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Historia de un adulterio1

La muralla de los intereses creados

Víctor Ruiz Iriarte

Gregorio Torres Nebrera (ed.)



El penúltimo día del mes de febrero de 1969 se estrenaba, en el teatro Valle Inclán de Madrid, la comedia (o algo más que comedia, cuasi drama con gotas de farsa) de Ruiz Iriarte Historia de un adulterio. Era uno de los estrenos de una temporada que destacó en la programación de autores españoles -¡qué distinta situación a las carteleras de ahora!- pues en esa misma anualidad subieron a las tablas obras de Lauro Olmo (English Spoken), Calvo Sotelo por partida doble (El inocente y Una noche de lluvia), Alonso Millán, que también hizo doblete (Estado civil: Marta, uno de sus pocos dramas de cierta intriga, y El alma se serena), Jaime Salom (Los delfines), Mihura (Solo el amor y la luna traen fortuna), el inevitable Alfonso Paso ya en decadencia, pero con cuatro títulos para ese año (Atrapar a un asesino, Por lo menos tres, España es diferente y El armario), el veterano Pemán (...Y en el centro el amor) y fue la temporada en la que se presentó en Madrid una de las obras más taquilleras del teatro contemporáneo, La casa de las Chivas, del antecitado Salom. Junto a los dramaturgos y títulos referidos debe mencionarse una nueva obra del ya desaparecido, para entonces, Casona, que no se había visto en España -Siete gritos en el mar, escrita en el 52- y el estreno del premio Lope de Vega de 1968, que había recaído en el texto de Manuel Pombo Angulo Te espero ayer. Y hubo estrenos de dos dramaturgos ocasionales, y sin embargo de cierto éxito de público cuando concurrían a la escena: el periodista Emilio Romero (Solo Dios puede juzgarme) y el sacerdote José Luis Martín Descalzo (La hoguera feliz, visión autóctona de la heroína francesa Juana de Arco).

Entre los autores foráneos, el aficionado espectador de entonces pudo ver obras de André Roussin (Los huevos del avestruz), de Graham Green/Pemán (El amante complaciente), de Sacha Guitry (Solo para hombres), de los muy taquilleros Barrillet y Gredy con su renombrado éxito Cuarenta quilates, del amable y un poco cursi Peter Ustinov -actor prestigioso metido a dramaturgo- con El amor de los cuatro coroneles, una inocente sátira de la Guerra Fría; y, junto a los mencionados, otros títulos de mucha mayor relevancia. Así el Marat-Sade de Peter Weiss, el Don Juan o el amor a la geometría de Max Frisch, además de Biografía, o el Delicado equilibrio de Edward Albee, y hasta una particular versión de un Luigi Pirandello menor (Il berreto a sonagli) que en el Reina Victoria madrileño se tituló Testigo usted, testigos todos. En el ámbito de los teatros de cámara, experimentales o café-teatro emergieron textos de Vicente Romero, José Ruibal, José Camón Aznar o Eugenio d'Ors.

El premio teatral «María Rolland» de esa temporada fue, precisamente, para la obra que me ocupa, Historia de un adulterio, y para una de sus intérpretes, Amelia de la Torre. Porque la compañía encargada de llevar este texto hasta un escenario fue la de la mencionada actriz y su marido Enrique Diosdado (que dirigió la función) acompañados de Alberto Bové, Gloria Cámara, Joaquín Roa y (dato para la curiosidad de la pequeña historia del teatro contemporáneo) un pinito actoral de la destacada dramaturga, hija del director, Ana Diosdado, algunos años antes de que fuera una agradable sorpresa, y un gran éxito en el mismo teatro, con su obra Olvida los tambores. La verdad es que no fue mala la temporada en la que Ruiz Iriarte incluyó una de sus últimas comedias.

La Autocrítica aparecida el día del estreno en el rotativo abc iba en estos términos:

Esta es la historia que alguien -Ernesto Luján, hombre importante y poderoso, dueño y señor de un fabuloso rascacielos de cristal- tiene que contar, aun a su pesar, esta noche, precisamente, y no cualquier otra noche. Porque poco antes de la cena, cuando, como todas las tardes, los trocitos de hielo brincaban optimistas en el fondo de los ricos vasos de whisky, ha sucedido algo insólito: un reloj invisible, «colgado en el vacío», cuyo tictac tantas veces pasó inadvertido a lo largo de los años, ha marcado la hora inesperada y trascendental. Historia de un adulterio es, pues, la versión escénica de un sobresalto íntimo. En verdad, un problema de conciencia. Este contar a un confidente ocasional lo que ha sucedido, mientras todos vemos -o presentimos- lo que está sucediendo, da lugar a un despreocupado y desenvuelto -pero justo y puntual, eso sí- juego con el tiempo. El humor, en las palabras y en las situaciones, envuelve, ojalá que con eficacia, el desarrollo de la patética confesión. Y hasta parece evidente una cierta armonía entre lo más profundo y lo más superficial. Pero ¿quién es capaz de medir, en estas vísperas del estreno, la distancia que hay de lo pretendido a lo logrado? De momento, permítase al autor que se acoja a la más viva realidad que tiene ante sí: la espléndida interpretación que Amelia de la Torre, Enrique Diosdado y sus actores dan a los personajes de Historia de un adulterio.

El entonces crítico del diario Madrid, Elías Gómez Picazo consideró la obra bien pensada y bien escrita y «en la que se juega con el tiempo de manera admirable», señalando como una de las principales cualidades teatrales de este texto que sea el resultado de dos flash-back encadenados en un corto tiempo de representación (rigurosas las unidades de lugar y tiempo), de modo que «su mayor dificultad y mérito estriban no en lo que la comedia dice, sino en la manera como lo dice». José María Claver (en Ya) sintetizaba el meollo de la pieza diciendo que en ella «un hombre toma conciencia de sí mismo y de lo que él ha hecho con su vida y de lo que su vida ha hecho con la vida de los demás». Y añadía unos párrafos adelante que «humor y dramatismo entrecruzados, con leve cadencia lírica final -leve y desolada- hacen de esta «historia» una de las piezas más veraces, intensas y logradas, para nuestro gusto, de toda la dramaturgia de Víctor Ruiz Iriarte». Desde las páginas de abc Lorenzo López Sancho la analizaba con precisión: «Digamos que Ernesto Luján, el protagonista de Historia de un adulterio, nos obliga a seguirle en un viaje circular en torno de su conciencia, que se inicia al despertar esta y se termina al tomar una decisión. Una decisión que es un fracaso individual. Un fracaso, por lo demás, inevitable. Y ahí es donde está la lección profunda a que nos invita el comediógrafo. Ésta: nuestros hechos son irreversibles. Nuestros actos prefijan, construyen nuestro destino y el de los otros -algo hay de sartriano en todo esto- y nos encierran en una órbita a la que no podemos arrancarnos».

Este apunte de otra perspectiva de análisis fue de José de Juanes (Arriba): «La incógnita queda flotando en el aire al terminar la función. El marido puede ser un gran inocente o un gran cínico. Las que ya no podrán librarse del peso de su ambición son las mujeres, puesto que aun el culpable más aparente -esto es, el amante- ha querido limpiarse con el gesto excesivo de la total renunciación». Juan Emilio Aragonés sentenciaba desde una columna del diario Informaciones que «la obra de Ruiz Iriarte comienza de verdad en el segundo acto» y consideraba todo el primero como un precedente demasiado prolijo y monótono. Y resumía su interpretación de la historia como «la escenificación de un problema de conciencia, abundante en frases ingeniosas y con un segundo acto desarrollado mediante una situación de capital interés tensamente mantenido». Aragonés descalificaba en parte el remate de la pieza como «una concesión rosácea con el enfrentamiento de lo que la pareja protagonista exigía treinta años atrás y lo que la vida les ha deparado», a modo de una evasión más en las que tantas veces había abundado el teatro de Ruiz Iriarte. Finalmente García Espina (Hoja del Lunes) utilizaba elogiosamente la metáfora del juego de naipes para redactar su crítica un poco críptica: «Ruiz Iriarte hace volar sus naipes por la escena, dejando ver solo el que quiere y cuando le interesa. El rey, el caballero y las damas saltan a cada instante desde su velado misterio, en un afán apasionado de ligar la baza definitiva, que el escritor nos hurta después, habilísimo, cuando ya la teníamos entre los dedos».

En los análisis que en su momento dedicó García Ruiz a esta emblemática pieza de la última etapa del dramaturgo, se afirmaba:

Historia de un adulterio (1969) es la obra más representativa de las preocupaciones de Ruiz Iriarte en este periodo de madurez. Consiste en la dramatización de un problema de conciencia individual suscitado por la influencia del pasado de un hombre, Ernesto Luján, en su actual capacidad de decisión, limitada trágicamente por los condicionamientos que él mismo se ha ido imponiendo insensiblemente con el paso de los años. (1987a, 232)

O, como señala en otro lugar: «Es la responsabilidad insoslayable de nuestros actos que nos condiciona inevitablemente» (1987b, 197). García Ruiz apunta también algo fundamental a la hora de abordar el análisis de esta comedia dramática: el uso del tiempo escénico, pues técnicamente el juego con el tiempo es el eje narrativo de la obra. El presente actual de la acción convive con el pasado inmediato que Ernesto «narra» al doctor, y va intercalándose con él. Ese pasado introducido desde el presente, generalmente por Ernesto, se actualiza porque se teatraliza y, sin dejar de ser pasado, vuelve a acaecer. (1987a, 233)

Y a este aspecto el mismo estudioso y crítico dedicó otro trabajo académico en el que concluye que «en virtud de un hábil y original mecanismo de concentración temporal Víctor Ruiz Iriarte ha logrado una obra pletórica de teatralidad en que se actualizan, dentro del estrecho marco de la representación, acontecimientos sucedidos a lo largo de treinta años» (1987c, 14).

En efecto, la confección escénica de esta pieza consiste en la conversación-narración-información de un paciente y de su mujer a un médico, que ha sido reclamado de urgencia, más la evocación final de una página del mutuo pasado de los cónyuges. Esas conversaciones y los recuerdos últimos se reviven ante los espectadores tal como dicen los informantes que ocurrieron, de modo que el receptor recibe una gran parte de lo que ocurre en el escenario desde la sucesiva focalización de Ernesto (el acaudalado hombre de negocios) y Adelaida, su esposa. Y más exactamente lo que allí se narra, se dirige a un receptor interpuesto, el médico convocado, que funciona solo a modo de testigo-delegado y ficticio del testigo auténtico que era el público de cada tarde/noche en el teatro Valle Inclán. Y que permanece alternativamente dentro/fuera de la acción (según estemos en el tiempo de la representación o en el tiempo de lo representado) sentado en un sillón colocado en un ángulo del escenario y muy en primer término, casi en el terreno de la platea, o lindando con ella (es, al fin, un ficticio espectador).

Ernesto un buen día hace un parón en la alocada carrera de su vida, mira a dónde ha llegado, valora lo que ha hecho, y concluye que solo engaño, hipocresía, infidelidad, es lo que encuentra, como balance resultante, entre muchos papeles, dictáfonos, almuerzos de trabajo y golpes en la espalda. Enrique hasta ese momento ha sido una fotocopia más del ejecutivo de empresa que vive a todo confort, que alterna su anodina, convencional vida conyugal con la también anodina pasión de la querida de los jueves, que dispone del dinero suficiente para ordenar a su modo todo lo que le rodea, que se sabe envidiado, si no odiado, por sus subalternos, y que no cree en casi nada, sobre todo en el amor y en la amistad, peones y comodines necesarios en su fingimiento para que siga adelante un preferente status entre la educada vileza y la soportable y conveniente hipocresía. Es la historia de un adulterio que va más allá de la relación extramatrimonial de una pareja concreta. Es el análisis de un sector social -la alta burguesía- que está adulterada de principio a fin.

Es la tesis del dramaturgo que quiere denunciar, y para ello hace que su protagonista se detenga en medio del camino, cobre conciencia (al menos en su caso particular) de lo indicado en el párrafo anterior y decida girar ciento ochenta grados el rumbo de la nave, que él dirige, pero en la que no solo él va embarcado. Demasiado tópico en la primera parte del camino; demasiado heroico, fatalmente heroico en la segunda. De esa decisión, más que de esa denuncia, surge el conflicto, el desequilibrio, la zozobra de la nave que es preciso volver a gobernar como siempre se ha hecho. En la obra parece que va a ocurrir mucho, nos llama a rebato, nos desasosiega por unos minutos, pero luego nos tranquiliza porque todo ha sido una falsa alarma y el viaje sigue por el carril previsto y a la velocidad acostumbrada. Es más, de la pasajera crisis no se destruye nada sino que «se apuntala» y «se mejora» todo. Ruiz Iriarte mira por un momento al rebelde «enemigo del pueblo» de Ibsen, pero acaba guiñando el ojo a los «intereses creados» benaventinos, y con ellos se queda. Valga que por unos minutos, al menos, haya levantado el pastelón de tanto oropel y nos enseñara miserias que hay muy pronto que tapar. Que hayamos visto tendidos los trapos sucios, aunque no los lavemos del todo, ya es algo. La corrección de costumbres que la comedia, desde Cervantes, proponía, por algo empieza.

Ernesto ha mercadeado poder por deshonor y ha hecho de un gris abogado con mujer atractiva y complaciente el centro de murmuración de su empresa. Poco le ha importado, hasta esa noche, que su mujer lo sepa infiel, que su más cercano colaborador (que además se reputa de íntimo amigo) sea un cornudo por sus manejos, que esté izado en una torre de podredumbre. Hasta aquella noche (tiempo de la representación) no le ha inquietado nada de eso, pero de pronto le da por ponerse en el lado del otro, a preguntarse si el gris colaborador ascendido al estrellato sabe que no lo ha sido por sus méritos profesionales, sino por las concesiones de su joven esposa en el tálamo ajeno, y entonces le llega su personal caída del caballo, y su deseo de vengarse de ellos jugando a querer ser «un hombre nuevo» y, sobre todo, de ponerlos a prueba, de enredar un poco sádicamente con el entorno que más cerca tiene: esposa, amante y amigo engañado. La situación tiene morbo, como en la ruleta rusa: abandonar el barco y que los demás vean qué hacen con sus vidas e intereses. Un oportuno amago de infarto (solo amago, que ni clínica ni farmacopea necesita) viene como tabla de salvación de los seguros damnificados: es la tregua que necesitan para que Ernesto rebobine (en su relato al doctor) y recapacite. El ataque cardiaco (con resultado de muerte) que Calvo Sotelo se sacaba de la manga para que el converso de su drama La muralla quedara en paz con su conciencia, sin necesidad de hacer efectiva la vergüenza y la pobreza de su familia, lo usa también aquí Ruiz Iriarte, pero como un resorte para justificar la «segunda oportunidad» o la continuidad reforzada de lo mismo. Y sin que el protagonista reciba (o quiera recibir) contestación plena a su curiosidad: saber si Jorge es consciente o no de ser un marido engañado. Claro está que unas patéticas palabras del personaje, la única vez que pierde el control, o se quita la máscara, nos dan suficientes pistas para pensar que lo sabe, o lo intuye con demasiada certeza, pero oficialmente su ignorancia, su buena fe, su confianza en la esposa -su máscara- es lo que allí, en la amistosa reunión, se declara oficialmente. Cada oveja con su pareja, sin cruces inconvenientes.

Pero en la reacción del banquero Luján cabe preguntarse: ¿lo hace por remordimiento sincero, por hastío de su actuación innoble e inmoral, por aspirar a cambiar la piel del financiero sin escrúpulos que es, o por otro motivo? Naturalmente que Ruiz Iriarte juega a una cierta ambigüedad y deja el veredicto a la reflexión del espectador, representado físicamente en el médico de urgencias. Pero es muy posible que Ernesto Luján actúe de forma tan desmedida (para los otros) cuando se da cuenta de que, en el fondo, es el instrumento -y solo eso, en su egoísta deseo autexculpatorio- del que se vienen sirviendo esposa, amante y colaborador para vivir en un status que les compensa, que les halaga al precio que sea, cerrando los ojos a sus respectivas dignidades individuales. Por ello decide (y la decisión dura solo unos tensos minutos, los que preceden al amago de infarto ocurrido poco antes de que se levante el telón) dejar todo, apearse de la torre de cristal, y vivir una vida que será tranquila, equilibrada, sincera para él, pero que arruinará todas las ambiciones, todos los lujos, toda la frivolidad en que se apoyan las respectivas vidas de Jorge, Rosalía y Adelaida. Ernesto presenta esta renuncia (disociación entre el hombre puro y el banquero contaminado) como un acto de honradez y reposición hacia sus «víctimas», pero en el fondo lo hace por exceso de soberbia y unas gotas de sadismo. Por ello su conato de decisión se volverá contra él mismo.

Pero debemos notar que los términos exactos de esa renuncia, de esa ruptura del nudo gordiano (la metáfora con la que Ernesto se refiere a la situación de marras) nos llega focalizada desde el punto de vista de los damnificados, que se oponen a ella y que la presentan como signo inequívoco de la enajenación del banquero, y causa suficiente para incapacitarlo legalmente y recluirlo en una casa de salud. Y, por tanto, es probable que esté interesadamente manipulada o exagerada. Es posible que Adelaida la cuente escorada hacia su interesado diagnóstico de locura. La explicación de Ernesto que Adelaida pone en sus labios peca de retoricismo, y acude a una interior lucha de contrarios que evoca controversias unamunianas de filosófico calado:

y he descubierto también que este hombre que soy yo odia con toda su alma a ese personaje que le envuelve y le asfixia. Y el hombre -¿comprendes?- ha decidido acabar con el personaje ¿Cómo puede ser eso? Pues es muy fácil: destruyendo al personaje, arrojándolo de su pedestal, a puntapiés si es preciso.

Y frente a esas razones, incomprensibles para los que están cómodamente instalados en su status y parece que han perdido todo riesgo de mala conciencia, la muralla, la oposición y el tachar al rebelde de cobarde o de egoísta. Son los tres beneficiados o damnificados con lo que haga o deje de hacer Luján los que lo cercan con sus razones pragmáticas y egoístas de vida de éxito y relumbrón, porque están vinculados al gran hombre, y solo por eso. Cada uno de sus contrincantes (porque eso son ahora para Ernesto los otros tres personajes) expone las razones que le llevan a no coincidir con los propósitos de cambio -de catástrofe- del financiero; Ernesto los escucha con bastante perplejidad, y tras un tiempo de reflexión (el que transcurre mientras Adelaida informa de los hechos al médico y a nosotros, espectadores) toma la decisión que tiene la verdadera almendra moral de la obra, alejada de inverosímiles desafíos al destino y quijotescos pasos adelante. Lo que verdaderamente impacta a Ernesto, lo que le produce el episodio clínico que marca un antes y un después en su vida, no es su conciencia de verse dominado por el canalla de personaje que ha interpretado hasta ahora, sino la reacción en contra de quienes creía sus más cercanos cómplices en su camino de Damasco. Le sorprende la parecidísima postura frívola de la esposa y de la amante en dos respectivos parlamentos que las retratan de cuerpo entero, y, sobre todo, el ambicioso cinismo de Jorge, lo que le hace llegar a una decepcionante solución: «¿Es que de todos modos tengo que seguir siendo un canalla?». Jorge se niega a saber la verdadera causa de su irresistible ascenso, y tanta hipocresía trufada de cómoda cobardía es lo que verdaderamente le conmueve a este «regeneracionista de un minuto».

El epílogo de la obra, tras el oscuro que marca el final del segundo acto, es también el ensamblaje de dos tiempos que discurren ante nuestros ojos de espectadores. Por una parte, recuperando el tiempo de representación, y ante el mismo médico-testigo, el desenlace, el reequilibrio, y la moraleja: Ernesto Luján dará marcha atrás a sus propósitos, aceptará que ha de seguir con las consecuencias de su error vital, que esa es la condena que nadie le dejará descargar de sus hombros, pero además se confirmará a sí mismo, y nos confirmará, que vive (vivimos) en una sociedad adulterada, en la que el parecer está por encima del ser, y en la que tocar poder y prestigio, del orden que sea, prima sobre cualquier principio de dignidad. Ser dignos, y a cambio no ser para los demás sino nadie, es un negocio que no se lleva. Así formula Luján, con su pizca de ironía final, la tesis de la obra: «No se puede deshacer el nudo. No se puede volver a empezar. No se puede retroceder, no se puede. La vida no lo permite. Y después de todo, quizá sea esto lo justo». Pero se hará acompañar de un nuevo cómplice y compañero de viaje, ascendiendo a vicepresidente de la empresa («serás como yo mismo») a Jorge Aguirre. Al personaje entonces, sintiéndose ya izado al pedestal que siempre anheló, le traiciona el subconsciente y desde lo que cree su recién estrenada fuerza, muestra su auténtica debilidad. Lo que tanto intrigaba a Ernesto, sale a la luz: Jorge sabe que está en boca de la gente por marido burlado y necesita subir unos peldaños de golpe para que la balanza se incline del lado de su dignidad de chequera e influencias, para hacer callo a sus sentimientos de honra. Pero antes tiene que vomitar su angustia y su asco, en una concesión amarga, momentánea, que al día siguiente no será más que el leve recuerdo de un incidente sin importancia. ¿Se puede ocultar la verdad llamándola calumnia? A los demás, no, pero a nosotros mismos...

El tiempo revivido (remoquete liricoide que a algunos críticos les pareció innecesario) viene de más atrás, de treinta años antes, para que atisbemos por la rendija del común recuerdo de Adelaida y Ernesto la prehistoria de éste, el punto cero de lo que pudo ser un buen hombre, justo y digno, algo soñador, y ha acabado en un respetable, y temido, rico que pone su dignidad, y la de otros, a jugar diariamente en la bolsa. Así la adulteración social diagnosticada empezó en alguien que se dejó captar y digerir por la sociedad capitalista y de consumo, con su cohorte de frivolidades, apariencias y engaños, y acabó siendo un destacado militante sin vuelta atrás. Seguir en ello y arrastrar con él en la riada a otros cómplices, no otras víctimas, que como Ernesto tal vez pensaron alguna vez (como los románticos jóvenes que materializan en la escena sus recuerdos) que «la vida es buena, bonita y maravillosa», algo que a Ernesto, a Adelaida, a tantos... les parecería imposible haberlo concebido como algo compatible con lo puro, con lo no adulterado.




Obras citadas

  • GARCÍA RUIZ, Víctor. Víctor Ruiz Iriarte, autor dramático. Madrid: Fundamentos, 1987a.
  • Víctor Ruiz Iriarte, análisis semióticos. Madrid: Fundamentos, 1987b.
  • «Los planos temporales en Historia de un adulterio de V. Ruiz Iriarte». Da Semiótica: Actas do i Coloquio Luso-Espanhol e do ii Luso- Brasileiro de Semiótica. Lisboa: Vega Universidade, 1987c. 9-16.
  • Historia de un adulterio. Colección Teatro, 619. Madrid: Escelicer, 1969.
  • Historia de un adulterio. Teatro español 1968-1969. Ed. Federico Carlos Sainz de Robles. Madrid: Aguilar, 1969. 305-71.

Edición y notas de Gregorio Torres Nebrera

Historia de un adulterio

Comedia en dos actos

Esta comedia se estrenó en el teatro Valle-Inclán, de Madrid, la noche del 27 de febrero de 1969, con el siguiente reparto





PERSONAJES
 
ACTORES
 
ADELAIDA.AMELIA DE LA TORRE.
ROSALÍA.GLORIA CÁMARA.
LA MUCHACHA .ANA ISABEL DIOSDADO DE LA TORRE.
ERNESTO.ENRIQUE DIOSDADO.
JORGE.ALBERTO BOVÉ.
EL DOCTOR.JOAQUÍN ROA.
EL MUCHACHO.ALBERTO CRESPO.



ArribaAbajoActo I

 

Un pequeño salón, íntimo y acogedor, puesto con esmero, riqueza y buen gusto, en un suntuoso hotel particular enclavado en un elegante barrio residencial de las afueras. Al fondo, una espaciosa entrada diáfana. A la derecha -lados del público-, una puerta pequeña, y más allá, otra, de dos hojas, en chaflán con el fondo. A la izquierda, una terraza sobre el jardín, que es, prácticamente, una prolongación del salón. En el jardín se advierten muchas plantas verdes. En esta zona de la izquierda, muy en primer término, hay dos sillones. En el sector de la derecha, un cómodo sofá con una mesita delante, llena de cachivaches, periódicos y revistas. Unas flores. Son las diez de una noche de primavera. Todas las pantallas2 están encendidas.

 
 

Cuando se alza el telón, en escena se hallan ADELAIDA -toda una dama, exquisitamente vestida-, ROSALÍA -una radiante mujer de unos treinta años- y JORGE, que es un hombre desenvuelto de buen aspecto. Los tres, en pie, en el centro del salón, están mirando muy inquietos, con una gran ansiedad, lo que sucede en el interior que corresponde a la puerta de la derecha, que está abierta.

 

ADELAIDA.-   (Muy impaciente.)  ¡Jesús! Pero ¿qué hace ese médico?

ROSALÍA.-  ¡Mujer! Le está reconociendo...

ADELAIDA.-  ¿Todavía?

ROSALÍA.-  ¡Naturalmente!

ADELAIDA.-  ¡Qué pesado!

 

(ADELAIDA, inquietísima, empieza a pasear de un lado a otro.)

 

JORGE.-  Calma, calma...

ADELAIDA.-  ¡Jorge! ¿Tú crees que ese médico que nos ha caído del cielo es de fiar?

JORGE.-  ¡Por favor! ¡Adelaida! ¡Un poco de calma!

ADELAIDA.-  ¡Oh!

 

(ROSALÍA, que continúa atisbando lo que sucede en el interior de la otra habitación, exclama:)

 

ROSALÍA.-  ¡Ay! ¡Ya!

ADELAIDA.-  ¿Qué?

ROSALÍA.-  ¡Ya! ¡Ya viene el doctor!

ADELAIDA.-  A ver...

 

(En la puerta de la derecha aparece EL DOCTOR. Es un viejecito terriblemente desaliñado. Trae entre las manos un estetoscopio, todavía desplegado, con el que, sin duda, acaba de auscultar a alguien. Parece un poco intrigado.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Hum! Ta, ta, ta...

ADELAIDA.-   (Impacientísima.)  Hable, doctor.

ROSALÍA.-  Diga...

JORGE.-  ¿Qué?

 

(EL DOCTOR, pensativo, lanza una mirada al interior de la habitación que acaba de abandonar, y luego, vuelto hacia ADELAIDA, ROSALÍA y JORGE, inquiere con muchísimo interés:)

 

EL DOCTOR.-  ¡Je! Dígame...

ADELAIDA.-  Sí...

EL DOCTOR.-  Por curiosidad, ¿ese señor está enfermo?

 

(ADELAIDA, JORGE y ROSALÍA se quedan estupefactos. Y los tres a un tiempo:)

 

LOS TRES.-  ¿Cómo?

ROSALÍA.-  ¿Qué dice?

ADELAIDA.-¡  Doctor! ¿Y es usted quien lo pregunta?

EL DOCTOR.-   (Sonríe.)  Bueno. Quiero decir que si padece alguna enfermedad crónica...

ADELAIDA.-  ¡Oh! Bueno, el reuma, un poco de gota3...

ROSALÍA.-  También se queja del hígado...

JORGE.-  Dice que tiene la tensión alta...

EL DOCTOR.-   (Satisfecho y concienzudo.)  Vamos, lo normal. Como todo el mundo.

ADELAIDA.-  ¡Oh!

EL DOCTOR.-   (Muy en funciones4.) Bien, bien, bien. ¿Qué ha pasado?

ADELAIDA.-   (Inquieta.)  ¿Cómo? ¿Quiere usted saber lo que ha pasado?

EL DOCTOR.-  ¡Naturalmente!

 

(ADELAIDA, ROSALÍA y JORGE se miran en silencio, con una evidente turbación.)

 

ADELAIDA.-  ¡Jesús! ¡Qué curiosidad!

ROSALÍA.-  Pues si no ha pasado nada...

ADELAIDA.-   (Puntual.)  Bueno, hijita. Haz memoria. La verdad es que estábamos discutiendo...

EL DOCTOR.-  ¿Discutiendo?

JORGE.-  Verá usted, doctor. Discutiendo, lo que se dice discutiendo...

ADELAIDA.-  Sí, sí, sí. ¡Discutíamos!

JORGE.-  ¡Je!

ADELAIDA.-  ¿Por qué negarlo? Todo el mundo tiene derecho a discutir.

ROSALÍA.-   (Vivamente.)  ¡Pero nosotros tres estábamos de acuerdo!

ADELAIDA.-  ¡Naturalmente! Porque teníamos la razón. ¡Toda la razón!

JORGE.-  De pronto, él, en plena discusión, se excitó un poco...

ROSALÍA.-  ¡Se puso muy pálido...!

ADELAIDA.-  Le dio como un vahído, pobrecito, y cayó ahí, en ese sofá...

EL DOCTOR.-   (Muy interesado.)  ¡Ah! ¿Sí?

ADELAIDA.-  ¡Sí!

ROSALÍA.-  ¡Así! Así fue...

JORGE.-  Así mismo...

EL DOCTOR.-  ¡Hola! Entonces ya está todo claro. Probablemente, en medio de esa violenta discusión que ustedes sostuvieron, ocurrió algo que a él le produjo una fuerte impresión...  (Un levísimo silencio.)  ¿No es eso?

 

(ADELAIDA, ROSALÍA y JORGE, casi inconscientemente, vuelven a mirarse.)

 

JORGE.-  No sé. Yo, ahora, no puedo recordar.

ADELAIDA.-  Yo tampoco...

ROSALÍA.-  Fue todo tan rápido, tan inesperado...

ADELAIDA.-   (Dolorosamente.)  ¡Un susto! ¡Un susto espantoso doctor! Figúrese que estábamos tomando una copa, haciendo tiempo para sentarnos a la mesa y cenar...

EL DOCTOR.-   (Sinceramente.)  ¡Qué trastorno!

JORGE.-  Naturalmente, en seguida llamamos a la clínica de urgencia...

EL DOCTOR.-   (Muy ufano.)  ¡Je! Y a los pocos minutos llegaba yo...

JORGE.-  Sí, señor.

EL DOCTOR.-  ¡Ah! Es que estamos muy bien organizados...

 

(Y en ese momento se oye, dentro, la voz de ERNESTO.)

 

ERNESTO.-   (Dentro.)  ¡Adelaida!

LOS TRES.-   (Vivamente.)  ¡Ay!

ADELAIDA.-  ¡Me llama!  (ADELAIDA, en una viva transición, seguida de ROSALÍA y JORGE, marcha hacia la puerta de la derecha. Los tres van contentísimos.)  ¡Ernesto! ¡Cariño!

ROSALÍA.-  ¡Ernesto! ¡Cielo!

JORGE.-  ¡Ernesto! ¡Muchacho!

 

(Entran los tres en la habitación. Y se oyen sus voces.)

 

ADELAIDA.-   (Dentro.)  ¿Estás bien?

ROSALÍA.-   (Dentro.)  Pero ¿bien, bien? ¿De verdad?

JORGE.-   (Dentro.)  ¿No te duele nada? Habla, Ernesto, di algo...

 

(Un largo y profundo silencio. Y por donde se fue surge ADELAIDA disparada, indignadísima, casi huyendo.)

 

ADELAIDA.-  ¡Grosero!

EL DOCTOR.-  ¡Je!

ADELAIDA.-  ¡Grosero! ¡Maleducado! ¡Ordinario!

 

(Entra ROSALÍA, sofocadísima.)

 

ROSALÍA.-  ¡Jesús! ¡Qué malos modos!

 

 (Aparece JORGE muy confundido.) 

JORGE.-  ¡Qué barbaridad! ¡Qué genio! Nunca le he visto así. Es la primera vez que le oigo decir palabrotas...

 

(Un silencio. EL DOCTOR mira en torno y sonríe con un poco de embarazo.)

 

EL DOCTOR.-   (Suavemente.)  ¡Je! ¿Por qué no le dejan ustedes solo un ratito?

 

(Un silencio de indecisión de ADELAIDA.)

 

ADELAIDA.-  ¿Usted cree?

EL DOCTOR.-  Sí, señora.

ADELAIDA.-  Bien, si eso es lo mejor para él...  (ADELAIDA da unos pasos hacia el chaflán.)  ¡Doctor! Tiene usted que perdonarnos. Resulta que cuando usted llegó, con el susto y las prisas y todo el jaleo, ni siquiera nos hemos presentado... Yo soy la señora de Luján.  (Un suspiro.)  Ese señor que ha sufrido un desvanecimiento y ahora está en la habitación de al lado, portándose de un modo incorrecto y diciendo inconveniencias, es mi marido.

EL DOCTOR.-   (Sonriendo.)  ¡Je! Ya, ya me había figurado yo...

 

(ADELAIDA se vuelve hacia JORGE y ROSALÍA.)

 

ADELAIDA.-  Jorge Aguirre.

JORGE.-   (Amable.)  ¿Cómo está usted?

EL DOCTOR.-  Encantado...

ADELAIDA.-  La señora de Aguirre, naturalmente...

ROSALÍA.-   (Muy ligera.)  ¿Qué tal?

EL DOCTOR.-  ¡Je! A sus pies, señora...

ADELAIDA.-   (Un poquito conmovida.)  ¡Doctor! Debo advertirle que Jorge y Rosalía, este matrimonio encantador, son nuestros mejores amigos...

JORGE.-  ¡Je!

ADELAIDA.-  ¡Ah! Él es un hombre extraordinario: activo, emprendedor, maravilloso. Ya ve: surgió de la nada y ahí está. Y todo el mundo dice que llegará muy lejos.

JORGE.-   (Modestamente.)  Vamos, vamos, Adelaida. ¡No hables así!

ADELAIDA.-   (Cariñosísima.)  ¡Tonto! ¿Por qué no?  (Y ahora, contemplando a ROSALÍA con muchísima ternura, casi maternal.)  ¡Oh! ¿Y de ella qué voy a decirle? A la vista está...

ROSALÍA.-   (Con cierto rubor.)  Mujer...

ADELAIDA.-   (Interesadísima.)  ¿Le gusta a usted Rosalía, doctor?

EL DOCTOR.-  ¡Señora!

ADELAIDA.-  ¡Oiga! No me diga que no, porque Rosalía le gusta a todo el mundo...

EL DOCTOR.-  ¡Je!

ROSALÍA.-   (Muy sofocada.)  ¡Ay, Adelaida! Pero qué cosas dices...

ADELAIDA.-  Calla, calla, tontita...

ROSALÍA.-  ¡Oh!

JORGE.-  ¡Je! Buenas noches, doctor.

EL DOCTOR.-  Buenas noches.

ADELAIDA.-  ¡Buenas noches!

EL DOCTOR.-  ¡Señora!

 

(ROSALÍA y JORGE se van por la entrada del chaflán. ADELAIDA los sigue. Pero antes de salir, mirando a la puerta de la derecha, suspira y dice con táctico y evidente reproche:)

 

ADELAIDA.-  ¡Ah, los hombres! ¡Dios mío! Pero qué tercos y qué rebeldes y qué indómitos son los hombres...

 

(Sale. EL DOCTOR, solo, mueve la cabeza con filosofía y sonríe. Luego recoge su estetoscopio, que guarda en un viejo maletín. Y bajo el dintel de la entrada de la derecha aparece ERNESTO. Es un hombre en plena madurez, que ahora aparece muy fatigado. Se queda allí quieto, un instante, junto a la puerta. EL DOCTOR le mira y sonríe con simpatía.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Je! ¿Qué tal? ¿Cómo se encuentra? ¿Bien? ¡Naturalmente! No ha sido nada. Una falsa alarma. Es esta vida moderna, ¿comprende? Vivimos todos en un torbellino, en una pura tensión. Y de pronto, ¡zas! ¡Je! Bueno. Para resumir, yo podría recetarle ahora unas pildoritas y qué sé yo cuantas cosas más. Pero ¿para qué? Es una lata. Tómese un whisky con soda, que está muy rico...

 

(ERNESTO, en silencio, cruza la escena despacio y se abandona en un sillón, a la izquierda. Luego mira largamente al DOCTOR y sonríe.)

 

ERNESTO.-  Míreme bien, doctor. ¿Qué le parezco? ¿Eh? ¿Qué le parece a usted el espectáculo de un hombre que pide socorro? ¡Un hombre nada menos! Eso, tan cantado y tan maravilloso.

 

(EL DOCTOR, confundidísimo.)

 

EL DOCTOR.-  ¿Cómo? ¿Qué dice?

ERNESTO.-   (En una transición, con otro tono.)  ¡Doctor! Hace muchos años, cuando yo era todavía un muchacho lleno de alegría y cargado de esperanzas, me decía a mí mismo que, en efecto, ser hombre es algo muy importante. Porque hombres fueron, pensaba yo, Shakespeare y Platón y Leonardo y Miguel Ángel y Beethoven. Y entonces, sin poderlo evitar, la cabeza se me llenaba de gloria y de orgullo y yo llegaba a creer que dentro de mí, porque era un hombre como ellos, vibraba un ser fantástico y prodigioso capaz de hacer versos como Shakespeare, de inventar una filosofía como Platón, de pintar como Miguel Ángel y de componer la Quinta sinfonía como Beethoven. Pero un día, mucho tiempo después, caí en la cuenta de que también son hombres y, a veces muy hombres, qué duda cabe, los ladrones, los traidores, los cobardes, los imbéciles y hasta aquel caballero inglés, tan puritano y tan decente que, según leí una vez en los periódicos, todas las tardes, de siete a ocho, se dedicaba a estrangular prostitutas por razones de índole moral5. Y, naturalmente, desde ese día, me parece espantoso -me figuro que a usted, doctor, le ocurrirá algo parecido- tener que reconocer que en lo más hondo de mi ser puede esconderse, sin que yo lo sepa, sin que yo lo sospeche siquiera, un pequeño cobarde y hasta un pequeño y taimado imbécil...

EL DOCTOR.-  ¿De veras?

 

(Un levísimo silencio. EL DOCTOR, que ha escuchado inmóvil, está boquiabierto. ERNESTO, ahora, se vuelve hacia él y le mira penetrantemente.)

 

ERNESTO.-  ¡Doctor! En confianza, ¿cree usted que de verdad debemos sentirnos muy orgullosos de ser hombres?

EL DOCTOR.-   (Atribuladísimo.)  ¡Hombre! Pues, ¿qué quiere usted que le diga? A mí me gusta...

ERNESTO.-   (Una sonrisa.)  ¡Je! Esto sí que es gracioso. Todavía no he empezado a confesarme con usted y ya estoy intentando justificarme. ¡Qué pintoresco! ¡Qué absurdo afán de inocencia!  (Con sincera curiosidad.)  ¿Por qué? ¿Por miedo?

EL DOCTOR.-   (Impresionadísimo.)  ¿Usted cree?  (Y ni corto ni perezoso, muy asustado, inicia la escapada hacia el fondo.)  ¡Vaya! ¡Buenas noches! ¡Que usted lo pase bien!

ERNESTO.-   (Muy enérgico.)  ¡¡Quieto!!

 

(EL DOCTOR se detiene sorprendido.)

 

EL DOCTOR.-  ¿Cómo?

ERNESTO.-   (Casi con angustia.)  ¡No se vaya, doctor!

EL DOCTOR.-  ¡Señor mío!

ERNESTO.-  ¡No me deje solo!

EL DOCTOR.-  ¡Oiga! ¿Qué le sucede ahora? ¡Tranquilícese! Usted no me necesita. Mañana su médico de cabecera le dirá...

ERNESTO.-   (Airadamente.)  ¡Eso no me importa nada...!

EL DOCTOR.-  ¿Cómo? ¿Qué dice?

ERNESTO.-   (Obstinado, apremiante.)  ¡No se vaya, doctor! Le ruego que no se vaya...

EL DOCTOR.-   (Atónito.)  Pero, señor mío...

ERNESTO.-  ¡Vamos! ¡Siéntese ahí!

EL DOCTOR.-  ¿Que me siente?

ERNESTO.-  ¡Sí!

EL DOCTOR.-   (Empequeñecidísimo.)  Bueno. Si usted se empeña, me sentaré...  (Y dócilmente, EL DOCTOR se sienta en el otro sillón, frente a ERNESTO, saca un pañuelo y empieza a secarse el sudor que le invade copiosamente la frente.)  ¡Señor! Pero ¡qué cosas me pasan a mí! ¿De manera que se va usted a confesar conmigo?

ERNESTO.-  ¡Sí!

EL DOCTOR.-  ¿Ahora?

ERNESTO.-  ¡Naturalmente!

EL DOCTOR.-   (Con mucho apuro.)  ¡Oiga! Pero si nos acabamos de conocer...

ERNESTO.-  ¡No importa!

EL DOCTOR.-  ¡No tenemos confianza!

ERNESTO.-  ¡No importa! Le digo que no importa...

EL DOCTOR.-  ¡Hum!  (EL DOCTOR mira a ERNESTO con mucha atención. Y dice, de pronto, con otro tono, con una nueva ternura.)  ¡Hijo! Pero ¿tan solo, tan solo se siente usted esta noche?

 

(Un silencio. ERNESTO baja la cabeza con un insólito rubor, casi avergonzado.)

 

ERNESTO.-  Sí, doctor. Me siento solo, muy solo, espantosamente solo. Figúrese usted, mi soledad es tan grande que esta noche solo le tengo a usted...

EL DOCTOR.-   (Mirándole.)  ¡Pobre!

ERNESTO.-  Por eso tengo que confesarme con usted. Por eso tengo que justificarme ante usted. Por eso quiero que usted me oiga, me comprenda y, si es posible, me disculpe. Porque el azar ha querido que esta noche sea usted el otro. Ese otro que todos soñamos cuando el aire de la soledad se hace irrespirable. ¿Me entiende?  (ERNESTO calla un segundo y sonríe.)  No puedo seguir hablando a solas, doctor. Es terrible tener que oírse a uno mismo: se llega a odiar la propia voz. Necesito un interlocutor que me escuche. Y después de todo, ¿quién mejor que usted, que es un desconocido y que cuando salga de esta casa lo olvidará todo? Será como si yo hubiera arrojado mi secreto al viento...

EL DOCTOR.-   (Respetuosísimo.)  ¡Oiga! Entre nosotros: ¿no será que está usted un poco loco?

ERNESTO.-   (Sonríe.)  ¡No! Todavía no...

EL DOCTOR.-   (Muy asustado.)  ¡A ver si es que ha cometido usted un asesinato!

ERNESTO.-  ¡Oh, no!

EL DOCTOR.-  ¿Una estafa?

ERNESTO.-  Tampoco...

 

(EL DOCTOR, excitadísimo, sacude un puñetazo sobre el brazo de su sillón.)

 

EL DOCTOR.-  ¡¡Porras!! Entonces, hable de una vez. ¡Dígame qué le pasa! ¡Que no puedo más! ¡Que me estoy muriendo de curiosidad! ¡Hala!

ERNESTO.-  ¡Doctor! Ante todo, permítame que me presente. Me llamo Ernesto Luján...

EL DOCTOR.-  ¡Tanto gusto! ¡Adelante!

ERNESTO.-   (Con sencillez, muy natural.)  Tengo un rascacielos...

EL DOCTOR.-   (Un respingo.)  ¿Cómo? ¿Un rascacielos?

ERNESTO.-  ¡Sí!

EL DOCTOR.-  ¿Dice usted que tiene un rascacielos?

ERNESTO.-   (Sonriente.)  Sí, doctor. Un rascacielos hermosísimo, todo de cristal, que al atardecer, cuando las sombras de la noche invaden la ciudad, enciende en lo más alto las fulgurantes letras rojas de un enorme luminoso que dice: «Banca Luján». ¡Oh! Parece una llamarada. Pero es la antorcha, mi antorcha. Porque ese mágico rascacielos de cristal es mío...

EL DOCTOR.-   (Impresionadísimo.)  ¡Oiga! ¡Un rascacielos! ¡De manera que es usted el dueño de un rascacielos!

ERNESTO.-  Sí, señor. Exactamente, en el cincuenta y uno por ciento de su valor. La mitad más uno. ¿Se da usted cuenta? El resto se reparte entre una muchedumbre de pequeños accionistas que todos juntos no pueden nada ante mí voluntad. ¡Ah, doctor! Es tan importante ese «uno» que se añade a la mitad. Los hombres que tienen la mitad más uno son los que gobiernan el mundo. ¿No lo sabía? En fin, después de todo, eso es pura democracia, ¿verdad?

EL DOCTOR.-  ¡Je!

 

(Un corto silencio. ERNESTO sonríe otra vez.)

 

ERNESTO.-  Mi despacho, el despacho del señor Presidente, está arriba, en el último piso del rascacielos, dominándolo todo, como un símbolo. Naturalmente, soy rico e influyente. Pesa mucho mi nombre, amigo mío. En política, ¿qué quiere usted? Soy liberal. Es lo inteligente, ¿no? Por lo menos eso dicen ciertos amigos míos, muy intelectuales, con quienes suelo coincidir en los cócteles. Desde luego, soy católico. Entre la gente de mi posición es lo corriente y, además, yo soy muy español. ¿Cómo no? En general disfruto de una vida fácil y brillante. Mis distracciones favoritas son el golf, la caza, el póker, un poco de whisky... y lo demás.

EL DOCTOR.-  ¿Qué es lo demás?

 

(En este momento ERNESTO, que ha escuchado algo, se vuelve vivamente hacia la entrada del chaflán.)

 

ERNESTO.-  ¡Cállese!

EL DOCTOR.-   (Estupefacto.)  ¿Cómo? ¿Que me calle?

ERNESTO.-  ¡Chiss!

EL DOCTOR.-  ¡Oiga! ¿Qué pasa ahora?

 

(Un silencio. ERNESTO en voz baja, irritado.)

 

ERNESTO.-  Ya están ahí. ¡Otra vez!

 

(En este instante se abren las puertas del chaflán y surgen, arrolladoramente, con toda urgencia, ADELAIDA, ROSALÍA y JORGE.)

 

ADELAIDA.-  ¡Doctor!

ROSALÍA.-  ¡Doctor!

JORGE.-  Escuche, doctor...

 

(LOS TRES se quedan inmóviles al ver a ERNESTO.)

 

LOS TRES.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-   (Confundidísima.)  ¡Ernesto! Estabas ahí...

 

(Un gran silencio. ERNESTO está envolviendo en una larga y fría mirada a ADELAIDA, a ROSALÍA y a JORGE.)

 

ERNESTO.-  ¡Adelaida!

ADELAIDA.-  ¡Ernesto!

 

(Otro silencio. Y de pronto, ERNESTO, con mucho coraje.)

 

ERNESTO.-  ¡Doctor! ¡Dígales que se vayan! ¡No quiero verlos!

EL DOCTOR.-   (Atónito.)  ¿Cómo?

ERNESTO.-   (Muy enérgico.)  ¡Échelos usted...!

EL DOCTOR.-  ¿Quién? ¿Yo?

ERNESTO.-  ¡Sí! Pero pronto. ¡Aprisa!

 

(ERNESTO se va por la terraza. Desaparece en el jardín. ADELAIDA, ROSALÍA y JORGE se revuelven sobresaltadísimo.)

 

LOS TRES.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-   (Indignadísima.)  ¡Grosero!

ROSALÍA.-  ¡Maleducado!

JORGE.-  ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

ADELAIDA.-  ¡Grosero! ¡Más que grosero!

 

(Y LOS TRES a un tiempo acuden al DOCTOR y le rodean.)

 

ROSALÍA.-  ¡Doctor!

JORGE.-  ¡Doctor!

ADELAIDA.-  ¡Doctor!

EL DOCTOR.-   (Estupefacto.)  ¡Señora!

ADELAIDA.-   (Indignada.)  ¡Oiga! No ponga esa cara de tonto...

EL DOCTOR.-   (Casi en un brinco.)  ¡¡Señora!!

ADELAIDA.-   (Una viva transición.)  Escuche, doctor. Después de mucho pensarlo, Rosalía, Jorge y yo hemos tomado una decisión. Creemos que lo más prudente es, pase lo que pase, hablar con usted sin ocultarle nada...

EL DOCTOR.-  ¿De veras?

ADELAIDA.-  ¡Doctor! Estamos preocupadísimos por Ernesto. Porque, ¿de verdad cree usted que mi marido está bien? Bueno. No me refiero al reuma, ni al hígado, ni a la tensión, ni al estómago, ni a todas esas cosas que realmente tienen muy poca importancia para la salud. Me refiero a...

 

(Se calla con cierto rubor. EL DOCTOR la observa con curiosidad.)

 

EL DOCTOR.-  ¿A qué se refiere usted, señora?

ADELAIDA.-   (Un poquito confusa.)  No sé. No encuentro las palabras adecuadas. Pero es que usted no sabe, doctor. Esta tarde, hace unos momentos, aquí mismo, entre nosotros, el pobre Ernesto se ha portado de un modo tan increíble, tan absurdo y tan disparatado...  (ADELAIDA se vuelve en silencio hacia JORGE y ROSALÍA. LOS TRES se miran un instante callados.)  ¿Verdad?

JORGE.-   (Un suspiro. Muy apesadumbrado.)  ¡Pobre Ernesto!

ROSALÍA.-   (Emocionada.)  ¡Pobre!

EL DOCTOR.-  ¡Hola!

ADELAIDA.-  ¡Doctor! ¿No cree usted que lo prudente sería llamar a un psiquiatra?

EL DOCTOR.-  ¿Un psiquiatra?

ADELAIDA.-   (Con toda razón.)  ¡Naturalmente! ¿Por qué no? En los Estados Unidos, por ejemplo, todo el mundo llama al psiquiatra. Y me figuro, doctor, que no será usted uno de esos que se pasan la vida hablando mal de los americanos, pobrecitos...

EL DOCTOR.-  ¡Oiga! Pero ¿es que usted cree que, efectivamente, su marido se ha vuelto loco?

ADELAIDA.-  ¿Que si lo creo...?  (Y se vuelve de nuevo dolorosamente a JORGE y a ROSALÍA.)  ¡Jorge! ¡Rosalía! ¡Dice que si lo creo...!

ROSALÍA.-  ¡Pobre Adelaida!

JORGE.-  ¡Hum!

ADELAIDA.-   (Desolada.)  ¡Dios mío! Pero ¿si no creo eso, qué es lo que puedo creer?

ROSALÍA.-  ¡Adelaida! ¡Cariño!

JORGE.-  Sosiégate, Adelaida...

 

(ADELAIDA, emocionadísima, va hacia EL DOCTOR y se sienta en un sillón, a su lado.)

 

ADELAIDA.-  ¡Doctor!

EL DOCTOR.-  ¡Señora!

ADELAIDA.-  Mi marido está loco. Pero loco, loco de remate. Figúrese usted que esta noche, de pronto, nos ha dicho que quiere convertirse en otro hombre...

EL DOCTOR.-  ¿Cómo?

ADELAIDA.-  ¡Que quiere cambiar de vida! ¿Se da usted cuenta? ¡Dice que quiere cambiar de vida! ¡Él! ¡Él, que se levanta todas las mañanas a las diez! Se baña con unas sales maravillosas que le mandan de París y emplea media hora, media hora, ni un minuto más ni un minuto menos, en elegir su traje, su corbata, su camisa y sus zapatos de la mañana. A las once le espera su coche, su fantástico coche, el coche más deslumbrante que circula por Madrid, con su chófer de uniforme azul. Llega al despacho y empieza el baile de los millones: compras, ventas, acciones, papeluchos, la Bolsa, cables a Nueva York, conferencias con París y con Londres. Millones por aquí y millones por allá. Un juego de manos. Él hace y deshace como un prestidigitador. A veces, el infeliz se fatiga tanto con todo ese jaleo que no tiene más remedio que buscar una evasión. Y juega un ratito al golf. Después, claro, el almuerzo. ¡Oh! Él siempre almuerza fuera de casa. Pero ojo, amigo mío, solo hay un restaurante donde él come a gusto que es, ya se sabe, el restaurante más caro, más lujoso y más «snob» de Madrid...

EL DOCTOR.-   (Abrumado.)  ¡Qué barbaridad!

ADELAIDA.-   (Dolorosamente.)  ¿Se da usted cuenta, doctor? ¿Ha comprendido? Pues éste, éste es el hombre que quiere cambiar la vida...

 

(En este momento, JORGE, que estaba mirando por la entrada de la terraza hacia el jardín, se alarma muchísimo.)

 

JORGE.-  ¡Cuidado!

ADELAIDA.-   (Gritando.)  ¿Qué pasa?

JORGE.-  ¡Ernesto! ¡Que vuelve!

 

(JORGE se va disparado por el chaflán. ROSALÍA le sigue muy asustada.)

 

ROSALÍA.-  ¡Ay, Dios mío!

 

(Sale.)

 

ADELAIDA.-   (En pie, aterrada.)  ¡Jesús!  (Marcha, vivamente, hacia el chaflán. Pero desde allí se vuelve.)  ¡Doctor! ¡No se vaya!

EL DOCTOR.-   (Confundidísimo.)  ¡Señora!

ADELAIDA.-  ¡Por favor! ¡No se vaya! Todavía tenemos mucho que hablar.

 

(Entra. Desaparece. EL DOCTOR, perplejo, en el colmo del estupor, se lleva las manos a la cabeza.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Huy! ¡Huy! ¡Huy!  (Y se pone en pie, muy resuelto.)  Pero ¿qué hago yo aquí? ¿Dónde me he metido yo?

 

(Muy aprisa, recupera su maletín y escapa hacia el fondo. Pero, cuando llega bajo la embocadura, aparece ERNESTO por la terraza y le llama con toda energía.)

 

ERNESTO.-  ¡Alto! ¿A dónde va usted?

EL DOCTOR.-   (Tímidamente, casi avergonzado.)  ¡Je! Verá usted. Es que se está haciendo tardísimo...

ERNESTO.-  ¡Ah, no! ¡Usted no se va!

EL DOCTOR.-  ¡Oh!

ERNESTO.-  ¡Quieto! ¡No se mueva! ¡Siéntese ahí!

EL DOCTOR.-  Pero, señor Luján...

ERNESTO.-   (Furioso.)  ¿Qué le han dicho? ¿Que me he vuelto loco? Es eso, ¿verdad? ¡Pero ahora tiene usted que oírme a mí!

EL DOCTOR.-  ¡Je!  (EL DOCTOR mira largamente a ERNESTO.)  Está bien. Hable usted. ¡Santo Dios! ¡Qué noche! Cuando se lo cuente a mi mujer...

 

(Y con un suspiro marcha, despacito, hacia su sillón.)

 

ERNESTO.-  Escuche, doctor. Va usted a saberlo todo. No le ocultaré nada. Ni una palabra, ni un pensamiento. ¡Nada! Voy a hacer ante usted un relato tan fiel, tan detallado y tan exacto de lo que ha pasado aquí esta tarde que, si usted pone un poco de imaginación por su parte, todo será como una verdadera representación teatral dedicada a un solo espectador: usted.

EL DOCTOR.-  ¿De veras? ¡Qué curioso!

 

(ERNESTO da unos pasos y se abandona en el sofá. Mira en torno despacio. Un silencio. Con otro tono.)

 

ERNESTO.-  Todo empezó aquí, entre estas paredes, hace un par de horas. Recuerdo que ya era de noche. Yo había llegado a casa un poco antes de lo acostumbrado. Y de pronto apareció mi mujer...

 

(Un leve silencio. Y en el fondo, sin ruido, como de puntillas, surge ADELAIDA, sonriente. Viene de la calle, con su ligero abriguito, su bolso, sus guantes. Naturalmente, a partir de este instante, ni ADELAIDA ni ninguno de los personajes evocados por ERNESTO «ve» al DOCTOR, que solo existe físicamente para el propio ERNESTO.)

 

ADELAIDA.-   (Muy sonriente.)  Hola, cariño.

 

(ERNESTO se vuelve y sonríe.)

 

ERNESTO.-  Hola.

 

(Ella va hacia él y le besa superficialmente en una mejilla.)

 

ADELAIDA.-  ¿Qué tal? ¿Cómo estás?

ERNESTO.-  Maravillosamente...

ADELAIDA.-  ¿No te duele nada? ¿Ni el hígado, ni el reuma, ni nada?

ERNESTO.-  Nada.

ADELAIDA.-  ¡Vaya! Estupendo. Yo vengo molida, casi sin respiración, resoplando como un caballo, hecha un asco. Desde hace tres horas estoy recorriendo Madrid a pie. El condenado cochecito se me paró a las cinco de la tarde en la subida de Alcalá, entre Cibeles y la Plaza de la Independencia, y allí se quedó...

ERNESTO.-  ¿Otra vez? ¡Demonio! Pero ¿qué le pasa a ese coche?

ADELAIDA.-   (Indignada.)  Pues, ¿qué quieres que le pase? ¡Lo de siempre! ¡Que de pronto, no sé por qué, cada cuatro o cinco días se le acaba la gasolina! Es rarísimo, ¿verdad?

 

(Y se va, decididamente, por el chaflán. EL DOCTOR se ríe muy divertido.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Huy! ¡Qué señora! Pero qué señora...

ERNESTO.-   (Una sonrisa.)  ¡Je! ¡Adelaida! Ella siempre es así: ligera, frívola, superficial y terriblemente «snob». No piensa más que en sus coches, en sus almuerzos con invitados importantes, en sus fiestas, en sus conciertos del Real y en sus asociaciones de caridad. De vez en cuanto, en los ratos libres, compra antigüedades y cuadros abstractos. Curioso, ¿no? Pero, a veces, eso sí, tiene preocupaciones más hondas. De pronto resulta, figúrese usted, doctor, que no han prendido las magnolias en el jardín de nuestra finca de Mallorca...

EL DOCTOR.-  ¡Je!

 

(Vuelve ADELAIDA por donde se fue. Ya se ha despojado de su abriguito y de sus guantes. Muy confidencial.)

 

ADELAIDA.-  Oye. ¿No te lo he dicho? Esta mañana, en la peluquería, me encontré con Asunción Mendoza. Está fatal, la pobre. ¡Uf! Gorda, gorda. Y cada día más tonta. ¡Qué idiota! No sabe hablar más que de su finca de la Costa Brava, de su piso de Puerta de Hierro y de su casa de Marbella. En estos tiempos hazte cargo, cuando todo el mundo tiene una casa en Marbella, un piso una Puerta de Hierro y una finca en la Costa Brava. Además, se ha comprado otro visón y ya van tres. ¡Qué ordinaria! ¿Verdad? Oye. Dicen que su marido tiene un lío. ¿Es cierto?

ERNESTO.-  ¿Quién? ¿Agustín? Es posible. ¿Por qué no?

ADELAIDA.-   (Muy segura.)  Bueno. En realidad no sé por qué te hago esa pregunta. ¡Todos los maridos tienen un lío!

 

(Y se va por la puerta de la derecha. ERNESTO y EL DOCTOR se miran.)

 

ERNESTO.-  ¡Je!

 

(En este momento, EL DOCTOR, muy preocupado, se levanta y va hacia ERNESTO.)

 

EL DOCTOR.-  Oiga, oiga. Una pregunta antes de seguir adelante: ¿Es verdad? ¿Es verdad que ese señor amigo suyo, don Agustín, tiene un lío?

ERNESTO.-   (Confidencial.)  Pues sí...

EL DOCTOR.-  ¡Hola!

ERNESTO.-   (Ponderativo.)  Una muchacha preciosa. Alta, rubia, deslumbrante. Se llama Mónica y es la modelo de un modista francés...

EL DOCTOR.-   (Muy indignado.)  ¡Qué sinvergüenza!

ERNESTO.-   (Sin comprender.)  ¿Quién? ¿El francés?

EL DOCTOR.-  ¡No, señor!

ERNESTO.-  Pues la chica es muy decente...

EL DOCTOR.-  ¡Me refiero a su amigo! ¡Don Agustín! ¡Ese...!

ERNESTO.-  Hombre, hombre...

EL DOCTOR.-   (Dignísimo, irrebatible.)  ¡Señor mío! ¡Un sinvergüenza! No rectifico. Yo a Dios gracias, estoy chapado a la antigua y en cuestiones de moral soy intransigente. Por eso del adulterio no paso. ¡Ah, no! ¡No y no! No se puede jugar con el matrimonio que es algo sagrado, amigo mío, muy sagrado...

 

(Y en este instante, por el fondo, surge ROSALÍA, y desde el umbral llama apasionadamente.)

 

ROSALÍA.-  ¡Ernesto! ¡Amor mío!

ERNESTO.-  ¡Rosalía!

 

(EL DOCTOR, estupefacto, pega un brinco.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Sopla!

ROSALÍA.-  ¡Oh, Ernesto, Ernesto! ¡Mi vida!

 

(ROSALÍA avanza hacia Ernesto impetuosamente. Le rodea el cuello con los brazos y le besa enamoradísima. EL DOCTOR, con toda indignación.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Alto! ¿Qué hace esta fresca?

 

(ERNESTO se desprende con suavidad de los brazos de ROSALÍA y se vuelve hacia EL DOCTOR. Ella, entre tanto, presurosa, mira por una y otra puerta.)

 

ERNESTO.-  ¡Doctor! Es que Rosalía es mi amante...

EL DOCTOR.-   (Indignadísimo.)  ¡Hola! ¡Conque esas tenemos! ¡Conque usted también tiene una amante!

ERNESTO.-  ¡Claro! Como todo el mundo...

EL DOCTOR.-   (Aterrado.)  ¡Y precisamente esta...!

ERNESTO.-  ¡Oiga! ¿Por qué no? ¿Es que no le gusta Rosalía?

EL DOCTOR.-  ¡Pero si es visita de la casa...!

ERNESTO.-  ¡Amigo mío! La vida de sociedad...

EL DOCTOR.-   (Chillando.)  ¿Qué ha dicho?

ERNESTO.-  ¡Hum! Doctor, doctor...

EL DOCTOR.-   (Cada vez más excitado.)  ¡Oiga! Pero usted es un depravado. ¡Usted vive en pleno desenfreno! ¡Usted no tiene moral!

ERNESTO.-   (Molestísimo.)  ¡Doctor! Si se va usted a enfadar por cualquier cosa, me callo...

 

(El DOCTOR excitadísimo, empieza a pasear de aquí para allá.)

 

EL DOCTOR.-  ¡¡Mujeriego!! ¡Que es usted un mujeriego!

ERNESTO.-  ¡Doctor!

 

(En este instante, ROSALÍA, que ha terminado sus pesquisas, se planta ante ERNESTO con mucho aire.)

 

ROSALÍA.-  ¡Explícate! ¡Dime qué es lo que ha pasado! ¿Por qué no has acudido esta tarde? Era jueves y te he estado esperando desde las cinco, como todos los jueves. ¡Vamos! ¿Y para esto hemos alquilado un apartamento con aire acondicionado? Un día le voy a pegar fuego al dichoso apartamento y ya verás tú qué tremolina...

ERNESTO.-  ¡Rosalía! Seamos prudentes...

ROSALÍA.-   (Casi en jarras6.)  ¡No me da la gana! ¡Ea!

 

(EL DOCTOR, en pie, sin poderse contener, hecho una furia, como si ROSALÍA pudiera oírle.)

 

EL DOCTOR.-  ¡¡Descarada!!

ROSALÍA.-  ¡Hala! Para que te enteres...

EL DOCTOR.-   (Con el mismo ímpetu.)  ¡Ordinaria!

ROSALÍA.-  ¡Vamos, hombre!

EL DOCTOR.-   (Muy terne.)  ¡Mala mujer!

ERNESTO.-   (Furioso.)  ¡Doctor! ¡Se lo suplico! No haga usted más comentarios que me está poniendo nervioso.

EL DOCTOR.-  ¡Cállese! ¡Sátrapa7! ¡Que es usted un sátrapa!

ERNESTO.-  ¡Hum!

 

(Y se oye dentro, muy cerca, la voz de ADELAIDA.)

 

ADELAIDA.-   (Dentro.)  ¡No! Eso, no. ¡Jesús! ¡Hijita! Pero qué cosas se le ocurren a usted...

ROSALÍA.-   (Un respingo. Muy enfadada.)  ¡Vaya! Y ahora tu mujer. ¡Caramba! ¡Pero qué poco discreta es la pobre! Está en todas partes...

 

(Y muy aprisa, ROSALÍA desaparece por el fondo. En el acto, por la primera derecha aparece ADELAIDA, que se dirige al chaflán. Va, evidentemente, muy enojada.)

 

ADELAIDA.-  ¡Jesús! ¡Qué lata! Esta doncella es una intelectual. Se ha pasado la tarde leyendo a Ortega...

 

(Sale. EL DOCTOR y ERNESTO han quedado frente a frente. Hay un cortísimo silencio. Y EL DOCTOR se alza tremendamente acusador.)

 

EL DOCTOR.-  Vaya, hombre, vaya. Conque tiene usted un apartamento, ¿eh? ¡Un pisito de soltero!

ERNESTO.-   (Modestamente.)  ¡Doctor! Para los jueves nada más... De cinco a ocho.

EL DOCTOR.-  ¿Todos los jueves?

ERNESTO.-  Todos...

EL DOCTOR.-  ¡Qué abuso!

ERNESTO.-  Hombre...

EL DOCTOR.-  ¡Oiga! Pero usted se está matando...

ERNESTO.-  ¡Doctor! Me parece que si no renuncia usted a sus principios morales no nos vamos a entender...

 

(Y muy resuelto, resueltísimo, EL DOCTOR toma su sombrero, su bastón y su maletín.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Basta! Ni una palabra más, señor mío, ni una palabra más. ¡Hemos terminado!

ERNESTO.-  ¿A dónde va usted?

EL DOCTOR.-  ¡A la calle!

ERNESTO.-  ¡No! Estese quieto...

EL DOCTOR.-  ¡Hala! Conmigo no cuente para esta clase de confidencias. Yo soy una persona decente, caballero. ¡Vamos! Conque este era su problema...

ERNESTO.-  ¡Doctor! Es que todavía hay más...

EL DOCTOR.-   (Paralizado por el estupor.)  ¿Cómo? ¿Todavía más?

ERNESTO.-  ¡Claro! Esto no es más que el principio...

 

(EL DOCTOR, en el colmo del asombro, se queda mirando a ERNESTO como quien ve un fantasma.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Oiga! Pero ¡Usted es un libertino! ¡Usted es un bribón!

ERNESTO.-   (Muy picado.)  ¡Doctor! Pero ¿es que usted no ha tenido nunca una amante?

EL DOCTOR.-   (Más indignado, si cabe.)  ¿Quién? ¿Yo? Pero ¿por quién me toma? Nunca, señor mío, nunca.  (Y de pronto se calla. En una brusca transición, muy humilde, en voz muy baja.)  Bueno. Una vez...

ERNESTO.-  ¡Oh!

EL DOCTOR.-   (Con rubor.)  Una vez estuve a punto, hace muchísimos años. ¡Qué sé yo cuántos! Era una enfermera que trabajaba a mis órdenes en el Sanatorio. Era bonita, bonita y coqueta y graciosa de verdad, la condenada. Andaluza, ¿sabe? ¡Huy! Tenía una cháchara. Me volvió loco, palabra. Yo resistí todo lo que pude, se lo aseguro. Pero como ella era tan lagarta y tan mimosa y me enredaba y me confundía y, en fin, ¿para qué le voy a contar? Un día quedamos citados en cierto lugar de las afueras, al atardecer. Y yo...

ERNESTO.-  ¿Qué?

EL DOCTOR.-  Yo fui y, antes de acudir a la cita, ni corto ni perezoso, se lo conté todo a mi mujer.

ERNESTO.-   (Estupefacto.)  ¡No me diga!

EL DOCTOR.-   (Muy digno.)  ¡Ah, sí, sí! Pues no faltaría más...

ERNESTO.-  ¡Qué barbaridad! ¿Y qué pasó?

EL DOCTOR.-  ¡Hombre! Pues, ¿qué quiere usted que pasara? ¡Que mi mujer se puso hecha un basilisco! ¡Digo! Como que todavía no me ha perdonado...  (Se calla y sonríe con ternura, timidez y rubor.)  ¡Je! Y ya ve usted, mi única culpa fue que tuve un mal pensamiento...

 

(Por el fondo surge de nuevo ROSALÍA, embaladísima, que se dirige a ERNESTO arrolladoramente.)

 

ROSALÍA.-  ¡¡Sinvergüenza!!

EL DOCTOR.-   (Indignado.)  ¡¡Cuerno!! ¿Otra vez?

ROSALÍA.-  Dime la verdad. ¿Es que hay otra? ¿Es eso...?

ERNESTO.-  ¡No! No es eso...

ROSALÍA.-  Entonces, ¿por qué me has dado plantón esta tarde? ¡Que yo me entere!

ERNESTO.-  ¡Rosalía! Porque tenemos que andar con cuidado...

ROSALÍA.-   (Atónita.)  ¡No me digas!

ERNESTO.-   (Con indignación.)  ¡Rosalía! Pero ¿es que no te das cuenta de lo que pasa? Lo nuestro, nuestra aventura, nuestro amor, llamémosle así, es ya cosa del dominio público. ¡Lo sabe todo Madrid...!

ROSALÍA.-  ¡Ah! ¿Sí?

ERNESTO.-   (Irritadísimo.)  ¡Sí! Y por tu culpa, precisamente...

ROSALÍA.-  Oye, tú. ¡Tirano! ¡A mí no me des voces!

ERNESTO.-  ¡Rosalía! Desde hace algún tiempo parece que has perdido la cabeza. Ya ni siquiera disimulas. Tu conducta en público, cuando estamos rodeados de gente y todos nos miran y nos espían, es de una imprudencia aterradora. Tus indiscreciones son constantes. Tus llamadas a mi despacho a cualquier hora, sin prudencia y sin recato...

ROSALÍA.-  ¡Ay, hijo! ¿Es que no me conoces? Yo soy muy espontánea.

ERNESTO.-   (Furioso.)  ¡Rosalía! ¡Insensata! Estoy seguro de que mi secretaria controla esas llamadas y luego se lo cuenta a todo el mundo...

ROSALÍA.-   (Sorprendidísima.)  ¡No!

ERNESTO.-  ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

ROSALÍA.-  ¡Vamos! ¡Pero qué intrigante es esa niña! ¡Un día le arranco el pelo!

ERNESTO.-  ¡Hum! Rosalía, Rosalía...

ROSALÍA.-  ¡Habrase visto! Pero ¿es que la vida privada de una señora no merece un respeto?

 

(EL DOCTOR, atónito, hundido en un sillón, rezonga rencorosísimo.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Hum! ¡Qué fresca! Pero qué fresca es...

 

(En este justo instante surge ADELAIDA por el chaflán. Y las dos mujeres, al verse, van la una hacia la otra rebosantes de alegría.)

 

ADELAIDA.-  ¡Rosalía!

ROSALÍA.-  ¡Adelaida!

ADELAIDA.-  ¡Preciosa! Tú aquí...

ROSALÍA.-  ¡Guapa! ¡Cariño!

ADELAIDA.-  ¡Hijita!

ROSALÍA.-  Estaba segura de que te encontraría en casa...

ADELAIDA.-  ¿Sí?

ROSALÍA.-  ¡Me lo decía el corazón!

ADELAIDA.-  ¡Chiquilla! ¡Qué alegría me has dado!

 

(En ese momento, ADELAIDA y ROSALÍA se están besando entrañablemente, con muchísimo afecto.)

 

EL DOCTOR.-   (Estupefacto.)  ¡Oiga! Pero ¿tanto se quieren?

ERNESTO.-  Hombre...

EL DOCTOR.-   (Consternado.)  ¡Santo Dios! Pero ¿adónde hemos llegado? ¿Qué ha pasado en este país? ¡Ah! Las derechas, las derechas...

 

(ERNESTO sonríe y, de pronto, llama.)

 

ERNESTO.-  ¡Je! ¡Adelaida!

ADELAIDA.-  ¿Qué, amor mío?

 

(Y va hacia él muy solícita. ERNESTO la toma de un brazo y, en un aparte al oído, muy confidencial.)

 

ERNESTO.-  Por curiosidad: ¿qué piensas tú de Rosalía?

ADELAIDA.-  ¿Quién? ¿Yo?

ERNESTO.-  Sí. ¡Tú!

ADELAIDA.-   (Extrañadísima.)  Oye. ¿Esto es un chiste?

ERNESTO.-  ¡No!

ADELAIDA.-  ¿Algo de psicoanálisis o así?

ERNESTO.-  ¡Tampoco! Es, simplemente, una curiosidad...

ADELAIDA.-  ¡Ah!  (Se calla, pensativa. Y luego, muy natural.)  Bueno. Entonces, ¿qué quieres que te diga, hijito? A mí Rosalía me parece, sencillamente, una golfa...

EL DOCTOR.-   (Un brinco.)  ¡¡Hala!!

ERNESTO.-  ¡Je!

 

(ADELAIDA ya se ha plantado de nuevo ante ROSALÍA, sonriente, cariñosísima.)

 

ADELAIDA.-  ¡Rosalía! ¡Tesoro! Pero qué guapa estás...

ROSALÍA.-  ¿Tú crees?

ADELAIDA.-  ¡Digo! ¡Fascinante! ¡Irresistible! ¡Arrebatadora!

ROSALÍA.-   (Muy contenta.)  ¡Ay! ¡Que ilusión! ¿Tanto te gusto?

ADELAIDA.-  Una barbaridad.

ROSALÍA.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  Oye. ¿Este vestido es nuevo?

ROSALÍA.-   (Muy feliz.)  Sí, sí. Lo estreno esta tarde. ¿Qué te parece?

 

(ROSALÍA muy en «posse», pasea luciendo con muchísimo garbo su modelo. ADELAIDA la observa con notorio espíritu crítico.)

 

ADELAIDA.-  ¡Ah! Una maravilla...

EL DOCTOR.-   (Para sí, inconteniblemente.)  ¡Hum! Fresca, fresca...

ROSALÍA.-  Entonces, ¿tú crees que me va?

ADELAIDA.-  ¡Huy! Muchísimo.

ROSALÍA.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  ¡Digo! ¡Que si te va! ¡Fantásticamente bien! Pero, si me lo permites, te diré que te hace, ¿cómo diría yo?, un poquito pendón...

 

 (EL DOCTOR se agita en el fondo de su sillón, como si le clavaran un puñal.) 

EL DOCTOR.-  ¡Ahí va eso!

ERNESTO.-   (Comprensivo.)  ¡Je! Esta Adelaida...

ROSALÍA.-   (Impresionadísima.)  ¡Mujer! ¿Cómo se te ocurre?

ADELAIDA.-   (Muy divertida.)  ¡Que sí! ¡Que sí!

ROSALÍA.-  ¡Ay, Adelaida! ¡Me vas a poner colorada!

ADELAIDA.-   (Muy segura.)  ¡Ca! No creo, no creo...

 

(Entran las dos en la terraza. Desaparecen. Nuevamente quedan solos ERNESTO y EL DOCTOR. Este, que se está limpiando el sudor, aterrado.)

 

EL DOCTOR.-   (Para sí mismo, con horror.)  ¡Pendón! La ha llamado pendón...

ERNESTO.-  ¡Je!

EL DOCTOR.-  ¡Ave María Purísima!

ERNESTO.-   (Muy natural.)  ¡Doctor! Es que ahora las señoras bien educadas hablan así...

EL DOCTOR.-  ¡Ah! ¿Sí?

ERNESTO.-  ¡Sí!

EL DOCTOR.-  ¡Qué descaradas!

ERNESTO.-  ¡Oh!

EL DOCTOR.-   (De pronto, con mucho susto.)  ¡Oiga! ¿Y hace mucho que empezó este adulterio?

 

(ERNESTO baja la cabeza y sonríe. Habla muy despacio.)

 

ERNESTO.-  Unos años, ya he olvidado cuántos. Aquella mañana estaba yo solo en mi despacho del rascacielos. Era una mañana de invierno, lluviosa, fría y triste. De pronto se abrió la puerta y surgió ante mí una muchacha frágil, bonita, tímida y asustada, muy asustada. Llevaba un impermeable viejo y barato, empapado por la lluvia, unos zapatitos de tacón bajo y un pañuelito a la cabeza. Una pobre chica, ¿comprende? Era Rosalía. Empezó a hablar con un inmenso sofoco -figúrese, la infeliz se hallaba en presencia del señor presidente de la Banca Luján, nada menos-, sin encontrar las palabras, avergonzada, muerta de miedo. ¡Pobre Rosalía! Estaba casada con un modesto abogado, empleado del Banco, que desempeñaba, en un despachito del sótano del rascacielos, un trabajo vulgar y rutinario. Poco sueldo, ¿sabe? Muy poco. Eran muy pobres. Y ella venía a pedirme, casi de rodillas y en secreto, sin que él lo supiera, un poco de protección para su marido. Una oportunidad que le sacara de tanta mediocridad y tanta pobreza...

 

(Se calla. EL DOCTOR, muy bajo:)

 

EL DOCTOR.-  ¿Y usted?

ERNESTO.-   (Después de un silencio, sin mirarle.)  ¡Qué pregunta! El marido tuvo su oportunidad...

EL DOCTOR.-   (Acusador, severísimo.)  ¡Granuja!

ERNESTO.-  ¡Oh!

EL DOCTOR.-  ¡Granuja! ¡Granuja!

 

(De la terraza surgen, hablando animadísimas, ADELAIDA y ROSALÍA, que cruzan hacia el chaflán.)

 

ADELAIDA.-  Entonces, ¿está decidido? ¿Os vais a comprar otro coche?

ROSALÍA.-  ¡Ay! Me temo que sí. Está visto que mi marido no está contento si no estrena un coche cada seis meses...

ADELAIDA.-   (Muy sensata.)  ¡Ah! Tu marido es una alhaja, nena. Vale mucho. Tiene muchísimo talento ese muchacho. Yo creo que si él ha prosperado tanto en el Banco y en los negocios y ha hecho una carrera tan rápida, no es porque Ernesto le ayude y le proteja y le mime y... en fin, todo eso, sino porque él es nada menos que el brazo derecho de mi marido...

ROSALÍA.-   (Orgullosísima.)  ¡Mujer! ¿Qué va a decir una?

 

(Salen las dos por el chaflán. Nuevamente quedan solos ERNESTO y EL DOCTOR.)

 

ERNESTO.-  ¡Je! A veces, doctor, yo mismo me pregunto: ¿por qué ha cambiado tanto Rosalía? ¿Qué ha sido de aquella muchacha del impermeable mojado por la lluvia que se entregó a mí por amor a su marido? ¿Qué ha sido de aquella pobre chica que cuando entró conmigo, por primera vez, en aquel chalet de la carretera, que tenía un jardín lleno de rosas, lloraba?  (Se vuelve al DOCTOR, con otro tono, muy en secreto.)  Yo había mandado al marido a Holanda, para que no estorbara, ¿sabe?

EL DOCTOR.-   (Dignísimo.)  ¡Oiga! ¡A mí no me venga con detalles!

 

(ERNESTO sonríe y vuelve a su tono anterior.)

 

ERNESTO.-  ¡Je! Pero la verdad es que ella no tiene la culpa. Son los demás los que la han hecho cambiar. El mundo, la gente, todos. Un día cualquiera, en seguida, aquella pobre chica descubrió que ser mi amante era algo muy importante. ¿Por qué? ¡Ah, doctor! Usted no sabe cómo cambió la situación de Rosalía en la vida cuando en Madrid se supo que ella era la amante del poderoso, del influyente, del multimillonario Ernesto Luján. ¡El hombre del rascacielos! ¡El hombre que todo lo puede! ¡Oh, no! Usted no sabe, no puede saber. De pronto, de la noche a la mañana, Rosalía se encontró rodeada de mimos y de halagos. Resultó que todo el mundo la quería y la respetaba más que nunca. ¡Una consideración! ¡Un afecto! ¡Una solicitud! ¡Una de atenciones! Particularmente en la buena sociedad es que están locos por ella...

EL DOCTOR.-   (Asustadísimo.)  ¿Es posible?

ERNESTO.-  ¡Oiga! Este verano, en Torremolinos, se la rifaban. ¡Palabra!

EL DOCTOR.-  ¡Qué barbaridad!

ERNESTO.-  ¡Y qué quiere usted, doctor! Después de todo, Rosalía no es más que una mujer, una débil mujer. Y todo eso la atrae y le gusta, y hasta le embriaga un poquito, como cuando se bebe un «martini»8 doble, fuerte, muy fuerte...

 

(EL DOCTOR se levanta, apesadumbrado.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Calle!

ERNESTO.-  ¡Je!

EL DOCTOR.-  ¡Señor! ¡Señor! ¡Cómo está el mundo! ¡Ah! Si levantara la cabeza mi pobre padre, aquel santo varón, que en gloria esté, que fue concejal en Pontevedra...

ERNESTO.-   (Un suspiro.)  ¡Oh, Pontevedra! ¡La vieja Galicia!

 

(EL DOCTOR, que iba de aquí para allá, con las manos cruzadas a la espalda, muy desasosegado, se detiene ante ERNESTO, alarmadísimo, con los ojos muy abiertos.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Oiga! Pero ahora que caigo: ¿y su mujer? ¿Qué dice su mujer a todo esto?

ERNESTO.-  ¿Mi mujer?

EL DOCTOR.-  Sí, señor. ¡Su mujer! ¡Que yo me entere!

ERNESTO.-   (Una sutil sonrisa.)  ¡Oh, mi mujer! ¡Me había olvidado de mi mujer! Precisamente esta tarde he tenido con ella una conversación muy interesante. ¡Escuche!  (Se vuelve, en silencio. Se queda mirando la puerta de la derecha y llama suavemente.)  ¡Adelaida!

 

(Y por allí surge ADELAIDA, sonriente.)

 

ADELAIDA.-  ¿Me llamas, cariño?

ERNESTO.-  Adelaida, ¿tú crees que yo soy un canalla?

ADELAIDA.-   (Sorprendidísima.)  ¿Quién? ¿Tú? ¿Tú un canalla? ¡No! ¡Jesús! ¡Qué idea! ¡Pobrecito mío! Pero si te pasas la vida haciendo obras de caridad...

ERNESTO.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  ¡Digo! ¡Que se lo pregunten al obispo!

ERNESTO.-  ¡¡Adelaida!!

 

(ADELAIDA que ya se iba, se detiene, muy extrañada.)

 

ADELAIDA.-  ¡Ay! ¿Qué? ¿Qué te pasa?

ERNESTO.-  ¡Adelaida...

 

(ADELAIDA le mira, entre atenta y divertida.)

 

ADELAIDA.-  Oye, oye. ¿Sabes que con ese aire de hombre que está viviendo un drama te pones muy gracioso?

Oye, oye. ¿Sabes que con ese aire de hombre que está viviendo un drama te pones muy gracioso?

ERNESTO.-   (Irritado.)  ¡Adelaida! Dime, por favor...

ADELAIDA.-  ¿Qué?

ERNESTO.-  ¿Qué piensas tú de mí?

ADELAIDA.-  ¿De ti? ¿Qué pienso de ti?

ERNESTO.-   (Enérgico.)  ¡Sí! ¡De mí! De tu marido. ¡Porque soy tu marido!

ADELAIDA.-   (Divertidísima.)  ¡Jesús! ¡Hijito! Pero ¿qué te ha dado hoy? Estás lleno de complejos...

ERNESTO.-  ¡Contesta, Adelaida! ¡Contesta!

 

(ADELAIDA contempla a ERNESTO con muchísimo afecto, maternalmente.)

 

ADELAIDA.-  ¡Tonto! ¿Qué voy a pensar yo de ti? Después de todo, eres un hombre como cualquier otro hombre...

ERNESTO.-   (Impaciente.)  ¡Oh!

ADELAIDA.-  Inteligente. ¡Vanidoso! Muy vanidoso, eso sí...

ERNESTO.-  ¡Sigue!

ADELAIDA.-  ¡Egoísta!

ERNESTO.-   (Con cierto sobresalto.)  ¿Tú crees?

ADELAIDA.-  ¡Oh, sí, sí! Terriblemente egoísta, amor mío. No conozco a nadie tan egoísta como tú. ¡Ah, bueno! Y me olvidaba de lo más importante. Te gustan las mujeres. Te gustan mucho, muchísimo, locamente...  (En una transición, se vuelve a ERNESTO con otro tono y muchísima sensatez.)  Por cierto, cariño. Me han dicho que este verano, en Torremolinos, Rosalía se ha portado como una loca...

ERNESTO.-  ¡Hum!

ADELAIDA.-  ¿Lo sabías? Pues a mí eso, la verdad, no me parece decente...

ERNESTO.-   (Gritando.)  ¡¡Adelaida!!

ADELAIDA.-   (Suavemente.)  ¿Qué?

ERNESTO.-  No, nada.  (Un silencio. ERNESTO se dirige al DOCTOR, espantosamente confundido.)  ¡Oiga! ¿Usted ha oído?

EL DOCTOR.-   (Nerviosísimo.)  ¡Siga! ¡No se detenga! ¡Adelante!

ERNESTO.-  ¡Voy!  (Otra vez ante ADELAIDA.)  ¡Je! Entonces, ¿tú crees, Adelaida? ¿Tú crees que es cierto lo que dice la gente por ahí? ¿Tú crees que Rosalía tiene un amante?

ADELAIDA.-  ¡Jesús! ¡Qué pregunta! Pues claro que sí, amor mío. ¿Quién duda eso a estas alturas?

ERNESTO.-  Oye. ¿Y tú lo has sabido siempre?

ADELAIDA.-   (Segurísima.)  ¡Siempre! Desde el primer día...

ERNESTO.-  Ya.  (Y se vuelve al DOCTOR, angustiadísimo.)  ¿Ha oído usted?

EL DOCTOR.-  ¡Siga!

ERNESTO.-   (De nuevo a ADELAIDA, con ansiedad.)  ¡Adelaida! ¿Tú le conoces...?

ADELAIDA.-   (Amablemente.)  ¿A quién? ¿Al otro...?

ERNESTO.-  ¡Sí! Al otro...

ADELAIDA.-  ¡Pues claro que sí, cariño! Le conoce todo Madrid. Es un señor muy, muy simpático...

ERNESTO.-  ¡Ah! ¿Sí?

 

(Ella, muy cariñosa y muy estimulante, le da un cachetito en la mejilla.)

 

ADELAIDA.-  ¡Hala! ¡Hala! ¡Tonto! No empieces ahora a presumir...

 

(Y da unos pasos hacia el fondo. ERNESTO se vuelve hacia EL DOCTOR, desolado.)

 

ERNESTO.-  ¡¡Doctor!!

EL DOCTOR.-  ¡¡Calle!! ¡No me diga nada! ¡Santo Dios! ¡Ah! ¡El gran mundo! ¡La «dolce vita»!

 

(ERNESTO, bruscamente, en un arranque de coraje, grita:)

 

ERNESTO.-  ¡¡Adelaida!!

 

(Ella se vuelve muy risueña.)

 

ADELAIDA.-  ¡Preguntón! ¡Qué más quieres saber?

ERNESTO.-  ¡Adelaida! ¿Y de todo eso a ti no te importa nada?

ADELAIDA.-   (Extrañadísima.)  ¿A mí? ¡No! ¿Por qué?

 

(Un silencio. ERNESTO y EL DOCTOR se han quedado inmóviles.)

 

ERNESTO.-   (Sin voz.)  Adelaida...

EL DOCTOR.-  ¡Señora!

 

(Ella piensa un poco. Luego alza la frente y mira a ERNESTO con una sonrisa que es como un sutil desafío.)

 

ADELAIDA.-  ¡Nada! Ya no me importa nada...

ERNESTO.-  ¡Adelaida!

 

(Se miran ella y él. Un largo silencio. ADELAIDA habla ahora con su permanente desenvoltura. Pero con una sonriente y escondida melancolía, además.)

 

ADELAIDA.-  Antes sí. ¿Te acuerdas? Hace mucho tiempo. Entonces, en los primeros años de nuestro matrimonio, cada una de tus infidelidades era como un puñal que alguien clavaba en el pecho de aquella pobre chica tan romántica y tan enamorada. Yo lloraba mucho, muchísimo. ¡Dios mío! ¡Cuánto he llorado! ¡Pobre de mí! Como lloran las mujeres engañadas en los folletines y en las malas comedias y en las películas estúpidas. Como lloran en la soledad los seres abandonados sin razón. ¡Desesperadamente! Algo de muy mal gusto. Ahora lo reconozco...  (Una nueva sonrisa, casi una sonrisa divertida.)  Una vez incluso estuve a punto de abandonarte para siempre. No lo has olvidado, ¿verdad? Fue cuando te escapaste a París con aquella putita que cantaba en una «boîte»9 con una orquesta de negros. Pero no tuve valor. ¿Qué hubiera dicho la gente? ¡Figúrate! Nunca se sabe. En aquellos tiempos en España el adulterio estaba muy mal visto, y tus negocios se hubieran resentido, estoy segurísima. Y, la verdad, hubiera tenido muy poca gracia que por los celos de una pobre tonta se hubiera venido abajo la Banca Luján, que entonces iniciaba su vida gloriosa. Después, ¿para qué te voy a contar, cariño? Han ido pasando los años. Tú salías de una aventura y entrabas en otra. Y yo un día descubrí dentro de mí misma algo realmente sorprendente: ¡que ya no me importaban tanto tus engaños! Por último, otro día, precisamente el mismo día en que me presentaste a Rosalía, figúrate qué casualidad, descubrí que ya no me importaban nada...  (ERNESTO está muy pálido.)  ¡Qué graciosa es Rosalía! ¿Verdad? Tan divertida y tan desvergonzada...

ERNESTO.-  ¡Adelaida! Entonces, ¿es que ya no me quieres?

ADELAIDA.-   (Ríe.)  ¡No! ¿Quién ha dicho eso? Te sigo queriendo mucho, amor mío. Pero de otra manera, claro está...

ERNESTO.-  ¡Adelaida! ¿Eres muy desgraciada?

ADELAIDA.-   (Extrañadísima y casi ofendida.)  ¿Cómo? ¿Que si soy desgraciada? ¿Yo? ¡Ah, no! Ni mucho menos, cariño. ¡Que se te quite esa idea de la cabeza! ¡Vamos! Pero si yo lo paso estupendamente...

ERNESTO.-  ¿Estás segura?

ADELAIDA.-   (Con todo entusiasmo.)  ¡Pues claro que sí! ¡Dios mío! Vivo una vida tan brillante y tan maravillosa. Mira, soy nada menos que la mujer de Ernesto Luján. ¿Para qué voy a decirte a ti quién es Ernesto Luján? Un hombre importante, rico, influyente, poderoso. Naturalmente, eso quiere decir que yo, la excelentísima señora de Luján, también soy rica, influyente y poderosa. Todo el mundo me adora. Aparezco retratada en los periódicos con el menor pretexto, y no pasa un día sin que mi nombre figure en los ecos de sociedad. Todos celebran mis fiestas y mis almuerzos. Hay personas que darían un año de vida por recibir una invitación mía. Tengo vestidos caros y bonitos. Joyas escandalosas, pieles... De vez en cuando aparece por ahí un fresco que, para caerte a ti en gracia, me hace un poquito la corte. ¿No lo sabías? ¡Ernesto! ¡Amor mío! ¿Qué más puedo desear yo? ¿No crees tú que todo eso es más que suficiente para que cualquier mujer se sienta la mujer más dichosa del mundo? ¡Ah! Te aseguro que yo a estas alturas de mi vida no me cambiaría por ninguna...

ERNESTO.-  Pero, Adelaida...

 

(Ella se echa a reír de muy buena gana.)

 

ADELAIDA.-  ¡Calla! Tonto, tonto, más que tonto. ¡Dios mío! ¡Pero qué tonto eres!

 

(Y se va riendo por el chaflán. ERNESTO, cuando ella ha desaparecido, va hacia EL DOCTOR, indignado, con desesperación.)

 

ERNESTO.-  ¡Doctor! ¿Ha oído usted? ¡No le importa! ¡A mi mujer no le importa que yo la engañe! ¡Ea! Y lo dice ella, aquella recién casada que me hacía la vida imposible con sus celos ridículos y con sus lágrimas cursis e insoportables. ¡Ella! ¡Vamos! ¡Y ahora resulta que no le importa!  (Se deja caer en el sillón. Está abrumado, hundido, como perdido.)  ¡Adelaida! Pero ¿es ella? ¿Es esta misma mujer aquella muchacha que hace treinta años me trajo por primera vez a esta casa cogido de la mano?

 

(Y por el fondo irrumpen alegres, alegrísimas, ADELAIDA y ROSALÍA.)

 

ADELAIDA.-  ¡Ernesto! ¡Cariño!

ROSALÍA.-  ¡Ernesto!

ADELAIDA.-  ¡Mira...!

ROSALÍA.-  ¡Una sorpresa!

ADELAIDA.-  Mira quién está aquí...

 

(LAS DOS se vuelven hacia el fondo, muy risueñas, ilusionadísimas. Y por allí aparece JORGE.)

 

JORGE.-   (Muy jovial.)  Buenas tardes. ¿Se puede?

 

(EL DOCTOR pega un respingo.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Anda! ¡El marido! ¡El que faltaba...!

ROSALÍA.-   (Entusiasmada.)  ¡Jorge! ¡Amor mío!

ADELAIDA.-   (Muy contenta.)  ¡Jorge! Encanto...

 

(JORGE besa ligeramente a ADELAIDA en la mejilla, que ella le brinda.)

 

JORGE.-  ¡Adelaida!

ADELAIDA.-  ¡Hijito!

JORGE.-  Hola, jefe. ¿Cómo estás?

ERNESTO.-  Bien venido, Jorge...

ROSALÍA.-   (Cariñosísima.)  ¡Jorge! ¡Cielo! Pero ¿cómo has adivinado que estaba yo aquí?

JORGE.-  ¡Je! Pues, mira, la verdad es que no lo he adivinado de ninguna manera. Pura casualidad. Venía sencillamente a tomar una copa con Ernesto...

ADELAIDA.-  ¿De veras? Entonces ya está decidido. ¡Os quedáis a cenar!

ROSALÍA.-   (Palmoteando contentísima.)  ¡Bravo! ¡Nos quedamos! ¡Nos quedamos!

JORGE.-  Bueno, bueno, por mí...

ROSALÍA.-   (Muy alegre.)  ¿Has oído, Ernesto? ¡Nos quedamos a cenar!

ERNESTO.-  ¡Je! ¡Magnífico!

ADELAIDA.-   (Muy dispuesta.)  ¡Hala! Y, para empezar, vamos a tomar una copa...

ROSALÍA.-  ¡Estupendo! Vengan copas, muchas copas. Yo, a estas horas, si me falta mi «martini», estoy perdida...

ADELAIDA.-  ¡Ah! ¡El «martini»! ¡Qué invento tan maravilloso!

 

(Las dos mujeres marchan hacia el chaflán hablando animadísimas.)

 

ROSALÍA.-  Oye. ¿Qué vais a hacer este fin de semana?

ADELAIDA.-  Marbella, ¿sabes? Un viaje relámpago. Nos han invitado los Villanueva, que se ponen pesadísimos, ya los conoces. ¿Y vosotros?

ROSALÍA.-  No sé. Me parece que nos quedaremos en casa. A lo mejor vamos a las conferencias de ese jesuita que está de moda. Es un fenómeno, ¿sabes? Dice unas cosas feroces, feroces...

ADELAIDA.-    (Muy experta.)  ¿De la píldora o del régimen?10

ROSALÍA.-  ¡De todo...!

ADELAIDA.-  ¡Qué bien! ¿Y ese padre es de izquierdas?

ROSALÍA.-  ¡Ah, sí, sí! Muy de izquierdas...

ADELAIDA.-  Mira, me encanta la gente de izquierdas, no lo puedo remediar. ¡Dicen unas cosas tan originales...!

 

(Desaparecen las dos por el chaflán. JORGE se vuelve hacia ERNESTO, muy divertido.)

 

JORGE.-  ¡Chico! ¡Chico! ¡Qué mujeres! Son arrolladoras...

ERNESTO.-  ¡Je!

JORGE.-   (Se ríe.)  ¿Y qué se puede hacer, digo yo?

ERNESTO.-  ¡Je!

EL DOCTOR.-  ¡Je!

JORGE.-  Oye. ¿Qué te pasa a ti esta tarde? Te encuentro preocupado.

ERNESTO.-  Hombre...

JORGE.-   (Muy perspicaz.)  ¿Algún lío de faldas?

ERNESTO.-  ¡Je! Pues sí... De eso se trata. ¡Un lío de faldas!

JORGE.-   (Muy ufano.)  ¡Digo! Si lo que a mí se me escape...

 

(JORGE se va por el chaflán. ERNESTO le sigue con la mirada, incluso después de que ha desaparecido. Y luego se vuelve hacia EL DOCTOR con los ojos brillantes, como ante un descubrimiento.)

 

ERNESTO.-   (Un silencio.)  Aquí fue, doctor... Estoy seguro.

EL DOCTOR.-  ¿El qué...?

ERNESTO.-  Aquí fue cuando me hice por primera vez esa pregunta...

EL DOCTOR.-  ¿Qué pregunta?

ERNESTO.-  Una pregunta terrible, doctor. Esta: ¿Jorge lo sabe o no lo sabe?

EL DOCTOR.-   (En vilo, asustadísimo.)  ¿Cómo?

ERNESTO.-   (Obstinado.)  Sí, sí. Eso es. ¿Jorge sabe o no sabe que su mujer es mi amante?

EL DOCTOR.-   (Casi un escalofrío.)  ¡Santo Dios!

ERNESTO.-  ¿Verdad que es una pregunta estremecedora?

 

(Y en este momento vuelve JORGE por donde se fue, con un vaso de whisky en la mano.)

 

JORGE.-  Oye. Y por curiosidad. ¿Quién es ella?

ERNESTO.-  ¿Quién?

JORGE.-  ¡Ella! ¡La del lío...!

ERNESTO.-  ¡Ah! La del lío...  (Un silencio.)  ¡Je! Pues, ¿qué quieres, Jorge? No me parece prudente...

JORGE.-   (Muy gentil.)  ¡Basta! Ni una palabra más. ¡Estamos entre caballeros!

ERNESTO.-  ¡Je!  (JORGE se sienta en el sofá. Toma un diario de la tarde que está sobre la mesita y repasa los titulares de la primera página. ERNESTO se vuelve hacia EL DOCTOR.)  Naturalmente, ya sé que esa pregunta pude hacérmela mucho antes, quizá aquel primer día, cuando Rosalía y yo salíamos, como dos fugitivos, envueltos en las sombras del atardecer, de aquel chalet de la carretera que tenía el jardín lleno de rosas. Pero ha sido esta tarde, precisamente esta tarde, mucho tiempo después, cuando por primera vez he sentido dentro de mí esa espantosa incertidumbre...  (Poco a poco, mientras habla, se va excitando.)  ¿Por qué, doctor? ¿Por qué estalla de pronto la conciencia de un hombre y se hacen pedazos su paz y su seguridad? ¿Es que uno no es dueño de sí mismo? ¿Es que hay una voluntad superior que se impone a la nuestra y nos conduce y nos gobierna a su capricho? ¿Es que hay un reloj invisible, colgado en el vacío, que señala para cada cual la hora del remordimiento y de la angustia? Entonces, ¿es por eso? ¿Es por eso, doctor, por lo que esta tarde me pregunto si Jorge lo sabe o no lo sabe?

EL DOCTOR.-   (Alarmado.)  Cálmese, señor Luján...

ERNESTO.-   (Con un inmenso desasosiego.)  ¡Doctor! Este era mi drama. Todo cambió para mí desde el mismo instante en que me hice esa pregunta. ¡Dios mío! ¿Jorge lo sabe o no lo sabe? ¡Oiga! ¿Se da usted cuenta de la diferencia que en la respuesta tiene para mí un sí o un no?  (Se vuelve hacia JORGE y habla mirándole obsesionado.)  Porque si Jorge lo sabe es un miserable, ¿no es cierto? ¡Sí! ¡Un miserable! El más vil y el más ruin de todos los hombres. Un sucio tramposo jugador de ventaja que pone a su propia mujer como prenda en esa monstruosa partida de la ambición, de la vanidad y del dinero. Y en ese caso, para mí todo está claro, ¿no cree? Yo no soy más que un instrumento suyo, su víctima, el explotado: resulto casi, casi inocente. ¡El engañado soy yo! ¿No piensa usted lo mismo? Pero si Jorge no sabe nada... Si Jorge no sabe nada, si, a pesar de todo, en su pensamiento no ha brotado todavía la sospecha de que su mujer le engaña -¡y hubiera sido tan fácil esa sospecha, tan fácil!-; si no sabe que con el deshonor y el ridículo está pagando su prosperidad y su fortuna; si, después de todo, es como un ángel que pasa entre nosotros, entre tanto engaño, tanta frivolidad y tanto barro, sin salpicarse, sin mancharse, limpio, puro, inocente, entonces, doctor, ¿qué soy yo? ¿Eh? ¡Dígame! ¿Qué soy yo, el hombre que pisotea sin piedad tanta pureza y tanta inocencia? ¡Vamos! Dígalo ya...

 

(En este momento JORGE se vuelve con mucha curiosidad.)

 

JORGE.-  Oye. Pero ¿la conozco yo?

ERNESTO.-   (Irritado.)  ¡Sí! La conoces, Jorge, la conoces...

JORGE.-  ¡Hola! ¿Mucho?

ERNESTO.-  ¡Muchísimo!

JORGE.-   (Cada vez más interesado.)  ¡Hola! ¡Hola! Entonces, ¿pertenece a nuestro mundo?

ERNESTO.-  ¡Naturalmente!

JORGE.-  ¿Es guapa?

ERNESTO.-  ¡Sí! Es guapa...

JORGE.-  ¿Soltera o casada?

ERNESTO.-  ¡Casada! ¡Casada!

JORGE.-   (Riendo.)  ¡Hola! ¿Y el marido, qué? ¿En la luna?

ERNESTO.-  Hombre...

JORGE.-   (Se ríe más.)  ¡Chico! ¡Chico! Pero qué maridos hay por ahí...

 

(Y sin dejar de reír torna apaciblemente a su lectura. ERNESTO y EL DOCTOR se miran en silencio.)

 

EL DOCTOR.-   (Apabulladísimo.)  ¡Hijo! Pues, ¿qué quiere usted que le diga? Yo creo que este infeliz no sabe nada...

ERNESTO.-   (Intensamente.)  ¿Está usted seguro?

EL DOCTOR.-   (Estupefacto.)  ¿Cómo?

ERNESTO.-  ¿Y si está fingiendo? ¡Porque medio Madrid cree que Jorge lo sabe!

EL DOCTOR.-   (Aterrado.)  ¡Virgen Santísima! ¿Qué dice usted?

 

(JORGE, que al parecer ha leído en el periódico algo muy chusco, se ríe.)

 

JORGE.-  ¡Anda! Esto es gracioso...

 

(ERNESTO se vuelve irritadísimo.)

 

ERNESTO.-  ¿El qué...? ¿Qué es lo que resulta gracioso? ¡Vamos a ver!

JORGE.-  Un crimen pasional...

ERNESTO.-  ¡Oh!

JORGE.-  ¡Qué bestia!

ERNESTO.-  ¿Quién?

JORGE.-   (Muy natural.)  El marido...

ERNESTO.-  ¡Hum!

JORGE.-  Doce puñaladas, calcula. ¡El muy salvaje! ¡Pobre mujer! ¡Ah! ¡España! ¡España! Esta es la vieja España, tan brutal, tan atroz, tan poco europea. En fin, chico, yo soy progresista, qué caramba...

 

(Vuelve a su lectura. ERNESTO se encara con EL DOCTOR.)

 

ERNESTO.-  ¡Doctor! ¿Ha oído usted?

EL DOCTOR.-   (Confundidísimo.)  ¡Hombre! Pues a lo mejor es que lo sabe...

 

(Un fugaz silencio. JORGE, en el mejor de los mundos, sigue leyendo su periódico con mucho interés. ERNESTO, mientras habla, ahora no deja de mirarle fijamente.)

 

ERNESTO.-  ¡Doctor! Yo tenía que averiguar si Jorge lo sabía o no lo sabía. ¿Comprende usted? Desde el instante en que me hice esa terrible pregunta -¿Jorge lo sabe o no lo sabe?- solo sentí un deseo. Un deseo apremiante, angustioso; un deseo que era una agonía, un deseo que me subía del corazón a la garganta. Yo tenía que saber, doctor. Pero pronto, inmediatamente...

EL DOCTOR.-  ¡Oiga! ¿Y qué hizo usted?

ERNESTO.-  ¿No lo adivina?

 

(Y, sin remedio, inexorablemente atraído por él, da unos pasos hacia JORGE.)

 

EL DOCTOR.-   (Aterrado.)  ¡No! Eso no...

ERNESTO.-   (Violento.)  ¡Déjeme usted en paz...!  (Y avanza más.)  ¡Jorge!

 

(JORGE, amablemente, alza la vista del periódico.)

 

JORGE.-  Dime, Ernesto...  (Un silencio. JORGE sonríe.)  Oye. ¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así? ¿Qué te anda por la cabeza?

 

(Otro silencio.)

 

ERNESTO.-  Una pregunta.


 
 
TELÓN
 
 

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