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La historia


1. Visión hebrea de la historia.- 2. Visión griega de la historia.- 3. Visión cristiana de la historia.- 4. Visión renacentista de la historia.- 5. Problemas de la historiosofía.- 6. Esbozo de ontología de la historia.- 7. Las doctrinas sobre la historia.- 8. Doctrina escolástica de la historia.- 9. La historia no es ciencia en el sentido escolástico.- 10. La historia no es ciencia en sentido moderno.- 11. Conocimiento de la realidad histórica.-12. Método histórico y ciencias auxiliares.- 13. La intervención de la providencia en la historia.- 14. Metafísica de la historia.- 15. La historicidad en el hombre y en la comunidad humana.- 16. Morfología de la historia.- 17. Toynbee y su psicología de los encuentros.- 18. ¿Hay progreso en la historia?- 19. La doble ley de la historia.- 20. En torno al sentido de la historia.- 21. El último significado de la historia.- 22. Más allá de la historia.



ArribaAbajo1. Visión hebrea de la historia

Los hebreos concibieron la historia como un todo. Los acontecimientos históricos eran un camino hacia una meta y tenían el sentido de una lucha por una decisión definitiva. Esta meta -centro de gravedad de su vida espiritual- no era el destino individual del hombre, sino el destino del pueblo elegido. El reino de Dios lo esperaban realizar aquí en la Tierra. Esta idea no era simplemente mundana o secular, sino religiosa, teocrática. El reino nacional israelita, ardientemente soñado, les impidió reconocer la cruz ofrecida por el Mesías. El pueblo hebreo esperaba un Mesías con atributos reales que realizara el imperio del pueblo de Israel en la tierra. «El hebreo -observa Renán- es incapaz de sentir la resignación como el cristiano e inclinarse ante la   —186→   Divina Providencia. Para el cristiano la pobreza y las humillaciones son otras tantas virtudes, mientras que para el israelita son plagas y desgracias con las que hay que luchar. Las injusticias y las violencias que el cristiano soporta resignadamente indignan al hebreo». Continuamente atormentado por el descontento, el hebreo vive en el perpetuo deseo de un porvenir.

En la Biblia se nos narra la historia de Israel desde sus inicios hasta la dispersión de los judíos en el Imperio Romano. Por supuesto que la Biblia es algo más que una simple historia. «Dios se manifiesta y se hace visible en la historia mediante el testimonio de los hombres a quienes otorgó -dice Bernhard- la misión de ser testigos. No existió jamás un consejo o colegio de doctores que posteriormente elevase al rango de escrituras reveladas los Libros de Moisés y de los Profetas, pues desde sus mismísimos comienzos fueron reconocidos el alto rango que corresponde a su condición esencial de Escritura y la calidad de testimonio por el que Dios habla a los hombres y no los hombres sobre Dios». La historia tiene, en la Biblia, una guía con sin igual valor normativo y un tribunal. Pero, además, los historiadores y los filósofos de la historia no deben olvidar que la Biblia es una obra histórica. Narra y revela. Con esto de particular: que «la historia de la revelación se convierte en revelación teleológica de toda la historia». El último significado de la historia les ha sido mostrado a los hombres desde fuera. El Dios oculto, el existente en regiones inaccesibles ha dejado huellas y vestigios en sus obras, no para que sea comprendida su esencia, sino para que le reconozcan «como fin último todas las inteligencias y todos los corazones». La ley del acontecer cósmico no puede vulnerar la voluntad divina. El que creó el mundo tiene el poder y el derecho para gobernarlo. A la luz de la revelación, la idea directriz de la historia humana es la «instauración del reino de Dios». En torno a esta idea predominante y cohesiva intervienen un conjunto de factores: eternos y divinos los unos y temporales y humanos los otros. El reino existe ya dentro del espíritu de Dios, aunque desde el ángulo humano ha de madurar en el tiempo y con la colaboración de los hombres. Tropezaremos con oposición, resistencia y lucha. Pero en esa lucha hallaremos nuestra realización y el camino hacia nuestro destino. La historia empezó con Adán y no   —187→   sabemos cuando terminará. Lo que sí sabemos es que «el universo entero está destinado a ingresar en los dominios del reino de Dios». Mientras tanto somos peregrinos en la gran marcha y compañeros en esta historia. En un acontecer inconcluso aún, no es posible comprender nítidamente el sentido de los fenómenos concretos.

Si el Antiguo Testamento es el primer gran documento histórico que nos ha legado la Antigüedad, no vale ningún pretexto para eludirlo en una consideración historiográfica. Cuando no había historia, ni asomos de ella, sino los simples y estrechos anales de Egipto, Babilonia, Asiria y Persia, surge ese inmenso conjunto de inspirados libros histórico-salvíficos. Claro está que lo que de histórico hay en la Biblia no tiene el mismo propósito, por ejemplo, que tienen los Comentarios de la guerra de las Galias. Lo esencial en la Biblia tiene siempre un carácter religioso.

Los hebreos escribieron también, además del Antiguo Testamento, el Talmud. «No hay en él -asegura Víctor Rico González- nada que se parezca a la historia».

Flavio Josefo merece una expresa consideración dentro de la historiografía hebrea, porque hizo crítica histórica y contribuyó a fomentar los estudios históricos. Diplomático, estadista y guerrero que acaudilló la rebelión judía, supo, no obstante, congeniar con los romanos y hacerse favorito de la familia imperial de los Flavios. Vivió en Roma y escribió en griego. Entre sus obras sobresalen: Las guerras de los judíos, Contra Apión, Escrituras judías -para defenderlas escribe su libro Contra Apión el griego- se deja llevar, a menudo, de la pasión por su raza olvidándose de su promesa -repetida en varias ocasiones- de escribir sólo la verdad comprobada.

La visión hebrea de la historia -sobre todo en los libros proféticos- es la primera, en la historia, que se orienta hacia un universalismo. Tenemos un mismo origen, un mismo fin y un mismo jefe divino.




ArribaAbajo2. Visión griega de la historia

Para los griegos y romanos, el orden histórico era, pese al reconocimiento de cambios temporales, de una regularidad periódica inviolable. El último significado de la historia estuvo ausente en la especulación greco-romana. La constancia y la inmutabilidad pervivían por debajo del crecimiento y   —188→   de la decadencia. Si alguien les hubiese hablado de una filosofía de la historia, griegos y romanos tal vez hubieran sonreído pensando en una contradicción en los términos.

«El genio griego se esforzó sin descanso -observa Joseph Bernhard- en eliminar el antagonismo “esencia-evolución” (Dios-historia), y, aun cuando no tuvo éxito en la solución lógica, no fueron vanos sus trabajos, porque la lucha en torno a ella dio otros frutos muy sazonados que fueron de gran importancia para la vida religiosa y moral y hasta para el progreso científico».92

Los dioses -expresa Jenófanes- no enseñan a los mortales de buenas a primeras todo lo que puedan aprender. Dejan que ellos vayan conociendo lo mejor poco a poco, valiéndose de la investigación personal: Dios, que es único y que, en cuanto a la forma y al pensamiento, no tiene semejante entre los pobres mortales, es todo ojos, todo oídos, todo espíritu, es un ser que permanece invariablemente, porque no es decoroso en Él el continuo moverse de un lugar para otro.

Heráclito afirma que «todo fluye». Todo marcha, y nada se detiene. Nada hay permanente; todo es -como el río- inasequible, inestable; «descendemos al río y no descendemos; somos y no somos al mismo tiempo». Nada es, todo se transforma. Como si la movilidad del agua no le pareciera, aún, una imagen bastante fuerte del movimiento que todo lo arrastra, Heráclito no se detiene en la fluencia universal, sino que llega a hablar de una combustión universal. La ley del movimiento o la transformación consiste en la unión de los contrarios o conciliación de las diferencias: «todo se separa y se reúne... por eso leemos en el oscuro Heráclito -dice Aristóteles- lo que sigue: unidos el todo y el no todo, lo que se junta y lo que se separa, lo consonante y lo disonante; hácese con él todo uno, y con él uno todo».93 Esta ley de contradicción y armonía, es una ley fatal, pero, al mismo tiempo justa. Por ella, el curso de las cosas está arreglado. Como en Parménides, también en el melancólico filósofo de Éfeso hay una escisión en dos mundos: el hombre vigilante que sigue el nus (pensamiento)   —189→   común y que llega a «lo sabio» con sus caracteres de unidad y permanencia; y hay también el mundo del sueño que es el mundo particular de cada uno y donde todo es cambio y devenir. Heráclito sintió intensamente la temporalidad, pero fue incapaz de llegar a la historicidad humana que le viene al hombre de su forma espiritual.

Platón encontró en las ideas los valores absolutos y atemporales. El tiempo es fugaz imagen de la eternidad y la vida mundana, pálida copia de una vida espiritual originaria. Es tarea de la historia convertir en realidad feliz los arquetipos o módulos ideales. Eros -mediador y guía- nos comunica «ansias de posesión de la verdad y de retroceso desde lo múltiple y variado hacia lo que es Uno y Único».

Aristóteles, agudo observador de los entes concretos y de la evolución de la naturaleza del hombre, vio la tendencia finalista del cosmos. Un motor divino que no es movido y mueve no por impulsión sino por atracción es la causa primera de la realidad escalonada, en la cual Eros arrastra a todas las cosas hacia los confines de sus perfecciones. Pese a los esfuerzos del mundo fenoménico por llegar a Dios, resulta, a la postre, que la divinidad es inaccesible y que el mundo se queda en una evolución constante. Aunque Aristóteles no haya construido una filosofía de la historia, nos legó un conjunto de conceptos que pueden servir de base para la edificación de un sistema. Válgannos, como ejemplos, su doctrina del acto y de la potencia, y su definición del movimiento.

Sin negar el valor de las enseñanzas de la historia -juicios de pronóstico útiles para la vida humana-, los griegos no llegaron a sentir por la historia el aprecio que tenían por otras disciplinas. ¿Razones? Es que la historia no es un saber demostrativo. La historia no puede ser ciencia.

Las obras de los historiadores griegos dependen casi totalmente del dicho de testigos de vista con quienes el historiador tuvo contacto personal. De esta manera, el método griego adolece de las tres limitaciones que ha señalado R. G. Collingwood: 1. Inevitablemente restringía el horizonte de la perspectiva histórica. Su método les impedía ir más allá del alcance de la memoria individual, porque la única fuente que podían examinar críticamente era el testigo de vista con quien pudieran conversar cara a cara. 2. Su método le impedía elegir su tema. En vez de que el historiador elija a   —190→   su tema, el tema elige al historiador. 3. El método histórico de los griegos impedía la reunión de varias historias particulares para formar una historia general.94

La idea de la evolución de la vida cósmica en épocas y fases, la esperanza en la marcha ascensional hacia el mundo divino y en la creciente irrupción de lo intelectual y de lo moral en el género humano (Esquilo), y la firme convicción en un gobierno general del mundo por Dios y en una providencia especial del alma (Sócrates), son rasgos característicos, a la vez que valiosas ideas, de los griegos.




ArribaAbajo3. Visión cristiana de la historia

La visión cristiana de la historia converge hacia un hecho central: la llegada de Cristo. La figura histórica de Jesucristo es «la síntesis de la aproximación entre el ser y el evolucionar, entre Dios y la historia». El tiempo anterior a la llegada del Mesías tiene el sentido de una preparación y de una espera. La historia posterior a la muerte del Salvador cobra significado por la dirección religiosa que asume la Iglesia fundada por Jesucristo. Esta fuerza dirigente de los destinos humanos hace inteligible el sentido de la historia. Nos guía hacia un «obrar cual corresponde al que se halla en presencia de Dios». Con San Agustín, los cristianos vemos en la historia el espectáculo de la educación del hombre por Dios, pero también la tragedia de la limitación por el hombre de la voluntad salvífica del Ser supremo. No se trata ya de ningún movimiento circular ni de ningún proceso continuado y perenne. Todo lo que acaece en los tiempos -ritmo y sucesión- es presencia constante en la eterna sabiduría de Dios. En este valle de lágrimas se busca la felicidad y no se la encuentra, porque «no hay más que pecado y corrupción, amor falso y apostasía» dice Bernhard. En el escenario de la tierra están en lucha los dos campamentos existentes. Pero vendrá el día de la separación entre uno y otro campamento. Nuestro Creador y Redentor será, también, el Juez de los acontecimientos históricos.

Pendientes del Juicio final, los hombres tenemos, mientras tanto, un módulo, un sentido y un objetivo en nuestra vida:   —191→   la instauración del reino de Dios. Aunque tenemos asegurada la victoria final de nuestra causa, como soldados del reino debemos conocer «la confusión caótica de este mundo» que contrasta con la «tranquilidad serena del otro».

El principio de la libertad espiritual, desconocido por el mundo antiguo, explica, en parte, la excepcional historicidad y dinamismo de la doctrina cristiana. Mientras los griegos afirmaban la necesidad del bien, la obligatoriedad razonada de un bien con caracteres de forzosidad, los cristianos vieron en la libertad una meta y un triunfo de la suprema razón divina. Nicolás Berdiaeff considera la historia «como el resultado del acto histórico-divino del drama del alejamiento de la divinidad, del drama del pecado original que también es el drama de la libertad; ese estado inicial ha hundido al hombre, así como al espíritu humano, en los abismos de la necesidad natural... El hombre se vio encadenado por los elementos naturales y en ellos quedó aprisionado su espíritu, sin que pudiera alzarse nuevamente por sus propios medios... El tema del destino histórico universal es el tema de la liberación del espíritu creador del hombre de los abismos de la necesidad natural... Solamente el cristianismo logró devolver al hombre aquella libertad espiritual que había perdido, mientras se hallaba en poder de los demonios, de los espíritus de la naturaleza y de las potencias naturales, ya que ésta era su situación en el mundo precristiano... Únicamente la aparición del Dios-Hombre, únicamente aquel acto del Hombre Divino, por el que éste asume la responsabilidad plena de todas las obras del hombre, solamente sus padecimientos en la cruz y su sangre redentora, es decir, el misterio de la redención, devuelven al hombre su libertad. El hombre entonces deja de estar bajo el yugo de las potencias naturales inferiores y recobra las más altas formas de su glorioso origen. El cristianismo establece una íntima relación entre la personalidad humana y la naturaleza superior divina. Aquí es donde el cristianismo discrepa esencialmente de las concepciones evolucionistas naturales».95

El mundo antiguo tuvo siempre ese peculiar y conocido particularismo. La universalidad del cristianismo instaura una nueva y definitiva era. Los designios divinos incluyen a   —192→   todas las personas y a todos los pueblos. En consecuencia, el cristiano se interesará -y exigirá- una historia universal. No es la historia romana, la historia judía o cualquier otra historia parcial y particularista lo que interesa al cristiano, sino el desarrollo general de la realización -en el espacio y en el tiempo- de los propósitos de Dios respecto a la creatura humana.

No estamos del todo acordes con Collingwood, cuando afirma que la doctrina cristiana puso en crisis la doctrina metafísica de sustancia de la filosofía greco-romana. El alma humana y el mundo natural siguen siendo sustancias puesto que existen en sí y no en otros seres. Existen en sí, pero no por sí, puesto que son sustancias creadas. La persona -mismidad, sui-ser- y los pueblos -sustancias segundas- pueden tener toda la historicidad que se quiera, sin dejar por ello de ostentar una estructura permanente. En cambio, nos parece mucho más certero R. G. Collingwood cuando señala como características de la historiografía cristiana el ser universal, providencial y apocalíptica. La historia no es ya la realización de los propósitos humanos, sino divinos, aunque estos últimos propósitos sean, a la vez, un propósito para el hombre. «En un sentido, pues, el hombre es el agente de toda la historia, porque todo cuanto pasa en la historia pasa por voluntad suya; pero en otro sentido Dios es el único agente histórico, porque sólo debido a la actividad de su providencia, las operaciones de la voluntad humana conducen en cualquier momento a un resultado dado, y no a un resultado diferente».96

En vez de anular la historia, como lo hacen otras doctrinas, el cristianismo la sustenta. Con José Ferrater Mora podemos decir, en conclusión, que el cristianismo no puede comprenderse sin la historia y, a la vez, la historia no es comprensible, en cierto modo, sin el cristianismo.

Nada de lo que acontece es fortuita casualidad. Hombres y pueblos son, por igual, instrumentos de que Dios se sirve para realizar sus planes providenciales en la historia. Toda la actividad humana sobre la tierra está comprendida en ese proceso continuo que llamamos historia; el bien y el mal, el mundo y el reino de Dios. Ni evolución, ni progreso, ni repetición son conceptos que puedan, por sí mismos, explicar   —193→   la marcha de la historia. Es la libre actividad humana -prevista ab aeterno en los planos providenciales- el motor de la historia. La realidad física y social condiciona parcialmente la actividad humana; pero este condicionamiento no es determinante sino que sirve, más bien, de punto de partida, de impulso o de reto. La actividad humana -individual y colectiva- de un grupo social, puede seguirse en su proceso. Ésta es precisamente la misión de la historia. Y en este proceso se descubre la presencia invisible, pero decisiva, de Dios. A la intervención divina corresponde una intervención humana. Es la gracia su sostén y es la fe su orientación.

Para los teólogos españoles de los siglos de oro, la historia es como una prolongación de la encarnación del Verbo, pues los acontecimientos que la llenan, sin dejar de ser estrictamente humanos, están asumidos, como la naturaleza humana de Cristo, al orden sobrenatural y no adquieren la totalidad de su sentido, sino cuando se ven al servicio de los planes divinos. «Para el cristiano -dice el ilustre teólogo José M. Gallegos Rocafull- el sentido verdadero y profundo de la historia es simplemente desenvolver y aplicar la eficacia redentora del sacrificio de Cristo, en oposición y lucha con las potestades diabólicas. El mundo exterioriza el drama íntimo que lleva en sus entrañas, la enconada lucha entre la gracia y el pecado, que es la sustancia misma de la historia. Los grandes acontecimientos, que la trastornan y cambian, como los terremotos y diluvios a la naturaleza, no alcanzan la plenitud de su significado sino cuando se contemplan a través de las huellas que han dejado en el alma. Toda la historia no es más que la suma de oportunidades que Dios brinda al hombre para que se salve, a pesar de la sañuda oposición del diablo. Lo que con frase imprecisa y nueva se llama movimientos o corrientes históricas, en que los individuos, como gotas o átomos, no cuentan, es en realidad conjunto de hombres, artificial o naturalmente reunidos, que se salvan o se condenan en ese medio o circunstancia que, para su salvación, la providencia divina ha suscitado. Ni para los pueblos, ni para los individuos hay azar o improvisación, sino gobierno de Dios: realización en el tiempo de una voluntad eterna de salvación».97

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Un mismo afán de salvación impera en la vida privada y en la vida pública de los hombres. Si la conducta individual del cristiano está inspirada por la fe en la revelación de Dios, la conducta colectiva descansa en la creencia en la función ministerial de la historia. La interpretación teológica de la historia obliga a investigar los planes de Dios que en ella se están realizando. El ideal es que los hombres contribuyan voluntaria y conscientemente, por medio de la política, a la ejecución de los planes providenciales.

De la intercomunicación de las conciencias nace la personalidad moral histórica. De esta personalidad nace un finalismo colectivo -el bienestar del grupo- que excede las exigencias de la vida presente y de los individuos. «Y he aquí el hilo de la historia: la actividad del grupo, dirigida hacia el propio bienestar, se tiende hacia el futuro -nos explica el sociólogo y teólogo italiano Luis Sturzo-; se forma entonces un finalismo que se presenta bajo el aspecto de conquista, porque interesa a todos; la conquista, una vez realizada, aparece como es, parcial y precaria, e impone una actividad ulterior para conservar lo adquirido y realizar nuevas adquisiciones. La actividad o, mejor, la acción es el presente, el instante vivido; pero éste está condicionado por el pasado que es lo ya realizado y es ordenado para el futuro, que es lo realizable».98

El verdadero universalismo de la humanidad aparece con la venida de Cristo. Sin la conciencia religiosa y universal del cristianismo se cae en el particularismo de la religión de los pueblos, de los Estados, de las razas. Sabemos que Dios se revela adaptándose a nuestras facultades: per modem recipientis, como diría un escolástico. Pero lo sobrenatural, aun tornándose vida del hombre y uno de los factores esenciales del proceso histórico, sigue siendo divino por su naturaleza sobrenatural. Verdadera historia, por eso, no la hay sin el cristianismo. Todo lo anterior no es sino preparación para el gran hecho de la redención. Los cambios, las oscilaciones históricas, representan las alternativas de aceptación y de repulsión de lo divino que desciende a nosotros y en nosotros se incorpora.

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La historia es una búsqueda de las huellas de Dios. En el zigzagueante vivir de los hombres sólo cabe buscar la línea recta de Dios.




ArribaAbajo4. Visión renacentista de la historia

El Renacimiento es, en muchos sentidos, una ruptura violenta con la concepción religiosa de la patrística y de la escolástica. Hay un viraje de la actividad teocéntrica hacia la actitud antropocéntrica. En vano se pretende acabar con los vínculos del hombre con el mundo de sus fines, para quedarse con un sentido inmanente de la vida.

Tal vez el defecto de la conciencia medieval estriba, sobre todo, en que en ella -como lo observa Nicolás Berdiaeff- no se había manifestado con suficiente vigor la potencia creadora del espíritu humano. Al lado del humanismo cristiano actúa, en el Renacimiento, el humanismo anticristiano. Arte, ciencia, política y cultura son secularizados. «El centro de gravedad se transporta desde las profundidades divinas a las esferas creadoras puramente humanas». Después de renunciar a Dios, se aplica la razón al hombre y a la naturaleza. Hay una aversión por la teología. Lo que importa es sentir y obrar, más que saber: «Más vale sentir la compunción que saber definirla». Surge un entusiasmo desbordante por la naturaleza. Se elabora una ciencia natural, un derecho natural, una moral natural, una religión natural y un naturalismo humano...

Desde Ockam, se operó lo que Zubiri ha llamado «la pérdida gradual de Dios». Si Dios es omnipotencia pura, voluntad sin trabas -ni siquiera las de la matemática y las de la lógica- la razón no sirve para conocer al Ser Supremo, sino tan sólo para conocer al mundo y al hombre. De esta manera se da la espalda a Dios y se contempla -hasta el paroxismo- la naturaleza real y universal de este mundo: origen y fin de todo. Lo que cuenta es vivir según la naturaleza.

La Antigüedad clásica es contemplada por los hombres del Renacimiento con verdadera devoción religiosa. Era frecuente tener lámparas votivas frente a las efigies de los grandes maestros griegos y latinos. Los humanistas solían empezar sus disertaciones diciendo: «Hermanos míos en Platón...». Sin distinguir jerarquías y sin criterio alguno se citaba como   —196→   grandes filósofos a Cicerón y a Quintiliano y se los emparejaba con Platón. Al llegar a Occidente los libros griegos y latinos, se cultiva, es cierto, una literatura humanística en buen latín y en las lenguas vulgares. Pero lo que llaman filosofía es, con frecuencia, una cosa deplorable. Se carece de precisión y de rigor. Entre las caprichosas fantasías de un Giordano Bruno y el orden arquitectónico de un Santo Tomás de Aquino media un abismo.

Es preciso distinguir, en el Renacimiento, los descubrimientos geográficos de los españoles y portugueses, las invenciones (armas de fuego, imprenta), las nuevas técnicas superiores a las medievales, el arte que renueva los estilos antiguos y las teorías del Estado que se van gestando al compás de la política realista de las nuevas nacionalidades, de la visión de la historia, del mundo y de la vida. Lo primero significa un aporte indiscutible. Lo segundo, en cambio, es bastante pobre.

Maquiavelo ve en el éxito del individuo que obra enérgicamente y sin consideración moral alguna la culminación de la historia. No hay más ley que la voluntad de poderío, la astucia y la violencia. El valor único de la vida histórica estriba en la exaltación de la personalidad individual, motor verdadero de la historia.

Mérito innegable del Renacimiento es haber hecho limpia de todo cuanto en la historiografía medieval era afirmación gratuita, fantasía. Quiso redescubrir el pasado, pero careció de métodos y principios apropiados.

Bacon dividió el conocimiento humano en tres grandes sectores: la poesía, la historia y la filosofía, presididos, respectivamente, por la imaginación, la memoria y el entendimiento. Pero como bien arguye Collingwood, «en realidad, la definición baconiana de la historia como el reino de la memoria era un error, porque el pasado sólo pide investigación histórica en la medida en que no es o no puede ser recordado. Si el pasado pudiera recordarse íntegramente saldrían sobrando los historiadores».

Para la visión renacentista de la historia, el hombre es un ente de pasiones e impulsos y no un controlador perfecto de sus actos y forjador intelectual de su destino. En este sentido, la historia del hombre es la historia de sus pasiones.



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ArribaAbajo5. Problemas de la historiosofía

¿Hay en la historia un plan, una orientación del acaecer, una voluntad que se encamina a una meta? ¿Puede el hombre reconocer este plan o esta finalidad de la historia? ¿Es necesario aceptar unas directrices coherentes en la evolución del mundo? ¿Podremos llegar, como filósofos libres, a la verdad del todo? ¿Cómo hace su aparición «lo histórico» en la conciencia humana? ¿Qué método sigue el espíritu del hombre para llegar a la concepción del hecho y del proceso histórico? Al formular estas interrogantes, adquirimos conciencia de la problemática de la historiosofía. ¿Cuál es el origen de la historia? ¿A dónde se encamina? ¿Qué sentido tiene? ¿En dónde reside la unidad de la historia? ¿Ante qué tipo de saber estamos? ¿Es la historia una ciencia, un arte, o un conocimiento sui generis? Comprender el significado de estos problemas y dar cuenta de ellos, en la medida de lo posible, es objeto de la filosofía de la historia.

El homo viator se pregunta a dónde le ha de llevar su peregrinación y por qué le ha de ser necesario caminar por determinada vía. Pero una vía se puede contemplar no sólo hacia delante, sino también hacia atrás. Con la vista hacia su pasado, el hombre investiga y estudia el acaecer histórico. Y pronto se da cuenta de que la historicidad es un constitutivo esencial de la situación del ser humano en el mundo. No resignándose a concebir a la humanidad como un agregado caótico que está en el mundo -en el espacio y en el tiempo- de más, gratuitamente, el auténtico filósofo de la historia busca una ordenación oculta, un principio universal e inmutable.

¿Qué es lo que abarca la historia? Alguien podría contestar precipitadamente que tan sólo las cosas pasadas. Pero un pasado no lo es sino de un presente que proyecta un futuro. Más exacto es decir que la historia abarca la realidad misma del acontecer. Se trata no sólo de un recuerdo que conocemos, sino que vivimos. Estamos vinculados a nuestra historia particular y a la historia de la especie. Y aunque no podamos llegar a conocer los hechos históricos ni con mucha extensión, ni con mucha hondura, de todas maneras actúa sobre nosotros un fondo histórico que siempre está presente.   —198→   Más que el pasado son los hombres -así en plural- el objeto de la historia. Pero es un saber de los hombres precisamente en el tiempo. «El tiempo de la historia, realidad concreta y viva abandonada a su impulso irrevertible -ha dicho Marc Bloch- es el plasma mismo en que se bañan los fenómenos y algo así como el lugar de su inteligibilidad».99 No basta decir que la historia se ocupa de los acaeceres relacionados con el hombre. Un temblor de tierra, una sequía, una epidemia, un rayo, la inundación de un río son hechos que afectan al hombre y, sin embargo, ya algún filósofo de la historia contemporáneo ha observado que no son hechos históricos en un sentido riguroso.

Karl Jaspers expresa agudamente: «Lo que en la historia no es más que fundamento físico y no hace más que repetirse idénticamente -las casualidades regulares-, es lo ahistórico de la historia... En la conciencia histórica se actualiza lo que es insustituible, peculiar, individual, que no está fundado en un valor general suficiente en su vigencia para nosotros, una entidad que tiene una forma perecedera en el tiempo. Lo histórico es lo que se frustra y, sin embargo, lo eterno en el tiempo. Es la patentización de ese ser, que es ser historia y, por tanto, no perduración a lo largo de todo el tiempo. Pues, a diferencia del mero acontecer, en el cual lo mismo la materia que las formas y leyes generales no hacen más que repetirse, es historia el acontecer que, a través del tiempo, en la abolición del tiempo, comprende en sí lo eterno». Y llega a preguntarse Jaspers: ¿por qué hay, en general, historia? Respuesta: «por el hecho de que el hombre es finito, inconcluso, e inconcluible, debe en su transformación a través del tiempo percatarse de lo eterno, y sólo por ese camino puede hacerlo. El carácter inconcluso del hombre y su historicidad son una misma cosa... No hay una organización justa del mundo. No hay un hombre cabal y completo. No son posibles estados finales permanentes más que si se retrocede al mero acontecer natural... la historia no puede cerrarse desde fuera de sí misma. Sólo puede llegar a un final por fallo interior o por catástrofe cósmica».100   —199→   Hay que puntualizar algunas afirmaciones de Jaspers. Lo histórico es lo que se frustra en el sentido de que no perdura. Pero dentro de lo fugaz cabe también la no frustración, es decir, el cumplimiento, la realización de las posibilidades humanas en un momento determinado. Abundan los ejemplos dentro de la historia general de la cultura; Dante, Cervantes, Shakespeare... No hay una organización justa del mundo, dice Jaspers. ¡Entendámonos! No la hay, y posiblemente no la habrá nunca, de facto; pero si la hay de jure.

Lo que acontece y lo que sabemos del acontecer es historia. En lenguaje un tanto abstruso -aunque en el fondo exacto- expresa Jaspers que «sólo se hace historia por virtud de la unidad de lo general y lo individual, pero de tal modo que muestre la significación insustituible de lo absolutamente individual, por tanto algo individual-general». Nunca le bastará al hombre saber lo que aconteció. Siempre ha buscado el «cómo», el «por qué» y el «hacia dónde» de la historia. El anhelo de lograr la visión integral del conjunto, del gran todo, no le abandona nunca.




ArribaAbajo6. Esbozo de ontología de la historia

Una esfera esencialmente empírica y concreta es la esfera histórica. Escapa lo histórico a los métodos científicos porque, más que de «fenómenos», es de «acontecimientos» de lo que se trata. La historia no es filosofía ni tampoco ciencia, sino un saber sui generis -según la tesis del maestro Antonio Caso- sucesivo, sobre lo individual y lo único.

Los procesos históricos no son comprensibles por medio de las leyes naturales. La ciencia natural se estrella ante el suceso acaecido aquí y ahora. Los pensamientos y el uso del libre arbitrio son inaprehensibles a las regularidades y esquemas científicos.

La historia se apoya en la estructura unitaria del hombre, de las comunidades y de la raza. Su comprensión cabal estriba no en el reino de la causalidad sino en el de la teleología.

Ingredientes de lo histórico son sin duda alguna: 1. Las   —200→   tres tendencias primitivas y elementales del hombre: a) el apetito de dominación; b) el apetito de goce; c) el apetito de posesión. 2. La actuación espontánea de los grandes hombres -héroes los llama Carlyle- que con su singular personalidad provocan grandes o pequeñas revoluciones. 3. La proyección temporal del cosmos con un esfuerzo profundo que efectúa la naturaleza humana para alcanzar su fin social feliz. 4. Dirección suprema de la providencia y ejecución de los temibles juicios de Dios según las reglas de su infalible justicia.

No es una simple curiosidad la ocupación con la historia. Lo sería si sólo una simple ciencia del pasado fuera la historia. Pero -interviene Xavier Zubiri-, la historia no es una simple ciencia. No se ocupa del pasado en cuanto ya no existe.

No es una simple ciencia, sino que existe una realidad histórica. La historicidad es, en efecto, una dimensión de este ente real que se llama hombre.

Y esta su historicidad -dejémonos alzar por el vuelo genial que emprende el sabio Zubiri- no proviene exclusiva ni primariamente de que el pasado avanza hacia un presente y lo empuja hacia el porvenir. Es ésta una interpretación positivista de la historia, absolutamente insuficiente. Supone en efecto que el presente es sólo algo que pasa, y que el pasar es no ser lo que una vez fue. La verdad, por el contrario, consiste más bien en que una realidad actual -por tanto presente-, el hombre, se halla constituida parcialmente por una posesión de sí misma, en forma tal, que al entrar en sí se encuentra «siendo» lo que es, porque tuvo un pasado y se está realizando desde un futuro. El «presente» es esa maravillosa unidad de estos tres momentos, cuyo despliegue sucesivo constituye la trayectoria histórica: el punto en que el hombre, ser temporal, se hace paradójicamente tangente a la eternidad. Su íntima temporalidad abre precisamente su mirada sobre la eternidad. La definición clásica de la eternidad envuelve, en efecto, desde Boecio, además de la interminabilis vitae, de una vida interminable, la tota simul et perfecta possessio.

Para ser verdaderamente entendida la historia -fluencia huidiza, contingente, irreversible- requiere algo que la sobrepase; una verdad absoluta. Éste ha sido el designio de los filósofos de la historia. El proyecto de la filosofía de la   —201→   historia es dar una significación final al humano acaecer a través del tiempo.

Si todos los auténticos filósofos de la historia pueden catalogar épocas es porque hay un pensamiento predominante en el acontecer; y si las épocas se diferencian de la anárquica sucesión de los hechos es porque glosan constantes motivos humanos. No hay retorno puro y simple -como lo creyó Vico- sino reprimitivización; no se vuelve nunca a bañarse en las mismas aguas ni a poner el pie en el mismo sendero, pero así como la corriente de un río es fiel a su cauce, la humanidad persigue su destino.

Para abordar con provecho los grandes sistemas de filosofía de la historia, se precisa bosquejar con trazos indispensables una ontología de la historia. A la luz de esta propedéutica comprenderemos mejor lo que en las grandes visiones sobre lo histórico haya de perenne, y lo que caduca como lastre del tiempo.




ArribaAbajo7. Las doctrinas sobre la historia

Un historiador tiene un concepto de la historia porque previamente tiene una concepción filosófica, no siempre confesada o explícita, pero siempre operante. No se puede poner en tela de duda que del concepto que se tenga del valor del conocimiento (epistemología) y de la realidad humana individual y social dependerá la concepción integral de la historia.

Hay un punto clave en las teorías de la historia. Su importancia es tan grande que de él podrían arrancar las clasificaciones que se hicieran de los grandes sistemas sobre lo histórico. Se trata de la idea de libertad, afirmada o negada -con los diversos matices que se quiera- por los doctrinarios de la historia.

La doctrina materialista no ve en el hombre más que una parte integrante de la naturaleza sin diferencia esencial de los demás seres naturales. Sólo los métodos de la ciencia natural pueden captar la realidad. La ética, la estética y la religión no constituyen otra fuente de conocimientos. La materia es todo cuanto existe. Movimientos puramente mecánicos del mundo inorgánico y pensamientos humanos están regidos por una rigurosa necesidad.

Según esta teoría, no son las voluntades individuales las   —202→   que determinan el curso de la historia -se niega la libertad y la responsabilidad del hombre- sino las leyes universales y necesarias de la actividad humana individual y social. Ejemplo típico de esta concepción, es el materialismo histórico de Carlos Marx, que atribuye las causas de todos los sucesos humanos al factótum económico. Este valor material determina en su evolución, las ideas jurídicas, morales, políticas y religiosas. El mundo mediante la lucha de clases avanza fatalmente hacia el derrumbe del capitalismo.

La concepción positivista de la historia no difiere mucho del materialismo. Renunciando a toda metafísica, también esta escuela se nos presenta con un cientismo extremo, en grado mucho mayor que el materialismo dialéctico. El objeto de la filosofía no es otro que el de analizar y clasificar el lenguaje científico-natural.

Les interesa fundamentalmente al positivismo y al neopositivismo determinar las leyes necesarias que gobiernan a la sociedad humana en su desarrollo histórico. La libertad del hombre no encaja dentro de sus cuadros «científicos» de fenómenos y por eso no se acuerdan de que existe. Es de sobra conocida la ley de los tres estados de Comte: la humanidad por una especie de «dinámica social» pasa del «estado teológico» -en que ignorando las causas de los fenómenos los atribuye a una supuesta divinidad- al «estado metafísico» -en el que se explican los fenómenos por principios metaempíricos y ontológicos- hasta arribar a las playas definitivas del «estado científico y positivo» en que los fenómenos se explican por leyes naturales con método riguroso. Con su ciencia, el historiador preverá el futuro y por tanto lo dominará. Enfático y solemne decía Comte: Savoir pour prévoir pour pouvoir.

A la escuela positivista pertenecen también Taine (quien con mecanismo de relojero pretende determinar la necesidad del fenómeno artístico mediante su tríada de: raza, lugar y momento) y Durkheim (fundador en Francia de la escuela sociológica neopositivista que afirma la existencia de leyes necesarias que rigen la sociedad, aunque no siempre se conozcan). El ser humano es, en estos sistemas, un producto social que varía en el espacio y en el tiempo.

El idealismo también ha tomado parte en el problema de la concepción de la historia. Rechaza el método psicológico   —203→   y metafísico propugnando por el método trascendental que analiza las condiciones lógicas del conocimiento y de la volición. Hegel y Benedetto Croce son los dos idealistas que más se han ocupado de la historia. Hemos tratado en otro libro el sistema del primero y sólo nos resta esbozar ahora el pensamiento del segundo. Según Croce, el espíritu se desarrolla en cuatro grados: la fantasía, el pensamiento, la economía y la ética. Dentro de cada uno de éstos se verifica el juego dialéctico de la tríada hegeliana: tesis, antítesis y síntesis. En el estadio de la fantasía, el espíritu crea la realidad de una manera puramente artística. Esta realidad, creada por la lírica, es pensada en un segundo momento mediante un concepto universal -concreto-. Los dos primeros grados que llevamos bosquejados constituyen el espíritu especulativo; los dos restantes el espíritu práctico, la acción individual y universal. Cada ciclo inmanente al espíritu le enriquece en cada reiniciación. La historia surge cuando el espíritu piensa la realidad por él creada. Y la historia no es la crónica (mera repetición muerta por los hechos acaecidos), sino su vivificación por el pensamiento actual.

En el panteísmo crociano -lo mismo que en el de Hegel- la persona humana no tiene sentido y, por tanto, tampoco la libertad del hombre que hace la historia.

Situada en otro polo diametralmente opuesto a las teorías materialista, positivista e idealista, la escuela individualista y liberal de los siglos XVIII y XIX sostiene hasta la exageración la libertad absoluta del hombre en la historia. Este voluntarismo desenfrenado no admite intervención de ningún agente -utilidad, conveniencias naturales, pasiones, propósitos constantes- que incline la voluntad humana, pudiéndose así determinar con cierta probabilidad el sesgo de la historia. Nada se sabe excepto lo que ya pasó. Nada se puede prever. La historia es como un cheque en blanco que se da al hombre para que lo llene, sin saber siquiera si el girador tiene fondos. (El lector podrá encontrar una exposición de la filosofía de la historia de San Agustín, Bossuet, Vico, Voltaire, Hegel, Dilthey, Spengler y Toynbee, en nuestro estudio Capítulos de filosofía de la historia, Ed. Trivium, Monterrey, 1950.)



  —204→  

ArribaAbajo8. Doctrina escolástica de la historia

La concepción cristiano-escolástica de la historia reposa (seguiremos en este punto el inteligente estudio monográfico del Dr. Ludovico D. Macnab, titulado: El concepto escolástico de la historia) en la realidad humana individual y social, en el valor que atribuye al conocimiento y en el estudio de Dios y sus atributos.

El devenir de los sucesos humanos no está regido por leyes necesarias -como los acontecimientos del mundo irracional-, sino determinado por la libre voluntad individual, aunque sujeto a las leyes de probabilidad basadas en las naturales inclinaciones humanas: pasiones, hábitos, medio ambiente, educación, etc., que permiten prever los acontecimientos futuros con una absoluta certeza moral en muchas ocasiones. Además de esta causalidad inmanente de la historia (libre arbitrio humano y «constantes» naturales) interviene la causalidad trascendente y libre también de Dios, que con su divina providencia gobierna los destinos humanos armonizándolos con los fines predeterminados ab aeterno. Y esto sin perjudicar en nada la libertad del hombre.

No sin ciertas reservas, ocúrreseme comparar el libre arbitrio humano -sujeto a leyes de probabilidad- que forja la historia con la teoría física de los «cuantos». Eddington llega a sugerir que el átomo está sujeto a condición análoga a la del libre albedrío.101 «La aparición de la teoría de los cuanta -dice el mismo Eddington- ha tenido esta consecuencia, que la física no está ya apegada al cuadro de las leyes del determinismo. Desde que se ha escuchado la formulación de las teorías recientes de la física, el determinismo se ha hundido y es dudoso que recobre alguna vez su antiguo puesto». Por su parte, el físico Heisenberg, creador del principio de indeterminación, en 1927 decía ya: «que es imposible determinar con exactitud la posición y el movimiento de una partícula; habrá siempre un margen de error en cada uno, y el producto de los dos errores es constante».

Paralelamente, en el campo de la historia es imposible determinar con exactitud la realización de un acontecimiento.   —205→   Habrá siempre un margen de error en las previsiones. A lo más que se puede llegar es a la probabilidad.

¿Qué son los hechos históricos? Su contenido objetivo está constituido por las acciones humanas con sus efectos escalonados, a través de los tiempos. Y decimos «acciones humanas» porque hay en el hombre, como expresan los escolásticos, dos modos de obrar: uno que procede de él, sin llevar el sello de su especie (actos hominis) y otro específicamente humano porque está bajo el control de la inteligencia y de la libre voluntad (actos humanus).

Ahora bien, de estos actos humanos observables por sus manifestaciones exteriores se compone la serie de los hechos históricos. Se trata de actos humanos libres o morales. Los actos restantes del hombre caen dentro del dominio de las ciencias naturales gobernadas por leyes necesarias en donde mal podría hablarse de responsabilidad.

Pero para hablar de hechos históricos no sólo se requieren actos «ordinarios» del hombre que obra bajo luz racional y con voluntad libre, sino que además estos hechos deben tener una dimensión histórica, una calificación especial en virtud de la cual ejerzan un influjo decisivo -provechoso o nefasto- en el curso de la convivencia humana a través del tiempo.

Sólo dos modos existen para llegar al conocimiento de los hechos históricos: por observación propia o por testimonio ajeno.

Si bien es muy difícil, no es imposible que el testimonio nos brinde una certeza absoluta. Ello dependerá de la autenticidad del testigo y de su autoridad. Que sea auténtico un testimonio quiere decir que sea de aquél a quien se atribuye. Que tenga autoridad significa que el relator sea fidedigno por su ciencia y veracidad.

El sistema gnoseológico escolástico, según el cual toda la actividad cognoscitiva se apoya en la realidad extramental, nos permite afirmar la objetividad del hecho histórico como algo acaecido fuera de nuestro pensamiento. Por otra parte, la certidumbre que se tiene con respecto a la capacidad de nuestra inteligencia para captar el hecho histórico -por observación propia o por testimonio fidedigno- permite afirmar la posibilidad de llegar al conocimiento verdadero de la historia. Dos notas fundamentales que aseguran la superioridad   —206→   del sistema gnoseológico realista de la filosofía escolástica, que ninguna otra doctrina tiene, a saber: primero, objetividad del hecho histórico; y segundo, capacidad de la inteligencia para llegar a la verdad histórica.




ArribaAbajo9. La historia no es ciencia en el sentido escolástico

Para considerar a la historia como ciencia, tendríamos que pasar del conocimiento empírico de los acontecimientos históricos a un saber explicativo por causas universales y necesarias. «La ciencia -como explicaba Santo Tomás de Aquino- es tener juicio cierto de las cosas por sus causas». Ciencia positiva cuyo saber corresponde a la explicación inmediata de lo sensible sin llegar a los principios supremos.

Ahora bien, sería absurdo postular la posibilidad de leyes necesarias para los fenómenos históricos que reposan en actividades humanas reales y libres. Los fenómenos externos del obrar humano no pueden desvincularse de su ser, del «modo libre y no necesario» como provienen de la voluntad. Otra cosa sería caer en deformaciones -al estilo de las de Durkheim- en que los fenómenos externos del obrar humano carecen de sentido y por tanto de posibilidad de valorarlos: Que Calígula nombrara cónsul a su caballo y Juana de Arco salvara a Francia serían dos hechos históricos iguales, con este criterio de conformarse con la cáscara de los acontecimientos desentendiéndose del acto productor: la volición libre.

No existiendo necesidad en las conexiones de los fenómenos históricos, tampoco puede hablarse de generalidad o universalidad de los mismos. De que algo haya sido no puede concluirse que en idénticas condiciones será. Todo lo más que puede llegar a decirse es que hay muchas probabilidades, hasta certeza moral si se quiere, de que sea.

De la confusión de conceptos ha resultado el absurdo en que cayeron ciertos deterministas. No es lo mismo la «necesaria causa» (principio de causalidad aplicable a toda la realidad) que la «causa necesaria» (operante sólo en las ciencias naturales). La historia no escapa a la necesidad de la causa (tiene una causa libre), pero sí escapa a la exigencia de la causa necesaria.

No habiendo predeterminación de las acciones del hombre   —207→   que se autodetermina en su obrar, malamente se podría hablar de un conocimiento científico de la historia.

La diferencia entre el conocimiento causal científico y el conocimiento causal de la historia estriba en que el primero aspira a determinar universalmente por las causas todos los hechos de una misma índole, en tanto que el segundo parte de los hechos verificados para esclarecer las causas que por sí solas, sin la intervención de la libertad, serían insuficientes.

«Esta aspiración de la historia -asevera en su tesis doctoral Ludovico D. Macnab- a la universalidad de las causas, a la explicación causal perfecta de los hechos, es decir, a un saber científico del desenvolvimiento histórico, contrarrestada siempre y esencialmente por la intervención de la libertad de la posición definitiva del hecho histórico, cuya determinación escapa por eso mismo a una explicación íntegra causal en el sentido científico-escolástico (de que puestas las causas, debe seguirse necesariamente el efecto) es lo que caracteriza y define el saber histórico como una aspiración o conato nunca realizado, y además irrealizable, hacia la sistematización y determinación científica del hecho por sus causas».

Las llamadas leyes históricas no lo son en sentido estricto. Sus efectos no abarcan todo el devenir histórico y se realizan de muchas maneras particulares diversas. Quedan siempre fuertes residuos individuales al margen de toda previsión y los fenómenos son, en el mejor de los casos, análogos.

Que la historia no sea ciencia no significa que sea un saber vulgar. Sólo una absurda pretensión cientificista -al estilo de los siglos XVIII y XIX- podría ver en la historia un saber de tipo inferior. Todo lo contrario, su grado de saber es más alto porque desborda del saber empiriológico sensible, acercándose más a la realidad humana íntegra.




ArribaAbajo10. La historia no es ciencia en sentido moderno

Según la definición positivista formulada por Berthellot, la ciencia «no persigue las causas primeras, ni el fin de las cosas, sino que procede estableciendo hechos y uniendo los unos a los otros por medio de relaciones inmediatas. El espíritu humano comprueba la verdad de los hechos por la observación y la experiencia. Así se forma la cadena de estas   —208→   relaciones, que cada día se extiende más por los esfuerzos de la inteligencia humana, y que constituye la ciencia positiva».

Para los positivistas el saber se limita a lo fenoménico y la ciencia se circunscribe al análisis de los fenómenos para descubrir sus leyes efectivas, absteniéndose de averiguar el modo esencial de producción. Lo ultrafenomental es campo vedado.

Ottaviano pretende probar que la historia es ciencia basándose en que son muchos los elementos objetivos y subjetivos que inclinan y atraen la voluntad a una manera de obrar con preferencia a otra. La libertad psicológica del hombre se ve arrastrada por preferencias habituales, objetos, leyes, etc., y queda arrinconada en un limitado sector. Y si esto se afirma de la libertad individual, ¿qué decir de la libertad colectiva? En este punto la tesis se refuerza y la probabilidad llega a certeza, pudiéndose hablar, si no de leyes, al menos de «constantes históricas». En esta forma se podría salvar para el patrimonio científico el patrimonio histórico. Estaríamos en presencia de una ciencia moral, con leyes probables estadísticas. Su objeto sería indagar experimentalmente los motivos para un obrar regular y uniforme. Las razones suficientes de que hablaba Leibnitz podrían ser definidas y clasificadas.

Antes de emitir un juicio sobre el interesante pensamiento de Ottaviano, hagamos brevemente una crítica del concepto positivista de la ciencia: un simple catálogo de leyes no puede ser ciencia. La ciencia pretende algo más, aspira a brindar una explicación de lo real precisando las causas productoras de los fenómenos. Como bien dice Oswaldo Robles, un puro saber de relaciones es la magia; pero no la ciencia. La magia enuncia relaciones constantes, dice que puesto tal antecedente aparece tal consecuencia; pero no indica la trabazón, la secuencia, la relación causal.

Los acontecimientos históricos, esencialmente libres, singulares y empíricos, no pueden ser objeto de la experimentación científica, a menos de tergiversar la significación auténtica del término «ciencia». Fundamentalmente «cualitativo», el hecho histórico no se deja reducir a esos esquemas de la ciencia en que «explicar -como dice Meyerson- es identificar». Un hecho histórico actual se podrá parecer todo   —209→   lo que se quiera a un hecho histórico pasado, pero no se podrá nunca identificar con él. «La historia es lo sucesivo y no lo repetido». «A medida que evolucionan, el cosmos, la vida y la humanidad preparan la copia para los historiadores».102

La libertad humana no admite reducción de sus actos a ninguna clase de leyes históricas. Las «constantes» de que habla Ottaviano no pueden producir nunca en el ánimo la certeza de una ley científica. Antes de que un acontecimiento histórico se realice, nada definitivo se puede vaticinar. Meterse a profeta en la historia es cosa muy peligrosa; a menos que se tenga un mensaje directo del Señor.




ArribaAbajo11. Conocimiento de la realidad histórica

Como la inteligencia realmente carece de una intuición de la realidad como tal, resulta indispensable la colaboración de los sentidos.

La doctrina aristotélico-tomista explica que existen en el orden de la realidad individual sensible dos principios esencialmente diferentes, aunque unidos indisolublemente en un solo ser: materia y forma (hilemorfismo); y que respondiendo a este orden ontológico está un orden cognoscitivo de dos facultades: inteligencia y sensibilidad imaginativa; las cuales, pese también a su esencial distinción, compenetrándose íntimamente captan, en la unidad de un concepto al que han llamado «universal-concreto», la forma y la materia.

Según esta doctrina, penetraríamos en la realidad histórica total cuando llegáramos a descubrir lo causal inteligible en lo individual sensible.

El objeto de la inteligencia es la realidad individual por lo que ella tiene de inteligible y universal. El entendimiento agente abstrae la forma (que encierra las notas generales constitutivas de la especie) de la realidad sensible, prescindiendo de las notas materiales individuantes.

La inteligencia conoce formas o esencias universales; la sensación, en cambio, conoce la materia individual. El conocimiento inteligible-sensible corresponde a la realidad formal-material.

  —210→  

Cuando la inteligencia conoce lo singular es de una manera indirecta: embebiendo la forma en la imagen (fantasma) de donde la abstrajo.

La historia estudia «universales». No estudia este o aquel hombre, sino la humanidad en su devenir. El hecho humano -materia histórica- lo eleva a un conocimiento inteligible por las causas.

El torbellino individual que se sucede es contemplado por el filósofo de la historia desde su fuente (causa eficiente) hasta su desembocadura (causa final); desde su materia peculiar (causa material) hasta su esencia constitutiva (causa formal).

De estas cuatro causas, al historiador sólo le quedan reservadas dos: la formal y la material. Su campo de acción es el de la causalidad inmanente y no trascendente.

Enseña Santo Tomás que el «ser» puede pertenecer a tres estados diversos: «La primera clase está formada por aquellas cosas que existen fuera de nuestra mente, en todo su ser, v. gr.: la piedra. La segunda por aquello que sólo tiene existencia en nuestra mente, como los sueños, las quimeras. La tercera por aquello que tiene su fundamento en la realidad, pero que recibe su carácter formal mediante la actividad de la mente».

Fácilmente puede colegirse, por lo que llevamos dicho, que a esta tercera clase de seres pertenece la historia.

Lo histórico implica el flujo constante de lo individual, está constituido de tiempo. Y el tiempo, si bien tiene su fundamento en la realidad (donde encontramos cosas que duran, entes cuya existencia se polariza en un antes y un después), es un ser de razón: «duración pura como medida de las duraciones concretas».

En un instante no hay historia. La historia comienza cuando volteando el rostro se miran las viejas huellas que la humanidad ha venido imprimiendo en su largo peregrinar. En este sentido, es un reandar con el pensamiento a través de las crónicas que cobran vida al hacerse objeto de reflexión.




ArribaAbajo12. Método histórico y ciencias auxiliares

En sentido lato, la historia es el estudio del pasado, y nada de lo que se transforma y reviste en el tiempo aspectos   —211→   diferentes le es ajeno. Desde este punto de vista, se podría estudiar la formación cronológica de los mares, de los ríos, de las montañas, etc., es decir, la historia geológica; así como también podrían estudiarse, según su orden de aparición, los vegetales y los animales para constituir una historia de la vida.

En sentido estricto, la historia se refiere sólo a la actividad del hombre. Manifestaciones de esta actividad son: las instituciones, las costumbres, la política, la economía, la ciencia, el arte, la literatura, la religión. Todo ello comprende la historia de la humanidad.

El conocimiento experimental del pasado es imposible. Nunca el pasado volverá a ser presente. Los hechos históricos se conocen a través de las huellas o recuerdos que se han conservado de ellos; esto equivale a decir que la historia se hace con documentos. Estamos, pues, frente a un método indirecto.

Fuentes de la historia, lo son: a) escritos (crónicas, memorias); b) actos (tratados, cartas, etc.); c) monumentos; d) tradición.

Sin tradición y sin documentos -fuentes fundamentales- no hay historia.

En Alemania llaman heurística a la ciencia que tiene por objeto buscar y reunir documentos en los archivos, las bibliotecas y los museos.

Cuando las huellas dejadas por hechos pasados son concretas y objetivas: edificios, monumentos, arcos de triunfo, vestidos, utensilios, muebles, monedas, etc., estamos frente a documentos de orden material. Estaremos, en cambio, frente a documentos de orden psicológico cuando el espíritu de uno o de muchos hombres, impresionado por algún acontecimiento singular, deje como signos: inscripciones, bajorrelieves, narraciones escritas, tradiciones y leyendas.

Ciencias como la arqueología, la numismática, la paleontología se ocupan de los documentos de orden material. Del estudio de los escritos se encargan la lingüística, la paleografía, la epigrafía, etc. Estas ciencias, junto con la cronología y la geografía, constituyen las auxiliares de la historia.

La crítica histórica somete a un severo examen de razonamiento y de interpretación al documento en cuestión. Puede recaer el examen sobre la autenticidad del documento:   —212→   «crítica externa», o sobre la significación y validez: «crítica interna».

La crítica externa parte de la procedencia e integridad del documento para indagar su autenticidad. Si existe el original, bastará con reproducir fielmente el texto. Pero si se hubiere perdido y no existen más que una o varias copias de él, se parte de la probabilidad de que las copias adolezcan de faltas: correcciones de los copistas, mala puntuación, alteraciones, interpolaciones, omisiones, transposiciones de letras, sílabas o palabras, confusiones, etc.

Se requiere, para realizar un trabajo esmerado, proceder en ocasiones a la restitución conjetural, escogiendo siempre las mejores variantes.

La crítica interna interpreta el sentido de las afirmaciones del testimonio humano, concluyendo en la admisión o rechazo de los hechos.

Bain nos brinda como norma suprema de la certeza histórica la contemporaneidad entre el testimonio y el suceso histórico, y, en su defecto, que se haya recogido de boca de los contemporáneos -directamente o por tradición fiel- el testimonio respectivo.

Empieza la crítica interna por establecer «la posibilidad» del hecho, analizando sus caracteres. Las leyes de la razón y de la naturaleza le deben guiar en este estadio. Continúa después por establecer «la verosimilitud». Para esto es indispensable establecer: a) la competencia y sinceridad del testigo, b) que conocidos los hechos no ha sido inducido a error, c) las circunstancias que puedan influir en sus afirmaciones: sus sentimientos, su moralidad, sus prejuicios, sus intereses.

Acumulado el material histórico -explica el profesor de filosofía en el Instituto Nacional de Chile, Francisco Guerrero- reunidos los hechos, a fin de que no aparezcan aislados o dispersos, se procede a un trabajo de síntesis y de clasificación. Los hechos particulares se distribuyen en otros más generales, formando un todo orgánico de hechos, ya ligados por el tiempo (antiguos, medioevales, modernos) o por el orden a que pertenecen (económico, social, político, religioso). Por último, se trata de explicar los hechos, determinando las relaciones de causa y efecto, relaciones que   —213→   pueden formularse en leyes, cuyo estudio concierne a la sociología y a la filosofía de la historia.




ArribaAbajo13. La intervención de la providencia en la historia

Teología y teodicea enseñan por igual que Dios conoce, ab aeterno, todos los acontecimientos humanos y naturales.

Existe una dificultad que atormenta a muchos y que puede proponerse así: si Dios prevé lo que ha de hacer la criatura racional, ¿cómo es posible que ésta sea libre, y si es libre, cómo puede prever Dios los actos de la criatura racional?

La presciencia de Dios no contradice a la libertad humana, porque entre dos verdades no puede haber contradicción. No se excluyen estos dos conceptos porque la presciencia de Dios entraña un conocimiento infalible de lo que sucede en un tiempo dado, y el acto libre del hombre procede de la libre elección de la voluntad. Sostener lo contrario equivaldría a decir que el que está en la cima de un monte y ve los actos de los que andan por él, impediría por ese solo hecho la libertad de los caminantes, lo cual es absurdo. Santo Tomás afirma que más bien que previsión o presciencia debe decirse: visión o ciencia actual de lo que sucede, que por eso le llamamos ciencia de visión.

Es un tanto pueril preguntar «cómo» ve Dios en la eternidad todo lo que sucede en el tiempo. San Agustín decía: «No me atrevo a decir cómo conoce Dios, sólo digo: no conoce como el hombre, no conoce como los ángeles, pero “cómo” conoce, no me atrevo a decirlo, porque no puedo saberlo».

En el concepto de providencia entran dos elementos: primero, la razón de orden que dirige los seres a su fin y que se llama propiamente providencia, y, segundo, la ejecución de este orden, llamado gobierno. Sintetizando podemos decir que providencia divina es la razón y voluntad de Dios que dirigen a los seres al fin de la creación.

Hay que observar que siendo Dios causa universal de todos los seres tiene providencia de ellos como causa universal y no como causa particular. No obstante, hay que distinguir: en la providencia hay la razón de orden y la   —214→   ejecución del mismo; pues bien, tocante a lo primero, es indudable que Dios provee inmediatamente a todos los seres, porque a todos dio las leyes que los dirigen a sus fines; pero en cuanto a lo segundo, no provee inmediatamente a todos, sino que se vale de los seres superiores para el gobierno de los inferiores.

Es preciso recordar, siempre que de la providencia se trata, que Dios está fuera del tiempo, y que en su inteligencia divina se encuentran presente, pasado y futuro en un eterno ahora. Por eso -explica el Dr. Macnab-, aunque la visión que Dios tiene de la libre futura acción humana existe en Él ab aeterno y es anterior a su ejecución en el tiempo, sin embargo, lógicamente es posterior a ella, pues esta visión de Dios la supone realizada en tal determinado momento.

Dios no puede equivocarse en su visión eterna de las acciones humanas, y aunque el hombre pueda obrar de otro modo, sin embargo, de facto no obrará de otra manera, sino como lo ha previsto Dios, que de obrar de otro modo la ciencia divina lo hubiera ya previsto.

Enseña la escuela tomista que la creatura necesita ser movida por el concurso y premoción divina bajo la cual obrará de un modo libre sin perjudicar en nada la infalibilidad del Ser Supremo. Con gran sutilidad, los escolásticos nos recuerdan en una frase corriente en sus libros que: «los futuros libres previstos por Dios ab aeterno necesariamente han de realizarse, pero no han de realizarse necesariamente».

Sociedades particulares y sociedad civil de fines temporales, se subordinan al fin personal trascendente del hombre. Sólo ordenando la vida amorosamente hacia el bien supremo es como el hombre y la sociedad logran su propia perfección.

Por sólo esta inclinación natural del hombre a la felicidad absoluta, Dios sería ya el autor principal de la historia, puesto que esta tendencia insoslayable depositada en el hombre es impulso y es dirección. Pero, además, en la armonía preestablecida, Dios -sin restarles nada de su libertad- dirige y gobierna las acciones de cada una de sus creaturas directa o indirectamente.

Un hecho queda fuera de toda duda: que Dios no puede fallar en la realización de sus fines providenciales. Ya puede el hombre contrariar su fin individual cuantas veces quiera, puede una sociedad determinada retardar, comprometer, y   —215→   hasta perder su fin natural, pero el fin de la historia será en cualquier caso el querido por Dios.

Dios crea y conserva a los seres, para un fin. Si no hubiera en Él la razón del orden conveniente -y su ejecución- con que deben ser dirigidos al mismo Ser Supremo, eso debería provenir o de falta de inteligencia para conocer dicho orden, o de falta de voluntad o de poder para realizarlo. Ahora bien, no cabe suponer lo primero, porque Dios es sabiduría infinita, ni lo segundo, porque es bondad absoluta, ni tampoco lo tercero, porque es omnipotente.

¿Que por qué hay males en el mundo, si existe la providencia? Para resolver esta cuestión baste decir lo siguiente: primero, Dios no puede querer directamente el mal físico. Querer directamente el mal es quererlo como mal, y esto es incompatible con una bondad suprema. El querer Dios los males físicos indirectamente, o sea, como medio para conseguir un bien mayor, no se opone a su providencia; segundo, Dios no puede querer directa ni indirectamente el mal moral, porque quererlo sería un acto repugnante a la divina bondad y sabiduría. El hombre está dotado de medios suficientes -naturales y sobrenaturales- para cumplir su fin; si no los utiliza, culpa es del mal uso de su libre arbitrio. Dios -dicen los padres jesuitas Ginebra y Marxuach- se sirve del mal moral: a) para manifestar su longanimidad en sufrir, su misericordia en perdonar y su justicia en castigar; b) para bien y gloria de los buenos; así la crueldad de los tiranos puso de manifiesto la fortaleza de los mártires, y las herejías y demás errores han hecho brillar de mil modos la verdad de la Iglesia; c) para castigo de los pecadores; por eso se valió de los egipcios, asirios y caldeos para castigar las infidelidades del pueblo hebreo, etcétera. Queda, pues, demostrado, que la permisión del mal moral, lejos de oponerse a la providencia divina, la demuestra de un modo evidente; por eso dice San Agustín: «Hay males en el mundo, luego hay providencia».

Terminamos la cuestión de la providencia con estas aseveraciones: 1ª Se trata de demostrar que en el orden actual hay providencia y no es lógico objetar si Dios pudo o por qué no estableció otro orden de cosas; 2ª Estamos incapacitados para investigar cuál sea el bien que Dios saca de los males en cada caso particular, y para resolver por qué a tales   —216→   individuos o familia los prueba con desgracias y al otro o a la otra no, pues no podemos saber los juicios de Dios, y debe bastarnos que su providencia es justa y sabia.




ArribaAbajo14. Metafísica de la historia

Cuatro son las causas que determinan la realidad en su ser, en su esencia, según Aristóteles. Las dos primeras son extrínsecas porque causan el efecto como enteramente distinto de ellas, y se denominan: causa eficiente y causa final. La causa material y la causa formal son las segundas y se les llama intrínsecas porque con su mutua unión sustancial constituyen la realidad del ser.

La causa eficiente es la fuente bajo cuyo influjo emana el nuevo ser enteramente distinto de ella.

Pero la causa eficiente se pone en acción porque persigue un fin: causa final que le determina a desplazarse. Ésta, la causa final, es la suprema entre todas las causas, porque mueve a la causa eficiente, la que a su vez determina la materia y la forma. Con razón los escolásticos le han llamado «causa de las causas».

Si filosofía es el conocimiento de la realidad por sus causas supremas, filosofía de la historia será el conocimiento de los acontecimientos sociales de la humanidad derivado de sus causas y extendido en sus consecuencias.

La visión metafísica de la historia contempla las causas últimas de la misma. Señala la causa suprema eficiente y sobre todo la suprema causa final.

El movimiento sin un fin no tiene razón de ser. Lo que se mueve, por algo y hacia algo se mueve. Los fines intermedios adquieren su significación en virtud del fin último.

Hombre e historia son contingentes. Si el hombre pudo no existir, la historia pudo no realizarse. Esta contingencia de los seres le sirve de base a Santo Tomás para probar por una de sus cinco vías la existencia de Dios: Ser necesario.

Porque sin un ser necesario no hay seres contingentes. Sólo hay un ser absoluto, todos los demás lo son por participación. Sin esta existencia necesaria, los demás seres se esfumarían.

Si bien la sustancia del hombre -y de todos los demás seres- es en sí, no es por sí. Por no haber distinguido esto,   —217→   incurrió Espinosa en el craso error panteísta al definir la sustancia.

El hombre no sólo depende del ens fundamentale en el acto inicial de su ser, sino que su conservación también se apoya en Él. Si el poder de Dios no sostuviera al hombre, éste no subsistiría y retornaría a la nada de donde fue creado.

Es obvio que si el hombre depende esencialmente de Dios, la historia humana también reposará fundamentalmente en la acción creadora y conservadora de la divinidad.

Sabemos que Dios es la causa eficiente suprema de la historia, pero ¿cuál será la causa final? No se podrá decir que Dios se pueda beneficiar en algún sentido de los hombres y que le guíe por eso la utilidad, porque siendo acto puro es poseedor de todas las perfecciones. Sólo queda en pie la hipótesis -compatible con su infinita perfección- de que la causa final perseguida por Dios sea sacar de la nada a la creatura humana para hacerla partícipe del Ser divino, que en esta forma se glorifica formalmente. Porque el hombre es un ser inteligente, puede conocer, mediante vestigios, la obra de su creador y así profesarle un amor supremo.

Impresa en la naturaleza humana está la inclinación permanente al logro de su propio bien. Pero como al estar con Dios estamos en el mejor de los cosmos posibles -Leibniz tenía un buena dosis de razón pese a la ridiculización mezquina y miope de Voltaire en su Cándido- hay una armonía general preestablecida, imposible de anular por todas las desviaciones de los hombres. Y en esta armonía de las armonías coinciden el fin inmanente del hombre (su perfección ontológica) y el fin de Dios (glorificación divina por medio de las creaturas).

En definitiva, el ser racional se da cuenta de que toda verdad, toda bondad, toda belleza de Dios son y a Dios confluyen.

Como el hombre posee una inteligencia y una voluntad limitadas, su vida tiene que hacerse en sociedad para poder existir y desarrollarse conforme a su naturaleza. La historicidad del ser humano se funda, pues, en el desarrollo social histórico en el tiempo.

Triunfos y derrotas, marchas y desvíos de los hombres   —218→   hacia su último fin hacen la historia. La felicidad ultraterrena (única satisfactora del anhelo humano de plenitud) es el motor de la historia. Y no se desvirtúa esto por los errores o desviaciones para arribar al bien pleno que cometan los hombres, porque errar es de humanos.

La valoración definitiva de los acontecimientos históricos tiene que ser hecha a la luz de la realización mayor o menor del destino supremo de la humanidad o de una nación cualquiera. Mientras más aproximación a la Ciudad de Dios, mayor jerarquía y realización de valores; tal parece ser el criterio de valoración histórica.

En la cumbre de todos los valores -esto lo ha visto muy bien Max Scheler- están los valores religiosos. Por eso, no vacilamos en afirmar que a la luz de la filosofía de la historia, más hace y más vale el santo que lo que haga y pueda valer el técnico, el político o el artista. Más aproxima a la Ciudad de Dios la vida en las catacumbas de los primeros cristianos o la marcha de los cruzados para el rescate de Tierra Santa, que la invención de la luz eléctrica, o los triunfos militares de Napoleón.

La historia, en conclusión, es obra de Dios y obra de los hombres. Bajo la conducción suprema de la providencia, la libre actividad humana es forjadora de la historia.

Desde el punto de vista de la providencia divina, el orden de la historia está predeterminado hasta el más mínimo detalle.

Desde el punto de vista humano, la historia, como obra de la libertad del hombre, es contingente y huidiza. Su material escapa a las redes de la casualidad necesaria y su futuro es imprevisible.

Los acontecimientos históricos se realizan en el tiempo. Y llegamos, con esto, al nervio fundamental de la estructura ontológica de la historia contemplada desde el ángulo humano. Distingue García Morente el tiempo que está «en» la vida y el tiempo que la vida «es». En la vida (nosotros podríamos decir en la historia) está el tiempo de la física, el tiempo de la astronomía, el tiempo de la teoría de la relatividad. En este tiempo, el pasado da de sí al presente, y dando de sí el pasado al presente va creándose el futuro. Pero este tiempo que la vida «es» consiste exactamente en la inversión del tiempo que en la vida está. Para este menester, hay que imaginar pensar un tiempo que comience   —219→   por el futuro y para quien el presente sea la realización del futuro, es decir, para quien el presente sea un futuro que viene a ser, o como dice algo abstrusamente Heidegger, un «futuro sido». Porque la vida tiene esto de particular: que cuando ha sido, ya no es la vida; que cuando la vida ha pasado y está en el pretérito, se convierte en materia solidificada... en concepciones pretéritas que tienen la presencia e inalterabilidad, el carácter del ser parmenídico, de lo que «ya» es y lo que es idéntico, del ser o ente secundario y derivado... La vida, pues, es una carrera; la vida es algo que corre en busca de sí mismo; la vida camina en busca de la vida, y el rastro que deja tras sí, después de haber caminado, es ya materia inerte, excremento.

Haciendo una aplicación y desarrollo de las ideas expuestas por García Morente, diremos que la historia juega con los dos conceptos, con el tiempo que hay «en» la vida y con el tiempo que la vida «es». Como la historia no es la historia de un hombre sino la historia de la humanidad, vuelve su vista al pretérito para recoger esa «materia solidificada», esas crónicas que son obras de vida humana objetivada y que, al ser repensadas por el historiador, son revividas. El historiador -y sobre todo el filósofo de la historia- cataloga épocas por siglos, por generaciones, por sucesos, etc., porque hay pensamiento predominante en el acontecer. Pero a la vez, la historia de la humanidad no es la historia de una idea abstracta, sino la historia de existencias concretas y singulares, y es aquí donde entra el tiempo que la vida «es»... las ocupaciones y las preocupaciones del hombre de carne y hueso...

La historia es un amasijo, un entretejido de vidas en el tiempo, que, como el contrapunto en la música, logra la unidad de heterogéneos conservando la integridad de cada canto, pero colocándolos adecuadamente en el concierto.




ArribaAbajo15. La historicidad en el hombre y en la comunidad humana

La historia tiene un valor primordial, porque en su curso se expresa auténticamente la verdad. En ese sentido, hay que vitalizar o historificar la filosofía. Podemos seguir a Dilthey en su intento de «entender» el ambiente peculiar y preciso de cada cultura para llegar a interpretarla. «El sentido histórico   —220→   -observa Joaquín Iriarte S.J.- precisa y esclarece mil extremos, es a las distancias del tiempo lo que el telescopio a las distancias del espacio, y da a nuestro saber imágenes cada vez más perfectas. Lo que los antiguos veían sólo a bulto, sin detallar ni distinguir, sin advertir en sus elementos móviles o fluidos, lo ve el moderno animado y palpitante dentro del torrente vital, hecho gracia y movimiento».103

La historicidad cabe en la verdad, a condición de que no se la disuelva en la historia. Verdad, bondad y belleza son suprahistóricas, aunque los hombres las vayan conociendo mejor o peor en los diferentes momentos de la historia. La estructura permanente de estos valores queda a salvo de los vaivenes que puedan tener en la conciencia oficial y aun en la individual. Si el hombre no varía en su constitución fundamental -«sui-ser», que es mismidad personal- tampoco variarán sus reacciones fundamentales ante los valores. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que el pensamiento humano tenga un carácter cerrado, concluso. Ningún sistema es integralmente inmutable, porque inconclusividad acompaña siempre a las tareas humanas. Cambia la verdad -advierte el mismo Iriarte- en cuanto se amplía, se profundiza, se hace más clara, mejor enfocada. Pero eso, comentamos nosotros, no es propiamente cambio de la verdad, puesto que no se altera fundamentalmente, sino cambio de posiciones humanas ante la verdad única. Hacer de la verdad una cosa múltiple es destruirla. La metafísica es intemporal. Lo mismo cabe decir de la antroposofía, de la cosmología y de la ética. No importa que haya épocas que escruten mejor el universo ontológico que otras, no importa que cada sistema metafísico pueda y deba ser confrontado con la realidad temporal que lo vio nacer. Lo decisivo es que «su validez o inanidad -como observa Gómez Robledo- reside con perfecta inmanencia en su médula inteligible, fuera y por encima de toda situación concreta».104

La historicidad no puede concebirse sin el tiempo. Porque el hombre es un ente temporal -viva acumulación de pasado- tiene la historicidad en su ser. Todo lo que le acaece   —221→   le deja huella. Y hasta cabría decir -como lo dice agudamente Francisco Romero- que «todo ente es registro, “documento”, porque en él inscribe el tiempo una frase de la historia cósmica, de la verdadera historia universal».105 Pero del hecho de que al hombre le está sucediendo algo continuamente no sería legítimo concluir que su ser sea un puro acaecer. El propio Romero reacciona contra este error al afirmar que la historicidad humana está severamente encauzada, en su curso, por la estructura esencial del hombre. La historicidad de la comunidad -que sobrepasa y envuelve la de sus miembros- tiene una mayor velocidad y prontitud en los cambios y una progresiva implantación del momento comunal en las conciencias individuales. Los axiólogos contemporáneos reconocen que los valores, en sí, no son históricos, pero es histórico su ingreso en el orbe humano mediante la captación y la realización cultural, y no sólo son históricas esa captación y realización en el área propia de cada valor, sino también las inflexiones que imponen al curso general de la cultura el predominio y la evidencia en cada situación, de un valor singular o de determinada constelación de valores.

Heidegger ha hecho loables esfuerzos y avances en la comprensión ontológica de la historicidad. Su análisis de la historicidad del hombre concreto trata de mostrar que este ente no es temporal por estar dentro de la historia, sino que, a la inversa, sólo existe y puede existir históricamente por ser temporal en el fondo de su ser. Primariamente histórico lo es sólo el hombre concreto. Secundariamente históricos lo son los útiles a la mano y la naturaleza, en cuanto «suelo de la historia». La posibilidad de ir a buscar, el hombre, su poder ser existencial sobre el que se proyecta descansa en la temporalidad. Y esta temporalidad finita -continuo de vida que empieza en el nacimiento y se estrella en la muerte- es el soporte de la historicidad.106

La historia, tomada en su conjunto, se halla integrada por la totalidad de las posibilidades humanas. Contra la concepción hegeliana de la historia como «una especie de ingente realidad, de un magno hombre, que va incrementándose   —222→   en el curso del tiempo», oponemos la dialéctica de posibilidades que tan genialmente ha vislumbrado Zubiri. «Lo que en las acciones humanas hay, no de natural, sino de histórico, es, por el contrario, la actualización, el alumbramiento u obturación de puras posibilidades. El curso histórico no es simple “movimiento”, sino “acontecimiento”. Pasar no significa dejar de ser, sino dejar de ser realidad, para dejar sobrevivir las posibilidades cuyo conjunto define la nueva situación real. El presente no se halla constituido tan sólo por lo que el hombre hace, ni por las potencias que tiene, sino también por las posibilidades con que cuenta. Sólo es futuro aquello que aún no es, pero para cuya realidad están ya actualmente dadas en un presente todas sus posibilidades. La historia no es un simple hacer, ni es tampoco un mero “estar pudiendo”: es, en rigor, “hacer un poder”».107 Agreguemos, para concluir, que este «hacer un poder», que esta «dialéctica de las posibilidades» no es ciega, sino que tiene una clara vocación y conciencia de historia: conquistar el mundo para que florezca el espíritu.




ArribaAbajo16. Morfología de la historia

Hoy ocupa el tema de la filosofía de la historia un lugar preferente en las especulaciones de los hombres. A partir del siglo pasado, la sensibilidad histórica se desarrolla y se afina hasta constituir, tanto metódica como metafísicamente, uno de los saberes predilectos de nuestro tiempo.

Ante todo, menester es desconfiar de toda explicación unilateral o simplista que pretende reducir la complicación casuística de las realidades históricas a uno o a unos cuantos factores. Es preciso recordar que «por amplias y flexibles que sean las mallas del esquema racional -como certeramente observa García Morente- nunca podrán caber en ellas las inimaginables posibilidades que se nos ofrecen en la realidad histórica... Los intentos de sistematizar racionalmente la historia, condujeron necesariamente a deshistorificar la historia, es decir, a reducirla a otra realidad no histórica -por ejemplo, la economía (Marx), la geografía (Taine), la ética de   —223→   los valores (Rickert), etc.».108 Está muy bien que se intente penetrar intelectualmente la realidad histórica, lo malo es tratar de reducir a razón esa historia que nos es dada como objeto de conocimiento. Algo habrá siempre de imprevisible, de irreductible a leyes específicas generales, mientras «la estructura medular de la realidad histórica», sea «una realidad libre».

Cada instante lleva el sello inconfundible de un pasado que le cualifica y le matiza. «Cuanto más grande sea la porción del pasado que afecta al presente, más pesada resulta la masa que lanza al porvenir para hacer fuerza sobre las eventualidades que se preparen. Su acción, semejante a una flecha -expresa Bergson-, avanza con tanta mayor fuerza cuanto más prolongada esté su representación hacia el pasado».109 Queda aquí expresado, aunque con equívocas apariencias mecanicistas, el carácter acumulativo de la duración espiritual «supraindividual» o «histórico-cultural». Sólo resta, para que tenga sentido la historia, comprenderla teleológicamente. En una tesis doctoral, Rafael Gambra Ciudad, concluía su Cuarta Parte diciendo: «Sintetizando los dos elementos podemos obtener de la experiencia de la filosofía actual una idea del orden histórico, antitética de la que nos ofrece la interpretación materialista, concibiéndola como la duración de carácter espiritual, acumulativa e irreversible, que se desarrolla con vista a fines atemporales o eternos, es decir, respondiendo a un contenido concreto de ideales que la penetra, vivifica, y da sentido en todos sus momentos y en todas sus obras».110 Estos ideales que penetran, vivifican y dan sentido a la historia tienen que desprenderse, pensamos nosotros, de una antropología filosófica. Sobre esta base, cabe destacar las formas de vida, las formas de creación y las formas de pensamiento indispensables para una morfología histórica.

¿Es posible y conveniente edificar una morfología histórica?   —224→   J. Huizinga asegura que la misión fundamental de la historia de la cultura es la comprensión y descripción morfológica de las culturas en su trayectoria específica y real. Para ello, lo fundamental es la vivencia de lo histórico. Trátase, al vivir el pasado, de comprender conexiones. Pero, para comprender conexiones, es preciso esbozar formas a través de las cuales se nos haga posible la conexión de la realidad pasada. «La historia -dice el ilustre pensador holandés de nuestros días- crea la conciencia de la comprensión, principalmente, mediante la ordenación reflexiva de los hechos, aunque sólo en un sentido muy limitado mediante la comprobación de causalidades estrictas. El conocimiento que nos transmite contesta a las preguntas de “¿qué?” y “¿cómo?”, y sólo en casos excepcionales a las de “¿por qué?” o “¿por medio de qué?”, aunque tanto el investigador como el lector se hagan tal vez, en la mayor parte de los casos, la ilusión de haber contestado u obtenido respuesta a estas últimas interrogaciones».111 La intención de la tesis de Huizinga, según la cual la historia es morfología y no psicología, no es la de eliminar de ella toda actividad psicológica, a condición de que se comprenda claramente que el planteamiento histórico de los problemas, nítidamente distinto del biológico, no ve jamás en estos fenómenos un organismo, sino un acaecimiento. A la historia le interesan las relaciones entre los hombres, el comportamiento de los seres humanos como reacción contra el mundo exterior, y no los principios psicosomáticos de su conducta. ¿Cómo podríamos interpretar el sentido que el pasado tiene para nosotros, si no nos expresamos en conceptos de forma y de función? Menester es, en consecuencia, que los morfólogos históricos indaguen las formas de la vida, del pensamiento, de las costumbres, del arte, del saber. ¿Para qué? Pues para rendir cuentas del pasado ante uno mismo, con arreglo a las pautas que señalan la propia cultura y la propia cosmovisión. Porque «la historia -en la concisa definición de Huizinga- es la forma espiritual en que una cultura se rinde cuentas del pasado».112 Y para subrayar la importancia de la comprensión del nexo entre los acontecimientos, el autor de El otoño de la Edad   —225→   Media, expresa en certero símil: «Cada nuevo momento histórico que se comprende, diferente y desigual en cuanto a su valor, como lo son siempre los hechos históricos sueltos, es, una vez que se enlaza con la concepción de un complejo histórico, como cada nueva flor que se descubre y se añade al manojo: hace cambiar el aspecto de todo el ramillete».113

Sólo dos reparos fundamentales queremos hacer a la tesis de Huizinga: 1) No cabe hacer una morfología de la historia si antes no se reconoce la necesidad de hacer una metafísica del ente histórico. 2) No es tarea de la historia, sino de la persona, el valorar lo sucedido históricamente. Si la historia rindiese cuentas del pasado ante uno mismo, con arreglo a la propia cultura y a la propia cosmovisión, perdería su objetividad.




ArribaAbajo17. Toynbee y su psicología de los encuentros

1

En el inevitable encuentro de las civilizaciones, Toynbee formula esta ley: «el poder de penetración de una banda de radiación cultural, por lo general, está en razón inversa del valor cultural de esta banda». Una cultura superficial es más apta para penetrar en otra banda cultural, que una cultura seria, orgánica y honda. La razón de este fenómeno estriba en que la perturbación de la civilización asaltada es menos violenta y dolorosa, cuando una banda trivial es el asaltante. En el juego del intercambio cultural opera, por desgracia, una selección automática de los elementos más triviales.

2

Cuando una banda de radiación cultural se desprende del sistema en que ha estado funcionando hasta entonces y queda libre para obrar en otros escenarios, la partícula liberada, bacilo o banda de cultura causará efectos mortales en otra civilización. En su ambiente primitivo sus efectos eran inofensivos porque «se mantenía dentro de un orden por su asociación con otros componentes de una estructura en la que los diversos participantes estaban en equilibrio». Y para   —226→   ilustrar su doctrina, Toynbee ejemplifica: la institución de los «Estados nacionales» ha sido comparativamente menos perjudicial en la Europa occidental que en el resto del mundo, por la sencilla razón de que en su lugar de origen -Europa- corresponde a la relación local entre la distribución de las lenguas y la situación de las fronteras políticas.

3

Si una parte se desgaja de una cultura y se introduce en una civilización extranjera, la parte libre tenderá a atraer después, dentro de la civilización extranjera en que se ha alojado, a los otros elementos componentes del sistema social a que esta parte pertenece y del que se ha separado violenta y no naturalmente. «El modelo roto tiende a reconstituirse en un medio extranjero, en el que uno de sus componentes se ha afianzado». En otras palabras: «todos los diferentes elementos de un determinado tipo de cultura tienen una íntima conexión entre sí, de tal forma que si se abandona la tecnología tradicional propia y se adopta en su lugar una tecnología extranjera, el efecto de este cambio sobre la superficie tecnológica de la vida no queda confinado a la superficie, sino que penetra gradualmente hasta las profundidades de la cultura tradicional que ha estado minando, y el conjunto de la cultura extranjera entra poco a poco por la brecha abierta en el recinto de las defensas culturales mediante la cuña de la tecnología extranjera». Aduce el historiador inglés, como ejemplo, el caso de Turquía en el siglo XIX, que admitiendo la tecnología extranjera acabó por adoptar el modo de vida occidental.

4

En todos los conflictos entre cualesquiera civilizaciones, Toynbee sienta esta ley: «un fragmento de una cultura separado del conjunto e irradiado por sí mismo a tierras extranjeras, es verosímil que encuentre menos resistencia, y, por tanto, que corra más rápido y más lejos que la cultura en conjunto cuando es irradiada en bloc». China y Japón han aceptado nuestra tecnología occidental sólo cuando se les ha presentado divorciada de nuestro cristianismo occidental.

  —227→  

5

¡Nos hemos dado a la tarea de entresacar de la obra El Mundo y el Occidente estas cuatro leyes fundamentales que formula Toynbee. Independientemente de la parte de verdad que esté contenida en ellas, advertimos dos defectos primordiales: fenomenismo y mecanicismo. Pero es que además Toynbee ha formulado sus leyes como si fuesen evidentes por sí mismas y no necesitasen demostración. Y antes de toda demostración deben de darse las prenociones o presupuestos. Sin ellos, la demostración es imposible. El ilustre historiador inglés en su deseo de hacer filosofía de la historia se ha olvidado de un sencillo y sano postulado de la lógica: el raciocinio es nuestro medio y modo ordinario de conocer con certeza lo que no conocemos inmediatamente.




ArribaAbajo18. ¿Hay progreso en la historia?

La modernidad se desenvuelve dentro de una voluntad de progreso. Tiene la arraigada creencia de que la humanidad ha progresado y seguirá progresando. Pero no se ha detenido a examinar la idea de progreso.

Progresar es encaminarse hacia un término. Sin movimiento no hay progreso. Pero moverse implica un estadio anterior y una meta. Si el sujeto que se mueve volviera al punto de partida, habría un retroceso o regreso; si marchara «hacia delante» habría un progreso.

Ha dicho Manuel García Morente, en frase gráfica, que el tiempo es «el lecho cósmico en donde el cambio se verifica». Todo cambio o movimiento se dirige hacia el futuro. Pero el futuro no es meta, sino dirección. Para que haya meta es preciso una actuación inteligente que se proponga un fin preferido y que seleccione los medios adecuados. «En suma: el progreso es la realización del reino de los valores por el esfuerzo humano».114 Progresar no es ser más, sino ser mejor. Ser mejor el hombre, la vida humana.

Ingenuamente se ha pensado desde fines del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX que la humanidad ha progresado   —228→   totalmente porque se han realizado progresos particulares. Es preciso hacer un poco de luz en ese confuso y parcial acopio de éxitos.

No se puede hablar de progreso moral. No se puede decir, por ejemplo, que el hombre del siglo XX es más moral que el hombre del siglo IX. Y es que no es la humanidad el sujeto de la moral, sino el hombre concreto de carne y hueso, el ente singular que, aunque tenga la misma estructura permanente de todo hombre, decide libre e imprevisiblemente... Tampoco cabe decir que el arte de nuestros días es muy superior, por ejemplo, al arte de Miguel Ángel o de Leonardo da Vinci. Ni tendría sentido afirmar que la filosofía de nuestros días es muy superior a la filosofía de Platón o de Aristóteles. Y es que cada artista o cada filósofo vuelve a plantearse, en carne viva, los eternos problemas del arte o de la filosofía. Lo mismo puede afirmarse de la literatura. ¿A qué se reduce, pues, el progreso? Progresa la ciencia, progresa la técnica. El hombre de nuestros días maneja técnicas cuyos fundamentos ignora, pero cuyos resultados aprovecha. «El auténtico pensamiento desaparece de la cultura. La difusión inaudita de una “pseudo ciencia” formularia e instrumental logra la temible victoria de enseñar y aprender eliminado el pensamiento. Y el hombre moderno maneja las leyes naturales, sin penetrar su sentido, como el conductor de tranvía gobierna corrientes eléctricas, de las que no tiene la menor noción».115 Los hombres de nuestro tiempo idolatran la velocidad, justamente porque creen que les llevará al progreso, aunque en realidad sólo hayan contraído una enfermedad; la insaciable prisa. Sin sentirse llamada a ninguna meta específica, sin vocación clara, la humanidad de nuestros días se ha tornado esclava del progreso; de un progreso sin sentido: ¡progreso por el progreso! Mientras tanto, el presente se evapora en aras de un progresismo inocente y filisteo.

Un verdadero progreso presupone una meta clara, fija y trascendente. La historia conduce a un fin suprahistórico y extratemporal.

La pseudodoctrina del progreso diviniza el futuro y espera el advenimiento de un estado perfecto. En una época que no se precisa, la historia universal de la humanidad habrá   —229→   resuelto todos sus problemas. Lo que cuenta es el hombre futuro. Las generaciones presentes son simples eslabones sin ninguna finalidad propia. Indígnase, y con razón, Berdiaeff ante tamaño dislate: «¡Qué injusticia tan monstruosa sería la de admitir en los arcanos de la vida divina a las generaciones situadas en la cumbre histórica únicamente! Esta manera de considerar el progreso podría verdaderamente conducirnos a dudar de la providencia divina, puesto que una divinidad que hubiérase negado a todas las generaciones humanas, admitiendo en su seno únicamente a la generación históricamente más avanzada, sería una divinidad vampiresa, llena de falsía y violencia con respecto a una mayoría aplastante de la humanidad».116 Al fetichismo del progreso, Berdiaeff opone el ideal cristiano fundado sobre el término de la tragedia histórica, con todas sus dolorosas contradicciones, participando de este final glorioso todas las generaciones humanas, sin excepción alguna, que llegarán a reunirse en la vida eterna. Cada generación, cada hombre, tiene su fin propio y la razón de su existencia. Es un error monstruoso hacer de las generaciones presentes un simple instrumento para formar las generaciones futuras. Si el destino humano tiene que resolverse en la eternidad, hemos de considerar a la historia como un camino que nos ha de conducir a otro mundo -a nosotros y a los que vengan después- sin esperar lograr ningún estado perfecto en el proceso histórico. En el transcurso de la historia, todas las generaciones humanas tienen sus relaciones y sus vínculos propios con la trascendencia. La historia no es un carrete de hilo que pueda desenvolverse infinitamente. La historia tiene un sentido positivo tan sólo porque tiene un desenlace.




ArribaAbajo19. La doble ley de la historia. Épocas de angustia y épocas de esperanza

En el proceso histórico vemos nosotros una doble ley: la actividad humana actualiza su desamparo ontológico y surge entonces en la vida social una época de angustia; o bien se actualiza el afán de plenitud subsistencial y aparece una época de esperanza. En el primer caso, la energía de la historia se muestra, al parecer, degradada; en el segundo, hay una sensación de que la energía se ha sobreelevado. En las épocas   —230→   de angustia priva una pasividad ante el tiempo devorador y ante la materia que se disipa. En las épocas de esperanza la vida de las civilizaciones avanza y progresa por el espíritu y la libertad. Se readquiere la confianza en la marcha hacia adelante de nuestra especie y se comprende la vocación histórica de la humanidad. Las relaciones de derecho y amistad, la liberación de las energías espirituales y la ascensión de la conciencia hacia grados superiores de organización adquieren entonces vigencia.

Las épocas de esperanza son propicias a la libertad expansiva. Cuando los hombres se sienten liberados de las compulsiones de la naturaleza material cobran fe en el progreso social y político. Maritain ha observado que el movimiento progresivo de la humanidad no debe concebirse «como un movimiento automático y necesario, sino como un movimiento contrariado, logrado al precio de una tensión heroica de las energías espirituales y de las energías físicas».117 Por eso, aunque el mejoramiento material, moral y espiritual de las condiciones de la vida humana sea el desideratum de las civilizaciones, nunca se cumple del todo. Los hombres quisieran liberarse de la miseria y de la servidumbre, pero nunca lo podrán lograr del todo. Y la razón más profunda de esta tragedia está radicada en el mismo ser del hombre que es indigente, miserable, insuficiente. Además, es preciso agregar que en la vida de relación -social y política- el papel de lo instintivo, de lo irracional y de lo pasional es mucho mayor que en la vida personal. Asegura Joseph Bernhard que es imposible anular en el acontecer histórico el trágico antagonismo entre el valor puro y excelso y las bajas miserias de la vida. La actuación histórica parece desarrollarse sobre campos malditos. La humanidad ha vivido empleando, constante e inevitablemente, maniobras y procedimientos diplomáticos de mera apariencia y positivo engaño. Desde la primera dinastía egipcia hasta nuestros días, la historia nos muestra el predominio total de la mentira y de la astucia en toda política fuerte y el consiguiente aforismo de que «el fin justifica los medios». No ha sido la moral el fundamento de las políticas nacionales; ha sido la guerra de todos contra todos y la desconfianza ilimitada de las multitudes   —231→   el dogma de los Estados. Y es que el hombre es sostén de antagonismos existenciales. Pese a su impulso místico fundamental hacia la fusión con lo conocido y amado, los seres humanos se dan perfecta cuenta de su impotencia para una compenetración plena entre el yo y el no yo, para una marcha conjunta de ambos, y se convierten en víctimas de una trágica realidad: la de que todo aquello que el yo dice poseer sólo está en su poder merced a la mencionada separación o distinción entre el yo y el no yo. En esa relación real de la lucha humana «sujeto-objeto», Joseph Bernhard ve «el más poderoso de los factores de la historia». Trátase de «una intranquilidad fecunda, una superexcelencia infinita de lo conseguido, un caminar sin descanso hacia una orilla segura y ansiada, que nunca aparece a menos que -y de ello no queremos ocuparnos ahora- la mirada anhelante, escrutadora, abandone la carrera de este mundo para ir acercándose a las costas del otro».118

Como la angustia y la esperanza coexisten orgánicamente en la vida del hombre y corresponden a la pareja desamparo ontológico-plenitud subsistencial, los vaivenes en la vida del hombre o las épocas en la historia son cuestión de predominio, de acentuación. En las civilizaciones precortesianas, y en cierto sentido en la Edad Media, podemos ver un ejemplo de las épocas de angustia. En el Renacimiento y en el siglo XIX vemos, en cambio, épocas de esperanza. Posiblemente en la Edad Media la angustia psicológica que descansa en la contingencia del ser humano, está mucho mejor fundada que la esperanza antropocéntrica del Renacimiento o la esperanza en el progreso indefinido que profesaba el siglo XIX. Pero lo esencial es que en las épocas de esperanza hay una búsqueda eufórica de los tesoros nunca agotados de la verdad y el bien, y una sensación de confianza por estimar que se marcha por la buena ruta.

La historia no puede ser tan sólo la historia de las esperanzas y de los triunfos de los hombres, sino que debe ser, también, la historia de las angustias y de los fracasos humanos. Es preciso tener una visión contrapuntual -si se nos permite la palabra- del proceso histórico. Hay que descartar la concepción de la historia como pura realización   —232→   de los valores, como también es preciso desechar la idea de la historia como evolución cósmica. Con Jacobo Tanbes -profesor de la Universidad de Jerusalén- afirmamos que la historia no es divina ni cósmica, sino simplemente humana. Y como tal, jamás puede constituirse en el último tribunal de los hombres.

¿Cuál debe ser nuestra actitud ante la historia? Entre el correr de los sucesos, entre la historia compuesta de triunfos y fracasos, de angustia y esperanzas, debemos levantarnos erguidos como una síntesis hecha de dulzura y de inquebrantable voluntad de luchar contra la inautenticidad y el mal. Menester es que sintamos siempre, sobre nuestras carnes, el aguijón de la responsabilidad, para encarnar el acontecer, conducirlo y edificarlo.




ArribaAbajo20. En torno al sentido de la historia

Es insoportable vivir con problemas no resueltos. Antes prefieren los hombres dar respuestas prematuras e insensatas que quedarse con la pura problemática. Es preciso plantearse los problemas con todo rigor, pero una vez vivida -en carne viva- la problemática, hay que sobrepasarla. Lo demás -a lo cual por cierto son muy adictos muchos pensadores contemporáneos- es pura masturbación intelectual.

Preguntarse por el sentido de la historia es buscar su significado, su estructura coherente. Por una parte, los hombres mueven a la historia, pero por otra parte la historia mueve a los hombres. Es bien sabido que el ser humano para conservarse y perfeccionarse necesita de sus semejantes. En la convivencia tienen su fuente la lucha y la armonía de las voluntades que hacen la historia. Sin la sociedad no habría Estado, ni cultura, ni usos y costumbres, ni razas. En la sociedad actual se está gestando con intención y sentido pleno, la historia de mañana. Pero en la sociedad actual se conservan actualizadas como algo vivo y pletórico de significado muchas de las posibilidades de la historia de ayer. Y en esta transición, como cumplimiento del ser, ¿gobierna la razón a la historia? Porque un hecho es insoslayable: no cesamos de someter los hechos históricos a las normas de la moral. Esto, por lo menos, quiere decir que la humanidad siempre ha creído en el reino inespacial e intemporal de los valores morales. No importa que juzguemos y sintamos al   —233→   modo humano, «como seres -al decir de Joseph Bernhard- que no miran a la corriente desde grandes alturas y, por ende, no pueden abarcar con su vista su desarrollo integral desde la fuente hasta la desembocadura». Nuestras sentencias serán siempre fragmentarias, provisorias, prematuras, torpes. Aún así, no podemos dejar de fallar, de sentenciar. En ello estriba una de nuestras más grandes excelencias.

Hablando en lenguaje kantiano, Nicolás Berdiaeff expresa que la historia no es un fenómeno solamente, lo histórico es la revelación de la realidad noumenal. «El hombre es un ser altamente histórico. El hombre se halla en lo histórico y lo histórico se halla en el hombre. Entre el hombre y lo histórico existe una relación tan estrecha, tan profunda y misteriosa, una reciprocidad tan concreta, que es imposible desunirlos». Tratando de interiorizar la historia en el ser del hombre, Berdiaeff llega a decir que sobre la cognición histórica debe, en cierto modo, extenderse la doctrina de Platón, en lo que se refiere a su teoría del conocimiento como proceso rememorativo. No vemos la necesidad de acudir a la teoría platónica, para afirmar simplemente que el conocimiento histórico adopta la forma de una rememoración interna del magno pasado histórico. Porque una cosa es que seamos herederos de las grandes épocas históricas y otra cosa, muy diferente, es que hayamos existido en otras edades y nuestra presente situación histórica nos recuerde existencias en tiempos pretéritos. Lo que a nuestro juicio queda en pie del pensador ruso es su actitud de contemplar a la historia no como uno de tantos objetos inanimados de nuestro mundo material, sino como una «tradición interna íntima». La metafísica de la historia ha de ser, pues, sujeto-objetiva y ha de conducirnos hacia su más honda esencia, hacia su drama íntimo. La historia no podría existir sin dos momentos primordiales: el «momento conservativo» -en virtud del cual lo más sacrosanto del pasado queda admitido en la esfera de nuestra existencia- y el «momento dinámico creativo» -continuidad creadora dirigida hacia la resolución de la historia.119

La historia, aunque tenga un Supremo Juez y Director, no realiza en forma absoluta el derecho, la justicia, la fidelidad, la pureza y la bondad. No todas las culpas -individuales   —234→   o colectivas- se expían en la Historia. Y nuestra observación y valoración de los hechos históricos siempre tropezará con la imposibilidad absoluta de comprobar por nosotros mismos los sucesos que se examinan. Para usar la comparación de Marc Bloch, diremos que «estamos en la misma situación que un juez de instrucción que trata de reconstruir un crimen al que no ha asistido», es decir, el conocimiento del pasado tendrá un carácter «indirecto».

Dentro de un medio ambiente determinado con sus leyes propias, los hombres van haciéndose y haciendo la historia. En el medio ambiente están las posibilidades y las limitaciones de los actos históricos. Recordemos la frase de nuestro gran amigo Eduardo Nicol: «El espíritu -la historia- no se explica por la naturaleza; pero tampoco se explica sin ella». Sin materia no habría temporalidad, pero con pura temporalidad todavía no hay historia. La historia se constituye cuando la inteligencia y la libertad, esto es, el espíritu, se introduce en el organismo material. La naturaleza es -en frase de Heidegger- el «suelo de la historia». Pero lo específicamente histórico es el espíritu encarnado del hombre que conserva lo que fue como factor de lo que será.




ArribaAbajo21. El último significado de la historia

La moderna idea del progreso entraña una previsión del futuro y un fin en el que ha de concluir el curso total de la historia. En este sentido, la filosofía de la historia de los modernos se sigue moviendo dentro del finalismo de la teología cristiana de la historia.

Para los griegos y romanos el orden histórico era, pese al reconocimiento de cambios temporales, de una regularidad periódica inviolable. El último significado de la historia estuvo ausente en la especulación greco-romana. La constancia y la inmutabilidad pervivían por debajo del crecimiento y de la decadencia. Si alguien les hubiese hablado de una filosofía de la historia, griegos y romanos sonreirían pensando en una contradicción en los términos.

Judíos y cristianos introdujeron un elemento teleológico en la historia. La historia es la historia de la salvación. Sólo presuponiendo una meta o propósito futuro -juicio y salvación- puede interpretarse el acaecer histórico dotándole de un último significado. Sólo la esperanza y la fe pueden   —235→   llenar el vacío del mundo histórico grecorromano. Porque los acontecimientos históricos, por sí mismos, no hablan de su significado final. Un futurismo escatológico colorea el horizonte temporal del mundo cristiano. Por la expectativa y la esperanza, nuestros profetas y nuestros maestros nos llevan a la comprensión de un último fin trascendente. En una ponencia presentada ante el último congreso nacional de filosofía en Argentina, Karl Lowith, del Seminario Teológico de Harford, observaba que «en la perspectiva histórica de los hebreos y cristianos el pasado es una promesa hacia el futuro y, en consecuencia, la interpretación del pasado llega a ser una profecía a la inversa: es una demostración del pasado como una “preparación” llena de significado para el futuro». Este entregarse a las prospectivas posibilidades del futuro es lo que caracteriza la actitud del cristianismo. La creencia en un esquema inflexible -ocurra lo que ocurra- de la naturaleza caracteriza al pagano.

A fines del siglo XVII y principios del XVIII, la conciencia europea deja de creer en la providencia para echarse en manos de una fe en el progreso. De Bossuet a Voltaire se opera este salto. En el Discurso sobre la Historia Universal -última teología de la historia- late incontenible un afán de totalidad. Recorre Bossuet las épocas de la historia antigua -desde Adán hasta el establecimiento del imperio de Carlomagno- demostrando la perennidad de la autocracia cristiana y haciendo patentes los secretos juicios de Dios sobre los sucesivos imperios. La verdadera ciencia de la historia -asegura el obispo francés- estriba en investigar dentro de cada época las secretas disposiciones que prepararon los grandes cambios, y las circunstancias importantes que ocasionaron su realización. Pero, sobre todo, no hay que olvidar que desde lo alto de los cielos guía Dios todos los reinos. No invoquemos al azar ni a la fortuna o hablemos de ellos como de nombres con los que pretendamos ocultar nuestra ignorancia. Según las reglas de su infalible justicia, ejecuta Dios sus temibles juicios. Él prepara los efectos valiéndose de lejanas causas y asesta los golpes cuya resonancia alcanza a largo tiempo y largas distancias; cuando quiere destruir los imperios, todo parece débil e irregular en los acuerdos de los gobernantes. El Egipto, sapientísimo antes, marcha como ebrio, aturdido y vacilante, porque el Señor ha sembrado el espíritu del vértigo en sus consejos. Dios se   —236→   sirvió de los asirios y babilonios para castigar a su pueblo; de los persas para establecerlo; de Alejandro y sus primeros sucesores para protegerlo; de Antíoco el Ilustre y de los sucesores del mismo para ejercitar su paciencia; de los romanos para sostener su libertad contra los reyes de Siria, ansiosos de destruirlo; cuando los judíos menospreciaron y crucificaron a Jesucristo, los romanos mismos, sin darse cuenta de ello, fueron instrumentos de la venganza divina y exterminaron a aquel ingrato pueblo. Bien podemos derivar de Bossuet un corolario final: que Dios da y quita el poder y lo traslada de un hombre a otro, de una a otra casa, de uno a otro pueblo, para demostrar que todos lo tienen prestado y que en Él solo reside naturalmente.

En su libro Essai sur les moeurs et l’esprit des nations, Voltaire lanza la idea de las naciones como unidades históricas con una singularidad en espíritu y costumbres; idea que varios años más tarde ha de ser objeto de especulación por el movimiento romántico alemán del Volksgeist. Parte Voltaire de la maldad congénita de los hombres. Pugna por el reinado de la diosa Razón, sin contubernios con sentimientos ni instintos. Todas las calamidades se deben al fanatismo, a la ignorancia y al furor. Corazón y sentimientos, estupidez y egoísmo han hecho, hasta ahora, la historia humana. En el colmo de la desesperación, el patriarca de Ferney quiere amalgamar la sabiduría con la espada, la ilustración con el despotismo y de esta unión surge el Despotismo Ilustrado.

Un hecho queda patente: el futuro -llámese reino de Dios o progreso- sigue siendo el verdadero foco de la historia. Oigamos a Hermann Coehn: «El concepto de historia es un producto del profetismo... Lo que el intelectualismo griego no pudo producir, el profetismo lo logró. Para los griegos la historia sigue siendo algo que podemos conocer porque es un “hecho” (factum), esto es, algo del pasado. El profeta, por el contrario, es un visionario, no un teórico; su visión profética ha creado nuestro concepto de historia como esencialmente referida al futuro. El tiempo se vuelve primariamente futuro, y el futuro es el principal contenido de nuestro pensamiento histórico. En esta transformación está implicada la idea de progreso. En vez de una edad de oro en el pasado mitológico, la verdadera existencia histórica sobre la Tierra está constituida por un futuro escatológico». Con esta «brújula   —237→   escatológica» seguimos dentro de la línea del monoteísmo profético y mesiánico: unidad de la historia universal, supresión del temor de la fatalidad y de la fortuna y visión de una meta última.




ArribaAbajo22. Más allá de la historia

La historia no puede colmarnos. Esto lo saben, mejor que nadie, los historiadores y los filósofos de la historia. He aquí una muestra: «Quisiéramos penetrar a través de la historia -dice Karl Jaspers- hasta un punto situado antes y sobre toda historia, hasta el fundamento del ser, ante el cual la historia entera no es más que mera apariencia que nunca puede concordar consigo mismo; hasta ese punto donde en una especie de consaber con la creación ya no dependemos de una manera radical de la historia».120 Pero el hecho es que estamos dentro de la historia, dentro de un acaecer que encierra ilimitadas posibilidades y que al parecer nunca acaba. ¿Cómo superar la historia?

El mismo Jaspers apunta ocho modos -no todos igualmente convincentes- de superar la historia. Permítasenos ofrecer una síntesis de estas formas de superación de la historia:

1) Volviéndonos a la naturaleza superamos la historia. El retorno a la clara serenidad de los elementos inanimados puede sumirnos en el sosiego, la alegría, la unidad indolora. Ante el océano, en las altas cumbres, en la tormenta, en el raudal luminoso de la aurora nos sentimos como liberados. El espectáculo de la naturaleza -como mudo signo de la sobrehistoria- puede ser verdadero cuando nos impulsa y no nos retiene; pero puede ser también falso si nos hace huir de los hombres y de nosotros mismos.

2) En la verdad, que tiene valor intemporal e inespacial, superamos la historia. Pero este punto fijo, o ser que persiste, no aporta la sustancia del ser, es simplemente un signo de lo sobretemporal.

3) Con el fundamento de la historicidad, es decir, la historicidad total del ser del mundo, superamos la historia.

4) La propia «existencia» nos conduce al fundamento de la historicidad. Superamos la historia en el eterno presente   —238→   (aceptamos y elegimos la manera de encontrarnos en el mundo), estamos como existencia histórica en la historia que trasciende de la historia.

5) Superamos la historia en lo inconsciente. En cada paso consciente de nuestra vida, sobre todo en cada acción creadora de nuestro espíritu, nos auxilia un elemento inconsciente que existe en nosotros. La pura conciencia no puede nada; es como la cresta de una ola, como una cumbre sobre un extenso y profundo subsuelo. Inconsciente es la naturaleza e inconsciente es el germen del espíritu que aspira a revelarse.

6) En las obras más elevadas del hombre, cuando el ser se captura y se hace comunicable, superamos la historia. En la visión de lo grande resplandece la historia como eterno posible.

7) La unidad de la historia ya no es, a su vez, historia. Concebir esta unidad ya significa remontarse sobre la historia al fundamento de esta unidad, por virtud del cual existe la unidad que permite a la historia ser total. En cuanto vivimos desde la unidad, vivimos sobrehistóricamente en la historia.

8) La historia está rodeada del amplio horizonte en el cual la actualidad vale como paraje, conservación, decisión, cumplimiento. Lo que es eterno aparece como decisión en el tiempo.

¿Dónde radicar el impulso hacia la superhistoria? El sostenimiento del yo y las modalidades todas de plenitud y amor inherentes a la especie humana sirven de base. En todos los actos libres del hombre impera una finalidad. La vida histórica, en su tendencia más íntima, también afirma incesantemente un sentido. Una teleología consistente y con raíces en la estructura permanente del hombre sirve de fundamento a la superhistoria. Desde el siglo I del cristianismo viene repitiéndose mucho esta disyuntiva que formula Bernhard: «O Dios existe y es espíritu o existe el espíritu, que es Dios... ¿A quién corresponde, en verdad, el nombre de Dios, reflejado ya en la luz de la razón? ¿A la esencia primera, que tiene su copia en el alma del hombre, o al ser espiritual único, al propio hombre, en una palabra, que en su orgullo sin límites asigna todas sus dotes y todas las creaciones de su fantasía a una divinidad monstruosa, hecha a   —239→   imagen y semejanza suyas?».121 El hombre recibe directrices desde el fondo de su contextura. La ley natural inscrita en el corazón del hombre, coincide con la ley eterna de la divinidad. Por encima de todos los seres creados hay una realidad personal -extracósmica- que realiza sus designios a través de toda la historia. El hombre presta un asentimiento consciente -o no lo presta- a este supremo guía y protagonista. De esto podemos estar bien ciertos desde el momento que hablamos de proceso, desarrollo, progreso, evolución, origen... ¿Qué es lo que va desarrollándose? ¿Con arreglo a qué realidad primordial, a qué leyes se realiza el proceso histórico? ¿A dónde va a parar ese algo que cambia? No importa que no podamos dilucidar con precisión las causas determinantes y las consecuencias de la historia; no importa que no podamos ver con claridad bajo qué aspecto la historia es motor y bajo qué aspecto la historia es cosa movida. Sabernos que la historia tiene un sentido, aunque no pueda formularse en una fórmula enteramente profana.