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B

Contribuyeron tanto los Pinzones a la expedición, que sin ellos el viaje no se hubiera efectuado. Se da de barato que la gente de la Pinta se embarcó forzada por la autoridad. Isabel la Católica, tenía otro concepto de sus súbditos, muy diferente del que tienen las autoridades de otros países donde el servicio, militar es voluntario, y sin embargo se arranca a los padres de familia de sus tranquilos hogares, para hacerlos soldados a viva fuerza. Bastara que los tres Pinzones arriesgaran su vida mandando las carabelas, y su hacienda contribuyendo a los gastos de la expedición57 para que sin violentar a nadie se reunieran voluntariamente los tripulantes de las tres carabelas expedicionarias. El ascendiente del guardián de la Rábida y del clérigo Martín Sánchez sobre la gente del pueblo, la reputación del físico Garci-Hernández, todos entusiastas por el viaje, serían también poderosos móviles para que espontáneamente se cubriera   -21-   el número de los tripulantes, y sin duda mayores que los alicientes de los reyes en su decreto del 30 de abril. Si a lo dicho agregamos la calidad de las personas restantes que acompañaban al descubridor, no dejará de darse peso a nuestra opinión. Entre ellos figuraba Rodrigo Sánchez de Segovia, inspector general; Rodrigo de Escobar, que iba de escribano real; Diego de Arana de alguacil mayor; un médico, un cirujano, etc.




C

Inútil es detenernos a deshacer las historietas de los escritores apasionados respecto a la preconcebida avería de la Pinta. Iba mandada, como se ha dicho, por Martín Alonso Pinzón, y llevaba por piloto a su hermano Francisco Martín; júzguese del cuidado que ambos pondrían antes de la partida, para que fuese lo mejor dispuesta posible. Otro tanto debe decirse de Colón, a quien los escritores extranjeros pintan hecho un Argos inspeccionando minuciosa y desconfiadamente los trabajos de calafateo, etc. En su diario dice «yo armé tres navíos muy aptos, etc.». Si al día siguiente de la salida (cuatro de agosto), navegando con viento recio, sufrió la Pinta una avería en el timón, no hay necesidad de culpar de ello a nadie; Pinzón inmediatamente lo aseguró lo mejor que pudo, y si al siguiente volvió a soltarse, bien sabe todo el que ha navegado, lo difícil que son de remediar estos fracasos aun con tiempo bonancible. Colón por lo recio del tiempo no pudo socorrer a la Pinta; a esta carabela se le hizo timón nuevo en las Canarias por orden del almirante. De esto se deduce que la avería fue de consideración, y que no pudo ser premeditada, so pena de condenar de topo al mismo Colón, y a los Pinzones de enemigos de sus intereses.



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D

Los reyes habían ofrecido diez mil maravedís de renta al primero que viera la tierra. Esta suma se adjudicó a Colón por declaración real; la causa alegada fue el haber visto Colón y Pedro Gutiérrez después de él (a las diez de la noche del once de octubre) y por indicación suya una luz. Prescindiendo de lo que esta determinación tenga o no de justa, parece a todas luces imposible que desde la popa de la carabela pudiera distinguirse punto alguno luminoso en tierra, si los datos que da Irving son ciertos: Dice así este acreditado historiador: (Libro 3.º, capítulo 4.º, parte última). «A las diez de la noche, hora en que se vio la luz, el almirante debía hallarse a catorce leguas de la isla». Ahora bien, como en el mismo párrafo se lee, estas catorce leguas equivalen a cincuenta y seis millas italianas o cuarenta y dos españolas. ¿Quién creerá posible dominar desde la popa de una carabela pequeña tanta distancia al horizonte? Agréguese a esto que la luz que se supuso vio Colón, era la que pasaba de una casa a otra (dice Herrera); por lo tanto debía ser una tea o manojo de yerba seca, y así el foco luminoso, por necesidad pequeño. Ni se diga que la luz pudiera haber aparecido en algún sitio elevado de la isla, pues dice expresamente Irving «esta isla es muy llana y sin ninguna montaña».




E

Echemos una rápida ojeada acerca del estado en que se hallaba España en esta época, tanto en la parte científica como en la material de la navegación.

Oigamos a Robertson: «La sabiduría que cultivaron los árabes se había introducido en Europa por medio de los moros establecidos en España y Portugal. La geometría,   -23-   la astronomía y la geografía, sobre las cuales estriba la navegación, eran objeto de grandes estudios. Para regentar la famosa academia de Sagres, sacó de España el infante don Enrique un famosísimo matemático, perito en la navegación y en el arte de hacer instrumentos y cartas de mar. Fundó una escuela y una academia de la cual lo hizo jefe». (Historia de los viajes, tomo I, capítulo 1.º, página 5). Éste fue Jaime de Mallorca. Juan Sarisburiense, inglés, dice en su Metallogía: «apenas se conocía entre nosotros el arte de demostrar que hace parte de la geometría, ciencia que estudian pocos fuera de España y de la vecina África; estas dos naciones se distinguen entre todas por el estudio que hacen de la geometría tan necesaria para la astronomía, etc.». Micer Jacobo Ferrer, natural de Cataluña, era muy docto (según la época) en la geografía y astronomía. Por orden de los reyes Católicos dio un dictamen relativo a la navegación de las Indias, donde da pruebas de los conocimientos que poseía. Fue llamado a Barcelona cuando Colón regresó por primera vez, para estudiar en los mapas que había hecho el almirante58. Juan Siliceo, creado Cardenal en 1514, era renombrado como matemático; sus obras alcanzaron en Francia grande aceptación. Más famoso fue aún Pedro Ciruelo, matemático insigne, y Pedro Juan Oliver, geólogo y astrónomo que refutó a Aristóteles en su teoría del flujo y reflujo del mar.

Los viajes marítimos que los españoles hicieron a la América apenas descubierta, dan una idea clara de los   -24-   conocimientos y práctica que tenían en el arte de navegar59. Colón abrió el camino, es cierto; pero Ojeda, Alonso Niño, Cristóbal Guerra, Vicente Yáñez Pinzón, Juan Díaz de Solís, Diego de Lepe, Rodrigo Bastides, Alaminos y mil más, recorrieron mares y descubrieron costas y ríos ignorados de Colón. Los viajes de Antonio Torres, Fernández, Sánchez Carbajal y cien otros que en todas estaciones iban de la Española a Cádiz antes de 1500; la justa fama adquirida por los pilotos Sánchez y Bartolomé Ruiz, Juan de la Cosa, etc., etc., prueba con toda claridad la pericia de los españoles en la náutica antes que Colón descubriera la América. En el tiempo que medió entre el descubrimiento y estos viajes no se hacen consumados marinos. Y por cierto que no faltó a los españoles ocasión para familiarizarse con el mar. Que los catalanes sostenían en el Oriente de la Europa   -25-   un comercio sobremanera activo, pruébalo el tener establecidos cónsules en Berbería, en la Acaya, Tracia, Macedonia, Tesalia, en el Peloponeso y Negroponto. La celebérrima expedición de catalanes y aragoneses al Oriente que dio por resultados la fundación de los estados de Atenas y Neopatria, contribuyó al ensanche del comercio, y por lo tanto a la formación de buenos marinos. Los vizcaínos y catalanes frecuentaban además los puertos más concurridos de Flandes; los primeros tuvieron establecida en este país una casa de contratación, y los segundos otra más tarde. La marina militar (cuya preponderancia depende de la que la mercante tenga) tenía necesariamente que ser muy respetable. El combate de Alguer entre catalanes y genoveses sea de ello testigo; perdieron éstos cuarenta galeras de las sesenta que tenían, y ocho mil hombres de tripulación. Desde esta época dejó de ser Génova «la reina de los mares». En 1482 esto es, cuando ni pensaba Colón venir a España, salieron de los puertos de Vizcaya y Andalucía sesenta naves de guerra para proteger las costas de Nápoles amenazadas por el Turco; y la que en 1500 llevó igual destino constaba de setenta. La escuadra de ciento y treinta velas que llevó a la infanta doña Juana a Flandes meses después del descubrimiento de la Española, las muchas expediciones marítimas que salían de Palos de Moguer para el descubrimiento de la América, ¿podían improvisarse ni en el material ni en el personal? Resaltará más lo adelantada que estaba España en la navegación, industria y comercio, antes que Colón descubriera la América, si se lee el apéndice donde se habla del estado de otras naciones de Europa en esta época en general y del de España en particular.




F

Como por una parte no escribimos la historia de la isla de Santo Domingo, y por otra don Cristóbal Colón se   -26-   hallaba ausente de ella cuando ocurrieron los disgustos entre don Pedro Margarite y el Concejo, tocaré este incidente muy de paso. Y ante todo, lejos de mí la idea de patrocinar resoluciones semejantes a la tomada por Margarite, pero no la sumerjamos en la cenagosa aluvión de improperios en que la mayor parte de los escritores se desatan contra el general de las primeras tropas que se organizaron en el nuevo mundo, dando a su ausencia de la isla como causa principal de la guerra que tuvo lugar después de ella.

Repuesto Colón de la enfermedad propia del país, salió a banderas desplegadas con cuatrocientos hombres a recorrer la isla, llevando la mira de ganar, con este aparato, opinión entre los indios. Salió a doce de marzo, y el quince llegaron a un punto que nombraron de Cibao, desde el cual envió el almirante a la Isabela por la recua que debía venir cargada de bastimentos. A diez y ocho leguas de la Isabela mandó construir el fuerte de Santo Tomás, hecho lo cual, regresó a la Isabela, donde llegó a veintiocho del mismo mes. Halló la gente muy fatigada, muchos muertos y los sanos afligidos, con temor cada hora de llegar al estado de los otros (Herrera). Todo esto en diez y siete días. Jueves veinticuatro de abril, salió Colón hacia el poniente para hacer nuevos descubrimientos, dejando establecido en la Isabela el Consejo presidido por su hermano don Diego, y como asesores a fray Boyl y otros. A don Pedro Margarite dejó cuatrocientos o más soldados, mandándole hollar toda la isla para traer a los indios, por buenas, a la amistad y trato de los españoles, y a Ojeda encargado del fuerte de Santo Tomás. Margarite salió en efecto, y se quedó en la Vega Real diez leguas de la Isabela. ¿Porque no siguió adelante según las instrucciones de Colón y los apremios del Consejo? «Porque no se les daba lo necesario para la vida». (Charlevoix). Pide Colón la recua a la Isabela a los tres días de haber salido, para que coman los cuatrocientos   -27-   hombres, no obstante de haber cruzado la ponderada Vega Real y hallarse tan cerca de ella, y se exige a Margarite que con igual número de soldados recorra una isla de tan considerable extensión, en la que de cierto no encontrarán qué comer sino el insípido cazabe del país, y esto en cantidad tan limitada, que no bastará sino, estrictamente para no morirse de hambre. Si en sólo diez y siete días que Colón estuvo ausente encontró a su regreso en la Isabela el triste cuadro que de Herrera copiamos, habiendo estado en la Isabela los soldados que sacó Colón casi un mes, lógicamente se deduce que en el ejército de Margarite había muchos enfermos60.

Dejémonos de utopías; ni la disciplina se puede mantener cuando el soldado tiene que merodear para comer, ni con ejército enfermo y hambriento se puede recorrer un país del que se está deseando salir, y en el que todo falta. Margarite, aburrido, enfermo, disgustado con la junta que le exigía lo que no podía hacer, se dirigió a la «Isabela», y con fray Boyl y otros descontentos tomó uno de los buques surtos en la rada, y se vino a España a enterar a los reyes del lastimoso estado de la colonia, a decirles que el país hasta entonces hallado, y tan pomposamente descrito por Colón, era un sepulcro de españoles, y que «no había oro, y que era burla y embeleco lo que el almirante decía».

Ahora bien; si el Consejo tuvo noticia de la partida, como no pudo menos de tenerla a las pocas horas, si es que no la presenció, ¿por qué no proveyó de cabeza a la   -28-   tropa para que no se desbandara por la isla? ¿No estaba allí don Bartolomé Colón? Si el ejército se hallaba en disposición de dar el paseo por la isla, ¿por qué no se efectuó cuando con la ida de Margarite cesó la oposición a él? Si las tropas, bajo el mando de Margarite habían cometido lo que de ellas se dice, bien podía el Consejo sospechar que la sublevación de los naturales, en flor a la partida del almirante61, habría ya casi madurado; nunca mejor ocasión para el paseo.

Bastantes pruebas tenemos de que ya los indios habían empezado a hostilizar a los españoles antes que don Pedro Margarite tomara el mando de las tropas. En el capítulo LII poco ha citado, leemos: «a este tiempo llegó uno de a caballo a la Isabela con la nueva de que en el pueblo del cacique que habían traído preso, los indios tenían presos cinco cristianos que se volvían a la Isabela, etc.»; de modo que el germen de la insurrección de los indios existió antes que Margarite tomara el mando general de las tropas, como con dos testimonios de la Historia de Colón he probado. No se achaque a la ida de Margarite, lo que no causó, al menos como causa única. Por último, y esto echa el sello al estado deplorable en que se hallaban las fuerzas, ¿por qué se dejó a Caonabo asediar impunemente a Ojeda en el fuerte de Santo Tomás nada menos que un mes continuo, aun después de la llegada de Torres? Don Bartolomé Colón no cedía en dotes militares a Margarite; si pudo Ojeda ser socorrido en un bloqueo que duró treinta días, durante los cuales, la guarnición quedó reducida a la mayor estrechez (Irving) y no fue socorrida, no hay palabras con qué explicar la conducta de los del Consejo presidido por don Diego Colón. Abracemos el partido más cuerdo y más humano,   -29-   cual es el de creer en la imposibilidad física de hacerlo: con Margarite y sin él, Caonabo hubiera hecho lo que hizo.

Anómala era por demás la situación en que las circunstancias colocaban a Margarite. En el estado a que la cuestión había llegado, no veo que le quedara más recurso que la dimisión del mando de las tropas, y esto hecho, ¿de qué serviría su presencia en la Isabela sino de prestar con su sombra aliciente a los soldados para no emprender el paseo militar si el Adelantado, como era de esperar, se ponía a la cabeza de las tropas? Margarite resolvió la cuestión, como Alejandro el nudo gordiano.

Compañero de don Pedro Margarite en la ida y en el modo de volver, fue el primer vicario apostólico del nuevo mundo llamado fray Boyl, religioso mínimo, muy estimado de los reyes por sus virtudes y por la prudencia con que en Francia había arreglado algunos asuntos. No obstante del mucho amor que Las Casas tuvo al almirante, no lo cegó hasta el punto de no consignar en su Historia de Indias las faltas principales de Colón. Que fue duro y rigoroso en demasía con los españoles, lo dice explícitamente en el capítulo XXXV del 2.º libro62. Constante en este proceder el almirante, le echó en cara fray Boyl su poco tino y crueldad en tratar como lo hacía, a unos hombres que continuamente presas o amagados de las fiebres suspiraban por volverse a España, y que apenas tenían con qué sustentar la vida. «Lo cierto es que la severidad de Colón en castigar las más ligeras faltas, había dado ocasión a que fray Boyl reprendiera a Colón por este proceder». (Charlevoix).

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Disimula Herrera en qué consistiera esta severidad, contentándose con decir que el almirante «usó de violencia», frase genérica y que parece extenderse a más de una ocasión. Pero la especificó Oviedo, y más particularmente Gómara al capítulo XX: «ahorcó (Colón) a Gaspar Férriz, natural de Aragón; azotó a tantos que blasfemaban de él los demás; puso entre dicho fray Boyl para estorbar muertes y afrentas de españoles, etc.». De modo que fray Boyl se opuso, cuanto pudo, a que Colón afrentase a unos hombres que necesitaban de prestigio para vivir entre los indios, y a que maltratara a unos pobres enfermos, o en vísperas de estarlo. Creemos que antes que llegara el caso de proceder al entredicho, no dejaría fray Boyl de recordar al almirante que la energía, tan necesaria para lo bueno en el que manda, debe ir también acompañada de la mansedumbre cristiana, virtud que realza y hermosea la entereza de que debe estar dotado el gobernante63.

Agriados ya los ánimos con lo dicho, ordenó Colón el trabajo de albañilería sin excepción de clase alguna. Fray Boyl se opuso de nuevo a esta medida. ¿Qué urgía en la Isabela para tomarla? Hacer un molino donde moler el trigo, pues la harina se estaba acabando. Cosa buena por cierto, pero no de tanta necesidad que exigiera una medida tan dura y humillante entonces como la tomada por Colón. El trigo se tomó después cocido; así no sólo hubiera suplido la falta de pan, sino que acaso hubiera sido ocasión de que algunos colonos espoleados por el negocio, hubieran hecho el molino por cuenta propia, e implantado alguna industria. Resumiendo vemos que fray Boyl procuró irle a la mano al almirante para que se moderara en los castigos, y pesara más sus órdenes.

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Por otra parte, ya había mediado correspondencia entre él y los reyes a causa de la conducta demasiado severa de Colón para con los españoles; hay carta de los monarcas (Colección de documentos de Navarrete) encargándole que les dé aviso de cuanto ocurra; viendo él lo mucho que ocurría en la isla, y que sus representaciones o habían sido neutralizadas por las del almirante, o no habían sido suficientemente atendidas (pues la carta de los reyes a él es muy breve, y solo dice que sienten las diferencias habidas entre él y el almirante, y que les dé cuenta de cuanto ocurra) tuvo por mejor, dada la situación de la colonia, informar verbalmente a los reyes de la verdadera disposición en que todo se hallaba en la Española.

Las necesidades espirituales de la isla quedaban abundantísimamente satisfechas por entonces con tres o cuatro sacerdotes a quienes el Vicario dejara las facultades que las circunstancias exigiesen. El Consejo llenaría fácilmente la vacante, y su presidente (como don Bartolomé su hermano) verían sin disgusto el reemplazo del Vicario en él, por quien les fuera más afecto.

La verdadera causa de la ida del Vicario fue, pues, para enterar detenidamente a los reyes del estado lamentable de la isla, e impedir que pasaran a ella más españoles, que ignorando la triste suerte que les aguardaba, se disponían al viaje; por esto decía fray Boyl «que en la isla no había oro, y que era burla y embeleco cuanto el almirante decía». La imaginación del almirante estaba tan exaltada, se representaba con tal fuerza y viveza lo que deseaba, que se lo persuadía fácilmente. Hablando de la pérdida de la Santa María, dice Las Casas como referido por Colón: «de todo lo que en la nao había no se perdió una agujeta, ni tabla, ni clavo... dice más: que espera en Dios que a la vuelta que entendía hacer de Castilla, había de hallar un tonel de oro, y que habría descubierto la mina del oro y la especería; y aquello (el oro) en tanta cantidad, que los reyes antes de tres años   -32-   emprendiesen y aderezasen para ir a conquistar la Casa Sancta». A este tenor habló el almirante cuando regresó del descubrimiento, y así se explica cómo hubo que poner coto a los muchos que querían pasar a las Indias con él; con todo se llevó mil quinientos, como hemos dicho. Éste era el entusiasmo que fray Boyl quería debilitar.




G

El cuidado que los españoles tuvieron de que a sus colonias no pasara gente perdida, forma un contraste muy singular con el proceder de Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra. Las colonias portuguesas de África estaban al acabar el siglo XV pobladas, en buena parte, por criminales propiamente dichos. Las otras naciones citadas los han trasladado después por millares. Don Juan B. Muñoz dice que se prohibió pasar a la Española a los reos de alta traición, a los asesinos aleves, a los monederos falsos, a los contrabandistas, a los sodomitas y a los herejes. En resumen, si los reyes, a instancias de Colón, mandaron delincuentes, éstos fueron los de delitos comunes. ¡Qué diferencia entre aquellos laboriosos y sufridos españoles que poblaron y enriquecieron las primeras tierras de América, y la turba de bandidos y holgazanes que explotaron las ricas minas de San Francisco de California!




H

Uno de los puntos tratados en la larga polémica que por la prensa tuve en Lima en 1886 con el señor don Eugenio Larrabure y Unanue, fue éste de la rebelión de Roldán. Sostuvo mi contendor que Roldán no podía competir en el campo con los Colones, y que así su sumisión fue impuesta por la necesidad, no teniendo por ende, nada de laudable. Mi contestación última dirimió, creo, la controversia. Hela aquí: «Me niega el Señor Larrabure que   -33-   Roldán tuviera fuerzas suficientes para hacer la guerra a los Colones».

Si el lector se quiere tomar el trabajo de pasar la vista por el País del 1.º de Mayo, verá por los testimonios que allí se aducen, si Roldán tenía o no partido en la Colonia; dice Irving: «Sondeó Roldán los sentimientos de los colonos, y se aseguró que había un formidable partido dispuesto a la sedición». Un poco más abajo: «Volvió Roldán con los demás a la Isabela donde contaba con un poderoso partido entre la gente común». No obstante que don Bartolomé Colón era hombre de gran entereza y al que temía Roldán, con todo, «no osaba el adelantado (Don Bartolomé Colón) salir al campo con sus gentes, porque recelaba de su fidelidad. Sabía que prestaban oídos a los emisarios de Roldán». Con estos datos y con otros que allí están, concluía yo de este modo; el que tiene un partido formidable y poderoso, no es débil; y no sé qué más pueda alentar a un rebelde, que el saber que en las filas enemigas se prestan gratos oídos a sus planes. Esto es en sustancia como yo probaba en primero de mayo que Roldán tenía partido en la colonia, lo cual, como no haya convencido al señor Larrabure, le presentaré ahora la debilidad de las fuerzas de Colón para con el rebelde, y como no pudo, aunque lo intentó, emplear la fuerza contra él.

«Grande fue la angustia del almirante, y conoció que tenía pocos consigo que lo siguiesen en la necesidad; porque haciendo alarde para ir al Bonao contra Francisco Roldán, pareciendo que era más segura la guerra que la paz contra aquellos insolentes, no halló más de setenta que dijesen que harían lo que les mandase; de muchos de los cuales no tenía confianza, sino que al mejor tiempo le habían de dejar; y de los otros el uno se hacía cojo, el otro enfermo, y el otro se excusaba que tenía un amigo con Francisco Roldán, y el otro su pariente». (Herrera, década I, libro III, capítulo XIV). Y el leal Ballesteros aconsejaba a Colón, que se concertase con aquella gente, especialmente   -34-   para que se fuese a Castilla porque «temía que los más que estaban con él se habían de pasar a ellos, pues ya se habían ido ocho, y entre ellos un valenciano que decía se pasarían otros treinta, y así creía que le habían de desamparar, salvo los hidalgos y caballeros que con él estaban». (Carta de Ballesteros a Colón). Vemos con toda claridad que Colón trató, y no pudo, de reducir por las armas a Roldán; luego Roldán era fuerte, que es lo que yo compilé al decir «comprendió el almirante que no podía reducir con las armas a Roldán» y lo que el señor Larrabure no acepta.




I

Colón conocía el ardor y la intrepidez de Méndez, por lo que llamándolo aparte, le habló de un modo capaz de estimular su celo. El mismo Méndez describe sin artificio alguno esta conversación característica. «Diego Méndez, hijo mío, dijo el venerable almirante; ninguno de los que aquí están conoce el grande peligro de nuestra situación, salvo nosotros dos. Somos pocos en número, y muchos los salvajes indios y de naturaleza mudable y pronta a irritarse. A la menor provocación pueden arrojar fuego desde la orilla, y consumirnos en nuestros camarotes cubiertos de paja. El trato que con ellos habéis hecho para las provisiones y que ahora cumplen alegres, pueden romperlo por capricho y rehusar traernos más víveres; ni tenemos medios para obligarlos a ello por fuerza, sino que estamos enteramente a merced suya. Yo tengo pensado un remedio si os parece conveniente. En la canoa que habéis comprado puede pasar alguno a la Española y comprar un bajel, con el cual libraremos de este grande peligro en que hemos caído. Decidme vuestra opinión en este asunto. A esto, dice Diego Méndez, yo contesté: "Señor el peligro en que estamos puestos, yo bien conozco: es mucho mayor de lo que puede imaginarse.   -35-   En cuanto a pasar de esta isla a la Española en bajel tan pequeño como una canoa, yo lo considero no sólo difícil sino imposible, pues es necesario atravesar un golfo de cuarenta leguas de largo, y entre islas en que es el mar en extremo impetuoso, y rara vez está sosegado. Yo no sé quien querría aventurarse a tan extremo peligro"».

No replicó Colón; pero en su mirada adivinó Méndez que él era la persona en quien tenía puesta el almirante su confianza, por lo cual continúa, «yo añadí: "Señor, yo he puesto muchas veces mi vida en peligro de muerte por servir a V. E., y a todos los que aquí están, y Dios me ha preservado de milagroso modo. Hay empero murmuraciones y dicen que V. E. me confía a mí todas las comisiones donde el honor pueda ganarse, mientras hay otros en nuestra compañía que pudieran ejecutarlas tan bien como yo. Por lo tanto yo pido que V. E. llame a toda la gente y les proponga la empresa, para ver si entre ellos hay alguno capaz de acometerla, lo cual yo dudo. Si ninguno se atreve, yo me adelantaré y arriesgaré mi vida en vuestro servicio como muchas veces lo he hecho"». El almirante condescendió gustoso, pues jamás se vio el simple egoísmo acompañado de más generosa y fiel lealtad. (Washington Irving). A la otra mañana se reunieron los españoles y se hizo la proposición en público: todos se arredraban de pensar en ella calificándola de colmo de temeridad. Entonces se adelantó Diego Méndez, «Señor, dijo, yo no tengo más que una vida que perder; pero la arriesgo contento por el servicio de V. E. y por el bien de todos los que están aquí presentes, y confío en el amparo de Dios que en otras muchas veces he experimentado». Colón abrazó al bravo Méndez que desde luego se aprestó para el viaje. Sacando a tierra la canoa, le puso una quilla postiza, le clavó tablas por la popa y la proa para que no entraran las olas en ella; le dio una mano de brea, le acomodó un mástil y una vela, y la proveyó de víveres para él, un compañero español, y seis indios.





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ArribaAbajoApéndices


ArribaAbajoI.- Viajes marítimos al África

Las riquezas que producía a los venecianos el comercio de la especería, perfumes, piedras preciosas, y otras producciones de la India, y las noticias vagas de haber allí un rey cristiano, conocido con el nombre del preste Juan, excitaron en los portugueses el deseo de hallar por el océano un nuevo camino para conocer este país y hacer directamente aquella negociación. Contribuyó poderosamente a acometer esta empresa el infante don Enrique, quien después de informado por los moros de Ceuta de la extensión de la tierra interior del África, y de los pueblos que la habitaban hasta la Guinea, vivía retirado en Sagres, aplicado a las matemáticas y a la geografía. Celoso por dilatar la fe católica y adquirir un buen nombre para con la posteridad, determinó emprender a sus expensas la conquista y descubrimientos por la costa de África, con objeto de proporcionar también a la orden de Cristo, de que era Gran Maestre, nuevos medios de prosperidad y de gloria. A este fin envió por dos veces en 1419 navíos que reconocieron aquellas costas hasta setenta leguas más allá del Cabo de Non, que se dice nadie había osado doblar hasta entonces, sin embargo de estar frontero y como veinte y cuatro leguas de la isla de Lanzarote, una de las Canarias.

Pero Raimundo Lulio en el Fénix de las maravillas del orbe, confirma que los catalanes exploraron las costas africanas antes que los portugueses, dice así: «Un navegante catalán, Don Jaime Ferrer, había llegado en el mes de Agosto de 1346 a la embocadura del Río del Oro, cinco grados al Sur del famoso cabo de Non, que el infante Don   -37-   Enrique se lisonjeaba haber hecho que doblasen por primera vez los navíos portugueses en 1419...».

Y más adelante añade: «Largo tiempo antes de los nobles esfuerzos del infante D. Enrique y de la fundación de la Academia de Sagres, dirigida por un piloto cosmógrafo catalán, Maese Iacome de Mallorca, habían sido doblados los cabos Non y Bojador».




ArribaAbajoII.- Don Fernando Colón y su «Historia»

Piedra angular de la historia del descubrimiento de América llama Irving, con otros, al libro titulado Historia del almirante don Cristóbal Colón, que compuso en castellano don Fernando Colón su hijo, y tradujo en toscano Alfonso de Ulloa, vuelta a traducir en castellano por no parecer el original. De este libro, a la verdad, se han sacado multitud de datos para todo lo concerniente a los viajes y peripecias de más o menos entidad del primer almirante de las Indias. El volumen se publicó por primera vez en Génova en 1671.

Pero es el caso que el crítico norteamericano mister Henry Harrise ha aducido tal copia de razones para probarlo apócrifo, que aunque monsieur D'Avezac, en París, y con él alguno que otro escritor de lengua castellana hayan hecho sus esfuerzos para que el citado libro no pierda su paternidad, ajeno de duda está que Harrise la ha conmovido hasta los cimientos.

La extensa discusión del crítico de Chicago podrá leerla el que guste en el folleto que le dedica: yo tomaré tan sólo, de entre los muchos argumentos que aduce, los que a mi juicio presentan mayor robustez y fuerza.

a) La biblioteca colombina, fundada por don Fernando Colón, hijo del almirante, nunca poseyó tal Historia. Prueba: Don Fernando Colón tenía todas sus delicias en la biblioteca que formaba; dejó todos sus libros numerados de 1 a 14370 sin que ni uno de esta numeración correspondiese   -38-   a la Historia. Formó numerosos catálogos de ellos y de los manuscritos que clasificó en los índices y en los registros; en ninguna de estas claves se halla historia compuesta por don Fernando; figura sí en ellos la Vida de don Cristóbal Colón por don Fernando Pérez de Oliva, y el libreto de Albertino Vercelli que trata del mismo asunto. Ni obsta el decir que algún catálogo está incompleto; así es: pero se complementan unos a otros por las materias que contienen; y además se ha coleccionado lo que en ellos faltaba, lo cual se conoce hoy en su casi totalidad en el archivo de Indias de Sevilla. Es verdad que don Fernando prestaba algunas veces sus escritos, pero en primer lugar, el préstamo de la historia, dado que la hubiera, no se opone a que quedara inscripta en los catálogos, y en segundo, lo que enviaba don Fernando era la copia de los manuscritos.

b) Ninguno de los extranjeros que trajo don Fernando para el arreglo de su biblioteca menciona la historia. Don Fernando trajo varios sabios extranjeros para que le ayudaran a recoger libros en el extranjero, y a coleccionarlos en su biblioteca. Ninguno de ellos hace mención de la Historia, y todos de algo que concierne al dicho don Fernando; quién de su magnífica biblioteca, quién de su liberalidad y munificencia, todos de sus ocupaciones literarias. Nicolas Cleynaertes que vivió en casa de don Fernando y escribió numerosas cartas donde trataba de este hijo de Colón, nada nos dice de la Historia. Juan Vasæus publicó su Cronicón (1552) al que precede un catálogo de las obras que se proponía consultar; para el Nuevo Mundo cita la Historia de Fernando López de Castañeda, los primeros veinte libros de Oviedo, sintiendo no haber podido hallar las Décadas de Pedro Mártir; fue Vasæus bibliotecario de la Fernandina, vivió también en casa de don Fernando y nada nos dice del libro de don Fernando Colón. Tras estos extranjeros cita Harrise a Pedro Martyr, Oviedo, Mejía, etc., que nada dicen, siendo   -39-   contemporáneos de don Fernando; y en fin, en una nota se expresa así: «No hay una sola obra de las 450 publicadas en la Biblioteca Americana Vetustissima antes de 1550 en que se hable de la Historia del almirante publicada por don Fernando Colón». No se ocultará al lector la fuerza que tienen estos argumentos que no pueden calificarse de meramente negativos. Si in sensu diviso pueden no probar, tienen mucha fuerza in sensu composito. No está la fuerza en decir, tal y tal no dicen; sino en, no dicen, cuando dicen de otras cosas moralmente conexionadas con la Historia.

Contra estas razones de Harrise hay una de mucho peso, y es que en la Historia de Indias de Las Casas se cita la Historia de don Hernando Colón en muchas partes. La primera es, me parece, en el capítulo V, página 57; luego en el CII, página 87. Un poco más adelante en las 98, 99 y 100 con más extensión, y en otros muchos lugares. Ahora bien; ¿la obra de don Fernando Colón se dio a la estampa para que circulara? Podemos asegurar que no, puesto que antes de 1571 ya no quedaba ningún ejemplar castellano, y en tan breve tiempo no parece posible que todos perecieran. ¿Se transcribió del original? Tampoco parece probable, pues por el interés que debía despertar dentro y fuera de España, debieron haberse sacado siquiera una docena de copias, las cuales es igualmente inverosímil que perecieran simultáneamente.

Necesario será, pues, admitir que el ejemplar que Las Casas debió recibir hacia 1552 lo más tarde, seria único y consiguientemente el escrito por don Fernando. «Todo esto en sentencia saqué de lo que escribe D. Hernando Colon, hijo del primer almirante». (Las Casas, capítulo XCVI). Pero si no queremos violentar lo que Las Casas dice acerca del dicho libro, veremos que cuantas veces habla de él, parece que habla de cosa común y corriente, conocida, nada rara, verbi gratia: «aquí es de advertir lo que en la Historia dice Hernando Colón, etc.» (Capítulo CII, página 98). Conforme   -40-   a razón, parece que si el mismo don Fernando se lo remitió antes de 1539, año de su muerte, o entre esta fecha y la de 1553 lo recibió de algún heredero de la biblioteca del difunto don Fernando, razonable parece, repetimos, que Las Casas, posesor de tan raro y selecto códice, hubiera honrado en su Historia un poco siquiera al manuscrito.

Pero mientras ulteriores investigaciones no arrojen alguna más luz sobre este punto, forzoso será admitir la citada obra con sus muchos defectos, como elucubración del segundo hijo del primer almirante de las Indias. Citaremos para acabar, las siguientes palabras de Harrise, que no merecen ser relegadas por completo a las desconsoladoras orillas del Leteo.

Hacia 1525, dice Harrise, escribía en Sevilla una historia de Cristóbal Colón y sus descubrimientos, Fernán Pérez de Oliva, probablemente bajo los auspicios de don Fernando Colón, y con documentos que éste le proporcionaba. Que la historia fue escrita por Oliva, es incontestable. En el registro B. de la Colombina se lee: «Ferdinandi Perez de Oliva tractatus manu et hispano sermone scriptus, de vita et gestis D. Cristophori Colon primi Indiarum Almirantis... dividitur in 9 enarrationes sive capitula, etc.». Ésta ha sido la base sobre que parece se ha edificado la Historia del almirante, escrita por su hijo don Fernando acerca de la cual concluye el crítico citado: «Si dans un travail critique il ètait permis d'avancer une hypothèse, nous serions tentès de concluye en supposant que, vers l'annè 1563, une copie du manuscrit d'Oliva à èté apportèe a Gênes par quelque aventurier qu'aura donnèe ou vendue á Baliano di Fornari, en l'attribuant á Fernan Colomb pour en rehausser le valeur... Ulloa aurait alorts fait de cette histoire originale, qui n'ètait composèe que de neuf livres, le nucleus des Histoire, et y aurait ajouté les chapitres dons nous croyons avoir demontré le caractère apocriphe».



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ArribaAbajo III.- Lo que comprendía el título de almirante

En el primer artículo de las capitulaciones que los Señores Reyes Católicos ajustaron con don Cristóbal Colón en la villa de Santa Fe a 17 de abril de 1492, prometieron hacerle desde luego su almirante de todas las Islas y Tierra Firme que descubriese, no solo durante su vida sino para sus sucesores, con todas las preeminencias y prerrogativas que gozaban los almirantes de Castilla en sus distritos. En cumplimiento de este pacto, le expidieron en 30 del mismo abril el título de almirante; y algunos años después mandaron darle copias autorizadas de todas las cartas de merced, privilegios y confirmaciones que tenía don Alfonso Henríquez en su oficio de Almirantazgo mayor de Castilla, pues a su tenor habían de ser las mercedes, honores, prerrogativas, libertades, derechos y salarios que disfrutase Colón en el de Indias. El testimonio, que en virtud de este mandato le expidió Francisco de Soria, basado en la merced hecha en 4 de abril de 1405 por el señor Rey don Henrique ni a don Alfonso Henríquez de almirante mayor de la mar; dice así:

Don Henrique por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de Toledo, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén, de Algarbe, de Algecira, e Señor de Vizcaya a de Molina. Por hacer bien e merced a vos Don Alfonso Henríquez, mi Tío, por los muchos, o leales, o señalados servicios que fecistes al Rey D. Juan, mi Padre o mi Señor, que Dios perdone, o habedes fecho e facedes a Mí de cada día, e por vos dar galardón de ellos, fágovos mi Almirante mayor de la Mar; e quiero, o es mi merced que seades de aquí adelante mi Almirante mayor de la Mar, según que lo solía ser el Almirante D. Diego Hurtado de Mendoza, que es finado, e que hayades el dicho Almirantadgo, con todas las rentas o derechos o jurisdiciones que le pertenescen e pertenescer deben en cualquiera   -42-   manera, según mejor e cumplidamente los había el dicho D. Diego Hurtado, e los otros Almirantes que fasta aquí han sido; e por esta mi Carta mando a todos los Perlados e Maestres, Condes, Ricos-Hombres, Caballeros e Escuderos, e a todos los Concejos, e Alcaldes e Alguaciles e Merinos, e Prestameros e Prebostes, e otras Justicias qualesquier de la muy noble Ciudad de Sevilla, o de todas las otras Ciudades, e Villas, e Lugares de los mismos Reinos e Señoríos, e a los Capitanes de la Mar, e al mi Armador de la flota, e Patrones e Cómitres de las mis galeas, e a los Maestres e Marineros e Mareantes, e otras personas qualesquier que andobieren y navegaren por la mar, o a cualquier e cualesquier de ellos que vos hayan e obedezcan a vos el dicho D. Alfonso Henríquez, por mi Almirante mayor de la mar en todas las cosas, e cada una de ellas que al dicho oficio de Almirantadgo pertenecen; e que vos recudan o fagan recudir con todas las rentas e derechos que por razón del dicho oficio vos pertenescen, e pertenescer os deben bien e complidamente, en guisa que vos non mengüe ende cosa alguna, según que mejor o más complidamente habían, o obedecían, e recudían al dicho Almirante D. Diego Hurtado, e a los otros Almirantes que fasta aquí han seído. E por esta mi Carta vos doy todo mi poder cumplidamente para que podades usar o usedes de la jurisdición civil o criminal que al dicho oficio de Almirantadgo pertenesce, o pertenescer debe en cualquier manera en todos los pleitos que en ella acaecieren, como en los puertos e en los lugares de ellos, fasta do entra el agua salada o navegan los navíos; e que vos el dicho Almirante hayades poder de poner e pongades vuestros Alcaldes, e Alguaciles, e Escribanos, e Oficiales en todas las Villas e Lugares de los mis Reinos, que son Puertos de mar, e para que conozcan e libren todos los pleitos criminales o civiles que acaecieren en la mar, e en el río donde llegaren las crecientes e menguaren, según e en la manera   -43-   que mejor e más complidamente los otros mis Almirantes pasados lo pusieron e pusiéredes en la dicha Ciudad de Sevilla; e por esta mi Carta mando a los del mi Consejo, o a los Oidores de la mi Audiencia, e Alcaldes de la mi Corte, e a todas las otras Justicias de las dichas Villas e Lugares de los Puertos de la mar e de los mis Reinos, que non se entremetan de conoscer ni librar los dichos pleitos, ni perturbar a vos, ni a los dichos vuestros Oficiales de la dicha vuestra jurisdición que pusiéredes por vos para conoscer de los dichos pleitos en la manera que dicha es: o sobre esto mando al mi Chanciller mayor e Notarios, e Escribanos, e otros Oficiales cualesquier que están a la tabla de los mis sellos, que vos den, o libren, e sellen mis cartas de Previlegios las más fuertes, e firmes, e bastantes, e con mayores firmezas que fuere menester, e según fueron dadas a los otros Almirantes, vuestros antecesores, o a cualquier de ellos que más complidamente lo hobieron. E los unos ni los otros no fagades ende al por alguna manera, sopena de la mi merced. E de esto mandé dar esta mi carta, firmada de mi nombre, o sellada con mi sello de la poridad. Dada en la Ciudad de Toro, a cuatro días del mes de Abril, año del Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo de mil cuatrocientos e cinco años. Yo Juan Martínez, Chanciller del Rey, la fice escrebir por su mandado. Yo el Rey.






ArribaAbajo IV.- Costumbres en la época del descubrimiento

Para poder apreciar debidamente los hechos, no deben considerarse aislados; deben considerarse revestidos de todas aquellas circunstancias que o los atenúen si no son conformes a la recta razón, o los engrandezcan si están de acuerdo con ella.

Cada siglo deja trazada su huella en la historia del mundo, y todos los que en él han vivido contribuyeron cuál más, cuál menos a imprimirle su propia y peculiar   -44-   fisonomía. Si los españoles conquistaron la América al empezar el siglo XVI, la conquista debía llevar necesariamente un doble sello; el general al XV y principios del siguiente, y el peculiar de la nación en la misma época. Si los españoles cometieron en la conquista los inevitables desafueros del fuerte contra el débil, si mancharon sus manos y las páginas de su historia con sangre inocente, fueron con todo los conquistadores más benignos de que hay memoria. Preciso se nos hace recordar al lector que la suavidad que distingue a nuestra época, no podía pedirse a los españoles de aquella. Donde todo se resentía de la edad de hierro, no podían los españoles hallarse exentos de la influencia que ejerció en toda la Europa.

Recorramos con la velocidad posible las costumbres que dominaban en ella en la época a que nos referimos, y empecemos por la Francia. Luis XI que es tenido, y con razón, por el fundador de la monarquía francesa, llevó a cabo crueldades que horrorizan. Pagó el duque de Nemours su rebeldía con ser encadenado y puesto en una jaula de hierro, de la cual solo salía para ser atormentado; otros dos elevados personajes sufrieron igual pena por igual delito. Juan V de Armañac, tomado en Lectoure por Luis XI, fue muerto a puñaladas en presencia de su esposa; de la población que defendió a Juan V, apenas sobrevivieron siete personas. Carlos el Temerario entró a sangre y fuego la ciudad de Nesle; hombres, mujeres y niños habíanse refugiado en la Iglesia Mayor, y en ella fueron asesinados. Cuando el imprudente Carlos VIII salía de Francia para apoderarse de Nápoles, su infantería, compuesta de 8000 franceses iba en su totalidad desorejada; había sufrido en Francia este castigo, y para evitar la vergüenza llevaba el cabello caído hasta los hombros. Las reformas introducidas en Portugal por don Juan II, levantaron la nobleza contra él hasta el punto de tramar su muerte. El rey dio de puñaladas al duque de Viseo, primo suyo y principal conspirador (1884). Galeazo   -45-   María, nieto del novelesco Sforza, hizo pesar sobre el ducado de Milán una tiranía feroz y violenta, que no respetaba ni el honor ni la vida de los ciudadanos. Fue asesinado por los grandes en la Basílica de San Esteban, hallándose rodeado de sus guardias. Venecia temblaba con el sombrío Consejo de los Tres; el espionaje y la delación se cernían sobre las cabezas de todos. Florencia, tan pacífica bajo Cosme de Médicis, vio a los Parri conspirar y asesinar a Julián de Médicis mientras se alzaba la Sagrada Forma. Lorenzo su hermano, que debía seguir la misma suerte, pudo evadirse. El duque Felipe Visconti enviaba al patíbulo a su esposa Beatriz; Francisco Gonzaga y Nicolás marqués de Ferrara le imitaron. Mal se podía mitigar la dureza por este camino. Veamos los Estados de la Iglesia y oigamos a un testigo poco sospechoso, a Machiavello: «La Romanía, antes que fuesen destruidos en ella por Alejandro VI los señores que la dominaban, era un ejemplo de toda clase de perversidades, pues allí se veían por cualquier causa leve, asesinatos, y grandes robos».

Mientras por situación tan triste atravesaban las potencias de Europa, en España iba echando hondas raíces el temido Tribunal de la Inquisición, llamado el Santo Oficio. En Castilla fue muy popular; menos al principio en Aragón; a él se debe la unidad católica en España, y él ahorró torrentes de sangre. Inglaterra, Alemania y Francia lo saben muy bien, y es necesario que nosotros por vía de digresión lo recordemos. Lo que hace al caso por ahora es traer a la memoria de los lectores las costumbres generales de aquel tiempo, para así poder apreciar las acciones de los españoles. La Inquisición entregaba al brazo secular al delicuente, y éste quemaba públicamente a todos los que habían incurrido en las faltas que según las leyes de aquel tiempo merecían tal pena. El pueblo asistía gozoso a este espectáculo; al principio, es decir, en los primeros años del descubrimiento y   -46-   conquista (1483-1520) el número de víctimas quemadas fue el de dos mil, según Marineo; de cuatro mil, según Zurita, y el exagerado e impostor Llorente dice que ocho mil. Si Ovando en la Española aplicó a algunos de los indígenas la pena del fuego, no era un refinamiento de crueldad; era la aplicación de un castigo que estaba en uso en toda la Europa. En España, como en las demás naciones, se daba tormento a los que se juzgaba que no querían declarar lo que sabían acerca de las preguntas que en el interrogatorio se les hacían, y los españoles debían llevar sus costumbres donde quiera que fuesen.

La Inglaterra presentaba bajo el reinado de Enrique VIII y de su hija Isabel un cuadro verdaderamente despótico e inhumano. El inglés que no reconocía la religión fraguada por su rey, salía a buen partido si era descabezado; los más iban a la hoguera. Enrique VIII, sanguinario y voluptuoso, se casó con seis mujeres, una de ellas su propia hija: repudió a dos; otras dos fueron al cadalso; la quinta se escapó milagrosamente64. El número de víctimas que hizo perecer en medio de las hogueras que atizaban su lascivia y desenfreno, es de 72000. Isabel, hija y nieta de este monstruo, no desmintió su estirpe. Las más refinadas crueldades se pusieron en práctica en su tiempo. Clitheroe, noble matrona, fue extendida en el suelo, y atándole cuerdas a los pies y manos la estiraron; pusiéronle debajo de los riñones una piedra grande y esquinada, y sobre el pecho un tablón; fueron cargando peso sobre él poco a poco hasta hacerle reventar la sangre por la boca, oídos y narices: pereció en este tormento. Éstos no son hechos aislados. A tres jóvenes que se habían propuesto libertar a la simpática María Estuardo de la injusta e inicua prisión en que la encerró Isabel, se les abrió el vientre65.

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Los horribles episodios que presenció la Francia en tiempo de los Guisa y los Coligny; las monstruosidades que tuvieron lugar en Alemania donde la venganza se llevó al extremo de hacer pesebres de las bestias los vientres de los enemigos, bastante dicen que lo que se hizo en la América de cruel, es una leve sombra de tantas atrocidades como llevamos apuntadas.

Preciso nos ha sido recoger a manera de desbordado río tantas miserias, no para enrostrarlas a las naciones donde se cometieron, sino para conocer con bastante claridad cuál era el espíritu dominante en la época de la conquista y aun en casi todo el siglo XVI. Es particular que todos los escritores hayan colocado a los españoles en el foco de su linterna, y dirigido a ellos solos sus radios para que se destaquen en abultadas proporciones. La justicia pide que los rayos luminosos se repartan entre todas las figuras del cuadro, o al menos que todas se vayan examinando con igual detención, luz y criterio. Los abusos de fuerza y las crueldades que realmente cometieron los españoles en la América hasta que se establecieron definitivamente los virreinatos, son tan pocos en número y calidad (aun cuando tomemos como cierto lo que dice el soñador Las Casas), que comparados con los crímenes y horrores de Enrique VIII e Isabel en Inglaterra; con los de los calvinistas en Francia, de los luteranos en Alemania y de los zuinglianos en los Cantones de Suiza, podemos con triste justicia asegurar haber sido los menos inhumanos, de cuantos han variado o intentado variar la faz religiosa y política de alguna nación o continente.




ArribaAbajo V.- Situación política de Europa al descubrirse la América

La Europa occidental acababa de constituirse después de gravísimos trastornos, cuando tuvo lugar el descubrimiento de la América. Esto no obstante, ninguna   -48-   nación europea, excepto España, era capaz de llevar a cabo la colonización del Nuevo Mundo.

Francia, debilitada con la guerra de cien años a la que en 1452 puso glorioso fin la batalla de Chatillon, empezaba a reconstituirse con Carlos VII. Su sucesor Luis XI aunque abatió, sin pararse en los medios, el poder de los grandes y robusteció la autoridad real agregando al dominio de la corona once provincias, dejó al morir un heredero de trece años, Carlos VIII. La guerra civil no tardó en estallar, y aunque favorable al joven rey, ruinosa para la nación. Ana de Bretaña, única heredera del ducado de este nombre, casó con el rey de Francia, incorporando de este modo la Bretaña, al resto del territorio francés. Este enlace descontentó a Maximiliano de Austria, por estarle Ana prometida, y atacó al Artois. Enrique VII de Inglaterra desembarcó en Calais con su ejército, y Fernando el Católico amenazaba invadir las fronteras del sur. Carlos VIII tuvo que abandonar gran parte de las conquistas de su padre; y fue, además, poco afortunado en sus pretensiones de Italia, donde consumió las rentas de la Francia. El comercio de esta nación, si bien fomentado por Luis XI, era muy escaso; la liga Anseática en el norte lo absorbía todo. Brujas era un inmenso depósito de mercancías, y la industria estaba encerrada en Flandes. Los franceses, casi sin comercio, carecían de marina, elemento indispensable para las grandes expediciones de Ultramar. Su población al terminar el siglo XV apenas sería de cinco millones de habitantes. Sin industria, sin gente, con poco comercio y con campañas desastrosas, no se conquista y civiliza todo un mundo.

Los desastres de Inglaterra no acabaron con la guerra de los cien años. Enrique VI que tan desgraciadamente la terminó, se hizo impopular en alto grado. Su primo Ricardo de York empezó contra él la guerra llamada de las Dos Rosas, que duró treinta años, y en la que pereció un millón de combatientes. Al acabar el siglo XV, Inglaterra,   -49-   bajo el cetro de Enrique VII, primero de la dinastía Tudor, no tenía ni industria ni marina. Sus muchos rebaños proporcionaban finísima lana a los establecimientos industriales de Flandes, porque los ingleses no sabían de hilados ni tejidos. La agricultura, gracias a los conventos, era lo más floreciente. Mejorose con la paz; los ensayos industriales empezaron a plantearse a fines del citado siglo; prohibiose la exportación de lana, y se llevaron a Inglaterra operarios flamencos. La marina empezó su infancia en este tiempo. Su población (sin la Escocia que era independiente) apenas pasaría de un millón y medio de habitantes. Inglaterra estaba, pues, imposibilitada como Francia, y aún más quizás, para tomar sobre sus hombros la conquista y civilización de un mundo entero.

La intrepidez de los marinos portugueses y su glorioso afán de descubrimientos, pudieran haber hecho algo aceptando la oferta de Colón. Diez años de interregno entre la llegada de Bartolomé Díaz al Cabo de Buena Esperanza, y la expedición de Vasco de Gama, dicen bien alto que el entusiasmo por los descubrimientos había decaído notablemente. Dado caso que con la ayuda de los portugueses se hubiera descubierto la América, Portugal carecía de gente y de recursos para colonizarla. Sus colonias de África estaban en el más lamentable estado; y si Lisboa fue poco después el emporio comercial de Europa, es debido a que las conquistas en el Asia, lejos de requerir grandes gastos, proporcionaron inmediatamente, artículos cuya venta en Europa estaba asegurada a buen precio. Sólo así pudieron sostenerse.

La célebre república de Venecia contaba con un comercio sobremanera activo, y una industria asombrosa; fábricas de espejos, sederías, objetos de plata y oro, etc.; tres mil buques, treinta mil marineros, numeroso ejército y hábiles gobernantes. Nada de esto impidió que los turcos la despojaran de sus mejores posesiones de Oriente.   -50-   Se había llenado además de enemigos en toda Italia; mal podía, por tanto, pensar en expediciones remotas.

Los demás estados italianos, aunque libres ya del yugo alemán y muy adelantados en las artes, carecían de marina aun para defender sus costas, perpetuamente amenazadas y saqueadas por turcos y berberiscos. Sus disturbios interiores preparaban el camino a Carlos VII y Luis XII de Francia primero, y a Francisco I y Carlos V, al empezar el siglo XVI. Mal podían dominar los que así eran dominados.

La Rusia estaba bajo el poder de los bárbaros de la Horda de Oro, y la Polonia la tenía separada del resto de Europa.

La Alemania se hallaba en la más completa anarquía; para neutralizarla promulgó la dieta de Worms la célebre Constitución de 1495, cuyo objeto era exterminar la guerra entre los Estados. La Cámara imperial, consecuencia de dicha constitución, y el Consejo Aulico que llegó a extender mucho su dominio, hicieron algo en bien de la paz general. En esta época presentaba la Alemania un conjunto incoherente de mayores o menores estados, sin más vínculo común que el idioma y algunas tradiciones históricas. La dieta, en quien únicamente residía el poder legislativo, desconfiaba del emperador, y éste a su vez se cuidaba poco de la ejecución de las leyes dictadas por la asamblea legislativa. El comercio, muy grande en Flandes y en Holanda, apenas se dejaba sentir en el interior del imperio. La Alemania, bajo el cetro de Maximiliano, no podía salir fuera de sí misma.

A la impotencia física de las antedichas naciones, se juntaba otra moral que no debe omitirse. Mahomed II se había apoderado de Constantinopla, y este triunfo consternó a toda Europa. El poder de sus ejércitos tenía en continuo jaque a la Hungría, Polonia y Alemania, y sus formidables escuadras a todo el litoral del Mediterráneo. El guerrero sultán había jurado que echaría pienso a su   -51-   caballo en el altar de San Pedro en Roma, y noticioso de la antigua ceremonia del desposorio del Dux de Venecia con el Adriático, prometió enviarle sin tardanza al fondo del mar a consumar allí su matrimonio. Murió Mahomed en 1481, sucediéndole pronto su nieto Selim el Feroz, dispuesto a marchar sobre las huellas de su abuelo. Este continuo amago de invasiones imposibilitaba al Austria, Francia e Italia de ocuparse en remotas expediciones, aunque hubieran contado con elementos materiales para ello.

Pasemos ahora a tratar de España con mayor detención, pues sus leyes, riquezas, industria, poder y comercio debían reflejarse necesariamente en las colonias. Es muy común en América la idea de que España antes del descubrimiento era una nación pobre y atrasada; que si se elevó sobre las demás, fue debido a los caudales que recibía de sus ricas posesiones de ultramar. Para, desvanecer esta idea se expondrá aquí lo que era España antes de posesionarse del nuevo mundo; y cuando el orden de esta Historia lo exija, expondremos los grandes perjuicios que a España se le siguieron de sus posesiones, y los grandes beneficios que éstas recibieron de la madre patria. Como en las demás naciones europeas, el excesivo poder, de la nobleza tocaba a su ocaso. En ninguna nación se emplearon medios más suaves ni de mejor resultado. En España no se rebajó a la nobleza; se subió al estado llano, porque en él había virtudes que imitar y que le hacían digno de desempeñar honoríficos cargos. El aumento de los tribunales de justicia y la creación de nuevos cargos civiles, exigían emplear en ellos personas adornadas con ciertos conocimientos, de los cuales carecían los nobles dedicados exclusivamente a la carrera de las armas. La preponderancia de estos cargos, hizo comprender a los nobles que la ciencia se sobreponía a la espada; que la materia sucumbía al espíritu. Manejaron muchos con igual destreza la lanza que la pluma, y así hermanándose   -52-   las letras y las armas, se echó el germen de cierta fusión social que la Iglesia aceleraba. Recordemos para confirmar esto, que no había familia de alguna consideración que no dedicara un hijo de cada sexo a la Iglesia. El esplendor de la cuna se eclipsaba en los grandes con la austeridad del claustro, y la dignidad del estado elevaba a los pequeños. El clero secular, con sabiduría y constancia, ayudaba también a que desapareciera esa colosal barrera que entre la nobleza y el pueblo levantara el feudalismo. Los perspicaces monarcas, conociendo que de la educación que se diera a la nobleza dependería en gran parte la consolidación del poder real, pusieron bajo la dirección del Alcaide de los Donceles (tipo del caballero cristiano) los hijos de los nobles que en crecido número se educaban a vista de los soberanos. De este modo, entre los ejercicios propios de su clase, iba la juventud perdiendo aquel deseo de retiro a sus villas, que les hacía mirar la corte con cierta aversión y despego. Así se reconcentró un poder inmenso en manos de los reyes, el que creció más todavía, por haber sido nombrado Fernando el Católico Gran Maestre de todas las ordenes militares.

Las cortes tenidas en Madrigal en 1476, y en Toro en 1470, arreglaron la jurisprudencia de tal modo, que en mucho tiempo no hubo necesidad sino de las Ordenanzas reales, que eran la recopilación de las susodichas. La promulgación de las pragmáticas sin oposición de las cortes, da una prueba manifiesta de la confianza que el pueblo tenía en los reyes Católicos; casi todos estos reales decretos se encaminan a fomentar el comercio y a proteger las relaciones mercantiles66. Tales eran las prohibiciones   -53-   de embarcar mercancías en naves extranjeras, si pudieran hallarse nacionales; la que prohibía la venta de naves españolas a los súbditos de otros países; otra ofrecía grandes premios a los constructores de naves de mucha carga; otras, en fin, concedían privilegios a los que las tripulaban. El número de los buques mercantes a fines del siglo XV llegaba a mil; de la marina de guerra, ya hemos hecho mención, como también del comercio tan activo que se hacía por los catalanes y vizcaínos al norte y oriente de Europa. En Andalucía descollaba Sevilla, que habitada por un pueblo laborioso, mantenía gran comercio con Francia, Flandes, Italia e Inglaterra. (Zúñiga, Anales de Sevilla, página 34). Los principales artículos de exportación eran los minerales de que había gran abundancia. Se exportaba además azúcar, pieles curtidas, hierro, acero, vino, lana, aceite, etc.; las artes mecánicas estaban adelantadísimas. En Segovia había fábricas de paños finos y de armas; en Valencia y Granada de sedas y terciopelos; de paños y sederías en Toledo, que empleaba diez mil artesanos; las obras de platería de Valladolid se trabajaban con mucho primor67. Barcelona rivalizaba con Venecia en la fabricación de cristales y tenía muchas fábricas de cuchillos.

Los productos de las minas de España se depuraban con mucha perfección. Pablo Belvis enviado por los reyes a Santo Domingo en 1495, usaba del azogue para la purificación del oro y amalgama de la plata. Los que medio siglo después de esto han pasado por inventores de tal procedimiento, no hicieron más que repetir lo que en España era muy viejo procedimiento arábigo. Las comunicaciones interiores se facilitaron mejorando los caminos, canales y puertos; las empresas marítimas se hicieron más fáciles limpiando y mejorando los fondeaderos y muelles,   -54-   y colocando fanales en las costas, etc., etc. La seguridad personal y todo cuanto se rozaba con el orden público estaba tan cimentado, que el italiano Martyr dice en su epístola 31: «Ut nulla unquam per se tota regio tutiorem se fuisse jactari possit». El fiel cumplimiento de los contratos estaba tan afianzado, que el crédito público llegó a su mayor apogeo.

El estado floreciente del país se veía en la riqueza y población de las ciudades, cuyas rentas, aumentadas en todas hasta un grado sorprendente, en algunas había subido a cuarenta y aun a cincuenta veces más de lo que fueron al principio del reinado. Allí florecían la antigua y majestuosa Toledo; Burgos con sus mercaderes activos e industriosos; Valladolid, que podía hacer salir por sus puertas treinta mil combatientes. Córdoba en Andalucía, y la magnífica Granada, que aclimataban en Europa las artes y el lujo de Oriente; Zaragoza, «la abundante», como la llamaban por su feraz territorio; Valencia, «la hermosa»; Barcelona que competía por su independencia y por sus atrevidas expediciones marítimas, con las orgullosas repúblicas de Italia; Medina del Campo, cuyas ferias eran ya el gran mercado para los cambios comerciales de toda la península; y Sevilla, la puerta de oro de las Indias, cuyos muelles empezaron a verse poblados de multitud de mercaderes de los países más distantes de Europa.

Las riquezas de los habitantes de aquellas ciudades, se ostentaban en palacios y edificios públicos, fuentes, acueductos, jardines y otras obras de utilidad y ornato, presidiendo a su extraordinario coste un gusto muy adelantado.

En el exterior era grande la idea que se tenía de la España, ya por su buen gobierno y adelantos, ya por la energía conque reprimió los hostiles conatos de los turcos y berberiscos. El célebre historiador Zurita dice, que Fernando fue encarecidamente rogado por muchos genoveses   -55-   principales, para que incorporara la república de Génova a la corona de Aragón. La comercial república de Génova no podía olvidar los beneficios que al comercio había dado el derecho mercantil del Principado, del que dice Robertson: las leyes marítimas de Barcelona son la base de la jurisprudencia mercantil de los tiempos modernos, así como las de Rodas lo fueron de los antiguos. (Historia de Carlos V, tomo 2.º, página 137, nota 34).

Las artes y las ciencias debían necesariamente desarrollarse. El número de imprentas era ya muy considerable, no obstante su reciente descubrimiento. Las universidades de Salamanca, Barcelona y Alcalá adoctrinaban millares de estudiantes, que bajo la decidida y generosa protección del gobierno hacían en las letras lucidos adelantos. Las ciudades mejoraron notablemente, y la arquitectura empezó a echar los fundamentos de lo que fue en el siguiente siglo. Las rentas públicas, siguiendo su curso tranquilo y natural, crecían maravillosamente. El año de 1474 (que fue el de la exaltación de Isabel), las rentas ordinarias de la corona de Castilla (es decir sin la Navarra, Aragón, Cataluña, Valencia, Baleares y reino musulmán de Granada) eran de 44250 pesos fuertes. En 1477, de 119500. En 1482, de 635550. En 1504, de 1314166; si a esta cantidad añadimos el servicio extraordinario de 805650 pesos fuertes que votaron las cortes para dote de las infantas, forma la suma de 2119816, ingresada al erario solo por la corona de Castilla.

En ella no figura cantidad alguna proveniente de América, pues como dice Prescott «los resultados de los descubrimientos durante la vida de Isabel, fueron insignificantes. Mirados bajo el aspecto de la utilidad, habían sido más que útiles, gravosos en gran manera a la Corona». (Prescott, tomo IV, capítulo 26). La corona de Aragón seguía el mismo vuelo aunque con entradas algo menores. Este aumento tenía lugar por la buena administración y bien entendida economía, sin nuevos gravámenes y vejaciones68.   -56-   Es muy difícil reducir a guarismos la población de España en esta época. Según el censo presentado a los reyes por el Contador Mayor Quintanilla, había en toda Castilla 1500000 vecinos, que a cinco personas por cada vecino hacen 7500000 almas. Dando otro tanto a lo restante de España, se puede calcular el total de la población en 15000000. Pero lo que adquirió una vida y robustez sin ejemplo fue el municipio. En ellos, sin duda, estaba el secreto de aquella fuerza que desplegaron los conquistadores en el continente americano, y que como en su lugar veremos, imprimió a la colonización de América un sello tal de grandeza, prosperidad y bien entendida libertad, que es la mejor apoteosis de la nación española. Del pueblo salieron sus conquistadores, y populares fueron sus primeras leyes; aquellos hombres que regalaron a los reyes de España un mundo virgen y henchido de riquezas, se daban por satisfechos si el monarca les concedía un medio mando en las tierras que habían conquistado con su sangre. ¡Sublime lección de acendradísima lealtad! Esos hombres veían en los reyes no sólo al representante de Dios, sino también la encarnación de la patria que los había hecho guerreros y legisladores contra los enemigos de la cruz en su modesto municipio.

Cotéjese ahora la fuerza física y moral de España con la de las demás naciones; cotéjese su población, comercio, industria, desarrollo intelectual, etc., y veremos que si Portugal, Génova, Inglaterra y Francia tan poca parte tuvieron en el proyecto de Colón, fue porque como dice un autor inglés «los pueblos rechazan todos los proyectos grandiosos, cuando no están en el caso de realizarlos».



  -57-  

ArribaAbajoVI.- Viajes marítimos

Obtenido de la corona, sin la más mínima lesión de los derechos del almirante, el permiso de armar expediciones marítimas por cuenta de particulares para emprender nuevos descubrimientos, Alonso de Ojeda, salió del Puerto de Santa María el 20 de mayo de 1499. La flotilla de cuatro carabelas, llevaba por primer piloto al célebre Juan de la Cosa, montañés, natural de Santoña. (Cf. opúsculo de don Enrique de Leguina titulado Hijos ilustres de Santander). Al cabo de veinte y cuatro singladuras descubrió el continente doscientas leguas más al sur que lo había hecho el almirante. Recorrió las costas de la Guayana y la desembocadura del Orinoco; en la isla de la Trinidad, donde tuvo noticias que otros buques españoles ya la habían visitado, recogió algunas perlas y se abasteció de víveres. Las islas de la Margarita y Curazao se descubrieron también en este viaje, que no dejó más utilidad científica que la de rectificar algunos de los datos dados por Colón. De Curazao siguió hasta Cabo Vela, de aquí a la Española con el fin de reparar sus naves; llegó sin novedad, habiendo hecho el más largo viaje hasta entonces en el Nuevo Mundo. Disgustó a Colón el permiso otorgado por los reyes, y de ello se quejó. Ojeda después de algunos altercados con las autoridades de la Española, se hizo a la vela para Cádiz. El resultado utilitario de esta excursión fue tan pobre, que deducidos los gastos, tocó a cinco pesos fuertes a cada uno de los cincuenta y cinco aventureros que fueron en ella. Esta expedición tuvo por cronista a Américo Vespucio, comerciante florentino. «No consta, dice Irving, si tenía algún interés pecuniario en la expedición, y en clase de qué se embarcó». Parece sin embargo que iba interesado en ella y en clase de piloto. Escribió muchas mentiras, y sus comentadores enriquecieron sus obras con muchas más.

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Pocos días después de Ojeda salió el atrevido piloto Pero Niño, natural de Moguer, con una carabela de cincuenta toneladas y con solo treinta y tres hombres de tripulación. Tan pocos en número y en tan frágil vaso, se lanzaron a las inmensidades del océano; «tal era la intrepidez de los marinos españoles en aquella época». (Washington Irving). Visitaron el golfo de Paria que detenidamente recorrieron, y manejando más las bujerías que la espada, se volvieron bien provistos a España donde llegaron comenzando el año de 1500. Trajeron perlas y oro en grano, aunque éste de inferior calidad.

Otro de los famosos expedicionarios fue Vicente Yáñez Pinzón que desde su regreso del primer viaje como capitán de la Niña, no parece se había vuelto a ocupar en asuntos náuticos de América. Acaso los adelantos que hicieron los Pinzones a Colón no le permitieron armar de su propia cuenta alguna expedición, cuando solicitó permiso para ello69.

Acaso también el resentimiento de la conducta poco generosa que el almirante había observado con Martín Alonso cuando regresaron a España, le hubieran apartado de todo roce con Colón. Como quiera que sea, Pinzón en 1499 tuvo que tomar fondos prestados, a mucho interés, para poder acabar el equipo de su flotilla expedicionaria. Las cuatro carabelas que la componían salieron al mar en diciembre de 1499 (Herrera, década I, libro 4, capítulo 6), aunque Gómara dice que el 13 de noviembre. Pinzón navegó resueltamente al sur; perdió de vista la Polar sin arredrarse por ello, ni por el temor que se apoderó de sus tripulantes a causa de un furioso temporal que sufrieron precisamente cuando dicha estrella desaparecía en el horizonte. Desembarcó en el Brasil a veinte y seis de   -59-   enero del siguiente año de 1500, en la tierra que ahora se llama Cabo San Agustín; de aquí entró en el río de las Amazonas cuya desembocadura reconoció, como también las costas inmediatas.

Habiendo descubierto y explorado más de mil leguas de costa, hizo rumbo a la Española a donde llegó el veinte y tres de junio. Sorprendido en las Bahamas por un violento huracán, dos de las carabelas se le hundieron a vista de todos, pudiendo llegar a España las dos restantes con grandes dificultades, a fines de setiembre del año de 1500. En este viaje resalta la pericia marinera de Vicente Yáñez Pinzón. Fue el primer europeo que atravesó la equinoccial. Cuando entró en Palos de Moguer a los diez meses escasos de su salida con dos carabelas menos, la mayor consternación se apoderó del vecindario. Ésta fue la más desastrosa de todas las expediciones. Como de costumbre, no dejó más que gloria.

Diego de Lepe con dos carabelas salió un mes más tarde que Pinzón. Dobló el Cabo San Agustín, y observó que la costa se extendía mucho en la dirección al suroeste. Habiendo recorrido buen trecho de ella, viró hacia la Española, de donde se dirigió a Palos de Moguer; entró a este puerto tan pobre como de él había salido. No fue estéril este viaje, pues Lepe volvió con una carta geográfica de las costas o islas que había visitado. También en octubre de 1500 se hizo otra tentativa. Rodrigo de Bastides, armó dos carabelas, y confiando su dirección al afamado piloto Juan de la Cosa, salió en busca de oro y perlas. Todo hubiera marchado prósperamente, si la broma, gusanillo roedor, les hubiera permitido volver a España. Sus buques quedaron en la Española como los de Colón en Jamaica y por la misma causa. El arrebatado Bobadilla prendió a los náufragos. Ovando los remitió a España para que allí se viera su causa. Llegó en setiembre de 1502, siendo el buque que los trajo uno de los pocos que escaparon del furioso huracán que Colón había con   -60-   tiempo anunciado. Fue Bastides absuelto, y hecho el pago correspondiente a la corona, le quedó buena ganancia. Éstos fueron los viajes que se hicieron sin ánimo de colonizar en Tierra Firme, hasta acabar el siglo XV. El conciso historiador López de Gómara, hace notar que en la concesión de todos ellos se halla la cláusula «con tal que no entrase en lo descubierto por Colón con cincuenta leguas». Como en todos estos viajes el rumbo seguido fue al suroeste, de aquí se ha querido hacer una acusación contra el obispo Fonseca, diciendo que él lo marcaba por ser el mismo que el almirante había llevado en su tercer viaje; que este proceder de Fonseca, era por la enemiga que siempre había tenido con don Cristóbal Colón. Si el famoso lapidario de la reina Jaime Ferrer escribió al almirante dándole datos de los países donde con más abundancia se hallan las piedras preciosas, cuales eran los situados bajo la línea equinoccial, no se ve razón alguna para que Fonseca, en virtud de su cargo de superintendente de Indias, no procurase que ingresaran al tesoro las utilidades posibles. Si Colón no cortó la equinoccial, parte por el error de sus cálculos, parte por las grandes calmas que encontró en el viaje; no hay razón para que otros navegantes no lo intentaran, pues tenían tanto derecho como Colón a aprovecharse de las noticias de Ferrer.

Corría ya el año de 1506; los tristes resultados de las expediciones anteriores habían entibiado el entusiasmo por los descubrimientos. Con todo, el incansable Vicente Yáñez Pinzón, no contento con haber descubierto el Brasil, reconocido el Marañón, Amazonas y Orinoco, y explorado más de mil leguas de desconocida costa, sin provecho alguno como hemos dicho, se asoció con Juan Díaz de Solís, no menos entendido que valiente, para emprender un tercer viaje de exploración por cuenta y riesgo suyo y de sus amigos. Salieron, pues, Pinzón y Solís del histórico Puerto de Palos de Moguer en 1506 en tres buques   -61-   pequeños. El único interés que presenta este viaje fue el de haberse adquirido en él datos más ciertos del grande imperio interior de que ya Colón tuvo noticia. Por lo demás fue tan pobre en resultados utilitarios inmediatos como los otros.

En cambio los portugueses, con pequeños sacrificios los habían obtenido grandes de honra y provecho. Toda Europa, como era natural, miraba al Asia, y volvía por consiguiente la espalda al Nuevo Mundo. El rey Católico, el obispo Fonseca y todo el Consejo de Indias, deseaban que los españoles se aprovechasen de las riquezas del Asia. Colón había iniciado el gran pensamiento de buscar a través del continente que había descubierto, un paso que acercara la Europa con las ricas posesiones de que los portugueses se habían adueñado en el Asia. Se pensó seriamente en buscar dicho paso, y al efecto se comisionó a Vicente Yáñez Pinzón y a Díaz de Solís. A fines de 1511 salieron a desempeñar su comisión con dos carabelas pequeñas. Pinzón enderezó el rumbo a las costas del Brasil que hacía diez años había él mismo descubierto. Reconocieron minuciosamente todas las sinuosidades de la costa; y dieron al hermoso puerto que hoy es capital del Brasil el nombre que lleva. Seguros que el río que desemboca en su fondo no dividía el continente, navegaron al sur en prosecución de su intento.

Habiendo llegado hasta los 42º de latitud sur, es decir, unas cien leguas más abajo de lo que está el Cabo de Buena Esperanza, juzgaron inútil continuar descubriendo, pues dado caso que el dicho estrecho existiese, de ninguna utilidad sería para los mercaderes que desde Europa quisieran llegar por él a las posesiones portuguesas. El viaje por el Cabo de Buena Esperanza siendo más corto, sería el preferido. Determinaron, por lo tanto, tomar la vuelta del noroeste y reconocer la costa que habían dejado atrás, bien por algún tiempo fuerte que los alejara de ella, bien porque quisieran de una vez saber si hasta la   -62-   latitud que llegaron había todavía continente. En esta exploración de regreso entraron en la desembocadura del río de la Plata, cuya anchura de cuarenta leguas hizo creer a Pinzón y Solís que era un mar interior pero de agua dulce, y así le llamaron «Mar Dulce». De aquí hicieron rumbo a España, llegando felizmente a Sanlúcar de Barrameda en 1513.

Dos años más tarde, sospechándose que el dicho «Mar Dulce» podía separar en dos las tierras descubiertas, se dirigió a él Juan Díaz de Solís. Salió del Puerto de Lepe con dos carabelas muy pequeñas, y con los derroteros que él mismo había hecho en su anterior viaje, llegó directamente al «Mar Dulce». Recorrió la orilla derecha de su emboque hasta un centenar de leguas, sin que lograra ver la banda opuesta. Fondeó en una isla cercana a la costa, y deseoso de reconocer la tierra, cayó con la tripulación de los botes en una emboscada que los indios le habían puesto, en la cual pereció con otros ocho compañeros. Francisco de Torres su cuñado, que tomó el mando de la expedición, viéndose con buques tan pequeños y con tan poca gente, no quiso arriesgarse a continuar avanzando por sitio tan desconocido, y así tomó la vuelta de España, llegando a ella sin contratiempo alguno.

Lo que hemos relatado son los principales viajes hechos por los españoles, de los que la mayor parte tuvieron lugar en los seis primeros años del descubrimiento. Resta decir algo de los que hicieron las demás naciones, lo cual tomamos a la letra de la recomendabilísima obra del señor Gelpi y Ferro titulada Estudios sobre la América. Dice, pues, así: «Enrique VII de Inglaterra, que según se cree no había aceptado la propuesta que Don Bartolomé Colón le hizo a nombre de su hermano70, quiso reparar su negativa. Hallábase establecido en Bristol el veneciano Juan Cabotto, hombre hábil y emprendedor. Este y su   -63-   hijo Juan fueron autorizados por Enrique VII en 6 de Marzo de 1496 para descubrir y colonizar lo que en el Nuevo Mundo no hubiese sido sometido por otro príncipe cristiano. Salieron en Mayo de 1497, y en Julio descubrieron la isla de Terra-nova, que llamaron Primera Vista; navegaron al Norte, e hicieron el primer descubrimiento en el Continente Americano, sobre la costa del Labrador por los 55 grados de latitud.

»De aquí se desprende que los ingleses, cinco años después de descubierto el Nuevo Mundo, necesitaron catorce meses de preparativos para cruzar el Océano, bajo la dirección de pilotos extranjeros. Sin detenerse, y sin verificar la distancia, añade Willard, regresaron a Inglaterra. Sebastián Cabotto en el siguiente año de 1498 hizo un segundo viaje, y según Samuel Elliot, llegó hasta la bahía de Chesapeake. Tan buen principio aseguraba grandes fines. Pero según el mismo Elliot, por espacio de ochenta años sólo se hicieron algunos viajes al Oeste sin concierto ni resultados. Los ingleses vieron que tales empresas eran difíciles.

»Los franceses, que con tanta frecuencia califican a los españoles de apáticos, y que cada día nos dicen por boca de sus elocuentes escritores lo que habría hecho la Francia si Colón la hubiera dado el Nuevo Mundo que por desgracia dio a los españoles; no parece sino que entonces, y con perdón sea dicho, tenían miedo al agua salada. Sus galantes reyes y sus elegantes nobles, desde los primeros años del siglo decimosexto, compraron a los españoles y a los portugueses las perlas y los diamantes con que adornaron los brazos y cabezas de sus hermosas mujeres. Los franceses, marinos de tierra tierra no eran capaces de trasladarse por mar ni al golfo de Paria, donde como veremos encontraron perlas los españoles, ni a las costas de Golgonda de donde sacaban los diamantes los portugueses.

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»Al cabo de treinta y seis años de haberse descubierto el Nuevo Mundo, cuando los españoles habían conquistado ya reinos e imperios, y cuando Sebastián el Cano había dado la vuelta a la tierra, ocupaba el trono de la Francia el más galante y rumboso de los reyes. Francisco I quiso que sus vasallos conociesen los países de donde venían las perlas con que se adornaban el cuello de alabastro Diana de Poitiers y cien otras beldades. Pero Francisco, que no era ignorante, conocía la incapacidad de los Marinos del Sena: por esto confió el mando de los primeros buques franceses que debían cruzar el Océano a Juan Verazzani, piloto veneciano.

»Salió éste de Francia en 1524, y llegó a la costa que veinte y siete años antes había descubierto el otro veneciano llamado Cabotto, capitán y piloto de los buques ingleses.

»Los compatriotas de Montesquieu, que comparan a los españoles con los turcos respecto a las aptitudes para gobernar un grande imperio, demostraron que ellos ni siquiera eran capaces de apoderarse de un desierto. Llegaron al Nuevo Mundo, cortaron leña para la provisión, rellenaron sus bocoyes de agua, y regresaron a Francia muy ufanos de haber visto las célebres costas de las Indias. La vanidad francesa se dio por satisfecha; la bandera de la Francia había cruzado el gran mar, aunque bajo la dirección de un capitán extranjero.

»Pasaron diez años contando tan memorable hazaña: por fin en el año 1534 se encontró un marino francés capaz de llevar un buque al Mundo que ya casi no podía llamarse Nuevo. Jaime Carthier salió de Francia, llegó a las costas de la Carolina, y después de haber cortado leña y hecho aguada, regresó a su país sin novedad. Francisco I, que por haberse cargado de años no era menos galante, siguió comprando las perlas y los diamantes que regalaba a sus amigas, a los españoles y a los portugueses que habían ya reconocido todas las costas del viejo y el nuevo continente, donde se crían diamantes y perlas.   -65-   Cuando Diana de Poitiers, por hacer rabiar a las demás favoritas del rey que la llamaban la vieja, se hizo retratar desnuda, no pudo adornarse con un collar de perlas y diamantes traídos de Ultramar por los marinos franceses. ¡Lástima que así como dice la Historia, que una reina virtuosa ofreció sus joyas para descubrir un Nuevo Mundo, no pueda decir que un rey de Francia, viejo libertino, mandó sus buques al Nuevo Mundo con el objeto de tener joyas para regalar a escandalosas concubinas! No llegó este caso, porque Carthier hizo otro viaje, llegó a San Lorenzo y regresó sin hacer nada, dando muy malos informes de las tierras descubiertas.

»Los compatriotas de Mr. Chateaubriand que acusan a los españoles de perder el tiempo haciendo proyectos, estuvieron ocho años proyectando la fundación de una colonia en el río de San Lorenzo. En 1542 trataron de realizar tan grande y largo proyecto: embarcose la colonia, y llegó felizmente a su destino. Pero como en las costas del Nuevo Mundo faltaban muchas cosas que había en Francia; y como los compatriotas de Mr. Chateaubriand, aunque fuesen menos crueles y bárbaros que los españoles, no tenían la abnegación, el celo y la enérgica perseverancia de los hijos de España, tratados por el escritor católico de real orden con tanto desprecio; como no era el celo religioso, ni el amor a la patria ni la noble ambición de cubrirse de inmortal gloria lo que había impulsado a los colonos franceses, viendo que les faltaban comodidades, se reembarcaron para Francia.

»Los activos franceses, después de las grandes fatigas que les causó la expedición de 1542, descansaron por espacio de veinte años. En 1561 trataron otra vez de fundar colonias en el Nuevo Mundo. Los enérgicos, valientes, sufridos y subordinados paisanos del Conde Agénor de Gasparin, escritor francés que no concede valor siquiera a los conquistadores del Nuevo Mundo, puesto que hace dos años y medio probaba que para conquistar   -66-   los indíjenas del nuevo continente no había necesidad de ser bravos castellanos, los compatriotas del Conde Agénor de Gasparin, decimos, fundaron la primera colonia sesenta años después de fundada la Isabela. Al cabo de pocos meses, los mismos colonos franceses mataron a su comandante Albret, y se embarcaron para París, donde se quedaron largo tiempo contando sus gloriosas hazañas, relatando sus padecimientos y quizá solicitando un puesto entre los héroes.

»Estos hechos que nadie podrá negar, porque son el resumen imparcial de lo que cuentan los más acreditados historiadores extranjeros, prueban evidentemente que ni en los últimos años del siglo XV ni en todo el siguiente, la Inglaterra ni la Francia pudieron hacer nada por conquistar y colonizar el Nuevo Mundo. Les faltaban marinos hábiles o intrépidos: soldados y colonos valientes, sufridos y sedientos de gloria; sacerdotes celosos y virtuosos, y gobiernos sabios, enérgicos y económicos que quisiesen y pudiesen dedicar grandes caudales a empresas tan grandes como las que llevaron a cabo los españoles».

Hasta aquí el citado autor. Después de leídas las anteriores líneas, se dará su verdadero valor al siguiente párrafo de William Prescott. (Historia de la Conquista del Perú, libro II, capítulo I). «A impulsos de este espíritu de empresas marítimas que agitaba a todas las naciones europeas en el siglo XVI, se exploró toda la extensión del inmenso continente en menos de treinta años».

Vamos que «aliquando bonus dormitat Homerus».




ArribaAbajo VII.- Fray Bartolomé de las Casas

Tocar la historia del descubrimiento de la América sin tocar la biografía del que es objeto de este apéndice, paréceme que es dejar un notable vacío; procuraré llenar lo delineando a la ligera al hombre que tantas armas ha   -67-   suministrado a los enemigos de España en su conquista de la América.

Nació este célebre personaje en Sevilla, año de 1474; su familia, oriunda de Francia, trajo por apellido Casaus, que el tiempo españolizó con la supresión de la u. Su padre don Antonio, acompañó a Colón en su segundo viaje a las Indias, donde parece permaneció hasta 1498. Entretanto su hijo Bartolomé cursaba facultad mayor en Salamanca, de cuya universidad salió graduado de licenciado en teología. Su venida a América fue en 1502 con el comendador de Lares, Ovando. No se sabe qué año se ordenó de sacerdote, aunque la tradición dice que fue el primer misacantano de la América. En 1511 pasó con Diego Velázquez a Cuba, fecha en que ya se había dado a conocer por su caritativo celo en favor de los indios. De Cuba volvió a la Española, y nada satisfecho del trato que a los indios se daba en los repartimientos, predicó con indiscreto celo, para que se mejorara la suerte de los indígenas. Aburrido del poco fruto de su predicación, juzgó conveniente ir en persona a España, y exponer al rey los agravios que se inferían a los desvalidos indios, e indicar al mismo tiempo la manera de remediarlos. Y aunque Fernando le tenía citado para tratar con él de estos asuntos, no se logró la entrevista por la muerte del rey. Las Casas llegó a España a fines de 1515, y Fernando falleció en 23 de enero de 1516.

Encargose de la Regencia del Reino el Cardenal Jiménez Cisneros que oyó detenidamente a Las Casas; nombrole protector de los indios con cien pesos de oro al año, y le dio como por asesores tres religiosos jerónimos, hombres cuerdos y conocedores de las cosas. Las instrucciones que de España traían para el mejoramiento social de los indígenas, sólo debían plantearse en el caso de ser moralmente posible introducir las radicales reformas porque abogaba tan ardientemente el protector de la raza indígena. Cisneros sabía que no todo bien es de pronto   -68-   practicable, y que si la prudencia no rige aun lo excelente, se recogen amargos desengaños. Los religiosos jerónimos tomaban detenidamente el pulso al negocio de acabar con los repartimientos, lo cual exasperaba a Casas, y le hacía prorrumpir en violentas acusaciones aun contra los religiosos dichos, pareciéndole que con su lentitud se hacían cómplices de los que tenían repartimientos. Si los religiosos sufrían sus invectivas con paciencia, faltábale esta virtud a otros muchos, verbi gratia, jueces, hacendados, etc., llegando los ánimos a enconarse hasta el punto de temerse por su vida. Los informes dados a la corte se despacharon, ordenando a las autoridades que nada se hiciera sin orden y parecer de los jerónimos, y que Casas saliera de la Isla; con este motivo volvió a España en el siguiente año de 1517.

El flamenco Selvagio, llamado el Gran Canciller, le escuchó, y aun le aseguró que no obstante los informes desfavorables recibidos tanto con respecto a él, como a los indios71, el rey estaba dispuesto a favorecer en lo posible sus desgracias. Las Casas alentado con tan buena disposición, propuso, como medio de alivio, emplear esclavos negros en las haciendas y minas, en lugar de los indios que las trabajaban. Parece imposible que el mismo hombre que tan enérgicamente abogaba por la plena libertad de los indios, abriese la puerta en América a la esclavitud de los negros72.

Pero la razón se ofusca cuando la terquedad la previene. Las Casas reconoció que había dado un paso en falso, y lo reparó como pudo, anatematizando también la esclavitud de los negros, y alegando que ignoraba la injusticia   -69-   con que los portugueses los tomaban. Presentó además otro proyecto, para cuya realización quedó plenamente facultado, y fue la de hacer leva de agricultores; alistáronse algunos, pero llegados a la Española se confundieron con los demás. Por este tiempo fue nombrado capellán de Su Majestad, sin duda como recompensa del celo que mostraba por el bien moral y material en las posesiones de América. Convencido de que nada haría en Santo Domingo, pidió que en Tierra Firme se le diesen cien leguas de costa a condición de que no entraran en ellas aventureros, y sí solo las personas que él designase; pidió también ejecutorias de nobleza para muchos de ellos, un traje especial, y que fuesen armados caballeros de la espuela dorada, a fin de que los indios los tuvieran por muy distintos de los que antes hubieran podido causarles algún daño.

Fonseca, que conocía algo mejor que él todo lo perteneciente a Indias, y que preveía que Las Casas no saldría adelante en sus compromisos, no obstante lo sano de sus intenciones, impugnó el proyecto, sobre todo, cuando le oyó decir que él se comprometía a dar reducidas y pacificadas mil leguas en el término de dos años, y además a hacer ingresar en las arcas reales quince mil ducados al acabar el primer trienio, que sucesivamente haría subir hasta sesenta mil. Casas, contrariado con la autoridad del superintendente Fonseca, apeló del Consejo a una junta especial73 (para lo que se amparó de la camarilla flamenca que rodeaba entonces a Carlos V), la cual aprobó su plan, sobre todo cuando oyó al licenciado Casas que obtendrían buenas perlas, de que gustaban mucho los borgoñones y flamencos. En 19 de mayo de 1520, se firmó la contrata, otorgando al licenciado don Bartolomé de las   -70-   Casas doscientas y setenta leguas de costa, y cuantas quisiese al interior; embarcó doscientos labradores en tres naves que le aprontó la corona, y se les abasteció de víveres en abundancia. Salió la expedición para su destino, llegando sin novedad a Puerto Rico; aquí recibió Casas la más funesta de las noticias. Unos religiosos dominicos habían fundado en el puerto de Chirivichí un monasterio; vivían en la mejor armonía con los indios y procuraban reducirlos.

Un tal Alonso de Ojeda, vecino de Cubagua, armó un buque, y de cuenta propia se echó al mar a apresar indios caribes (únicos que podían tomarse), por ser tenidos por antropófagos.

Llegó a Chirivichí, y sin cuidarse si eran o no de los que permitía la ley apoderarse, embarcó cuantos pudo, valiéndose para ello de un simulacro de pacífico comercio. Irritados los indios, mataron a Ojeda y a cuantos pudieron de los suyos, y con ellos a los dos religiosos que hallaron en el convento, creyéndoles cómplices del atentado anterior.

Llegó la noticia a la Española, y salió de ella Gonzalo de Ocampo con gente para correr la tierra y escarmentarlos.

En esta sazón arribó Casas a Puerto Rico, donde supo lo ocurrido (que fue en costa de su jurisdicción) y la venganza que se preparaba.

Esperó la llegada de Ocampo, y le hizo presente que según los documentos que le mostraba, no podía ejecutar castigo alguno en la costa de Tierra Firme, por ser él el gobernador de ella y no permitírselo. Respondió Ocampo que él no dejaría de llevar a cabo lo que se le había ordenado, y así lo hizo. El licenciado Casas compró al fiado un buque, y en él pasó a la Española para notificar al virrey y audiencia las provisiones reales que llevaba.

Dejó su colonia repartida en las granjas de los castellanos, y llegado, a Santo Domingo hizo su asiento con   -71-   el virrey y audiencia acerca de cómo había de percibirse lo que sacara de las cuatro maneras de provecho que había en la gobernación del licenciado. (Herrera, décima III, libro II, capítulo III). Diósele la escuadrilla que había llevado Ocampo. Al llegar a Puerto Rico, no halló ni uno de los labradores que dejara, pues todos se habían esparcido tierra adentro. Casas no se desanimó con esto; marchó a su gobernación de Cumaná, donde halló a Ocampo en la villa dicha Nueva Toledo, con la gente muy descontenta. Nadie quiso quedarse con el licenciado, y así con Ocampo se volvieron a la Española; sólo algunos criados y amigos, y unos pocos a sueldo, acompañaron al licenciado en su gobernación. Tras de la huerta del monasterio de franciscanos hizo Las Casas su atarazana, y comenzó una fortaleza en la desembocadura del río de Cumaná, tanto por librarse de los indios en caso de ataque, como a éstos de las irrupciones de los españoles de Cubagua, que no dejaron de cogerle algún indio74. Fue otra vez el licenciado Casas a la Española a querellarse de los agravios que se le hacían. Dejó encargada su reducida colonia a Francisco de Soto, con orden expresa de conservar en el puerto las dos embarcaciones de que disponía, para que todos pudieran retirarse en ellas a Cubagua, si los indios se alzaban; Soto desobedeció estas juiciosas órdenes, y no bien salió Las Casas, despachó los buques a rescatar.

Los indios cayeron sobre los españoles; pero éstos, como ya habían barruntado la trama, pudieron escapar con los religiosos. Sólo murió Soto que fue herido de flecha envenenada, y un lego que quedó escondido en la huerta del monasterio.

Casas tardó mucho en su viaje por mala recalada, y en la Española supo el triste fin de su gobernación. Trataba   -72-   mucho en este tiempo a los dominicos, y se entró en esta orden, hecho que ha sido exclusiva y duramente calificado por los historiadores Oviedo y Gómara. Que los repetidos disgustos y fracasos le inclinaran a abrazar con recta intención la vida del claustro, nada tiene de extraño, pues es uno de los medios más comunes de que el Señor se vale para llamar al estado religioso. Que Casas se hallaría sin culpa suya desacreditado en España, y sirviendo de platillo a las conversaciones del Consejo de Indias, no se le ocultaría a él mismo, ni se le caería de la memoria la no pequeña deuda que había contraído a causa de sus expediciones; todo lo cual, y en especial lo último, como quedaba de un golpe zanjado vistiendo la cogulla, con causas serían probablemente para decidirlo al paso que dio. Siete años vivió retirado y ocupado en las tareas propias de su vocación75; en ellos empezó (1527) su Historia general de las Indias de la que hablaremos después; acabó esta obra en 1561.

Desde el año de 1527 le vemos otra vez en escena. Fue a Nicaragua, volvió a la Española, marchó otra vez a Nicaragua donde se indispuso con su gobernador Rodrigo de Contreras. En Guatemala dio a conocer un libro acerca del modo de reducir a los indios con solo la palabra, del cual se burlaron muchos, y él mismo se desengañó, o por lo menos tuvo ocasión de desengañarse, cuando no pudo reunirlos en Rubinal. Por comisión del obispo de Guatemala, pasó fray Bartolomé a España; debía recoger misioneros para su diócesis, y al mismo tiempo alcanzar la expedición de cédulas reales para la protección de los indios. Presentó al efecto un memorial en diez y seis proposiciones, el cual completó con el famoso tratado que llamó De la destrucción de las Indias. Las   -73-   Nuevas Ordenanzas que se acordaron en noviembre de 1442, llevan el sello de las representaciones de fray Bartolomé. Causó su publicación en el Perú grandes trastornos, y mucho derramamiento de sangre. En Méjico se aplazó la publicación de ellas hasta ocasión más propicia; prudente medida que alabó el rey. El celo del dominico Las Casas merecía ser recompensado; presentole Carlos V para el obispado del Cuzco en el Perú. Rechazó sinceramente esta dignidad, logrando además con esto no caer en manos de los que más había exasperado con la intervención que tuvo en la publicación de las ordenanzas. No le sirvió esta renuncia, pues el rey y su religión le obligaron a aceptar la mitra de Chiapa. En posesión de su obispado, fulminó excomuniones, suspendió confesores, reservose varios casos; su conducta merecía la aprobación de los Padres de su orden. El obispo de Chiapa estaba en el caso previsto por los sagrados cánones: ningún bien podía hacer a sus diocesanos, y así trató desde luego de renunciar el obispado. Tuvo serios disgustos con la audiencia que se estableció en Gracias a Dios, y que casi le era debida a él, disgustos que se le renovaron en Méjico con motivo de las nuevas ordenanzas, y también porque en su predicación tachó de tibias y remisas a aquellas autoridades en el cumplimiento de algunas ordenaciones emanadas de la corona. Vuelto a España, se retiró al convento de San Gregorio de Valladolid; concediósele una pensión de doscientos mil maravedís, pensión que en 1563 se le aumentó hasta trescientos cincuenta mil. Aun en su retiro se le consultaba; pues tratándose de poner en venta las encomiendas de indios, se opuso tan tenazmente a esta medida, que acaso se le deba el no haberse realizado. A tales compromisos se exponía España por atender a la corona de Alemania. El obispo de Chiapa, don fray Bartolomé de las Casas, murió en el convento de Atocha en Madrid a los noventa y dos años. Las Casas dejó un recuerdo imperecedero, y su nombre   -74-   está indisolublemente ligado al de América. Tuvo grande aborrecimiento a la opresión, y detestó la injusticia reprendiéndola doquiera que la hallara como lo prueba el siguiente trozo de su historia dirigido a Colón: «llegados los presos a la Isabela mandó el almirante que los llevasen a la plaza, y con voz de pregonero, les cortasen las cabezas; ¡hermosa justicia y sentencia para comenzar en gente tan nueva a atraerlos al cognoscimiento de Dios, prender y atar a un rey y señor en su mismo señorío!... Esta fue la primera injusticia con presunción vana y errónea de hacer justicia, que se cometió en estas Indias». Fue siempre Las Casas muy desinteresado e incansable en el trabajo de mejorar la suerte de los indios: por tan santa y noble causa sufrió gravísimos disgustos, y devoró amargos y frecuentes sinsabores. Pero su celo no fue en general secundum scientiam; era arrebatado e imprudente, con frecuencia temerario y poco conocedor de los hombres. Salió mal en cuanto emprendió, y lo mejor que algunas veces le pudo acaecer fue poder disculparse con no haber sido obedecido.

Su error principal estuvo en querer tomar a españoles e indios como debían ser, y no como eran. Las obras ya citadas fueron sus principales producciones. Se le han probado relatos ajenos de la verdad, contradicciones y asertos de cosas dudosas; el lenguaje, en su conjunto, está lleno de acritud y exageración; es un torrente de bilis que nada perdona.

El efecto ha sido por lo tanto contraproducente; ha mermado el crédito de sus obras, y quedado todo su contenido expuesto a la sospecha y a la desconfianza.

Han impugnado a Las Casas, el franciscano fray Toribio de Benavente, llamado Motolimia. El licenciado Bartolomé de Albornoz, y fray Fernando Ceballos, monjes jerónimos. El presbítero don Ciriaco Morelli, don Bernardo Vargas-Machuca, el limeño don José E. Llano Zapata, de reconocido saber y autoridad, etc. Por último,   -75-   fray Juan Meléndez (limeño) y el padre Antonio Montalvo, llegaron a negar que Las Casas fuera el autor de las obras que corren con su nombre.

Pero lo que no pudo sospechar el infatigable Las Casas fue que con sus continuas quejas y virulentos escritos, estaba levantado a la dominación española el más bello monumento de que hay tradición en los fastos de los hombres. Porque a la verdad, ¿qué leyes más justas y templadas que las de las nuevas ordenanzas? En las provisiones reales, ¿qué no alcanzó siempre en beneficio de los indios? ¿Qué vez dejó de ser oído en España cuando hablaba en favor de los indígenas, no obstante los poco favorables informes que de él se recibían y de las imprudencias de sus discursos de que todos, incluso el mismo rey, fueron testigos? Que los españoles cometieron desórdenes y abusos en los primeros años de la conquista, nadie lo niega, y hasta había necesidad moral de ello, pues eran hombres, y ley es que el vencido sufra las extorsiones del vencedor, y el débil las del fuerte; ley que jamás derogarán los autores de folletos filantrópicos y elegantes. Pues las obras de Las Casas, purgadas de sus falsedades y exageraciones, dicen bien hasta dónde llegaron las sinrazones y crueldades de los conquistadores; ellas mismas son la mejor apología de la conquista.




Arriba VIII.- Américo Vespucci

La ciudad de Florencia fue patria del hombre que, acaso sin pretenderlo, dio nombre al mundo descubierto por Colón. De sus primeros años sólo se sabe que nació en 9 de marzo de 1459, y que fue educado por un tío suyo religioso de la comunidad de San Marcos. Como factor de su padre, Juanoto Berardi, figuraba ya en Sevilla hacia 1405, quedando encargado de los negocios de aquél a fines de dicho año en que murió. En el de 1499, parece acompañó en clase de piloto a Alonso de Ojeda   -76-   en el primer viaje que hizo para descubrir muchas tierras en las indias occidentes, regresando en 1500. Desde esta fecha hasta 1505, se cree que Vespucio vivió en Portugal y que navegó con los portugueses, si bien se tiene por muy dudoso que hiciera todos los viajes en que fundan sus imposturas. Desde 1505 a 1512 en que murió, estuvo siempre en España; al principio para que enterara al rey Don Fernando de los proyectos del portugués respecto de los dominios españoles en las Indias. Se le nombró cosmógrafo de la Corona, y se le concedió la naturalización española en 25 de abril de 1505 con 12000 maravedíes de ayuda de costa. Juntamente con Vicente Yáñez Pinzón fue encargado de aprestar una armada para descubrir el «nacimiento de la Especería», expedición que se frustró por reclamaciones del rey de Portugal. Américo quedó entonces en su casa de Sevilla entendiendo en la provisión y armamento de buques. Fue nombrado por el rey piloto mayor con salario de 50000 maravedíes y 25000 de ayuda de costa en 22 marzo de 1508, cargo que no llegó a ejercer en el mar, y en el que le sucedió en 1512 Juan Díaz de Solís, Juan Vespucio, sobrino de Américo (Amérrigo) obtuvo el nombramiento de piloto el 22 de mayo de 1512 con el haber de 20000 maravedíes, y después de haber obtenido otros empleos y aumento de salario, fue por sus malos procederes exonerado y despedido en marzo de 1525.

Unas fantásticas relaciones que envió a sus amigos de Italia antes de 1505, añadidas y comentadas por algunos escritores franceses, fueron causa de que hacia 1509 empezaran a llamarse las posesiones españolas tierras de Amérrigo y por corrupción América, nombre que los españoles tuvieron que aceptar arrastrados por la corriente de la mayoría.








 
 
AD MAIOREM DEI GLORIAM
 
 
 
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