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Estudios sobre Buero Vallejo

Mariano de Paco



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ArribaAbajoIntroducción

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El 14 de octubre de 1949, con el estreno de Historia de una escalera, que meses antes había obtenido el Premio Lope de Vega, se iniciaba una etapa en la historia de nuestro teatro. No se produjo tan sólo la incorporación al mundo de la escena del que es el primer dramaturgo español actual, sino que en el teatro convencional y evasivo que entonces se cultivaba Buero dio entrada a una perspectiva distinta, a un propósito diferente: el de llevar a los escenarios con un nuevo sentido la vida y los problemas cotidianos, contemplados en su más honda dimensión, por lo que la apariencia realista y la crítica social están dotadas de un penetrante simbolismo y poseen una inequívoca dimensión metafísica. Desde entonces, Antonio Buero Vallejo ha venido haciendo un teatro trágico que expresa el desgarramiento interno del hombre entre las limitaciones que padece, los condicionamientos que la sociedad le impone y sus propias miserias y deseos.

Historia de una escalera es una obra muy estimable de un dramaturgo extraordinario. Pero, como algunos críticos intuyeron en el mismo momento de su estreno y los estudiosos de Buero han apuntado repetidamente, por encima de sus numerosos valores singulares, ha tenido un mayor significado porque supuso un cambio radical respecto al teatro de la década anterior. El último drama que Buero ha estrenado, Diálogo secreto, demuestra hasta qué punto sigue éste siendo fiel a la consideración de la sociedad española en momentos tan diversos, al tiempo que evidencia una constante evolución a partir de sus presupuestos e ideas iniciales y de la permanente búsqueda de medios expresivos.

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Nada nuevo descubrimos, pero es algo que, por desgracia, se olvida con excesiva frecuencia, al precisar que el teatro bueriano forma un todo coherente y complejo de excepcional importancia y que cualquier aportación del dramaturgo no puede tratarse como elemento independiente y sin contexto. Porque Buero Vallejo es el creador de un sistema dramático total, pero abierto, y ha llevado a cabo una continuada y fecunda labor, con sus veinticinco obras publicadas o estrenadas, por medio de la reflexión trágica acerca del ser humano y de su costoso empeño para lograr la libertad y alcanzar la verdad.

Por eso hoy, en octubre de 1984, Historia de una escalera nos hace ver el cumplimiento maduro de una brillante promesa, la fructífera trayectoria de un autor que abrió una época del teatro español y cuyo nombre es ya inseparable de su historia. Nos ha parecido por ello de gran interés fijarnos en el treinta y cinco aniversario de su estreno, mejor que aguardar otras fechas más sujetas a la pura biografía, para compilar estos artículos sobre el teatro de Antonio Buero Vallejo; y no por el mero recuerdo de un drama concreto, sino como homenaje al dramaturgo y reconocimiento a toda su obra.

Desde el principio del proyecto me han rondado dos ideas de signo opuesto. Una se refería a la necesidad y utilidad de un volumen monográfico y antológico que, como éste, nos permitiera un conocimiento más amplio y profundo de la producción teatral de Buero Vallejo desde diversas perspectivas críticas. Pero también advertía con claridad las enormes dificultades que entraña la ineludible selección de un cuerpo bibliográfico tan extenso como es el de los escritos sobre la obra dramática de Buero. Quiero por ello señalar expresamente que ha sido difícil elegir y que me son conocidos no pocos trabajos muy valiosos que no han podido ser incluidos por las evidentes limitaciones de espacio y porque era imprescindible una coordinación de los estudios para que no se repitiesen enfoques semejantes, aspectos parecidos o temas y obras determinados.

He procurado ofrecer un panorama acabado del teatro de Buero Vallejo, recogiendo trabajos aparecidos a lo largo de todos estos años. Como consecuencia de este propósito, nada extraño por otra parte, hay algunos, ya clásicos en la bibliografía bueriana, que tienen en ella enorme importancia y, aunque al aparecer dramas posteriores se ha ampliado el campo de estudio, se reproducen, como todos, sin modificaciones. Es un riesgo necesario que los autores han corrido conmigo   —11→   al autorizarlos, sorteable con facilidad atendiendo a la fecha de primera publicación indicada al final de cada artículo. También por ello seguimos un orden cronológico dentro de cada grupo.

La disposición del material se ha llevado a cabo en cuatro apartados. En el primero de ellos, el más breve, se sitúan dos semblanzas de Antonio Buero Vallejo. El siguiente reúne diez estudios que tratan distintos aspectos técnicos y temáticos del teatro bueriano desde un punto de vista global. Un tercer grupo de artículos se refiere a Historia de una escalera bajo diferentes puntos de vista y en unos años muy distantes entre sí; el primero es sólo unos días posterior al estreno; otro se escribió con motivo de su reposición en Madrid en 1968; el tercero apareció al cumplirse sus veinticinco años; y los dos finales están tomados del número de la revista Estreno que conmemoraba su trigésimo aniversario. No he creído inoportuno dar un tratamiento especial a la obra cuya memoria ha servido de motivo inicial para esta recopilación. La última parte se ocupa del análisis particular de otros dramas de nuestro autor. Hay, finalmente, una bibliografía al comienzo de la cual indicamos los criterios seguidos para componerla.

Un volumen de esta índole es inviable por su misma naturaleza si no se congrega el esfuerzo de muchas personas. Quiero por eso manifestar mi agradecimiento general a cuantos han estudiado el teatro de Buero y muy particular a los autores y entidades que han permitido generosamente la reproducción de estos trabajos. Buero Vallejo, atento siempre, se ha hecho acreedor una vez más a la admiración que desde hace tanto tiempo le profeso y que ahora se materializa en este libro, que la Cátedra de Teatro de la Universidad de Murcia, dirigida por César Oliva, ha hecho posible.

Mariano de Paco



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ArribaAbajoI. Semblanza

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ArribaAbajoAntonio Buero Vallejo, ese hombre comprometido

Carlos Muñiz


Cuando me presentan a un ilustre ingeniero, a un reputado especialista, a un alto funcionario, de los que en España tenemos un extenso surtido, siempre me hago la misma pregunta ante su imponente figura, su porte distinguido, sus modales refinados, o simplemente sus aires triunfales: «Bueno, pero este señor, ¿qué tal será como hombre?» Porque la profesión y el vestido y los modales y hasta el destacado cargo en la sociedad no me dan la medida exacta de los hombres, y mucho menos aquí, donde sólo se es importante si se viste con elegancia. Hace ya muchos años que rigurosamente, siempre que me presentan a un individuo, me repito la dichosa pregunta. Exactamente, desde que he descubierto que detrás de harapos o de miseria hay, en ocasiones, hombres más sensibles, más inteligentes, más buenos.

También me hice la pregunta cuando conocí a Buero Vallejo. De esto ya hace más de ocho años. Y confieso que en aquella ocasión me la hice con miedo. Procuro no formar nunca un juicio sobre un hombre a través del conocimiento de su obra. Pero esta vez me había dejado   —16→   llevar por un impulso inexplicable y deseaba que el hombre Buero fuese el que yo «quería» encontrar, el que, de manera casi eléctrica, había descubierto escondido en su entonces breve obra. Al cabo del tiempo, día a día, año tras año, durante ocho de trato relativamente frecuente, he ido comprobando que aquellas virtudes humanas que imaginé, lejos de achicarse, se agrandan en él. A medida que otros ídolos de mi humana intimidad se me han ido derrumbando con estrépito, Antonio Buero Vallejo, el hombre -junto con su obra- ha ido ganando mi voluntad, afanada siempre en la búsqueda de auténticos valores humanos. Y afirmo, con satisfacción, que considero a Antonio Buero como amigo. Él ha sido mi crítico primero y el más constructivo. El compañero cuyo juicio sutil me ha hecho desistir de empresas que eran ineficaces. Siempre que me he acercado a él, bien para someterle algún asunto personal o profesional, bien con la simple intención de mantener una charla, le he encontrado. Y siempre igual. Igual a raíz del estreno de Irene o el tesoro, que hace unos días, después del clamoroso estreno de El concierto de San Ovidio. Las aflicciones, los éxitos, los íntimos pesares, los galardones, no pesan en su trato humano más que en la medida necesaria para matizar ligeramente cada momento de su vida. Por lo demás, se mantiene a ultranza insobornable, acogedor, sincero. Juntos hemos comido gazpacho y juntos hemos hablado de los hombres y de su Dios. He escuchado de él una lección de física, de física, sí, que me ha hecho volver a repasar conceptos que yo creía profundamente arraigados en mí. He aprendido, junto a él, a ser más piadoso con los hombres y a ser más recto conmigo. Su profundo sentido moral, proyectado en mí, me ha permitido rectificar a tiempo actitudes de las que acaso más tarde me hubiera arrepentido. He encontrado, en fin, en Buero, ese amigo y ese compañero que no ha dudado en bajar unos cuantos peldaños para ponerse a mi altura. Me ha llamado compañero cuando yo sólo había estrenado en teatro experimental, por la mañana, mi primera obra, Telarañas. Y me ha convencido para que siguiera adelante, cuando estaba desanimado y decidido a abandonar este oficio tan duro del teatro. Perdonad, si he hablado de mí más de la cuenta, pero lo consideraba necesario para trazar este tan tosco como bien intencionado perfil del dramaturgo.

La obra de Buero es algo así como el espejo donde proyecta toda su humanidad y toda su moral. La obra de Buero no engaña. Es absoluta y sincera consecuencia del hombre. No se puede separar de él. En ella va reflejando sus inquietudes sociales y metafísicas; sus casi infinitos amores por todo lo humano; su piedad por el vicio; su impecable y   —17→   feroz condena de la injusticia; su repugnancia por el despotismo; su esperanza; su conciencia de la patética y limitada condición del hombre, expresada a través de esa ceguera obsesionante.

Sé que a Buero Vallejo le preocupa el hombre porque él es, ante todo, hombre; le inquieta la vida, porque la vive con una pasión casi existencial; se angustia ante la muerte y tiene un profundo sentido trágico, porque no en vano ha estado ocho meses, ininterrumpidamente, acaso ansiándola en más de una ocasión, para acabar de una vez. Puede que en aquellos meses de angustia infinita esté toda la clave de su teatro. ¿No sería entonces cuando Buero se empezó a plantear con urgencia la ceguera del hombre como algo sustantivo en él? Tal vez. En todo caso, lo importante es saber que a cambio de no descubrir entonces él la luz que tanto le inquieta tenemos ahora en España un dramaturgo, el primero de todos, que se ocupa y preocupa por el hombre y por su tiempo. Los ciegos, los mudos y los sordos de su obra dramática son algo más que ejemplares humanos trazados con perfiles conmovedores. Son la corporeización de los temas que abruman al hombre: la inquietud metafísica, la realidad geográfica e histórica que le ha tocado vivir, la injusticia... Su espíritu, serenamente rebelde, ha buscado hábiles fórmulas con las que se ha podido abrir camino a través de las dificultades expresivas que pesan en el ánimo de todos. Y ha conseguido despertar algo de esa conciencia española, adormecida en unos problemáticos laureles. Ha hecho posible un teatro duro, de testimonio. Y no se ha recatado de llamar a las cosas por su nombre, consciente del compromiso del escritor.

Yo entiendo que el compromiso del escritor no ha de implicar una necesaria adscripción a ideologías concretas. El compromiso no se establece en función de partidos, sino de hombres, sociedades, momentos históricos. El escritor está comprometido en la medida en que se pone en contacto con los problemas de su tiempo y adopta, frente a ellos, actitudes radicalmente críticas. En este sentido no se puede negar a Buero su condición de autor comprometido. Sería una injusticia. De todos nuestros autores ha sido él quien más a la española ha abordado nuestros problemas españoles. Y desde las más originales y agudas perspectivas. El hecho de que se le hayan buscado a su teatro concomitancias con Miller y Brecht, no supone más que una afirmación de este principio. Miller y Brecht son dos autores comprometidos. Y, como ellos, Buero recurre, cuando lo necesita para hacer más incisiva su crítica social, a la fórmula del teatro histórico. Dice Miche   —18→   Habar en Théâtre Populaire, a propósito de Brecht, que «contra un enemigo tan vil»1, todos los medios son buenos, siempre que sean eficaces; es preciso saber manejar la astucia y el compromiso, nos enseña Brecht en su Galileo Galilei. Son palabras que bien podemos aplicar a Buero Vallejo. Dejando a un lado posibles y temporales desvíos suyos, que en nada modifican la directriz sustantiva de su teatro, quiero referirme a su última obra, El concierto de San Ovidio. Testimonio impecable. Compromiso. Libertad generadora de libertades. El protagonista, David, es ciego porque se quemó los ojos de niño cuando intentaba prender unos, fuegos de artificio para distracción de los señores del castillo, donde su madre y él servían. Los señores, para compensarle de la pérdida, le regalaron un violín. Este violín es precisamente el instrumento con el que él pretende lograr un puesto en la sociedad. Pero ésta le da de lado. Él no se resigna. Y se rebela. En primer lugar, contra la actitud pasiva de sus compañeros. Después, contra la tiranía y los métodos inhumanos del negociante Valindin. Al final del segundo acto, cuando la orquestina de ciegos rasca sus instrumentos, mientras el necio «Pajarillo» canta desafinando, las risas del auditorio de «A la Galga Veloz», el cafetín del negociante, nos produce un dolor profundo. Sentimos la impotencia y el odio. El dedo del autor se ha puesto en la llaga. Y acusa implacable. La última parte de esta parábola -Brecht también utilizaba la parábola- nos da la solución frente a estos hechos reprobables. El rebelde llega más allá de lo puramente humano. Es ciego, pero no renuncia a una venganza necesaria. Y recurre a la única posibilidad. A luchar con su enemigo cuando ha conseguido desposeerle del farol, de la luz. Y le mata. Luego le ahorcan. Pero David se ha realizado plenamente a través de un crimen necesario. Había que ahorcarle después de su crimen. Había que salvar un principio de justicia. Había, incluso, que ahorcarle para que Valentín Hauy pudiera clamar en las palabras finales, después de explicarnos que a David lo ahorcaron: «¿Quién asume ya esta muerte? ¿Quién la rescata?» Esta interrogación supone un profundo escrúpulo moral, que merece también el aplauso. Porque subjetivamente Buero busca al responsable, a los mil responsables de las muertes que origina una rebelión. El violín de Donato, ya viejo, que suena entre cajas, nos trae la aclaración a la pregunta. El responsable es el traidor: el ciego Donato, que le delató a la Policía. Pero la esperanza nos alienta al abandonar el teatro. Se ha conseguido ya que los ciegos aprendan a leer y a interpretar   —19→   la música. Aquel desgarrado «Yo quiero tocar» de David, cuando se siente abandonado por sus compañeros; aquella respuesta de Adriana: «Nuestros hijos verán», son como una dulce melodía que suena dentro de nosotros y nos alegra. No se ha equivocado Buero al calificar esta parábola suya como una tragedia optimista. Lo es. Tragedia de hoy, comprometida. Buero escribe hoy y para nosotros, los hombres de su tiempo. Las siguientes palabras que transcribo, de Jean Paul Sartre, son la referencia más acreditada a la que os puedo remitir para que vosotros mismos consideréis libremente el libre compromiso de Buero: «No hay libertad gratuita; hay que conquistarse por encima de las pasiones, la raza, la clase y la nación y conquistar consigo a los demás. Pero lo que importa en este caso es la figura singular del obstáculo que hay que superar, de la resistencia que hay que vencer; es esto lo que, en cada circunstancia, da su figura a la libertad. Si el escritor ha optado, como lo quiere Benda, por chochear, puede hablar en hermosos párrafos de esa libertad eterna que reclaman a la vez el nacionalsocialismo, el comunismo staliniano y las democracias capitalistas. No molestará a nadie; no se dirigirá a nadie; se le concederá por adelantado todo lo que pide. Pero es un sueño abstracto; lo quiera o no y aunque aspire a laureles eternos, el escritor habla a sus contemporáneos, a sus compatriotas, a sus hermanos de raza o de clase.»

Lector, tú mismo, como si se tratara de un personaje dramático, juzgarás a Buero a través de esta rápida y apasionada visión mía. No, no me achaques parcialidad en mis juicios. Me considero también escritor comprometido y no puedo desapasionarme por aquello que estimo esencial para la modificación de todo cuanto hay de podrido en mi tiempo.

(Publicado en Primer Acto, n.º 38, diciembre 1962).



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ArribaAbajoAntonio Buero Vallejo. Sus trabajos y sus días

Francisco García Pavón


«La tragedia intenta explorar de qué modo las torpezas humanas se disfrazan de destino.»


(A. Buero)                


«Ninguna "Poética" es poética. La poesía aparece en las obras y no en las reglas. Esto es lo que olvida el doctrinario.»


(A. Buero)                


Cuando se publiquen estas líneas Antonio Buero Vallejo habrá sido elegido por la Real Academia Española de la Lengua para ocupar el sillón que tan prematuramente dejó vacante Antonio Rodríguez Moñino. Con esta designación, Buero alcanza el reconocimiento oficial y solemne de su gran categoría literaria y humana.

Hace pocos días, charlando con él, adiviné que al trasluz de su equilibrado contento por el inmediato logro académico -caído como fruto maduro, sin luchas ni estrategias vanidosas- lucía ese punto de   —22→   melancolía que cría el haber llegado «a todo». El estar ya, como quien dice, en ese «día de mañana» por el que trabajamos durante lo más y mejor de nuestra existencia. Que así es la vida: primero la lucha por llegar y, después, el arregosto meditativo por haber llegado.

Estoy seguro de que Antonio Buero preferiría que en este artículo sólo tratase de su teatro. Pero aunque me expongo a herir su candorosísima vanidad de autor y su pudor de hombre, prefiero, en primer lugar, hablar de Antonio Buero Vallejo persona. Que no todos los días encuentra uno obra y hechura humana tan juntas y encomiables.

*  *  *

Muchas veces he oído decir a Antonio: «Yo no quiero ser rico». Esta frase, que en boca de tantos es una ironía, siempre me impresionó en sus labios. Lo dice con una convicción tan entrañada, que uno cree oír razones de otro mundo. Y ahí está, en el piso donde lo conocí hace veintitantos años. En su mismo despacho estrechito, con su bata de lana de la época de la República, sus gafas y esas manos recién sacadas del lebrillo de la cera. Y ahí está, como probo funcionario de sus minuciosas dramáticas; terne tejedor de sus ideas largas y delgadas, que se estiran, anillan, anudan, desanudan y terminan dando a sus ojos saudadosos el fogonazo de una solución que le satisface totalmente. Ahí está, dedicado a lo suyo, sin buscar puestos, enchufes, sinecuras y garbeos publicitarios. Aferrado a su pluma lentísima, a su letra ratonera, a sus obras difíciles y espaciadas. Sin coche ni lujos. Su tabaco de siempre, sus trajes aburridísimos, su gesto de doloroso sentir, su apurar razones moviendo las manos como si amasase el ámbito; apuntándose con el dedo de pronto, como si fueses el culpable; y abriendo mucho la boca para subrayar el «¡Ah, pero!», con que se quita la razón y se sale con la suya (no siempre, las cosas como son).

Sus únicos lujos desde que le conozco, consisten en veranear en Navacerrada y haberse dejado un pico de perilla que acentúa su perfil sinaítico. Ahí lo tenéis, siempre en su pueblo, bien abrazado al remo de su barca para no dejar el rumbo que él mismo se marcó en sus años de mayor sufrimiento. Sin excederse en el toque verbal, sin demagogias, sin concesiones a tirios o a troyanos; con sus ojos de lástima y su rostro papíreo; con su ademán modoso, fijo en el hito de sus principios y fidelidad a sí mismo.

Buena prueba de esta autenticidad de su pensamiento y discreción en el decir -si se tratase de un «listo» lo llamaría astucia- fue Historia de una escalera. Conseguir en 1949 el premio Lope de Vega y estrenar   —23→   en el teatro Español una pieza que denunciaba tantas cosas y renovaba en los escenarios la lucha por una sociedad más justa, sin que nadie se diese cuenta hasta producirse el éxito, creo que es paradigma fidelísimo de su autofidelidad, de su invulnerable talante personal. Sin molestar, pero en su puesto. El nexo con la tradición, por su costumbrismo de cierta manera sainetero, encubría a los ojos poco atentos una serie de novedades formales y de intención, tales como el protagonista colectivo, la variedad de acciones, sutil mezcla de lo épico con lo dramático; no sé qué angustia a la española, unamuniana; recursos del mejor psicologismo; y al tiempo, la denuncia social implícita, expresada con alusiones indirectas y actitudes inéditas.

Si le dices que es un señor muy serio se enfada mucho y contesta que no, que él es alegrísimo. Y a lo mejor se pone a cantar y a bailar sones populares, como cierta noche en la Universidad de Nueva York... Confieso que aquel cuadro folklórico-bueresco me dejó perplejo. Porque bailaba y cantaba con ademanes muy propios, pero con un transgesto coefórico. Sí, era una mezcla muy rara. Bajo los rascacielos y los ojos abiertísimos de los espectadores hispanistas, resultaba un flamenco expresionista, entre pastor protestante desbocado y personaje de El tragaluz.

*  *  *

Conocí a Antonio en una tertulia que teníamos los sábados unos cuantos recientes licenciados en Filosofía y Letras en el antiguo café Lisboa. Allí nos leímos nuestros primeros papeles y hacíamos cábalas para el día de mañana, que viene ser, como dije, sobre todo para Buero, el día de hoy.

Allí apareció Antonio una noche, muy serio, más pálido aún, que de la sombra venía; fumando los mismos cigarrillos de ahora y con uno de esos trajes de alivio de luto que siempre le gustan. Lo llevaron, el que había de ser su cuñado, Agustín del Campo; su medio pariente y amiguísimo común, Arturo del Hoyo; el actual profesor José Ares y el gran Vicente Soto, reciente premio Nadal por su estupenda novela La zancada. Una de las primeras cosas que le oí fue una exposición larguísima sobre las fotografías en color, que entonces eran muy raras. El hombre, aunque autodidacta, sabía de todo. Otra noche nos enseñó su estupendo retrato de Miguel Hernández. Ambos estuvieron juntos durante la guerra en un hospital militar que hubo en Benicasim. Entonces compartía su vieja vocación de pintor con la reciente, y tal vez continuación de aquélla, de dramaturgo. Todavía le gusta escribir ensayos   —24→   sobre temas pictóricos. Es perito en museos (en Nueva York, a su mujer y a mí nos daba unas caldas de cuadros que para qué), y dos de sus principalísimos dramas históricos están dedicados a nuestros mayores pintores.

El hombre todavía sigue con su erudición prolífica sobre temas curiosos y peregrinos, y, si te descuidas, te lanza una pieza oratoria sobre los platillos volantes, los vuelos por el espacio y el espiritismo; o te demuestra con ángulos y perspectivas que los reyes reflejados en el espejo de «Las Meninas» de Velázquez no son de carne y hueso, sino reflejados de otro lienzo velazqueño. Cuanto llega a su boca o a sus manos, lo desmenuza con un cartesianismo -a veces con gracejo, las cosas como son- impresionante. También le gustan las discusiones lingüísticas. Hará buen académico. Si dices «chantaje» se enfada y te exige decir extorsión. O si lee lo de «tomar conciencia» dice que no, que está mejor, y lleva razón, «ser consciente o tener conciencia»... No dice «nivel» a cada instante como los loros; ni «problemática», «policial», «laboral», «arbitral» o tantas y tantas monsergas de cejijuntos.

Antonio, aunque en moderno, es un ético liberal que recuerda a los maestros de la Institución Libre de Enseñanza. Admite en los demás cualquier ideología, discute sin herir, aunque con pasión, encoge sus larguísimas narices y mira con los ojos entornados cuando le toca exponer al contrincante, pero ni se aparta de su rígida ley moral e intelectual, ni engaña a nadie. Donde lo busques allí está con sus «síes» o sus «noes» matizados. Con su alegría infantil o su melancolía un mucho luteña y reverente. Asceta y estudioso, pedagogo y cumplidor, con un dolorido sentir por los males de nuestro país, por la injusticia entre los vivos, ahí lo tiene España con su pelo complejo y oscuro, sus manos color cuartilla, andar mesurado, encoger de narices, perilla mosquetera, y su palabra de honor siempre cumplida... Lo que antiguamente se llamaba un caballero.

-No creas que me seduce tenerme que vestir de frac para lo de la Academia. Que un traje de esos a lo mejor vale dos o tres mil duros.

-Bueno hombre, pero a ti te va a ir muy bien... Tan estirado como eres.

-Narices.

El hombre anda ahora con esta preocupación del frac.

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Buero trabaja mucho sus obras. Su razón minuciosa y exigentísima tarda en engranar las piezas de sus dramas. Un punto supersticioso: jamás habla del tema que imagina.

-Ya lo tengo casi cuajado, ¿sabes? Pero me falta precisar unas cuantas cosas... Calculo que hasta finales de primavera no lo acabaré.

-Bueno, ¿pero de qué se trata?

-Es... un tema muy complicado... Veremos a ver.

Pero no lo dice.

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Antonio Buero puso al día ultimísimo, como preocupación española, nuestro teatro desde su primer estreno. Y no me refiero, claro está, a que importase clichés de otras laderas al evasivo teatro de aquellos años. Su novedad, como todas las grandes novedades en literatura y arte, consistió en hacer un teatro inequívoco, auténtico como él, con hondura ética y social, en el que tradición y novación se conjuntaron de manera tan singular, que hizo escuela. Escuela que no lo rebasa, ya que a cada andadura el maestro, suavemente, biológicamente, se renueva y vigoriza. Ha caracterizado una época -la sigue caracterizando- y por supuesto devaluó el teatro triunfalista y despreocupado de la aventura de ser español, que dominó en nuestros escenarios comerciales.

*  *  *

Tanto en sus dramas socio-costumbristas: Historia de una escalera, Hoy es fiesta y El tragaluz, por citar los de distintas épocas, como en los simbólicos: En la ardiente oscuridad, El concierto de San Ovidio, en los históricos: Las Meninas o El sueño de la razón, con su impronta inconfundible -que es el talento-, con sus invenciones arriesgadas e imposibles en quien no domine el arte de hacer comedias, hay siempre un honrado testimonio de la vida española, un deseo de contribuir a mejorar nuestro ser y existir, una crítica transparente o parabólica, sin que ese compromiso, como es tan frecuente, maltercie la eficacia literaria del texto. He ahí su preciso equilibrio: compromiso, arte y novedad llevados con tacto prudente y responsabilidad. Eficacia para decir cuanto quiere sin herir, sin ofrecer blanco literal; y de manera inequívoca.

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A Buero, como a todo autor que vive intensamente su tiempo, le preocupan las novedades que a cada nada pintan en el arte de hacer comedias. Pero nada más lejos de él que el mimetismo irreflexivo. Por eso, ante cualquier nueva invención que le pete, sus pasos son cautelosos, pero continuos. No se arranca como el chisgarabís, con la última novedad llegada por el Pirineo, sin antes no mesarla largamente, hasta darle el color y el calor de sus faceduras, de su obrador impar. Cada nueva obra de Buero, en este camino de la renovación de su arte, de manera medida, «buerizada», supone un experimento, un ensayo sutil de nuevas andaduras. En Madrugada consiguió de la manera «más exacta» que se haya experimentado jamás en la escena española, renovar la vieja fórmula luzanesca de la unidad de tiempo. El reloj que formaba parte del decorado, marcaba exactamente los minutos de la acción. Boileau y los más exigentes preceptistas de la Francia del XVII se habrían quedado con la boca abierta y la peluca descolocada al ver tan refinada y segundera versión de las unidades. En la ardiente oscuridad y luego en El sueño de la razón se intenta la «participación» sensorial, espacial y humana, con los invidentes o con la sordera de Goya. En El tragaluz, la presencia de unos «investigadores» permite unas perspectivas ante el episodio dramatizado, del más nuevo gusto. Pero -y esto es lo importante- todas estas innovaciones las manipula de manera graduada, sin salirse del contorno entrañable de su mundo, del mundo bueresco, sin exceder su cosmos inalienable: pintores españoles, inmovilismo moral, intelectual y económico; los vecinos en la guerra civil, el drama acostumbrado y costumbrista de los marginados, la descolocación del intelectual español ante no sé qué constantes folklóricas y bizarras, que en su tono peculiar amó Valle Inclán; la protesta permanente por la constitución caprichosa y totalmente injusta de nuestra sociedad, etcétera.

Es curioso que, entre las últimas obras de Buero, la única que no le ha sido posible estrenar en España: La doble historia del doctor Valmy -pero sí en Inglaterra-, no está referida a tipos o ambientes de nuestro país. Son totalmente imaginarios. Son atópicos, en el sentido etimológico, y no acusan directa o indirectamente el talante exclusivo de una ideología de derechas o de izquierdas, de aquí o de allá, sino unos modos execrables de extorsionar el testimonio, que todavía perviven en la sociedad moderna. En alguna parte de esta obra dice un personaje que el tormento, al igual que la pena de muerte -añado yo- los   —27→   rechaza la sensibilidad media de nuestro tiempo. Extraña paradoja: mientras las demás obras de Buero referidas a la mediata o inmediata realidad española tuvieron franquicia en nuestros escenarios, La doble historia del doctor Valmy, que denuncia un cruel anacronismo persistente en todos los países, no pudo ser representada.

Antonio Buero tiene, además, el enorme mérito de haber aceptado su circunstancia sociohistórica con un estoicismo ejemplar. Ni marchó al extranjero para montar el gran número de autor incomprendido y sin posibilidades de tarea, ni permaneció callado... Que los que callan aquí, o donde fuere, con frecuencia disfrazan su esterilidad bajo el pretexto de un necesario silencio. Buero se propuso y ha conseguido decir lo que siente y piensa dentro de su circunstancia personal e histórica, buscando los quiebros y simbolismos que le imponían ciertas limitaciones expresivas... pero diciéndolo. En un medio más coherente con su mentalidad y postura personal, posiblemente hubiese hecho un teatro menos metafórico e implícito, más directo. Pero -y esto es otro punto de meditación- ¿hasta qué punto al modo creador de Buero, su estrategia minuciosa y rica en matizaciones, no le ha favorecido esta necesidad elusiva, no frontal? ¿Hasta qué punto la capacidad fabuladora de Buero no se ha realizado plenamente, no se ha utilizado al tener que ceñirse con virtuosismo a unos estreñimientos expresivos tan acordes con su configuración poética, con su tacitismo estético?

Pero en la carga social no reside, ni mucho menos, todo el mérito del teatro de Buero. Ni en ella ni en su poética constantemente renovada. A la hora de la verdad, en toda verdadera obra literaria hay un duende soterraño, que habita en los más enconados camarones de la personalidad de autor. Y ese duende testimonia nuestro más hondo sentir más allá de las circunstancias aleatorias de nuestro contorno, y transparenta nuestra peculiar actitud ante el raro fenómeno que es vivir, ante lo que esperamos y desesperamos en este viaje tan corto y de súbito final. Al fin y al cabo, los quehaceres y deshaceres de los hombres, sus floraciones, torpezas y crueldades, amores y jubileos, resultan un solar demasiado próximo frente a la investigación importante de lo que somos, por qué y para qué. Del «a dónde vamos y de dónde venimos». La melancólica esperanza, la necesaria y casi obligada esperanza que se desprende de todo el teatro de Buero. Las «ganas de esperar» mientras duele la vida, es algo impalpable que trasunta su obra y deja en el público una fecunda tristeza, un moderado goce de difícil definición.

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El público masivo que aplaude a Buero porque cree coincidir con la ideología de su teatro, se siente unido a él por otro algo más inasible y metafísico, por no sé qué sincera y agridulce perplejidad ante el breve incidente de la existencia... Sin esta última cualidad inasible y vagorosa, el teatro de Buero sería un cumplido testimonio de nuestro tiempo, un noble ejercicio poético, pero carecería de este último regusto metaterreno y metaespañol, que ni cuaja en lágrima ni llega a ser sonrisa.

(Publicado en Destino, 20 febrero 1971).





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ArribaAbajoII. Temas y técnica

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ArribaAbajoNota de introducción al teatro de Buero Vallejo

Gonzalo Torrente Ballester


¿Cuánto tiempo ha pasado desde el estreno de Historia de una escalera? ¿Catorce años? ¿Quizá sólo trece? No tengo a mano ejemplar que me permita consultar la fecha y me fío de la memoria. No creo que un año de error importe mucho. Desde aquel estreno, Buero Vallejo ha ido ofreciendo una comedia por temporada. No puedo precisar ahora si alguna vez han sido dos por temporada, y no creo que se haya pasado un año entero sin ninguna. Como el teatro de Buero no es fácil, ni amable, ni evasivo, su continuación en los escenarios demuestra que al público le interesa algo más que la frivolidad y la astracanada. Dado que el teatro de Buero es, además, de palmaria castidad, podemos añadir que al público le interesa algo más que los problemas sexuales.

Buero es un autor discutido. Tiene secuaces y detractores. En medio de las grandes ovaciones que suelen acompañar a sus finales de acto, o a alguno de sus parlamentos, no dejan de oírse voces discordantes o de verse rostros descontentos. Estoy seguro de que la discordancia y el descontento obedecen no a la naturaleza dramática de las obras de Buero, sino al contenido de su pensamiento. Excluyo, naturalmente, de esta afirmación el fracaso y el medio fracaso que recuerdo:   —32→   La señal que se espera e Irene y el tesoro, donde se rechazaron las comedias en sí, en su forma teatral, en sus palabras, y no el pensamiento que encerraban. Tampoco quiero meterme ahora a dilucidar -cosa difícil- si los fracasos fueron justos o injustos. Me basta con afirmar que, en general, los disconformes con Buero son, ante todo, disconformes con su pensamiento. Pero como nadie se muestra disconforme con lo que no existe de algún modo, apuntemos la realidad de un pensamiento de Buero Vallejo, un pensamiento que se expresa dramáticamente. Lo cual nos autoriza a «ficharlo» por el equipo de los dramaturgos trascendentes. (Que no es lo mismo, ¡ojo!, que trascendentales.)

El pensamiento de Buero Vallejo es aprobado por los que aplauden y rechazado por los disconformes. Como aquéllos suelen ser más que éstos, hay que añadir a lo apuntado anteriormente un dato más: Buero acostumbra a dar forma teatral a un modo de pensar, quizá de sentir también, del público. Y como ser público, formar parte del público, es un modo de estar constituido en sociedad, comprobemos un acuerdo del pensamiento de Buero Vallejo con un sector, al menos, de la sociedad española de su tiempo. Posiblemente nos veamos precisados a restringir el alcance de este sector a una parte del público madrileño, barcelonés y de otras grandes ciudades. Pero actualmente el efecto de cualquier pensamiento teatral sobre el público español debe tomarse siempre con idénticas restricciones. En cualquier país, el público actual se estratifica en zonas a las que podríamos atribuir diversas cronologías; la más antigua del español corresponde a la prehistoria, pero la más amplia ofrece todavía una mentalidad del siglo XIX. El que antes he acotado es, sin duda, el más moderno. Ignoro el efecto del teatro de Buero sobre el público más numeroso, el decimonónico, el provinciano.

En cierto modo, pues, el teatro de Buero expresa el modo de pensar sobre ciertas materias (y el de sentir, no lo echemos a olvido) del público español más moderno (tampoco del más radical). Si no fuera así, el teatro de Buero, que no halaga, que no divierte, hubiera dejado de representarse. Si estas cuartillas apuntasen directamente a la sociología o procediesen de ella, no habría más remedio ahora que investigar las razones por las que el público, cierto público, se halla expresado por Buero. No es éste, sin embargo, mi propósito. Me basta con una consignación más, la de la popularidad de un autor. ¿Lo es también fuera de España? ¿Lo sería de estrenarse por esos mundos? No se puede responder con seguridad: las representaciones de Buero fuera de España   —33→   han sido escasas. Averiguar el porqué nos daría seguramente resultados escasamente relacionados con la perfección estética, capacidad expresiva, hondura o realidad de sus piezas y de sus temas. Nos metería en la cuestión, tan espinosa y difícil, de por qué la literatura actual española es tan ignorada. Dejemos, pues, aparte este nuevo tema.

Toda obra de arte consta de materia y forma (no fondo y forma). Ninguna de ellas existe sin la otra. La forma tiene valor eminentemente instrumental: a mayor perfección, más materia expresada y liberada. Recíprocamente, la materia es la carne de la forma, el material que le permite ser. Uno, al menos, de los fracasos de Buero se debió a la forma.

¿Cuál es la actitud de Buero Vallejo ante los problemas formales? Hay que distinguir entre forma y técnica. Son términos frecuentemente confundidos, al no darse cuenta quienes los confunden de que la técnica es subjetiva, mientras que la forma es objetiva. Decir de una obra de arte que tiene tal técnica es un disparate morrocotudo. Mejor sería decir que la manifiesta, que la revela, como siempre en lo objetivo queda prendido algo de nuestra subjetividad. La técnica es el modo que tal artista tiene de manipular su materia para conseguir tal forma, pero en modo alguno con la mera forma como fin, al menos en las artes que no son meramente formales. Arriba mencioné el carácter instrumental de las formas: no sé si la afirmación, referida a una estatua, será gratuita o estúpida; referida a la poesía, no lo es. Allí donde hay palabras que contengan imágenes y conceptos, son los conceptos y las imágenes lo principal y al mismo tiempo el principio de subordinación de los restantes ingredientes, forma incluida. Esto nos lleva, no lo ignoro, a una estética en la que la belleza no es el supremo valor, ni nada de su naturaleza. Sin embargo, ¿quién dice hoy que una novela, un drama, incluso un poema, sean bellos? ¿Quién lo dice, al menos, como supremo elogio? Téngase esto en cuenta si se ejercen funciones críticas; ténganlo, sobre todo, los nuevos formalistas.

Hay formas artísticas preexistentes a la obra misma, formas a las que es posible adaptar la materia sin violentarla. Dejemos a un lado ahora las razones por las que estas formas previas -soneto, drama en tres actos- mantienen su vigencia. Es el caso que Buero Vallejo ha solido acomodarse a estas formas, precisamente al drama en tres actos. No siempre, claro. A veces, como en sus piezas históricas, ha preferido   —34→   las estructuras narrativas2. Pero, cuantitativamente, el drama en tres actos predomina. Esto nos pone sobre la pista de lo que pudiéramos llamar parte tradicional de la mentalidad dramática de Buero. Aclaremos, sin embargo, que dentro de este concepto tradicional, dentro de este tradicional drama en tres actos, hay grandes diferencias. El drama en tres actos del siglo XVII no es como el del siglo XVIII, ni éste como el del siglo XIX o del XX. Dentro de autores coetáneos, las diferencias subsisten. ¿Quién diría que los tres actos de Benavente son como los de Arniches o los de los hermanos Álvarez Quintero? Decir tres actos es decir algo muy concreto y, a la vez, muy vago. Más es señalar un límite que una forma.

Los tres actos de Buero se caracterizan, entre otras cosas, por su técnica. Pero en la técnica de este autor me atrevo a ver dos vertientes. Una, la más patente, consiste en la medida y peso, al milímetro, de movimientos y de palabras. Madrugada admitía e implicaba una comprobación cronológica exacta, puesto que el tiempo real, no el dramático (que en dicha pieza se identifica con el real), constaba como factor de primera fuerza. Esta vertiente externa de la técnica de Buero afecta, ante todo, a la justificación del movimiento escénico y, al mismo tiempo, a la preparación de los efectos que han de suscitar en el público las emociones deseadas y previstas.

La vertiente interior se refiere al drama mismo, a su contenido, y se propone hacerlo resaltar. Es, pues, un elemento subordinado, funcional, como debe ser. Ahora bien, ¿cuál es, en realidad, el principio subordinante? O, dicho de otra manera, ¿cuál es la materia que Buero manipula en sus dramas? La pregunta puede hacerse con otras palabras: ¿son los personajes y sus acciones la materia dramática del teatro de Buero? A primera vista, sí. Pero, ¿así, sin más? ¿Sólo estar allí, hablar y actuar?

Suelo clasificar los personajes literarios en tres grupos, ordenados según sus relaciones con la significación. Este elemento de toda obra literaria ha sido tan perfectamente definido por Sartre que no puedo hurtarme al deseo de transcribir aquí sus palabras textuales: «la signification, image de la transcendance humaine, est comme un dépassement figé de l'objet par lui-même... Intermédiaire entre la chose présente qui la supporte et l'objet absent qu'elle désigne, elle retient en elle un peu de celle-là et annonce déjà celui-ci» (Badallar, p. 204).   —35→   Texto, como se ve, rico en posibilidades exegéticas que no es éste el lugar de hacer, pero que me sirve de fundamento a mi clasificación en personajes unívocos, equívocos y multívocos, según que su significación sea única e inmutable (Harpagón), indeterminada (K., personaje kafkiano de El castillo) o variable históricamente (Don Quijote, Hamlet). Vaya por delante que se trata de una clasificación, no de una jerarquización. Pues bien, pienso que la significación es el principio subordinante de todos los elementos del teatro de Buero Vallejo. De lo cual resulta que la mayoría de sus personajes pertenecen a la serie unívoca.

Es evidente que el modo de trabajar del artista cuando su obra se queda en el aquende no puede ser el mismo que cuando tiene a la vista, ante todo, un allende. El estilo puede no variar, pero la técnica, sí. Se advierte la diferencia en obras como el Quijote, donde el artista ha pasado por ambas etapas (en el caso del Quijote, Cervantes comienza subordinando su personaje a una significación satírica; más adelante se queda en el aquende de los propios personajes). El allende, la significación, no aparece en todas las obras de Buero con la misma claridad, entre otras razones porque en la mayor parte de ellas existe una doble significación: la primera, inmediata, y mediata la segunda. El análisis de piezas como Un soñador para un pueblo y Las Meninas lo revela inmediatamente: la significación inmediata se agota en un pensamiento crítico acerca de la historia nacional. Pero ¿no hay más que esto? Un estudio más exigente, ¿no nos descubre un pensamiento ulterior, más amplio y ambicioso, relacionado con el que podamos hallar en otras obras igualmente significativas, como En la ardiente oscuridad, El concierto de San Ovidio o La señal que se espera?

No tengo tan reciente la lectura de todas las obras de Buero como para asegurar que esto que llevo dicho se cumpla absolutamente. No estoy, por ejemplo, seguro de que ese doble plano significativo aparezca en todas, aunque sí en las más importantes. Las que cumplen tales requisitos presentan la siguiente serie de ingredientes: 1. Una acción o situación generales, que el autor inventa o toma de la tradición histórica y literaria o de la realidad. 2. Una serie de personajes «en situación», inventados o reinventados. 3. Una significación inmediata, que actúa de principio subordinante de la obra en cuestión. 4. Una significación mediata, común, si no a todas las obras de Buero, a un grupo importante de ellas. Esta significación mediata está constituida por un pensamiento sobre el hombre o los hombres en general y por una actitud humana, moral, ante ellos, vivida por el autor y que constituye el núcleo de su mensaje. La sustancia, pues, del teatro de Buero Vallejo   —36→   es de naturaleza ética y no estética. Y se produce en él la paradoja de que, viéndose en la necesidad de convertir a sus personajes en figuras unívocas (lo cual siempre equivale a despojarlos de alguna de sus riquezas para limitarlos a aquello que sirve adecuadamente a la significación), el mensaje ético mediato de que son portadores les devuelve esa riqueza que, funcionalmente, habían perdido. Y esta misma significación última es lo que confiere unidad a piezas de apariencia, y aun significación inmediata, tan distinta como Historia de una escalera y Madrugada. Buero es un dramaturgo social sólo en la medida en que es un dramaturgo ético. Buero se atiene indistintamente a la realidad actual, al pasado histórico o a la fábula de origen poético, porque materiales tan diversos le sirven a la significación mediata. Buero utiliza formas dramáticas tradicionales (tres actos) o modernas (estructuras narrativas), no por preferencia de principio estético o escuela, sino porque unas u otras sirven al caso presente (Madrugada o Un soñador...) mejor que otras para que sus significaciones varias queden perfectamente expresadas. En resumen: el principio subordinante último de todos los elementos del teatro de Buero es su significación ética.

(Publicado en Primer Acto, n.º 38, diciembre 1962).



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ArribaAbajoBuero Vallejo: Teatro y Política

Jean Paul Borel


Arte y política

De manera general, se puede afirmar que la obra de arte se presenta como reacción a una experiencia hecha por el autor. Por interior y exclusivamente personal que sea, esta experiencia no deja de ser condicionada por el contorno histórico y social; en este primer sentido, cualquier creación es, de por sí, fenómeno «político». Directa o indirectamente, expresa un conflicto entre el hombre y su circunstancia, o sea una tensión o desgarramiento dentro del conjunto que cada uno forma con su circunstancia. Sin dicha tensión, es poco probable que nazca una obra de arte; y si nace, carecerá de autenticidad -por ejemplo, en el caso de un hombre que, escribiendo bastante bien, decide ser dramaturgo porque le gusta el teatro.

Por otra parte, la creación artística no se verifica en un mundo neutro, sino dentro de un universo estrictamente caracterizado: una serie de realidades específicas de la organización de nuestra sociedad se interesan por el nuevo «objeto» que surge, y, según los casos, ayudan o contrarían su nacimiento, intentan apoderarse de él o, al revés,   —38→   lo anatematizan para quitarle de antemano cualquier posibilidad de actuar. Desde ese punto de vista también el fenómeno artístico presenta, quiérase o no, un cariz político cuya importancia no se puede menospreciar.

El teatro de Buero Vallejo es un ejemplo típico de ello. Es fácil advertir que las reacciones suscitadas por él presentan, además de un carácter estrictamente artístico, aspectos históricos y sociales. Esto no es solamente normal o inevitable, sino también justo: si el autor asume su responsabilidad política, acepta implícitamente que se le juzgue -bien o mal- a partir de los mismos supuestos. Pero lo importante es que, a pesar de todo, el teatro de Buero sigue siendo para nosotros la prueba de que es posible escapar en cierta medida a esas fuerzas de opresión, a esa alienación o enajenamiento que amenaza cualquier producción del espíritu humano.

Aceptado o rechazado el mensaje de Silvano (Aventura en lo gris), se ha formulado y, aunque de manera insuficiente, se ha transmitido. Al quedar fiel a sí mismo, o simplemente al quedar lo que es, sin más, Buero Vallejo demuestra la posibilidad de ello; pero sus luchas recientes y antiguas nos recuerdan lo difícil que resulta mantener esa autenticidad y lo mucho que puede costar la fidelidad a sí mismo. No obstante importa subrayar que el «imposible histórico» que parece acechar al novel dramaturgo de 1949, lleva en sí su propia superación. En efecto, las circunstancias de entonces hacían casi imposible el acceso de aquel hombre «comprometido», no solamente al primer rango de los autores dramáticos de su país -lo que de hecho se realizó-, sino también a cualquier rango de relativa importancia. Ahora bien, fueron aquellas mismas circunstancias, a primera vista tan negativas, las que dieron a Historia de una escalera la enorme repercusión que tuvo. Por sus cualidades intrínsecas, la obra no podía pretender producir el gran revuelo que sabemos. El «imposible colectivo» en el que la España de aquellos años estaba sumergida compensó el «imposible individual» que se cernía sobre su autor: éste supo escribir la obra que se esperaba, que se necesitaba; o sea, supo expresar, además de su propia tensión íntima, el desgarramiento de su sociedad toda. Cualquier situación política suscita «su teatro».

Este último punto nos introduce ya en la principal relación entre arte y política.

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El arte como acción

Las anteriores relaciones entre arte y política no atañen a la esencia de ambos; pero sí es «esencial» el hecho de que las realidades humanas no se definen por lo que son, sino por la función que cumplen en la sociedad. El teatro es un fenómeno político porque no existe fuera de la función que le corresponde en la Historia; si no hay tal función, no hay teatro, sino solamente letra muerta, libro abstracto. Ser agente activo de la transformación de una sociedad, ésa es la «esencia» del teatro; también lo es de la política, y no aquella rivalidad mezquina de partidos, como algunos lo creen todavía. Se comprende la irritación que sentía Ortega y Gasset frente a la noción sartriana del art engagé: ¡como si el arte pudiera no ser engagé, comprometido! Más todavía que las demás artes (por su carácter de espectáculo colectivo), el teatro está comprometido, engagé, «metido» en un tiempo y un lugar que son los de un proceso histórico definido. El teatro es un «momento» -o sea, una articulación- de la crisis de una sociedad, como también es el lugar donde, en «el tinglado de la antigua farsa», se encuentran para confrontarse el hombre y la idea, el texto escrito y el espectador, la reflexión del autor y la preocupación íntima del público, la teoría y la realidad vivida.

No se trata de resucitar antiguas querellas. Se trata únicamente de comprender en su realidad efectiva -«ejecutiva», diría el gran filósofo- el teatro de Buero Vallejo: esta realidad es «política» más todavía, quizás, que para el de Sartre, porque, a diferencia del autor de Las manos sucias, el de Un soñador para un pueblo nunca es sólo un intelectual, nunca pierde contacto con el verdadero contenido de la política, que es el pueblo y su vida más concreta. No es sino una cuestión de primacía: ocurre a menudo que, en las obras de Sartre, el conflicto entre ideas sea esencial, y secundaria su repercusión en los individuos; en el teatro de Buero Vallejo, lo fundamental es siempre el problema personal y social, y el conflicto de ideas más bien consecuencia o explicación del mismo.

Eso es lo que confiere a Buero Vallejo su importancia, tanto en la España de la postguerra como en el mismo mundo actual: representa el momento en que nuestra sociedad adquiere conciencia de su miseria, de su esencial carencia (de su ceguera), a la vez que de la necesidad urgente de superarla, pero también de la imposibilidad de hacerlo totalmente, como lo demuestra la actitud de Ignacio (En la ardiente oscuridad) y, de la importancia de cualquier pequeña superación, por incompleta   —40→   y provisional que parezca, como en el caso de David (El concierto de San Ovidio). Su teatro es el lugar donde las grandes teorías de la época moderna vienen a encontrarse con la realidad histórica concreta, como un soñador se encuentra con su pueblo. No se le puede exigir que resuelva esa crisis; si nos da la posibilidad de comprenderla y por lo tanto de vivirla de manera más auténtica, cumple con su deber de artista y de hombre.

Moral política

Muchos críticos han subrayado con razón el carácter ético de la obra de Buero Vallejo: su afirmación fundamental es la necesidad de vencer al egoísmo, en sus múltiples formas. En su teatro, adquiere importancia absoluta la primacía del don de sí sobre cualquier otra actitud humana. No es preciso recordar que ése es ya un problema político, por la sencilla razón de que la oposición concreta entre altruismo y egoísmo solamente se da cuando varios individuos entran en contacto, o sea, en un primer núcleo de polis, de ciudad. Pero hay más: altruismo y egoísmo no tiene otra realidad «en sí» que una estructura general y una serie de leyes; lo que les hace pasar a ambos a la categoría de realidad íntegra, es su función dentro del ámbito histórico y social en el que actúan. Le pasa a la conducta lo que a la obra de arte, según vimos: su ser no acaba en ella misma, sino que abarca todas sus consecuencias. El análisis in abstracto de una manera de comportarse no nos puede informar definitivamente sobre su carácter moral. Es la dimensión social de una acción -o de un pensamiento- la que le confiere un valor ético.

No se puede decir que Silvano (Aventura en lo gris) se conduzca de una manera, en sí, moral: no deja de sorprendernos el que este gran revolucionario acepte unirse con la que fue querida del dictador. Sin embargo, esta actitud se sitúa en el nivel ético, porque representa la renuncia a un ideal estático, abstracto, en pro de un valor humano concreto: la salvación física de un niño inocente, y la salvación espiritual de una enemiga política. En definitiva, la distancia política que separa a Silvano de Ana es la que permite la transformación de una actitud un tanto «teatral» -unión y sacrificio ante los fusiles del enemigo- en una acción útil. El afán moral de Silvano encuentra al fin un objetivo: salvar una vida humana, rescatar una conciencia. Se inicia la evolución que conduce de Ignacio a David.

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Casi todos los «héroes» de Buero Vallejo muestran a la vez egoísmo y altruismo; diríanse formados de esa contradicción interna, de la tensión creada por la presencia de un egoísmo congénito y la voluntad consciente de sustituirlo por el altruismo. Quizá la única excepción sea Irene, en la obra que lleva su nombre. En los demás personajes, la ausencia de actitudes perfectas e íntegramente morales no se debe a la famosa «debilidad humana», que tantas veces sirve para excusar acciones manifiestamente falsas, sino que se deriva de esa tensión que acabamos de señalar. Quien intenta de veras superar su egoísmo, mas no lo consigue, es hombre débil, desde luego, pero hombre; quien, al contrario, renuncia a esta superación y no se esfuerza por vencer sus flaquezas, éste sí es débil en el mal sentido de la palabra, y pierde una parte de su humanidad. La complejidad de cualquier circunstancia, dentro de la cual la acción humana tendrá que definir a la par su función y su valor ético, nos impide siquiera soñar con la eliminación total del mal o del egoísmo. Más exactamente, se trata sobre todo del aspecto temporal, o sea histórico, de esa complejidad: si el esquema de la moral es invariable -a partir de la estructura del «ser en el mundo» y la noción de «elección fundamental»- las condiciones del acto moral particular sí cambian. El carácter moral depende del porvenir, de manera que, en el mismo momento es imposible saber si una acción o una actitud aparentemente morales lo son realmente, porque no lo «son» todavía: lo serán cuando aparezca la función que les ha correspondido dentro de la economía socio-individual, que siempre está por hacer. Importa huir de dos actitudes opuestas igualmente peligrosas: la que pretende que «el fin justifica los medios» y la que nos dice «haz lo que debas, pase lo que pase». La ética exige que se utilicen medios buenos y que se logre un resultado bueno.

La consecuencia esencial, y trágica, de todo ello, nos remite a la noción de moral política. La moral no puede contentarse con «ser» esquemáticamente, sino que se ve obligada a defender su carácter ético de una manera muy concreta, y hasta a crearlo: tendrá que obrar de tal manera que el mundo -y dentro del mundo, la vida del sujeto mismo- llegue a realizar la bondad social e histórica de los valores buenos «en potencia» solamente. Evitando una interpretación utilitaria del fenómeno, llegamos a tener conciencia de que no podrá considerarse moral sino el valor cuyas consecuencias históricas sean moralmente buenas- y no se olvide que «historia» es la evolución, o progresiva   —42→   realización de lo único concreto, a saber: el conjunto político que el hombre forma con su circunstancia.

Así toma nuestra afirmación anterior su sentido completo. La preocupación ética por fuerza tiene que suscitar una actividad política en el sentido más amplio de la palabra, o sea, una voluntad de realizar, no tanto el valor en sí, como el bien, o mejor dicho lo bueno. A los estetas de la moral no les gustará el neutro, el «lo»; pero David les contesta que en esto precisamente consiste la realidad ética. Donde no hay voluntad de mejorar el mundo, y afán concreto por ello -ya que la «buena voluntad» no es suficiente-, tampoco puede haber moral. Claro que entonces surge un nuevo peligro, el de una vuelta al egoísmo que creíamos haber eliminado definitivamente: la voluntad de transformar el mundo, no para realizar lo bueno, sino para que «mi» moral resulte verdaderamente moral. Pero si la ética no se puede justificar sin la política, es claro que tampoco puede bastar la política para justificar una moral.

Vamos ahora a analizar algunos aspectos de la obra de Buero Vallejo, que darán más concreción a las tesis que acabamos de formular.

Ciegos y sordos

Dejemos a los psicoanalistas que expliquen la presencia de tantos desgraciados en la obra de Buero Vallejo, y contentémonos con analizar, no tanto el papel que desempeñan los individuos como la función que ejerce su desgracia misma.

Basta con la existencia de la enfermedad para que se agriete el mundo y el orden de las cosas vuelva a ponerse en cuestión; lo cierto y definitivo se ve sustituido por lo posible, por la infinidad de los posibles; el «universo» de la gente físicamente normal pierde su unicidad, o sea su objetividad presunta. Para cada uno de estos tullidos, sin embargo, la carencia de que sufre es al mismo tiempo una fuerza: herido un sentido, los demás adquieren una acuidad superior, «anormal» (véase la extraordinaria estructuración del universo de Ignacio y David), así como la deficiencia intelectual de Irene la hace capaz de percibir una «realidad» que escapa a los demás.

Pero es en el ámbito social donde ese fenómeno alcanza toda su importancia. Podría pensarse que la enfermedad de algunos no hace sino poner de relieve la normalidad de los demás. Pero sucede lo contrario. La ceguera del prójimo crea como un desgarrón de mi mundo,   —43→   una puerta abierta que da a otro mundo, a otra manera de vivir el mundo y que no por serme ajena carece de realidad. Por lo tanto, mi posición se relativiza, mi universo ya no puede pretender ser «el» universo, sino algo que depende de mi sensibilidad particular. La tradicional «realidad objetiva» que la sociedad atribuye al mundo que ella se ha organizado, no resiste a la zapa de aquellos seres para quienes el mundo tiene otro «aspecto», otra forma, es algo distinto de lo que conocemos. Frente a los lisiados de Buero Vallejo -frente a la misión que cumplen dentro de la obra-, en lugar de sentirme más «normal», caigo en la cuenta de que cada hombre es el ciego de los demás; de que cada hombre carece, ontológicamente, de lo que poseen los otros. Pero además, todos los intentos de establecer entre el mundo de los videntes y el de los ciegos un verdadero contacto, cualquier forma de identificación, fracasa -la buena voluntad paternalista de los responsables de la institución, como la rebelión de Ignacio; la trágica parodia de orquesta, como la lucha desesperada de David.

El Concierto de San Ovidio es particularmente significativo en cuanto a la yuxtaposición de los dos mundos, radicalmente distintos a pesar de coincidir en el lugar y sucederse inmediatamente en el tiempo: universo de Valindin, mientras brilla la linterna; y, de pronto, universo de David, cuando la oscuridad invade al primero. El artificio escénico es parecido al de En la ardiente oscuridad, pero ya no es «la» ceguera que se hace concreta, sino que ahora es «mi» ceguera, digamos, personal.

Físicamente, nos parecemos más a Valentín que a David. Por eso, cuando este último apaga el farol, dejamos de ver en un mundo en el cual hay hombres que «ven». Experimentamos «nuestra ceguera», sin coartada posible: no podemos escapar a la enfermedad, atribuyéndola luego a seres de ficción, ya que la vivimos como nuestra, y en efecto es irremediablemente nuestra.

La carencia constitutiva del ser humano es un tema fundamental de la filosofía contemporánea. Buero Vallejo hace de él una realidad concreta, vivida. Nos demuestra que ello nos concierne directamente, a cada uno individualmente y a todos, en cuanto que «somos» la civilización occidental, ciega también de nacimiento (véase el mismo tema en La Venda de Unamuno). Pero lo esencial, creo, es que Buero Vallejo no se mantiene en el plano metafísico. Existe, sin duda, una ceguera que constituye al hombre, y estriba en su carácter «finito», o sea privado de algo; pero ésa va a la par con otra carencia, social y política, a la que el autor da cada vez más importancia. Se podría decir que entre   —44→   los dos puntos de vista que corresponden a las dos interpretaciones del hegelianismo, metafísica e histórica, Buero Vallejo se va acercando más a la segunda -pero ésta ya se encuentra, no olvidemos, en Historia de una escalera. Muchos de sus personajes padecen efectivamente una especie de enfermedad social, como casi todos los de Hoy es fiesta; son personajes paralizados por su situación social. Tienen, además, una visión del mundo y un modo de vivir estrictamente condicionados por su nivel económico.

Trátese de los aspectos prácticos, morales o espirituales, en ningún caso puede haber identificación entre los universos en los que se encuentran las gentes distintas -o sea, de circunstancias políticas distintas. En ningún caso es el vivir un fenómeno unívoco. Por nuestra situación histórica y social, quedamos despojados de una parte de lo que la vida podría ser, debería ser -sufrimos una especie de amputación vital.

La rebelión

Si bien hay oposición entre los dos sentidos de la ceguera -la de Ignacio (ontológica) y la de David (social)- subsiste entre ellos un paralelismo muy revelador. Así, la «enfermedad social» no es sencillamente «una situación en la que estamos», algo, muy molesto por cierto, que nos sucede, sino la privación de una parte de nosotros. El pobre deja de ser alguien «con dificultades económicas»: es un ser incompleto, privado de una de sus dimensiones insustituibles, víctima de una injusticia. Lo que se le reconoce, lo que podemos exigir para él, no es «una vida más fácil»; es el derecho a la humanidad, el acceso a una humanidad «normal», integral. Y en este fondo del problema, Ignacio y David están de acuerdo, y con ellos todos los verdaderos rebeldes.

Por otra parte, la dimensión histórica y social del fenómeno explica el sentido de la rebelión hasta en el caso de Ignacio. No era muy fácil comprender que se rebelase contra una desgracia sin remedio cuya responsabilidad no recaía sobre nadie ni nada; una desgracia sin origen definido, sin razón ni sentido. No por ello resulta menos trágica la enfermedad, puesto que, como hemos visto, significa la privación de algo sustantivo, de algo que es «mío», de un derecho absoluto. Además, el carácter gratuito de la rebelión de Ignacio le confiere una excepcional grandeza. Pero vivimos en una época en que la grandeza   —45→   por la grandeza ya no nos puede satisfacer. Lo que Ignacio exige de hecho es que todo el mundo reconozca la injusticia hecha a los ciegos, la proclame como tal, al mismo tiempo que el «derecho a ver» de cada uno. La culpa de la sociedad, lo que el desgraciado joven le reprocha, es que quiere minimizar la ceguera, hacerla olvidar; es una forma de complicidad, y tanto más grave (moralmente grave) cuanto que proporciona a todos una conciencia tranquila. Tratándose de la ceguera «ontológica», se comprende mal cuál podría ser la actitud de los videntes (si los hay en ese caso). Pero si la ceguera indica o simboliza una privación de carácter social, entonces la culpa de los demás no puede negarse y la rebelión se justifica por su índole política.

Sea o no prácticamente posible, no hay salvación sino a partir del momento en que se asume la injusticia -o sea, el momento en que se admite que la realidad de la ceguera no es una definición «desde Sirio», sino la manera como los mismos ciegos viven. Lo demás es mixtificación. Ignacio condena la actitud del «como si», excusa sin valor, justificación fácil, huida ante la responsabilidad propia.

Al parecer, David acepta el compromiso. Sueña con una orquesta de ciegos, que tocarían «como videntes». ¿Hay contradicción dentro del mundo de Buero Vallejo? No; pero sí evolución, y sobre todo evolución en cuanto a la noción de «mundo». El universo de En la ardiente oscuridad es hasta cierto punto estático, mientras que el de El concierto de San Ovidio es fundamentalmente dinámico e histórico: «Nuestros hijos verán». Por grandes que sean el valor escénico y la potencia dramática de la primera obra, hay que reconocer que la segunda es más verdadera, más vivida, más cercana a nuestros problemas concretos -más política-. ¿Es una calidad o un defecto? Comprendo y comparto la gran ternura de Buero para con su Ardiente oscuridad; pero si tuviera que elegir, mi preferencia iría sin embargo al Concierto. Lo que no se puede negar es que ambas obras forman un conjunto de gran valor e importancia.

Ahora creo que resulta bien claro el sentido de la rebelión de casi todos los personajes de Buero Vallejo. Teatro y política son para él, si no una sola cosa, por lo menos dos aspectos complementarios de una sola realidad: la misión del artista y del intelectual (más modesto, Buero Vallejo hablaría de papel, o de función, o de deber). Esta misión consiste, primero y sobre todo, en denunciar las enfermedades de nuestra sociedad, las que el individuo sufre en esa sociedad; segundo, en indicar posibilidades de curar sociedad e individuo, de darles «justicia».

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Las vías de salvación no dejan lugar a duda. En el nivel individual, superar el egoísmo; en el nivel de la sociedad y la historia, adquirir conciencia de la dramática dialéctica de Un soñador para un pueblo; en el nivel político, finalmente, unir estos dos aspectos, ponerlos en actividad y realizar su función dinámica.

En esas vías intentan adelantarse -cada uno a su manera personal, no se olvide- los personajes de Buero Vallejo. No es posible enumerarlos todos. Podría subrayarse por ejemplo la importancia de Daniela (Hoy es fiesta), cuya significación no es tan obvia como la de otros muchos. Pero el que se destaca, a mi juicio, de todos es el extraordinario don Diego Velázquez, de Las meninas. Queda por hacer el análisis exhaustivo de esa singular creación. Permítaseme decir, como conclusión, que don Diego Velázquez es, entre tantos personajes, el que más se parece a su autor. Antonio Buero Vallejo es, como su Velázquez, la conciencia de su época; es «natural» que haya quienes prefieran no escucharlo.

(Publicado en Revista de Occidente, n.º 17, agosto 1964).



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ArribaAbajoThe Dreamer in the Tragic Theater of Buero Vallejo

Martha T. Halsey


«Aprender a soñar sería aprender a vivir».


(Aventura en lo gris)                


In keeping with vital rather than prescriptive considerations, Buero Vallejo defines tragedy as a conflict between «libertad» (free will) and «necesidad» (the limitations imposed upon man by other individuals, by society with its conventions and false morality, or by an enigmatic destiny). He points out that this conflict is not exorably resolved in favor of necessity as we see in the cases of The Eumenides, Iphigenie in Tauris, Oedipus at Colonus, Ajax, and O'Neill's Lazarus Laughed, which have conciliatory or even happy endings3.

Buero's concept of tragedy as the struggle between freedom and necessity or, in his words, «la lucha del hombre, con sus limitaciones, por su libertad»4, explains the fact that many of his protagonists   —48→   are rebellious dreamers or visionaries who strive to transcend the limits of the human condition. These dreamer protagonists are idealists who struggle incessantly against the obstacles imposed by self or by society to realize their dreams. In those tragedies near the social pole of Buero's theater, these dreams or ideals include love, self-fulfillment, peace, or social justice; in those tragedies near the philosophical pole, they concern metaphysical vision.

Buero's preoccupation with the visionary or idealist is most obvious in two plays -La tejedora de sueños and Un soñador para un pueblo- but it is present, implicitly or explicitly, in most of his theater, especially the six works to be discussed here. Buero himself has stated that his aim in all his tragedies, from 1949 to the present, has been to show «el espectáculo del hombre desgarrado entre sus limitaciones y sus anhelos»5, between reality and dreams. More mystical than rational, Buero's dreamer-protagonists strive like «pequeños Quijotes» for the seemingly impossible6. Hope, however, is an essential element of tragedy according to Buero Vallejo7. For Buero, «lo trágico» is not closed, but open. «El escritor trágico», he writes, «lanza con sus obras su anhelante pregunta al mundo y espera, en lo profundo de su corazón, que la respuesta sea un 'sí' lleno de luz.»8

In La tejedora de sueños, Buero's Penélope weaves dreams, not about Ulises (Ulysses), but about Anfino (Amphinomus), the idealistic young suitor with whom she has fallen in love despite her external fidelity to her husband. Buero interprets Ulises, who disguises himself upon returning home, in order to spy upon his wife, and who kills all her suitors, as an egoist who knows nothing of real love. He presents him as astute and devious, a «mezquino razonador», in contrast to Anfino, who, like Penélope herself, represents the idealist, the dreamer.

  —49→  

The interior tragedy of Penélope, who cannot marry Anfino because the cither suitors, interested only in her wealth, would kill him out of envy, is represented by the secret figures which she weaves in the small locked room, symbolic of her soul. These figures portray her solitary dreams and illusions, her love which she knows can probably never be fulfilled. Anfino is the only one of the suitors who loves Penélope and who would be content to live with her in poverty. Moreover, he is the only one who is willing to wait; for only he sees her eternally young. Therefore, she explains to him «Decidí empobrecerme del todo. Y para eso destejo por las noches... Viuda y sin pensar ya en Ulises... ¡porque yo no sé razonar!»9 It is now that the significance of the mysterious figures becomes clear: «Son... ¡mis sueños! Mis sueños, que luego debo deshacer, todas las noches, por conseguirlos definitivamente algún día.»

When Ulises finally returns home and when Penélope unveils his «prudence» as cowardliness and lack of faith, the contrast between him and Anfino is clear. Ulises has disguised himself because he does not dare to believe in either Penélope or himself, because he fears that he will find Penélope old and that he himself, with his white hair, will be unable to please her. «Ese inmenso corazón que tú has roto», Penélope challenges him in a rebellious confrontation after he has killed Anfino before her very eyes, «adoraba mi juventud y mi hermosura... ¡Sólo habrías tenido una manera de ganarle la partida! Tener la valentía de tus sentimientos, como él; venir decidido a encontrar tu dulce y bella Penélope de siempre. Y yo habría vuelto a encontrar en ti, de golpe, al hombre de mis sueños.» (p. 70)

The purely external nature of the victory which Ulises wins as he destroys Penélope's weavings, is pointed up, at the end, by the ironic song of the chorus, praising Penélope's fidelity to her husband. Its words are like the «palabras de hielo» of the cynical and rationalistic Ulises himself10. Penélope goes down to external defeat; but she wins what Buero calls, in his commentary, the internal victory11. «Y   —50→   eres tú [Ulises], tú solamente, quien ha perdido la partida. ¡Yo la he ganado!... tú no habrás tenido en tu camino ninguna mujer que te recuerde joven, porque tú naciste viejo. Pero yo seré siempre joven, ¡joven y bella en el recuerdo y en el sueño eterno de Anfino!» (p. 70).

From this internal victory springs the hope with which the tragedy ends:

PENÉLOPE.- (Transfigurada, con los ojos en alto.) ...ya no hay figuras que tejer, y el templete de mi alma quedó vacío. Pero aún tengo algo... Mi Anfino (en un sollozo). ¡Oh, Anfino! Espérame. Yo iré contigo un día.


(p. 72)                


Penélope's hope is not limited, however, to another world where Anfino awaits her. For she envisions a day, on earth, when there will be «una palabra universal de amor», the reflection of the pure idealistic love of Anfino:

Esperar... Esperar el día en que los hombres sean como tú [Anfino] y no como ése [Ulises]. Que tengan corazón para nosotras, y bondad para todos... Sí; un día llegará en que eso sea cierto... ¡Cuando no haya más Helenas... ni Ulises en el mundo! Pero para eso hace falta una palabra universal de amor que sólo las mujeres soñamos... a veces.


(p. 72)                


The tragedy thus ends ambivalently, with a question.

In Irene o el tesoro, a «fable», the protagonist is a sad and disillusioned widow who lost her only son at childbirth and who is now abused and treated as a domestic servant by her dead husband's family. When Irene is alone, she sings a lullaby and dreams of the child for whom she yearns: «Cuando canto la nana, lo veo mejor... Yo sé cómo hubiera sido. Con... los ojos azules, y una sonrisita muy pícara. Hubiera sido... ¡Hijo de mi alma! ¡Como un duendecito! Pero la oscuridad me vence.»12 «Dios mío», Irene begs, «aliviame esta horrible oscuridad y dame el mío.» The «duendecito», Juanito, who appears one day, is both a compensation for Irene's frustrated motherhood and the incarnation of the world of light for which she longs. For at the command of the mysterious Voice which directs his actions, he twirls his magic pick and Irene's sordid, grey world is filled with brilliant red, blue, and orange lights. He then tells Irene to open the balcony; and, instead of «tejados y gatos», «muéstrase... un milagro de viva luz blanca. Parece como un corredor que, en rampa suave, llega hasta el balcón   —51→   entre extrañas e irregulares paredes de diamantina claridad.» (pp. 62-63)

In this sad household of «pobres seres que sólo alientan para sus mezquindades, sin sospechar siquiera el misterio que los envuelve», Irene is the only one who sees Juanito. For a moment, however, it seems that a poor roomer may be able to share Irene's new world. In his words we see clearly the anti-rationalistic attitude which is a major characteristic of all Buero's theater:

DANIEL.-¿Qué vale la razón? Esta engañosa razón de tejas para abajo puede ser, quizá, una gran locura... ¡No te asustes! Las palabras no valen nada. Lo mismo que la razón, poco más o menos. Es el sentimiento que nos salva.

Ya sabes que no soy más que un pobre soñador... Y todos los soñadores sabemos que el mundo no es sólo esta sucia realidad que nos rodea: que en él también hay, aunque no lo parezca, una permanente y misteriosa maravilla que nos envuelve... Y esa maravilla nos mira, y nos vigila, y nos penetra... Y, algún día, puede que logremos verla cara a cara.

Cuando estudiaba, comprendí a Santa Teresa, y a San Juan de la Cruz. También ellos vivían en un mundo donde les pasaban cosas maravillosas... Locos, les decían.


(pp. 85-86)                


Juanito and the Voice may represent this new reality of «light», a reality which, the Voice implies, may be the true one: «Para la loca sabiduría de los hombres, tú y yo somos un engaño. Pero el mundo tiene dos caras... Y desde la nuestra, que engloba a la otra, ¡Ésta es la realidad! ¡Ésta es la verdadera realidad!» (p. 110). Juanito and the Voice, on the other hand, may be only hallucinations of the protagonist, whom the other characters consider insane. Indeed the doctor who is sent for suggests that if Don Quijote, being a man, saw giants to combat, Irene, being a woman, may see an elf or a child to kiss if she is indeed insane. Nevertheless, madness, in literature, is often a vehicle to express truths which cannot be conveyed by normality.

This equivocation continues to the end, when Irene, urged by the elf to come to his land where happiness awaits her, moves slowly away on the miraculous path of light outside the balcony, her face transfigured with joy. Irene, whose flight represents a sort of rebellion, may have realized her dreams. It is not reason, but «el sentimiento» which saves us, Daniel has stated. The epigraph for the tragedy   —52→   is two verses from Unamuno's Cancionero: «El secreto del alma redimida: vivir los sueños al soñar la vida» -verses which express a major idea in all Buero's theater. On the other hand, Irene may have only succumbed to an hallucination and thus gone down to external defeat, for, as we hear her lullaby and see her move away on the path of light, we also hear the shouts of the other characters who see her dead body on the cobblestones below. This tragedy, like the last, thus ends ambivalently.

Like Irene, Ignacio, the blind protagonist of En la ardiente oscuridad, a tragedy which like Irene o el tesoro is near the metaphysical pole of Buero's theater, dreams of a new reality of «light». The transcendent reality represented in the last tragedy by the elf and the Voice is symbolized in this tragedy by the distant stars which Ignacio longs to see. The protagonist, being blind, fuses his desire to overcome his physical handicap with his metaphysical anguish. That the light for which he yearns really symbolizes metaphysical truth is obvious, for he knows that if he could see the stars, «moriría de pesar por no poder alcanzarlas.»13

The tragedy takes place in a school for the blind where the atmosphere in one of artificial gaiety and false optimism. This optimism is due to the fact that the students, content with their world of darkness and unaware of the light which shines outside, do not dream of what they have never known. The students, like the family of Irene's husband in the last tragedy, thus represent man in general, who is spiritually blind. «No es a ellos [a los ciegos], en realidad, a quienes intenté retratar», Buero has stated, «sino a todos nosotros.»14

Unlike the other students, Ignacio, the dreamer of the unknown, cannot be content with his limitations. Whereas the other students are described as «pacíficos», «insinceros», and «fríos»; Ignacio is «ardiente por dentro... con un fuego terrible... ardiendo en esto que los videntes llaman oscuridad, y que es horroroso..., porque no sabemos lo que es» (p. 29). When asked by Juana, a fellow student, what it is of which he dreams, Ignacio replies:

¡Ver! Aunque sé que es imposible, ¡ver! Aunque en este deseo se consuma estérilmente mi vida entera, ¡quiero ver! No puedo conformarme. No debemos conformarnos. ¡Y menos sonreír! Y resignarse con vuestra estúpida alegría de ciegos, ¡nunca!


(p. 30)                


  —53→  

For Ignacio, the rebellious dreamer, the artificial world of the students, their «cavern» of darkness and shadows, which corresponds to the sordid grey world of Irene's house, is not the only world, as we see in his words to Carlos, the complacent student leader.

¿No te has dado cuenta al pasar por la terraza de que la noche estaba seca y fría? ¿No sabes lo que eso significa?... Quiere decir que ahora están brillando las estrellas con todo su esplendor, y que los videntes gozan de la maravilla de su presencia. Esos mundos lejanísimos están ahí... ¡si la tuviéramos! A ti eso no te importa, desdichado. Pues yo las añoro, quisiera contemplarlas; siento gravitar su dulce luz sobre mi rostro, ¡y me parece que casi las veo!


(pp. 59-60)                


This passage, apparently so full of despair, is actually one of profound hope, when interpreted symbolically. For if the blind students represent man in general, who has created a world in his own image and likeness, Ignacio is the mystic who brings to them the message of a transcendent world to which most men are spiritually blind, «un mundo auténtico y verdadero, donde brilla una nueva luz.»15 The tragedy of the other students, the rationalists, lies precisely in their failure to experience this hope, «la esperanza de la luz». «Nos dicen incurables», acknowledges Ignacio to Carlos, «pero ¿qué sabemos nosotros de eso? Nadie sabe lo que el mundo puede reservarnos, desde el descubrimiento científico... hasta el milagro... Ya sé que lo rechazas. Rechazas la fe que te traigo.» (p. 60)

Ignacio, however, dreams not only of metaphysical «light» but also understanding toward the problems of blindness on the part of the others. The dreamer points out to the students the fiction and hypocrisy upon which their existence is based. Their life, he says, is only a parody of what it could be if they had the «light», and to pretend otherwise is insincerity. Ignacio, who, since he dreams of the truths which he does not know, seems an intransigent realist16, influences all around him, bringing «guerra, y no paz». «No puedo contenerme», he cries when confronted with the vague and inconsistent illusions of normality17 of Carlos and the other students. «No puedo dejar en la mentira a la gente cuando me pregunta... ¡Me horroriza el engaño en que viven.» Ignacio has come to the institution, he tells Juana, the only one who understands him, dreaming of finding true companions,   —54→   capable of sharing his anguish and his hopes -not «unos ilusos». «Lo que Ignacio exige», Jean Paul Borel states, «es que todo el mundo reconozca la injusticia hecha a los ciegos, la proclame como tal... La culpa de la sociedad, lo que el desgraciado joven le reprocha es que quiere minimizar la ceguera, hacerla olvidar.»18

The opposition between Ignacio and Carlos finally terminates with the murder of Ignacio. Ignacio's dreams, however, live on in his murderer, the former sceptic and rationalist. For Carlos, no longer content with his false paradise, is convinced that there exists another world symbolized by the stars. The tragedy thus ends with the sacrifice of the dreamer or idealist who rebels against the darkness to gain the «light». His death, however, means the survival of his ardent hopes.

In David, the blind beggar of El concierto de San Ovidio, an historical tragedy, we have much the same type of rebellious dreamer and idealist which we have seen in Ignacio of En la ardiente oscuridad. However, whereas Ignacio's dreams of «light» represent man's longing for metaphysical understanding, David's dreams represent, for the most part, man's desire for the understanding which will permit him to realize himself. Whereas En la ardiente oscuridad evinces the philosophical emphasis of Buero's theater, El concierto... gravitates toward a social pole. David's dreams are expressed semipoetically when he speaks of Melania de Salignac19, the blind lady who can read and write both books and music, and with whose image he is secretly in love. Just as Don Quijote of Dulcinea, the symbol of the ideal, David dreams of Melania, especially when he plays on his violin the «Adagio» from Corelli's «Concierto grosso in G minor». This music, which like Irene's lullaby is repeated several times throughout the tragedy, becomes representative of his yearnings: «¡Para ella hablo y para ella toco! Y a ella es a quien busco... A esa ciega que comprendería.»20 As one critic has stated, Melania represents, for David, a symbol «de lo que puede ser... de la libertad y las posibilidades del hombre.»21

  —55→  

David, who plays the violin in the streets as he begs and who has innate talent, dreams of becoming a real musician. This represents, for him, a means of overcoming his blindness, of reaching the «light». It becomes, therefore, the object of all his striving. «Yo tengo que tocar.» When Valindin, an impresario, offers to hire David and five other blind beggars from the Hospice des Quinze-Vingts of Paris to play during the fair of Saint Ovid, David longs to take advantage of this opportunity so that he and his companions may overcome their social degradation. Like Ignacio, David is a man of immense hope. He believes that it is possible for the blind beggars to learn to harmonize even though they cannot read the score. For David, a man of tremendous will power, «todo es querer»:

¡Hay que querer! Hay que decirle sí al violín... Me creéis un iluso porque os hablé de Melania. ¡Pero tú sabes, Nazario, que con mi garrote de ciego te he acertado en la nuca cuando he querido, jugando y sin dañarte! ¿Y sabes por qué? ¡Porque se me rieron de mozo, cuando quise defenderme a palos de unos truhanes! Me empeñé en que mi garrote llegaría a ser para mí como un ojo. Y lo he logrado. ¡Hermanos, empeñemos todos en que nuestros violines canten juntos y lo lograremos! ¡Todo es querer! Y si no queréis, resignaos como mujerzuelas a esta muerte en vida que nos aplasta.


(p. 21)                


Not all the beggars, however, share David's longings. They, like the blind students of En la ardiente oscuridad, are resigned to their limitations. «¿Cuándo vas a dejar de soñar?», David's companions ask him. To this the dreamer replies: «¡Estáis muertos y no lo sabéis! ¡Cobardes!» Nazario, especially, whose only desires are «comer y folgar», represents the man who has become adjusted to his limitations. As in En la ardiente..., we have a contrast between the dreamer and the man whose rationalism has led to scepticism and fatalism. David's attitude toward his blindness is as opposed to that of Nazario as that of Ignacio is to that of Carlos.

David, like Ignacio, rebels against not only his blindness but the attitude of others toward his problem. He protests the egoism, the seemingly insuperable evil of a society which looks upon the blind as objects of diversion. Valindin, it turns out, has no intention of having the beggars taught even an elementary harmony. He wants only to use them as a circus number, to convert them into clowns. Under the guise of philanthropy, Valindin, the «razonador» interested only in making money, takes advantage of the beggars to exploit and humiliate them. «Acaece, en efecto», writes Laín Entralgo, «que el mundo   —56→   es física y moralmente opaco; y si la opacidad física puede ser vencida con el ingenio, capaz tantas veces de iluminar cavernas y abismos o de adivinar estructuras invisibles, la opacidad moral del mundo -egoísmo y crueldad son sus nombres más vulgares- resiste con frecuencia.»22

David struggles unsuccessfully until the end, both to convince his complacent companions that his dreams are possible and to force Valindin to permit him to attempt to realize them. Like Ignacio he is the activist who brings not peace, but war, to all around him. Like Ignacio, also, he is a solitary figure, for his anguish is understood only by Adriana, the mistress of Valindin, who herself has suffered much. His rebellion culminates in the murder of Valindin. As the result of this crime, David, betrayed by his friend and fellow beggar Donato, is hanged. El concierto..., which Buero aptly subtitled a parable, ends, as does En la ardiente..., with the betrayal and death of the dreamer who strives to find the «light» and to guide others to it.

David's dreams, nevertheless, like Ignacio's, live on in the people whom he has influenced: in Adriana, in Donato, who years later walks alone through the streets playing only Corelli's «Adagio», and specially in Valentin Haüy, the inventor of braille, who, moved by the sad spectacle of the beggars' grotesque concert, devotes his life to devising systems to enable the blind to read and who appears as an old man in the last scene of the tragedy and reminisces about the concert and its results. David's dreams have thus become true. The events depicted in this «tragedia optimista» have resulted in man's triumph over one of his limitations. The illuminating lesson of the play has been summarized as follows: «Frente al inmovilismo de los que nos dicen que el mundo es inmutable, que nada puede cambiar, que hay que resignarse, hemos de oponer, con David, que el mundo no es inmutable, que todo puede cambiar, que el hombre no debe resignarse ante su destino, que las posibilidades del hombre son ilimitadas, que Melania de Salignac existe.»23

Like David, Silvano of Aventura en lo gris, a social tragedy, longs, to bring to society the light of understanding. In the sordid grey reality of a country just defeated and overrun by enemy soldiers with machine guns he rebels against the spiritual darkness of war and strives   —57→   to impart his dreams of peace24: «Hay un sueño que se repite con frecuencia... Me encuentro en un campo inmenso y verde inundado de agua tranquila. A mi lado pasan seres muy bellos que sonríen. Matronas arrogantes, muchachas y muchachos llenos de majestad, ancianos de melena plateada y niños de cabellera de ámbar. Son todos como ángeles sin alas.»25

The play takes place one night at a somber grey and brown shelter where several refugees await a train to evacuate them. Before all retire for the night, the idealist speaks of the importance which he attaches to dreams.

SILVANO.- Aprender a soñar sería aprender a vivir. Todos soñamos con nuestros inconfesables apetitos y soltamos durante la noche a la fiera que nos posee. Pero, si aprendiésemos... ¿soñamos mal porque nos portamos mal durante el día, o procedemos mal en la vida porque no sabemos soñar bien? No es fácil contestar, ¿eh?

Quizá son ciertas las dos cosas. Pero entonces, también hay que aprender a soñar... ¿Y si las personas que se tratan entre sí empezaran a soñar con frecuencia un mismo sueño?... Bastaría que nuestra mente se volviese algo más flexible para enviar o captar pensamientos...

ALEJANDRO.-(Burlón) Telepatía.

SILVANO.-Algo así. Los sueños serían entonces como una prolongación de la vida, pero más desnuda, más impresionante: ...Nos veríamos tal como somos por dentro y quizá al despertar no podríamos seguir fingiendo. Tendríamos que mejorar a la fuerza... Porque en el sueño es donde tocamos nuestro fondo más verdadero. ¡En el sueño, y no en la vida!


(pp. 44-45)                


Contrasted with Silvano, the dreamer, is Alejandro, the former leader of the defeated guerrillas, the man of action who believes that «soñar es faena de mujeres... o de contemplativos». «Pobre soñador», he replies to Silvano's visions of peace. It is, however, the dreamer who, in the end, proves the more useful to his country.

  —58→  

During the night while all the other refugees are sleeping, Alejandro, who has left behind him a trail of dead comrades and violated women and who is, moreover, now fleeing although he has promised to remain to lead the guerrillas, murders Isabel, a poor peasant girl he is unable to seduce. He thus exposes himself as an ambitious and unscrupulous egoist -«un hombre sin escrúpulos acostumbrado a coger a su paso el dinero, el lujo y las mujeres... un aprovechado que muerde por última vez en la carne de la patria vencida antes de marcharse... Un hombre... de acción, que nunca sueña... y que obra durante el sueño de los demás». «Loca de mí», exclaims Ana, his disillusioned mistress, «que llegué a compartir tu vida y a creer esas razones conque la justificas... Te has reído de todo y lo has manchado todo... en nombre de la acción.» (pp. 91-92) Alejandro loses his contest with Silvano; for, without dreams, the man of action becomes corrupt.

Silvano wins because he is able to put his dreams into action. When it becomes apparent that no train will arrive, the refugees flee at the approach of the enemy. However, Silvano and Ana, who has fallen in love with him, decide to stay behind in order to persuade the enemy soldiers to care for Isabel's baby -an innocent being in whom the blood of two enemy peoples may meet in a definitive embrace, a child who may become tomorrow a man free from hatred. Ana and Silvano, who have been able to live their dreams, thus win an internal victory; they have learned, in the words of Silvano, «lo que es vencer y lo que es vencerse».

ANA.-Tú me enseñaste a hacerlo, ¡Silvano! ¿Es así? ¿Es eso vencer?

SILVANO.-Sí. ¡Esto es vencer!


(p. 111)                


When the curtain falls, the sordid grey of reality has not been changed; Silvano's dreams of peace have not been realized; men have not learned to «soñar acorde»; the enemy soldiers are still «exterminators» with machine guns, not the angels of whom he dreams. Nevertheless, one of the soldiers has agreed to save child of Isabel, a child symbolic of hope for the future26.

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Esquilache, the protagonist of Un soñador para un pueblo, a social tragedy like Aventura en lo gris, is quite similar to Silvano. Like Silvano, he dreams of transforming society and rebels against «la tercera ceguera» of his country. He strives to «educar al pueblo», and to «conseguir una mayor higiene de los cuerpos y de las almas». In this tragedy, dedicated to Antonio Machado, «quien soñó una España joven», the liberal minister of Charles III institutes various reforms designed to realize his dreams. He paves the streets of Madrid, installs five thousand lanterns in the streets, and bans the long capes and over-sized hats which permit crime with impunity. However, as in Aventura en lo gris, the dreamer who wants to bring «luz al pueblo» is misunderstood and rejected. Reactionary forces succeed in inciting the worst elements of the «pueblo» (the «pícaros», «alcahuetas», «chisperos», etc.) against the idealist who wishes to civilize them. Esquilache is opposed, however, not only by the reactionary forces who oppose all change but also by liberal nobles such as the Marquis de la Ensenada, who act out of personal ambition and jealousy. Here, as in the tragedies which we have already discussed, we see the loneliness of the dreamer, a loneliness which extends even to his personal life. «Le temo a tu quijotismo», Esquilache's wife says to him, «por lo demás, no presumas tanto de idealista». Just as Silvano is misunderstood and rejected by everyone except Ana, Esquilache is misunderstood by all except the king and Fernandita, a humble servant girl who, grateful for his efforts to elevate the «pueblo», becomes his friend and confidante.

The rejection of Esquilache and of the «light» which he attempts to bring is symbolized by the mob's destruction of the lanterns which he has had constructed. The following night, that of the famous uprising of March 1766, Esquilache's house is stoned and ransacked, and he is finally forced to abandon his reforms and, like Silvano, go into exile. Nevertheless, this exile represents an interior triumph. The king, whom Esquilache's believes has abandoned him, comes on the night of the uprising to tell him that the decision is this: his exile, which the mob is demanding, or the danger of a bloody civil war. Esquilache, like Silvano, sacrifices himself for the ultimate realization of his dreams. Esquilache's decision to go into exile, like Silvano's decision to stay behind to save Isabel's child, represents an interior victory. «El rey les acaba de decir que seré desterrado... Pero no importa. Ahora sé que he vencido.»27

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Esquilache's last official act is to give to Ensenada, on whose behalf he has spoken to the king, a letter which he supposes is an appointment but which turns out to be an order for Ensenada's exile. «El rey», says Esquilache, who realizes for the first time that Ensenada was a secret instigator of the uprising, «nos enfrenta para compararnos». It is not the reactionary Villasanta who is contrasted to the protagonist, but Ensenada, the enlightened, intelligent but cynical ex-minister who began many of the reforms which Esquilache has carried on but who no longer dreams, and who now considers Esquilache, hopes for the pueblo, illusions. Whereas Ensenada, the cynic, has «conspirado fríamente para encender el infierno en toda España», Esquilache «lo ha apagado».

Here, as in all Buero's theater, we see the insufficiency or the limits of reason alone. It is important to note, in this regard, that Esquilache, himself, is presented, as the title indicates, primarily as a dreamer, rather than an «ilustrado». When Ensenada says that he is intellectually superior to Esquilache, the letter does not deny it. «Sin embargo», he answers, «soy más grande que tú. ¡El hombre más insignificante es más grande que tú si vive para algo que no sea él mismo! Desde hace veinte años tú ya no crees en nada.» (pp. 99-100) Without dreams it is impossible to remain free from corruption: «Ningún gobernante puede dejar de corromperse si no sueña ese sueño». Ensenada, like Alejandro, betrays his people out of egoism. The rationalist who does not dream becomes an egoist because life becomes a search for power, for advantage. The king aptly describes the character of Esquilache when he asks: «¿Sabes por qué eres mi predilecto, Leopoldo? Porque eres un soñador. Los demás se llenan la boca de las grandes palabras y en el fondo sólo esconden mezquindad, egoísmo. Tu estás hecho al revés: te ven por fuera como el más astuto y ambicioso, y eres un soñador ingenuo.» (p. 57) One critic has stated that the fundamental affirmation of all Buero's theater is the necessity of man's overcoming his egoism28.

At the end of Un soñador..., as of the other tragedies discussed, there remains the hope that the protagonist's dreams will one day become realities. The hope represented in Aventura en lo gris by Isabel's child, is represented here by Fernandita, who one critic notes, «atraída por el grande hombre, simboliza al buen pueblo lleno de posibilidad.»29 Pursued and seduced during the uprising by Bernardo el   —61→   Calesero, a leader of the mob, Fernandita has seemed unable to resist him although he represents all the stupidity and brutality which she hates. «Es la cruel ceguera de la vida», Esquilache says to her. «Pero tú puedes abrir los ojos... Tú has visto ya. Tú debes vencer con tu propia libertad... el pueblo no es el infierno que has visto: ¡el pueblo eres tú! Está en ti... Tal vez nunca cambie su triste oscuridad por la luz... ¡Pero de vosotros depende! ¿Seréis capaces? ¿Serás tú capaz?» (p. 105). At the end of the tragedy the answer seems affirmative as Fernandita breaks definitively her relationship with Bernardo, just as Ana repudiates Alejandro in Aventura...30

Esquilache himself -like Penélope, Ignacio, David, Silvano, and perhaps Irene- goes down to outward defeat. Like Don Quijote, the dreamer is defeated by a reality which seems unchangeable. In his struggle, however, he shows his true greatness -his unyielding and inflexible urge to strive toward the ideal, to attain the seemingly unattainable. We see the irony of man's limitations, but overshadowing this is his nobility- his integrity and refusal to compromise. The dreamer's outward defeat thus signifies his inward victory. As is the case in all tragedy, moreover, his outward defeat implies the survival of his inner ideals and hopes.

(Publicado en Revista de Estudios Hispánicos, University of Alabama Press, II, n.º 2, 1968).



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ArribaAbajoUn teatro abierto

José Monleón


Duvignaud dice que hay personajes cerrados, ceñidos a sus propios límites, de significación precisa, y personajes abiertos, concebidos como un interrogante, como una exploración o aventura de términos inciertos y renovables. Lo mismo podría decirse de los dramas. Y aun de las «puestas en escena» y de las interpretaciones. Y, por tanto, de las formas últimas y acabadas del hecho escénico; es decir, el teatro.

Pero, en definitiva, éste es un trabajo dedicado a Buero y, aunque se trate de un autor teatral, podemos muy bien limitarnos a sus textos, ya que la medrosidad e indigencia poética de nuestra escena no añadió ni potenció elementos que pudieran pasar inadvertidos o quedar minimizados en la lectura. Indigencia ésta, por otra parte, en perfecta correlación con nuestra tradición teatral y el papel absolutista que corresponde a los autores y a la expresión puramente literaria.

Creo yo que Buero ha planteado, una y otra vez, dramas «abiertos», en el sentido apuntado al comienzo de estas líneas. Y siempre en función de un pensamiento matriz, del que se han derivado, con carácter de consecuencia sustancial, una serie de trazos medulares.

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Preguntarnos por qué esta sustancial «apertura» de Buero no ha llegado, formalmente hablando, a los márgenes que, por ejemplo, un Peter Weiss ofrece a los directores de sus obras, es, probablemente, una cuestión improcedente. Hemos de situar a Buero dentro de un teatro como el nuestro, dentro de un clima social y estético como el español, para que las tensiones y aperturas de sus obras cobren toda su extraordinaria magnitud. La larga disociación entre nuestra escena -por la que no «han pasado» ni Stanislawski, ni Brecht, ni Artaud- y la gran escena europea, entre nuestros rutinarios montajes e interpretaciones -aunque deban consignarse los esfuerzos de unos pocos directores y actores, siempre limitados en la práctica por la incultura media de nuestro teatro, en tanto que expresión propuesta desde un escenario, y, como tal, distinta de la literatura- y las corrientes que agitan el mejor teatro del mundo desde finales del siglo XIX, es cosa innegable y apoyada en el inmovilismo, o movimiento retardado, de nuestro último siglo de historia. Justamente, todo ese gran teatro occidental ha derivado de una «puesta en cuestión» de la imagen del hombre habitualmente aceptada, mientras la clave de nuestro pensamiento rector -y por tanto, del sector social que ha configurado el público a través de las décadas- ha sido la necesidad de confirmar esa imagen, eludiendo la representación de la crisis, el desgarramiento y las contradicciones de la sociedad y el hombre occidentales. La marginación escénica de Unamuno y Valle-Inclán -la de este último sólo parcialmente paliada, a pesar de los panegíricos, pues algunos de sus esperpentos siguen total o fragmentariamente prohibidos o, simplemente, sin estrenarse-, nuestros dos grandes trágicos de la crisis, responde perfectamente a este criterio «defensivo».

Digamos, pues, que nuestro teatro, es decir, los textos y las formas últimas y definitivas de la representación, se ajusta, por lo general, a lo que Duvignaud calificaba de expresiones «cerradas». Los personajes, los conflictos, suelen estar empequeñecedoramente explicitados. O bien, lo que se calla, es trivial, de carácter anecdótico. Todo se explica y justifica, habiéndose llegado a incorporar al concepto de la «teatralidad» esta lógica de censor o vigilante padre de familia. La concepción del teatro como armonía de literatura lógica, sentimientos elementales, convenciones fijas y edificación, es, sin duda, la expresión de una profunda desconfianza. Cuando las sociedades viven procesos dinamizados exigen un teatro «abierto», un teatro levantado en los límites y más allá de los límites de su experiencia; un teatro que ayude a ver más y a ir hacia adelante. Cuando, por el contrario, las sociedades temen   —65→   el futuro y miran hacia atrás, exigen un teatro «cerrado», en el que todo resulte claro, preciso, y, por supuesto, levantado más acá de los límites de la experiencia. No hay más que meditar un poco sobre lo sucedido en España desde la Restauración hasta hoy y considerar lo que, salvo excepciones, han propuesto los escenarios españoles, para comprender claramente lo que quiero decir.

El problema es tan hondo y pudre hasta tal punto nuestra cultura y nuestra convivencia que, a menudo, escritores alzados contra el statu quo nos han propuesto un teatro de oposición... igualmente «cerrado». Los papeles se cambiaban. Pero se advertía el mismo temor a la interrogación, la misma necesidad de partir del punto de llegada. La misma urgencia por exhibir la documentación y posición política del autor; el mismo temor a presentar ante nosotros, espectadores, personajes en crisis, gentes que no vieran claro por donde caminar.

La ironía y la miseria de la sociedad contemporánea es un hecho innegable. Su crisis también. Pero no deja de ser ingenuo oponer a sus desdichas soluciones inmediatas y definitivas. El marxismo ha denunciado con lucidez la explotación y sus diversas secuelas. Pero también el mundo socialista sufre constantes transformaciones y tiene en su haber histórico graves errores. Lo que significa, me parece a mí, que el camino que conduce a la justicia social y al respeto al individuo -socialismo y democracia- es largo, muy largo, y habrá de encontrar en la praxis muchos problemas de los que no han hablado -quizá porque han sido creados por hechos históricamente nuevos- los maestros de la economía política.

Aceptamos la posibilidad de un teatro de agitación. O de un teatro didáctico. Son, sin embargo, formas circunstanciales, que mueren cuando su ocasión o su tolerancia es pasada. Porque el teatro que en todo instante importa es el que se interroga, el que pone al hombre ante lo que ignora, el que lo saca de sus confortables esquemas -y puede ser, sin duda, un esquema vacío, inoperante y autoconsolador, decir que la culpa de «todo lo que pasa» la tienen los norteamericanos, o los burgueses, o los censores, aunque, ciertamente, sean responsables de una serie de calamidades- para situarlo ante la imagen real de sí mismo: la imagen de un hombre que sólo posee su existencia y que, entre cánticos e himnos, no sabe si al día siguiente tendrá que golpear, de cualquiera de las mil formas posibles, a su semejante. «Las estructuras tienen la culpa», decimos. De acuerdo. «Cambiémoslas». Y aquí empieza ya el problema. De nuevo, la dramaturgia se nos «cierra». Nos dice quienes son los nuevos buenos y los nuevos malos; juzga a los   —66→   antiguos jueces con la misma intransigencia con que éstos juzgaban; se hace «tabla rasa» y se propone una hipotética prehistoria de una nueva historia del teatro y del arte. El hombre se nos va de las manos detrás de las palabras proletario, burgués, reaccionario, prochino, etc. La revolución pierde toda su grandeza y, en vez de ser hija de la insumisión de los explotados, se nos convierte en la neobeneficencia de ciertas minorías iluminadas.

Yo, lo confieso, prefiero la actitud de Buero.

Es español. Perdió una guerra civil. Estuvo condenado a muerte durante meses, temiendo a cada amanecer que se cumpliera la sentencia. Ha escrito muchas obras hablando de las cosas de nuestra España. Unas son, probablemente, si es que el término tiene algún sentido preciso, mejores, y, otras, peores. En cada una de ellas se ha preguntado por nuestra condición social y humana. Ha intentado contemplarnos -al contemplarse a sí mismo- en un juego de responsabilidades sociales y de relaciones inextricables. Habiendo obtenido con su primer estreno, Historia de una escalera, un considerable éxito, no se ha conformado con volver a sus rasgos para repetir la suerte. Su teatro ha sido una sostenida interrogación, una duda renovadora.

Habiendo sido maestro de varios autores, los ha sobrepasado en juventud, por cuanto ha seguido «experimentando» obra tras obra. El conflicto que tipifican Mario y Vicente, los personajes de El tragaluz, lo ha vivido sin caer en la trampa de la disyuntiva; porque Buero sabe que, le guste o no, éste es su tiempo; y en él debe expresarse y ser útil a los demás. Ni impuro ni purista, Buero es un español de nuestro tiempo que se somete de buen grado a ser juzgado por sus obras, convencido de que, en cualquier época, el autor hubo de afrontar limitaciones y dar testimonio de ellas con su palabra y no con su silencio.

Por todo ello, su teatro es «abierto» y encierra siempre un margen de dudas, de cuestiones inefables, de implicitudes, de interrogaciones sin respuesta. Si, en algunos aspectos, resulta «cerrado» respecto de algunos grandes autores contemporáneos no españoles, ello se debe, me parece, al contexto en que se escribe. Diríamos que Buero se rebela «hasta cierto grado» contra las exigencias de explicitud y de lógica naturalista que es propia de nuestra cultura, en general, y de nuestro teatro -dominado por la pequeña burguesía-, en particular. Pero más allá de ese «cierto grado» tiene que ser, necesariamente, una dramaturgia sobre la que gravitan las formas dominantes de nuestro teatro contemporáneo.

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Digámoslo con nombres concretos. Antonio Buero lleva, junto a su unamunianismo, su personal ideología y existencia y su voluntad de experimentación, una huella benaventina -y también arnichesca- innegable. Huella que se inscribe en el concepto que Buero tiene de lo «teatral», pues resulta obvio que Buero trabaja en un plano sustancialmente contrapuesto al del Benavente evasivo y consolador que tanto aplaudió nuestro público. El que Buero plantee un teatro «abierto» partiendo de formas -en gran parte rechazadas y sustituidas por otras genuinas y nacidas de su reflexión- creadas para expresar un teatro «cerrado», podría explicarnos algunos de los problemas formales de su obra y, también, la carga experimentalista que a menudo contiene, resultado de su esfuerzo por subvertir la función de lo que tradicionalmente se entiende entre nosotros por teatral; es decir, por espectáculo escénico, previsible, fundamentalmente literario y domesticado.

Realismo

Pocos términos han sido tan barajados como éste de «realismo» en la teoría crítica española contemporánea. En España, donde se ha eludido tantas veces la realidad, y donde la «doble verdad» ha sido una constante -la historia oficial y la intrahistoria verídica, de que hablaba Unamuno-, el concepto excede de cualquier estimación puramente estética. Hablando una vez con Arrabal de Antonio Machado, me decía aquél que el bueno de don Antonio se había pasado la vida poniendo en verso imágenes y hechos evidentes, cosas que a él -artista de lo surreal- le parecía de escaso interés poético. Sin discutir si Machado había hecho esto o bastante más, yo le replicaba que, en nuestro país, a fuerza de sernos propuesta una -o más de una- falsa imagen de la realidad, una imagen reiterada y retórica de la misma, la realidad se nos había convertido, paradójicamente, en un plano sólo accesible a los más despiertos. Había que ser un gran poeta y tener mucho coraje para no ser arrollado por las imágenes falsas, legal o ilegalmente vigentes.

Algo análogo cabría decir de aquella Historia de una escalera, verdadero recomienzo del teatro español, tras una guerra civil y una posguerra en la que Jardiel expresó genialmente la trágica disociación entre la imagen de sí mismo que necesitaba la mala conciencia del hombre   —68→   y la muy torpe imagen que encontraba en la vida cotidiana. La realidad se degradó definitivamente y los casonistas del interior comenzaron a cantar la superioridad de los soñadores y de los tímidos.

Historia de una escalera quizá era más que un recomienzo, porque, a fin de cuentas, el sainete había sido, las más de las veces, casticismo populista o populachero, e Historia de una escalera, que a algunos les pareció, sin más, excelente sainete, se entrañaba en propósitos y preguntas mucho más considerables.

Por lo pronto, la obra, escrita en un lenguaje tremendamente eficaz y convincente, trascendía ya una pesadumbre desusada en nuestro teatro calificado de naturalista. Pesadumbre que nos conducía al pensamiento recto de Buero, ya empeñado en ligar la meditación sociopolítica con la meditación ontológica. Al plano de las relaciones sociales pertenecía la frustración de aquella colectividad, sus idealismos condenados al fracaso, su miseria, su moral del quiero y no puedo, su impotencia. En un orden más alusivo al momento español inmediato, también hablaba Buero al final de su obra de los hijos atemorizados por los padres, de la gravitación del pasado sobre el presente y -con carácter coactivo y condicionante- sobre el futuro. Al plano existencial correspondía quizá -recordemos El pasado que vuelve, de Miguel de Unamuno- ese reencuentro de los personajes con «su tiempo perdido» a través de las palabras y conflictos de sus hijos.

Historia de una escalera tenía, además, un rasgo ético que se ha sostenido y aún crecido a lo largo de toda la producción de Buero. Me refiero al hecho de que sus personajes, aún dentro de las gravitaciones negativas de su ambiente social, tuvieran la posibilidad de elegir, viniendo a ser, en alguna medida, verdugos de sí mismos. Los personajes «jugaban sucio» y la frustración era el final de una historia en la que no habían sido simples comparsas.

Eacute;sta es una característica fundamental en el pensamiento de Buero, de la que se han derivado una serie de consecuencias formales. Buero obliga a sus personajes a elegir, humanizando así los «principios generales» y haciéndolos materia problematizada y vivida. Los personajes se encuentran limitados por los términos de la estructura social en que viven, pero ello no significa que puedan descargar en ella todos sus males. En el teatro de Buero, desde Historia de una escalera a El tragaluz, encontraremos siempre a los personajes en trance de opción, o respondiendo de una opción anterior, y aunque esta opción no conduzca necesariamente a los objetivos deseados -para ello hay que modificar el contenido de las relaciones sociales-, e incluso la muerte   —69→   pueda ser el precio de una recta elección, lo cierto es que el personaje tiene, o ha tenido, en su manos la posibilidad de «no subir al tren», de «subir a costa de los demás», o de «subir para tener acceso a la vida y no quedarse en la cuneta», tal y como explica Buero, en su entrevista con Ángel Fernández Santos a propósito de El tragaluz, que publicamos en este volumen.

La noción de realidad no ha sido nunca, en Buero, de orden fotográfico. Ya hemos señalado los elementos que trascienden la dimensión sainetesca de Historia de una escalera. En El tragaluz, la última obra, uno de los «investigadores» nos dice que la representación se plantea como una experiencia de realidad total: sucesos y pensamientos en mezcla inseparable, idea ahora explicitada, pero sentida y desarrollada por Buero desde su primer drama.

¿No era una experiencia de «realidad total» su Irene o el tesoro? Allí se daban, con carácter confluyente, las realidades de nuestro teatro costumbrista y sainetesco -con el avaro don Dimas, tirano más que cabeza de familia, desencadenando una serie de calamidades que acaban volviéndose contra él- y, también, el pensamiento de Irene, unidos sucesos y pensamientos en mezcla inseparable. En ningún momento, el mundo de Irene tenía el valor de una alucinación o de una fantasía casoniana alzadas frente a otra realidad hecha de acontecimientos consistentes e innegables. Se trataba, en cambio, de dos manifestaciones igualmente firmes de la realidad, de la vida, ligadas a personajes y situaciones distintas. Las vivencias de Irene, alimentadas por lejanos recuerdos, tenían sus propias imágenes, su propia lógica, su propio sentido, desconectadas de la problemática de avaricias y resentimientos que fluía a través de la familia de don Dimas. ¿Por qué, venía a preguntarnos Buero, creer que las apetencias y luchas económicas de don Dimas y los suyos constituye la realidad y no lo es cuanto imagina y vive Irene?

Irene o el tesoro se estrenó en 1954. Hoy casi todo el mundo ha asimilado esta concepción de la realidad como mezcla inseparable de sucesos y pensamientos. Sobre la escena, en la novela, en la pantalla, hemos visto cómo tiempo y espacio se han convertido en factores desligados de la medida objetiva de la acción para convertirse en factores dominados y subvertidos por la subjetividad. Hemos visto cómo un mismo hecho era contado fielmente y de modo diverso por sus protagonistas. Y, muchas veces, se ha borrado el linde entre lo que sucedió objetivamente y lo que el personaje creyó que había sucedido o deseaba que sucediese. ¿Qué es, entonces, la realidad? ¿Cómo subordinar la   —70→   materia y diversidad de las vivencias al «orden» objetivo y policial de los hechos?

No olvidemos el unamunianismo de Buero, que es tanto como señalar su atención al problema de la personalidad. Conciliar esta problemática -y el nombre de Pirandello es siempre clave en esta cuestión- con la mirada a las injusticias sociales, ver en el hombre una interrogación y un ser político, es, sin duda, una preocupación sostenida por Buero a lo largo de todas sus obras. Y es, también, la base de su grandeza dentro del teatro español contemporáneo.

Frente al evasionismo, él ha postulado el realismo. Pero tal concepto jamás ha sido en su pensamiento un ismo limitativo y cerrado, sino una duda abierta a la contemplación de cuanto, a su juicio, late en la vida interior y en la vida social del hombre.

Disociar estos dos planos habría conducido a resultados esquemáticos y de dudoso valor. Lo interesante ha sido el trabajo de Buero por desentrañar pensamientos y sucesos en tanto que mezcla inseparable. Recordemos su Casi un cuento de hadas, donde Riquet, el personaje del cuento, pierde su fealdad a los ojos de la princesa, y alcanza así a ser distinto, al tiempo que la princesa, considerada medio idiota por la Corte, se transforma y es distinta para su enamorado Riquet. El famoso cuento sirve a Buero de parábola.

Ningún escapismo en este realismo de Buero, que ha comprendido, en la misma hora en que rompía nuestro teatro de los años 40, que el neorrealismo era insuficiente. El que casi treinta años después, dentro de su evolución, siga defendiendo sus ideas primeras, ahora aceptadas por la mayor parte de la crítica, da testimonio -al margen de la mayor o menor calidad de cada una de sus obras concretas- de la lucidez de Buero y de su carácter de autor «adelantado» dentro del teatro español de nuestro tiempo.

Teoría del conocimiento

El censo de los personajes «anormales», en el teatro de Buero, es muy amplio. Tanto que, obviamente, tiene un sentido simbólico. No sólo están los ciegos en En la ardiente oscuridad y El concierto de San Ovidio, o la sorda de Hoy es fiesta, o la ausente Irene de Irene o el tesoro; lo interesante es percibir hasta qué punto Buero se vale de estos elementos para poner en cuestión la relatividad del conocimiento. No es, pues, que un ciego no vea y un sordo no oiga, de acuerdo con la coherencia   —71→   naturalística, sino que su ceguera y su sordera vienen a subrayar la superioridad simplemente comparativa de los que ven y los que oyen. Ignacio, el ciego de En la ardiente oscuridad, lo dice explícitamente. Si alcanzase a ver, seguiría planteándose innumerables interrogantes, pero su condición de invidente le lleva a trasladar o fijar sus limitaciones sobre lo que aparece como obstáculo más inmediato y preciso.

A veces -y, concretamente, en las dos obras «de ciegos» citadas-, la ceguera tiene también una significación social. Ya hablaremos de ello. Pero me importa destacar aquí la función desordenadora que los personajes «anormales» desempeñan. La relación entre la realidad y la «normalidad» es tal que, automáticamente, rebaja la evidencia de la primera. La inferioridad física y, también, la inferioridad social, determinan una nueva «idea» de la realidad, una nueva interpretación de la misma, en la que, a veces, la imposibilidad de acceder sensorialmente a los hechos determina un nuevo tipo de realidad a la que, sin embargo, no pueden llegar los personajes física y socialmente «normales».

Eacute;sta es, me parece, una de las raíces de las tragedias y dramas de Buero. Los personajes viven envueltos por la sociedad y el silencio. En la primera, se relacionan. Del segundo emergen una serie de preguntas, un tanto condicionadas por la vida en común, que el personaje arrastra a sus silencios. De una teoría del conocimiento pura pasamos a una teoría del conocimiento en sociedad; de los problemas del conocimiento a los problemas de la comunicación. Metafísica y sociología se dan la mano, se influyen en el interior de los personajes, situados frente a una realidad social y dentro de un mundo inabarcable.

Naturalismo, vanguardia y teatro épico

El naturalismo de que hablaba Zola era, en los años 80 del pasado siglo, una aventura «abierta», una investigación que, probablemente, se desarrolló y agotó en los esfuerzos de Stanislawski y su Teatro de Arte. En España, como en otros muchos países, el «naturalismo» se concretó en un fotografismo tan domesticado como las invariables fotografías de bodas y bautizos. Una «foto de boda» ya se sabe cómo ha de ser; dónde ha de colocarse el marido, dónde el ramo y cómo ingeniárselas para que el largo velo de la esposa aparezca en su integridad.

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Así vino a ser nuestra idea, la vida vigente, del «naturalismo». Los sainetes madrileños o andaluces, salvo honrosas excepciones, eran como fotos de boda. Y un autor era tanto más ensalzado cuanta mayor seguridad alcanzaba en la disposición de los invariables elementos.

Esto no quiere decir que todo nuestro teatro fuera una calamidad. A fin de cuentas, Benavente llegó a Premio Nobel. Pero sí que era un teatro estancado, cerrado al experimentalismo, al inconformismo y a la renovación. Me remito, de nuevo, a las ausencias de Valle y Unamuno y a lo que ambos escribieron -en este aspecto, hay un artículo clave: «La Regeneración del Teatro Español», de don Miguel- sobre el teatro de su época. Yo creo -y lo he razonado en otro lugar- que la «tiranía» de los textos y la inexistencia de una investigación escénica a la altura de la que se dio en el mundo, es una expresión más de nuestro conservadurismo. Un teatro literario siempre es más aristocrático, previsible -y, por tanto, controlable- que un teatro abierto a la experimentación e innovación escénica.

Hay que leer lo que fue Alejandro Casona en el teatro español de los años 30, la condición poco menos que revolucionaria que se le asignó -justamente porque en obras como La sirena varada se atrevía a romper, aunque fuese desde un pensamiento conservador, el naturalismo mostrenco habitual-, para comprender nuestro terrible desfase. Lorca -pues ni Valle ni Unamuno estrenaban, y Max Aub discurría entre minorías- era, sin discusión alguna, el punto alto de nuestra subversión escénica. Liquidada la guerra, tales brotes desaparecieron -Valle, Unamuno y Lorca murieron, más o menos trágicamente, en el 36; Max Aub y Jacinto Grau, otro insumiso, se exiliaron- y el teatro recobró los tonos de Benavente y del muñozsequismo. Jardiel, y también Mihura y Tono, planteaban una experiencia -ver el volumen Teatro de Miguel Mihura, de esta misma colección, prologado con varios trabajos al respecto- que iría perdiendo paulatinamente su interés, al pasar de un «rechazo» de la realidad, de una descomposición de clichés y lugares comunes, a un consolador ternurismo del disparate. A fin de cuentas, el humor, sea cual sea su forma, es siempre la expresión del «sentimiento ante lo contradictorio» de que hablaba Pirandello, y tal sentimiento no podía gozar de buenos vientos en el marco de la sociedad española, máxime la de los años 40.

Cuando Buero empieza a escribir se sitúa en la tradición formal del benaventismo. Es lo que aquí conocemos. Lo que aquí entendemos por «teatral». Lógica. Claridad. Lenguaje pulcro. Argumento. Conflictos   —73→   de sustentación sentimental. Ingenio. Extroversión. Unidad y continuidad de acción. Personajes accesibles desde nuestra butaca. Luz y decorado naturalistas. Tesis o reflexión final.

Quizá no sean estas las características fundamentales. Quizá, desde otras perspectivas distintas a la que yo he elegido, cabría señalar otras. En todo caso, me parece que es suficiente para caracterizar un concepto de lo «teatral». Cuanto escape a este concepto, cuanto nos sea propuesto desde una experiencia distinta a la nuestra, lo calificaremos de «no teatral», si es que nos vemos obligados a respetarlo (actitud adoptada, por ejemplo, frente a Soledad, de Unamuno), o de «tomadura de pelo», si es que tal obligación no existe (actitud de muchos críticos frente a Beckett, Arrabal o Ionesco).

El problema de Buero sería que, desde su primera obra, se encuentra limitado por la forma habitual de nuestro teatro. Lo que era -y es- suficiente para contar pequeñas historias sobre las desavenencias matrimoniales y los problemas del servicio doméstico, se revela inmediatamente limitativo para afrontar la problemática que le interesa a Buero. A partir de esta consideración, todo el teatro de Buero habrá de plantearse como un experimento o investigación formal; cada vez, a la hora de expresar los conflictos, tendrá que empezar por interrogarse sobre los hipotéticos e inexistentes caminos por los que aventurarse. Pero siempre sin «romper» rotundamente con nuestras vías tradicionales, partiendo de ellas, no sé exactamente si como un lastre inevitable, un lastre conveniente o un lastre superfluo. Buero, autor fundamental de nuestra escena contemporánea, no es un fenómeno teatral que pueda analizarse en el libérrimo campo de la teoría; encarna un hecho sólido, ligado a una serie de supuestos precisos, objetivado dentro de la vida española. Quizá sea, en este sentido, un puente entre nuestra escena benaventina y ese otro teatro que, con parte de sus raíces en los hombres del 98, está aún por nacer.

En todo caso, Buero ha partido de Arniches y Benavente para excederlos. Su Historia de una escalera, por más que en el mundo del teatro ya existieran diversas obras formalmente análogas, significó su insumisión al conjunto de principios aquí dominantes. La misma elección del escenario, la pluralidad de acciones -unidas desde una perspectiva última-, la condición colectiva del protagonista, su final abierto -contrario al concepto tradicional de «desenlace»-, la sinceridad del lenguaje -Historia de una escalera ha sido, probablemente por este lenguaje, una de las obras mejor y más seriamente interpretadas en nuestros escenarios- y, en definitiva, la estructuración «social» de este   —74→   drama, eran, aparte de insólitos en nuestra dramaturgia moderna, la consecuencia lógica de un pensamiento poético que quería ir más allá del conflicto y la estampa de sainete. El tiempo, y su sedimentación sobre un espacio -la memoria de las cosas-, era un elemento dramático que necesitaba, para ser expresado, de este devenir y mudar de los personajes sobre un escenario inmóvil.

Si, a partir de aquella Historia de una escalera, consideramos toda la obra de Buero, veremos que responde a una constante tensión entre polos, si no antagónicos, sí teóricamente distantes. Ya hemos hablado de su carga sociopolítica y de su interrogación metafísica, de sus juicios generales y de la interiorización individual y relativizada de tales principios; procede ahora señalar que, en función de esta bipolaridad, Buero ha incorporado a su forma teatral elementos del teatro épico y elementos del teatro de vanguardia.

El examen general de su obra -confirmado por las aseveraciones que, en tal sentido, ha hecho Buero en artículos y entrevistas- no deja lugar a dudas. Para expresar la incomunicación y la agonía del individuo contemporáneo, para explicitar el silencio que le envuelve, Buero se aproxima a las formas de un Beckett, aunque, en este punto, bastaría recordar el unamunianismo de nuestro autor, excelente vehículo para acceder al pensamiento y extraordinario teatro del autor de Esperando a Godot. Para analizar la sociedad y situar sus conflictos dentro de una perspectiva histórica, en función de la acción o pasiva sumisión del hombre, nada mejor que tener presentes las enseñanzas de Brecht. Acaso aquí más necesarias que en otros lugares, por cuanto el «distanciamiento» de la acción, el examen del presente a través de acontecimientos «alejados», resulta no sólo críticamente conveniente, sino, a menudo, totalmente necesario.

La conexión de lo épico con el desgarramiento del gran teatro beckettiano no es privativa de Buero. Consideremos, por citar un ejemplo bien conocido, Después de la caída, de Arthur Miller, tal vez caso límite -por su carácter parcialmente autobiográfico- de una tendencia «totalizadora» cada vez más compartida. El realismo de años atrás, limitado al examen y denuncia de las relaciones de explotación, ha muerto con la desvalorización del realismo socialista, cuyos principios estaban más o menos latentes en las ideas que sobre realismo solían aventurarse. La descongelación general que, en medio de sostenidas y cada vez más insoportables atrocidades e injusticias padecen muchos esquemas ideológicos, contribuye, sin duda, a desterrar el didactismo de la época precedente. Hoy existen muchas más cosas en   —75→   cuestión, y otras, por sabidas y repetidas, hay que formularlas de nueva manera si queremos que se salven del siempre inoperante lugar común.

A Buero le he oído decir, por otra parte, que sólo los ingenuos pueden creer que lo épico y lo dramático son vías incomunicadas. Tanto a propósito de Brecht como del teatro clásico griego -es decir, el teatro aristotélico-, Buero señalaba la presencia, dentro de una misma obra, de elementos «dramáticos» y elementos «épicos». Lo que significa, en definitiva, que en la apelación que Buero hace a ambas estéticas no hay sólo la necesidad consciente de adecuar los problemas expuestos a las vías que les son propias, sino la convicción de que con ello se instala dentro de las líneas del gran teatro de todas las épocas.

Concluyamos estas consideraciones diciendo que Buero maneja elementos del benaventismo, de la vanguardia y del teatro épico. Que a veces esta tensión da excelentes resultados. Y que otras le lleva a lo que a mí me parecen contradicciones estilísticas. A fin de cuentas, ni en la vanguardia ni en el teatro épico importa gran cosa la sicología. Y Buero suele introducir elementos sicológicos y justificaciones que dificultan el curso general de sus dramas. En El tragaluz esto a mí me parece evidente. Por eso creo que, en algunos aspectos, es una experiencia límite, como lo era la inestrenada obra sobre la vida privada de un inspector de la brigada social. Planteado el drama sobre la «condición humana», los individuos cobran luego un relieve y suscitan una atención del dramaturgo que, en algún caso, le lleva a una especie de «doble obra», de doble plano, peligrosamente diferenciable en la medida en que se barajan «acontecimientos y pensamientos» de significación y orden heterogéneo. Esta tensión entre la anécdota individual y el hecho significativo se inscribe en las tensiones poéticas que caracterizan el trabajo de Buero.

Una larga y ejemplar inseguridad

Todo lo antedicho explica la atención que Buero ha dedicado a la forma teatral. Desde el comienzo ha estado «experimentando». Relatar aquí sus propuestas concretas obra por obra sería tanto como hacer un análisis pormenorizado de su teatro.

Sí quiero, sin embargo, recordar algunos ejemplos de esa parcial insumisión formal a que me vengo refiriendo. Por ejemplo, aquella oscuridad total y física de En la ardiente oscuridad, encaminada a que el   —76→   público se reconociera en el grupo de los invidentes; reconocimiento, por otra parte, absolutamente necesario para que el carácter parabólico del drama se evidenciase. O el doble intérprete de Riquet, expresión de la dualidad real del personaje. O aquella ventana de Irene o el tesoro, de horizonte distinto según fuese Irene o los demás quienes se asomasen a ella. O la experiencia de Madrugada, drama rigurosamente sometido a las tres unidades, con su reloj que medía un tiempo real que era, a la vez, el tiempo dramático. O -nuevamente la oscuridad llena de significaciones- la muerte de Valindin, el negociante de El Concierto de San Ovidio, a manos de David. O -en otro orden- el planteamiento de sus tres dramas «históricos», a través de los cuales encontramos un análisis no ya del presente español, sino de lo que condiciona este presente e, incluso, de los malos pasos que, dentro de nuestro proceso, podemos dar en el futuro.

El tragaluz, publicada en este volumen, es la última muestra de esta inquietud de Buero. Una inquietud que no se deriva de preocupaciones estrictamente formalistas, sino, como decíamos antes, de la necesidad de buscar nuevas vías por las que hacer discurrir su problemática.

La presencia de los «investigadores», muy discutida, ampliamente debatida en la entrevista de Ángel Fernández Santos que publicamos, es un ejemplo. El autor consideró que los necesitaba imperiosamente para que su drama tuviera la significación y sentido que a él le importaban.

Crónica del presente histórico

Digámoslo sin ninguna reserva: el teatro de Buero es el único testimonio amplio que nuestra escena ha conseguido proponer sobre nuestra época. En algunas obras, el objetivo fundamental de la investigación ha sido la sociedad española; en otras, el hombre concreto de esa sociedad. Aunque, como decíamos antes, en Buero existe una voluntad de asociar ambas investigaciones.

Para alzar este testimonio, en el marco de un teatro substancialmente testimonial -los Rodríguez Buded, Lauro Olmo, Rodríguez   —77→   Méndez, Carlos Muñiz, Alfonso Sastre... apenas si han podido estrenar alguna obra-, Buero ha tenido que valerse a menudo de formas metafóricas. Los ciegos de En la ardiente oscuridad, a los que la dirección de la Institución logra convencer de que «son iguales» a los videntes, a los que están fuera de sus muros, constituían, obviamente, un símbolo; como lo era ese Ulises de La tejedora de sueños, empeñado en que la rapsodia cante la falsa y «ejemplar» historia de Penélope; y como lo son la mayor parte de los personajes de Un soñador para un pueblo, Las Meninas y El concierto de San Ovidio, que aúnan su carácter histórico -sean reales o inventados por Buero- con su proyección sobre el presente. Y como son símbolos también -entre otros muchos- los personajes de El tragaluz, salidos de nuestra última guerra.

Ahora bien, manejar «símbolos» es, sin duda, terriblemente difícil. Sobre todo para un autor de raíz formal benaventina. Y, también, para un autor unamuniano, interesado por el drama de la personalidad. Así, por ejemplo, David, el ciego lúcido de El Concierto de San Ovidio, había de ser personaje simbólico, signo necesario en la parábola, y, al tiempo, entidad individualizada, con sus pasiones y delineación psicológica. Y otro tanto ocurriría, por poner otro ejemplo, con Mario y Vicente, los hermanos de El tragaluz, personajes que nos remiten a un discurso sobre la sociedad española y, al tiempo, enfrentados como individuos totalmente particularizados por la posesión de Encarna.

Yo no sé en qué medida lo que en frase del propio Buero se han llamado las «limitaciones expresivas», ha forzado la existencia de un teatro parabólico. Algo ha influido, desde luego. Pero, quizá más en los términos en que ha tenido que ser planteada la parábola que en su existencia misma. Recordemos las grandes parábolas de Brecht, decididas libremente y por considerarlas adecuadas a los fines del teatro épico, y pensemos en la extraordinaria influencia que el autor alemán ha ejercido, entre muchísimos otros, sobre el propio Buero. El problema está en que la parábola resultaba, en el caso de Brecht, una forma totalmente adecuada a sus propósitos, mientras que en Buero se inscribe dentro de esa tensión a que antes nos referíamos: cuando David deja de ser un signo humanizado y se nos convierte en protagonista individual, dominador del drama, algo se rompe dentro de la armonía de la parábola. ¿Habría escrito Buero «parábolas» en otras circunstancias? ¿Hasta qué punto las limitaciones objetivas han forzado aún más la investigación formal de Buero?

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Porque lo cierto es que la parábola tiende a generalizar los problemas, y Buero es un autor de lo concreto. Cuando habla de la esperanza no se refiere a una vaga necesidad humana, sino a la desesperanza de sus contemporáneos. Y sus personajes, históricos o no, tullidos o normales, cortesanos o plebeyos, están siempre aquí, viviendo aquí, en una escalera, en una inmensa Institución, en un sótano con tragaluz. Al mismo tiempo, Buero es de los que sitúan siempre el presente dentro de una línea histórica; quiero decir que el presente se explica por el pasado, lo que no significa que los jóvenes personajes del desenlace de Historia de una escalera hayan de repetir, necesariamente, la historia de sus padres. En otras palabras, y con talante noventayochista, Buero sabe que la historia puede ser la gran enemiga de la intrahistoria, el gran obstáculo. Lo que empuja a examinar la historia para encontrar en ella la clave de las falsificaciones, los malentendidos, las deformaciones.

En este sentido sí que parece la parábola una forma adecuada a las necesidades dramáticas de Buero, por cuanto nos permite examinar el presente a la luz de los acontecimientos pretéritos que lo gestaron. Creo que ésta ha sido, en realidad, la razón última y más seria por la que Buero ha escrito «teatro histórico», intentando, al mismo tiempo, introducir en este teatro la conflictualidad individualizada propia de lo que él entiende por teatro.

El balance último que determina la lectura del teatro de Buero encierra, entre otras cosas, la impresión de haber asistido a una lucha, abierta, interminable, del autor contra las «limitaciones» del teatro de su tiempo. Contra las limitaciones de todo tipo, incluyendo en ellas la más reciente tradición teatral española y su mediocre nivel escénico. Es, por ello, un teatro levantado en los límites de nuestra cultura, en la frontera de la investigación, y no en el «más acá» domesticado por dogmas y juicios axiomáticos.

¿Cuál será, entonces, el sentido de la tragedia buerista? ¿Cuál es su grado de «fatalismo»? Un ritornello de sus obras, confirmado por los desenlaces, podría ser el de que «Hay que tener esperanza y, al mismo tiempo... es tonto tenerla». A mí me parece que la presencia de Camus es innegable en esta idea -lo que no quiere decir, claro, que Buero se la haya tomado al autor francoargelino-. El absurdo existe porque el   —79→   hombre está sometido a la contradicción entre su racionalidad y el caos de su entorno, entre su necesidad de entender y ordenar el mundo y el desorden y la arbitrariedad que lo envuelven.

Buero, sin embargo, sitúa el conflicto en un punto distinto a Camus. Diríamos que su posición es mucho más sociológica. En la aventura existencial hay, ciertamente, muchas voces y hechos cuyo sentido escapa a la organización de la sociedad; pero un capítulo del caos es racionalizable y, por tanto, superable. El hombre, como ser social, sería el responsable de una parte considerable de sus desventuras. Pero jamás agotaría su entidad de este orden o desorden social; lo que implica la concepción de la tragedia como una investigación y explicitación de nuestras actuales tensiones y su posible y futura reducción en nuevas sociedades.

Al hombre le envuelve la sociedad y el silencio.

(Publicado, en Antonio Buero Vallejo: Teatro, Taurus, El mirlo blanco, n.º 10, Madrid, 1968).



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ArribaAbajoCensorship in the Contemporary Spanish Theater and Antonio Buero Vallejo

Patricia W. O'Connor


Many facets of the Franco dictatorship are creating a modern leyenda negra for Spain. A prime example is the stuffy government censorship31 required for all public spectacles. Writers, publishers, producers and artists of all kinds must be careful not to offend Church, State or the existing morality, which is rather Victorian, if they are to earn a living and avoid the fines that are imposed should certain boundaries be overstepped. Because of censorship, some of Spain's finest minds have been either manacled or silenced. Others, rather than show a passive acceptance of a situation they deplore, prefer to live and produce abroad. The real heroes, perhaps, are those who stoically remain in Spain, feeling it their duty not to abandon ship in times of stress, and who stubbornly refuse to write facile situation comedy. Some burn many a candle, certainly, trying to put their ideas   —82→   into an acceptable framework which will pass censorship and at the same time satisfy their own standards of esthetic expression32.

An the end of the Civil War, Franco's brother-in-law, Ramon Suñer, composed the press law which was to establish government censorship by giving Franco exercise of organization, vigilance and control over all publications and public spectacles33. Although the 1945 Fuero de los Españoles guaranteed in Article XII that «Todo Español podrá expresar libremente sus ideas mientras no atenten a los principios fundamentales del Estado»34, the press law remained in force and was not modified until 1966. Prior censorship was lifted at that time on newspapers, magazines and books, but held publishers responsible and subject to fines for objectionable material35. Prior censorship of the theater and other public entertainment, however, continues as usual.

Between 1939 and 1963, theatrical performances had to be approved by readers designated by the Ministry of Information and Tourism, prior to presentation, of course. These readers, who were frequently priests, had no established norms to follow so approved or prohibited works on the basis of what they considered salutary or harmful for Spain. Quite naturally, this opinion was often based on what the reader deemed good for Spanish faith and morals as well as for that redeemer of the Roman Catholic Church in Spain, General Francisco Franco, and, by extension, his government.

In 1963, after much criticism of censorship, and when the State and Church felt themselves firmly enough established to slacken the reins somewhat, norms were established for censorship, and their enforcement was entrusted to a regular censorship committee composed of approximately fifteen persons, mostly lay (although the Church had an official representative), who would meet on a regular weekly basis to review applications for public performance.

Although there are numerous specific prohibitions listed in the official rules book, «Normas de censura», Article Seventeen seems to sum up the basic philosophy:

  —83→  

Se prohibirá cuanto atente de alguna manera contra:

1.º La Iglesia católica, su dogma, su moral y su culto.

2.º Los principios fundamentales del Estado, la dignidad nacional y la seguridad interior y exterior del país.

3.º La persona del jefe del Estado36.



Antonio Buero Vallejo is not a dramatist who has had inordinate difficulties with censorship. If this were a paper to show how frustrating a mechanism censorship is, other examples could better support the thesis. Buero had relatively few problems, partly because of the important position he has occupied in the contemporary Spanish theater since the spectacular success of his first play in 1949, partly because he is known to be a responsible writer free of extremist tendencies, and partly, of course, because he has chosen to write with an awareness of the rules. While Buero cannot be termed a militant social or political dramatist, he is deeply concerned with the future of his country and consistently writes provocative, introspective, questioning plays that are related to present-day Spain, and his following is to be found among those who feel that there is more to theater than opiate of the people currently being offered up at a majority of the Madrid playhouses. It is because of Buero's position as Spain's number one serious dramatist that it is valuable, from a literary point of view, to know what the original words were that never progressed beyond the mimeographed copy submitted to the censorship office. From an historical point of view, it is also interesting to note the suggested deletions and modifications, for these indicate areas of sensitivity and feelings of vulnerability on the part of official Spain.

In the first act of Buero's first play, Historia de una escalera, Paca and Generosa are speaking of the exorbitant cost of electricity and the ways they economize:

PACA: ¿Y qué? Mi alcoba no la enciendo nunca. Juan y yo nos acostamos a oscuras. A nuestra edad, para lo que hay que ver...

GENEROSA: ¡Jesús!

PACA: ¿He dicho algo malo?

GENEROSA: No mujer, pero...37



  —84→  

The continuation of this conversation, deleted by censorship, read as follows:

PACA: Ni que fuéramos frailes.

GENEROSA: Querrás decir monjas.

PACA: Lo mismo da. Todos se visten por arriba38.



The objection, presumably, was that a lack of respect was shown for members of a religious order.

In the second act of the same play, Carmina and Urbano are speaking:

URBANO: Ya sé que no soy más que un obrero. No tengo cultura ni puedo aspirar a ser nada importante... Así es mejor. Así no tendré que sufrir ninguna decepción, como otros sufren.

CARMINA: Urbano, te pido que...

URBANO: Más vale ser un triste obrero que un señorito inútil...39



In published editions of Historia de una escalera, the term señorito appears, but in censorship's copy, this word was struck out and soñador was written in. One may assume that señorito was found objectionable because it was a derogatory term frequently used by Republican sympathizers to designate the idle rich, a large segment of which supported and continues to support the Franco government. Señorito, here, is a condemnation of Fernando and those of his kind who preferred marrying a girl with money to working or becoming part of the movement for the general social improvement.

Censors objected to a third-act reference to a labor union40 and to Urbano's calling Fernando a coward who had failed his country. This act takes place in 1949. The war is over, and one may assume that Urbano sided with the Loyalists while the aboulic Fernando followed the path of least resistance. By play time, the director had succeeded in retaining the mention of the labor union, but the allusion to the war was not approved.

  —85→  

URBANO: Sigues amarrado a esta escalera, como yo; como todos.

FERNANDO: Sí, como tú. También tú ibas a llegar muy lejos con el sindicato y la solidaridad. (Irónico.) Ibais a arreglar las cosas para todos... hasta para mí.

URBANO: Sí, hasta para vosotros los cobardes que nos habéis fallado.

This last line was changed to: «¡Sí! ¡Hasta para los zánganos y cobardes, como tú!»41



A play is submitted to censorship and is provisionally approved with or without tachaduras, or cuts. Final approval is delayed until the dress rehearsal, in case there are questions of interpretation or wardrobe that cannot be resolved in a preliminary reading. The time between initial approval and opening night is also used by the theater director, who is the official representative of the author with the Ministry of Information and Tourism, to gain approval for passages previously deleted but considered essential to the work in question. Sometimes, of course, the decision goes the other way and things not formerly questioned are deleted at the dress rehearsal. An example of the latter situation is the word zorra used in connection with Rosa in Historia de una escalera. In the original script, Trini is telling her father that times are hard for her sister, Rosa, because Pepe, with whom she lives without benefit of sacrament, does not support her:

TRINI: El sinvergüenza ese no gana y a ella le repugna... ganarlo de otro modo.

SR. JUAN: ¡No lo creo! ¡Esa zorra!... ¡Bah! ¡Es una zorra!42



Censorship representatives monitoring the dress rehearsal found zorra too strong a word, but approved golfa, which is approximately equivalent, but to them apparently less objectionable.

After Historia de una escalera, the next play to have difficulty was Aventura en lo gris, originally submitted for approval in 1953. From the looks of the marked passages and underlined or circled words, it would appear that a censor was trying to suggest alterations and deletions that would lead to an approval. Perhaps after a time he gave up, for even with the suggested cuts, the themes of war and totalitarianism might have been too offensive or embarrassing to a government understandably sensitive on such points. It is possible, also, that the figures of dictator and mistress too closely resembled Franco's ally in   —86→   the Spanish Civil War, Benito Mussolini, and his last mistress, Clara Petacci. The situation also seemed to parallel their attempted flight to Switzerland following the collapse of the German resistance in North Italy. At any rate, the work was prohibited. The director of the Company petitioning to present the play received the following letter dated the fifth of January, 1954:

Vista su instancia del 7 de noviembre del pasado año, en la que como director de la Compañía del Infanta Beatriz, solicita autorización para representar la obra original de don Antonio Buero Vallejo, titulada «Aventura en lo gris», esta Dirección General, vistos los informes emitidos por el Departamento Técnico de los Servicios de Teatro, ha resuelto no acceder a lo solicitado, quedando prohibida en consecuencia la representación de la referida obra.

Lo que lamento comunicar a vd. para su conocimiento y efectos consiguientes.

Dios guarde a vd. muchos años43.



A recital of the marked passages might occupy more space than justifiable here, since that play was never performed but was published in 1955 in the Colección Escena by Ediciones Puerta del Sol. Buero, years later, feeling that the play deserved more than just a literary life, rewrote Aventura en lo gris and submitted it to the censorship office in 1963. It is interesting to note that the play in its revised form was an even stronger condemnation of war and tyranny and was no less suggestive of Mussolini. But time had passed, and there was a new era in censorship. The committee that was established in 1963 was a sophisticated group and anxious to practice the reforms heralded by the new Minister of Information and Tourism, Manuel Fraga Iribarne44. Aventura en lo gris, a work that had been totally unacceptable in 1953, was made even stronger and was found acceptable without a single cut in 1963, bearing witness to the change in official circles. Whether or not theater audiences were as sophisticated or as liberal is another question. The fact is that Aventura en lo gris is Buero's least successful work and lasted only ten days45.

  —87→  

In 1958, when approval was sought for Un soñador para un pueblo, the script was returned with suggested alterations. One suggested cut, a speech by Carlos III in the first act, was considered by Buero too fundamental to sacrifice. He stood his ground and the speech was finally approved. The king is speaking to Esquilache:

REY: Los españoles son como niños. Se quejan cuando se les lava la basura. Pero nosotros les adecentaremos aunque protesten un poco. Y, si podemos, les enseñaremos también un poco de lógica y un poco de piedad, cosas ambas de las que se encuentran bastante escasos. Quizá preferirían un tirano; pero nosotros hemos venido a reformar, no a tiranizar46.



In the same scene, two changes were accepted by Buero with no objection. As he said, «me había excedido»47. The original text of the first delection read:

REY: ¿Sabes por qué eres mi predilecto, Leopoldo? Porque eres un soñador. Los demás son políticos; o sea, malvados.

In its corrected form, the text reads:

REY: ¿Sabes por qué eres mi predilecto, Leopoldo? Porque eres un soñador. Los demás se llenan la boca de las grandes palabras, y en el fondo sólo esconden mezquindad y egoísmo48.



In a continuation of this conversation, the king says: «España necesita soñadores que sepan de números, como tú, y no esos que llamamos políticos».

The reference to politicians was struck. Perhaps Buero, feeling that the subtle can be as forceful as the obvious, believed that his point was made in the comparison of Ensenada, the politician, with Esquilache, the dreamer.

Another change required in this play was a short speech by the king when Esquilache goes to the Pardo to inform him of the uprising in Madrid. Originally the king was to have said: «¿Tú, en el Pardo?» The censors possibly felt that by direct mention of the Pardo, Franco's official residence, a comparison might be suggested between the ultraconservative   —88→   present occupant and the progressive, enlightened Carlos III. Censorship's suggestion was that Buero change the line to read: «¿Tú, en palacio?» Since historically the king would not have been in the royal palace, but in his country house, the Pardo, Buero simply changed the line to: «¿Tú, aquí?»49

When Las Meninas (1960) was first presented to the censorship office, José Tamayo, the director of the company soliciting its approval, was orally informed of about ten suppressions ranging from sentences to paragraphs. In the view of the author, these suppressions were tantamount to a mutilation of the work. Through the efforts of the director in a series of calls to the censorship office, however, the cuts were eliminated, or Buero suggested acceptable modifications. Had it not been for the amicable, yet forceful, intervention of Tamayo, Las Meninas might have joined the three or four other manuscripts of unperformed plays that are collecting dust in Buero's files.

The objectionable passages in Las Meninas revolved mainly around specific references to Spain as a sad difficult country. For example, in one scene Velázquez' wife entreats him to destroy the painting of the nude Venus because she knows that the execution and exposition of lascivious images is expressly prohibited by the Inquisition. Velázquez refuses to destroy his work and Juana, his wife, says:

JUANA: ¿Qué va a ser de ti?

VELÁZQUEZ: En España, nunca se sabe cuál será el castigo... Si una reprimenda o la coroza de embrujado.



Ironically enough, changing Velázquez speech from «en España» to «entre nosotros»50 was found acceptable.

Another section originally found objectionable was Pedro's commentary on the projected painting, Las Meninas. Pedro, referring to the dog, León, says:

PEDRO: Pobre animal... Está cansado. Recuerda a un león, pero el león español ya no es más que un perro.

VELÁZQUEZ: (Asiente.) Lo curioso es que le llaman León.

PEDRO: No es curioso. Es fatal. Nos conformamos ya con los nombres. (Velázquez emite un suspiro de gratitud.) Un cuadro sereno; pero con toda la tristeza de España dentro. Quien vea a estos seres comprenderá lo irremediablemente condenados al dolor que están51.



  —89→  

As previously stated, other suppressions of a similar nature were either salvaged or acceptably modified by opening night.

Las Meninas enjoyed tremendous success and many provinces requested it for the Festivales de España, a cultural diffusion sponsored by the government. Acceptance was not granted to four plays that, based on their success in Madrid, one would have expected to see included in the Festivales. The four works were: Lorca's Yerma, Williams' Un tranvía llamado Deseo, Montherlant's El cardenal de España and Buero's Las Meninas. After several discussions, approval was finally granted to all except Las Meninas. Buero was told that the government denied sponsorship to this work because it did not meet the Festivales requirement of «difusión popular de la cultura»52.

In 1964, Buero completed «La doble historia del doctor Varga», a bold, emotioncharged play concerning the torture of prisioners by the political section of a police force in an imaginary country. The play was perhaps untimely -or perhaps too timely, depending on the point of view. The theme was potentially dangerous because of the miner's strike in Asturias in 1963, and the subsequent publication in the newspapers of a letter signed by 101 intellectuals (Buero among them) calling for investigation of claims by striking miners that some of them and members of some of their families had been tortured, mutilated and killed by police. The company wanting to stage La doble historia submitted it to censorship, but since no decision was forthcoming, the company had to abandon this project and stage another play. A second company undertook to produce the play and unofficial word from the censorship office was that the play would be approved with minor changes, one being that the names and places be made foreign. This was done and accordingly the title was changed to La doble historia del doctor Valmy. Then other changes were requested that Buero would not tolerate. One was that he eliminate certain characters, thereby making the play the «simple» rather than the «double» story. Buero therefore withdrew the play and sought another company's support. By this time, word of the play and its tribulations had become common knowledge in theater circles. Companies were reluctant to schedule a play when its fate in the censorship office was so uncertain, for closed doors make no money. After three years La doble historia del doctor Valmy53 remains in a sort of theatrical limbo. The   —90→   Office of Censorship says it can take no further action until the play has been presented by a company with a date and theater for the proposed opening. Theater companies probably feel that approval would be a long frustrating struggle, leading nowhere.

While the deliberations continued over La doble historia del doctor Valmy, Buero wrote his very successful and highly acclaimed El tragaluz, which opened in October 1967 and ran through June of 1968. Reflecting Buero's interest in science fiction, the play takes place in some future century and revolves around the discovery and subsequent commentary on an ancient civilization, present-day Spain. The work develops along moral and social rather than political lines and came through censorship with only minor bruises. Of the six original cuts, four were either successfully defended or acceptably modified. Of the remaining two deletions, the first occurs in a second act conversation between Vicente and Mario, brothers, who are the two main characters. Vicente, an editor in a publishing firm which has just changed hands, is willing to destroy professionally a promising young writer because it is the desire of the new owners. Mario refuses to work for the firm under such conditions and will not be swayed by the prospect of future business success and prosperity. The italicized words in the conversation were deleted:

MARIO: Me doy plena cuenta de lo extraños que somos. Pero yo elijo esa extrañeza.

VICENTE: ¿Eliges?

MARIO: Mucha gente no puede elegir, o no se atreve. Se encuentra, de pronto, convertido en un asalariado, en un cura, en una fregona, en un golfo, en una prostituta, en un guardia... (Se incorpora un poco; habla con gravedad.) Tú y yo hemos podido elegir, afortunadamente. Yo elijo la pobreza54.



Later Mario reproaches Vicente for an opportunistic and cruel action in their childhood at the close of the Civil War. Vicente had managed to save himself by boarding a train with the family's food supply. The younger sister subsequently died of starvation. The acceptable portion of the text reads:

MARIO:¿Cómo no ibas a poder bajar? ¡Tus compañeros no deseaban otra cosa! ¡Les estorbabas! (Breve silencio.) Y nosotros también te estorbábamos. La guerra había sido atroz para todos, el futuro era incierto [91] y, de pronto, comprendiste que el saco era tu primer botín. No te culpo del todo; sólo eras un muchacho hambriento y asustado. Nos tocó vivir en años difíciles55.



Instead of «Nos tocó vivir en años difíciles», the original text said: «nos tocó crecer en tiempo de asesinos y nos hemos hecho hombres en un tiempo de ladrones».

It would be difficult to determine the extent to which censorship has affected production in the Spanish theater since the Civil War. One may assume that it has hampered creativity and modified style. Exponents of censorship56 are convinced that without censorship the Spanish theater would have become pornographic, irresponsible and disrespectful to certain traditions, institutions and personalities. Those who deplore censorship liken the free theater to a healthy plant that left to its own devices would grow and bloom abundantly. Censorship, on the other hand, is compared to a bind placed on the plant to harass and hamper, allowing it to grow only small and twisted within its narrow confines.

It is also difficult to ascertain what Buero's production might have been had he written for a free theater. He might have been dealing in a very different literary medium and might have been influenced by these trends. Buero's spontaneous reaction on the subject went something like this:

Pienso que la existencia de la censura no habría alterado de una manera grande mi producción. Mi producción obedece a motivos muy personales y muy auténticos. Obedece también a las circunstancias, pero de una manera también muy auténtica y muy sentida. De modo que sin censura o con ella más o menos habría escrito lo mismo. Habría escrito el mismo teatro, animado de las mismas preocupaciones. Ahora bien, en ese «más o menos», hay notables diferencias. Ese «más o menos» no es despreciable. El censor propende a despreciarlo, pero yo no lo desprecio. Yo entiendo que en ese «más o menos» hay algo importante, vital para mí y para cualquier escritor, porque entiendo que si no hubiera existido la censura, habría un «más», no un «menos». El teatro que yo hubiera escrito hubiera sido quizá, aproximadamente el mismo que he escrito, y esto como hipótesis, porque en rigor no [92] puedo saberlo. Pero suponiendo que fuera aproximadamente el mismo que he escrito, es seguro que no sería exactamente el mismo. Es seguro que habría habido en las obras alguna mayor libertad en la concepción de determinadas situaciones; mayor libertad también quizá, para la concepción de determinados atrevimientos estéticos. Habría habido más holgura, más soltura, más confianza, y por lo tanto, probablemente, logros más felices57.



(Publicado en Hispania, LII, n.º 2, 1969).



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