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ArribaAbajo- VI -

El tiempo y nuestros tiempos


1. Lo temporal del hombre.- 2. Consideración subjetiva del tiempo.- 3. Tiempo psicológico.- 4. Consideración objetiva del tiempo.- 5. El hombre en el tiempo y para el tiempo.- 6. El hombre en el tiempo y para la eternidad.- 7. El hombre en el tiempo y para la felicidad suprema.- 8. La crisis de nuestros tiempos.- 9. Las neurosis de la época.



ArribaAbajo1. Lo temporal del hombre

Ser en el mundo es lo mismo que ser en el tiempo. El tema es difícil y reviste la más alta importancia. Ya el iluminado y poderoso talento de San Agustín exclamaba después de largas meditaciones: «Si no me preguntáis qué es el tiempo, me parece que lo sé; pero si me lo preguntáis, yo no sabré decirlo».60

Aristóteles definió el tiempo como «el número del movimiento según el antes y el después». Pero nada nos dijo Aristóteles sobre la consistencia de ese número, sobre el cambio o sucesión. Su definición parece limitarse al tiempo como sucesión regular de días y de noches, al tiempo como expresión del movimiento de la esfera, la cual engendra, con el lugar en general, el tiempo en general; son consideraciones que se atienen a lo «físico», en ese sentido más amplio y radical que la «naturaleza» tiene para los helenos.

Refiriendo el tiempo al movimiento se expresa la consabida y mutua relación entre el tiempo y el movimiento, pero no se explica nada.

El tiempo es duración. Pero una duración sin algo que dure sería una idea absurda. En sí mismo el tiempo no es; carece de existencia propia. La temporalidad existe en los seres y no es posible desgajarla de ellos sin anonadarla.   —126→   Se nos podría argüir que «más allá del principio de las cosas hay una cadena interminable de siglos». Pero estos infinitos siglos de tiempo que concebimos antes de la creación del mundo no son nada; son tiempos imaginarios semejantes al espacio imaginario de los abismos sin fin.

El tiempo es sucesión de cosas. Le podríamos aún concebir sin movimiento exterior, pero sin la sucesión de las operaciones anímicas se suprime lo temporal. Un ser sin mudanza externa ni interna, sin ninguna sucesión de ideas ni de actos de ninguna clase; con un solo pensamiento, siempre el mismo, y con una sola voluntad, siempre la misma, no es un ente temporal, sino el Ser eterno. En Dios nada dura, porque nada pasa; todo es fijo, simultáneo, inmóvil. Nada ha sido, nada será; pero todo es. Con razón los teólogos han dicho que la existencia de Dios no se mide con el tiempo; que en la eternidad no hay sucesión, que todo está reunido en un punto. Sin mudanza no hay sucesión y sin sucesión no hay tiempo. Ahí donde comienzan las cosas mudables, ahí hay tiempo; ahí donde concluye la mudanza, ahí concluye el tiempo.

¿Qué es sucesión? La sucesión es dejar de ser lo que se era, para ser lo que se será. Es el ser y el no ser. Una cosa existe y cesa de existir para ser de otra manera. El tiempo es, pues, en el hombre y en las cosas, la sucesión de ser y no ser «eso» para ser lo «otro». El tiempo como objeto lógico o concepto, es la relación del ser y no ser, la mudanza que el entendimiento percibe.

Si comparamos estas sucesiones o mudanzas entre sí, obtenemos la medida del tiempo que se basa en aquellos cambios que nos parecen inalterablemente uniformes, como el movimiento solar, por ejemplo. De esta relación entre varias sucesiones se desprende que la medida del tiempo no sea nada absoluto. Y es que el tiempo es medida de su movimiento, pero su movimiento no es medida del tiempo. Es el movimiento el que está en el tiempo, y no el tiempo el que está en el movimiento. La velocidad -que los físicos y matemáticos expresan con la fórmula: V = e/t es esencialmente relativa.

La dimensión temporal del hombre incluye por necesidad ese tránsito de no ser a ser y de ser a no ser, cuando no en su sustancia al menos en sus accidentes. Ahora bien,   —127→   ¿qué podría significar la idea de tránsito si no hay un «antes» y un «después»? El «antes» es una idea fundamentalmente relativa: cuando se habla de lo que «fue» se ha de tomar siempre un «ahora» a que se refiera y con respecto al cual se diga que pasó. Este punto es «presente» ya sea en el orden real o en el orden del pensamiento. En esta relación, el orden es de tal naturaleza que el no ser (fue) es percibido después del ser (ahora).

También el «después» es una idea esencialmente relativa al «ahora». Futuro es el que ha de venir, lo que le ha de acaecer a un presente. Nunca lo futuro puede referirse directamente a lo pasado, porque lo pasado también tiene que referirse a lo presente.

Luego entonces, la idea primigenia y fundamental del tiempo es el «ahora», el presente que está presupuesto en los otros dos tiempos y sin el cual no se podrían ni siquiera concebir. Todo ser es presente. Sólo el instante actual, el «ahora», es la realidad misma de la cosa. Lo que no es «ahora», no es ser.

El tiempo es una sustancia segunda, un universal. Y como universal que es existe fundamentalmente en las cosas (fundamentaliter in re) pero formalmente en la inteligencia (formaliter in mente). «La duración en abstracto, distinta de la cosa que dura, es -como dice un escolástico- un ente de razón, una obra que nuestro entendimiento elabora aprovechando los elementos que le suministra la realidad».




ArribaAbajo2. Consideración subjetiva del tiempo

El tiempo pertenece, por una parte, como ya decía Plotino, a la naturaleza del alma, pero a un alma que es propiamente una continua trascendencia hacia lo eterno. De ahí que San Agustín negara la posibilidad de reducir el tiempo a la medida del movimiento; en el alma y no en los cuerpos está la verdadera dimensión temporal. «¿Quién puede negar -nos dice el Santo Obispo de Hipona- que las cosas futuras no son todavía? Y, sin embargo, la espera de ellas se halla en nuestro espíritu. ¿Quién puede negar que las cosas pasadas no son ya? Y, sin embargo, la memoria de lo pasado permanece en nuestro espíritu. ¿Quién puede negar que el presente no tiene extensión, por cuanto pasa en un instante? Y, sin embargo, nuestra atención permanece y por ella lo   —128→   que no es todavía se apresura a llegar para desvanecerse. Así, el futuro no puede ser calificado de largo, sino que un largo tiempo futuro no es sino una larga espera del tiempo futuro. Tampoco hay largo tiempo pasado, éste no es ya, sino que un largo tiempo pasado no es sino un largo recuerdo del tiempo que pasó».61 He aquí el reconocimiento angustiado de lo fluyente en el tiempo, que es a la vez un reconocimiento de su irracionalidad y de su existencia subjetiva. Espera, atención y recuerdo son, pues, por así decirlo, la entraña misma de una temporalidad que, por otro lado, sólo se entiende verdaderamente cuando se la refiere a lo eterno.

El tiempo vivo, la durée réelle de que habla Bergson es irreductible al tiempo del reloj. El tiempo que tengo que esperar yo en la sala de un hospital para que nazca mi hijo, o el tiempo que tengo que aguardar en la antesala de algún palacio de gobierno para que me reciba un alto funcionario es un tiempo único, singularísimo, personalísimo, irreductible a cualquier otro tiempo que tenga que esperar otra persona en circunstancias análogas. Un contenido rico e interesante de nuestro tiempo vivo es, sin duda, capaz de abreviar una hora e incluso un día; pero, considerado en conjunto, presta al curso del tiempo amplitud, peso y solidez, de tal manera que los años más ricos en acontecimientos pasan mucho más lentamente que los años pobres, vacíos y ligeros, que el viento barre y que se van volando. Lo que se llama fastidio es, pues, en realidad, una representación enfermiza de la brevedad del tiempo provocada por la monotonía. La costumbre -dice Thomas Mann- es una somnolencia, o al menos, un debilitamiento de la conciencia del tiempo, y cuando los años de la niñez son vividos lentamente y luego la vida se desarrolla cada vez más de prisa y se precipita, eso también es debido a la costumbre. Sabemos perfectamente que la inserción de cambios de costumbres o de nuevas costumbres es el único medio de que disponemos para mantenernos en vida, para refrescar nuestra percepción del tiempo, para obtener un rejuvenecimiento, una fortificación, una lentitud de nuestra experiencia del tiempo y, por esta causa, la renovación de nuestro sentimiento de la vida en general.

«Es ridículo y chocante que el tiempo -dice Hans Castorp,   —129→   el protagonista de La Montaña Mágica- al comenzar, nos parezca tan largo cuando nos hallamos en un lugar nuevo. Es decir... Naturalmente, yo no quiero significar en modo alguno que me aburra, sino al contrario, puedo decir que me divierto espléndidamente. Pero cuando miro hacia atrás, retrospectivamente, me parece, si me comprendo bien, que me hallo aquí desde no sé cuanto tiempo y tengo la impresión de que para volver al instante en que llegué aquí, y en que no había comprendido de pronto que me hallaba aquí y que me dijiste: “¡baja, pues!” ¿Te acuerdas?, es preciso remontarse a toda una eternidad. Esto no tiene nada que ver con la medida, ni incluso con la razón; me parece que es una cosa de pura sensibilidad. Naturalmente, sería idiota decir: “me hace el efecto de que me hallo aquí desde hace dos meses”. Eso no tendría sentido. No puedo decir más que “desde hace mucho tiempo”».62

Para que nuestra concepción del tiempo pierda su esquemamiento espectral, era preciso penetrar más allá de sus facetas epidérmicas hasta la raíz que les presta savia. La realidad profunda es siempre «subjetiva». Es intensidad, referencia, propulsión creadora que se muestra, pero no se demuestra. Es preciso, sin embargo, no exagerar. Cabe intentar -y debe intentarse- una explicación objetiva de la idea del tiempo.




ArribaAbajo3. Tiempo psicológico

El tiempo tiene esto de particular: que nos arde y consume a la vez que lo vamos segregando. Sólo el hombre es un ser productor de tiempo psicológico.

Vivimos en el tiempo, pero el tiempo no se nos ofrece como experiencia pura. Invariablemente aparece ligado a otro fenómeno mental. En el fondo de la conciencia temporal hay siempre otro ingrediente.

El tiempo psicológico es, esencialmente, un tiempo cualitativo. Comparando dos lapsos de igual duración, uno de los cuales rebosa, sensaciones y otro con pocas sensaciones, Meumann advirtió que el primero aparece mayor, tratándose de tiempos breves o muy breves; pero si se trata de lapsos grandes, sucede lo contrario: el tiempo pobre en sensaciones parece más grande que el otro. Y es que el tiempo psicológico   —130→   es desigual en sus instantes y no es susceptible de cálculo.

Nada más misterioso que el tiempo que todo lo hiere, trasmuta, embellece y corrompe. Un poeta que escribe en prosa, Pedro Caba, exclama dolorido: «Existimos ardiendo, quedándonos en cenizas de pasado, sobre las cuales, nostálgicos, soplamos reencendiendo ascuas perdidas. Y soplamos con vientos falsos de futuro y proyectamos nuestra vida en visión futura de pasado. Y hasta hay un momento, el momento de morir, en que el hombre, cerrado el pasado hacia el futuro, rebota y se hace todo evocación de su vida pasada en apretada presencia». El pasado es lo fatal, lo inexorable; es la realidad por excelencia; el futuro es la incógnita. Por eso pensamos el pasado, vivimos el presente y proyectamos el futuro.

No todo tiempo abstracto es tiempo psicológico. El futuro sólo es futuro psicológico cuando nos afecta existencialmente, cuando parece en el ámbito de nuestra conciencia como anhelo y como proyecto. Tampoco todo pasado es psicológico, pues sólo nos es pasado aquello que vive en nosotros de modo revivido. El existir del hombre funde los tiempos y los hace converger en su conciencia anímica.

En la vida efectiva, la temporalidad pesa sobre nosotros en su plenitud fugaz. Con el aburrimiento, la sorpresa o el júbilo, adquirimos clara conciencia del «ahora». Lo mismo acontece con el temor y la esperanza de lo que «será» y con la nostalgia y el arrepentimiento de lo que fue».

En la vida intelectual, en cambio, el momento presente palidece y pierde su consistencia temporal. El ejercicio del pensamiento discursivo desvincula el alma del inmediato y concreto acaecer, para ligarla con la intemporal, con lo idéntico, con lo invariable.

En la vida volitiva, la conducta prefijada hace perder al tiempo su novedad y sabor virginal. Pero si en uso de la libertad la voluntad se convierte en acción creadora, la existencia se siente cumplida y el tiempo se vuelve plenitud.

El abandono y las prisas son las formas de la temporalidad vulgar. El sibarita huye de todo esfuerzo -sobre todo si es penoso- y se esclaviza al ritmo de su pasión que oscila entre el deseo y el hartazgo. O se entrega, negligente, al fluir de las tentaciones, o se agita desordenadamente por el ansia de placeres.

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Los tipos superiores: el santo, el investigador, el artista, el héroe, abren su alma a la riqueza y variedad del devenir en constante tensión sustancial que trasciende lo temporal mismo.

Cada existencia concreta se desenvuelve en una situación también concreta. Al lado de situaciones continuas y objetivas, tenemos situaciones cambiantes y subjetivas. Y si bien es cierto que las situaciones vitales influyen sobre el hombre, no lo es menos que el hombre reobra sobre su situación. «Las situaciones -afirma el pensador peruano Honorio Delgado- constituyen lo que puede llamarse la trama dramática de la temporalidad humana. Toda situación vivida encauza de algún modo la continuidad anímica, insertándola en la sucesión de los hechos del mundo y despertando resonancias y movimientos especiales en la intimidad personal. El conjunto vicisitudinario de las situaciones fluye en un horizonte mudadizo, representado tanto por el escenario objetivo cuanto por el fondo del mundo subjetivo».63

Además de mi «tiempo inmanente» que vivo en cualquier instante de una manera íntima y más o menos adjunta a todo fenómeno psicológico, tengo conciencia de codevenir con el proceso de la naturaleza y de los demás seres particulares. En esta forma se articula el tiempo anímico del yo con el tiempo físico, con el tiempo fisiológico, con el tiempo histórico, etc. Pero en este sincronismo vivido, el tiempo «inmanente» -usando los términos introducidos por Hönigswald- lo vivimos de manera primaria, mientras que el tiempo «transeúnte» u objetivo (métrico y del mundo) lo vivimos de manera secundaria.

Normalmente, el niño vive en la plenitud del presente, sin recuerdos y sin proyectos que le enturbien el instante actual. El joven vive tan esperanzado en el futuro que descuida el presente y no presta atención al pasado. A medida que el hombre progresa en edad y disminuyen las expectativas del porvenir, aumenta la importancia e idealización del pasado. «La más profunda tragedia de la existencia humana -asegura Berdiaeff- reside en que el acto realizado en el instante presente nos liga para el porvenir, para toda la vida, tal vez para la eternidad. ¡Aterradora objetivación del acto   —132→   consumado, que por sí mismo no tiene a la vista esta objetivación! A eso corresponde el problema del juramento de fidelidad, votos monásticos, juramento conyugal, votos pronunciados en las órdenes caballerescas o en las sociedades secretas. Es el problema del destino proyectado al porvenir». Frente a este grave problema, la actitud más valiente y valiosa es asumir con plena responsabilidad la carrera de la vida, soportando los sacrificios inherentes al cumplimiento de nuestra más alta y genuina vocación. Por la adhesión al destino, amor fati, el devenir trasciende de la mera temporalidad.




ArribaAbajo4. Consideración objetiva del tiempo

Los lomos dorados de los libros apenas si nos dicen algo del tiempo, que palpita invisible en sus páginas. Esto lo ha visto certeramente el denominado «existencialismo». Pero el absolutismo de la existencia, en que culmina la especulación de los existencialistas en boga, conduce, en el fondo, a una negación de la misma esencia del tiempo, de su trascender. Ahora bien, aquello hacia lo cual lo temporal trasciende, lo trascendente, no parece ser simplemente lo intemporal, el reino rígido de las esencias, sino lo temporal en grado eminente -si nos vale la expresión- el tiempo que dura siempre, la eternidad. La existencia temporal ancla no en la idea de eternidad, sino en la misma eternidad de la Existencia necesaria.

Tampoco podemos aceptar el aserto de Heidegger, quien asegura que el tiempo no es algo independiente del existente humano, puesto que el tiempo es -según el mismo filósofo- el resultado de la unión en la conciencia de las diversas presencias a diferentes objetos, objetos que cambian, como cambia también el Dasein. Ahora bien, si se admite la posibilidad de los cambios reales, se debe admitir la posibilidad de un tiempo real. La percepción del orden entre el ser y no ser de las cosas es la idea del tiempo. Como, además, es evidente que nuestro entendimiento puede considerar un orden de cosas puramente posible, resulta que el tiempo se extiende no sólo a la realidad, sino también a la posibilidad. Luego no podemos decir que el tiempo sea algo puramente subjetivo.

Si bien es cierto que sin la experiencia no se conocerían   —133→   los cambios o modificaciones y, por consiguiente, el entendimiento no percibiría en ellas el orden de ser y no ser, en que consiste la esencia del tiempo, no es menos verídico que la idea del mismo no dimana propiamente de la experiencia -aunque ésta le sirva de excitante-, sino de la intuición primordial del ser y el no ser.

El tiempo empírico -sujeto de una medida sensible- se compone de una idea metafísica (la relación entre el ser y el no ser considerada en su mayor generalidad), y una idea matemática (la idea de número aplicada a la determinación de las mudanzas de las cosas), aplicadas ambas a un hecho.

Según don Jaime L. Balmes, «el principio de contradicción presupone la idea de tiempo, pues que la contradicción no se verifica si el ser y el no ser no se refieren a un mismo tiempo... La idea de tiempo presupone a su vez el principio de contradicción, porque si el tiempo no es más en las cosas que el ser y el no ser, y en el entendimiento la percepción de este ser y no ser, resulta que no podemos percibir el tiempo sin haber percibido el ser y el no ser; y como estas ideas consideradas sin sucesión no pueden presentársenos sin contradicción, resulta que cuando percibimos el tiempo hemos percibido por necesidad el mismo principio de contradicción... Cuando hay dos ideas idénticas en el fondo, aunque aparezcan distintas porque se ofrecen bajo aspectos diferentes, es imposible que al explicar la una no se tropiece, por decirlo así, con la otra, y al pararse en ésta no se vuelva de algún modo sobre aquélla... Hay círculo, pero inevitable, y por lo mismo deja de ser vicioso».64

Sumergido en la temporalidad, el hombre se encuentra, al mismo tiempo, superando esta temporalidad. No sólo tenemos los humanos una idea de la eternidad, sino que tenemos también una aspiración de plenitud subsistencial. La idea y la aspiración se completan.

Con bella y certera imagen, los neoplatónicos solían decir: el hombre no está en el tiempo ni en la eternidad, sino en el horizonte en que ambos se juntan.



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ArribaAbajo5. El hombre en el tiempo y para el tiempo

Ante lo temporal, el hombre puede asumir dos actitudes fundamentales: puede vivir en el tiempo y para el tiempo, o bien, puede vivir en el tiempo para la eternidad.

No existe el hombre en abstracto, sino este o aquel humano que vive para el tiempo o que vive para la eternidad. Por lo demás, cada ser humano es inefable y el hombre existe como existe cada hombre en particular, con todas las diversas modalidades. Pero como sólo hay ciencia de lo general, necesariamente tenemos que abstraer para abarcar lo real en su totalidad. Entiéndase bien una cosa: la abstracción es una expresión superior y general, y no una mutilación o un artificio.

La Primera Guerra Mundial (1914-1918) provocó una inmensa onda de temporalidad pura, es decir, de tendencia a sumergirse en el tiempo por el tiempo. Igual ocurrió con la Segunda Guerra Mundial y lo mismo ha ocurrido con algunas revoluciones anteriores.

El hombre que vive para el tiempo tiene una característica invariable: repudia y combate el pasado por sistema, y acepta el presente diciéndose moderno y empeñándose en serlo. No sólo tiene el gusto por el tiempo actual, sino que pretende imponer un nuevo estilo colectivo de vivir y de ser.

Creando un verdadero abismo entre el pasado y el presente, el hombre moderno no sólo piensa en el tiempo, sino que todo lo ve en función del tiempo, del «antes» y del «después». Su mentalidad temporal le lleva a una invariable problemática tripartita del tema sujeto a estudio: 1) los orígenes; 2) el estado actual, y 3) las posibilidades futuras. Colocado en el devenir, en el flujo constante del ser y no ser, el hombre temporal se aferra a un presente que parece monopolizar la vida, instaurando el dogma de la superioridad del «ahora» sobre el «antes».

Con la misma inconsciencia con que se coloca en pleno temporalismo, el hombre moderno se coloca en pleno naturalismo. La naturaleza es única, distinta e indivisible como su propio «yo». Lo que sobre-pasa a la naturaleza, lo sobrenatural, repugna a su mente. El sentimiento religioso es, a lo más, «un simple fenómeno natural, que representa la   —135→   parte del corazón frente al misterio provisorio o al sufrimiento perenne».

Y sintiéndose de «paso» por todo, y confundiendo el todo con la transitoriedad, es natural que se atribuya a los medios el valor del fin. Lo importante está en el modo de hacer las cosas, en el método. Si se preocupa por la «técnica» es por su creencia de que un buen método llegará seguramente a un buen fin. Interesa más, al hombre que vive para el tiempo, el esfuerzo para llegar a la verdad, que la verdad misma. Esta dislocación de lo absoluto hacia lo relativo le lleva a la afirmación absoluta del «punto de vista»: no existen seres ni valores absolutos, sólo existe la categoría de lo absoluto al servicio de mi relatividad. «El hombre -como solía decir Protágoras- es la medida de todas las cosas, de las que existen, por la manera como son; de las que no existen, por la manera como no son». Esta sola frase ha dado pauta a un cúmulo de interpretaciones que van desde el subjetivismo hasta el relativismo.

Un pensador brasileño, Tristán de Athayde, ha visto, certeramente, que «es la agitación, es decir, el movimiento por el movimiento, lo que se lleva el sufragio de los modernos. El hombre, para ser moderno, tiene que ser hombre de acción que se disloca fácilmente, que muda fácilmente de propósitos, de partido, de corbatas o de mujer. El dinamismo es confundido con la vida. Y ésta pasa a ser entonces sinónimo de carie, de multiplicidad, de aventura y de relativismo. Cuanto más cambia, más vive el hombre. Lo estable, lo recatado, lo sobrio, lo silencioso, son valores superados para el moderno. Lo mudable, lo exhuberante, lo original, lo que se adapta a los demás, a nuevas formas de vida, son los valores modernos y vivos».65

Para el hombre representativo de nuestros días, el tiempo no es sólo una condición de vida, sino también un criterio de valor. De ahí su amor exaltado por lo concreto, por lo tangible, que le hace invertir el orden real de la certeza, haciendo del mundo actual el paraíso de la opinión.

El predominio de la vida instintiva sobre la vida racional conduce -ineludiblemente- al gusto por lo sensual, por lo aventurado, por lo terrenal.

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El tiempo es duración. Pero una duración sin algo que dure sería una idea absurda. Y esto es, precisamente, lo que olvida el hombre que vive para el tiempo: que en sí mismo el tiempo no es; carece de existencia propia. La temporalidad existe en los seres y no es posible desgajarla de ellos sin anonadarla. En este sentido, vivir para el tiempo es vivir para la nada.




ArribaAbajo6. El hombre en el tiempo y para la eternidad

Entre el pasado y el presente no existe ningún abismo. Nada de lo que ha sido «antes» se pierde «ahora» por completo. En este sentido, el hombre es -por lo menos en parte- su propia historia. Y así como en el «ahora» pervive el «antes», así también en el antes preexistía el «ahora». «Pero el pasado -como observa agudamente Zubiri- no pervive bajo forma de realidad subyacente. En cuanto realidad, el pasado se pierde inexorablemente. Pero no se reduce a la nada. El pasado se desrealiza, y el precipitado de este fenómeno es la posibilidad que nos otorga. Pasar no significa dejar de ser, sino dejar de ser realidad, para dejar sobrevivir las posibilidades cuyo conjunto define la nueva situación real... Sólo es futuro aquello que aún no es, pero para cuya realidad están ya actualmente dadas en un presente todas sus posibilidades».

Mientras que la concepción agnóstica de la vida enfoca a ésta sub specie temporalitatis, nuestra metafísica de la existencia no puede renunciar a la visión sub specie aeternitatis. Consiguientemente, la historia no es, para nosotros, la ciencia rectora. Más allá de sus posiciones temporales, las cosas y los seres se conocen por sus razones últimas. De ahí que sea la metafísica la scientia rectrix.

El destino último del hombre, cuando cesa la vida en el tiempo, es la eternidad. Pero aun viviendo el ser humano en el tiempo mismo, no está propiamente subordinado a él. Oponiéndose a lo efímero, a lo accesorio, a lo accidental, está la esencia irreductible -participación en lo increado y en lo intemporal- lo sustancial, la naturaleza de las cosas. Lo que en el hombre hay de eterno -usamos aquí el vocablo en su sentido lato- es todo aquello que lo hace ser hombre, y no planta o animal. En este sentido, antes de ser alemán o mexicano, del siglo XVIII o del siglo XX, el hombre   —137→   es eterno. El propio hombre que vive en el tiempo y para el tiempo no niega, ni puede negar, que haya en él una serie de elementos que no varían con relación al hombre antiguo o al hombre del Medioevo. Lo que él niega es que esos elementos deban prevalecer sobre las cualidades temporales, singulares, personalísimas e irreductibles. Según esto, no es el hombre el que vale más que las circunstancias en que vive, sino que son las circunstancias las que valen más que el hombre y lo modelan «a su imagen y semejanza».

Lo que hay de eterno en el hombre no niega ni nulifica lo que en él mismo hay de temporal, pero sí lo subordina de acuerdo con el principio fundamental de que lo sustancial es superior a lo accidental.

Si el hombre tiene que estar frente a las cosas y convivir con ellas, es porque es una parte del universo y no un ser desligado del mismo o subordinado a él. Pero el hombre no se explica por sí mismo, ni el universo en sí explica al hombre. De ahí los dos marcos fundamentales de toda vida humana: el origen y el destino en Dios.

Uno de los que con mayor profundidad ha descrito el elemento de unión entre el hombre y Dios como constitutivo del ser humano mismo es Xavier Zubiri. Vamos a transcribir los párrafos centrales del capítulo «En Torno al Problema de Dios» que concretan el elemento existencial de lo absoluto en el ser humano: «El hombre se encuentra enviado a la existencia, o mejor, la existencia le está enviada. El hombre, no sólo tiene que hacer su ser con las cosas, sino que, para ello, se encuentra apoyado a tergo en algo, de donde le viene la vida misma. Estamos obligados a existir porque previamente, estamos religados a lo que nos hace existir. En la obligación estamos simplemente sometidos a algo que, o nos está impuesto extrínsecamente, o nos inclina intrínsecamente, como tendencia constitutiva de lo que somos. En la religación estamos más que sometidos porque nos hallamos vinculados a algo que previamente nos hace ser. En su virtud, la religación nos hace patente y actual lo que pudiéramos llamar la fundamentalidad de la existencia humana. Fundamento es, primariamente, aquello que es raíz y apoyo a la vez. Lo que religa la existencia religa con ella el mundo entero. La religación no es algo que afecte exclusivamente al hombre, a diferencia y separadamente, de las demás cosas, sino a una con todas ellas. Por esto afecta   —138→   a todo. Sólo en el hombre se actualiza formalmente la religación; pero en esa actualidad formal de la existencia humana que es la religación aparece todo, incluso el universo material, como un campo iluminado por la luz de la fundamentalidad religante. La existencia humana, pues, no solamente está arrojada entre las cosas, sino religada por su raíz. La religación -religatum esse, religio, religión, en sentido primario- es una dimensión formalmente constitutiva de la existencia. Por tanto, la religación o religión no es algo que simplemente se tiene o no se tiene. El hombre no tiene religión, sino que, velis nolis, consiste en religación o religión. Religión, en cuanto tal, no es ni un simple sentimiento ni un nudo conocimiento ni un acto de obediencia, ni un incremento para la acción, sino actualización del ser religado del hombre. En la religión no sentimos profundamente una ayuda para obrar, sino un fundamento para ser. Y así como el estar abierto a las cosas nos descubre, en este su estar abierto, que “hay” cosas, así también el estar religado, nos descubre que “hay” lo que religa, lo que constituye la raíz fundamental de la existencia. Sin compromiso ulterior, es, por lo pronto, lo que todos designamos con el vocablo Dios, aquello a que estamos religados en nuestro ser entero... Mejor que infinito, necesario, perfecto, etcétera, atributos ontológicos excesivamente complejos todavía, creo poder atreverme a llamar a Dios, tal como le es patente al hombre en su constitutiva religación ens fundamentale o fundamentante. El atributo primario, quoad nos, de la Divinidad es la fundamentalidad. Cuanto digamos de Dios, incluso su propia negación (en el ateísmo), supone haberlo descubierto antes en nuestra dimensión religada».66

La teoría de Zubiri sobre la religación o fundamentalidad de la existencia es, a no dudarlo, una de las más preciadas joyas de la filosofía de nuestro tiempo. Sus afirmaciones, hechas en el orden metafísico, no cabe trasplantarlas, sin confundirlas, al orden noético. En el plano metafísico, es un hecho que el hombre en su realidad está religado a Dios y de Dios depende. Pero en el orden del conocimiento, primero se conocen los efectos que mediante la prueba racional de la causalidad llevan a afirmar la existencia de Dios, y sólo   —139→   entonces nos sabemos religados a la divinidad. Dicho de otro modo: la realidad de Dios, anterior a la de las creaturas en el orden óntico, como creador que es de ellas, les es posterior en el orden lógico, pues sólo por ellas llegamos a conocerle.




ArribaAbajo7. El hombre en el tiempo y para la felicidad suprema

Compendiando la naturaleza de todas las creaturas, pero sobrepasándolas por una diferencia radical que no cabe confundir con un proceso evolutivo, el hombre -unión sustancial de alma y cuerpo- da lugar a intersecciones, a discordancias y armonías, a influencias mutuas. Tenemos, anatómica y fisiológicamente, analogías con los animales. Pero tenemos también, ya lo hemos comprobado, un alma inmortal rectora de nuestra vida.

Por su naturaleza -más noble que la de cualquier otro ser del mundo- por su aptitud para conocer y gobernar en cierto modo el universo y por la conciencia y señorío de sí mismo, el ser humano es rey de la creación. Un mandato insoslayable de perfección traducido por la tendencia irrefrenable al bien comanda al hombre desde que empieza a tener uso de razón. Mientras el animal carece de ideales, el ser humano ensaya y proyecta, promete y se arrepiente, analiza y domina sus estados de ánimo, desea y renuncia, piensa y abstrae.

El hombre es un animal entre otros mil, pero es un animal creador de historia. Su vida se proyecta más allá del área biopsíquica, orienta su actividad hacia la consecución de bienes esencialmente inaccesibles en esta existencia, que realiza parcialmente y cristalizan en forma de cultura. Mientras que la vida animal termina en sí misma y sus funciones orgánicas no tienen otra finalidad que la de coadyuvar al mantenimiento del ser vivo, la vida humana sale de sí misma y aspira a algo que la trasciende y la rige.

Estamos en el escenario de una aventura trascendental. Nuestra vida entera sobrepasa su inmanencia y se proyecta hacia un más allá que la reclama y le impone acatamiento, orden y consagración, a cambio de una felicidad perdurable. Frente al equilibrio apacible de las funciones que caracterizan la vida animal, la vida humana es sustancialmente una vida desequilibrada. El hombre -expresa magistralmente   —140→   Joaquín Xirau- «vive constantemente sin vivir en sí», en perenne donación de sí mismo. De ahí «su miseria y su grandeza» y la estrecha y profunda correlación entre una y otra. La conciencia humana, en su limitación, lleva implícita la presencia plenaria de la eternidad.

Todo ser que obra, obra por un fin. En el mundo de los seres vivientes, plantas o animales, la ontología nos revela, por el análisis del ejercicio de cualquier causalidad eficiente, el principio de finalidad.

El hombre, ineludiblemente sujeto a esta ley universal, tiene la peculiaridad de obrar con conocimiento de causa y libremente para la consecución de su fin. Y no se trata de una actividad ejercida con vistas a un fin cualquiera, sino a un fin último en el cual converjan los fines próximos confiriéndoles su razón de ser.

El pleno acabamiento, la perfección o el bien perfecto es el último fin de un ser. Y si ese ser es racional porque tiene conciencia de lo que es y de lo que tiene, este fin último, si es conseguido, será conseguido conscientemente y con gozo. En su famosa definición, Boecio expresa que la felicidad es el estado de perfección debido a la posesión en junto de todo cuanto nos conviene, reposo consciente del bien que sacia todas nuestras tendencias (Status omnium bonorum aggregatione perfectus).

Todo hombre, como afirmaba Pascal, «quiere ser feliz, no quiere ser sino feliz y no puede dejar de quererlo». Pero no todos conocen en cada momento los medios para lograr su felicidad, ni, aun conociéndolos, tienen siempre espíritu para decidirse por el recto camino.

Riquezas, honores, ciencia, virtud o cualquier otro bien creado, no proporcionan al hombre la felicidad completa ni pueden ser el último fin. Su limitación, su fugacidad y su frecuente incompatibilidad, les impide ser ese fin último objetivo: uno mismo para todos los humanos puesto que todos tienen la misma naturaleza.

Plenamente felices, sólo lo podemos ser con Dios. Es imposible que la felicidad suprema del hombre se encuentre en ningún bien creado. «La beatitud es, en efecto -afirma Santo Tomás de Aquino-, un bien perfecto, y que apacigua totalmente el deseo, pues no sería ella el fin último si después de ella quedase aún algo que desear. Por otra parte, el objeto de la voluntad, que es la forma humana del apetito,   —141→   es el bien universal, lo mismo que el objeto del intelecto es la verdad universal, de donde resulta evidentemente que nada puede apaciguar la voluntad del hombre si no es el bien universal. Ahora, este bien no se encuentra en nada de lo creado, sino solamente en Dios, porque toda creatura no posee más que una bondad participada. Por esto Dios solamente puede colmar la voluntad del hombre».67




ArribaAbajo8. La crisis de nuestros tiempos

Si somos entes temporales, no podemos eludir la consideración del tiempo y de nuestro tiempo, de la circunstancia histórica que nos toca vivir. ¿Cuál es el ambiente espiritual de nuestro tiempo? ¿Vivimos en una época de crisis? ¿Qué es, en definitiva, la crisis? ¿Cuáles son sus causas? ¿Por qué hablamos de neurosis en nuestra época?

En todas partes se habla de «crisis». Explicado el fenómeno de modo diverso, se lee y se oye siempre lo mismo: que nuestros tiempos son de crisis.

Cuando el hombre ha alcanzado cierta edad, tiende a ver tremendas crisis a su alrededor. Los ancianos se lamentan siempre de las calamidades actuales, y con gesto romántico exclaman invariablemente: «cualquier tiempo pasado fue mejor».

Yo no puedo hacerme sospechoso al hablar de crisis actual, porque mi edad no me ha permitido vivir «otros tiempos» y porque mi juventud está -a Dios gracias- al margen de los achaques.

La vida actual se ve acosada por una terrible angustia producida por la desorientación; nos toca vivir en un mundo que al parecer se desquicia. Un sistema de ideas y formas de vida se hunde en el ocaso y no se ven alborear nuevas estructuras, nuevos pensamientos. En el campo de la teoría y en el campo de los hechos se agudiza la falta de responsabilidad y el azoramiento. El hombre-borrego, que ha perdido conciencia de su propia humanidad, ofrece el entristecedor espectáculo de marchar a la deriva.

Los «viejitos» se alarman, se indignan de las innovaciones. Yo no me lamento tanto de las innovaciones cuanto de las regresiones.

  —142→  

He hablado renglones arriba del hombre-borrego porque el hombre de nuestros días -por lo menos el tipo- no vive «dentro de sí», sino que, recayendo en la animalidad, vive «fuera de sí», absorbido por el contorno. Su acción no es la praxis que va precedida de la contemplación, sino la alteración del neurótico.

Heidegger acierta cuando describe la «vida banal». Los hombres que ahora trivializan su existencia a tal grado que su obrar impersonal les convierte en seres intercambiables. Ocúrresenos bautizar al mismo hombre-borrego de nuestros días con el calificativo de «el honorable señor don cualquiera».

El debilitamiento y distorsión del raciocinio caracteriza la crisis actual. La lucha de razas, la lucha de clases y el fracaso de la democracia liberal así lo atestiguan. Como ejemplo, bástenos citar uno solo: el de la economía política. Jamás se había visto antes, como ahora, tirar grandes cosechas de trigo o de algodón, por razones de «política de precios», ante la ciencia y paciencia de muchedumbres indigentes. No sólo estamos en presencia de un hecho profundamente inmoral, sino que además se trata de un hecho estúpido. Hace muchos siglos, José le enseñaba al faraón la lección de las vacas gordas y las vacas flacas. Él la aprendió, pero nosotros no.

La razón no puede ser vulnerada en vano prácticamente. La técnica, que debiera servir al hombre para dominar la naturaleza y poder vacar en sus menesteres espirituales, le ha esclavizado. En el insaciable correr de la técnica de nuestros días, el hombre parece haber olvidado que «el esfuerzo para ahorrar esfuerzo es esfuerzo».

La pérdida casi total del instinto lógico y la desmoralización radical de la humanidad, son a nuestro juicio las dos notas que caracterizan la actual crisis del mundo.

El «hombre-masa» de que nos habla Ortega (nosotros preferimos llamarle «hombre-borrego») cree que la civilización en que ha nacido y que usa es tan espontánea y primitiva como la naturaleza. El conductor del tranvía y el maquinista poco o nada saben de los principios de la electricidad o de la propulsión a vapor, por los que se mueven el tranvía y la máquina. La civilización ha sobrepasado al hombre standard de nuestro tiempo y lo ha convertido en un nuevo bárbaro.

En la farsa general contemporánea, el hombre, señorito   —143→   satisfecho, juega a hacer lo que le da la gana. De puro sentirse libre (libertad de que nos habla Sartre) el hombre de la posguerra se siente vacío. Absorto en la vertiente de su nada y olvidado de su sostén eterno, se siente presa, ineludiblemente, de la desesperación. O sumido en el espíritu de manada, o desesperado ante una vida que no quiere reconocer su filiación divina. En ambos casos, lejos de la cabal realización de la humanitas.

Padecemos una crisis de la intimidad. Vivimos extravertidos en lo de fuera, fugándonos de nuestro yo auténtico y aturdiéndonos con el vocerío de los instrumentos de disipación (prensa, radio, televisión, cinematógrafo). Aunque tengamos más información que en otras épocas, hay una creciente indiferencia crítica. Ya no importa pensar y saber, sino vivir y ser eficiente. La técnica, orientada en un sentido gigantesco y mercantil, es la plasmación materialista de la eficacia cuantitativa, que ha sustituido a la idea de servicio. A medida que los hombres han negado su vigencia a las normas morales, han ido aumentando su culto por la vida, por una vida que es un puro torrente ciego de energía. El Estado ha pretendido salirse de la órbita de la moral, como si la ética nada tuviese que ver con la política. Se ha perdido el sentido de universo, de verdad total, para caer en la atomización de un puñado de verdades parciales que no se sabe como conciliar. La vida privada, el estilo personal de vida, han sido arrollados por la publificación creciente de la vida y por el estilo impersonal. Alguien ha dicho, exagerando de propósito, que «nuestros semejantes serán dentro de poco nuestros idénticos». Y, sin embargo, siempre queda lugar para el examen de conciencia y para la esperanza...

El tremendo vacío que padecen las generaciones actuales -vacío de Dios- sólo con Dios puede ser llenado. Todos los otros remedios que se propongan serán paliativos, pero no curas radicales. Sólo una revitalización de la fe y una auténtica vida religiosa basada en la verdad eterna pueden librarnos a los contemporáneos de la crisis que padecemos.




ArribaAbajo9. Las neurosis de la época

Nuestro tiempo es de neurosis. Sus más agudos intérpretes reflejan el enojo y el desencanto de vivir. Los europeos, sobre todo, encarnan la crisis actual. Las generaciones de la posguerra   —144→   padecen deseos de placeres raros y complicados que la vida no da, anhelos de nuevas emociones, tristezas de la carne, afanes inútiles y dolorosamente paradojales de querer espiritualizar las sensaciones más fisiológicas.

Todas las épocas fatigadas de culturas fetichescas son pródigas en angustias y tormentos que hoy nos parecen nuestros. Una nueva Roma viciosa y fatal aparece en los modernos escenarios de los Sartre y de los Camus. Las más de las voces poéticas contemporáneas son voces cansadas, voces que no se sostienen. Sus imágenes -de tan rara belleza- acusan pereza intelectual de expresión. Más que explicar su pensamiento, lleno de trazos sinuosos, los líricos de la época prefieren reflejarlo en una imagen más expresiva por lo que dice, que por las sugestiones que apunta. Bajo formas impecablemente marmóreas y metálicas, se esconde un fondo pesimista, satánico, torturado, insano. Y lo más peligroso del caso es la fuerza de atracción y de belleza incomparables que ejercen los cultivadores del arte. Baudelaire -uno de los ancestros de nuestros achaques- nos confiesa que durante años ha cultivado su neurosis. Su gusto de lamentarse de la vida es una obsesión morbosa de enfermo.

Hay una verdadera psicopatología de la afectividad en las gentes de hoy. De reacciones afectivas gozosas y locuaces (hipertimias), se pasa a depresiones que oscilan desde simples desalientos hasta los profundos dolores morales (distimias). Toda una gama de estados psico-patológicos desfilan en las «psiques» de los hombres del siglo XX: la tristeza inmotivada ligada a la disminución impulsiva de las tendencias y a la inhibición de la acción y el movimiento; la angustia o ansiedad caracterizada por un estado penoso de incertidumbre y de opresión: la obsesión; la fobia, etc.

Y no sólo la afectividad, también la voluntad de muchos contemporáneos se ve asolada por estados patológicos: abulias, hiperbulias y sugestibilidades.

Muchos cientificistas de viejo cuño podrán pensar que corresponde al psiquiatra resolver estas neurosis y estos estados psico-patológicos de la voluntad. Lo cierto es que al psiquiatra le corresponde un papel secundario, subordinado. Si calamos en el fondo de la cuestión, veremos que el problema es fundamentalmente religioso. Todo lo demás son consecuencias, resultantes...

La soberbia de la vida que ha pretendido olvidar su religación   —145→   a un Ente fundamental y fundamentante, es la raíz más honda de la crisis actual.

El desasosiego y la angustia que padece la humanidad se debe, en el fondo, a esta causa bien sencilla: el abandono de la vida religiosa. Habiéndose dado la espalda a los evangelios, es muy natural que los hombres se sientan arrojados a la vida y condenados a ser libres en una existencia absurda. El ateísmo náufrago ha querido entronizar nuevos dioses: el dinero, la ambición, el poder, la fama y los placeres, que a la postre no le han salvado de su naufragio.





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ArribaAbajo- VII -

Libertad y valor


1. ¿Qué es el yo, una función o una sustancia?- 2. Biología y espíritu.- 3. Las facultades del hombre.- 4. Estructura de la libertad.- 5. El determinismo del cuerpo y la libertad del alma.- 6. Animal frustrado y ser axiotrópico.



ArribaAbajo1. ¿Qué es el yo: una función o una sustancia?

La existencia de las vivencias es un hecho irrecusable. Pero, ¿habrá algo más que las vivencias o la suma de ellas? ¿Existirá realmente el yo?

El aprendizaje, el arrepentimiento, la decisión, la esperanza, la promesa y la preocupación han sido dados en prueba de la existencia de un «algo» (el yo) que no puede reducirse a un montón de percepciones, a una corriente vivencial o a un conjunto de células nerviosas. Sin una realidad continua -que no es posible concebir como una suma mecánica de vivencias- no se darían las expresadas situaciones psicológicas concretas. Si advertimos los cambios de nuestras vivencias es porque en nosotros hay una realidad inmutable.

El empirismo atomista no puede explicar la unidad y continuidad del yo. En su obra Experience and Substance, Witt H. Parker distingue entre el yo focal (focal self) y el yo matrix (matrix self). El yo focal es un puro acontecer; consiste en la actividad o conjunto de actividades que operan en el momento presente: impulsos, pensamientos, deseos, etc., que aparecen y desaparecen. Pero estas vivencias que van y vienen están referidas y surgen de un fondo permanente y estable: el yo matrix. La actividad focal altera y enriquece al yo matrix, pero sus ajustes interiores y sus movimientos, son más lentos. En todo caso, en el yo matrix hay «un núcleo (core) que se mantiene igual a sí mismo a   —147→   través de largos períodos de tiempo, en verdad tanto cuanto dura el yo».68

Es ésta, a nuestro entender, una nueva versión de la tradicional e insoslayable teoría sustancialista. La unidad y continuidad del yo sólo encuentran cabal explicación en los argumentos del sustancialismo. El yo que percibimos por la introspección es no solamente el yo focal, puramente psicológico (actos psíquicos que aparecen revoloteando en nuestra «psique»), sino también el mismo yo focal (yo ontológico) captable por la misma introspección. Esta realidad permanente es un hecho de conciencia innegable.

Pretendiendo desarrollar un empirismo integral, Risieri Frondizi combate el concepto metafísico de sustancia, afirmando que hay «un hecho que ni el atomismo ni el sustancialismo llegaron a comprender: lo que nos pasa modifica la estructura del yo, pero al mismo tiempo es lo que le confiere estabilidad. Ni somos puro cambio ni pura estabilidad, sino que constituimos una realidad que para ser tiene que devenir».69 ¿No será abusar un poco de las palabras, decir que en los cambios del yo está su estabilidad? Frondizi trata inútilmente de convencernos que en el yo, su esse equivale a su facere. Quiere que la categoría de sustancia ceda su paso a la de función. Pero este funcionalismo resulta impotente para explicar los propios asertos de Frondizi: el sentido creador, la voluntad libre, la capacidad para ordenar el curso ulterior de nuestras vivencias. Como casi todos los enemigos del sustancialismo, no comprende que el concepto de sustancia no es incompatible con el carácter dinámico del yo. Sustancia significa, primariamente, lo que existe en sí y no en otro; secundariamente, el concepto hace referencia a ser soporte de accidentes. Ahora bien, el yo es sustancia porque existe en sí y no en las vivencias ni en los intersticios; porque es un ser real que posee atributos, perdura a través del cambio y subyace bajo las apariencias externas. Que sea sustancia no significa que el yo sea inmutable, sino que conserva, a través de las mutaciones, una unidad orgánica y efectiva. Vale decir que se trata de una sustancia dinámica a la manera de una partitura musical.

  —148→  

Toda vivencia revela un aspecto del yo sustancial, pero el yo no puede reducirse a las vivencias, porque las trasciende. El yo es el centro del campo de la conciencia, con un altísimo grado de continuidad e identidad. El yo tiene funciones, pero no es función, sino sustancia. Una sustancia consciente mediante la cual se hace -por su iniciativa- y se va haciendo a sí misma -por su conciencia-, pero sin perder nunca su estructura.




ArribaAbajo2. Biología y espíritu

Nunca la materia, por muy organizada que esté, ha producido espíritu. Hace millones de años que la tierra gira rotativa y traslativamente, y, sin embargo, el espíritu humano es -relativamente- un huésped reciente del mundo. Un distinguido biólogo, el Dr. Rieu-Vernet, asegura que «el espíritu no puede principiar su ascensión sino cuando el organismo de la Vita aeconomica que le sirve de base haya terminado la suya. O refiriéndonos a la escala del hombre: no puede principiar la era psíquica sino cuando la era vegetativa haya llegado a su cima orgánica».70 Esto significa que para el advenimiento del espíritu no basta cualquier materia estructurada, sino que es preciso un recipiente orgánico con dignidad conveniente.

¿Pero qué vamos a entender por espíritu? En la vida de todo hombre hay un conjunto de actos superiores centrados en la unidad dinámica de la persona y que abarcan no sólo el pensamiento de las ideas -discurso-, sino los actos emocionales superiores y, sobre todo, la intuición de las esencias. Libertad, objetividad, y conciencia de sí mismo son notas características del espíritu.

Desde que el hombre puso sus plantas sobre la Tierra, parece que la evolución se detuvo y muchas especies desaparecieron. El espíritu del hombre, si bien es cierto que se despliega y afina la materia misma en que se asienta y que informa, no progresa en sentido evolucionista. Los fenómenos biológicos más sordos y brutos son modificados por algo desconocido en la naturaleza: el espíritu. Y el espíritu no es un grado de la vida natural; trátase de «otra vida» que la natural; de otra forma de potencia creadora.

  —149→  

Lo espiritual tiende a liberarse de lo orgánico en su condición terrestre. El hombre es un drama y vive en constante desgarramiento, porque su espíritu se siente aherrojado y a disgusto en un cuerpo que es limitado, imperfecto, insuficiente. Confesémoslo o no, todos esperamos liberarnos un día de estas limitaciones materiales. Hasta un biólogo como Rieu-Vernet afirma decididamente esa liberación: «La humanidad se encuentra aún en su extrema infancia, y toda su trayectoria ascensional está vuelta hacia una cima inimaginable. Y el espíritu, que se creía prisionero de la materia hasta el fin del mundo, recibe repentinamente el anuncio de su segura liberación y se yergue con un inmenso grito de esperanza, la mirada fija en la cima inaccesible».71 El espíritu aspira espontáneamente, por su misma esencia, a trascender su condición de espíritu encarnado en un cuerpo terrestre imperfecto. Al estar en esta condición, el espíritu se siente en desamparo ontológico. Pero como aspira a la plenitud subsistencial, en la muerte cifra sus esperanzas. Ahora bien, el alma humana ha sido creada para estar unida con el cuerpo: su complemento esencial; de aquí que, aún después de la separación por la muerte, tienda a la unión que lo completa: esta tendencia, como recibida de Dios, por Dios debe ser satisfecha. Resulta congruente pensar que, si el cuerpo es en este mundo instrumento del alma para el bien y para el mal, es justo que tenga su parte en los premios y castigos de la otra vida. Es claro que el cuerpo resucitado, aunque idéntico, tendrá nuevas cualidades; será perfecto e inmortal y estará dotado -así lo afirman los teólogos- de impasibilidad, ligereza, claridad y sutileza. Las ancianitas religiosas de nuestro mundo católico gustan de concebir a los hombres según el lenguaje del apóstol Pablo a manera de «cuerpos gloriosos». Ese afán de plenitud subsistencial, de que venimos tratando, no es otro que ese deseo, tan enraizado en todo ser humano, de convertir su pobre cuerpo terrestre en cuerpo espiritual o glorioso. Pero la filosofía sólo puede dar cuenta del anhelo. El resto es materia teológica.

Se ha comparado la vida -y con razón- con una vela que se mantiene a fuerza de ir consumiendo su propio soporte. Crecimiento, nutrición y reproducción son los impulsos   —150→   vitales genéricos de todo lo vivo. «Vivir -dice el filósofo español Pedro Caba- es consumirse; es envejecer. Ya el hecho de nacer rompiendo un huevo, una semilla, denota que la vida es disparo, una salida violenta de lo muerto y mineral, a lo que deja atrás requemado. La vida es ruptura, desgaje, irrupción, revolución, y rebeldía ante lo inerte. Lo vivo no tiene causa, o tiene, en su organización, la causa sui».72 La materia es lo pasivo; la vida es lo activo. La planta selecciona, del medio circundante, lo que requiere para su alimento, y lo que no tiene, lo fabrica, además de reaccionar sensitivamente y obrar, en punto a alimentación, con criterio selectivo. Sirvan como ejemplo la Diosnea muscipula y la Rotundifolia (o rocío de sol) que esperan a que el insecto se introduzca en su corola para apresarlo. En toda materia viva hay siempre una dirección, un sentido, que no es posible encontrar en la materia inerte. Por eso podemos afirmar que la vida es fundamentalmente teleológica. Aun cuando la composición físico-química de la materia pueda ser igual a la de un cuerpo vivo, la materia no se animará hasta que la chispa de la vida la incendie. Y esta ardiente antorcha se transmite por generaciones aunque mueran los individuos y fenezcan las especies.

Más allá de la vida biológica está el espíritu. En gigantes y atletas de salud óptima, se pueden dar espíritus precarios; así como, en santos y sabios de vitalidad deficiente, se pueden alojar espíritus excelsos. En el vegetal, como en el animal, hay conformidad de ser, alegre realización de la entelequia. Sólo el hombre es un rebelde a la naturaleza. Sólo el hombre no siente apego a la vida sorda de su fisiología. Es una bestia enferma que se siente insatisfecha con el mero cumplimiento de sus necesidades fisiológicas. Acepta la muerte biológica en aras de la supervivencia metafísica. Proyecta, funda su futuro, y construye los propios fines sintiéndose responsable. Contagiado por la creación que por todas partes le circunda, el hombre deja correr su impulso poético (zoon poietikós) dando origen a los productos fabricados, a la técnica, al arte, a la poesía. Intentando una rápida descripción del hombre -no su definición- Pedro Caba afirma: «Es un poeta, un loco fundamental, que está a disgusto con la   —151→   Naturaleza y la realidad, porque quiere crear otras; es el único ser que guisa, que se viste y manufactura; es el único que usa gafas, que viene al mundo con las gafas puestas».73

La vida espiritual, a la inversa de la vida biológica, se integra y se enriquece con su realización, sin que pueda hablarse de envejecimiento o desgaste. Las notas características del espíritu son la libertad, la objetividad y la conciencia de sí mismo. Por la libertad, el espíritu se distingue, en su autonomía, del determinismo a que se halla sometido lo psicofísico; por la objetividad, se desprende de la naturaleza y del mundo animal para reconocer la verdad de la realidad; por la conciencia de sí mismo, alcanza la plena posesión de su intimidad.




ArribaAbajo3. Las facultades del hombre

El hombre siempre es más de lo que se sabe de él.


Jaspers                


El animal se representa los cuerpos exteriores, obra sobre ellos y se los apropia. Pero no tiene un conocimiento razonado. Sólo el hombre capta los seres que le circundan y los nombra, concibiendo lo que son. Afirma que tal o cual objeto es o no es (juzga). Y juzgar es algo más que combinar sensaciones o imágenes. Los encadenamientos de sus afirmaciones no son mecánicos, sino conscientes. A cada paso puede ir dando la razón de ser de lo que afirma. Gracias a su conocimiento intelectual puede abarcar, en cierto grado, al universo y a sí mismo. Se gobierna y utiliza todos los seres que le son inferiores para sus fines humanos. En este sentido, se puede decir que humaniza su contorno.

Pero el hombre no sólo goza del privilegio del conocimiento, también disfruta de la facultad de sentir, de la facultad de elegirse y de la facultad de espiritualizarlo todo.

La inteligencia, al conocer todo lo que es, nos saca de nosotros mismos. Pero de las cosas sólo nos da su espectáculo, su representación o idea. Más que la realidad del ser, nos da su virtualidad. Lo propio de la facultad de sentir, en cambio, «es -como dice Louis Lavelle- crear en las cosas un vivo interés que nos lleva a amarlas o a odiarlas, a buscarlas   —152→   o a huir de ellas. Parece replegarnos sobre nosotros mismos sólo porque descubre, en el interior de todo lo que es, una vida oculta con la que nos hace comulgar».74

Como nuestra vida no viene hecha, tenemos que elegirnos a nosotros mismos. En este sentido, la libertad no puede ser reducida a una elección entre dos acciones; se trata de algo mucho más radical: la actitud de todo nuestro ser que se elige integralmente. Nuestro obrar tiene su fundamento en la libertad. «El peligro del hombre -observa Jaspers- es que esté seguro de sí mismo, como si él fuera ya lo que puede ser».75 Los impulsos del deseo y del instinto pueden ser aceptados o rechazados por nosotros. Tenemos la facultad de superarnos continuamente a nosotros mismos. Consiguientemente, tenemos también la responsabilidad de nuestras acciones.

Porque penetro hasta la más íntima contextura y hasta el más entrañable valor de las cosas -con su general y necesaria legalidad-, puedo decir que sobrepaso el campo sensorial ligado al cuerpo. Mi raciocinio trasciende lo experimentado y lo experimentable. Mi mundo espiritual imprime su riqueza interna en el mundo fenoménico sensible, por la producción cultural. Soy más que pura naturaleza, porque en la naturaleza no existe vida espiritual. «El animal -podríamos decir con Juan B. Lotz- posee vida consciente, pero sin espiritualidad; la planta vida, pero sin conciencia; el mineral ser, pero sin vida». El hombre, en cambio, posee el ser, la vida, la conciencia y la espiritualidad. Vive en el mundo, pero no agota su ser en el mundo. Por sus fuerzas espirituales supera lo corporal y lo sensible. «Sólo en el obrar o actividad del hombre -observa Lotz- tiene lugar un encuentro inmediato y expreso con lo supramundano».76

En el fondo de nuestro ser dormitan una serie de virtualidades que es menester avivar para llegar a ser lo que debemos y queremos ser. Ante nosotros se abre un porvenir ilimitado. En cada uno de nosotros duerme el hombre íntegro. «Así pues -podemos decir con Lavelle- apenas bastarán todos los hombres de todos los tiempos y de todos los países para realizar la idea de hombre. La imperfección de   —153→   cada individuo reside en la distancia que separa su ser limitado de esa idea en la que descubre siempre nuevas posibilidades y con respecto a la cual siente siempre su insuficiencia y su indignidad».77

Porque carezco de muchas perfecciones, me afano por adquirirlas. Mi vida se identifica con su afán de plenitud, hasta cuando momentáneamente renuncio -en la desesperación o en el hastío- a luchar por mi proyecto de ser más. Pero el afán burlado, una y mil veces, renace siempre pujante, confiriéndome movimiento y vida. El afán de plenitud en su continuo producir, exalta la vida por encima de sí misma. Surge entonces la obra, lo objetivo, lo significativo, lo valioso.

Para comprender el afán de plenitud es preciso, en última instancia, esclarecerlo desde Dios. Somos historia y somos destino. Nuestra historia es la historia de una peregrinación en diálogo con las creaturas. Nuestro destino es la posesión de un ser que colme nuestro afán de plenitud subsistencial.




ArribaAbajo4. Estructura de la libertad

Hay movimientos involuntarios y procesos orgánicos que se realizan en mí y que se ponen en marcha sin mi intervención. Pero hay también acciones que me pertenecen íntimamente. Soy dueño y autor de mi actuar. Y es precisamente a través de estas acciones libres como realizo mi ser personal. Mi yo está ordenado a la libertad.

«La acción libre -observa Romano Guardini- se halla estructurada de una manera especial. Al principio está la autounidad del “yo”. En el curso de la acción esta autounidad se despliega; surge un momento de iniciativa; el sujeto prescinde de todo lo circunstante y de su propio ser; juzga las distintas posibilidades; se decide por una de ellas, se inmerge en ella realizándola, y recobra, mediante la consunción del hecho, la unidad primera, la cual, empero, comporta ahora la tensión experimentada y además un nuevo contenido».78

La conciencia del deber y el sentido de responsabilidad   —154→   patentizan la existencia de la capacidad personal de ser origen de un suceso. Porque la persona tiene iniciativa y es autora de sus acciones, tiene que estar a las consecuencias de su actuar y responder por lo realizado. Por esta vía -la de la acción- se introduce la medida del bien y de lo justo. El acto libre recibe su sentido plenario, no por el simple actuar, sino por la recta actuación.

Aunque mi ser biopsíquico se encuentre encuadrado en el conjunto de la naturaleza, soy -como bien apunta Guardini- principio de movimiento, origen de acontecimientos, punto de partida de un hacerse. Con cada hombre comienza de nuevo la existencia. Y este comienzo se plantea desde exigencias y valores espirituales, por eso la formación de la vida es obra de «cultura» y asunto de historia.

Soy libre porque soy espíritu. Mi ser tiene una densidad tan grande y una dignidad tan peculiar, que se puede decir perfecto en su orden ontológico. Ningún ser particular satisface adecuadamente mi medida. Tengo una capacidad infinita de conocer y de amar más allá de los entes que conozco y que amo. Esta distensión magnífica hacia el infinito, «esta apertura sobre el absoluto» -como la llama Chenu- es la razón misma de mi independencia frente a todo lo demás. Porque escojo libremente, porque tengo una indiferencia dominadora frente a todo lo que no soy yo, puedo decir que soy autónomo. Pero este escoger no tendría sentido en el mundo de la necesidad de hacer. Trátase de un deber hacer, de una ligadura moral relacionada al poder absoluto del bien. Y este fenómeno, originalmente humano, no puede ser interpretado en analogías del mundo físico.

Hartmann ha observado finamente que existen, frente al hombre, dos series causales en las que puede engranar su conducta: la determinación mecánica y la determinación axiológica. En este sentido, la persona es el puente que comunica el mundo del valor con el mundo de la naturaleza. Gracias a esta comunicación, el mundo natural recibe del mundo de los valores un sentido de que carece, aunque este último tome del primero la fuerza que le falta para realizarse. El proceso teleológico está montado sobre el proceso causal y es, consiguientemente, más débil que éste, pero de más alta categoría. No es por la violación del principio de causalidad por lo que se constituye la libertad, sino por un plus de determinación que introduce la voluntad en los complejos   —155→   causales. La responsabilidad, la imputabilidad y la culpa son hechos morales indubitables que no pueden confundirse con meras ilusiones -intereses vitales para proteger el sujeto-, puesto que en ocasiones van en contra de los intereses personales, y aun así se imponen a la conciencia. Estas pruebas son -en opinión de Hartmann- las que más se aproximan al ideal de la demostración. ¿Qué es la libertad? El problema es irresoluble para la razón. Cabe, no obstante, establecer la noción de libertad «como la autonomía de la persona en contraposición a la autonomía de los valores». Una fuerza positiva que radica en la persona es el principio que determina finalísticamente al hombre.

Es menester completar el pensamiento de Nicolás Hartmann abriendo el mundo de los valores hacia Dios. Hay que penetrar en lo abierto, en lo que libera y sacia, en la numinosidad del mundo que es, en última instancia, lo que el hombre busca y lo único que recompensa su búsqueda. Como seres finitos que somos, sólo en presencia del Ser infinito, delante de Dios, nos pertenecemos a nosotros mismos por el dominio sobre la propia acción.

La libertad del hombre no es ilimitada. La libertad de pensamiento -al parecer exenta de límites- está sujeta, a más de las leyes de la lógica, a múltiples influencias de otras inteligencias, a intereses y pasiones. El entendimiento humano topará siempre con la realidad objetiva, con la verdad.

Toda libertad supone un cauce, una regulación que no es mengua sino cabal desarrollo. «Grave error -escribía no hace mucho P. Reverdy- este de querer ilimitarse en un mundo limitado, olvidando que una tela sin dobladillo se desfleca».

El libertinaje -exceso de libertad- termina en caos y negación. La auténtica libertad tiene que hermanarse con la verdad y con el orden. Sólo abdicando de la razón se puede llevar una vida sin normas.

Ser libre no es desaforarse sino tener la facultad de vencer las dificultades que se opongan al logro de nuestro espíritu encarnado. Así entendido el concepto de libertad, bien puede decirse que dejar de ser libre sería dejar de ser hombre.

La libertad no interesa por sí misma, sino por lo que nos permite hacer. Esos gritos huecos de «libertad» que lanzan en las plazas públicas no sirven sino para adormecer bobos. La libertad es medio, no fin. No hay libertad para nada,   —156→   sino libertad para algo, para un fin. No es más libre el que deserta de su puesto que el que se sacrifica por él.




ArribaAbajo5. El determinismo del cuerpo y la libertad del alma

El alma no es una esencia completa por sí sola. Su realización siempre está condicionada por una materia, a la cual confiere precisamente la vida. Yo soy uno -podríamos decir con Sertillanges- y tengo poder por mi alma sobre mi cuerpo, de la misma manera que tengo por mi cuerpo poder sobre mi alma, porque yo soy mi alma. Yo puedo por mí sobre mí, y esta reciprocidad de acción inmanente no es sino mi propia evolución como sustancia mixta; no hay fuera de esto, pues, ninguna necesidad de buscar las puertas por donde la acción del alma podría entrar en el cuerpo o la del cuerpo en el alma. Si se dice que nuestra alma nos mueve es porque de la acción que tenemos sobre nosotros mismos es ella el principio.

El materialismo pretende reducir las actividades del alma a manifestaciones de los epifenómenos. Lo mismo que el hígado segrega la bilis, así el cerebro segregaría el pensamiento. «Pero la observación -afirma el médico René Biot- basta para mostrar lo imposible que es encontrar en los fenómenos fisiológicos la causa de las actividades espirituales, porque estas actividades, que no serían sino un efecto, se revelan como traspasando mucho en poder su supuesta causa, y de esa manera se vería salir lo más de lo menos».79

Los mecanismos corporales obedecen a un determinismo biológico, están estrechamente regidos por invariables y rigurosas leyes. Los médicos aseguran que si se inyecta a un predispuesto determinada dosis de tiroidina tendrá, quiera o no, una crisis de cólera. Pero, seguramente, a ningún medico sensato se le ocurriría identificar lo que sucede en la vida corriente con lo que se produce en la sala de experimentaciones. En la cólera desencadenada por la inyección de tiroidina, el hombre sometido al experimento estaría a salvo de toda responsabilidad moral, a no ser que el experimento hubiera sido aceptado voluntariamente por él. El problema surge cuando se trata de un enfermo a quien su   —157→   glándula tiroidea le funcione mal. «El colérico que se excusará de su defecto y atribuyera toda la responsabilidad a su tiroides razonaría como si su cuerpo fuese una cosa aparte, irresponsable, y el alma otra cosa aparte, responsable. Ahora bien, éste es el error: el hombre es un todo responsable. El estado de cólera o de glotonería es el estado de la unidad. A ella, a la unidad, le corresponde hacer lo necesario para no caer en cólera, en glotonería. Es preciso que la voluntad desempeñe su papel y resista la apetencia, pero es preciso también que los órganos desempeñen correctamente sus funciones».80

Si el borracho se abandonara a su tendencia su estado orgánico empeoraría, su curación en el futuro sería más difícil y su voluntad más débil. Para que sea menos difícil el ejercicio de la voluntad es preciso, también, que los órganos desempeñen correctamente sus funciones.

Las modificaciones fisiológicas repercuten sobre la libertad moral. Es éste un hecho innegable. Pero reconocer que la libertad puede perderse no es de ninguna manera negar la existencia de esa libertad en el hombre.

Porque el ser humano es una unidad sustancial de alma y cuerpo, su espíritu nada puede hacer sin la carne. Y la carne nos impone deberes que tenemos que cumplir, si es que deseamos que el espíritu se sirva de ella como de un instrumento en buenas condiciones. Tenemos el deber de conservar o de restablecer nuestra salud, porque sin ella no puede existir el correcto funcionamiento de nuestro espíritu. No hay que olvidar que en el espíritu reside nuestra máxima dignidad y que el espíritu está encarnado.

Los hijos son un resumen de la buena o de la mala calidad biológica de sus padres, y hasta las almas creadas por Dios tienen que venir a adecuarse a su condición carnal precaria o exuberante.

La verdadera libertad sólo puede experimentarse desde dentro. Sólo después de esta experiencia seremos capaces de formular y justificar nuestra libertad.

Siempre que obramos tenemos conciencia de que podemos hacer otra cosa distinta de la que hacemos y aun «lo contrario», así como de que podemos «abstenernos» de actuar. Otra mostración experimental sobre nuestra libertad la tenemos   —158→   al reflexionar sobre acciones pasadas, sintiendo remordimientos por haber obrado como obramos, con plena conciencia de que pudimos hacerlo de otra manera.

También el consentimiento universal es un valioso testimonio a favor de la existencia de la libertad. Si la voluntad no fuera libre, ningún sentido tendrían: 1) los consejos que se dan al prójimo; 2) los intentos de persuasión para obrar en determinado sentido; 3) los mandatos u órdenes; 4) la curiosidad por conocer cómo se comportará una persona ante tal o cual suceso; 5) las preguntas que a menudo hacemos a los otros, para saber lo que van a hacer. El mundo entero -dígalo o no- admite la existencia de una responsabilidad, de un mérito o de una falta. Ahora bien, ¿cómo sería posible la admisión universal de estas ideas, sin aceptar la libertad?

Pero la demostración experimental y el consentimiento universal, con ser muy importantes, no son las pruebas que pretendemos presentar como concluyentes. Hay una demostración directa y hay, también, una demostración indirecta. He aquí la primera: «la voluntad, en presencia de su bien propio, sería atraída irremisiblemente. Es así que ese bien no puede ser conocido por la inteligencia ni pueden constituirlo los bienes que ésta le ofrece en la vida presente; luego, ninguno de ellos puede atraerla de modo irresistible, quedando la libertad libre e indeterminada para obrar». He aquí la segunda: «un bien limitado no puede satisfacer una tendencia sin límites. La voluntad, facultad de un alma espiritual e inmortal, es una tendencia ilimitada e infinita; los bienes de este mundo son todos limitados y finitos. Para que la voluntad no sea libre, es preciso admitir que uno de esos bienes la determina necesariamente por satisfacer su tendencia, lo cual, como se ha dicho al principio, es absurdo».

En su sentido estricto, Taparelli define la libertad como «una indeterminación natural en virtud de la cual ningún objeto externo particular puede determinarnos a obrar». La libertad humana no tiene un alcance absoluto. Ser libre no es carecer de freno, sino tener la facultad de salvar aquellos obstáculos que entorpezcan el logro de nuestros fines, que se opongan al desenvolvimiento de nuestra naturaleza. En este sentido, el hombre no sólo tiene libertad, sino que es libertad.

Por sí misma la libertad no interesa a nadie; interesa por   —159→   lo que ella nos permita hacer, por su sentido y nervio teleológico. Es preciso concertar la libertad con la verdad y con el orden. No vamos a ser más libres por afirmar que el cuadrado tiene tres lados y el triángulo sólo dos ángulos. Y si podemos dirigirnos hacia el mal no es, en último término, sino por un inconveniente del libre albedrío. Nuestra libertad es facultas voluntatis et rationis y, por tanto, no podemos reclamar una vida sin normas, a menos de abdicar de la razón.




ArribaAbajo6. Animal frustrado y ser axiotrópico

En sentido biológico, el hombre no es -como tanto se ha creído- el ser más valioso de la naturaleza. Si tomamos como criterio de valoración de las formas biológicas el de la independencia de existir con relación a otras formas vivientes, el hombre resulta inferior a las plantas y al resto de los animales. Las plantas ocupan, en materia de independencia, la cúspide de la jerarquía entre los seres vivientes. La nutrición de los animales depende de los organismos vegetales. Y dentro del reino animal, el hombre, como carnívoro -pese a todos los intentos vegetarianos- es el menos independiente de todos los animales.

Si el valor vital fuera la medida única de valoración, es preciso reconocer que el hombre -con su civilización y su cultura- sería un pobre animal enfermo que no hallaría sitio en la evolución de la vida temporal. «Tenemos todavía un conocimiento muy defectuoso -dice Max Scheler- de lo que sea esa cosa que llamamos hombre. El que venga de la ciencia natural puede defender con buenas razones la afirmación de que el hombre es un animal que ha enfermado, o, al menos, un animal que, en cuanto a adaptación orgánica, y, más aun, a capacidad de adaptación, se ha quedado atrás respecto de sus compañeros de la especie más próxima».81 Ya Kant, en la primera parte de sus Fundamentos de la metafísica de las costumbres, afirmaba que un ser que sólo tuviese por fin específico su conservación y bienestar seguiría un camino más recto hacia este fin entregándose al instinto y prescindiendo de la razón. Tomando como base las positivas adquisiciones de la ciencia, Antonio Linares   —160→   Herrera asegura que «la razón desempeña una función perjudicial en orden a los automatismos e instintos psicofísicos».82 Con su sistema nervioso altamente diferenciado, el hombre necesita de mucho mayor número de requisitos que el resto de los organismos vivientes. Para proteger su debilidad biológica, ha creado instrumentos artificiales. Para suplir lo que le faltó de fuerza animal, se ha acogido a la civilización.

La «bestia rubia», que soñó Nietzsche, está de antemano frustrada. El estancamiento en la evolución biológica de la especie humana no es mera casualidad. La inteligencia, la razón, la capacidad de crear instrumentos y civilizaciones han embotado los instintos, la fuerza animal y la facultad de adaptación al medio. Por eso se nos ocurre decir que el hombre, como animal, es un animal frustrado.

Y este desamparo biológico del hombre corresponde a otro desamparo aun más profundo: el desamparo ontológico del que ya hemos hablado. Es esta situación de angustia y desamparo del ser humano algo de su estructura, y de esta auténtica tragedia ha brotado reflejamente una auténtica poesía de treinta siglos. Recordemos el «dolorido sentir» de Garcilaso y recordemos, también, a Verlaine cuando nos dice:


Lo que más me acongoja es ese llanto,
es no saber jamás por qué razón
sin amor y sin odio, sufre tanto
mi pobre corazón.



Para suplir su impotencia de animal, el hombre procede con mayor cordura, con mayor sagacidad y con mayor prudencia que el tigre, por ejemplo. «La conformación adquirida por la mera civilización y adaptación, más que un progreso vital -asegura el Dr. Linares Herrera- representa un retroceso. Así, el sentido del olfato cada vez se hace más imperfecto; la memoria se va perdiendo por la escritura y el impreso; la civilización crea al hombre más necesidades y enfermedades que las que es capaz de satisfacer y curar».83

  —161→  

Si la evolución del hombre se ha detenido en el orden fisiológico y anatómico es porque continúa en el orden espiritual y moral. Desde el momento en que surgió el lenguaje hablado, apareció una forma de inteligencia específicamente humana. La evolución morfológica y los instintos comenzaron a perder importancia. En su lugar apareció la libertad de elegir entre la satisfacción indiscriminada de los apetitos biológicos y el cumplimiento de nuestro dinamismo espiritual ascensional. Aquí se detiene la evolución y se inicia la revolución.

Estamos en la aurora de una nueva etapa. La historia de la humanidad no es, comparativamente, muy antigua. La realización de las grandes virtudes por nuestros primitivos y cavernarios ancestros debe haber resultado una seria desventaja en la lucha con la crueldad inconsciente y la brutalidad de los otros. Pero fueron estos conductores los que hicieron perdurar las más caras enseñanzas al rebaño humano.

Biológicamente, el hombre sigue siendo un animal; pero un animal disminuido, enfermo; aunque también, preciso es decirlo, correlativamente aumentado, engrandecido en su dignidad. La libertad no es sólo un privilegio; es una prueba. Podemos subir por la escala ascendente del espíritu o podemos bajar por la vertiente de nuestra animalidad frustrada que, en definitiva, apunta hacia la nada.

No han faltado cultivadores de la ciencia natural que nos hayan descrito al hombre del futuro despojado del apéndice, calvo y tal vez sin dientes... Es posible que así sea, pero, en todo caso, no es esto lo que nos interesa. Lo que verdaderamente importa saber es si el hombre seguirá aprehendiendo y realizando los otros valores no vitales; los valores de lo santo y los valores espirituales.

Al libertarse parcialmente el hombre de las leyes biológicas y físico-químicas, nacen en él afanes por la verdad, por el bien, por la belleza. Mira como antes el universo, pero ahora lo contempla, lo teoriza. Pone su juicio, su voluntad y su obrar al servicio de un comportamiento que su razón le muestra como recto y racionalmente ordenado. Y cuando no es así, se traiciona y abdica de su propia dignidad.

En este trascender a las cosas, el hombre llega hasta trascender a sí mismo, a su propia vida y a toda vida.

Definir la vida ya no como el punto de arranque, sino como valor supremo, es el error esencial de todo vitalismo.   —162→   La vida de cada cual es un elemento parcial y subordinado de la realidad. Como torrente de ciega energía, carece de sentido por ausencia teleológica. Sólo al servicio de un valor que la incite y la guíe, cobra la vida contenido y plenitud. La vitalidad en sí misma -como existencia vegetativa- no tiene polaridad moral, no es buena ni mala. Su valor todo depende del fin que la oriente. El valor, pues, de la vida es subalterno, instrumental. Contra la proclamación de la vida-fin (de sí misma), proclamamos la vida-medio. Quitar de la vida el bien es vaciarla de su contenido y reducirla a la inconsciencia. La rica variedad del «cosmos» queda desarticulada en una «fuerza vital» carente de sentido. No advierte el vitalismo que «la vida por sí misma es también una abstracción». Yo no comprendo una vida que se limite simplemente a vivir -como ostión en su concha- sin trascender. Vivir es extravertirse en la plenaria realidad del mundo circundante, para recogerla e incorporarla al microcosmos. La vida es ofrenda, es misión a algo metavital.

Si consideramos al ser finito en la perspectiva de su dinamismo, es decir, en relación a la actualización de sus virtualidades, surgirá ante nosotros el valor de la realidad. El problema del valor es un problema del ser: aquel problema referido a la diversa gama de actividades por las que los entes concretos tienden a participar -según su naturaleza- en la suprema perfección del Ser infinito.

La axiología se resiente de falta de claridad en la explicación del nexo entre los valores y sus realizaciones en las cosas particulares. Es lo mismo que ocurría a las ideas platónicas con respecto a los entes concretos. La esfera axiológica sin potencia ontológica, y, por lo mismo, sin ser, no tiene consistencia alguna.

Apuntemos algunas de las principales críticas que se han enderezado contra la filosofía de los valores:

1) Es insostenible el dualismo entre ser y valor. Si los valores son algo que se ofrece como contenido de un acto, ¿cómo puede pensarse que este algo no sea ser? ¿Cómo puede haber un campo de objetos que no son?

2) La intuición emocional a priori, al lado del conocer teórico, es otro dualismo inaceptable. «Este sentimiento intencional, órgano específico de aprehensión del valor -expresa el Dr. Antonio Linares Herrera- o es un conocimiento o no lo es. Si es un conocimiento, el conocimiento no tiene   —163→   más que un sentido, el de ser una actividad, que aprehende espiritualmente objetos; y esto solamente puede hacerlo una facultad de orden teórico. Si no es un conocimiento, entonces tampoco puede atribuirsele la propiedad de captar o aprehender objetos».

3) Si el hombre es el portador y el realizador de los valores, es un contrasentido que se pase su vida afanándose por realizarlos para que a la postre se le diga que los valores no son sino que valen. Esto equivale a decirle que ha realizado una pura nada.

La filosofía escolástica finca en el ser la valiosidad fundamental. Todo ser es valioso. Brunner propone el siguiente criterio: «donde la relación es objetivamente de activación del ser, un ente resulta valor para otro; donde es de lesión del ser, un ente resulta contravalor o un mal». Porque es estimulador del ser, el bien es apetecible.

Cada ser particular tiene comprimida una abundante riqueza de contenido potencial valioso. En la realidad caben diversos grados de acrecentamiento de las normas ideales. El supremo valor es Dios; acto puro y actualidad suma. A mayor actualidad mayor valor; a mayor potencialidad menor valor.

Geyser concibe los valores como relaciones y ordenaciones reales que el hombre descubre cuando sus naturales facultades cognoscitivas penetran en la complicada trama del mundo real. La raíz fundamental del deber y de la buena o mala conducta hay que buscarla relacionando la conducta del hombre con aquel comportamiento que su razón le muestra como recto y racionalmente ordenado. El valor puede ser concebido como esencia y como existencia. Como esencia es una cualidad o determinación de un objeto sustantivo con los caracteres de polaridad, diversidad específica y rango jerárquico. «Valor -define Linares Herrera- es aquella peculiar situación o aspecto del ser que consiste en el sentido de importancia, notoriedad, dignidad o jerarquía que le sobreviene a efectos de su ajustamiento a la ley o principio de finalidad que satura todos los ámbitos del ser». La clave del valor está en su ordenación teleológica residente en su propia naturaleza. Pero estamos ante una situación ontológica que no rebasa los dominios del ser. Situación que consiste en la relación real entre el estado afectivo de un ser y la norma ideal inmanente que se contiene en su propia   —164→   contextura o esencia. La potencialidad de perfección sirve de modelo ontológico.

Frente a las actitudes del psicologismo, formalismo y autonomismo del valor es preciso orientarnos hacia una concepción metafísica. El valor tiene que incluirse en la estructura óntica del ser, no en un mundo etéreo de esencias alógicas, sino que tiene su soporte en el mundo real. Trátase de una manifestación activa del ser, de una ordenación del ente fundado teleológicamente.

Aunque Santo Tomás de Aquino no haya desarrollado explícitamente una filosofía de los valores, hay en sus obras elementos suficientes para estructurar una axiología (la cuestión 5ª de la primera parte de la Summa Theologica que se titula De Bono, las Quaestiones Disputatae de Varitate, el opúsculo De Pulchro). Un tomista mexicano, el Dr. Oswaldo Robles, encuentra en la noción tomista de bien adecuado un sinónimo preciso del valor. «El valor -nos dice- es una relación entre el ente en acto y la tendencia natural; el valor es a priori porque la relación es a priori, es decir, fundada en la esencialidad del ser en acto y en la esencialidad de la tendencia natural, o para hablar en lenguaje escolástico, en la formalidad actual del ente y en la formalidad actual de la tendencia natural». En una posición realista, no sería el valor el fundamento del bien, sino, a la inversa, el bien el fundamento del valor. Dentro de la misma escuela, Paul Siwek expresa que valor es aquello «que corresponde a la finalidad intrínseca del ser». Y habrá tantas clases de valores como grados de finalidad intrínseca. El «tipo ideal» de la naturaleza de un ser servirá, en todo caso, para graduar el valor de su desenvolvimiento. Pero obsérvese que solamente el ser puede complementar o perfeccionar a otro ser. El valor puro y simple «no puede encontrarse sino en el Dios de la filosofía y tiene de particular que solamente aquí la razón formal del valor coincide con el sujeto portador del mismo».

Sobre estas bases es posible airear y dar nueva vida a la filosofía fenomenológica de los valores para que cese de ser un capítulo cerrado en la historia de la filosofía.





  —165→  

ArribaAbajo- VIII -

La plenitud subsistencial


1. El afán de plenitud subsistencial.- 2. Lo eviterno del hombre.- 3. El hombre como ser teotrópico.



ArribaAbajo1. El afán de plenitud subsistencial

Con intuición emotiva, matizada de elemento religioso, pudo decir Espinosa: «Nosotros sentimos y experimentamos que somos eternos». Suprímase todo sentimiento panteísta y la frase quedará reducida a sus justos límites. Porque, en efecto, nosotros sentimos y experimentamos que somos -por lo menos en nuestra alma- inmortales.

Mientras el animal carece de ideales, el hombre vive bajo un mandato ineludible de perfección, traducido por la tendencia irrefrenable a la plenitud subsistencial. En ese ser frágil, limitado y caduco, que Juan Luis Vives llamó «saco de podredumbre», caben afanes infinitos. Las verdades efímeras no satisfacen nuestra tendencia a la verdad. Los bienes transitorios no aquietan nuestra aspiración de plenitud subsistencial. Memoria, entendimiento y voluntad desbordan los límites terrenales y se proyectan más allá del horizonte histórico e individual. De lo más hondo de nuestra subjetividad brota un impulso trascendente que busca la inserción de nuestros actos en una trama y en un destino universales. De otra manera, el sentido de la justificación, de la propia estima y de la enmienda no tendría sentido alguno. Más allá de las subordinaciones y limitaciones pasajeras, adolecemos de una radical insuficiencia, de una dependencia insoslayable que nos inserta en un plan eterno.

Como hombres, todos tenemos un afán incoercible a la supervivencia. Y que no se eluda el problema diciéndonos que esta aspiración es sólo una ilusión de nuestra subjetividad. La voluntad de sobrevivir es algo esencial a todo hombre, pertenece a la estructura ontológica del ser humano.   —166→   Este impulso hacia una felicidad completa, hacia una realidad plenaria, hacia lo absoluto, en suma, es algo patente. Éste es el hecho. Se le podrá dar un sesgo u otro, pero como hecho es innegable. Heidegger, Jaspers y Sartre aseguran que esta aspiración ha de quedar trunca. Nosotros, sin necesidad de acudir a nuestras creencias religiosas, sostenemos que este afán ha de quedar satisfecho. De no ser así, el hombre quedaría como incompleto, como fracasado, como irrealizado.

La vida sería «una gran tomadura de pelo»; más aún, sería una cosa monstruosa. ¿Por qué estamos arrojados al mundo, a una existencia que no pedimos y que concluye en el fracaso? En este caso, la vida misma sería absurda y el hombre un dios de barro. Pero esto, con sólo imaginarlo, repugna a la razón y lo rechaza la voluntad.

Toda cosa -dice Espinosa en la 3ª parte de su Ética-, en cuanto es en sí, tiende a perseverar en su ser. Lo que constituye, consecuentemente, el ser de las cosas, para Espinosa es un conato, una tendencia, y este conato es un afán de ser siempre. Nosotros damos un paso más, y decimos que no se trata simplemente de ser siempre, sino de ser siempre en plenitud.

La desaparición de un hombre parece ser, a primera vista, una negación de su más íntimo afán, mas esta aparente negación puede acaso considerarse como la afirmación más rotunda de su ser, la cesación de su existencia precaria en aras de una realidad superior. La inmortalidad por la cual me afano es la inmortalidad de la plenitud: resurrección y victoria sobre la muerte. Pero ese otro mundo que anhelo no es precisamente el mundo de los inteligibles, de las esencias rígidas; «queremos -como decía Unamuno- bulto y no sombra de inmortalidad». Por eso, el «cuerpo espiritual» -a que San Pablo tan insistentemente alude- es la posibilidad de una radical espiritualización del cuerpo, la salvación, en la unidad de un alma singular y única, de aquello mismo que está destinado a la corrupción, pero que por la resurrección de Cristo puede ser resucitado. La teología, en este caso, completa a la filosofía.

Mi ser reclama la plenitud. Mi ser se rebela ante la nada y el vacío; rechaza la contingencia y la muerte; huye de la infelicidad y de la imperfección... Aspiro inevitable e ilimitadamente a la grandeza y a la perfección, a la felicidad y a la vida.



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ArribaAbajo2. Lo eviterno del hombre

La cuestión humana es la cuestión de saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de que cada uno de nosotros se muera.


Miguel de Unamuno                


La experiencia interna nos atestigua, nítidamente, la existencia en nosotros de un sujeto en el cual se verifican las sensaciones, los sentimientos, las reflexiones y las voliciones. En medio de los cambios y modificaciones, el hombre se encuentra hoy el mismo que era ayer. Sin la identidad del «yo» -uno e idéntico- este hecho no podría darse y explicarse. Ahora bien, a este sustrato o sujeto que soporta las mudanzas, cualidades y propiedades, se le ha llamado, tradicionalmente, sustancia.

El alma es sustancia puesto que es un ser permanente, no inherente a otro a manera de modificación. El que piensa en nosotros es el mismo que quiere. Admitir lo contrario equivaldría a fragmentar al hombre y a romperle la unidad de su conciencia. Pero, sin la sustancialidad del alma, no se explicarían los fenómenos de la unidad y continuidad de la conciencia. Porque, si no hay nada permanente, ¿cómo podría haber memoria, unidad de conciencia y reflexión sobre nuestros actos internos? Más aun, sin sujeto percipiente, ¿cómo podríamos percibirnos como una unidad en medio de los diversos fenómenos?

De la unidad de conciencia se sigue la simplicidad del alma. Si el alma tuviese partes, resultaría que el pensamiento tendría que residir en una o en otras partes. Si residiese en una, sobrarían las otras y ésta sería el alma. Si en todas, el pensamiento se dividiría en partes, lo cual es absurdo. Consiguientemente, el alma humana es simple. La unidad de conciencia se opone a su división.

Y una sustancia simple, independiente de la materia en su existencia, por lo menos, en alguna de sus operaciones, es -necesariamente- una sustancia espiritual.

Que el alma es espiritual se prueba: 1) Por el objeto de nuestros conocimientos: Dios, la verdad, la bondad, la belleza, la unidad. Ahora bien, las operaciones siguen al ser y le son proporcionadas; por tanto, ya que nuestra alma ejecuta   —168→   actos que traspasan las meras fuerzas orgánicas, debe admitirse su espiritualidad. Y aun los objetos materiales los conoce por conceptos, esto es, por ideas universales formadas por abstracción que prescinde de las notas individuantes. 2) Por el acto de reflexión: el alma reflexiona, es decir, piensa sobre su propio pensamiento. El ser material, en cambio, jamás puede actuar sin otra parte y otro ser igualmente material; como el torno no se horada a sí mismo, ni el martillo se golpea a sí mismo. Luego, entonces, el alma es inmaterial. 3) Si el hombre habla, prospera, siente la belleza, se cree responsable de sus actos y tiene remordimientos es porque hace juicios y raciocinios y porque es el único «animal religioso».

Ante el problema de la inmortalidad del alma no se puede permanecer indiferente. Ningún otro problema nos importa tanto y nos toca tan profundamente. «¿Por qué quiero saber de dónde vengo y adónde voy, de dónde viene y adónde va lo que me rodea y qué significa todo esto? Porque no quiero morirme del todo -responde Unamuno-, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido».

He venido de la nada por Alguien. Algo hay en mí que vive, siente, piensa, juzga, razona, obra libremente y anima mi cuerpo. Este principio vital es inteligente porque tiene ideas, y es inmaterial porque produce conceptos y los conceptos no son compuestos de partes, ni largos o cortos, gruesos o delgados.


Prueba filosófica

La ideación, el raciocinio y la volición ponen de manifiesto la vida intelectiva del hombre. Ahora bien, «la actividad del entendimiento -como apunta Maritain siguiendo a Santo Tomás- es inmaterial, porque el objeto proporcionado o “connatural” de la inteligencia humana no es, como el objeto de los sentidos, una categoría particular y limitada de cosas, o de cualidades de las cosas; el objeto proporcionado o connatural de la inteligencia humana es la naturaleza de las cosas sensibles cualesquiera que sean, sin limitación de género o categoría... Y este hecho es una prueba de la espiritualidad o completa inmaterialidad de nuestro entendimiento. Porque toda actividad en la que la materia desempeña   —169→   un papel intrínseco está limitada a una determinada categoría de objetos materiales, como sucede con los sentidos, que no perciben sino las propiedades capaces de obrar sobre el órgano físico de un modo adaptado a éste». Pensar, conocer el bien y el mal moral, inventar, progresar, hablar y obrar libremente son operaciones espirituales. Pero las operaciones siguen al ser y le son proporcionadas. Luego el alma es espiritual y probada la espiritualidad, se sigue, como corolario insoslayable, la inmortalidad del alma.

Un órgano material no puede tener por objeto operaciones completamente inmateriales, luego para producir operaciones inmateriales es preciso ser una sustancia espiritual. Y esta sustancia, no teniendo naturaleza corporal, es incorruptible, esto es, inmortal. Porque es simple, indivisible, decimos que nuestra alma no encierra ningún principio de disolución y de muerte. «La muerte -expresa P. A. Hillaire- es la descomposición, la separación de las partes de un ser. Es así que el alma no tiene partes, pues es simple e indivisible; luego no puede descomponerse, disolverse o morir». Consecuentemente, el alma -que ni se disgrega ni se corrompe- posee una duración sin fin. Que el alma sea una sustancia se prueba por los fenómenos de la unidad y continuidad de la conciencia.




Argumento psicológico

Como hombres, todos tenemos un afán incoercible a la supervivencia. Y que no se eluda el problema diciéndonos que esta aspiración es sólo una ilusión de nuestra subjetividad. La voluntad de sobrevivir es algo esencial a todo hombre, pertenece a la estructura ontológica del ser humano. La misma naturaleza se encarga de demostrar que a los impulsos naturales corresponde un adecuado fin (nutrición, reproducción, lenguaje, etc.). ¿Acaso los afanes infinitos -que en definitiva son lo más noble y trascendente- iban a ser la excepción y el engaño? De lo más hondo de nuestra subjetividad brota un impulso trascendente que busca la inserción de nuestros actos en una trama y en un destino universales.




Prueba moral

En esta vida no hay ni puede haber sanción completa de los pecados. ¿Quién puede negar que, en este mundo, muchos   —170→   malos andan gozando y muchos buenos andan atribulados? Pero la sabiduría y la justicia de Dios exigen una sanción de su ley divina. Si esa sanción eficaz no existe en esta vida, es preciso que exista en la vida futura, so pena de afirmar que Dios es un legislador torpe o un juez injusto.




Argumento histórico

La historia -esa gran maestra del género humano- nos enseña que todos los pueblos han creído en la inmortalidad del alma. De ahí el culto de los muertos, el respeto religioso de los hombres por las cenizas de sus padres y los monumentos que han erigido sobre sus sepulcros. Ahora bien, este testimonio histórico universal, ya provenga de la razón o ya tenga su origen en una revelación primitiva, no puede ser sino una prueba más -de índole histórica- sobre la existencia de un alma inmortal. Un filósofo de nuestros días observa que «los hombres primitivos no hacían filosofía; mas no por eso dejaban de tener su manera peculiar -instintiva y no conceptual- de creer en la inmortalidad del alma: creencia radicada en una oscura experiencia del yo, y en las naturales aspiraciones de nuestro espíritu a vencer la muerte».

Por esta natural inclinación de nuestro espíritu a triunfar sobre la muerte se explica ese anhelo de sobrevivencia que consiste en vivir en el espíritu y en el corazón de la humanidad. Pero, en rigor, esta perpetuación por la fama no es sino un triste y menguado sustitutivo de la inmortalidad personal para aquéllos que no creen o que no hacen uso del raciocinio filosófico.






ArribaAbajo3. El hombre como ser teotrópico

El espíritu del hombre no descansa en la vida propia, ni en la vida social. Tiene conciencia de ser llamado para lo infinito y de sobrepasarse en la experiencia religiosa.

¿Cuál es la esencia de la experiencia religiosa, y en qué se distingue de las otras clases de experiencias? Por lo pronto, digamos que la experiencia religiosa no es sólo pensar teórico en Dios, ni flujo del sentimiento, ni acto ético o ascético de la voluntad. «En la experiencia religiosa -apunta Willwoll- toda el alma espiritual en la plenitud de sus disposiciones, pero en una experiencia total, es llamada ante “lo   —171→   divino”, como ante el simplemente sumo y realísimo valor, en una unión de los contrarios, es decir, de la conciencia de distancia y de unificación».84 Trátase de una entrega a Dios, de un «acto de unión o apropiación» (Gruehn), de una experiencia valoral...

El hombre, decía San Agustín, est et non est homo -perpetua tensión de potencia y acto-, porque en él está el anhelo no satisfecho de ser y de vivir en plenitud. El cor inquietum agustiniano no es, en el fondo, más que el impulso vital dinámico que toda creatura humana tiene hacia el Ser perfectísimo. Abrirse a Dios y amar y reverenciar a la fuente primaria de todo ser es connatural a la persona.

Rodolfo Otto consideraba a la experiencia de Dios como el «misterio fascinante y tremendo». Dios, el más oscuro de todos los misterios, se planta delante del hombre, pero «habitando en una luz inaccesible». La proximidad de este misterio fascinante, ante el cual el espíritu humano opera analógicamente, con muchas deficiencias, llena al hombre con el horror de lo impotente, de lo inaudito. Un San Juan de la Cruz o una Santa Teresa hablan también del pavor de la creatura que siente la proximidad del Creador.

Este silencioso estar a solas con Dios es la experiencia más importante del hombre. Una investigación científica seria sobre el misterio religioso divino del alma sólo puede hacerla un investigador que sea, a la vez, un hombre religioso. La unidad y la plenitud del ser humano llegan a su perfección en esa suprema expansión o evolución anímica. Mal se podría conocer, en su integridad, la esencia del hombre sin las vivencias religiosas.

Las felicidades temporales las vivimos como limitadas e insuficientes. Estar en la felicidad es exigir eternidad.

Nuestra vida se desenvuelve en diálogo con los prójimos y con Dios. En ambos casos el sentimiento de coexistencia y de obligación pone de manifiesto la relación entre personas y no entre cosas. Pero mientras a los hombres los siento compañeros de camino y hermanos de tarea, a Dios -supremo acompañante de ruta- lo experimento como una voluntad superior que domina y solicita la mía. En los entresijos del alma sentimos la presencia invisible de Alguien que nos incita y nos atrae. Y ante esta presencia fascinante tenemos   —172→   la certeza de que nuestra misión es renunciar y consentir. Se torna entonces Dios en un supremo y consciente centro gravitatorio, objeto de nuestro pensamiento y de nuestra voluntad.

Pero aunque Dios se instale en lo más recóndito de nuestra intimidad, lo consideramos al mismo tiempo como la realidad suprema, como el principio y el fin de la naturaleza misma. Está en nosotros, pero no se confunde con nosotros. Asiste y guía a la naturaleza, pero no se identifica con ella. Siempre presente a su obra y, sin embargo, invisible. Inmanente, en cierto modo, a nuestro espíritu, y a la vez trascendente.

Llamados y queridos por Dios podemos, en el diálogo de nuestra vida moral, responder afirmativamente, acrecentando nuestro ser, o cerrarnos ante su infinita grandeza, para caer en disminución y en atrofia de nuestro ser espiritual.

Tomando como punto de partida el análisis fenomenológico de la inquietud humana, y dándole sentido teorético mediante las nociones de potencia y acto, Oswaldo Robles ha tratado de integrar, en unidad temática, la óntica existencial de San Agustín y la ontología general de Santo Tomás de Aquino. Esta metafísica ascendente toma base en la experiencia de mi yo «sumergido en el flujo del tiempo y limitado, rodeado de un mundo que pesa sobre mí y que me resiste. Jamás podré liberarme de esta limitación, de esta ontológica soledad, de esta restricción que me sumerge en la irreductible vivencia de mi miseria, de mi insuficiencia y de mi desamparo... En resumen: la inquietud es el carácter fundamental de la existencia. humana. Ella, la inquietud, se hace manifiesta ante la muerte que es el signo de nuestra limitación y de nuestro desamparo. La inquietud apunta a dos contenidos. El primero es la misma carencia ontológica del ser del hombre; el segundo es Dios como amparo ontológico de nuestra carencia. El análisis de Heidegger es incompleto y nihilista. La angustia no apunta a la nada; sino a la limitación potencial de la existencia humana y, primordialmente, al Ser, a Dios, como amparo y sostén de nuestro ser perecedero y gemebundo».85

Cuando el hombre intenta romper su radical religación,   —173→   con el torpe propósito de hacerse autosuficiente, se desvanece, se desencializa, se desvaloriza.

El hombre no es un ser autónomo que se hace sin el concurso del verdadero «Tú» creador, porque su más íntima contextura es, precisamente, la de ser ente teotrópico.





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ArribaAbajo- IX -

La sociedad


1. Raíces de lo social.- 2. Mi ser entre el prójimo.- 3. Las causas de la sociedad.- 4. Estructura de lo social.



ArribaAbajo1. Raíces de lo social

Por su desamparo ontológico y por su afán de plenitud es el hombre un ser esencialmente social. Su situación indefensa e inerme frente al resto de los animales y, sobre todo, el sentimiento religioso de plenitud subsistencial que brota de su naturaleza y se confirma en la elevada revelación del cristianismo, patentizan de una manera clara que el ser humano no sólo es apto para la vida social sino que está conformado y dotado para ella.

En virtud de su naturaleza, los hombres tienden espontáneamente al amor. Ante lo bueno, el ser humano -si se comporta humanamente- depone su fiereza animal y comienza a ablandarse. «Juzgada por buena una cosa -expone Juan Luis Vives- tan pronto como se ofrece a la voluntad, la mueve ésta hacia sí mediante cierta conformidad natural como la que existe entre la verdad y el entendimiento, entre la hermosura y los ojos. Este movimiento de la voluntad que se manifiesta en una especie de alegría, en el desarrugar la frente y sonreír, con lo cual significa que le gusta aquello por ser bueno, se llama agrado: y le revelan también los irracionales con signos exteriores, saltos, gritos desordenados y caricias».86 Visto lo bueno, nace ipso facto el deseo de unirse con ello. El auténtico amor no busca provecho particular y se entrega al objeto amado por su bondad intrínseca.

Al nacimiento precede el amor entre el marido y la mujer -concupiscente o legítimo- y sigue el amor del hijo con los padres. Sin estas condiciones, o no existe el hombre o   —175→   muere a poco de haber nacido. El desamparo ontológico del recién nacido reclama la necesidad de amparo, y el prolongado tiempo que su desamparo se prolonga manifiesta que la protección ha de ser constante. Pero aun en la adolescencia, en la madurez y no se diga en la ancianidad, la insuficiencia radical del hombre y sus propios instintos hacen evidente que éste requiere de la vida social como condición necesaria de su conservación, desarrollo físico y cumplimiento de sus tareas intelectivas y morales.

La posesión de un lenguaje oral, gráfico y mímico, la calidad de la inteligencia y de la memoria del hombre atestiguan la necesidad de la comunicación con sus semejantes. De lo contrario, el nacer hombre sería un despropósito de la naturaleza que concluiría en el morir luego de nacido o en el vivir -en caso de no fallecer por algún feliz accidente- en la estupidez del bruto.

Coexistimos fundamentalmente, porque existimos por y para los demás. No sólo busca el hombre conocer a los otros sino que pretende que los otros le conozcan a él. En cuanto dos seres humanos se cruzan inician un recíproco sondeo de hipótesis y preguntas formuladas o sin formular. Y cuando no llegan a conocerse del todo se inventan poéticamente. Un impulso específicamente humano nos mueve a ser conocidos, distinguidos, estimados en nuestra personalidad. Y no escasean las ocasiones, en que el hombre desea, vehementemente, ser conocido no sólo por sus cualidades, sino también por sus defectos. Recuerdo haber oído contar algunas veces a mi madre que mi abuelo solía decir: «a mí que me quieran con mis defectos y cualidades».

Y en esta coexistencia hay todo un sistema planetario cuyo centro es Dios. Pero hay también otros núcleos menores de atracción que varían en el tiempo y en el espacio. Nuestras preferencias no son las mismas a los quince años que a los sesenta; ni en el siglo XVI se estimaron las mismas cosas y valores que en el siglo XX se estiman. En esta mutación constante permanece, sin embargo, un grupo inalterable de principios de la gravitación existencial que hasta autorizarían para hablar de cambios adjetivos.

«La sociedad humana es la unión de una pluralidad de hombres que aúnan sus esfuerzos de un modo estable para la realización de fines individuales y comunes; dichos fines no son otros que la consecución del bien propio y del bien   —176→   común». De acuerdo con esta definición, es falso que el hombre tienda espontáneamente a la destrucción de los otros hombres, según las doctrinas de Hobbes, Schopenhauer, Nietzsche o Max Nordau. Ciertamente existen antipatías e instintos antisociales, pero sólo en la medida en que se olvida el ansia fundamental de coexistencia y se deshumanizan las relaciones haciendo de las personas obstáculos. En las luchas sociales de las grandes urbes, los patricios y los plebeyos, los señores y los siervos, los patronos y los proletarios pierden recíprocamente su singularidad humana y sus relaciones se publifican o se cosifican. Más que odiar a hombres se odian conceptos.

Cada individuo es una existencia en vuelo hacia otras existencias. Las cosas, en realidad, las queremos de una manera oblicua. Sólo a las personas se las ama directamente. Existir es proyectarse mágicamente en búsqueda de bienes y de comunión. En consecuencia, el objeto elegido suministra el grado de valor o elevación existencial de cada alma.

La coexistencia se explica: el hombre no está radicalmente solo porque está religado a Dios y ligado a los demás.




ArribaAbajo2. Mi ser entre el prójimo

Prójimo (del latín proximus) significa, según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, «cualquier hombre respecto de otro considerados bajo el concepto de los oficios de caridad y benevolencia que todos recíprocamente nos debemos».

Para dar cabal respuesta a la pregunta que con la mayor hondura me había planteado en mi absoluta soledad: ¿qué soy?, es menester que sobrepase mi supremo aislamiento. Si sólo veo mi ser en relación conmigo mismo, sólo tendré una parcela, una perspectiva imprescindible, pero por sí misma incompleta.

El encuentro de mí mismo sólo podrá verificarse hasta el instante en que me encuentre con los prójimos. El encuentro lo promueve el amor que me induce a considerar al prójimo en toda su alteridad, esto es, a reconocerle toda su intimidad humana. Desde ese momento se habrá quebrantado mi soledad y el proceso de mi humanización habrá sufrido un acrecentamiento.

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Desde lo más hondo de mi ser surge un impulso que me hace buscar al existente concreto a quien le pueda dar algo de mi intimidad y de quien pueda recibir algo de la suya. En este intercambio de beneficios se establece un ámbito nuevo que ya no es privativamente mío, pero que tampoco es del otro. Se trata de una copropiedad amorosa -caritativa, en el sentido religioso de la palabra- que transcurre entre «tú» y «yo».

Si el hombre -como lo ha solido decir algún ilustre contemporáneo- es un ser dialogante, rebasa lo subjetivo y queda más acá de lo objetivo. No estamos frente a conceptos que podamos alcanzar por la psicología. La referencia que cualquier ser humano tiene respecto de otro es plenamente óntica. «Si consideramos al hombre con el hombre veremos, siempre -dice el filósofo hebreo-austríaco Martín Buber-, la dualidad dinámica que constituye al ser humano: aquí el que da y ahí el que recibe; aquí la fuerza agresiva y ahí la defensiva; aquí el carácter que investiga y ahí el que ofrece información, y siempre los dos a una, completándose con la contribución recíproca, ofreciéndose conjuntamente al hombre. Ahora podemos dirigirnos al individuo y reconocerlo como el hombre según sus posibilidades de relación; podemos dirigirnos a la colectividad, y reconocerla como el hombre según su plenitud de relación. Podremos aproximarnos a la respuesta de la pregunta “¿qué es el hombre?” si acertamos a comprenderlo como el ser en cuya dialógica, en cuyo “estar-dos-en recíproca-presencia”, se realiza y se reconoce cada vez el encuentro del “uno” con el “otro”».87

El alter ego que se me anuncia o revela con su presencia física o espiritual es, provisoriamente, un enigma, la gran paradoja de que hablara José Ortega y Gasset en su curso sobre «El hombre y la gente», porque es un yo que consiste precisamente en ser el no yo, en serlo de modo radical y superlativo. Pero la incomunicación primigenia -y esto no lo dice Ortega- es sólo un estadio provisional destinado a superarse por efecto de la caridad. En la experiencia de la vida, el otro es, por de pronto, el proximus. Con el progresivo trato, el prójimo se va convirtiendo en el existente concreto,   —178→   en la intimidad que conmigo convive con sus singularidades, con sus cualidades, con sus defectos.

«Desde su nacimiento -expresa Ortega en conceptos que hacemos nuestros- se halla el hombre implantado entre los demás. Podemos, pues, formular así su primer teorema social: antes de cada uno caer en la cuenta de sí mismo ha tenido ya la experiencia básica de que existe alguien que no es él, ha tenido la experiencia de los otros. El hombre está, a NATIVITATE, abierto al otro en constitutivo altruismo».88

No podemos aceptar -con Ortega y Heidegger- que nuestra realidad auténtica sea nuestra radical soledad. Las relaciones sociales no siempre se presentan como una seudorrealidad convencional. Es claro que ante la masa de los individuos indeterminados -esa entidad abstracta que es «la gente»-, no va a ser posible que mi individualidad única e intransferible emerja con su plenaria singularidad. Pero no hay razón para llevar las cosas al extremo y decir: «la acción social es acción sin sentido para el sujeto; por tanto irracional; por tanto, involuntaria. Y como involuntaria, forzada. Cumplimos con los usos sociales a la fuerza». Los usos o convencionalismos sociales surgen de la dimensión social del hombre con un sentido bien claro: garantizar la seguridad. En mis frecuentes y complejas relaciones sociales con los demás, es preciso que sepa a qué atenerme; es preciso que cuando dirija una fórmula de cortesía a un desconocido me conteste con otra fórmula de cortesía; y si no es así, si el desconocido me responde con un insulto o con un golpe, es menester que la sociedad me respalde en la desaprobación del acto. En el repudio de la conducta antisocial, mi interés coincide con el de los otros, porque todos estamos interesados en la certeza y seguridad de las relaciones sociales. De esta manera, la seguridad no sólo es un valor jurídico básico, sino también el pivote fundamental de los convencionalismos sociales. La energía de la coacción social -ha observado agudamente Ortega y Gasset- mide la energía de los usos. Así pueden éstos dividirse en «usos débiles» -como el saludo y, en general, las costumbres- y «usos fuertes», como el derecho.

Sin caer en una ridícula interpretación optimista, cabe   —179→   decir que la relación social está constituida, sobre todo, de actos positivos; que los actos negativos son, por su misma esencia, antisociales. No es lo mismo el beso que prodiga la madre que la puñalada que asesta el asesino. Por ello, y por el principio lógico de contradicción, no podemos aceptar la afirmación de Ortega en el sentido de que «toda sociedad es, a la vez, en mayor o menor dosis, “disociedad”».89

Diariamente entablamos relaciones con nuestros semejantes, relaciones que están regidas por reglas que acatamos espontáneamente. Estas reglas del trato social son ya en nosotros un hábito, una segunda naturaleza. Hay ocasiones en que cumplimos lo prescrito por ellas debido a los sentimientos, a las convicciones morales y religiosas. Pero otras veces aceptamos las reglas del trato social sólo por mantener el estado de seguridad o por temor a la represalia de la sociedad.

No sólo la justicia es el criterio que inspira y gobierna a nuestra actividad social, también actuamos por consideraciones de amor, de gratitud, de patriotismo, de cortesía, de utilidad, de conveniencia. Una explicación integral de las relaciones sociales no puede permanecer en el simple fenómeno. La realidad profunda de lo social radica en el acto humano, que, como se sabe, es libre y teleológico.

Es preciso distinguir la relación interindividual o intersubjetiva, de la relación social propiamente dicha y luego subdistinguir, en ésta, la relación jurídica de la que no tiene este carácter. La relación intersubjetiva es directa y se da entre dos intimidades que no requieren de ningún objeto intermediario y vinculante que puede ser un fin, una idea, una realidad espiritual, que es independiente de las personas a las cuales une. Cuando la relación social puede ser estrictamente medida por el criterio de justicia tendrá el carácter de jurídica. Se hablará entonces, correlativamente, de derechos y deberes, de créditos y de deudas. Porque «el derecho es una regla de vida social, establecida por la autoridad competente en vista de la utilidad general o del bien común del grupo y, en principio, provista de sanciones para asegurar su efectividad» dice Le Fur.

El fin o la idea común alrededor del cual se anudan los   —180→   lazos y las solidaridades podrá ser la conservación de la especie en la unión de los sexos, la ciencia en el mundo cultural de estudiantes y profesores, de publicistas y lectores, etc. Pero en todo caso de relación social siempre habrá un término exterior, extraindividual y objetivo, que unifica, generaliza y determina el hecho social.




ArribaAbajo3. Las causas de la sociedad

La vida humana no se agota en la vida individual de los hombres concretos, sino que trasciende ese ámbito y se configura como coexistencia, como alteridad.

Comunidad humana equivale a comunidad de proyectos, de intenciones y sentidos.

Desde el plano material de la pura biología hasta el más elevado del espíritu, la radical indigencia del hombre requiere de la sociedad. Como bien lo dice Salvador Lissarrague: «Lo social, los fenómenos sociales, se nos presentan como formas hechas de la vida. Y estas formas me obligan a mí a conducirme de cierta manera. Y si no me adapto a los mismos, tropiezo con la resistencia de la realidad exterior. Lo social es, precisamente, aquello de nuestra vida que no decidimos por cuenta propia, sino que nos está impuesto. Las formas sociales, en cierto modo, están ahí».90

Si entendemos por sociedad «La unión moral de muchos en busca del bien común», de esta definición se desprenden los cuatro elementos causales postulados por la filosofía aristotélico-tomista.


Causa material de la sociedad

Son los hombres quienes constituyen la causa material de la sociedad. Son ellos quienes, al mismo tiempo, reciben y dan forma al compuesto.

El ser humano empieza, pues, por ser materia sociable. Por inclinación y por necesidad el hombre se agrupa en sociedad. Física y moralmente se siente inclinado a la vida en común con los de su especie. Para nutrirse, para reproducirse, para vestirse, para defenderse, para educarse y aún para llegar   —181→   a Dios, la persona humana necesita de sus prójimos. Para vivir, y para vivir bien, la sociedad resulta indispensable. Una doble motivación hace del hombre el máximo ser social: 1) En tanto que los animales se agrupan a consecuencia de su naturaleza sensitiva, el hombre lo hace, además, como resultado de su razón. 2) El hombre, radicalmente insuficiente, echa mano de la división del trabajo para repartir las tareas y dar margen al cumplimiento de la vocación.




Causa formal de la sociedad

El acto que constituye intrínsecamente a la sociedad es la unión moral. Para lograr la felicidad natural imperfecta de esta vida -fin de la sociedad- es necesario que los hombres se unan ordenadamente distribuyéndose equitativamente los derechos y deberes.

La unidad social hace de la sociedad un cuerpo orgánico, una persona moral distinta de los miembros que la componen. La autoridad -base del Estado- se finca en este principio.

Pero la unidad social no debe ser rígida, sino plástica. Por el principio de la variedad social, que completa el anterior, las personas mantienen sus vocaciones propias.




Causa eficiente de la sociedad

En el hombre reside la fuente de la sociedad. No es ésta la que hace a aquél, sino aquél el que hace a ésta. Y la hace, no como resultado de una simple fuerza impersonal, o ley cósmica, sino inteligentemente. Espinosa decía que todo ser, en cuanto es, tiende a perseverar en su ser. Pues bien, el hombre desea necesariamente todo aquello que conserva su ser. Su voluntad le lleva necesariamente a la vida social, como medio de conservar y perfeccionar su ser. Y esta voluntad es, al mismo tiempo, aunque en diferentes sentidos, necesaria y libre. «El libre arbitrio -afirma Tristán de Athayde- no es la libertad arbitraria. Es solamente la aplicación indeterminada de la voluntad a una multiplicidad de medios imperfectos para alcanzar el fin único».91 El bien, para la realización de nuestra naturaleza humana, no puede   —182→   dejar de quererse; de ahí la necesidad. Pero nuestro bien propio y común puede ser realizado por varios fines parciales y varios grupos particulares entre los cuales nuestra voluntad escoge; de ahí la libertad. Ni determinismo, ni arbitrarismo; ni sociologismo, ni contractualismo, simplemente acción del libre albedrío completando la de la naturaleza en el acto de la formación, conservación y perfeccionamiento de la sociedad.




Causa final de la sociedad

Una reunión de hombres siempre persigue una finalidad. Es el bien común la causa final de la sociedad: bien obtenido individual y simultáneamente por todos sus miembros. Pero el bien común es un fin intermedio -finis quo- en virtud del cual cada miembro del cuerpo social obtiene su bien personal.

El bien común debe dar satisfacción a todas las necesidades del hombre: físicas, intelectuales, morales y religiosas. En su repartición no debe privar ni un igualitarismo mecánico, ni un indiferentismo arbitrario. Ni socialismo, ni liberalismo. Directa o indirectamente, todos los bienes terrenales deben subordinarse al fin último del hombre.






ArribaAbajo4. Estructura de lo social

Con las cosas no se convive; las cosas simplemente se tienen. Ese estar «con» otro significa, a la vez, que el otro está conmigo. Y no hay otra manera de estar en la vida si no es «con» los demás. Lo cual equivale a decir que este estar con los prójimos es un modo originario de la existencia. No hay personas que preexistan a la sociedad, y, por tanto, no hay nunca un momento de asociación en vista de un fin. Nos encontramos viviendo con acciones recíprocas, nos encontramos con los usos, las costumbres y las creencias. Y estas formas sociales no son, en rigor, de nadie en particular, es decir, son de todos. Lo que no significa, por supuesto, que carezcan de sentido. Todo lo contrario, porque los fenómenos sociales están llenos de sentido -son estructuras inteligibles- se ha podido hacer sociología y filosofía social.

Cuando el espíritu de los hombres se ha realizado o articulado, o bien cuando se está realizando o articulando,   —183→   estamos frente a una realidad social. Estas realidades están constituidas por un despliegue y articulación de un contenido espiritual. En consecuencia, la vida social es acontecer en el tiempo de contenidos espirituales que se articulan en instituciones, círculos parciales y acciones individuales. Pero entiéndase bien que la sociedad no es ningún ente substante. Si podemos contemplar las realidades sociales como totalidades llenas de sentido no es por ningún desvarío de pensamiento romántico, sino por la comprobación de que en todo fenómeno social concreto el todo precede a las partes. Pero se trata de una precedencia lógica, de sentido, no histórica. El análisis de simples conexiones sociales, verificado por Othmar Spann, nos enseña que «maestro y discípulo, madre y niño, amigo y amigo sólo surgen el uno por el otro, o más exactamente, como miembros del todo supraindividual: enseñanza, maternidad, amistad, llegando a ser lo que son respecto de él». Si quitamos el peligro de la interpretación platónica -idealismo objetivo- de estas ideas de Spann nos quedará, para entender la estructura de lo social, una «sistemática de finalidad» que maneja conexiones teleológicas de todos y partes. Hay que agregar, tan sólo, que estas conexiones de sentido son realidades en el tiempo, realidades históricas. Es en la historia donde los grupos sociales se ordenan en la formación total de la sociedad. Menester es encontrar la ley estructural del mundo espiritual, para fijar la posición que les corresponde a los distintos grupos parciales de la sociedad, dentro del cosmos espiritual. Son los hombres quienes convierten el cosmos de los valores espirituales en realidad histórica, mediante la concretización en círculos de vida de mayor o menor radio.

Y aunque la ordenación jerárquica del cosmos espiritual es una y la misma para todos los tiempos, caben realizaciones auténticas y realizaciones deficientes. Del hecho de que exista una norma absoluta -y realizaciones más o menos completas- no se puede concluir que se sostenga un concepto estático de sociedad. Porque una cosa es la ordenación social tal como debe ser y otra cosa muy distinta es la ordenación social tal como efectivamente es en Estados Unidos o en Rusia, en el siglo XIII o en el siglo XX. En este mundo del tiempo y del devenir, lo espiritual no aparece puro, sino diluido en los cauces de lo empírico.

No basta decir que lo social es lo común, el modo colectivo,   —184→   lo uniforme. También los animales tienen, en su vida, un patrón comunal. Para caracterizar lo social es necesario recurrir al espíritu humano que se articula. Y en esa articulación los hombres pueden ejercer sobre los hombres un cierto grado de presión, de impulso o de resistencia. He aquí, nuevamente, el insoslayable aspecto empírico en la estructura de lo social.

Suele decirse que la sociedad perfecciona y desarrolla al hombre, como si éste recibiese un complemento extrínseco. Nada más falso. La sociedad es una proyección de la realidad más entrañable de los hombres. Trátase de una resultante omnipersonal con intencionalidad espiritual. Trátase de una magna institución natural, o espontánea empresa personal de prójimos, que persigue un bien público temporal. ¿Para quién? Para las personas. El bien común se traduce, a la postre, en bien común distribuido. Y esto porque desde el principio fue comunidad comunicable de bienes personales.

En el coexistir con otros, el hombre va desenvolviendo -germinando- su vida espiritual. Individuo y sociedad son dos aspectos esenciales de una persona. Querer destruir cualquiera de estos aspectos es destruir a la persona. Como espíritu móvil, y relativamente autónomo, la persona posee la facultad -inespacial e incorpórea- de ponerse en el lugar de sus semejantes. En torno de cada persona se dibuja un círculo de comunidades cada vez más amplias. Gracias al amor, el movimiento espiritual y la libertad social alcanzan su perfección.

Para hacer una ontología de la sociedad hay que partir del hombre real concreto, con esa su peculiar dimensión de ser-referido a otros hombres. Antes de cualquier otra concreta apetencia, el hombre se halla destinado, desde las mayores profundidades de su ser, a vivir socialmente.