares, consejos de guerra que, además de estar compuestos de hombres ignorantes del derecho, tienen que hacer informaciones muy sumarias, administrar justicia pronta, porque los fallos llevan el carácter de imprescindible urgencia, y todo esto con medios muy imperfectos de investigar la verdad; los testigos son, o de los habitantes del país invadido, o de los soldados del ejército invasor, y en ambos casos es de temer que sean parciales; las reglas a que han de atenerse suelen ser vagas; por los principios de justicia no hay que guiarse, porque a veces se obra contra ellos, y, en fin, la posible imparcialidad tampoco es fácil, porque los acusados suelen ser enemigos, y es difícil despojarse del carácter de beligerante para revestir el de juez; añádase que el temor puede muchas veces contribuir a la injusticia de los fallos.

Delitos. Es imposible enumerar todas las contravenciones de todas las reglas que un General tenga por conveniente dar, y que varían según las circunstancias. Tampoco se puede determinar con exactitud la penalidad, porque también está sujeta a variaciones, conforme que el dictador sea más o menos ilustrado y humano, y según la situación en que se halla. Enumeraremos los delitos más graves y frecuentes, y el castigo usado en la práctica y no rechazado en general por la teoría.

Introducirse astutamente en la plaza o en el campamento ocultando su propósito, y con el de averiguar la situación o estado del ejército para comunicarlo al enemigo, se llama espionaje, y se pena con la muerte.

Tener comunicaciones secretas con el enemigo para entregarle una plaza, facilitarle un paso que comprometa la situación del ejército, etc., se pena con la muerte.

Los habitantes del país invadido que se subleven contra el invasor, aunque sea obedeciendo a los mandatos de su Gobierno, serán considerados como rebeldes y castigados de muerte, aunque su intento, sin realizarse, no haya pasado de conspiración.

El habitante de un país invadido que sirve voluntariamente al ejército de su patria, o se ofrece a servirle, se considera como traidor, y es penado con la muerte.

El ciudadano que sirve voluntariamente de guía al enemigo contra su propio país, se considera como traidor, y será penado conforme a las leyes de su patria.

Siendo forzosamente guía del ejército invasor, extraviarle cuando va contra los compatriotas, será penado con la muerte.

El práctico en la costa, obligado por fuerza a servir de piloto a los buques enemigos de su patria, si no los dirige bien, será penado con la muerte.

Toda correspondencia secreta con el enemigo se castiga como traición; la menor pena que se impondrá por este delito es la expulsión del territorio.

Los mensajeros no militares capturados, no se consideran como prisioneros de guerra, y serán penados según las circunstancias; las tentativas hostiles con carácter clandestino y desleal, serán penadas de muerte.

Negarse a prestar juramento de fidelidad al invasor en el desempeño de un cargo público conferido por el Gobierno expulsado, puede ser penado con la expulsión del territorio.

El habitante de país invadido que acude al llamamiento de su Soberano y toma las armas, incurre en penas graves, como confiscación de bienes, y aun se hacen responsables de su conducta al pueblo de su nacimiento y aquel donde habitaba.

La persona que tiene prestigio y opiniones contrarias al proceder del invasor, puede ser expulsada del territorio.

La pública manifestación de opiniones contrarias al ejército de ocupación, será penada según las circunstancias.

Podrá ser obligado por la fuerza, y penado según los casos, el que se niegue a trabajos de fortificación emprendidos por el ejército ocupante.

Los que recorren la comarca atribuyéndose carácter militar que no tienen, y asesinan, hieren, roban, incendian, destruyen puentes, canales, vías férreas, telégrafos, con miras hostiles al ejército, se les podrá imponer la pena de muerte.

También podrán ser penados con la muerte los merodeadores.

Las penas se impondrán sin distinción de clase ni sexo.

Los particulares o los Ayuntamientos que inciten a cometer estos delitos, o no los eviten, podrán hacerse responsables de ellos.

Tal es el resumen de la penalidad propuesta por Lieber, admitida por los ejércitos americanos en campaña, codificada por Bluntschli, y practicada por los alemanes al invadir la Francia.

La voluntad del que aplica este Código disminuye o aumenta su crueldad, añadiendo o suprimiendo artículos. En los citados, no se comprenden todos los casos, ni aun el mayor número; las vicisitudes de la guerra, las necesidades del ejército, las disposiciones de los habitantes del país invadido, la resistencia activa o pasiva que hagan, su pobreza o abundancia de recursos, hasta el clima y la estación influyen en lo que por una parte se exige y por la otra se concede o se niega; en las relaciones de entrambas, y en que la voluntad omnipotente del dictador militar tenga más dilatada esfera de actividad y más ocasiones de injusticia.

Nos parece que lo dicho puede resumirse así:

Ni la ley marcial es ley;

Ni los tribunales militares son tribunales;

Ni los delitos que se penan son delitos.




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XI. Rehenes.-Represalia.-Retorsión

Se entiende por rehenes las personas ofrecidas por un beligerante y aceptadas por el otro, para que con su vida o su libertad respondan del cumplimiento de lo pactado.

Lieber se limita a decir que en la época actual son raros los rehenes.

«Los rehenes deben ser tratados como prisioneros de guerra; pero el objeto propuesto al recibirlos puede obligar a medidas más o menos severas y a reclusión más completa»57.

«La parte ofendida puede retener a los súbditos del enemigo como rehenes: pero los autores antiguos se equivocan evidentemente sosteniendo que es permitido atentar a la vida de estos desgraciados»58.

«La ejecución de un tratado se asegura a veces por rehenes dados por una parte a la otra»59.

«Pretender que un inocente dado en rehenes responda con su vida de ajenos atentados, es una violación evidente de las leyes naturales, para cuya justificación es necesario llamar a la sofistería en auxilio de la barbarie»60.

«¿Y podría pretenderse que no sea contrario a la civilización ese proceder infame, reservado sólo a los facinerosos que arrebatan a un hijo de familia, asesinándole si no se les envía el precio que han querido fijar por su rescate?

»Hoy, para asegurar el cumplimiento de un tratado, se exigen, no rehenes, sino prendas cuya entrega disminuya las fuerzas del deudor aumentando las del acreedor; estas prendas son una provincia, una o más fortalezas estratégicas, o, a falta de ellas, un número determinado de cañones: éstas son garantías menos crueles y más eficaces»61.

En vista de estas afirmaciones, del desuso en que iba cayendo la costumbre de dar y recibir rehenes, de la especie de reserva que se nota en unos autores modernos al hablar de ellos, la condenación explícita de otros, y la unanimidad de todos para que la vida del rehén sea respetada, parecía que este medio no se contaba ya entre los usos de la guerra en las naciones civilizadas. Semejante esperanza ha resultado vana.

«Una nueva aplicación poco recomendable del sistema de rehenes se ha hecho durante la guerra de 1870-71 entre Francia y Alemania. Para asegurar los trasportes por los ferrocarriles, las tropas alemanas obligaron con frecuencia a las personas principales de las provincias francesas invadidas, a subir con ellas en los trenes. Este modo de proceder es tanto más censurable, cuanto que compromete la vida de ciudadanos pacíficos que no han cometido culpa alguna, y además, no proporciona realmente seguridad: los fanáticos que quitasen los raíles o intentaran interrumpir la circulación por las vías férreas, tendrían poca cuenta de la vida de los señores que son a veces para ellos un objeto de odio»62.

Represalias. Una vez rotas las hostilidades por los beligerantes, las represalias pueden definirse en la reproducción de abusos, daños, violencias y crueldades que realizó el enemigo, con el objeto de contenerle para que no las repita: esta definición se da en el sentido más favorable, es decir, cuando la venganza, ni el espíritu de rapiña, ni la sed de sangre tienen parte en la determinación.

Así, pues, si el enemigo tala, incendia, asesina, se talará, se incendiará y asesinará.

La historia de todas las guerras está llena de estas reproducciones de los procederes del enemigo. Como es fácil prever, la reproducción no es exacta; se llevan siempre las violencias más allá que el enemigo; éste a su vez se excede, y el nivel moral de entrambos baja en cada desquite, y va subiendo la ola que traga las ideas de derecho y los sentimientos de humanidad.

«Las leyes actuales de la guerra no pueden impedir las represalias; no obstante, los pueblos civilizados ven en ellas la fase más triste de la guerra. A veces no existe ante un enemigo cruel otro medio de impedir la repetición de bárbaros ultrajes.

»Es necesario, pues, no recurrir a represalias puramente por vengarse; es necesario emplearlas como un castigo protector, y aun en este concepto, con circunspección, y sólo en la última extremidad. En otros términos: no debe recurrirse a ellas sino después de una investigación acerca de las circunstancias exactas y el carácter de las infracciones que pueden exigir castigo.

»Todo prisionero de guerra sufrirá las penas que se impongan como represalias»63.

«La naturaleza y la extensión de las represalias se determinan conforme a la gravedad de la injusticia cometida por el adversario. Las represalias desproporcionadas al delito que las motiva constituyen una violación del derecho.

»Sólo se autorizan represalias cuando no se ha reparado o castigado la injusticia que las provoca»64.

«La falta de buena fe en semejantes transacciones no puede castigarse más que rehusando al culpable de semejante violación las ventajas estipuladas en el cartel, o en el caso en que se le puede suponer al abrigo de este recurso, ejerciendo represalias o retorsión de hechos»65.

«Toda repulsa o tardanza de una parte para satisfacer las justas reclamaciones de la otra, dan a ésta el derecho inconcuso de recurrir a represalias»66.

Field se limita a definir las represalias, distinguiéndolas en activas y pasivas (artículos 712 y 713 de su Código), según que con ellas se priva al enemigo de un bien o se le hace un mal.

Landa dice: «El segundo caso se refiere a las represalias, ese pretendido derecho cuya iniquidad han demostrado todos los modernos publicistas. ¿Qué se diría de una ley que dispusiera que cuando no puede ser habido el autor de un crimen se ahorque en su lugar al primero que pase por la calle?

»No: el crimen de otro no autoriza al nuestro, menos le absuelve, porque la justicia y la moral son absolutas, y condenan el mal sin distinción de circunstancias ni ocasiones»67.

A pesar de esta enérgica protesta y de tantas otras como han salido de entendimientos claros y conciencias rectas, las represalias forman todavía parte de las leyes de la guerra que pretende condicionarlas, pero no las proscribe absolutamente.

El Instituto de Derecho Internacional, después de haber discutido el asunto en su sesión de El Haya el año de 1875, votó la proposición siguiente:

«IX. Las represalias son una excepción dolorosa, pero en ciertos cabos inevitable, del principio general de equidad, según el cual no debe sufrir el inocente por el culpable. Una vez que no se las puede prohibir completamente, sería de desear que conforme al primitivo proyecto de Rusia, se las comprendiera en la declaración para tener oportunidad de limitarlas con arreglo a los principios siguientes:

»1.º Su modo de ejecución y su extensión no podrán exceder del grado de infracción cometida por el enemigo.

»2.º Serán formalmente prohibidas en el de que la infracción haya sido reparada.

»3.º No podrán ejercitarse sino con autorización del general en jefe.

»4.º En todo caso, habrán de respetarse las leyes de la humanidad y de la moral.»

Respetando estas leyes no puede haber represalias.




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XII. Aliados

Llámanse aliadas las naciones que reúnen y combinan sus medios para conseguir un fin: este fin puede variar, y aquí sólo nos ocuparemos de la alianza cuando tiene por objeto la guerra.

La alianza puede ser ofensiva o defensiva, según los aliados se obliguen a acometer combinados al enemigo común, o solamente a defenderse en caso de ataque. Pueden llevarse a la alianza todos los medios disponibles, o solamente una parte, según se acuerde, y en fin, condicionar el pacto de varios modos.

Se entiende que la alianza ha de ser medio de conseguir un fin justo, y la nación que se propone uno que no lo sea, no tiene derecho a exigir que sus aliados continúen siéndolo.

Los compromisos de la alianza quedan también rotos por causas que pueden llamarse de fuerza mayor, como la imposibilidad de acudir con subsidios por evidente falta de recursos, o con tropas por la necesidad de defenderse, etcétera, etc.; cuando no puede lograrse el objeto de la alianza, queda rota, y también si no ha cumplido sus condiciones una de las partes, o no quiere aceptar una solución pacífica conveniente, o propone medios impracticables para conseguir el fin. Como el juez es parte, y él solo decide cuándo hay obligación o queda rota, las alianzas, para los fuertes al menos, no duran sino en tanto que así lo quieran los aliados.

Si no hay pactado nada en contra, los que se han reunido para hacer la guerra no pueden hacer separadamente la paz. No obstante, en alianzas de los débiles con los fuertes, éstos suelen llevar la parte del león cuando hay despojos, y si gravámenes, arrojar el mayor peso sobre los que pueden menos, sin que nadie reclame en nombre del Derecho de gentes.

También existe lo que pudiera llamarse semi-alianza o alianza parcial, que consiste en prestar a un beligerante un auxilio pactado anteriormente, y sin objeto de favorecer la guerra actual, y limitándose a llenar aquel compromiso, guarda en todo lo demás neutralidad: hácese distinción del auxilio prestado casus fæderis del que se da casus belli.

Martens sostiene esta especie de alianza compatible con la neutralidad, y según Bluntschli: «Cuando un Estado se ha comprometido por tratados anteriores, y cuando no podía prever que estallase la guerra, a suministrar socorros, consistentes en tropas, a la nación convertida en beligerante, la presencia de estas tropas en territorio enemigo, y su participación en la guerra, no se consideran como contrarios a la neutralidad del Estado a que pertenecen, con tal que manifieste de un modo evidente su intención de permanecer neutral y observe estrictamente las condiciones de los tratados.

»Las tropas dadas a uno de los beligerantes, en virtud de tratados, serán consideradas como enemigas, pero el Estado que las proporcionó, antes de que la guerra pudiera preverse, no es enemigo por el solo hecho del rompimiento de la paz.»

Field rechaza esta doctrina.

Landa dice: «Hoy no son sostenibles tan escolásticas distinciones. Cuando una nación envía contra nosotros una parte cualquiera de sus tropas, nos declara ipso facto la guerra, y por tanto, tenemos derecho a ejercer contra ella todas las hostilidades lícitas, invadiendo su territorio si nos conviene, y anulando todos los tratados anteriores. Pero esto no nos autoriza para negar a esas tropas auxiliares la calidad de beligerantes, pues debemos considerarlas como enemigo legítimo, mientras observen por su parte las leyes de la buena guerra.»

Según Heffter, la nación que se crea amenazada «deberá procurar romper una coalición peligrosa, para lo cual presentará a los aliados la alternativa siguiente: o renunciar a la coalición, o sufrir las consecuencias de una declaración de guerra... Semejante alternativa no puede, a la verdad, ofrecerse a los aliados del enemigo, sino en cuanto se hallen dispuestos a suministrarle los socorros estipulados.»

Suiza conservaba su neutralidad permitiendo a sus súbditos tomar parte en la guerra, y pelear a veces en campos opuestos, pero en la Constitución de 1848 ha quedado prohibida semejante facultad. A pesar de lo sostenido por algunos publicistas y codificado por Bluntschli, el Derecho de gentes moderno parece que se atendrá a lo que el buen sentido dicta, que los aliados de nuestros enemigos, son enemigos también.




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XIII. De los neutrales

Cuando dos naciones se declaran la guerra, las demás pueden auxiliarlas directamente para aumentar sus fuerzas y activar las operaciones militares, en cuyo caso serán sus aliados, correrán todos los riesgos y tendrán todos los derechos de los beligerantes, siéndolo realmente, o permanecerán imparciales espectadores de la lucha, sin favorecer en ella a ninguno de los contendientes.

Puede decirse que es neutral la nación que no da a los beligerantes ningún auxilio para hacer la guerra, les presta igualmente aquellos que exige la humanidad, y continúa con ellos todas las relaciones pacíficas, en cuanto el estado de guerra lo permite.

La neutralidad es voluntaria o impuesta; la primera, se adopta libremente al estallar la guerra en que directa ni indirectamente se quiere tomar parte; la segunda, es consecuencia de convenios, cuando por miras de interés o de justicia, y por cálculos más o menos exactos, se neutraliza una ciudad o un territorio, como el tratado de Viena neutralizó la ciudad libre de Cracovia y toda la Suiza, y en 1831 y 39, se declaró la neutralidad de Bélgica. También por convenio tácito o expreso de los beligerantes puede neutralizarse una parte de su territorio, localizando el teatro de la guerra.

La neutralidad es armada, cuando la nación neutral se arma para guardar sus fronteras o sus costas de las agresiones de los beligerantes.

La nación neutral hemos dicho que continúa sus relaciones pacíficas con los beligerantes, en cuanto el estado de guerra lo permite, porque, en efecto, no es exacto, como sientan Azuni, Fiore y otros, que la neutralidad es el estado de paz entre naciones que están en guerra; ésta impone, como dice Field, deberes y obligaciones desconocidas en tiempo de paz.

La perturbación producida por las hostilidades no se limita a los pueblos que combaten: los neutrales tienen que abstenerse de muchas cosas que podrían realizar libremente en tiempo de paz, y hacer otras a que no estaban obligados.

Obligaciones de los neutrales. La estricta neutralidad, no permite dar ningún género de auxilio a los beligerantes, como tales, aun cuando se preste a entrambos igualmente, porque a uno de los dos aprovecharía más que al otro, no siendo posible que se hallen en circunstancias idénticas.

El neutral no debe suministrar a ninguno de los beligerantes directa, ni indirectamente, medios para hacer la guerra, como tropas, armas, buques de guerra, subsidios, caballos para la remonta, etc., etc.

No pondrá obstáculo a los bloqueos marítimos y demás operaciones militares, ni las consentirá en su territorio ni en sus aguas.

No protegerá el contrabando de guerra.

No permitirá en sus dominios que recluten tropas los beligerantes. (Dícese que consintiéndolo a entrambos no se falta a la neutralidad, pero se cumple mejor prohibiéndolo a los dos.)

No permitirá que sus súbditos construyan y armen buques de guerra para los beligerantes ni les suministren armas.

En cuanto a la construcción de buques de guerra, parece definitivamente prohibida, máxime después del fallo que recayó en la cuestión del Alabama, pero respecto a las armas, los Gobiernos neutrales pueden permitir y permiten que sus súbditos comercien con ellas, vendiéndoselas a uno de los beligerantes o a entrambos.

En el momento en que escribimos, una gran fábrica de fusiles de los Estados Unidos tiene contratadas dos grandes partidas, una para los rusos, y para los turcos la otra. Ignoramos si este proceder dará lugar a reclamaciones como las que suele haber en casos análogos. En la guerra franco-alemana los alemanes se quejaron de las muchas armas que en Inglaterra se vendían a los franceses, pero el Gobierno inglés contestó que lo mismo habían hecho los prusianos, respecto a los rusos, durante la guerra de Crimea. En la práctica, los súbditos de los neutrales, venden armas a los beligerantes, y la teoría no determina claramente la regla a que deben atenerse, sino que es vaga y elástica.

«El hecho de que un Estado neutral suministra, o contribuye a suministrar, a uno de los beligerantes armas o material de guerra, constituye igualmente una violación de los deberes de la neutralidad.

»Por el contrario, si los particulares, sin intención de auxiliar a ninguno de los beligerantes, y sólo por especulación, les proporcionan armas o material de guerra, corren el riesgo de que estos objetos sean confiscados, como contrabando de guerra, por el adversario, y los Gobiernos neutrales no faltan a su deber tolerando el comercio de objetos que son considerados como contrabando de guerra.

»El Estado neutral está obligado a hacer cuanto le sea posible para impedir en su territorio la remesa en grande de armas, cuando resulta de las circunstancias que estas remesas constituyen un subsidio de guerra.

»No puede exigirse que un Estado neutral se oponga a la remesa en pequeño de armas y municiones de guerra; estas remesas no tienen importancia en las relaciones de Estado a Estado; la vigilancia sería muy difícil, y aun imposible, y llevaría consigo innumerables vejaciones para los ciudadanos.

»En cuanto a las remesas en grande, es muy distinto. Constituyen una ventaja positiva para una de las partes, y las más veces son un verdadero subsidio. El Estado neutral que no quiera dejar ninguna duda acerca de su voluntad de no tomar ninguna parte en la guerra, deberá oponerse a que salgan estas armas, siempre que le parezca verosímil la intención de secundar a uno de los beligerantes»68.

Ya se comprende cuán vaga es la distinción de remesas en grande y en pequeño, y cómo muchas pequeñas podrán constituir una grande. También se habla de intención difícil, si no imposible, de averiguar, y que aun después de averiguada no puede ser dato para tomar ninguna medida; el investigar si una remesa de armas es un negocio para el que las remite, un regalo o un subsidio, tampoco es cosa fácil; y como todo esto se da en los artículos del Derecho internacional codificado como reglas, bien puede decirse que sobre el caso no hay ninguna bien determinada.

El Estado neutral no permitirá que los beligerantes levanten empréstitos en sus dominios, aunque los particulares puedan remitirles valores sin comprometer a su Gobierno.

Si un Estado neutral permite a uno de los beligerantes que se provea de víveres en su territorio (lo cual no le está prohibido), hará lo mismo respecto al otro.

Si las tropas fugitivas de uno de los beligerantes entran en el territorio del neutral, éste debe desarmarlas, adoptar las disposiciones necesarias para que no vuelvan a tomar parte en la guerra, y darles aquellos socorros que la humanidad exige, salvo la indemnización que después pueda reclamar.

El neutral deberá dejar paso por su territorio a los heridos y enfermos, ateniéndose a las prescripciones del Convenio de Ginebra.

Los buques beligerantes que entren en los puertos del neutral huyendo de la persecución del enemigo, serán desarmados y la gente tratada como los soldados fugitivos que pasan la frontera.

Los buques beligerantes que entran en un puerto neutral obligados por la tempestad, o para reparar una avería, recibirán los auxilios necesarios, y podrán permanecer todo el tiempo en que no puedan salir al mar sin peligro. También se les debe permitir proveerse de los víveres necesarios, y si son vapores, del carbón indispensable para llegar a otro puerto aliado, neutral o suyo.

Si hubiera en un puerto neutral buques beligerantes, no se les permitirá salir juntos, ni con menos de un intervalo de veinticuatro horas desde que zarparon los enemigos.

Los neutrales, además de evitar en su territorio alistamientos de tropas para los beligerantes, o que públicamente se convoquen, reúnan y partan los voluntarios, deben prohibir a sus súbditos que individualmente tomen parte en la guerra a favor de uno ni otro de los contendientes.

«En tesis general, los mismos principios (los que rigen la neutralidad) deben servir de regla a la conducta de los individuos de cada nación neutral, y por consiguiente, están obligados a abstenerse de todo acto contrario a las obligaciones fundamentales de la neutralidad»69.

«Cuando los ciudadanos de un Estado entran sin orden o autorización del Gobierno, y por su propia iniciativa, al servicio de uno de los beligerantes, este hecho no constituye una violación de la neutralidad. Estas personas, claro está que no pueden reclamar los beneficios que el derecho concede a los neutrales, y serán tratados como enemigos»70.

Pinheiro Ferreira opina que es un ataque a la libertad individual prohibir a los súbditos de las naciones neutrales tomar individualmente la parte que quieran en la guerra a favor de uno de los beligerantes, y que semejante prohibición sólo se puede hacer donde se trate a los súbditos como siervos.

Landa sostiene, no sólo que el neutral debe prohibir a sus súbditos que tomen parte en la guerra, sino que debe penar a los contraventores con la pérdida de la nacionalidad. «Esta es, añade, la doctrina hoy aceptada, y por eso en toda declaración de neutralidad se prohíbe a los súbditos el tomar parte directa o indirecta en las operaciones, bajo pérdida de su nacionalidad»71.

¿Esta doctrina que se acepta, se pone en práctica? Cuando un pueblo o un Gobierno oficialmente neutral, tiene simpatías con uno de los beligerantes, ¿priva de su nacionalidad a sus súbditos que van a servir en el ejército cuyo triunfo se desea? Creemos que la respuesta sería negativa si se abriera una amplia información sobre el caso.

Por simpatías o antipatías, por cálculos o por odios, los neutrales oficialmente, si no pueden dejar de serlo en determinados casos, son parciales en aquellos que no están bastante fijos, y auxiliados por las divergencias de la opinión, la letra, en ocasiones no bastante explícita, de la ley, y el cebo de la ganancia, resulta que la neutralidad que significa ni a uno ni a otro, traduzca a entrambos.

Derechos de los neutrales. El neutral tiene derecho a que su territorio y sus aguas sean respetadas por los beligerantes, que no podrán hostilizar allí al enemigo, ni continuar la persecución si fuere huyendo. La frontera o las aguas jurisdiccionales son un sagrado, porque significan una ley; si menospreciándola un beligerante abusa de la fuerza, está obligado a dar satisfacción e indemnizar, anulándose sus determinaciones hasta donde fuere posible; por ejemplo, devolverá la presa que hizo en las aguas del neutral, el botín que tomó pasada su frontera, etc., etc.

Los súbditos del país neutral, si por su proceder no pierden este derecho, le tienen a ser tratados como amigos por los beligerantes, ya se hallen en su territorio, ya en cualesquiera relaciones que con ellos tenga fuera de él.

El neutral tiene derecho a desarmar las tropas beligerantes que invadan su territorio o sus aguas.

Los pasaportes y otros documentos expedidos por el neutral serán reconocidos por los beligerantes.

Los buques de los neutrales, ya se hallen en el mar o en puertos de los beligerantes, serán respetados por éstos como en tiempo de paz, sin más excepción que los gravámenes y vejaciones consecuencia de la guerra, de que hablaremos en capítulo aparte.

Los neutrales no interrumpen sus relaciones diplomáticas y amistosas con los beligerantes, y pueden encargarse de los intereses y protección de los súbditos de un beligerante en los dominios del otro.

Los neutrales tienen derecho a continuar sus relaciones mercantiles con los beligerantes como en tiempo de paz, o establecerlas nuevas, según convengan, sin más limitación que lo que se refiera al contrabando de guerra y bloqueos marítimos.

Los bienes de los neutrales son sagrados, no sólo cuando están a bordo de un buque neutral, sino en bandera de cualquiera de los beligerantes.

En buque neutral es respetada la propiedad de uno de los beligerantes para el otro.

Los neutrales pueden autorizar en sus dominios suscripciones o cualesquiera otros medios lícitos, para proporcionar socorros a los heridos y enfermos de entrambos beligerantes o de uno solo.

Los neutrales pueden permitir en sus dominios discusiones en pro o en contra de la justicia de la guerra, y la denuncia y condenación de los abusos y crueldades que se cometieran en ella, ya sea por uno de los beligerantes, ya por entrambos.




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XIV. Bloqueo marítimo.-Contrabando de guerra.-Derecho de visita

La perturbación producida por el estado de guerra no se limita a los beligerantes, se extiende a los neutrales; y tanto más, cuanto la civilización adelanta y se multiplican las relaciones entre los pueblos, se cruzan sus intereses, y su modo de ser necesita la armonía de la buena inteligencia y el reposo de la paz. Esta perturbación da lugar a más frecuentes y mayores abusos y perjuicios, en lo que se refiere al comercio marítimo: lo primero, porque es el más importante; lo segundo, porque se hace en el mar, que no es propiedad de ningún pueblo exclusivamente, por donde es de derecho común el circular, y que por estar abierto a todas las naciones puede ser teatro de choques y conflictos internacionales.

El comercio ultramarino y de cabotaje provee hoy a tantas necesidades, que suprimirle es imposible, y perturbarle, hacer daños incalculables. Por eso los beligerantes, a fin de dañarse faltando al principio establecido de que la guerra se hace entre Estados, y del respeto a la propiedad privada, la atropellan si la encuentran en el mar. Imposibilitar o dificultar mucho el comercio del enemigo, es ocasionarle tal perjuicio, debilitarle tanto, que contra todas las reglas de la moral y del honor, las naciones llaman todavía Derecho de gentes a la expoliación de los súbditos del enemigo cuya propiedad es capturada en sus barcos: todavía no han podido resistir, según hemos visto, al propósito de causar un daño grande y fácil de hacer. ¿Qué peligro corre un buque de guerra al capturar uno mercante? La hazaña, si no es honrosa tampoco aventurada.

Esta índole especial que tienen las hostilidades en el mar, da lugar a las muchas cuestiones que resultan de los bloqueos de las costas, el contrabando de guerra y el derecho de visita.

Bloqueo de las costas. Los beligerantes tienen derecho a bloquear un puerto o una costa, a la cual impiden abordar a los buques, aunque sean mercantes y neutrales. Éstos han de someterse a la prohibición, en virtud del derecho de todo beligerante a que ningún neutral impida y dificulte sus operaciones militares. El derecho de los neutrales de comerciar con los beligerantes queda suspendido respecto al puerto o la costa bloqueada.

Hasta el año 1856, según las circunstancias, la letra de los tratados, o la facilidad con que se podía faltar a ella impunemente, variaba la extensión que se daba al derecho de bloquear las costas del enemigo: todas las potencias marítimas han abusado de él, y más a medida que más podían. Ha habido lo que se llamó bloqueo sobre el papel. El beligerante tomaba el mapa y señalaba en él la extensión de costa que quería bloquear, la cual comprendía a veces centenares de leguas y varias naciones. Por poderosa que fuera su marina, no era posible que realmente vigilase zona tan extensa, pero los cruceros la recorrían, y los buques mercantes neutrales eran declarados de buena presa siempre que se capturaban en los mares teatro de la guerra, que eran todos los correspondientes a tan dilatadas costas. Hoy el daño se ha limitado mucho. Como hemos visto, el art. 4.º de la Declaración de París preceptúa que los bloqueos han de ser efectivos; es decir, que el beligerante que declara bloqueada una costa o un puerto, ha de tener allí suficientes fuerzas navales o baterías en tierra, para impedir la entrada o el alijo: por grande que sea el poder marítimo de una nación, ninguna puede ya decretar bloqueos continentales.

El bloqueo debe publicarse, y una vez publicado, los buques neutrales deben respetarle. Si es lo que se llama anticipado, es decir, efectivo antes que se publique, el beligerante puede impedir a los neutrales que le rompan, pero no apresar sus barcos. También se les debe notificar, sin más vejamen, a los buques neutrales que, ignorándole, se dirigen de buena fe a la costa o puerto bloqueado. El buque neutral que intenta forzar el bloqueo, puede ser capturado y declarado de buena presa: la tripulación no incurre en pena alguna; el cargamento será también confiscado, a menos que su dueño pruebe de un modo evidente que se hizo contra su voluntad la tentativa de forzar el bloqueo.

Para que un buque neutral que ha forzado el bloqueo pueda ser declarado de buena presa, se necesitan tres condiciones:

1.ª Que sea capturado en las aguas bloqueadas.

2.ª Que tenga noticia de que realmente existe el bloqueo.

3.ª Que sea cogido cuando intenta forzarle.

Los buques neutrales que se hallan en puerto bloqueado tienen derecho a salir de él con la carga que tenían al decretarse el bloqueo, o el lastre indispensable, siempre que se dirijan a un puerto no bloqueado.

El bloqueo no deja de ser efectivo porque se interrumpa por poco tiempo, a consecuencia de una tempestad; pero si la interrupción es producida por fuerzas enemigas, cesa, y hay que establecerle de nuevo para que se considere efectivo.

En caso de tempestad o avería gruesa, no se puede impedir a los neutrales que entren en un puerto bloqueado.

Contrabando de guerra. Conforme dejamos indicado, la libertad de comercio de los neutrales con los beligerantes, está limitada respecto a objetos que son contrabando de guerra, y que no pueden llevar ni aun a los puertos que no están bloqueados.

¿Cuáles son estos objetos?

No hay mucha conformidad en la teoría sobre este punto, y en la práctica menos, dándose a veces por buena presa como contrabando de guerra, efectos que pueden aplicarse por los que están en paz a las necesidades de la vida. Las resoluciones y pareceres difieren según los puntos de vista. Unos, considerando sólo los combatientes, prohíben nada más que la importación de los objetos que pueden utilizar como tales; armas, proyectiles, buques de guerra, etc.; otros, viendo que el combatiente, además de las necesidades de tal, tiene las de hombre, y no puede vivir si no las satisface, quieren calificar de contrabando de guerra las substancias alimenticias, maderas, velamen, jarcia y hasta los metales preciosos, ya estén acuñados o en barras.

En tratados especiales, a veces convienen las naciones entre sí en lo que ha de considerarse como contrabando de guerra, y sería de desear que todas se pusieran sobre este punto de acuerdo, porque no habiéndole, como no le hay, la falta de regla da lugar a vejaciones, iniquidades y rapiñas sin cuento. Bluntschli propone, que a menos de convenio especial, no sean considerados como contrabando de guerra más que los efectos siguientes:

Armas de guerra, cañones, fusiles, sables, balas de cañón y fusil, pólvora, y todo el material de guerra;

Salitre y azufre para la fabricación de pólvora;

Buques de guerra y despachos relativos a ella;

Tropas o jefes militares del enemigo, que sean prisioneros de guerra.

Otros autores son del mismo parecer, entre ellos Landa, que en casos dudosos opina con Martens que cuando pueda temerse que las mercancías de aplicación dudosa se hayan de emplear contra un beligerante, éste puede retenerlas, indemnizando al dueño de su valor y flete.

El carbón de piedra es uno de los objetos que da lugar a dudas y cuestiones: usado para la industria y la navegación, que satisface las necesidades de la paz, es indispensable para hacer la guerra: los neutrales, unas veces le niegan, otras le proporcionan, y se declara de buena presa o no, según las simpatías, las opiniones, los intereses y la fuerza respectiva del captor y la nación del reclamante.

Por lo dicho se ve que el contrabando de guerra no está bien determinado, y que siendo así, en los hechos de los beligerantes ha de influir menos que debiera el mal definido Derecho de gentes.

Derecho de visita. Se da este nombre a la facultad que tienen los buques de guerra beligerantes de detener y examinar los papeles de todos los que navegan por las aguas que son teatro de la guerra, cualquiera que sea su nacionalidad.

La primera pregunta que ocurre es ésta. ¿Cuál es el teatro de la guerra en el mar? No hemos podido hallar respuesta clara, y habiendo obscuridad y dudas, ha de ser aún más vejatorio el derecho de visita. Dícese que no puede ejercerse en mares lejanos, relativamente al teatro de la guerra; pero esto es muy vago y muy difícil de determinar en ciertos casos, aun estando de buena fe y cediendo a escrúpulos que no suelen tener los beligerantes.

Por exorbitante que parezca, y sea realmente, la facultad dada de detener en el mar, que no es propiedad de nadie, a todos los que navegan por él, es consecuencia imprescindible de otros hechos y concesiones. El beligerante visita al buque que encuentra en el teatro de la guerra:

1.º Para cerciorarse si es buque de guerra, y de que no le engaña enarbolando pabellón aliado o neutral.

2.º Para cerciorarse, si es buque mercante, de que es neutral o aliado, y en caso de que sea enemigo, apropiárselo con todo su cargamento, o la parte que no pertenezca a neutrales o aliados.

3.º Para ver si lleva contrabando de guerra, y apropiárselo.

Estos derechos del beligerante no pueden realizarse sin el de visita.

La visita ha de hacerse sin usar de violencia, si el visitado no se resiste a ella, y sin exigirle más que la presentación de los papeles de abordo; sólo en el caso de que del examen de éstos resulte el buque sospechoso, puede procederse a registrarlo; este examen se referirá a su nacionalidad y origen, clase y destino del cargamento; en buques de guerra, sólo a la nacionalidad.

Los neutrales pueden escoltar sus barcos mercantes por buques de guerra, en cuyo caso, respondiendo los comandantes de éstos que el convoy no lleva contrabando de guerra, los beligerantes no tendrán derecho a visitarlo.

No siempre se ha respetado este derecho; Inglaterra ha reclamado contra él, y en ocasiones pisádolo, hasta el punto de llevar capturados a los buques mercantes del convoy y al de guerra que los escoltaba.

Para que un buque mercante goce de las ventajas de ir escoltado por uno de guerra, ha de salir del puerto formando parte del convoy, y que así conste; si se agrega en el mar, no se exime de la visita, y en algunos casos esta circunstancia ha bastado para tenerle por sospechoso, capturarle y aun declararle de buena presa.

Los datos que el visitante pida respecto a los buques neutrales escoltados por uno de guerra, los recibirá por medio del comandante de éste; si en vista de ellos tiene fundada sospecha de que el convoy lleva contrabando, puede, por excepción, proceder a la visita, y si le halla, se lo hará saber al comandante de la escolta, que podrá encargar a un oficial para que acompañe al buque o buques acusados ante el tribunal de presas del beligerante, y tome parte en los debates sosteniendo los intereses del comercio neutral.

Estas y otras reglas de detalle no han impedido, ni impedirán, que el que tiene mucha fuerza abuse de ella, máxime no estando bien definido lo que es contrabando, ni tampoco lo que es teatro de la guerra.

Tribunal de presas. Cuando un beligerante captura un buque neutral porque lleva contrabando de guerra o mercante de la nación enemiga, cualquiera que sea su cargamento, para que la captura sea válida, o, como se dice, buena presa, es necesario que así lo declare un tribunal que se llama de presas.

Cada beligerante establece uno, encargado de investigar y declarar si la captura está hecha o no según las reglas establecidas para el despojo.

Este tribunal no es mixto, como parecía equitativo, ni aun siquiera se da representación en él al otro beligerante, cuyos súbditos, al defender sus intereses, ven contra sí la ley y los que la aplican.

Éstos son jueces y parte; tienen interés y complacencia en condenar y despojar a los súbditos del enemigo que odian; en la atmósfera que les rodea se respira más egoísmo y rencor que justicia; el hacerla puede acarrear vituperio, el negarla proporcionar aplausos; los fallos son inapelables, o se apela a tribunales compuestos de idénticos elementos y que se hallan en iguales circunstancias. ¡Cuántas causas para no hacer ni aun aquella justicia relativa que consiste en no autorizar el despojo, sino hecho conforme a ciertas reglas que ni siquiera son fijas y admitidas como leyes internacionales!

Esta falta de respeto a la propiedad privada del enemigo compromete muchas veces la de los neutrales; ocurren dudas y equivocaciones que han de resolver jueces poco escrupulosos e imparciales.

«En general, el modo de proceder, las reglas que se admiten y los motivos que deciden a los tribunales de presas, son poco favorables a los reclamantes. Con frecuencia no son más que instrumentos, anzuelos políticos al servicio de un egoísmo codicioso, de lo cual es fácil convencerse leyendo las sentencias que establecen jurisprudencia en materia de presas, y esto, a pesar de la admiración que han inspirado a muchas personas los doctos jueces de presas. Generalmente no se admiten más pruebas que los papeles de abordo del buque capturado. En comprobación de lo que resulta del examen de los papeles, se sujeta la tripulación a un interrogatorio, que a veces tiene un carácter casi inquisitorial.

»Cuando no puede negarse que el buque capturado procede del enemigo, el procedimiento es muy sumario. Sin juicio contradictorio, su objeto es solamente comprobar que la presa se ha hecho en regla, y no puede haber procedimiento formal acerca de la validez de la captura, sino cuando el capitán niega que su barco pertenezca a la nación en guerra con el captor»72.

Apenas habrá guerra entre potencias que tengan marina y comercio, en que no den lugar a fundadísimas quejas los tribunales de presas: los ingleses han adquirido una celebridad poco envidiable. A la violencia en la captura se siguen las argucias más sutiles y sofísticas para hacerla válida.

Por la falta de ley internacional que fije bien los puntos esenciales, cada nación tiene la facultad, y suele usarla ampliamente, de trazarse las reglas que guste y fallar conforme a ellas. Semejante arbitrariedad en el modo de legalizar el despojo que entre sí ejercen los beligerantes, redunda en daño de los neutrales, que se ven con frecuencia expoliados y en la necesidad de defenderse. Entre los infinitos casos de esta especie puede citarse el del Rey de Prusia, tratando de establecer un tribunal que examinara los fallos de los ingleses, y usando represalias contra sus injusticias respecto a los buques prusianos neutrales, capturados por cruceros de Inglaterra.

Reclamaciones análogas han dado lugar muchas veces a la formación de tribunales mixtos, entre el Estado que alega haber sufrido injustamente perjuicio y el que se le causó. Es de notar que en estos casos, aun los Gobiernos que reconocen de hecho la justicia del reclamante, sostienen el fallo de sus tribunales y no le anulan: no se repara una injusticia, sino que se concede indemnización a un perjuicio, quedando así a salvo la infalibilidad de los jueces. Esto no es cuestión de palabras o de formas. Como las sentencias interpuestas no se anulan; como no se admiten por entrambas partes principios generales; como no se forma jurisprudencia, las indemnizaciones se conceden por necesidad a los reclamantes fuertes, y se niegan a los débiles, aunque estén muy justificadas.

Respecto a presas marítimas, la formación de los tribunales que de ellas entiende, y las prácticas seguidas por las naciones civilizadas, que en esto no lo parecen, pueden resumirse en dos palabras: violencia y arbitrariedad.




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XV. Treguas.-Armisticios.-Capitulaciones.-Paz

Son las treguas suspensiones de hostilidades, que generalmente duran poco tiempo, y se refieren a una localidad determinada; pueden pactarse por el jefe de un cuerpo de ejército más o menos numeroso, o por el general en jefe. El objeto de la tregua suele ser recoger heridos, enterrar muertos, cerciorarse de que una plaza o fortaleza no puede recibir socorros, etc., etc.

Los armisticios son también suspensiones de hostilidades, pero tienen un carácter general y no pueden ser pactados sino por los soberanos de las naciones beligerantes. Han de cumplirse religiosamente por entrambas partes, y desde el momento en que una falta a lo convenido, la otra no está obligada.

El armisticio se ha de hacer saber tan pronto como sea posible a todos los beligerantes.

El armisticio es suspensión del uso de las armas, no de los preparativos hostiles, no siendo, a la verdad, muy fácil determinar todo lo que se permite en ellos, y aun menos impedir que no se realice algo de lo prohibido.

La regla que se da es que son lícitas todas aquellas cosas que podrían hacerse si no se hubieran interrumpido las hostilidades y ninguna de las que imposibilitara el combate. Así, pueden continuarse los armamentos, la instrucción de reclutas, las obras de fortificación que no están en el teatro de la guerra, etc., etc., y no es permitido introducir víveres, municiones ni refuerzos en una plaza sitiada, hacer trabajos de aproche, etc., etc.

La comunicación pacífica de los beligerantes y la libre circulación de los no combatientes durante el armisticio, depende de lo que determine el Soberano o las autoridades militares: si nada se dice, debe suponerse consentida.

La capitulación es un pacto celebrado entre los que guarnecen una plaza, una fortaleza, forman un cuerpo de ejército o tripulan uno o más buques de guerra y el enemigo contra el cual ya no pueden o no quieren combatir.

La capitulación puede ser más o menos ventajosa para el vencido; pero nunca da al vencedor derecho para imponerle condiciones crueles ni humillantes a la dignidad humana. Los que capitulan no pueden ser, en el caso más desfavorable, sino prisioneros de guerra, cuyos derechos hemos visto en el lugar correspondiente.

A todos estos acuerdos tienen que preceder conferencias que inician los beligerantes enviando parlamentarios: las personas de éstos son sagradas, y no se les puede hacer ofensa ni causar vejamen alguno sin mengua del honor militar e infracción del Derecho de gentes.

Los beligerantes tienen derecho a no asentir a la señal de parlamento si sospechan que puede tener por objeto el espionaje en su campo, y no son responsables, si en lo recio y confusión del combate, es muerto o herido el parlamentario.

La paz es la cesación absoluta, general y definitiva de las hostilidades, del imperio de la ley marcial y de todas las medidas que se habían tomado para conseguir el fin de la guerra. Cuando a consecuencia de ésta el vencedor se hace Soberano de comarcas que no poseía contra la voluntad de sus habitantes, la paz no hace cesar del todo el estado de guerra, y los pueblos conquistados quedan en una situación excepcional, que varía según las circunstancias.

Los tratados de paz no están sujetos a ninguna ley internacional; dependen de la suerte de las armas; el vencedor manda, el vencido obedece, y los súbditos de éste pueden pasar contra su voluntad a serlo del enemigo, como rebaños de carneros, según la expresión de Tayllerand; así, pues, con la paz cesan las violencias de la fuerza en los campos de batalla, pero no se restablece el derecho, si del lado de aquel a quien asistía no se ha inclinado la victoria o si abusa de ella; es muy raro que no suceda una de las dos cosas.

Como a los tratados de paz suele presidir la fuerza, son tantas las excepciones que impone a cualquier regla, que apenas puede decirse que hay alguna. Las indemnizaciones, las condiciones de los tratados de comercio, si hay países conquistados, el cargarse o no el conquistador con la parte de deuda que les corresponda, según la que tenga el país a que pertenecían, etcétera, etc., todo depende de la voluntad del vencedor. Éste no encuentra obstáculos ni en el Derecho de gentes, ni en la actitud de los Gobiernos, ni en las protestas de los pueblos, y lo que es todavía mas extraño y más triste, ni en la opinión de muchos escritores ilustrados, que se dejan deslumbrar por el brillo de las armas y casi encadenar al carro de la victoria.

Como sólo el poder soberano de una nación puede declarar la guerra, él sólo puede concluir la paz.

Se entiende que las condiciones de la paz son libremente aceptadas y moral y legalmente válidas cuando el que la firma y ratifica no sufre coacción material.

Firmada la paz, debe notificarse inmediatamente a los beligerantes para que se abstengan de todo acto hostil, siendo de ello responsables si tenían conocimiento de que había terminado la guerra. Las presas hechas después de firmada paz no son buenas, y las que estén pendientes de fallo en los Tribunales pueden devolverse o no, según lo que se pacte.

Los prisioneros deben devolverse a su nación sin rescate alguno y tan pronto como la prudencia y necesidad de orden público lo consientan: aunque algunos autores hablan todavía de rescate, no se ha exigido para la entrega de los prisioneros en las últimas guerras.

Los compromisos que hayan adquirido los beligerantes durante la guerra y con objeto de hacerla, no se anulan por su terminación; así están obligados a cumplir los contratos hechos para abastecimiento de víveres, adquisición de armas, etc., etc.

Las obligaciones contraídas por los particulares beligerantes entre sí o con los particulares enemigos durante la guerra, son obligatorias después de la paz.

Cuando firmada la paz se restablece el Gobierno expulsado durante la guerra, ¿cuáles actos del anterior debe reconocer? ¿Cuánto tiempo es necesario para que el invasor se considere como conquistador y el usurpador como Soberano legítimo? La fuerza, la política, las combinaciones diplomáticas, más bien que el Derecho de gentes, resuelven este problema a veces muy complicado. No obstante, parece no admitirse como soberanía definitiva sino la reconocida por tratados que tengan carácter internacional, y solo cuando se tiene esta plenitud de soberanía se pueden enajenar bienes del Estado, contraer en nombre de éste obligaciones, etc., etc.

En fin, a la paz sigue, si otra cosa no se determina por el tratado, una amnistía, que viene a ser como un velo corrido sobre los daños de la guerra, y lo que es peor, sobre los excesos y crímenes cometidos en nombre de las necesidades militares o sin pretexto alguno.

«La amnistía, dice Bluntschli, comprende, según la regla, todos los actos culpables, heridas, homicidios, violencias, latrocinios, ataques a la propiedad cometidos por los soldados durante la guerra y que no han sido reprimidos conforme a las leyes militares.

»La amnistía no será aplicable a los particulares o soldados que durante la guerra hayan cometido actos que sus leyes y usos no toleran ni excusan, pero a la condición de que el Estado considere estos actos como delitos comunes y dé la autorización para que por ellos sean perseguidos sus súbditos.»

Ni los Gobiernos se hallan muy dispuestos a declarar la culpa de sus súbditos, ni el probarla es siempre fácil, ni aun posible, ni los mismos que habían de hacer valer su derecho están muy seguros de él, ni le reclaman con energía; no ha penetrado bastante en la opinión, que la guerra, aunque atropella unos derechos, respeta otros, y además se cree poco en la justicia del enemigo. De todo esto resulta que la amnistía, si no es el olvido y el perdón del ofendido, suele ser la impunidad del ofensor.

OBSERVACIONES.

Al dar idea de las reglas a que se atienen las naciones cultas en sus relaciones hostiles, o sea de las leyes de la guerra, decíamos: «La palabra derecho, tratándose de guerra, tiene una significación distinta de la que se le da cuando se aplica a las otras relaciones de los hombres: conviene comprenderlo así para no incurrir en la equivocación de que dos cosas se parecen porque han recibido el mismo nombre.» ¿Incurrirá en semejante equivocación nadie que estudie, que lea solamente las leyes de la guerra? ¿Tienen, pueden tener por base la justicia, único fundamento del derecho?

Fijémonos primeramente en que el combate no se ha humanizado, y lo que es más, no es susceptible de humanizarse; después pediremos algunas modificaciones en las leyes de la guerra que puedan atenuar algo sus males.

Bien se nos alcanza la dificultad de recabar algo en favor del derecho, cuando se halla en frente a la fuerza, menos por la energía material que tiene, que por la fascinación que ejerce. Todo gran poder es fascinador para los débiles, y débiles son aun, moralmente hablando, la gran mayoría de los hombres, puesto que contra razón y justicia se dejan arrastrar por la pasión y el error. Lo que admira y aflige más, es ver que se cuentan entre los idólatras de la fuerza pensadores distinguidos y hasta eminentes, que han soñado armonías en ella, y no sabemos qué necesidad de que seres racionales se dejen arrastrar y no conducir, ofuscar y no convencer. Dicen que así es más fácil la marcha de la humanidad, deslumbrada por los oropeles sangrientos, magnetizada por los pasos misteriosos de las omnipotencias.

Todas las apologías de la fuerza, lo digan o no, parten del hecho de que los hombres en masa son incapaces de pensar e imposibles de conducir por razón: como el orden es una necesidad, y aun entre aquellos que no discurren no puede establecerse por la sola acción física, se lo ha dado un auxiliar, que si no es moral, es menos bruto; desesperando de hacer la justicia fuerte, se pretende hacer la fuerza justa; se la rodea de respeto, de prestigio, de admiración: el palo que golpea se convierte en bastón de mando; el hierro que pincha, en espada de honor.

No puede admitirse como definitivo un estado social en que entre por elemento más o menos indispensable de orden, la fascinación de la fuerza. Que es necesaria, según los grados de inmoralidad y de ignorancia, no lo negaremos; pero que a medida que un pueblo se ilustra y se moraliza, puede y debe limitarse el uso de las coacciones materiales, no se nos puede negar.

Y no equivocamos con la violencia la fuerza: sabemos que ésta es legítima siempre que es necesaria, y necesaria siempre que vence la resistencia que se hace al derecho; no nos inspira ninguna especie de prevención; pero vemos que el recurrir a ella es siempre una triste necesidad para seres morales y racionales; un remedio doloroso, que, como la amputación o el cauterio, no puede calificarse de bien, sino comparada con un mal mayor. Todo empleo de la fuerza, sea en el campo, en la plaza pública o en el manicomio, indica infaliblemente una de estas dos cosas:

Alguno, falto de juicio o de conciencia, que la hace necesaria.

Alguno, falto de conciencia o de juicio, que abusa de ella.

Detrás de una masa de hombres armados vemos siempre un gran error, un gran crimen o una gran debilidad: con frecuencia la reunión de todo esto.

Semejante idea sigue los batallones, los escuadrones y las baterías, ya desfilen brillantes en la parada, ya se retiren diezmados del campo en que dejan a sus compañeros sin vida, y hace palidecer el brillo de los arneses, marchita la palmas, y da ecos fúnebres a los cantos de la victoria.

Cuando la razón ha analizado los errores que hacen la apoteosis de la fuerza; cuando el corazón ha gemido sobre las víctimas que inmola, el encanto cesa, y en vez de las sombras de aquella fantasmagoría fascinadora, van pasando realidades que tienen palabras exactas con que llaman a las cosas por sus nombres. Ley, derecho, justicia, honor, gloria, de todo esto se habla mucho en la guerra, como de la salud en casa de los enfermos.

Primeramente, bajo el punto de vista del derecho y de la humanidad, hay que distinguir la guerra del combate; aquélla puede suavizar un tanto sus procederes; éste es fiero, indomable; conviene verle como es, para aborrecerlo como merece. ¿Cuál es su ley? Hacer al enemigo el mayor daño, recibiendo el menos posible. ¿Quién la pone en práctica? El amor a la existencia, el odio al que la ataca, el instinto que huye del dolor y de la muerte, y mil pasiones egoístas y feroces, que al enmudecer la ley moral que dice no matarás, aparecen como gusanos en la podredumbre de un cuerpo de quien se ha retirado la vida. Este es el combate de otros tiempos, de hoy y de siempre; antes de empezar y después que cesa, hay, puede al menos haber, hombres; durante él, hay sólo criaturas impulsadas por instintos feroces que no razonan más que para buscar el modo de hacerse daño.

¿Qué es allí la civilización y la ciencia? ¡La ciencia! ¡Ah! podría representarse como esclava que revela en la tortura el secreto de inmolar a su señor. Con su auxilio se envía el incendio, la desolación y la muerte a donde no alcanza la vista, se hunde el suelo que pisan los combatientes, se abren las aguas para tragar sus barcos, y cuando de toda aquella máquina formidable y de todos los hombres que en ella van, no quedan más que algunos fragmentos flotantes y algunos cuerpos mutilados, hay quien aplaude en la ribera...73 ¡Horrible embriaguez la que producen los vapores de la sangre humana!

Como los pueblos, cuando por mucho tiempo sobreponen a la justicia la pasión, concluyen por dar a la pasión los atributos de la justicia, la fuerza ha formado su código y hasta su diccionario especial, en que las palabras no tienen la significación que les da el uso común.

Se llama emboscarse, al acechar traidoramente al enemigo, y a destrozarle, cogiéndole descuidado, hacer una sorpresa. Apropiarse lo ajeno por fuerza, es vivir sobre el país, proveer a las necesidades del ejército; exigir por fuerza lo que la conciencia y la dignidad rechazan, se llama aplicar la ley marcial; es bombardear una plaza, sacrificar sin propio riesgo a los inermes que están en ella, y bloquearla, matarlos de hambre. La tala y la destrucción son necesidades militares, medios de privar de recursos al enemigo; acuchillar a los que no se defienden y van huyendo, es perseguir a los fugitivos; preparar máquinas y aparatos con que un hombre sin peligro inmola traidoramente a centenares de hombres, es hacer volar una mina o determinar la explosión de un torpedo; en fin, la tierra ensangrentada donde se cometen semejantes vilezas, se llama campo del honor.

Las leyes del combate rechazan ciertos medios y admiten otros que no los aventajan, o son peores aún. Si se propusiera a un General envenenar las raciones del enemigo, rechazaría la proposición indignado. ¿Por qué? ¿Qué distinción esencial puede hacerse entre matar a un hombre traidoramente con una substancia que se introduce en su estómago, u otra que haciendo explosión le sepulta bajo la tierra que pisa o en los abismos del mar? ¿Es más repugnante el espía, que quien en acecho dirige desde la ribera el anteojo sobre el barco enemigo a fin de saber exactamente cuándo está sobre la máquina infernal y dar la señal para que vuelen por el aire los cascos de la nave y los cadáveres mutilados de todos sus tripulantes, de todos? El espía, aun parece que lava en parte la vileza que comete con el riesgo que corre, pero esta fiera docta que sin peligro prepara y determina la explosión... ¡No obstante es un caballero! Esos jefes militares, con arneses brillantes y lucida comitiva, se indignarían de que los llamasen envenenadores. ¡Rara susceptibilidad! ¿No son sepultadores con la mina, descuartizadores por medio del torpedo? Sin duda la voz de la conciencia se abre paso a través del ácido prúsico, pero es sofocada por el estruendo de la pólvora y de la dinamita; habiendo ruido, parece que queda a salvo el honor militar.

Hay que decirlo con horror y con verdad: el combate es ilegislable; refractario al Derecho de gentes como a todo derecho: es fiera que no se puede domar, ni aun es posible encadenarla.

Antes y después del combate hay también en la guerra grandes males e iniquidades inevitables; pero cabe evitar otros o atenuarlos al menos; la guerra se ha humanizado, puede humanizarse más, y sin incurrir en la calificación de visionarios, creemos que la opinión puede modificar las leyes de la guerra sobre los puntos siguientes:

Declaración de guerra. No debe tolerarse que sea facultativo en los beligerantes el declararla o no, y la frase que se atribuye a Catalina de Rusia de llamar nulidad armada a la neutralidad armada, parece más que un dicho agudo, una calificación exacta y un conocimiento profundo de lo que son las naciones con tanta fuerza material y tanta debilidad ante el derecho. Los neutrales armados, no sólo sufren el Estado de guerra sin declararla, sin quererla probablemente, sino que ni aun le imponen algunas condiciones de justicia elemental y fáciles relativamente, y que podían hacer cumplir, puesto que son los más fuertes.

La guerra estalla, porque tal es la voluntad de los beligerantes o de uno de ellos: este hecho, casi siempre contra derecho, viene a trastornarlos todos, y atropella conveniencias e intereses incalculables. Miles de viajeros recorren las tierras que van a ser teatro de sangrienta lucha, y los mares donde habrá rapiñas y combates. Cómpranse mercancías para expedirlas a los puertos que van a ser bloqueados; contráense obligaciones que la guerra no permitirá cumplir, o servirá de pretexto para que no se cumplan; organízanse empresas cuya condición precisa es la paz, etc., etc.

En la comunicación activa que entre sí tienen los pueblos, en su dependencia mutua cuando se cruzan sus intereses, la guerra puede arruinar, y arruina muchas veces, a centenares de fabricantes, reduce a la miseria a miles de obreros de las naciones neutrales, cuyos mercados se cierran para el abastecimiento de primeras materias o para exportación de las elaboradas. Los beligerantes sufren aún más. Se interrumpirán todas sus relaciones con el país enemigo, y si habitan en él, podrán ser expulsados, maltratados tal vez, y tendrán que huir con susto, con peligro, con pérdida de sus bienes muebles, tal vez de su industria. Sus mercancías serán capturadas en los puertos o en el mar, etc., etc. Muchos de estos males son inevitables, pero algunos podrían evitarse y atenuarse otros, tanto respecto a los beligerantes como a los neutrales, haciendo obligatoria la declaración de guerra, y un plazo desde que se declara hasta que se rompen las hostilidades. ¿Por qué se ha de negar a los neutrales tiempo para que tomen algunas medidas beneficiosas, y para que se precavan peligros y eviten daños a los súbditos pacíficos de los beligerantes, a esos súbditos de quienes se dice en libros y documentos oficiales que no se consideran como enemigos, que a ellos no se les hace la guerra? ¿Por qué tanta prisa de empezarla sin intimación al que ha de sostenerla, sin previo aviso al mundo que trastorna y perjudica? ¿Por qué? Porque se encuentran bien los hombres de Estado y los Generales empezando las hostilidades cuando les parece. Este es el motivo que dice Bluntschli, sin poner en relieve tanto como a nuestro parecer debiera, que los derechos de la humanidad no deben posponerse a la conveniencia y gusto de militares y diplomáticos.

La declaración de guerra puede y debe ser de Derecho de gentes, y opinamos con Field, que un plazo de sesenta días debería exigirse desde que se declara hasta que empiezan las hostilidades; no hablamos de honor, porque ya sabemos a qué atenernos respecto a lo que es honor entre los combatientes, pero hablamos de derechos claros, evidentísimos de los súbditos pacíficos y de los neutrales. Cuando se suelta una fiera, ¿no debe exigirse al que abre la jaula que avise con alguna anticipación a los transeúntes que no le han hecho daño, y a quienes dice que no quiere hacerle?

Beligerancia. La beligerancia en las guerras civiles es una cuestión difícil de resolver y que no debemos tratar aquí; la beligerancia, bajo el punto de vista del Derecho internacional, tiene más fácil solución en principio, y una vez resuelta, la opinión debería imponer su cumplimiento en sentido de la justicia. Los que mandan soldados tienen una propensión muy marcada a calificar de bandidos a los paisanos armados; los invasores tienen un gran interés en declarar fuera de las leyes de la guerra a los habitantes del país invadido que pelean, a tratarlos como rebeldes y reducirlos por el terror a la obediencia: hemos visto que se ha hecho algo para contenerlos en esta pendiente, pero la opinión no habla todavía bastante alto para hacerse oír entre el estruendo de las armas. ¿En qué puede fundarse un invasor para negar la beligerancia a los habitantes del país invadido que se resisten?

La guerra es un hecho sin derecho. La declara quien quiere, como quiere, y cuando quiere. ¿Se hace con justicia? ¿Se falta a ella? Ningún tribunal lo examina ni lo juzga, y un ejército en campaña no es una ley que se aplica, sino una voluntad que se impone. Podrá tener razón, podrá no tenerla, y aunque le falte, no dejará de ser reconocida la beligerancia. Pues si la guerra es un hecho de fuerza, ¿no tienen todos derecho a rechazarle con la fuerza también? ¿Qué significan todas esas condiciones impuestas por el invasor de que el enemigo ha de vestir cierto traje, llevar ciertos documentos o componer una tropa numerosa? Cuando los hombres atropellan las leyes de la justicia y de la humanidad; cuando abusan de la fuerza para cometer iniquidades, aunque traigan órdenes superiores, y lleven uniformes vistosos y se cuenten por miles, ¿dejarán de ser bandidos? ¿Por ventura un papel con un sello, un traje de colorines y el tener muchos compañeros, convierte en acción noble un hecho vil? Y, por el contrario, el que se arma en defensa del derecho, aunque se halle solo, aunque no haya recibido mandato sino de su conciencia, aunque esté vestido de harapos, ¿no es el soldado de la justicia, no se halla cubierto con el augusto manto de la ley? ¿Son, por ventura, las Cancillerías las fuentes del derecho, ni el número de los que defienden una causa la abona?

Mientras el beligerante no se presente en nombre de ninguna ley; mientras no manifieste el fallo de ningún competente tribunal; mientras recurra a la fuerza en virtud de su voluntad, cualquiera otra voluntad que se ponga en frente y se arme, es tan legítima y responsable como la suya. El Derecho de gentes deja en completa libertad de hacer la guerra, y sólo limita con algunas reglas la manera de hacerla; él ignora quién tiene razón; a nadie se la pide; lo único que exige, prescindiendo del fin, que se empleen ciertos medios. Las leyes de la guerra prescinden completamente de la justicia con que se emprende y termina; sólo atienden al modo con que se hace, y la beligerancia no puede hacerse depender sino de este modo. Así, pues, en caso de guerra de nación a nación, todo el que combate por su patria, sólo o acompañado, con orden o sin ella, de uniforme, de levita o de blusa, siempre que respete las leyes de la guerra, debe ser considerado como beligerante, y los que le maten como rebelde, aunque sean muchos con timbrados nombramientos y vistosos uniformes, serán los verdaderos bandidos.

Medios prohibidos y permitidos contra los enemigos combatientes. Con ser tanto lo que se permite que no se debía permitir para dañar al enemigo, apenas nos atrevemos a proponer que se prohíba alguno de los medios de dañar, sancionados hoy por las leyes de la guerra: los hay horriblemente crueles y bajamente viles; pero el combate, ya lo hemos dicho, nos parece imposible de reducir a reglas racionales, y mientras dura, ni se comprende el derecho ni se compadece el dolor: para domeñar esta fiera hay que matarla.

De tantas protestas como elevan la razón que se escarnece, la conciencia que se pisa, el corazón que se desgarra, vamos a formular sólo algunas.

Bombardeo de las poblaciones. El bombardeo que se dirige, no a las murallas, castillos, ni puntos fortificados, sino a todos los edificios indistintamente, a la población entera, puede ser combatido bajo el punto de vista de las leyes de la guerra, porque infringe estas dos:

La de las crueldades no necesarias.

La del respeto a la vida de los no combatientes.

Cierto que el principio de las crueldades necesarias necesita el complemento de las vilezas necesarias; sin él perdería mucha de su eficacia. Un hombre, a mansalva, sin correr peligro alguno, a veces sin que pueda ser visto de sus víctimas, las hace entre los inermes, entre los débiles, en las guerras civiles entre sus amigos y deudos. La bomba incendia las obras de arte, los museos de la ciencia, los templos de la divinidad: mata al enfermo en su cama, al niño en su cuna. Como todo esto es derecho de la guerra, los que hacen uso de él no se califican de incendiarios ni asesinos, se llaman artilleros. Pero semejante crueldad y vileza, ¿puede contarse en el número de las necesarias? Parécenos que no.

Las plazas fuertes o fortificadas no tienen en la actualidad la importancia que en otro tiempo tenían, y además se rinden por hambre, por falta de municiones, por la superioridad o victoria del sitiador, que hace inútil la resistencia, no por la traidora eficacia de los fuegos curvos: ahí está la historia militar de los últimos años, que comprueba esta verdad: el bombardeo de las poblaciones no es, por consiguiente, crueldad necesaria.

Si la guerra se hace entre Estados y por medio de los ejércitos, ¿cómo se dirigen tiros a los indefensos, a los que no dañan, y hasta los que no pueden dañar? ¿Qué dirían los caballeros de esos tiempos que se llaman bárbaros, de estos caballeros de ahora, que sin peligro matan niños y mujeres? Tal vez los llamarían villanos. ¡Ignorantes! Ellos no sabían hasta dónde la guerra puede perfeccionarse, no sólo en medios ingeniosos para matar, sino en doctas teorías para dar por bien muertos a los que mata; ellos ignoraban la presión psicológica de que hacen uso los sabios Generales. A los cuerpos de los enemigos se envían balas y granadas, a las almas, el llanto del niño, el ¡ay! desgarrador de la madre, los gemidos de la multitud espantada por el bombardeo; aquellas voces del terror y de la angustia son una especie de proyectiles contra el espíritu de la guarnición. Es gente docta la gente de guerra hoy, y la alianza del sofisma ridículo y la crueldad sangrienta ofrece un bello conjunto.

Pero estos doctores con casco no son tan fuertes contra la lógica como contra los indefensos, y fácilmente se les puede probar que el medio indirecto que emplean como auxiliar para rendir al enemigo, es tan ineficaz como infame, y que ninguna guarnición se rinde por la presión psicológica.

El bombardeo no es crueldad necesaria ni siquiera útil, y séalo o no, o hay que desconocer la más importante de las leyes de la guerra, la que asegura la vida de los inofensivos, o hay que declarar que el bombardeo total es una crueldad prohibida.

Expulsión de bocas inútiles. Así se llama, con brevedad un poco brutal, el hecho de obligar el que manda en un pueblo sitiado a que salgan de él los habitantes que no pueden contribuir a la defensa, cuando faltan víveres: el sitiador puede obligarlos a retroceder, y se hallan, según la expresión enérgica de Bluntschli, como triturados entre dos ruedas de molino. El caso no es por desgracia hipotético: durante el sitio de Pamplona, en la última guerra civil, el sitiado, careciendo de víveres, arrojó a los que no podía mantener; el sitiador les impidió la salida; nueva orden se había dado dentro para que salieran en breve plazo y fuera para impedirlo; y si en aquel momento no aparece el general Moriones y se levanta el sitio, la historia de la crueldad de los hombres tendría una página más. Muchas protestas se formulan contra semejante inhumanidad; pero el Derecho de gentes enmudece, o habla para sancionar el atentado horrendo. Que le consumen guerrilleros feroces, que le defiendan fanáticos desmoralizados, que han ahogado en sangre la conciencia, aunque se deplora, se comprende; pero que hombres humanos, ilustrados, superiores, como Lieber y Bluntschli, en sus reglas y su Código, sostengan que el sitiador tiene derecho a obligar (léase hacer fuego o acuchillar) a la multitud arrojada de una plaza adonde no tiene que comer, para que vuelva a entrar en ella, esto, ni se comprende ni se puede deplorar bastante. Parece que la guerra, no sólo endurece y pervierte a los que la hacen, sino también a los que tratan de ella.

¿Qué se hicieron aquellas teorías de que la guerra es de Estado a Estado, entre soldados no más, y que nada tienen que temer los no combatientes? ¿Dónde están aquellas reglas de humanidad, de honor, de moderación, de respeto a los débiles? Desaparecieron en la explosión de las pasiones feroces, de los egoísmos ciegos, y no queda de ellas más que ruido, humo y restos destrozados de lo que moralmente constituye el hombre.

Lo que se llama derecho de la guerra niega el de combatir a los inermes, y más aún el de sacrificarlos.

La multitud inofensiva de una plaza sitiada, que sale de ella porque carece de todo recurso, tiene derecho a ir en busca de alimento, porque el sitiador no puede tener el de matarla de hambre; esto no se hace con el combatiente prisionero, a quien hay obligación de alimentar: ¿cómo se hará con los inofensivos?

La necesidad imprescindible, la salud del ejército que motivan otras crueldades, no puede alegarse para ésta: el ejército sitiador no peligra porque los sitiados inermes, en vez de morirse de hambre, salgan en busca de pan.

O que se tenga por callado todo lo dicho y escrito sobre derecho de guerra, o que se borre ese artículo vergonzoso e impío que autoriza al sitiador a recibir a balazos a los que salen de una plaza sitiada porque no tienen que comer. El sitiado que carece de medios de sustentarlos puede decirles: ¡Salid! El sitiador, que no tiene derecho para matarlos de hambre, no debe oponerse a que salgan.

Claro está que si el de afuera no permite la salida de las bocas inútiles, el de adentro debe dejar que vuelvan a la plaza; pero de que sea deber el restañar la sangre de una herida, no se infiere que hay derecho para hacerla.

Y ¿cuál es el origen de esta desapiadada infracción de las leyes de guerra? Esos civilizados caballeros que recomiendan la conservación de las bibliotecas y objetos de arte, ¿cómo consienten el deterioro y destrucción de miles de criaturas, tan inofensivas como las estatuas y las colecciones científicas? ¿Por qué esta inconsecuencia, por qué? ¡Ah! La fiera deja ver la garra a través de los guantes: al oponerse a que salgan las bocas inútiles, quiere utilizarlas: aquí hay más que la presión psicológica del bombardeo; hay presión patológica; con esta nueva frase puede enriquecerse el Diccionario jurídico-militar, porque sin duda es exacta: veámoslo si no.

Para verlo, hay que mirar un cuadro que causa horror y da vergüenza; pero no apartemos los ojos: es preciso mirar, ver, indignarse, gemir, razonar, protestar, elevar todas las voces del corazón, de la conciencia, del entendimiento, y pedir al mundo un anatema universal contra uno de los mayores pecados que pueden cometer los hombres.

Allí viene aquella multitud de ancianos, mujeres y niños, entre los cuales hay jóvenes que no lo parecen; tanto los ha debilitado la miseria; pálidos y demacrados por el hambre, o enrojecido el rostro por la calentura, salen en busca de sustento para la vida; pero bien se ve que muchos se arrastran con la enfermedad que les causará la muerte. ¡Qué expresión la de los ojos, que ya no tienen lágrimas que llorar, cuando se vuelven por última vez al hogar desplomado adonde fueron dichosos, al cementerio donde yacen sus mayores; felices porque han muerto antes que llegase aquella terrible hora! ¿El miedo hace enmudecer el dolor, o no se cree que existe ya piedad entre los hombres? Ellos con tantas penas no exhalan ayes, con tantas necesidades nada piden, callan; pero su silencio angustioso resuena en el corazón más que las voces doloridas, y aquella marcha fúnebre no se puede ver con ojos enjutos. Llegan a las avanzadas de la tropa que los cerca. ¡Oh! Aunque sean los soldados de Atila van a tener compasión. Van a recordar, uno su madre, otro su prometida, otro sus hijos, y van a dar un poco de pan y de consuelo a esos míseros extenuados que se mueren de hambre, que tiemblan de miedo, y van a dejarlos pasar... El deber militar se lo veda; el jefe les manda decir ¡atrás! a la multitud consternada, hacer armas contra ella, dirigir la boca del fusil a la cabeza del anciano, la punta de la lanza al pecho de la mujer que amamanta un niño... ¡Y ellos obedecen!

Como se lanzan bombas a la plaza, se le envían también esas masas que el hambre convierte en otros tantos focos de enfermedad y causa de muerte: si la guarnición no las mata, contribuirán a matarla emponzoñando el aire con la peste: es la presión patológica de que hablamos.

Además de los fusiles, de los cañones, obuses y morteros, hay las bocas inútiles, terrible arma. Es verdad que tiene músculos y nervios, y siente y sufre cuando es arrojada. Pero ¿qué importa, si es eficaz y apresura la rendición de la plaza? La máquina de sitio no funciona bien, y se la acuña con lo que se encuentra a mano, aunque sea, el cuerpo vivo de un niño o de una mujer... ¡A esto se llama derecho de la guerra!

No queremos como Field que se permita entrar víveres en las plazas sitiadas; esto, si fuera posible, sería contraproducente; pero pedimos que se permita salir a todos los habitantes indefensos que lo deseen o fueren expulsados.

Ley marcial. No es posible que se hagan justicia los que se hacen la guerra, pero podrían limitarse algo el número y magnitud de las injusticias. Si la ley marcial es la voluntad del que la promulga, al menos los que la aplican podrían ser legistas. Cuando se invade un país, se llevan en el ejército médicos para asistir los enfermos, capellanes para auxiliarlos, farmacéuticos que preparan los medicamentos. La perfección del arte militar necesita y adopta la división de trabajo, sanidad, administración, transportes, artillería, infantería, caballería, ingenieros, estado mayor; todo tiene su personal adecuado, con especiales conocimientos; pero esa multitud armada, no sólo va a combatir, no sólo derriba hombres fuertes, edificios y murallas, no sólo destruye los sembrados y tala los bosques, no sólo se hará dueña de los campos y de las ciudades, sino que tiene la pretensión y la necesidad de establecer en ellas alguna especie de orden, algo que se parezca al menos a lo que llama justicia. Y para administrarla, ¿no se necesitan conocimientos del derecho, hábitos reflexivos, circunspección, tacto, madurez, imparcialidad, y en fin, todas las altas y raras dotes que debe tener un juez? Y si la justicia es difícil de administrar siempre, ¿no lo será mucho más en el sangriento tumulto de una invasión a mano armada? Y si la injusticia es temible, ¿no lo será más cuando la ley es la voluntad del que la promulga, y él define los delitos, y los pena con dureza, y los juzga sumariamente? Todo esto parece claro, indudable. Y ¿cómo, habiendo especialidades para todo, faltan para lo que las exige más? ¿Cómo, si se llevan artilleros para usar los cañones, ingenieros para echar puentes o deshacerlos, no se llevan jueces para juzgar? Si para herrar un caballo no se llama a un individuo de estado mayor, para juzgar a un hombre, ¿por qué se van a buscar jueces a un cuartel? Se supone, no sólo que cualquiera puede hacer lo que es más difícil, sino que se forman tribunales con los elementos menos propios para fallar en justicia. En efecto: el militar, no sólo ignora el derecho, sino que tiene hábitos de obediencia servil y mando despótico, y de llamar orden a la simetría y al silencio, y deber a la debilidad, y derecho a la fuerza. De estos elementos se componen los consejos de guerra, y con ellos se juzga a los enemigos, y con premura.

No dudamos que parecerá extraño, y aun ridículo, pero a nosotros nos parece justo y hacedero, que el ejército invasor que ha de formar tribunales, lleve jueces; que los consejos de guerra se formen de letrados, y ya que a voluntad se hagan leyes y se inventen delitos, al menos no se improvisen jueces con los elementos menos propios para formarlos: todavía el mal sería grande, pero no hay duda que se atenuaría bastante.

En cuanto a los delitos, es inevitable que el invasor invente muchos y los pene duramente, pero sus facultades debieran limitarse algo por el Derecho de gentes.

A un funcionario del Gobierno que se expulsó, se le obliga por fuerza a prestar juramento de servir a los enemigos de su patria, y se le pena si no le presta contra su conciencia y su honor.

A un hombre honrado y de corazón se le obliga por fuerza a que guíe al ejército enemigo contra el de su patria, a que lleve por el camino mejor y más breve a los que van a combatir, a sorprender tal vez, a sus compatriotas, a sus amigos, a sus hermanos, a sus hijos. Él mira aquella complicidad como un parricidio; sabe que de no prestarse a ella peligra su vida, pero es su deber arrostrar aquel peligro; le cumple, extravía a los que debía guiar, y ellos le declaran traidor sin faltar al Derecho de gentes, y le matan... A pesar de declaraciones y de Códigos, el muerto es un héroe, un mártir, y sus matadores, al derramar la sangre generosa de aquel inocente, han hollado todos los principios de justicia y de honor, han infringido todas las leyes divinas y humanas, todas, menos esas de la guerra, inspiradas por la fuerza, la ira y el miedo, inspiradoras de la opresión y de la iniquidad.

El ejército necesita guías, dicen; el daño de que se extravíe es grave y hay que castigarle severamente. Cierto: y como cuando el ejército necesita zapatos se roban los almacenes de calzado, cuando necesita infamias se suprime la conciencia de los hombres, y si ellos la tienen y conforme a ella obran, se los mata: este atentado de la soldadesca se codifica y se llama derecho.

Esperamos que la conciencia humana suprimirá esas reglas y esos artículos, lo cual es tanto más hacedero, cuanto que lo fácil de las comunicaciones y lo generalizado de los conocimientos geográficos y topográficos ponen al Estado Mayor de cualquier ejército, o pueden ponerle, si tienen la ilustración debida, en estado de no necesitar guías.

Rehenes y represalias. Los rehenes personales, que pueden ser y son generalmente personas inofensivas a quienes se hace responsables de la falta de cumplimiento de lo pactado o de algún daño hecho al que los tiene en su poder, son un atentado que parecía irse aboliendo, cuando los alemanes, al invadir la Francia, han vuelto a ponerle en uso con circunstancias agravantes. Conforme dejamos dicho, obligaban a las personas notables a subir en los trenes que llevasen tropas, a fin de ponerse por este medio a cubierto de los descarrilamientos producidos intencionalmente, que harían perecer a los rehenes confundidos con los enemigos: es una cosa así como coger gente inofensiva entre los compatriotas del enemigo, y parapetarse detrás de ella para que reciba el fuego, u obligue a suspenderle. Tal vez esto podría parecer exagerado sin alguna explicación: la daremos.

Descarrilar un tren que lleva tropa enemiga es un derecho de la guerra, que por horrible que sea, no lo es más que hacer volar una mina, sumergirse un barco con todos sus tripulantes, y no lo es tanto como matar de hambre o con proyectiles a los moradores inofensivos de una plaza sitiada, acuchillar a los fugitivos y sacrificar a los prisioneros que intentan escaparse o no se pueden custodiar, son enemigos armados, que van a dañar, que matarán si no se les mata: el medio es horrible e infame, cierto. Pero, ¿es más humano y más noble la mina y el torpedo? ¿Qué diferencia hay, humana y moralmente hablando, entre el que arranca un rail o corta un puente, y el que oculta bajo tierra o del agua las materias inflamables y determina la explosión para que perezcan los enemigos en masa y sin combate? El descarrilamiento es un medio tan vil como la bomba, la mina y el torpedo, pero no es tan mortífero como estos últimos; siempre se salvarán más del tren descarrilado que de la nave sumergida.

Resulta, pues, que siendo conforme a las leyes de la guerra descarrilar los trenes en que va tropa enemiga, ésta, al viajar por los caminos de hierro, corre un riesgo como al servir una batería, y pretender evitarle haciendo partícipes de él a las personas inermes e inofensivas, es un atentado como parapetarse detrás de ellas para que reciban las balas enemigas.

Este uso poco recomendable de los rehenes, como dice Bluntschli, es cruel, repugnante, y cabe esperar que se haga odioso y contribuya a proscribir los rehenes personales del Derecho de gentes.

Las represalias son un atentado contra la justicia, muy análogo a los rehenes, pero que hace mucho más daño, porque tiene una esfera de acción mayor, y como la fama, adquiere fuerza marchando. No se concibe cómo los hombres de Estado, los militares, y lo que es más triste, la mayor parte de los publicistas, aun los modernos, consideran las represalias como necesarias.

Que las represalias son una injusticia, no hay para qué encarecerlo; poner fuego a la casa de un hombre honrado, porque un pícaro quemó la de un habitante pacífico; entregar al pillaje una población inofensiva, porque otra que no hacía armas fue víctima del saqueo; asesinar a los prisioneros, porque el enemigo asesinó a los que tenía; en fin, repetir todas las crueldades para que no se repitan, tal es la teoría de las represalias, tomadas en toda su..., no sabemos cómo decir, porque pureza no puede aplicarse a cosa tan manchada, como todas las teorías del mal, sobre injusta es absurda. La teoría de las represalias, establecida por los doctos, es enfrenar los instintos feroces del enemigo; la práctica es dar rienda suelta a los propios. Si el talión, como decía San Agustín, es la justicia de los injustos; si la venganza es dañar a los que nos han hecho daño, ¿qué nombre merece el proceder que a sabiendas hace responsable al inocente de los delitos del criminal?

Sin notarlo íbamos hablando de justicia, sin recordar que tratábamos de guerra. Volvamos a nuestro asunto, para probar que las represalias no entran en el número de las crueldades necesarias, sino que, por el contrario, son crueldades perjudiciales. No se necesita un gran conocimiento del corazón humano ni de la historia para afirmar à priori, y demostrar à posteriori, que al reprimir la crueldad del enemigo imitándola, la exageramos; que él, al repetirla, va más allá; que al reproducirla nosotros dilatamos aun su esfera de acción, y que en este flujo y reflujo de iniquidades, la ola sube cada vez más, y ahoga la humanidad, la conciencia y el honor. Las represalias no se decretan por tribunales compuestos de gente docta, tranquila, imparcial y sensible, sino por un hombre agitado por las pasiones que enciende la lucha, endurecido por el espectáculo de las escenas sangrientas, irritado por el proceder de un enemigo odioso, y cuyos fallos llevan el sello de la venganza feroz y de la cólera ciega. Las circunstancias que acompañan toda lucha a mano armada convierten la rápida pendiente del mal en un precipicio, donde con las víctimas inocentes cae la conciencia del que las arroja. Sabida es la máxima por cada cabeza diez; y cómo de resultas de haber quemado unas casas en el Canadá (al decir de los anglo-americanos, no intencionadamente), los ingleses pegaron fuego a Washington: éstas son las represalias.

Asombra que autores ilustrados puedan admitir este medio de humanizar la guerra, cuando es evidente que la ensangrienta más. ¿Por qué la última civil de España no fue tan cruel como era de temer? Porque el Gobierno, los Gobiernos todos de la nación no fusilaron un solo prisionero por vía de represalias; en medio de tantos escándalos, hemos dado este buen ejemplo, que harían bien en seguir los Estados que hagan la guerra a súbditos rebeldes o a naciones menos cultas, y en tener presente los escritores que llaman a las represalias una necesidad para contener a un enemigo cruel. Thiers las calificó mejor cuando, enérgica y exactamente, ha dicho que son un pantano de sangre y cieno, donde una vez puesto el pie, hay que hundirse hasta la cabeza.

Botín. Ya hemos indicado que la guerra tiene su nomenclatura especial: en ella el robo se llama botín. Se ha limitado, y sobre todo se ha ordenado, según dejamos dicho; el despojo se hace desde arriba y por medio de contribuciones y requisiciones, lo cual constituye ciertamente un gran progreso. Es de desear otro mayor: que los ejércitos invasores se sostengan con los recursos de la nación a que pertenecen, en vez de vivir sobre el país invadido, y que al hacerse la paz, como dice Landa, se determine en ella quién ha de pagar las costas del litigio. Comprendemos que la opinión no está bastante adelantada para convertir este acto de equidad en ley de la guerra, pero bueno será que se vaya penetrando de su justicia.

Lo que rechaza ya, es la apropiación por los invasores de los objetos de arte, manuscritos raros, colecciones científicas, etc., del país invadido, y en vez de facultativo, como aun es, podría ser obligatorio el respeto a estas cosas.

También debería prohibirse absolutamente el saqueo, máxime cuando no tiene ya el motivo vergonzoso de servir de estímulo a los soldados para arrostrar los peligros del asalto. Con las armas de hoy, las plazas no pueden tomarse por asalto, si hay quien las defienda bien; y si no, ¿a qué grandes estímulos para arrostrar pequeños peligros?

Otro despojo que puede calificarse de impío es el de los cadáveres: las leyes de la guerra autorizan el apropiarse lo que se halle sobre ellos: la razón que para esto se da es, que en la imposibilidad de saber a quién pertenecen los objetos, se perderían si se sepultaba a sus dueños sin despojarlos. Aunque esta razón lo fuera, debe decirse que parte de un supuesto equivocado. En las grandes carnicerías de las batallas modernas, el enterrar los muertos es una operación que hay que hacer muy en grande, a veces teniendo que pactar treguas entre los beligerantes. Se organiza este triste servicio con tropa, subalternos y jefes: éstos podrían ir recogiendo y depositando los objetos hallados sobre los cadáveres, objetos que religiosamente deberían entregarse al enemigo. Hay muchas razones para hacerlo así: la principal es evitar la desmoralización de los despojadores, que cunde y pasa del despojo de los muertos al de los heridos, y llega hasta matarlos para que el robo sea un derecho. En un campo de batalla germina pronto y con fuerza cualquiera mala semilla.

Propiedad en el mar. Las tres naciones, Estados Unidos, Méjico y España, únicas civilizadas que no han querido asociarse a la abolición del corso, deben avergonzarse de contar entre sus derechos el de piratería, e Inglaterra, que se ha opuesto a que la propiedad se respete en el mar como en tierra, y a que se supriman las presas marítimas entre los beligerantes, al consignar esta oposición ha escrito en su historia una página ignominiosa. Los Estados Unidos admitían la abolición del corso si se respetaba la propiedad de los beligerantes en el mar, suprimiendo las presas marítimas, y sin que disculpemos a los americanos, que no quisieron disminuir el alcance de un atentado porque no podían suprimirle absolutamente, ni a las demás naciones que no afirmaron la justicia contra el voto de la Gran Bretaña, no hay duda que mucha parte de la responsabilidad le cabe de que a esta hora no hayan suscrito todas las naciones la abolición del corso y de las presas marítimas, respetándose la propiedad de los particulares beligerantes en el mar, como en tierra se respeta.

Por lo demás, los cálculos de los norteamericanos y de los ingleses salieron tan fallidos como suelen los que se hacen prescindiendo de la justicia. Los Estados Unidos, que no han querido abolir el corso, en la guerra separatista dicen que el corso contribuyó a prolongar la lucha, e Inglaterra, campeón de las presas marítimas, ha tenido que indemnizar con 310 millones las que hicieron a los Estados del Norte de América los del Sur, con barcos construidos en los astilleros ingleses, quedando además de resultas del fallo que la condenó al pago, no muy bien parado el prestigio de la Gran Bretaña. Después de todo esto, la razón y la conciencia del mundo civilizado es de esperar que no tarde en abolir las presas marítimas, como el corso, y declarar que la propiedad de los beligerantes se rige en el mar por las mismas leyes que en tierra.

Mientras llega esa hora, convendría variar la organización de los Tribunales de presas de modo que, o estuvieran compuestos por neutrales, o fueran mixtos, entrando a formarlos nacionales de los beligerantes: convertir a éstos en jueces y parte, es prescindir de los principios más elementales de justicia, llegando a formar los atentados contra ella verdadera jurisprudencia, en la cual son muy doctos los jueces de presas; los ingleses han alcanzado fama universal. «Séanos permitido, dice Heffter, trascribir como muestra de la jurisprudencia inglesa en materia de presas, este párrafo de un fallo dado por Jaime Mariott contra unos buques neutrales neerlandeses. Dice así: «Sois confiscados desde el momento que se os captura. La Gran Bretaña, por su posición insular, bloquea NATURALMENTE todos los puertos de España y Francia: tiene derecho a sacar partido de su posición como de un don que debe a la PROVIDENCIA.»

Esta jurisprudencia vandálica no es el espíritu de un pueblo, como parece a primera vista, sino de un gran poder, no contenido, de que se ha abusado por mucho tiempo. De ese poder abusivo no quedan más que restos, aniquílense: de ese espíritu, un Código injusto, rómpase.

Es también intolerable para la equidad y el buen sentido, que en los puertos neutrales puedan venderse las presas hechas por los beligerantes. Así, se les presta un apoyo eficaz, directo y exigido, no por la humanidad, sino por el espíritu de rapiña. Y no se diga que se da igualmente a entrambas partes, porque la neutralidad tiene carácter negativo; no es lo mismo a los dos, sino ni a uno ni a otro; además de ser cosa sabida que el auxilio puede tener y tiene siempre más o menos valor, según la situación del que lo recibe. En el caso a que nos referimos, ¿es verdadera neutralidad permitir la venta de las presas a un beligerante que puede hacer más que el otro por tener menos buques mercantes y marina de guerra más poderosa? No hay situaciones idénticas, y más cuando se trata de comercio y escuadras. ¿Qué menos podían hacer los neutrales para limitar la piratería legal que cerrar sus puertos a la venta de las mercancías y barcos capturados?

Otro hecho de los beligerantes, en alto grado inhumano, se acepta como derecho por la deplorable condescendencia de los neutrales, y es, que éstos, o son débiles y no pueden hacer prevalecer el derecho, o fuertes, y procuran conservar íntegra la facultad de infringirle cuando apelen a la fuerza. Abusos hay que sólo así se explican, y entre ellos la facultad concedida al beligerante de apagar los faros de sus costas, como medio de defensa contra la marina enemiga. El suelo en que se ha edificado el faro, o las aguas, si es flotante, son suyos, pero el servicio que prestan aquellas luces es humano, y no puede suprimirse sin perjuicio de todos, sin atentado a la humanidad. El beligerante que halló y halla luces en los escollos, tiene el deber de no apagar las suyas, porque ni aun puede apoyarse en las necesidades imprescindibles de la propia defensa. Poco aumentará los medios de ésta la supresión de los faros, nada, puede decirse. El buque de guerra enemigo con poderosa máquina y luces de Bengala o eléctricas, podrá ver los escollos y gobernar para evitarlos; el barco de vela, pobre para tener tan cara iluminación, débil para resistir al viento y a las olas que le arrojarán sobre los escollos, dará en ellos, pereciendo sus tripulantes por una infracción del Derecho de gentes. Si manda amparar a los combatientes náufragos, ¿puede consentir que se procure el naufragio de los inofensivos? ¿Puede consentirse esta alianza del beligerante con las tinieblas, la tempestad y las rocas, que en este caso parecen menos duras que él?

Concluiremos estas observaciones haciéndonos cargo de algunas de Bluntschli sobre el Convenio de Ginebra, tanto más, que en la última edición francesa de su Derecho internacional codificado, Molinari dice en un prefacio: «Esta noticia y estas apreciaciones de la guerra de 1870-1871, consideradas bajo el punto de vista del Derecho de gentes, dan un valor especial a esta segunda edición. Hállase también en ella un examen crítico del Convenio de Ginebra, en el que manifiesta las mejoras de que es susceptible.»

De aquí se infiere que Molinari tiene por mejoras todas las modificaciones propuestas por el autor alemán, que nosotros clasificaríamos en:

Útiles;

Insignificantes;

Muy perjudiciales.

No debemos guardar silencio respecto a estas últimas.

El Convenio de Ginebra puede resumirse así: «Arrancar al herido a los furores de la crueldad; salvarle en cuanto sea posible del abandono a que le expone la inmensa carnicería de los combates modernos.» Para eso se ha neutralizado personal y material sanitario móvil y fijo, cosas y personas, cuanto dé seguridad al que cae combatiendo, y le lleve pronto auxilio: por eso, lejos de necesitar salvaguardia, es salvaguardia respecto de todo lo que puede contribuir a su socorro: por eso se ha hecho de él una cosa sagrada, el ungido con su propia sangre por la compasión del mundo civilizado. El asilo en que se ampara es inviolable, la fuerza armada se detiene ante su umbral, el enemigo no le captura, le recoge, y no puede poner la mano sobre él sino para curarle. No es beligerante ni prisionero; es un hombre que tiene rotos los huesos y dilaceradas las carnes, y en cuya presencia la voz de la humanidad hace enmudecer el grito del egoísmo y de la venganza.

Tal es el Convenio de Ginebra, la mayor gloria del siglo XIX, la mayor prueba de progreso moral, es decir, de progreso verdadero. Causa pena, y hasta cierto rubor, que un hombre como Bluntschli califique la completa, la absoluta violabilidad del herido que no puede ser hecho prisionero, de fruto de un falso sentimentalismo, y diga que es prácticamente irrealizable.

Nos limitaremos a examinar dos de las modificaciones propuestas.

Dice el Convenio de Ginebra: «Los habitantes del país que den socorro a los heridos, serán respetados y conservarán su libertad. A los generales de las potencias beligerantes incumbe hacer saber a los habitantes que se apela a su generosidad que les dará el carácter de neutrales.

»Todo herido recogido y cuidado en una casa le servirá de salvaguardia: el habitante que haya recogido heridos en su casa quedará dispensado del alojamiento de tropas, así como de una parte de las contribuciones de guerra.

»No obstante, no se tendrá en cuenta sino conforme a la equidad el celo equitativo desplegado por los habitantes cuando se trate de repartir las cargas de alojamiento y contribuciones de guerra.»

La restricción del último párrafo era muy bastante, pero no se lo ha parecido a Blunstchli, que quiere sustituir la anterior disposición con la siguiente:

«Equitativamente se tendrá en cuenta, y en cuanto las circunstancias lo permitan, la admisión de heridos por parte de los habitantes cuando se trate de las cargas de alojamiento y demás de la guerra; el espacio ocupado por los heridos será respetado en cuanto fuere posible

El que sabe lo que es hoy un campo de batalla, comprende la dificultad, la imposibilidad de dar pronto socorro a los que le necesitan, cuántos por falta de él perecen, y para disminuir su número, cómo debe recurrirse a los sentimientos generosos, y también a darles el merecido premio o el necesario estímulo. ¿Qué menos se ha de hacer que relevar de alojados al que recoge heridos, ni por éstos de libertarlos del infernal ruido y barullo de un alojamiento? ¿Qué persona, si sabe lo que son alojados en tiempo de guerra, y las condiciones que necesita un herido, cree que se le puede cuidar donde hay tropa alojada? El confundirle con ella es condenarle al abandono, al insomnio, a mil torturas que no ha imaginado sin duda el autor de la propuesta modificación: más entendía de estas cosas el general Moreau, cuando en el convenio propuesto al general Kray, decía:

«Art. 2.º Se señalará la instalación de los hospitales, a fin de que las tropas los conozcan perfectamente, y cuiden de no acercarse a ellos y de pasar en silencio, callando sus bandas y tambores.»

No sabemos si esta piadosa solicitud será calificada de falso sentimentalismo o de sensiblería, como dicen en español a veces los que quieren poner en ridículo la humanidad, poniéndose ellos en relieve de un modo que los favorece poco: lo que no tiene duda es, que ánimo varonil y entero no significa corazón duro y cruel; que la compasión realza el mérito de hombres como Moreau, que, según todas las probabilidades, no hubiera suscrito la modificación propuesta por Bluntschli. Por ella se quitan garantías al herido, se deja al texto de la ley una elasticidad de que abusarían los dueños de la fuerza, y se llega hasta el extremo de decir que el espacio que ocupa el herido será respetado en cuanto sea posible. ¡Cómo! ¿Puede haber algún caso en que no sea posible, en que no sea indispensable, moralmente hablando, respetar el espacio que ocupa el herido? No sabemos alemán; tal vez la palabra empleada en el original no equivalga exactamente a la d'espace que emplea el traductor francés; pero si está bien traducida, no vacilamos en calificar la idea que expresa de abominable.

Por el Convenio de Ginebra, y artículo adicional, los heridos no son prisioneros de guerra: Bluntschli pretende que lo sean, porque esta disposición, dice, no tiene por base ningún principio de derecho y es completamente inejecutable.

Vamos por partes: primero el derecho, después el hecho.

Aunque hubiera derecho, que no le hay, para retener prisionero al herido, sería el caso de aplicarle aquello tan sabido de summum jus summa injuria. No hay derecho, porque al herido se le priva de su libertad por fuerza, y en la circunstancia en que es más vil y repugnante hacer uso de ella; si los suyos hubieran quedado dueños del campo, él no sería prisionero; no lo es en virtud de ningún delito suyo ni de ningún fallo jurídico, sino en virtud de la suerte de las armas, y la victoria, ya se sabe, da poder, no derecho: sus mismos idólatras tienen que confesarlo. ¿Por qué a un prisionero que huye hay derecho para hacerle fuego y matarle, y si se le recupera vivo no hay derecho para hacerle daño alguno, ni otra cosa que custodiarle con más cuidado? Porque tácita o expresamente se reconoce su derecho natural de escaparse, aunque fugitivo se le aplique lo que se llama derecho de la guerra, que no es otra cosa que la fuerza empleada en hacer al enemigo el mayor daño posible, recibiendo el menos que se pueda.

Pero rodeada de humanidad compasiva, viene la justicia invocando a favor del herido el verdadero derecho. Dice que siquiera por excepción debe reconocérsele al mísero cuya suerte es tan digna de lástima, para no añadir a sus torturas la angustia y la pena de no volver pronto a los brazos de su familia y de sus amigos, a la patria amada por quien ha derramado su sangre y dará tal vez su vida. En la exaltación de la fiebre, en las torturas del dolor, ¿quién sabe el daño que puede hacer la idea de hallarse prisionero de los que son causa de él? Que este daño es grande, se prueba por la experiencia de los que la tienen de estas cosas. Cuando el médico militar D. Nicasio Landa fue a recoger los heridos del ejército que los carlistas tenían en Irache, antes de estar autorizado para hacerse cargo de ellos ni aun para hablarlos, subió a las salas donde se hallaban, y se paseó por ellas silencioso, a fin de que la vista de su uniforme los consolara; rasgo delicado, digno de su hermoso corazón, y prueba de que conocía lo que pasa por el del herido prisionero. Los de Irache estaban muy bien cuidados, y no obstante, todos querían irse con Landa, todos, hasta los más graves, que no podían moverse sin dolores atroces y peligro de muerte.

Rodeada de esta aureola de dolor, la justicia ha brillado aún en medio de las nubes de pólvora; la libertad que el Convenio de Ginebra pacta para el herido, no es una infracción del derecho, es el restablecimiento del derecho que, auxiliado aquí por generosos y humanitarios sentimientos, triunfa de la fuerza.

«Como estos heridos, dice Bluntschli, están en poder del enemigo, son prisioneros de guerra, exactamente con el mismo título que los demás soldados enemigos que no han recibido heridas. Tratarlos de otro modo, no se justifica por ningún principio de derecho. ¿Por qué tendrían un privilegio respecto a sus camaradas?»

¿Por qué? ¡Porque están heridos! Porque a nadie que los vea puede ocurrirle llamar privilegio a su desgracia. El título que hay para retenerlos, convenimos en que es el mismo que respecto a sus compañeros sanos, la fuerza; solamente que los signatarios del Convenio de Ginebra, menos resueltos y más justos que Bluntschli, no se atrevieron a emplearla en este caso doloroso y excepcional.

¿Y cómo no se pretende aplicar el derecho a estos privilegiados desde que caen en el campo de batalla, y se impide, pudiendo, al enemigo que los recoja? ¿Por qué han de tener un privilegio sobre sus camaradas allí tampoco? Porque no se puede ser lógico más que siendo justo; y como aquí no hay justicia ni derecho, no puede haber lógica.

En cuanto al hecho, dice Bluntschli, de que el artículo que defendemos y él censura, no ha sido respetado en la guerra franco-prusiana por ninguno de los beligerantes, lo cual sólo prueba que entrambos han faltado a su deber y al Derecho de gentes claramente consignado en el Convenio de Ginebra, antes de que existiera, en 1859, Napoleón III, después de la batalla de Montebello, decretó que todos los prisioneros que estuviesen heridos serían devueltos al enemigo sin canje, tan pronto como se hallasen en estado de volver a su país.

Durante la guerra de la Independencia, dice Landa, se celebró en Cataluña entre los Generales españoles y franceses un convenio por el cual podían ambos ejércitos dejar sus heridos y enfermos bajo la protección de las Autoridades locales, conservando la facultad de volver a sus filas respectivas desde que se hubieren curado. El mariscal Suchet consigna en sus Memorias, que en Valls, donde vio muchos heridos franceses e italianos, pudo convencerse de la fidelidad con que los españoles cumplían este convenio. Se ve que la cosa es hacedera; ¿ni cómo no había de ser factible lo que es justo?

La infracción del Convenio de Ginebra que Bluntschli pretende abonar, no se recomienda siquiera por motivos de egoísmo: si uno de los beligerantes aumentase el número de sus combatientes con los heridos curados que recobrara, al otro le sucedería lo mismo, lo cual podrá acontecer a entrambos rara vez y en muy pequeña escala, porque ya se sabe que ahora las guerras duran poco y las heridas mucho.

Bluntschli afirma que los conocimientos médicos y militares no bastan cuando se trata de hallar la fórmula exacta para los principios de derecho. Tratándose de heridos, de sus derechos, bastan valientes compasivos que los han visto en los campos de batalla y médicos humanos que los han consolado; lo que no basta, y aun puede sobrar, son legistas, aun que sean eminentes, si no ven la cuestión tal como es, y hacen sospechar si, además de falso sentimentalismo, habrá también falsa jurisprudencia. Nosotros pondríamos el derecho del herido, mejor que a merced de una academia de doctores, en manos de médicos como Dunant, Mundy, Landa, y de militares como el Archiduque Carlos de Austria, que dejaba la artillería al enemigo por enganchar sus tiros a los carros de los heridos; y como el general Moreau, que le devolvía los cañones al saber cómo y por qué los había abandonado.

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La paz, idea tan dulce y consoladora, suele tener dolores y amarguras, porque se hace como la guerra, en virtud de la voluntad del más fuerte. Las leyes de la guerra son para la forma de hacerla: la esencia no las tiene o no las sigue; por eso no hacemos observaciones separadamente sobre el rompimiento de las hostilidades y su terminación. Estas dos cosas son una misma bajo el punto de vista del derecho; en el poder de atropellarle convienen entrambas; que si hubiera reglas respetadas de justicia para declarar la guerra, presidirían también a las condiciones de la paz. Hoy, para declarar la una y hacer la otra, es posible prescindir de todos los principios que no sean aquellos tres de que partía un plenipotenciario; la infantería, la caballería y la artillería: en tiempo de Atila no había más que dos.

No es posible dejar de protestar contra semejante estado de cosas, pero las protestas no son fuerza que obre directamente. La guerra, valiéndonos de su lenguaje, no se puede embestir con éxito de frente; hay que flanquearla y bloquearla; hay que cortarle las comunicaciones con la ignorancia, los instintos feroces, los intereses bastardos o mal entendidos, la inmoralidad, en fin, con que se alimenta: mientras estos proveedores puedan abastecerla se sostendrá; cuando falten o se debiliten mucho, ella se rendirá al derecho.

En los capítulos siguientes procuraremos formarnos una idea de las ventajas alcanzadas por la razón sobre la fuerza, y de las condiciones indispensables para que triunfe el derecho; aquí diremos, para concluir, que a nuestro parecer, si no pudiera hacerse la guerra ni ajustarse la paz sino con arreglo a principios de justicia, la guerra sería imposible; el que la obligue a ser justa la matará.





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