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ArribaAbajoLeer a Cernuda162

En la serie de libros que esta colección viene dedicando a comentarios sobre poetas y sobre poesía, esta es la tercera vez que presento una propuesta de lectura, no demasiado convencido de que las anteriores hayan servido para algo. En realidad nunca he dejado de creer que la poesía se basta y se sobra por sí sola para ser leída o ignorada. Es una alternativa que seguramente discurre muy alejada de lo que podamos hacer los profesores y críticos de literatura, y pienso que para bien de ella. Debido tal vez a este poco entusiasmo es por lo que cambian mis tentativas en esta serie, y así, mientras la primera, a propósito de Manuel Machado, jugó a demostrar, con ayuda de la semiótica, las graves contradicciones de este pobre poeta (sin duda no se necesitaban tantas alforjas para ese viaje), y mientras la segunda, sobre Antonio, quiso aplicar las funciones del lenguaje según Jakobson a un desvelamiento de la grandeza del «Retrato», ahora he decidido contar lo más llanamente que sepa mi experiencia como lector de Luis Cernuda. No sabría explicar bien por qué tomo este rumbo, que intuyo peligroso. Por amor al propio peligro, pudiera ser. Más sinceramente, porque estimo que se dan en esa experiencia cualidades extrañas que deben haber conocido otros lectores de este singular poeta, pero de las que nadie, ignoro también por qué, quiere o no sabe o no se atreve a hablar.

Fue en uno de los últimos años sesenta cuando accedí por vez primera a una edición, todavía clandestina, de La realidad y el deseo. A pesar del interés que ya apuntaba entre los jóvenes universitarios (apenas consolidado sin embargo hasta unos diez años después, y de la expectación política que precedía a su obra, confieso que su primera lectura me decepcionó. Buen ejemplo, se pensará, de lo poco que uno debe fiarse de las modas literarias, incluidas las que se levantan contra la tiranía. Dos factores diría yo que causaron mi decepción. Era el primero la escasa concordancia del mundo poético de Cernuda con las pasiones políticas de entonces. El otro era el rechazo, puro y simple, que me producía el estilo mismo, el lenguaje de aquel poeta. Se me dirá que, en buena teoría, lo uno y lo otro debieran ser la misma cosa.

Quiero creer, sin embargo, que algo los separaba, cuando al cabo de los años, y tras varias lecturas, llego a la situación contradictoria en que el mundo de Cernuda sigue interesándome muy poco (entiéndase: sus ideas, sus persistentes obsesiones), y he aprendido no obstante a valorar el tremendo esfuerzo de expresión que esa obra representa, e incluso a gustar muchos pasajes de ella.

De este proceso, que me atrevo a suponer semejante al de otros lectores, saco en primer lugar confirmación en una idea que todos tenemos, aunque poco se hable de ella. Y es que la afición estética requiere un aprendizaje; que no existe el hallazgo luminoso del lector con la obra, ni del vidente con el cuadro, ni del melómano con la música, salvo que coincidan, por suerte, un estado emocional del receptor, o su recuerdo, con alguna peculiaridad de la obra. Así, por ejemplo, la adolescencia con la poesía sentimental de Bécquer, la Venus de Milo con las primeras sublimaciones del erotismo, Beethoven con una patética situación cualquiera. A veces el arte actúa incluso como transmisor de experiencias colectivas, y en este sentido puede ayudar a descubrir ideas y sensaciones. Pero lo más importante es que este proceso constituye también un transmisor de la ideología de la clase social dominante. Difiere esta interpretación de la creencia bastante extendida en una especie de valor intrínseco del arte, para cuya percepción unos hombres estarían dotados y otros no. Algo similar al prejuicio del amor como fatalidad o de la fe religiosa como un don sobrenatural que recibimos o rechazamos. En suma, se trata, en estas concepciones ideales; de negar la capacidad de crear y de imaginar que tenemos los hombres, incluso de crear el amor, la belleza y los dioses todos.

Son la poesía de Cernuda y el atareado proceso de su creación, modelo excepcional para lo que venimos hablando. Toda ella puede ser leída como la transformación de un intenso erotismo homosexual en un anhelo de belleza absoluta, en una tentativa de presentarnos el mundo como un espejismo detestable, a excepción de algunas cosas: la juventud, la elasticidad de adolescentes cuerpos masculinos, la infancia como única vivencia del paraíso, el destierro, la soledad, y hasta la muerte. Todo ello, si se contempla como resultado y no como proceso, puede inducirnos a efectuar una lectura en sentido contrario a lo que de hecho fue un aprendizaje del propio poeta a partir de sus propias pasiones. ¿Pero qué es lo que hubo de aprender el poeta? El poeta aprendió sin duda a despreciar el mundo que lo marginaba y reprimía en la tendencia fundamental de su libido, y a encontrar compensación en la búsqueda de la belleza. También a recrear con el lenguaje los pocos momentos de su vida en que llegó a gozar de su apetencia sexual básica.

Visto así, leído así, resulta al menos bastante más natural de lo que sería la lectura contraria, a saber, que el poeta hubiera ido aplicando su previa posesión de la belleza a la satisfacción de sus deseos más íntimos. Que no es de esta forma lo prueba el proceso mismo de su lenguaje, y es lo que trataremos de ver.


I

Desde el punto de vista del lector, que hemos elegido como prioritario, persiste la paradoja de que, resultándonos de muy escaso interés las ideas del poeta (lo contrario de lo que ocurre, por ejemplo, con Machado), la percepción de su lenguaje llega a producir el encantamiento típico de toda poesía, reforzado aquí por la intensa sensualidad que sugiere; una sensualidad desplegada como recreación de tres o cuatro ideas fundamentales y obsesivas. Así, un célebre poema de Cernuda, «El joven marino» (Invocaciones, 1934-35), de alguna manera ejemplar en el proceso creador de este poeta, es una larga repetición, bajo formas diversas, de los conceptos que el poeta tiene como vivencias y que, naturalmente, no podría demostrar. Él se limita a sentir las que cree grandes verdades, pues le sirven para explicarse la existencia. De este modo, la estructura ideológica del poema, ya que no hay que pedirle racionalidad, permanece como testimonio de la mentalidad del poeta, y nada más. Es sin embargo la suave perfección de su lenguaje lo que tiende a conquistarnos para esa ideología, y resulta muy difícil sustraerse a su atractivo. El poema, pues, opera sobre nosotros exactamente como definíamos la cultura de clase, es decir, como una educación ideológica a través de la educación del gusto, todo lo cual se presenta, no obstante, como un acuerdo colectivo en ciertas ideas que se pretenden verdaderas. No diré que fuera propósito de Cernuda embaucarnos para sus ideas, e incluso para sus sentimientos, con la magia de la expresión, pues eso sería presuponerle un grado de conciencia sobre su arte que en verdad no poseen los poetas. Más bien pienso que se trata de una especie de compulsión vengativa incontrolada, capaz de transformar las frustraciones en seductora belleza de lenguaje. Tampoco diré que no sea éste un uso frecuente de la poesía, y aun del arte en general. Condición muy conocida de las artes occidentales es presentarnos lo particular como universal. Se debe la transparencia de este proceso en Cernuda más bien a la especial naturaleza de sus deseos, y a la evidencia misma de que no siendo la mayoría de sus lectores homosexuales, ni habiendo conocido el destierro ni deseando morir, alguna otra cosa los convoca en torno a quien ahonda sin recato en estos tres fundamentos semánticos de su obra.

Veamos un poco de cerca el mencionado poema, «El joven marino», que por su extensión -uno de los más largos que escribiera el poeta- y por la concentración de rasgos que presenta, tomaremos como paradigma. Dice su primera parte:


El mar y nada más.
Insaciable, insaciable.
Con pie desnudo ibas sobre la olvidadiza arena,
Dulcemente trastornado, como el hombre cuando un placer espera,
Tu cabello seguía la invocación frenética del viento;
Todo tú vuelto apasionado albatros,
A quien su trágico desear brotaba en alas,
Al único maestro respondías:
El mar, única criatura
Que pudiera asumir tu vida poseyéndote163.



Una paráfrasis elemental de esta introducción nos sitúa ante el carácter absoluto del mar como una existencia autosuficiente. El «insaciable» repetido, que ha de referirse a la segunda persona del siguiente verso, presenta el clima peculiar de la poesía de Cernuda bajo una atmósfera de deseo sin límites («el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe», dirá en otros momentos)164. Un ser descalzo iba por la playa («la olvidadiza arena», pues las olas borran pronto las huellas), en una actitud psíquica contradictoria («dulcemente trastornado»), típica del hombre que está próximo al placer. Lo inquietante del verso es que, sabiendo ya que el personaje es un ser masculino («trastornado») se le compara con «el hombre», es decir, con la especie humana. Hay, pues, una caracterización mítica, con ayuda de la metonimia -como semidiós acaso-, del personaje. Esta impresión se confirma en seguida, por la comparación con el albatros, cuyo deseo imposible de satisfacción («trágico») produce la metamorfosis del héroe en un ser alado, que seguirá inexorablemente los dictados del mar («maestro»), hasta encontrar en él la posesión absoluta en forma de muerte. Esta idea de la muerte como liberación o satisfacción única del deseo es esencial en la poesía de Cernuda. Se la aplicó celosamente a sí mismo en numerosos poemas y la formuló claramente en la elegía a García Lorca: «Para el poeta la muerte es la victoria»165. A este propósito comenta Philip Silver: «Este martirio es inevitable porque la vocación del poeta asume el carácter de una maldición infligida por el destino, y porque la muerte es su única recompensa»166-167.

Interesa de un modo especial a nuestra valoración la idea, claramente expresada por el poeta, de que es la tragedia de un deseo permanentemente insatisfecho lo que produce la metamorfosis del héroe (el joven marino y el poeta mismo) en una criatura excepcional. Este trayecto de lo normal a lo extraordinario es de capital importancia que lo anotemos bien, pues revalida nuestra tesis de que para Cernuda todo lo extraordinario del mundo pertenece al mundo, surge de él, es decir, que no procede del cielo y de sus dioses, aunque nos dé algunas veces la impresión contraria. La divinidad es para el poeta una simple metáfora a menudo expresada por él como aquello donde se anulan los deseos, lo cual es también la idea que tiene el poeta de la muerte, además de ser ésta recompensa para el poeta como ser inaceptado por la sociedad.

Desde el punto de vista del lenguaje, es de suma importancia también que advirtamos de qué manera la estrofa desencadena una información intrigante, que se va concentrando, como en espiral, desde la mera insinuación («insaciable, insaciable» -¿quién?-), la perífrasis poética para presentarnos sólo el pie desnudo, luego otra insinuación por la que nos da a entender aquella condición semidivina del personaje; vuelta a otro detalle (el cabello agitado por el viento), una nueva comparación de carácter mitológico y, por último, la idea central, de la estrofa y de todo el poema, que se viene a resumir en que el joven y bello marino ahogado en el mar despierta en el poeta la necesidad de explicarse su propio deseo insatisfecho hacia aquél, cuando vivía, como el destino fatal que poseen las criaturas excepcionales de sólo hallar la liberación en la muerte. Todo el resto del poema es, en realidad, una recreación a cuanto se ha dicho en la estrofa primera, la cual actúa, pues, como el motivo de una composición musical168. Se añaden a la recreación fragmentos de recuerdos, nuevas imágenes de una extraordinaria belleza, que sirven para serenar al lector, como el propio poeta ha de serenar su angustia, y un final que lleva otra vez la idea central, sólo que más explícita:


Qué desiertos los hombres,
Cómo chocan sin verse unos a otros sus frentes de vergüenza
Y cuán dulce será rodar, igual que tú, del otro lado, en el olvido.
Así tu muerte despierta en mí el deseo de la muerte,
Como tu vida despertaba en mí el deseo de la vida.



Es característico también de la poesía de Cernuda este cerramiento ideológico, aunque con frecuencia aparece en forma de una nueva metáfora o de una nueva imagen sugerente.

Como primera conclusión a la observación del estilo y de toda la estructura formal, señalaremos el carácter alusivo de las expresiones de Cernuda, el esquivamiento sistemático de la expresión directa, que cumple aquella función de hacer el estilo lo más persuasivo posible; a ello hay que unir la recreación constante del tema principal (toda la obra de Cernuda es en realidad una recreación del enfrentamiento agónico que él mismo llevó al título general de su obra entre la realidad y el deseo) en múltiples variaciones. La analogía con una estructura musical supone un verdadero reto que se hace a sí mismo el poeta, pues con la escasez de elementos conceptuales que maneja, toda prolongación del tema ha de hacerse a través de imágenes, lo cual es mucho más difícil que su análogo musical, donde ciertas reglas de armonía y de instrumentación permiten extraer cantidades muy considerables de variaciones a un tema elegido como principal. Elegiremos nosotros, como modelo de perfección en ese duro desafío del poeta, una estrofa intermedia del poema que nos ocupa:


Las gracias vagabundas de abril
Abrieron sus menudas hojas sobre la arena perezosa.
Una juventud nueva corría por las venas de los hombres invernales;
Escapaban timideces, escalofríos, pudores
Ante el puñal radiante del deseo,
Palabra ensordecedora para la criatura dolida en cuerpo y espíritu
Por las terribles mordeduras del amor,
Porque el deseo se yergue sobre los despojos de la tormenta
Cuando arde el sol en las playas del mundo.
Mas ¿qué importan a mi vida las playas del mundo?
Es ésta solamente quien clava mi memoria,
Porque en ella te vi cruzar, sombrío como una negra aurora,
Arrastrando las alas de tu hermosura
Sobre su dilatada curva, semejante a una pomposa rama
Abierta bajo la luz,
Con su armadura de altas rocas
Caída hacia las dunas de adelfas y de palmas,
En lánguido paraje del perezoso sur.



La explicación semántica de este dolorido acto de creación es lo que finalmente nos importa. Hemos visto que en realidad la lectura es un proceso deductivo en cadena a partir de alusiones y sugerencias, con lo cual, al ser la deducción un esfuerzo que ha de poner el lector, en su afán de encontrar la coherencia de las ideas que se le despiertan, consigue el poeta ganarnos como co-autores. La recreación del tema en sus hermosas variantes sería como una recompensa al esfuerzo, y un descanso a la vez, cuya función aún más profunda es ahondar nuestro convencimiento de las cosas que allí se dicen. El remate conceptual del poema, finalmente, es como una abierta sinceración del autor que de nuevo intenta ganarnos, ahora por el efecto de la sinceridad misma (lo que la retórica clásica situaba al principio como simple protesta de incapacidad artística). El fondo ideológico del texto que ya teníamos medio organizado por cuenta propia, aparece entonces como si fuera nuestra propia conclusión. En virtud de este delicado mecanismo hemos venido a aceptar nada menos que lo siguiente: la existencia humana es un trágico conflicto del que sólo se escapa con la muerte, la cual, aunque parezca paradójico, es la única recompensa, la única liberación, la única respuesta. Algunos seres humanos son privilegiados de un modo especial por ese conflicto insoluble, en tanto su deseo es especialmente intenso. La belleza y la poesía surgen de ellos, y así se convierten en semidioses, razón por la cual serán aún más incomprendidos y perseguidos de la sociedad.

Naturalmente, no vamos a plantear las posibles alternativas diferentes a esa explicación del mundo, pues las hay para muchos puntos de vista. Si acaso esbozar una, como ejemplo, desde la perspectiva de la libertad. Tal sería que los hombres podemos llenar el espacio del mundo con acciones libres -aunque algunas nos cuesten la muerte-, con tal de transformar ese mundo, en lugar de rehuírlo, en lugar de distanciarnos de él. En cuanto a la insatisfacción de los deseos, también entraría su solución objetiva en las posibilidades de la nueva sociedad que hemos de construir. Por lo demás, hay que rechazar de plano la insidiosa implicación que lleva el otro esquema ideológico latente, según la cual los sentimientos de los poetas son superiores a los del resto de los mortales. Si así fuera, el resto de los mortales no podríamos gozar la poesía. En cuanto a la belleza, no tiene por qué ser necesariamente el resultado de nuestras frustraciones. Nadie lo ha demostrado169. Y en cuanto a la muerte, no sé lo que es, no me interesa. O bien, es igual que la vida.




II

En la segunda parte de este trabajo vamos a intentar algo que tampoco se ha hecho nunca de una forma ordenada (al menos no lo conocemos), como sería describir algunas contradicciones de esta poesía, siguiendo el principio dialéctico de que el motor de toda realidad son sus propias contradicciones, y que la realidad se estanca cuando las contradicciones no se superan.

En modo alguno me predispongo contra la obra de Cernuda, en lo que concierne a sus contradicciones. Tan sólo diré que me preocupa este tema, porque el aire que emana de sus versos me llega a veces como primavera, a veces como aroma de una muerte exquisitamente maquillada. (Uno de los libros de Cernuda se titula Vivir sin estar viviendo).

Un hecho es notorio entre los que han leído esta obra con intensidad, especialmente Philip Silver, Octavio Paz y Juan Goytisolo170. Ninguno de ellos se atreve a pronunciarse sobre el dilema Cernuda reaccionario-Cernuda revolucionario, y conste que la necesidad de este dilema nace de la preocupación del poeta por el tema de la revolución171. El que más se acerca es el último de los críticos mencionados, pero sólo se atreve a sugerir, en una expresión indirecta, la posibilidad de que la obra del poeta sea desalienante, y, como tal, una contribución a la revolución. ¡Y tanto que lo sería! Lo malo es que se trata, como decimos, de una vaga e indirecta implicación: «Cernuda nous offre une vérité poétique qui ne tient pas compte, cela va sans dire, des nécessaires compromis et des tactiques de l'action politique (qu'il ne comprit jamais); mais si politique et poésie peuvent avoir des buts communs (la désalienation de l'homme, par exemple), leur rayons d'action respectifs ne coincident pas forcément [...]»172. Octavio Paz, en el estudio citado, no pasa de aplicar los términos subversión, o subversivo, en el sentido de darles la vuelta o combatir ciertos valores tradicionales de nuestra sociedad. Como quiera que ambos críticos saben muy bien lo que es la revolución -y no forzosamente un marasmo callejero-, las distancias que toman ante este problema inducen a sospechar que su pronunciamiento sería más bien negativo en orden a la aportación revolucionaria de esta obra.

Silver no llega a hacer un planteamiento político, pero se adentra varias veces en cuál es la función de la poesía de Cernuda, el para qué sirve. Esto, bien mirado, incluye y amplifica la cuestión política. Pendiente de las propias declaraciones del poeta, quien siempre sintió una gran preocupación por justificar teóricamente la existencia de la poesía y, por ende, de la suya propia, distingue el crítico inglés dos prerrogativas: una correspondiente a la época de juventud, otra a la madurez del poeta. La primera es una prerrogativa de sacrificio. El poeta es inmolado por la sociedad como si de un demonio se tratara. La poesía se reduce a un soliloquio simbolizado por el surtidor de la fuente, que es expresión a un tiempo de muerte y renacer. Se trata, por consiguiente, de un acto de íntima satisfacción que no llegó a descubrirle lo que a Machado («Mi soliloquio es plática con este buen amigo / que me enseñó el secreto de la filantropía»)173. En menos palabras, Cernuda responde al desprecio de la sociedad con su propio desprecio. Una de las situaciones conflictivas que no superó nunca.

La segunda prerrogativa, según Silver, se acerca más a lo que sería una función social, aunque desde una altura casi metafísica. Está tomada de unos versos del poeta, que voy a citar desde una estrofa anterior a la que cita el inglés:



En cualquier urbe oscura, donde amortaja el humo
Al sueño de un vivir urdido en la costumbre
Y el trabajo no da libertad ni esperanza,
Aún queda la sala del concierto, aún puede el hombre
Dejar que su mente humillada se ennoblezca.
Con la armonía sin par, el arte inmaculado
De esta voz de la música que es Mozart.

Si de manos de Dios informe salió el mundo,
Trastornado su orden, su injusticia terrible;
Si la vida es abyecta y ruin el hombre,
Da esta música al mundo forma, orden, justicia,
Nobleza y hermosura. Su salvador entonces,
¿Quién es? Su redentor, ¿quién es entonces?
Ningún pecado en él, ni martirio ni sangre174.



Llama Silver a esta declaración «función unitiva de la poesía», y añade: «Cernuda confiere una trascendental importancia a los creadores de arte. Son los salvadores del mundo»175. Yo añadiría -y esto es lo doloroso-, pero sin el mundo. El poeta, en efecto, niega toda posibilidad de liberación fuera del arte y los artistas, lo cual es negar que las fuerzas sociales puedan salvarse a sí mismas y hacer más justo el mundo. El tamaño metafísico que adquieren en esta visión la Injusticia, el Desorden, la Ruindad humana, hacen impensables toda salida por mano de los que no somos ni dioses ni artistas. Pero lo chocante de esta casi infinita vanidad del poeta es que lo haya dicho de una forma tan hermosa, pues así parecerá verdadero. El condicionamiento ideológico de su obra será un fardo muy pesado a partir de Como quien espera el alba (1941-1944), es decir, en todo el período de madurez. Tras la toma de postura ante la guerra y la valiosa denuncia que representó Las nubes (1937-1940), el cantor se irá haciendo cada vez más ideólogo, cubriendo el ciclo narcisista a la manera de Proust. Los recuerdos, las nostalgias, ocuparán cada vez más espacio, y con ellas la necesidad de justificar la contradictoria soledad de toda su existencia. Vino por fin el cuestionamiento del ego del poeta en Con las horas contadas, gracias sobre todo al encuentro fecundo con el amado de «Poemas para un cuerpo», que puso al descubierto la idealidad de muchos de sus demonios, nacidos de una pura reserva mental, del miedo a entrar en el mundo de los otros176. Saltó por los aires la dicotomía amor/deseo que recorre toda su obra, y según la cual el primero es negativo y esclavo, y el segundo luminoso y libre. Esta distinción, hija de una antigua repugnancia temerosa a la carnalidad, que ha enseñoreado la mística de varias religiones, desaparece en el acto mismo del amor. Pero fue lástima que este descubrimiento durase tan poco, pues la pérdida del amado, antes que dejarle al poeta una nueva confianza en la materia, arrancó de su fondo el ingrediente religioso que había:



Tantos años vividos
En soledad y hastío, en hastío y pobreza,
Trajeron tras de ellos esta dicha,
Ttan honda para mí, que así ya puedo
Justificar con ella lo pasado.

Por eso insisto aún, Señor, por eso vengo
De nuevo a ti, temiendo y aun seguro
De que si soy blasfemo me perdones:
Devuélveme, Señor, lo que he perdido,
El solo ser por quien vivir deseo177-178.



Por fortuna, este idealismo religioso se quedará unas estrofas más adelante sin su atributo, es decir, en idealismo puro:


Lo raro es que al mismo tiempo
Conozco que tú no existes
Fuera de mi pensamiento179.



Ocurre que el tránsito de la materia gozosa a la divinidad y finalmente al pensamiento puro, resulta demasiado tortuoso, y por eso se percibe en la lectura como una larga y enojosa justificación. Uno ha de prescindir de todo ese lastre mental aunque cada vez resultará más difícil. En el último libro, Desolación de la quimera (1956-62), las arremetidas del poeta contra sus colegas (bien es verdad que el parnaso siempre ha sido un avispero maldito), contra su patria, contra la lengua misma que ha tenido que usar en este mundo (él, que debe la mitad al menos de su obra al destierro y toda entera a la lengua castellana; que tantas veces anteriores deseó volver; que invocaba la palabra andaluz, e hizo de su infancia el único tema no contaminado de sus versos), no han de tenerse en cuenta. Ante todo ello se siente la necesidad de regresar a su primera poesía, perfecta, ella sí, como ejercicio de armonía donde el tema es cualquiera y la gracia del lenguaje asume en cambio la realidad en éxtasis de la materia. Eso sí parece más liberador, pues corresponde al hombre crecer en el goce de las cosas bellas, y es primera de todas la lengua que acarrea con los siglos la historia de un pueblo. Así, de aquella égloga del año 27, tallada en el más fino cristal de Garcilaso, recordaríamos:


Tan alta, sí, tan alta
En revuelo sin brío,
La rama el cielo prometido anhela,
Que ni la luz asalta
Este espacio sombrío
Ni su divina soledad desvela.
Hasta el pájaro cela
Al absorto reposo
Su delgada armonía.
¿Qué trino colmaría,
En irisado rizo prodigioso
Aguzándose lento,
Como el silencio solo y sin acento?
Sólo la rosa asume
Una presencia pura
Irguiéndose en la rama tan altiva,
O equívoca se sume
Entre la fronda oscura,
Adolescente, esbelta, fugitiva.
Y la rama no esquiva
La gloria que la viste
Aunque el peso la enoja;
Ninguna flor deshoja,
Sino ligera, lánguida resiste,
Con airoso desmayo,
Los dones que le brinda el nuevo mayo180.






III

Sé que algunos pensarán que me he excedido notablemente al tratar los grandes temas cernudianos con la óptica de una lectura personal, en estos tiempos en que al tono tradicional de la crítica española -incienso o pólvora- ha sucedido un formalismo cientifista no menos encubridor de actitudes, al fin y a la postre, tan personales como la que yo he intentado descubrir. Acostumbrados al veredicto o al silencio, algunos también se preguntarán cuál es, en definitiva, el movimiento principal de mi ánimo frente a la poesía de Luis Cernuda. Para los que tengan esa curiosidad -no seamos hipócritas, la cultura burguesa se mueve a impulsos de simpatía o antipatía- diré que justamente ni lo uno ni lo otro, sino que unas veces me entusiasma y otras llegaría a decir que me repugna, sin importar por dónde abra este libro insólito que es La realidad y el deseo. Era en suma lo que yo pretendía decir desde un principio, aunque he debido equivocar el orden más efectivo de decirlo, si en todo lo que antecede va la explicación, torpe y enrevesada a no dudarlo, de lo que ahora digo sin más.

Toda poesía desprende una especial vibración, cuya onda se capta o no se capta; en las personas «cultas» depende del esfuerzo que se haga las más de las veces, pues ya se ha visto que no se accede a la armonía así como así. La salida de los músicos al escenario, el templado de los instrumentos, y hasta el hecho de haber pagado una entrada, predisponen. En poesía esto es más difícil, pues partimos casi siempre de la aberración que significa leer en soledad y en silencio un libro de versos. Tan aberrante que la inmensa mayoría de las personas no lo hace. Pues bien, parece notorio que la poesía de Cernuda constituye un acabado ejemplo de esta manera de proponerse. Hasta esa sutileza de escribir todos los comienzos de verso con mayúscula, a la antigua usanza, representa una marca que posee el valor de diferenciar los versos, pero que sólo percibe el que lee. Por lo demás, es claro que se trata de una poesía para solitarios. Alguna vez se ha dicho esto, pero yo añadiría, desde esa indemostrable sensación de mi lectura al menos, para solitarios que además sean poetas. La enorme insistencia del autor en justificar su vida huraña como poeta en un mundo que odia y persigue a los poetas, constituye posiblemente un mensaje de consolación para quienes se sientan en lo mismo, un subtexto cifrado para ellos. Como además nos consta, y también se ha dicho, que Cernuda discurre como un río secreto en la admiración de los jóvenes poetas, no es raro que de siempre haya sentido preocupación, mezclada con curiosidad, por cómo y qué ha podido prender de tal manera en una generación literaria. Esto explicaría también la escalada de este escritor entre los del 27 hasta ponerse casi en cabeza. Deliberadamente utilizo esta jerga deportivo-literaria, pues estoy seguro de que así acierto mejor a decir lo que vanos circunloquios academicistas dirían igual, sólo que más largo.

Desde la cáscara del asunto -y sigo pensando que ahora se me va a entender mucho mejor-, pienso que el atractivo de este poeta se debe también a una suma de cualidades raras, que se dan dentro y fuera de la obra. Habría que ir analizando: benjamín de la Generación del 27; rebelde indiscriminado, sufre doble destierro (el de su soledad y el de la Guerra Civil); homosexualidad; su texto sugiere una fuerte identidad entre el hombre y el poeta (efecto siempre falaz: los hombres poseen toda clase de mezquindades y virtudes distintas de las de sus versos); adscripción poco profunda al surrealismo; muy llamativo por la radicalidad de sus dictámenes acerca de la sociedad, la patria, la familia, el coito; aunque sin perder nunca lo que llamaríamos ecuanimidad y decoro estilísticos; perseguido, ignorado o desdeñado, esto último incluso por los poetas del compromiso social de los años 50-60; rescatado al fin como nuestro más europeo de los poetas (entre todas sus dependencias o afinidades con Eliot, Pound, Laforgue, Reverdy, no se me diluye la sensación de estar leyendo a otro Rilke, acaso por la analogía, en contraste, de la exaltación del deseo frente al amor -Cernuda-, con la preservación de la virginidad femenina -Rilke-, junto a otras cosas); poeta que en la mayoría de su obra resulta muy poco memorizable, debido principalmente a que rompe a menudo la unidad melódica del verso, hecha en castellano de grupos fónicos, por sus muchos encabalgamientos; testimonio de los más sombríos de la guerra; fugazmente adherido al comunismo en 1930; ateo militante hasta las insinuaciones de su última época; capaz de decir que la muerte es la libertad...

Podrá parecer frívola esta enumeración, pero así intentaba preparar el terreno para una última apreciación, que ya no es de lector, sino de análisis de la cultura, que también se ha colado en estas páginas. A mi entender, Cernuda pone definitivamente en crisis el culto a la personalidad del autor, el cual, en nuestra tradición individualista, acaba situándose delante de la obra. Y lo pone en crisis por la extraordinaria y perturbadora presencia de alguien que quiere ser el hombre Luis Cernuda por todas partes en su propia obra; por la agobiante y contradictoria actitud del hombre, repito, intentado convencerse y convencernos en todo momento de que él y el que escribe son la misma cosa. Por eso están tan involucrados el uno y el otro en la historia de nuestra poesía de los últimos años, porque, una vez más, también nuestros críticos y nuestros poetas jóvenes se han aferrado, de una forma sospechosamente intensa, al espejismo hombre-poeta. Muy poco ha evolucionado nuestra cultura, pese a tanto izquierdismo de salón como se prodiga, si no somos capaces de erradicar de una vez un prejuicio tan grave. Hay que reconocerle a Luis Cernuda la extraordinaria habilidad que tuvo en desear su muerte como poeta. Era la mejor manera de conseguir la mitificación de su figura como hombre. Por mi parte, y a pesar de las discrepancias que he manifestado con su envolvente ideología, prefiero al poeta, al ser que, como todos los grandes escritores, emborronaba una y otra vez, siguiendo el misterioso dictado de una sociedad que le pertenecía, aunque él la negara, y de una lengua que no le pertenecía, aunque él creyera que sí.

Galaroza, Julio de 1977.






ArribaAbajoLa estructura del «Quijote»

Estudio preliminar181



Noticia del autor

El 26 de diciembre de 1974 moría Knud Togeby en accidente de automóvil, junto con su mujer. En esta circunstancia, siempre absurda, dejaba la vida a los cincuenta años de edad, en plena madurez profesional y cuando su propio método empezaba a dar fruto en otros investigadores más jóvenes. Se rompía así un importante eslabón entre la antigua escuela de Copenhague y las modernas tendencias de la lingüística danesa, unida, a través de él, a los resultados de la lingüística norteamericana. Es fácil imaginar cuánto supone para las ciencias del lenguaje en general, y para las románicas en particular, la pérdida de una figura como la de este hombre. Sirvan estas páginas de homenaje, aunque pequeño, a su vida y a su obra; en especial, a sus aportaciones en el campo de los estudios hispánicos.

Más de un centenar de títulos componen la bibliografía de Knud Togeby, entre los cuales hay ocho libros, alrededor de cincuenta estudios gramaticales y literarios de cierta extensión, y otros tantos artículos de vulgarización, a los que Togeby, como todo investigador de verdadera talla, no hacía escrúpulos. De sus ocho libros, sin duda el más conocido en el ámbito de la romanía es su tesis Structure immanente de langue française, de 1951, segundo asalto que hacía a la lengua del país vecino (el primero, Fransk grammatik, 1948), y no sería el último, pues deja inédita una nueva gramática francesa, escrita en francés, como la segunda. (En francés igualmente están sus dos libros dedicados a temas españoles, de los que hablaremos después). De sus artículos sorprende tanto la fecundidad como la variedad. Desde el neutro rumano o el infinitivo personal portugués, pasando por la lírica danesa o por otros temas escandinavos, hasta llegar a Anouilh o a Sartre, todo entraba en su honda curiosidad. Era además editor de Viggo Brondal y de Hjelmslev. Y todo entre 1943 y 1968, es decir, en sólo veinticinco años, la mitad de su vida.

Continuador del método de Hjelmslev -uno de los padres legítimos del estructuralismo-, y principalmente de sus Prolegómenos, Togeby llevó a la práctica el sistema de aquél, pero sin el abuso terminológico de los estructuralistas más recientes. Deja también una notable escuela de seguidores, algunos de los cuales se ocupan preferentemente del español, tales como Skydsgaard, del que está a punto de aparecer un monumental estudio sobre nuestro infinitivo, y Poul Rasmussen, que ha culminado una tesis de ochocientas páginas acerca del subjuntivo.

Más mencionado que conocido en España, Knud Togeby dio sin embargo un libro muy notable al estudio de nuestra lengua y otro a nuestra literatura. El primero, Mode, aspect et temps en espagnol (136 pp. 1953), suponía una aportación original y rigurosa al entendimiento, siempre difícil, de esos tres morfemas verbales del español, y creo que de forma especial respecto al modo subjuntivo. Pocos trabajos, ni anteriores ni posteriores, pueden comparársele en sencillez y en penetración, dos cualidades que por desgracia no suelen marchar juntas en esta clase de investigaciones. Libro, en fin, al que muchos gramáticos se refieren, pero muy mal conocido en realidad (prueba de ello es que ni siquiera está traducido), y que incluso ha sido acusado de intentar aplicar al español los esquemas del francés, lo cual es absolutamente incierto. Pero de él nos ocuparemos seguramente en otro lugar.

El segundo libro, La composition du roman «Don Quijote» (1957), es éste que hoy se ofrece al público español con el título de La estructura del «Quijote», por las razones que luego aduciré. Su posición ha sido entre nosotros aún más desairada, si cabe, que la del anterior, pues tratándose de un tema tan capital de la literatura española, y no precisamente escrito en un lenguaje tecnicista ni siquiera para el lector medio, no se comprende bien por qué sólo algunos cervantistas tienen conocimiento de él182.

A todos estos motivos se une otro, para mí decisivo: la vigencia del método, estructuralista en líneas generales (pero sin empacho alguno de terminología y cientificismo), aplicado a un tema literario de la dimensión del Quijote. Creo que ante una cuestión tan debatida como el estructuralismo, y si es útil o no a la literatura, merecía la pena conocer de cerca el trabajo de Knud Togeby.




Libro, método y teoría

No es que todo sea original en este trabajo (ello sería poco menos que imposible tratándose del Quijote), pero sí algunos detalles que estimo de gran agudeza y, sobre todo, la totalidad del punto de vista, que responde, para mayor precisión, a parte del método de la lingüística estructural aplicado a un texto literario. Pero no lo advierte así el autor, ni expone las bases teóricas de su análisis, tal vez por estimarlo innecesario en el ambiente científico en que lo lleva a cabo, y hasta es posible que por un exceso de pudor el lingüista metido a crítico literario. Se aprecia de inmediato, no obstante, el rigor de una mente acostumbrada a pensar en niveles y en oposiciones gramaticales, que tal vez no podría discurrir de distinta manera sobre cualquier otro objeto, aunque se lo propusiera. Máxime tratándose de una novela, que al menos desde un cierto ángulo puede ser considerada como texto y, luego, además, como relato. Digo esto porque todavía en 1957 es posible que no se sintiera la legitimidad del método lingüístico aplicado al hecho literario, como más tarde, unos diez años, llegaría a garantizar la semiología moderna. Y no es que la escuela de Copenhague careciera del concepto de función, ni muchísimo menos, sobre el cual se asienta la teoría social del signo, sino que no se produciría hasta época bien reciente ese verdadero salto cualitativo que ha supuesto la aplicación del método lingüístico a las demás tareas de las llamadas ciencias humanas.

También se echa de ver en seguida la seguridad con que se mueve Togeby (frente a la inseguridad disfrazada de sutileza a la que estamos tan acostumbrados en otros autores), gracias a la teoría que sustenta su análisis, y no su «interpretación», del Quijote. Él mismo lo da así a entender, pues reserva para su trabajo la primera palabra, y para los de otros, la segunda.

Nuestra tarea consistirá principalmente en ordenar el sistema teórico subyacente al análisis de Togeby, viendo cómo se ajusta, casi perfectamente, a lo que modernos investigadores del relato (Barthes, Greimas, Todorov, etc.) han resuelto como más seguro en esta delicada rama de la teoría literaria actual. También lo confrontaremos con otros no tan modernos, como Lukács y... ¡como el propio Cervantes! Aunque sobre este último poco podremos añadir a lo que Togeby mismo dice y aclara. No deja de resultar halagador para nosotros, los españoles, que una vez más un investigador extranjero diga: «La grandeza de Cervantes es tal [...] que no solamente creó la novela moderna, sino que también previó, por así decirlo, toda la literatura moderna», con lo cual se calmaría el hambre del gusanillo patriótico. Pero hay que saber por qué, y por qué no es una mera opinión, sino algo más. No andamos sobrados los españoles de que se nos demuestren los valores ésos cuyas grandeza retórica y triunfalista en verdad nos tiene aturdidos, hoy más que nunca. Nada pues de chovinismo, sino ver de contribuir acerca de nuestro ser histórico, dándole algún impulso al tema del Quijote (ciertamente demodé entre la juventud), y al de su enigmático autor, lo cual siempre ha sido como ponerse a cavilar en qué somos los españoles, qué hemos sido y qué pintamos todavía en el mundo, con tanta locura y tanta genialidad183.

Knud Togeby no emplea en ningún momento la palabra «estructura», ni la palabra «sistema», que deben ser para él de uso exclusivamente lingüístico-teórico. En cambio utiliza «arquitectura» y «composición» -el título mismo-, que podrían resultar una pareja equivalente a los dos términos primeros, en razón de esta ausencia. Es decir, se trataría del mismo esquema de la teoría transvasado al análisis literario, con distinta denominación. Por desgracia, hay varias ocasiones en que «arquitectura» y «composición» más parecen sinónimos en el discurso de nuestro autor. No es que no distinga entre «estructura» y «sistema», o sus nociones respectivas, como hoy hacemos; más bien se trata de una cierta inseguridad a la hora de poner nombres en una época (1957) en que estos «trasplantes» no eran del todo bien vistos. Acaso, simplemente, por no engordar la confusión terminológica en una disciplina -la teoría literaria- que contaba con un léxico más o menos inadecuado, pero reconocido. Esto, desde luego, apenas resultaría hoy defendible. Pero entonces sí. Parece claro que Togeby entiende por «composición» lo que otras veces se ha llamado «estructura externa», esto es, la mera disposición de las partes en el conjunto, con sus distancias, correspondencias, paralelismos, simetrías, etc., a todo lo cual llamamos hoy sistema, tanto si se trata de la forma de la expresión como de la forma del contenido. Le falta, pues, la explicación de esa forma, la relación de sentido entre esas partes, es decir la función significativa, a todo lo cual llamamos estructura a secas o, si se quiere, estructura significativa, que en realidad es una expresión redundante. Lo que ocurre es que el mismo Togeby no puede evitar continuamente preguntarse por el sentido de todas las determinaciones formales que encuentra, y es por lo que el resultado de su estudio es mucho más una estructura -en sentido actual- que una composición. Por estas razones, que iremos matizando a partir de ahora, no hemos dudado en cambiar el título a la hora de traducir todo el trabajo, a pesar de que, tal como queda, La estructura del Quijote, coincide con el de un artículo de Américo Castro (publicado originalmente en «Realidad», II, 1947, y luego recogido en Hacia Cervantes, Madrid 1957). Dicho sea de paso, no es fácil imaginar desde qué perspectiva pudo don Américo llamar «estructura» a lo que ve del Quijote en el citado artículo, pues el sugestivo pero enmarañado proceso mental y expresivo de tan insigne cervantista bien lejos está de una noción mínimamente estructural, entonces como hoy184.

Lo fundamental es que Togeby distingue con toda claridad los hechos que se producen de una forma sistemática y a distintos niveles, de su sentido o función. Este sentido viene dado por la relación entre elementos pertenecientes a un mismo nivel o entre niveles diferentes. Con todo ello, tenemos las bases del método estructural.

Togeby parte y regresa siempre a la forma del relato, la articulación de la anécdota, que es el primer nivel. Barthes lo llama «nivel actancial»; Todorov, «sintaxis del relato», y nosotros lo venimos llamando «sintagma narrativo». Posee su propia lógica, su sentido interno. Pero en el instante en que buscamos la conexión de este sentido con un sentido más amplio, esto es, la relación que trasciende de la anécdota hacia unidades superiores de la significación, nos situamos en el segundo nivel: «integrativo» en Barthes, «semántico» en Todorov, «paradigmático» en nosotros185. El primer valor paradigmático es el significado de la anécdota no directamente expresado en el texto (aunque puede estarlo, por añadidura), y es lo que Togeby llama todavía la «intención» del autor. La expresión nos parece poco exacta, pues no siempre el autor es consciente de todo los valores paradigmáticos de su argumento, y en Cervantes ha sido siempre una cuestión altamente polémica, sólo que planteada de muy diversas y confusas maneras. Otros valores paradigmáticos son todos los demás sentidos que no pertenecen a la anécdota en sí: morales, filosóficos, psicológicos, religiosos, etc., los cuales pueden ser reducidos a un solo punto de vista: el histórico-social, según sea la perspectiva diacrónica o sincrónica. Hay que decir en seguida que estos otros valores no desprendidos directamente de la anécdota pueden revalidar o contradecir lo que la anécdota signifique desde la misma consideración moral, filosófica, psicológica, religiosa, etc. Que en esto radica la esencia de la contradicción o de la ambigüedad semántica que muchas veces se instituye como centro de la obra. Y que esto puede alcanzar o escaparse de la conciencia del autor.

Un ejemplo de perfecta integración de la anécdota en el sentido global de la obra, y claramente construido por su autor, nos lo presenta Togeby al advertir que Cervantes empleó la misma palabra «tropezar» para cuando Rocinante y su caballero dan en tierra varias veces a lo largo de la novela, y para cuando el mismo Cervantes, hacia el final, habla de la caída, el desprestigio, de las novelas de caballería.

Hay, por consiguiente, un tercer nivel, que pertenece al narrador, que expresa el grado de conciencia y de participación directa del autor-hombre en el sentido de su obra. (Lukács lo llama ironía). La interrelación entre los tres niveles del relato, y las varias posibilidades de acuerdo o desacuerdo que haya entre ellos, es lo que caracteriza al relato moderno, precisamente desde el Quijote, es decir, desde que Cervantes puso a dialogar a sus dos personajes a lo largo de un camino de acción, estando ellos de acuerdo, o no, con lo que hacían, con el mundo en que se movían, o con las opiniones del autor (primero, segundo y tercer nivel). Creó así Cervantes al héroe moderno, o héroe problemático, como quiere Lukács, en busca de la autenticidad de unos valores en un mundo degradado (la España contrarreformista y autoritaria, decadente y mísera) y de una forma degradada, inauténtica (el ejercicio de la caballería andante en un época en que era puro remedo de lo que fue).

Como se ve, todo se reduce a una doble articulación del sentido, que, desde otra teoría, no hace más que reproducir el modelo lingüístico de Martinet, trascenderlo al ámbito de la narración; y de una confrontación del resultado con la ideología personal del autor. A su manera, Togeby se basa también en esta doble articulación, en estas dos niveles fundamentales (el tercero, el del autor, puede ser eliminado del análisis, si se quiere), pues aparte de sus muchas formalizaciones, es decir, abstracciones del sistema, habla otras veces de «arquitectura secreta» y «tema oculto», que aluden a la significación no explícita, al paradigma. En otra ocasión promueve la oposición eje mecánico o material / centro orgánico o espiritual, que siendo sin duda una metáfora de carácter científico, refleja muy de cerca nuestro sistema / estructura y se aproxima a nuestro sintagma / paradigma.

Otro ejemplo sería la explicación de por qué Cervantes no se quiere acordar del nombre del lugar donde residía su hidalgo. El sitio de este hecho en la anécdota es sencillamente el de punto de partida, no muy explícito, que se corresponde con todas y cada una de las veces que don Quijote regresa a su aldea, cuyo nombre seguimos ignorando. Estamos en el primer nivel. Sin salirnos de él, todavía se puede encontrar una cierta explicación, como sería la de mantener la esperanza del lector en que alguna vez se nos revele el nombre del lugar. Visto que ello no sucede, la incógnita cambia de nivel inmediatamente en sentido ascendente. Hay que buscar la explicación en el segundo, el paradigma. Cualquier investigador la podía haber encontrado, pues hay elementos suficientes de donde sacarla a lo largo de la novela, pero nos encontramos con que Cervantes (tercer nivel) la aclara explícitamente, según la cita que recoge Togeby: se trata de vincular al héroe con la fama de Homero, disputado por siete ciudades. A partir de aquí, otros factores latentes del paradigma, se aclaran: la función paródica de toda la novela, el carácter mágico del número siete, etcétera. Pero, repetimos, no siempre el autor guarda la llave de la significación. Y, a veces, aunque crea que la guarda, es falsa.

De distinta naturaleza es lo que Togeby llama en cierto momento «la estructura secreta» del Quijote, pensando en los que creen que Cervantes construyó una especie de laberinto de relaciones internas en la obra, donde la mayoría nos perdemos. La cuestión entra en la polémica acerca de si Cervantes era un genio inconsciente, intuitivo, o, por el contrario, un arquitecto finísimo, calibrador al máximo de todos los vínculos, secretos o no, de su obra. Desde luego la posición de Togeby está muy cerca de la segunda posibilidad, pero él mismo rechaza la exageración respecto a ciertos detalles, y prefiere justificar las conexiones a través del tema o la ideología. Este procedimiento posee tal vez demasiada amplitud, un detrimento del rigor. No es difícil, pensarán algunos, encontrar un camino cualquiera para unir dos puntos en unidades tan extensas como, por ejemplo, el tema amoroso o el tema literario, con sus múltiples tonalidades. Así llega incluso a explicar, por su sentido, la inserción de El curioso impertinente, contra la opinión del propio Cervantes manifestada a través de Sansón Carrasco.

Lo que nos interesa ahora es que, a pesar de que haya algunas exageraciones, el análisis de Togeby deja prácticamente inservible la leyenda del Cervantes genio inconsciente, cuyo paladín fue sin duda Unamuno. Leyenda que acabará ocurriéndole como a la otra más antigua, la de «ingenio lego», inculto, que ya no tiene ningún vigor. No se crea por eso que Togeby abre una nueva perspectiva ante el Quijote. Más bien la cierra, pues la tendencia a ver un conjunto armónico en la novela es bastante anterior a él, si bien no rebasa la frontera de nuestro siglo186.

Dos modelos narrativos hay esbozados en el análisis de Togeby, según los cuales la Primera Parte del Quijote correspondería al de una composición anecdótica que busca ante todo divertir, entretener, incluso con algo de intriga en sentido moderno, pues son muchos los episodios inconclusos o las explicaciones que se van aplazando, conforme al antiguo modelo de la novela de caballería, o al de la novela italiana. En la Segunda Parte, por el contrario, casi todo está pensado en función de los personajes, como seres dotados de dimensión propia, al margen de la anécdota. Pero no son modelos puros, sino que es la totalidad de la novela la que presenta, por primera vez, una mezcla característica de interés anecdótico e interés psicológico, de donde procede a buen seguro la novela del XIX, como una gama muy amplia de matices al modelo mixto, y en bruto, de Cervantes.

¿Pero hasta qué punto Cervantes se daba cuenta de todo esto? No tendría tanto interés esta confrontación de la teoría con la práctica, si no fuera porque Cervantes hizo lo propio dentro de su novela. Existe un «Cervantes estructuralista», vendría a ser la tesis de Togeby, si la pudiera formular en lenguaje de nuestros días. Un Cervantes a cuya preceptiva pertenecen expresiones tan actuales como «proporción de partes con el todo y del todo con las partes», «(hacer) un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros», y otras que Togeby cita con mayor oportunidad en su trabajo. Esta obsesión que tenía Cervantes por la coherencia interna de la obra permite a Togeby avanzar con paso firme, pues confía, y con razón, en que Cervantes no se pudo contradecir tan burdamente -muchos críticos miopes lo creyeron durante bastante tiempo- como para construir un relato descosido que nada tuviera que ver con su teoría. Ya hemos apuntado que hasta El curioso impertinente tiene para Togeby su lugar en la estructura. En cuanto al socorrido «desliz» del episodio en que Sancho monta sobre el asno que acaban de robarle, creo que la explicación que da Togeby es acertada. Pero creo más: que a Cervantes la llamada verosimilitud le preocupaba bien poco en el fondo, pues como todo narrador inteligente sabía que, al fin y al cabo, era cuestión de oficio, de trucar más o menos la «lógica» del argumento hasta llegar a un resultado digno de crédito, hecho a base de muchos detalles increíbles. Por eso despreció con toda su alma a Lope de Vega (aunque envidió su éxito comercial). Le preocupaba mucho más a Cervantes la coherencia del sentido interno de la obra que su mayor o menor realismo con respecto a una realidad, que, a fin de cuentas, nadie conoce. Ello explica también que las peripecias de la historia del cautivo sean contempladas por el mismísimo Don Quijote como «quimeras de la andante caballería», todavía en la Primera Parte, es decir, cuando no hay en el héroe indicios de secreta cordura. Es la ironía magistral de Cervantes la que se filtra a través de estos detalles, y también, justo es reconocerlo, la necesidad de entretener a un público ingenuo. De ahí a pensar que se equivocó, o que no se cuidó de construir bien su novela, media un abismo.

El estudio de Togeby desciende todavía más, aunque siempre ocultándonos los principios de su teoría, para llegar a lo que la semiología actual viene llamando la ideología de la forma. Dice: «la composición ilógica de los libros y de los capítulos tiene una función mucho más profunda en la novela de Cervantes. Se corresponde con la locura del héroe, con su imaginación invertebrada, o con los caprichos de Rocinante, si se quiere». Más aún, y ya dentro del texto, acerca de tan resbaladiza materia como es la significación del estilo: «En ninguna otra obra de la literatura europea la expresión de pensamientos tan sublimes se reúne con una descripción tan directa de las necesidades naturales del hombre, como una de las características más notables de la novela en su designio de expresar la inseparable dualidad de todas las cosas»187.

Finalmente, no ignora Togeby las posibles implicaciones de un pensamiento dialéctico en y sobre la novela, aunque pensamos que podía haber penetrado con mayor decisión en este camino. Así, cuando afirma que la locura es causa de la curación de Don Quijote; que la novela es en realidad la ejemplificación de dos clases de locura (la de don Quijote y la de Sancho), que juntas simbolizan la desdichada separación del cuerpo y del alma en el desarrollo de nuestra cultura; o que ambos héroes forman un contraste que a la vez es un parecido esencial.

Importa decir ahora que nunca hemos creído que el análisis estructural tenga por fuerza que descubrir más y mejores portentos que otros puntos de vista ante una obra literaria. Pero sí que el orden y la seguridad con que procede bien merece la pena frente a muchos otros. También Togeby lo dice: «la discusión en torno a la intención, la psicología, y la filosofía de nuestra novela, hubiera ganado en interés si, de una forma sistemática, se hubiera tenido en cuenta la composición de la obra».




Togeby y otros cervantistas

Joaquín Casalduero, P. Hazard y Américo Castro se diría que son los investigadores del Quijote de los que más cerca se siente Togeby, y por ese orden. Con los tres, sin embargo, tiene coincidencias y discrepancias. Ve en el libro de Casalduero (Sentido y forma del Quijote, Madrid 1949) el único que emprende una tarea similar a la suya, pero disiente de él en un punto fundamental: la idea del destino. Para Casalduero, la forma circular del relato expresa la existencia de un destino superior a los héroes, mientras Togeby defiende, muy al contrario, que toda significación de esta naturaleza en la novela tiende a poner a los personajes como autores de su propia fortuna. Volveremos sobre este punto más adelante.

No es cierto, como hemos reseñado poco más arriba, que Casalduero haya sido el único, antes de Togeby, en ocuparse de problemas de composición, aunque sí de un modo tan sistemático y tan extenso.

Del artículo de Américo Castro ya citado («La estructura del Quijote») y de otros trabajos de este autor, desprende Togeby la idea nuclear, aunque no para apoyarla, de que toda la estructura de la novela está en función del carácter de los personajes. Togeby la rebate, al menos en su rotundidad, y busca el contraste de otro tipo de composición que no deba tanto a la condición de los héroes. Este propósito es, en realidad, el que da aliento a todo su trabajo.

Con Haltzfeld (El Quijote como obra maestra del lenguaje, Madrid 1949) comparte aquella postura intermedia entre los que opinan que no hay estructura alguna dentro del Quijote y los que creen, por el contrario, que Cervantes dotó a su obra de una cohesión interna total y casi misteriosa. Pero rechaza de aquél, por exagerada, la vinculación de todos los elementos a través de los temas, y en especial la falta de distinción a este respecto entre la Primera y la Segunda Parte. Para nuestro autor, la unidad entre las dos partes de la novela es muy otra, que ya tendremos ocasión de ver.

Con P. Hazard se enreda, un tanto vanamente, creemos, acerca de cuándo supo Cervantes que tenía un competidor. Ya sabemos que este dato es de considerable interés para alcanzar lo mucho que le debe la Segunda Parte a la necesidad de aplastar al intruso Avellaneda, pero no hasta el extremo de afirmar, como hace Togeby (y no es el único que piensa así), que «es solamente influido por la indignación que le inspira la obra de su imitador, por lo que Cervantes da a su libro una forma radicalmente distinta, no sólo de la del falso Quijote, sino también de la de su Primera Parte». Resulta difícil concebir que la irritación de un hombre, que se sabe muy superior a su contrincante, se alargue tanto en el delicado proceso creador de una obra.

En fin, algunas otras apreciaciones del danés resultarán sin duda conocidas del lector como a mí también me ocurre, aunque no siempre podría decir en qué lugar se encuentra del infinito mar de la bibliografía sobre Quijote. No creemos que Togeby oculte sus deudas, pues reconoce algunas limpiamente (así con Madariaga188, en la idea de la quijotización de Sancho y viceversa). Ocurre más bien que es inevitable coincidir en un tema donde ha intervenido tanta gente. La rareza de algunas citas, como las de Krappe o las de Rubow, permiten, por otra parte, suponerle lo bastante enterado de lo que ya se había dicho, como para no coincidir en exceso.




Las tesis principales de Togeby, y otras

Puede decirse que son tres las ideas que presiden y proyectan la mente del investigador. Una, que las dos partes de la novela constituyen una unidad por oposición, en donde la Primera es el libro de la locura y la Segunda el libro de la curación.

Otra tesis es que en la Primera Parte del libro se tratan dos casos paralelos y complementarios de locura humana, la de Don Quijote y la de Sancho, como dos mitades inseparables de un mismo hombre histórico, diríamos hoy, alienado.

La tercera, y acaso la más importante, es la idea de que el hombre es «artífice de su propio destino», con palabras de la novela, contra la de un destino prefijado y de procedencia exterior al hombre.

Respecto a la primera tesis, ya vimos cómo la relación entre ambas partes del Quijote es vista por Togeby al modo dialéctico, pues lo que es causa (la locura) se convierte en efecto (la curación), y ya que el desarrollo de la Segunda Parte se debe casi por completo a una justificación literaria de la Primera. Añadiré por mi cuenta: hasta el punto de que cambia la perspectiva del autor y hace cambiar la del lector, pues ya no se presenta un relato que está creando a unos personajes, sino a unas personas reales que están creando su propia historia. Pensemos también que la genialidad de la Segunda Parte estriba también en haber hecho incompleta la Primera, en el supuesto, bastante plausible, de que Cervantes no siempre pensó en escribir una continuación, y es posible, como sugiere Togeby, que en ningún momento lo pensara, hasta que no tuvo la Primera parte prácticamente terminada. Por eso me parece un prodigio de relación dialéctica entre las dos partes, este invertir la relación entre causa y efecto, consiguiendo darle carácter de incompleto a algo que se piensa y se termina como completo. Es como crear hacia atrás, como corregir el pasado, lo que no ha dado poca enjundia teológica a problemas similares respecto de la divinidad.

La segunda tesis hace decir a nuestro autor que mientras Sancho «es la monomanía del cuerpo [...] Don Quijote es la del alma», y entiende que tan nefastas consecuencias acarrea una ideología y una educación que rompa el equilibrio integral del hombre por una parte como por la otra. De ahí también la necesidad de la Segunda Parte, que Togeby, usando terminología francesa, califica de «roman d'education», pues en ella tiende a corregirse el abismo que separa a los dos personajes, que no es el abismo, repetimos, entre un loco y un cuerdo, sino entre dos locos de distinta condición. «Pues no es sino mediante la educación recíproca del alma y del cuerpo como ha de formarse el hombre ideal». Se comprende así mejor la extraordinaria compenetración que va creciendo entre los dos héroes de la novela en su Segunda Parte.

Ocurre también que esta tesis, como la anterior, daría mucho más de sí. Bastaría prolongar la escisión del hombre histórico que simboliza la novela hasta los límites de la sociedad que así lo desgarra: la sociedad española de la segunda mitad del XVI, pero tan antigua como nuestra, si somos todavía sus herederos forzosos. Hablar, si no fuera alejarnos demasiado, de la esquizofrenia española (como Galdós hablaba de la paranoia, de la doble personalidad nuestra, la del hombre indigente y la de la mística arrebatada -a saber si no son la misma cosa-, que produjo seres deformes a ambos lados. De la dualidad irreductible que allí surge entre los españoles.

La tercera tesis permite a Togeby afirmar que «ciertas supuestas digresiones se explican a partir de este tema profundamente arraigado en la novela» (la del destino que brota del interior del hombre). Ahora bien, este decir que la fortuna procede del carácter no es una expresión que pueda leerse en un sólo sentido, sino hasta en dos perfectamente contrarios. En ello radica, nos parece, la ambigüedad filosófica de la novela, que tanto ha dado que escribir. En principio, se pensaría que estamos ante una defensa de la voluntad individual, con la que cada uno forja su suerte. Pero basta pensar que hay ciertos rasgos de ese carácter, que le dan a nuestra conducta una orientación inexorable. Por ejemplo, en el Quijote, la timidez de la que proceden ciertas acciones, según la lectura de Togeby. Una lectura según la cual todo consiste en aplicarnos a nuestras tendencias naturales para no errar el comportamiento. Así, la desdeñosa Marcela no hace más que seguir su naturaleza, que no le inclina hacia ninguno de sus rendidos amantes. Suspende por tanto sus decisiones, y elude toda responsabilidad, en nombre de una naturaleza cuyos designios ella sola conoce. Y cada vez estamos más lejos del llamado libre albedrío, al que también apela Cervantes en su prólogo. Y Don Quijote: «¿Quién fue el ignorante [...] que ignoró que son esentos de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus premáticas su voluntad?» (I, 50). Por un lado la pasividad, renacentista, del ideal de conducta de Marcela, que cree posible un equilibrio entre el ser y el devenir. Por otro, la acometividad barroca del parlamento de Don Quijote, pura acción, pura fuerza, puro querer. Es la novela la que presenta este trágico conflicto, el de las dos épocas que vivió Cervantes. Palmaria contradicción a veces: «Lo que te sé decir es que no hay fortuna en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas o malas que sean, vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí viene lo que suele decirse: que cada uno es artífice de su ventura» (II, 66). Los subrayados, claro está, son nuestros. ¿En qué quedar, señor don Quijote? ¿Es la providencia, o somos nosotros mismos? Bien se echa de ver que no existe más relación que la deseada entre la voluntad del cielo como causa y la voluntad del hombre como efecto. «Que el cielo, por extraños y nunca vistos rodeos [...] suele levantar los caídos y enriquecer los pobres» (II, 60), dirá otra vez, ya con total abandono de la participación humana.

Reforma, Contrarreforma. Duelo a muerte entre la predestinación y la salvación, que se alojó en muchos espíritus creadores de la época, causándoles esa secreta angustia que nos llega hasta hoy. Togeby, tal vez voluntariamente, no ha querido apurar su lectura. Otros, más decididos, acabaron perdiéndose. Américo Castro, por ejemplo, admite que el Quijote, como ideología, «rechaza tanto el medio social, como el espíritu de la época, o como un sino ineluctable», para decir en seguida: «Hace ver el Quijote cómo la realidad de la existencia consiste en estar recibiendo el influjo de cuanto pueda afectar al hombre desde fuera de él, y en estar transformando tales influjos en procesos de vida exteriorizables». Por fin, poco más adelante, la síntesis (el compromiso, más bien): «Su arte, (de Cervantes) consistió en fundir la concepción del vivir como una alternancia de «dentros» y «fueras» puramente fenoménicos [...] con la idea estoico-judaico-cristiana de alzarse el hombre sobre la roca de su voluntad y sobre la conciencia de la libertad íntima»189. El lenguaje se vuelve arcano, casi recetario. ¿Qué será esto de la libertad íntima? ¿Tal vez la libertad que piensan muchos hombres que les queda cuando no les queda libertad ninguna?

Podrían destacarse otros muchos detalles del análisis, aparte de las tesis principales. Uno de ellos, el punto de vista que hace de Rocinante el conductor de la trama y del sentido en la Primera Parte. La explicación del escaso papel de Sancho, pues resultaba redundante con el del caballo. El estudio del tiempo, siempre decisivo en el relato, sobre la distinción entre tiempo objetivo y tiempo subjetivo, de cuyo enfrentamiento surge la durée bergsoniana, clave también en el sistema de Lukács, hacia la objetivación del primer fundamento novelístico: dar la sensación de una vida que discurre en todo semejante a la vida misma. Togeby, en esto, coincide con los otros muchos críticos que han aceptado este valor fundamental del Quijote: ser la primera novela que realmente consigue producir esta impresión de vida completa.

Alguna pequeña objeción: no entendemos por qué Togeby le niega a Don Quijote el valor de portavoz de la opinión de Cervantes cuando el hidalgo dice que su historia debió escribirla «algún ignorante hablador» (II, 3), y en cambio se lo acepta al canónigo, en materia similar -preceptiva literaria- y hallándose éste casi de acuerdo con Don Quijote (I, 47). ¿Tanto le repugnaba a Togeby, según el contexto de la primera cita, que Cervantes tuviera alguna vez la sensación de llevar adelante un invento dislocado? ¿No es el vértigo de la genialidad el que suele producir caídas instantáneas en el abismo de la duda?




La ideología de Cervantes190

Cierto es que Togeby ahonda poco en esta cuestión, en este enigma de siempre. ¿Cuál era realmente la actitud de Cervantes ante el mundo, su concepto de las cosas todas, tanto grandes como pequeñas? Se limita el danés a enfrentar la tesis del Cervantes progresista con la del reaccionario, sin abonar ni la una ni la otra, sino terciando con una afirmación demasiado abstracta: «Cervantes es ante todo un espíritu independiente». Es lo que piensa también Entwistle y tal vez Américo Castro con aquello de la «libertad íntima». «A Cervantes y a sus personajes no les inquieta que el mundo de los hombres progrese o retrograde», añade este mismo autor, y amplía un poco después: «El mundo hispánico a que Cervantes pertenecía nunca pretendió mudar la estructura de la realidad inyectando en ella nuevas ideas»191. Bien es cierto. Pero, ¿hemos de aguardar a que el mundo mude sus estructuras, o somos los hombres quienes tendremos que cambiarlo?

Nos encontramos, pues, ante una conocida pirueta: descomponer el mundo, con la mente, en dos mitades (el hombre/la sociedad), creerse que lo que uno piensa es así por el mero hecho de pensarlo, y proceder en consecuencia: Cervantes se salía del mundo cada vez que quería. Proyectar una vez más la entelequia del hombre apolítico, o del intelectual-espectador, olvidando que toda inhibición, absentismo o indiferencia ante los problemas del mundo, caen inevitablemente del lado de la reacción inmovilista.

Desde luego, buena parte de las citas que elige nuestro autor servirían para una defensa del Cervantes retrógrado, disfrazado del hombre apocalíptico que quiere Togeby y que todo lo deja a la resolución de las cosas naturales, incluida la muerte. En conjunto, si ello fuera así, y sólo así, se trataría de adaptar al espíritu moderno la viejísima justificación medieval del estado de las cosas, esperadas de la muerte, del amor y de la providencia para ser iguales, mientras los hombres las padecemos diversas en el espejismo de la vida. Y de una perfecta maniobra de integración formal en la estructura de la novela que, repetimos, desde el Quijote quiere ser en todo semejante a una vida. Pero como esa vida es un espejismo, algo que no se entiende si no es después de la muerte, ¿dónde está el verdadero modelo para construir una novela? En ningún otro sitio más que en la ideología reinante... o en la mente de Dios, claro. Ya hemos visto, sin embargo, que la relación de don Miguel con la divinidad (II, 66) resultaba poco convincente, al tratar de unir la libertad individual con la providencia de los cielos, simplemente poniendo lo uno detrás de lo otro.

Cervantes, habrá que creer, fue tan genial que transformó el modelo medieval metafísico de la explicación del mundo, en modelo de la ideología cristiano-conformista (más tarde burguesa), basada principalmente en la contradicción, en la renuncia moral a lo que se posee o no posee; todo ello amparado por el designio de la naturaleza. Dicho más crudamente: ideología basada en un secreto y mórbido aferrarse a las cosas del mundo, bajo la apariencia de un gran desprendimiento moral, «íntimo». Y lo contrario también: la forzada renuncia a los bienes materiales por aquellos que saben que nunca podrán alcanzarlos en una determinada estructura social, en la que todo está ya repartido.

Es el caso de Sancho, el de sus muchos quebraderos de cabeza y resignaciones morales, por no dolerse de la pérdida de su Ínsula, apelando a la perfección de su estado natural, que en modo alguno es el de ser gobernador. Dios hizo así el mundo y él sabrá por qué. La única pista que me dejó para poder ser feliz es no querer salirme de donde me encuentro, pues esa es mi naturaleza. Como se ve, los dos extremos del razonamiento, Dios y la naturaleza, le dan una apariencia de verdad total. Lástima que entre lo uno y lo otro se haya escapado un detalle: el hombre histórico.

Pero, ¿era esto de verdad lo que pensaba Cervantes? Cuidado: la resignación de Sancho está trucada. Sancho no se desengaña de sus ambiciones por lo mal que le ha ido, sino por lo mal que le han hecho creer que le iba. Todo es a fuerza de comedia y de burlas, no de realidades. En la realidad, Cervantes nos deja dicho que Sancho hubiera sido un magnífico gobernador. Es una estructura social entera, encabezada por los duques, la que ha ido poniéndole dificultades ficticias a su natural talento político, hasta hacerle creer que no sirve para las alturas.

Ocurre, como decíamos al principio, que hay que analizar siempre en qué medida armonizan o se contradicen los tres niveles del relato. Acabamos de ver una contradicción fundamental entre dos elementos del paradigma: lo que significa la anécdota (Sancho gobernador de mentira) y los valores no anecdóticos (las desilusiones de Sancho en su engañado pensamiento). El tercer nivel, el del autor, ¿con cuál de los dos anteriores está? Hasta ahora se ha venido tomando como más fidedigno lo que el autor expresa en forma de sentencia (las sentencias de Sancho dando por buena su caída), pero ¿no sería hora de ir tomando por más verdadero lo que significa el argumento? Es un problema de elección. Pero no se olvide lo que tantas veces se ha dicho: que si Cervantes hubiera querido escribir un tratado, lo habría hecho con toda claridad, y no una novela tan complicada y tan larga. ¿Qué se lo hubiera impedido?





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