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ArribaActo II

 

El mismo decorado.

 
 

Cuando se levanta el telón, ERNESTO, JORGE y EL DOCTOR están en la misma actitud en que quedaron al final del acto anterior. Hay un corto silencio.

 

JORGE.-  ¿Una pregunta? ¿Y qué pregunta es esa?

 

(EL DOCTOR contempla a ERNESTO y JORGE, aterrado.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Santo Dios! ¡Qué escena!

ERNESTO.-   (Airado.)  ¡Cállese usted!

EL DOCTOR.-  ¡Oh!

 

(ERNESTO va hacia JORGE. Con otro tono.)

 

ERNESTO.-  ¡Je! Verás, Jorge. Es que me gustaría que tú y yo habláramos un poco...

JORGE.-  ¡Ah! ¿Sí?

ERNESTO.-  ¡Sí!

JORGE.-   (Muy dispuesto.)  ¿De qué? ¿De negocios? Pues mira, en ese aspecto puedes estar tranquilo. Todos tus asuntos marchan. Esta tarde hablé con la sucursal de París. ¡Sin novedad! Nueva York ha enviado un informe de la situación muy satisfactorio. Se lo he pasado a tu secretaria para que lo estudies mañana, despacio. ¡Ah! Por cierto, a última hora llamaron de Londres. Parece que la Bolsa sigue propicia, y di orden de que siguieran comprando. ¿Hice bien?

ERNESTO.-   (Indignadísimo.)  ¡Jorge! ¡¡Todo eso no me importa nada!!

JORGE.-   (Estupefacto.)  ¡Ah! ¿No?

ERNESTO.-  ¡¡No!!

JORGE.-  ¡Hola! ¿De manera que no te importa lo que pasa en la Bolsa de Londres?

ERNESTO.-  ¡No!

JORGE.-  ¡Qué raro!  (Se calla. Y en seguida, en una feliz inspiración.)  ¡Ah, vamos! ¡La política!

ERNESTO.-  ¡Oh!

JORGE.-  Tú quieres que hablemos de política. ¿Es que hay crisis?

ERNESTO.-  ¡No! ¡Tampoco! ¡Me tiene sin cuidado la política!

JORGE.-   (Muy azarado.)  ¡Hombre! Pues en los negocios influye mucho...

ERNESTO.-  ¡Jorge! En la vida hay cosas más importantes que la política y los negocios...

JORGE.-   (Estupefacto.)  ¡No me digas!

ERNESTO.-  ¡Sí! Te lo digo, te lo digo...

JORGE.-  Bien, bien...

 

(Un corto silencio. ERNESTO, con otro tono.)

 

ERNESTO.-  Somos hombres, ¿no?

JORGE.-  ¡Naturalmente!

ERNESTO.-  Y cada uno de nosotros tiene sus problemas, sus pasiones, su vida privada...

JORGE.-   (En la luna.)  ¡Ah! Eso sí. ¿Qué duda cabe?

ERNESTO.-  Y, en realidad, tenemos tan pocas ocasiones de hablar tú y yo. De hablar por hablar. De nosotros mismos. ¿Comprendes?11 En la oficina siempre estamos rodeados de gente. Y aquí, en casa, tu mujer y la mía se imponen...

JORGE.-   (Sonriendo.)  Eso es verdad. ¡Qué par de charlatanas!  (Un silencio. Un suspiro.)  Bueno. Pues estoy a tus órdenes. ¡Hala! ¿De qué quieres que hablemos?

ERNESTO.-  Pues de lo natural. De la vida. De los hombres y de las mujeres. De ti, de mí, de Rosalía, de Adelaida...

JORGE.-   (Otro suspiro.)  ¡Ah! ¿Sí? Bueno, bueno. ¡Adelante!  (Y en el acto se lanza, como ante un tema sugestivo y oportuno.)  Oye. ¿Hace mucho que no vais al teatro? Rosalía y yo estuvimos anoche y vimos una comedia muy moderna. Figúrate tú que se levanta el telón y aparece una cama en el centro del escenario. Una cama preciosa, estilo Luis XV. Una maravilla. Oye. Y de pronto resulta que todas las parejas se van acostando una tras otra...

ERNESTO.-   (Contrariadísimo.)  ¡Hum!

JORGE.-  No paran, chico. ¡Un jaleo!

ERNESTO.-  Jorge...

JORGE.-  Oye. Yo me reí horrores. Pero a Rosalía le sentó muy mal. Por la cosa moral, ¿comprendes?

ERNESTO.-   (Furioso.)  ¡Jorge! Me parece a mí que entre tú y yo debe de haber algún tema de conversación más importante que una función de teatro...

JORGE.-  ¿Tú crees?

ERNESTO.-  ¡Sí!

JORGE.-  Pues chico, ahora no caigo...

ERNESTO.-   (A voces.)  ¡¡Jorge!!

JORGE.-   (Ya francamente amoscado.)  Pero, muchacho, ¿qué te pasa esta tarde? ¡Leñe!

 

(Toma su vaso de whisky. Pero ERNESTO grita como en un estallido.)

 

ERNESTO.-  ¡Deja eso! ¡No bebas!

JORGE.-   (Atónito.)  ¿Cómo? ¿Que no beba?

ERNESTO.-  ¡Jorge! ¡Mírame!

JORGE.-  ¿Que te mire?

ERNESTO.-  ¡¡Mírame!!

JORGE.-  Bueno. Si te empeñas...

 

(JORGE, sorprendidísimo, deja otra vez el vaso de whisky sobre la mesita y se queda mirando a ERNESTO.)

 

ERNESTO.-   (Con una enorme ansiedad.)  ¡Jorge! ¿Tú eres feliz?

JORGE.-  ¿Quién? ¿Yo? ¿Que si soy feliz...?

ERNESTO.-  ¡Contesta!

JORGE.-   (Divertido, con una fantástica espontaneidad.)  Pero, hombre, ¿y esa era tu famosa pregunta? ¡Pues claro que soy feliz! ¡Maravillosamente feliz!

ERNESTO.-  ¿De veras?

JORGE.-  ¡Vamos! ¡Y eres tú quien lo duda! ¡Tú! ¡El único que está en el secreto!

ERNESTO.-  ¡Jorge!

JORGE.-  Porque la verdad es que toda esta felicidad te la debo a ti...

ERNESTO.-  ¿Tú crees?

 

(JORGE marcha. Da unos pasos.)

 

JORGE.-  Vamos, vamos. ¡Ernesto! ¡Por favor! Haz memoria. ¿Quién era yo hace unos años? ¡Nadie! Un pobre abogado sin pleitos que, por fin, había encontrado un modesto empleo en las oficinas de la Banca Luján. Tenía un despachito pequeño con una ventana al patio, en el sótano del rascacielos. Una secretaria triste y torpe. Muy poco trabajo, eso sí, y nada importante. Y un sueldo tan escaso, tan escaso, que no bastaba para cubrir las necesidades de un matrimonio lleno de ambiciones y de esperanzas. ¿Te acuerdas?

ERNESTO.-  ¡Sí! Me acuerdo...

JORGE.-   (Triunfante.)  ¡Ah! Pero, de pronto, un día se produjo el milagro. ¿Qué pasó? Es muy sencillo: Ernesto Luján, el mismísimo señor presidente, me llamó a su despacho. ¡Oh! Puedes estar seguro de que nunca olvidaré tu primera llamada. Yo llegué ante ti temblando, como un pobre chico. Tú estabas allí, detrás de tu gran mesa, sonriente, amable, generoso, todo un gran señor. Me encargaste, para empezar, una misión muy especial. Un viaje a Holanda para iniciar negocios con una compañía de La Haya...

 

(ERNESTO se vuelve despacio hacia EL DOCTOR. Se miran los dos.)

 

ERNESTO.-  ¡Je! ¿Usted oye, doctor?

EL DOCTOR.-   (Horrorizado.)  ¡Calle! ¡No diga nada!

 

(JORGE, muy satisfecho, un poquito presuntuoso.)

 

JORGE.-  Oye. ¿Y recuerdas por qué me elegiste a mí, precisamente a mí, entre todos tus empleados para aquel viaje a Holanda?

ERNESTO.-   (Bajo.)  ¿Por qué, Jorge? ¿Por qué fue?

JORGE.-   (Segurísimo.)  ¡Toma! Pues porque yo hablo idiomas...

EL DOCTOR.-   (Con un estremecimiento.)  ¡Señor! ¡Qué despiste!

JORGE.-   (Muy feliz.)  En fin, que tuve suerte. No lo puedo negar. A la vuelta de Holanda presenté mi informe y el señor presidente se entusiasmó. Luego me enviaste a París, después a Londres, a los Estados Unidos y al Oriente Medio. ¡Ah! He viajado mucho. Un día, al fin, me dijiste con toda solemnidad que habías resuelto asociarme a todas tus empresas. ¡Y aquel fue mi gran día! Entonces, empecé a ganar prestigio y consideración entre las gentes, autoridad... Y dinero, mucho dinero. Hoy puedo decir que gracias a tu apoyo, a tu protección, a tu generosidad, soy un hombre rico. Tengo una buena cuenta corriente. Un gran coche. Un espléndido piso en el barrio de Salamanca. Una casa en el Sur. Una finca en el campo.  (Se calla. Piensa algo y sonríe.)  Bueno. Y además de todo eso tengo a mi mujer...

ERNESTO.-   (Muy bajo.)  ¡Rosalía!

JORGE.-  ¡Claro! ¡Rosalía!  (ERNESTO le está mirando fijamente. Pero JORGE, en su mundo, no lo advierte.)  Rosalía es una maravilla, Ernesto. ¡Oh, tú no sabes! Bajo esa apariencia suya de frivolidad y de ligereza que todos conocéis, ella guarda para mí tanta ternura, tanta comprensión, tanto amor. Yo creo que todavía me quiere como cuando éramos novios. ¡Figúrate! ¡Ah! Es la esposa perfecta que me cuida, que me mima como a un niño; que se siente orgullosa de mí. Porque Rosalía se siente muy orgullosa de mí, ¿sabes?  (De pronto, muy risueño.)  Bueno. También es un poquito celosa. ¡Je!

ERNESTO.-  ¿Sí?

JORGE.-  ¡Uf! Para qué te voy a contar... Me tiene frito.

 

(Un pequeño silencio.)

 

ERNESTO.-   (Muy bajo, anhelante.)  ¿La quieres mucho, Jorge?

 

(JORGE se vuelve, entre asombrado y conmovido.)

 

JORGE.-  ¿Que si la quiero? Pero, Ernesto, ¿es que lo dudas? ¡Rosalía es toda mi vida! Por ella lucho, por ella tengo ambición. Por ella quiero subir más y más alto cada día. Todo es por ella. ¡Porque la quiero!

ERNESTO.-  ¡Claro!

JORGE.-  A veces me pregunto a mí mismo: ¿de qué sería yo capaz por Rosalía? Y la respuesta es siempre igual. De todo. Por ella sería capaz de todo...

 

(JORGE ya está ante la puerta del chaflán, a punto de salir. ERNESTO le mira asustado.)

 

ERNESTO.-  Entonces, ¿tienes fe en ella? ¿Crees en Rosalía?

JORGE.-   (Con toda su alma.)  ¿Que si creo? Pero, hombre, ¿en qué voy a creer si no creo en Rosalía?

 

(Sale. ERNESTO se ha quedado inmóvil, atónito, viendo desaparecer a JORGE. En una viva transición va hacia EL DOCTOR. Y los dos se agitan inquietos, desasosegados, nerviosísimos.)

 

ERNESTO.-  ¡Doctor! ¿Ha oído usted?

EL DOCTOR.-  ¡Hijo!

ERNESTO.-  ¡No lo sabe! ¡No lo sabe!

EL DOCTOR.-   (Con muchísima emoción.)  ¡No! ¡Qué va! ¡Pobrecito!

ERNESTO.-  ¡No lo sabe!

EL DOCTOR.-  ¡No sabe nada! ¡Es un mirlo!

ERNESTO.-  ¡No lo sabe! Se equivocan los que le creen capaz de tanta indignidad y tanta hipocresía. ¡Es mentira! ¡¡No lo sabe!!

EL DOCTOR.-  ¡Señor Luján!

ERNESTO.-  ¡Doctor! ¡Doctor! ¿Se da usted cuenta ya? ¿Comprende usted todo lo que pasó por mi pensamiento cuando tuve la certeza de que Jorge no lo sabía? Yo veía a este hombre cada mañana, allí, en su despacho del rascacielos, manejando teléfonos y dictáfonos, dando órdenes, muchas órdenes, tan feliz y tan orgulloso de sí mismo, creyendo que esa situación privilegiada se la debía a él, a sus desvelos y a su talento. ¡Doctor! ¿Qué pasaría si de pronto una voz al oído le dijera: «Despierta, mamarracho, pobre hombre, estúpido; despierta, que estás soñando. Todo esto es, sencillamente, porque tu mujer se acuesta con el gran jefe...».

EL DOCTOR.-   (Agobiado.)  ¡Santo Dios!

 

(Y en este instante asoma ROSALÍA por el chaflán, un poquito intrigada.)

 

ROSALÍA.-   Oye. Por curiosidad. ¿De qué habéis estado hablando durante tanto rato mi marido y tú?

ERNESTO.-  ¡Je! Hemos estado hablando de ti.

ROSALÍA.-   (Extrañadísima.)  ¿De mí?

ERNESTO.-  ¡Sí! De ti, de ti...

ROSALÍA.-   (Sincerísima.)  ¡Jesús! Pues sí que es un tema...

ERNESTO.-  ¿Qué quieres? No lo he podido evitar. De pronto he sentido la necesidad de averiguar si Jorge lo sabía o no lo sabía...

ROSALÍA.-   (Indignada.)  ¿El qué? ¿Lo nuestro?

ERNESTO.-  ¡Sí! Lo nuestro...

ROSALÍA.-  ¡Madre mía! ¡Pero qué morboso eres! ¿Pues sabes lo que te digo? ¡Que si esta noche le das un disgusto a mi marido, yo no te lo hubiera perdonado! ¡Ea!

 

(Y se va con mucho aire. Nuevamente quedan solos ERNESTO y EL DOCTOR.)

 

ERNESTO.-   (Con infinita amargura.)  ¿Qué le parece, doctor? Esta es mi obra, este soy yo. He destrozado la vida de mi mujer, aunque ella no lo sepa y se crea la reina feliz de este mundo frívolo y embustero en que vivimos. He pervertido a Rosalía: aquella buena chica que llamó una mañana de lluvia a la puerta de mi despacho para pedirme un poco de ayuda en su lucha por la vida; se ha convertido, gracias a mí, en una cualquiera. Y lo que es peor todavía: he pisoteado sin piedad ese amor tan grande, tan hermoso y tan ciego que Jorge siente por su mujer...  (Se calla. Una vez más, para sí mismo, con desesperación, con angustia.)  Naturalmente, yo no podía cruzarme de brazos, ¿verdad? Yo tenía que hacer algo. Yo tenía que deshacer este nudo monstruoso. Yo tenía que salvarlos a ellos y salvarme yo mismo.  (De pronto, con un súbito y airado rencor.)  ¿Y qué podía hacer yo? ¿Qué es lo que tenía que hacer yo? ¿No lo comprende? No había más que un camino. ¡Acabar con el señor del rascacielos! Ese personaje insolente y provocador que es el imán y la luz que atrae y deslumbra a estas pobres vidas. ¡Ese! ¡El nudo que a todos nos ata! ¡Maldito sea! Porque, ¿quién sino él, con su aureola y su brillo y su poder es el culpable de todo? En realidad, doctor, Rosalía nunca fue la amante de este hombre que soy yo. ¡Oh, no! Ella fue siempre la querida del señor presidente. Por eso, para terminar de una vez, irremediablemente, yo tenía que hundir al gran personaje: arruinarle, destrozarle, sepultarle en la pura nada. Para que todos volviéramos a ser lo que fuimos antes. Para que todos volviéramos a empezar...

 

(Se calla. EL DOCTOR le mira con mucha atención.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Oiga! ¿Y qué hizo usted?

 

(ERNESTO se vuelve despacio hacia EL DOCTOR.)

 

ERNESTO.-  ¿No lo adivina?  (Un silencio. Y alguien golpea con los nudillos en la puerta del chaflán. ERNESTO, en una brusca transición, con violencia.)  ¡Maldita sea! ¡Otra vez están ahí!

 

(Dentro se oyen las voces de ADELAIDA, JORGE y ROSALÍA.)

 

ADELAIDA.-   (Dentro.)  ¡Doctor!

JORGE.-   (Dentro.)  ¡Doctor!

ROSALÍA.-   (Dentro.)  ¡Doctor!

ERNESTO.-  ¡Oh! Ellos, siempre ellos...

 

(Se abren, impetuosamente, las puertas del chaflán y surge JORGE, presuroso, que se dirige al DOCTOR.)

 

JORGE.-  ¡Doctor! Usted disculpe si interrumpo. Pero es que como lleva usted tanto tiempo encerrado con Ernesto, Adelaida y Rosalía están muy nerviosas y quisieran saber...

EL DOCTOR.-  ¡Je!

 

 (JORGE se dirige ahora a ERNESTO, muy solícito.) 

JORGE.-  ¿Cómo estás, Ernesto? ¿Cómo te encuentras?

 

(Un gran silencio. ERNESTO se encara airado con JORGE y le mira muy fijo, como si fuera a decir algo terrible.)

 

ERNESTO.-  ¡Jorge!

JORGE.-  ¿Qué?

 

(Otro silencio. ERNESTO, en una transición, baja la cabeza casi con humildad.)

 

ERNESTO.-  No... Nada.

 

(ERNESTO marcha despacio hacia la terraza. Sale. JORGE se ha quedado estupefacto.)

 

JORGE.-  ¡Oiga! ¿Pero usted ha visto?

EL DOCTOR.-  ¡Je!

JORGE.-  ¿Qué le sucede a este hombre? ¿Está loco, doctor, está loco...?

 

(Y en el chaflán aparecen ADELAIDA y ROSALÍA, que avanzan anhelantes y se plantan una a cada lado del DOCTOR.)

 

ADELAIDA.-  ¡Doctor! ¡Doctor!

ROSALÍA.-  ¡Doctor!

ADELAIDA.-  ¿Qué? ¿Qué dice?

ROSALÍA.-  ¡Vamos! ¡Hable!

ADELAIDA.-  ¿Le encuentra usted mal? ¿Pero muy mal, muy mal? ¡Doctor! ¡No me asuste!

EL DOCTOR.-  ¡Señora! Pero si aún no he dicho nada...

ROSALÍA.-   (Interesadísima.)  ¡Oiga! ¿Qué le ha contado?

EL DOCTOR.-   (A ROSALÍA, muy amable.)  ¡Señora! Pues, ¿qué quiere usted que le diga? Me ha contado muchas cosas...

ROSALÍA.-   (Inquieta.)  ¡Ah! ¿Sí?

EL DOCTOR.-  ¡Oh!

ROSALÍA.-  ¿Qué cosas?

EL DOCTOR.-  ¡Je! Entre hombres. ¡Figúrese!

ROSALÍA.-   (Muy molesta.)  ¡Jesús! ¡Que charlatán!

JORGE.-  ¡Está loco!

ROSALÍA.-  ¡Qué imprudente!

JORGE.-  Pero loco, loco...

ROSALÍA.-  ¡Vamos! Pero qué indiscretos son los hombres...

EL DOCTOR.-  ¡Je!

 

(ROSALÍA y JORGE han hablado a un tiempo, muy indignados, yendo de un lado para otro. Y en este momento ADELAIDA casi grita:)

 

ADELAIDA.-  ¡Basta!

ROSALÍA.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  ¡Doctor! Decididamente, no tiene ninguna importancia lo que mi marido haya podido contarle a usted. Lo que usted necesita saber es lo que voy a contarle yo...

EL DOCTOR.-  ¡Señora! ¿Usted cree?

ADELAIDA.-  ¡Naturalmente!  (ADELAIDA se calla. Después da unos pasos y se planta ante EL DOCTOR con una irremediable solemnidad.)  ¡Doctor! Voy a confesarme con usted.

EL DOCTOR.-   (Aterrado.)  ¡Señora! ¿Usted también?

ADELAIDA.-  ¡Ah, sí, sí! Y voy a hacer ante usted un relato tan fiel, tan detallado y tan exacto...12

EL DOCTOR.-   (Vivamente.)  ¡Calle! ¡No me diga más! Como si todo fuera una representación teatral y yo el único espectador...

ADELAIDA.-   (Con sincera admiración.)  ¡Jesús! ¡Qué listo es este viejecito!

 

(EL DOCTOR, resignado, se hunde en su sillón, dispuesto a todo.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Adelante, señora, adelante!

 

(ADELAIDA mira en torno y suspira.)

 

ADELAIDA.-  Escuche, doctor. Figúrese usted que esta noche estábamos aquí Rosalía, Jorge y yo, charlando tranquilamente, cuando de pronto apareció mi marido...

 

(Se calla. Todos, en silencio, se vuelven hacia la embocadura del foro. Un segundo después, por allí, aparece ERNESTO. Como en esta ocasión ERNESTO es un personaje evocado por ADELAIDA, él, naturalmente, no ve al DOCTOR.)

 

EL DOCTOR.-   (Otra vez interesadísimo.)  ¡Je! A ver, a ver...

 

(ERNESTO, en silencio, avanza. Mira en torno y sonríe.)

 

ERNESTO.-  ¡Adelaida! ¡Jorge! ¡Rosalía!

 

(Todos sonríen.)

 

ADELAIDA.-   (Muy superficial.)  ¿Qué, amor mío?

ERNESTO.-  Acabo de tomar una determinación y creo que vosotros debéis ser los primeros en conocerla...

 

(ADELAIDA, ROSALÍA y JORGE, siempre sonrientes, con mucha curiosidad, van hacia ERNESTO y le rodean.)

 

JORGE.-  ¡Hola! ¡Hola!

ROSALÍA.-  ¿Una determinación?

ADELAIDA.-  ¿Y qué determinación es esa, cariño? Porque no me irás a decir que te vas a París con alguna chiquita...

 

(EL DOCTOR, que, en su sillón, sigue la escena atentísimo, no puede evitar un vivo estremecimiento.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Caray! ¿Qué ha dicho?

 

(ADELAIDA se vuelve rápidamente, con mucho disgusto.)

 

ADELAIDA.-  ¡Cállese usted!

EL DOCTOR.-  ¡Señora!

ADELAIDA.-  ¡No me interrumpa! ¡Por favor! ¡Que pierdo el hilo!

EL DOCTOR.-  ¡Hum!

 

(ERNESTO mira en torno y sonríe con un brillo en la mirada.)

 

ERNESTO.-  Veréis. Mañana, como todos los días, a las once entraré en mi despacho del rascacielos. Me sentaré ante mi gran mesa de caoba y cristal y empezaré a tocar timbres, muchos timbres, todos los timbres. En el acto acudirán los jefes de la casa, mi brillante estado mayor. Y cuando estén todos ante mí, con unas pocas palabras, sin un pequeño discurso siquiera, porque nunca fui hombre de discursos, les comunicaré mi decisión: «¡Señores! Me despido de ustedes. ¡Me marcho! Lo dejo todo. Este despacho, esta casa, todo, todo. El Consejo de Administración elegirá un nuevo presidente. A mí ya no me volverán ustedes a ver...».

 

(ADELAIDA, ROSALÍA y JORGE, que le han escuchado estupefactos, le miran todavía durante un segundo de silencio.)

 

LOS TRES.-   (Casi sin voz.)  ¿Cómo?

ADELAIDA.-  ¿Qué has dicho?

 

(Y, de pronto, excitadísimos, se lanza los tres a un tiempo.)

 

ROSALÍA.-  ¡Ernesto! ¿Quieres decir que te vas?

ERNESTO.-  ¡Sí!

ADELAIDA.-  ¿Que lo dejas todo?

ERNESTO.-  Sí, sí...

JORGE.-   (Aterrado.)  ¿Tus negocios? ¿Tus empresas? ¿El Banco?

ERNESTO.-  ¡Todo!

 

(ADELAIDA, ROSALÍA y JORGE, a un tiempo.)

 

LOS TRES.-  ¡¡Ernesto!!

 

(Un levísimo silencio. Todos miran a ERNESTO asustados. Él sonríe.)

 

ROSALÍA.-  ¡Je! He decidido repartir todas mis acciones entre los empleados del Banco...

 

(ADELAIDA, ROSALÍA y JORGE sufren un atroz estremecimiento. Las dos mujeres gritan a un tiempo.)

 

LOS DOS.-  ¡Ayyy!

 

(EL DOCTOR, soliviantadísimo, se incorpora de un salto.)

 

EL DOCTOR.-  ¡¡Rediez!!

 

(ADELAIDA, JORGE y ROSALÍA chillan.)

 

ADELAIDA.-  ¡¡Socorro!!

JORGE.-  ¡¡Ernesto!!

ROSALÍA.-  ¡¡Ernesto!!

ERNESTO.-  ¡Je!

ADELAIDA.-  Pero ¿qué has dicho? ¿Que vas a repartir tus acciones?

ERNESTO.-  ¡Sí!

LOS TRES.-   (Gritando.)  ¡¡No!!

ERNESTO.-   (Con una arrolladora firmeza.)  ¡Ah, sí, sí! Estoy decidido...

ADELAIDA.-   (Con terror.)  Pero ¿todas?

ERNESTO.-   (Gozosamente.)  ¡Todas! ¡Todas!

ADELAIDA.-  ¿Gratis?

ERNESTO.-  ¡Naturalmente!

ADELAIDA.-  Pero, Ernesto, ¡eso es la revolución! ¡Está prohibido!

ERNESTO.-   (Furioso.)  ¿Y a mí qué me importa?

ADELAIDA.-  ¡Ernesto! Entonces, ¿qué va a ser de nosotros? ¡Nos quedaremos sin un céntimo! Esto es la ruina, el hambre, la miseria...

ROSALÍA.-  ¡El desastre!

JORGE.-  ¡La hecatombe!

 

(Y de pronto ADELAIDA lanza un grito.)

 

ADELAIDA.-  ¡Ayyy...!

 

(Y cae en el sofá desmayada. ROSALÍA y JORGE acuden a ella, asustadísimos.)

 

LOS DOS.-  ¡¡Adelaida!!

JORGE.-  ¡Adelaida! ¡Adelaida!

ROSALÍA.-  ¡Ay! ¡Que se ha desmayado!

 

(ROSALÍA y JORGE están uno a cada lado de ADELAIDA, dándole cachetitos en las mejillas.)

 

JORGE.-  ¡Adelaida!

ROSALÍA.-  ¡Adelaida! ¡Cariño! ¡Vuelve!

JORGE.-  ¡Adelaida!

ROSALÍA.-   (Gritando.)  ¡¡Un médico!!

 

(EL DOCTOR, sugestionadísimo, se pone en pie, muy decidido.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Voy!

 

(ROSALÍA y JORGE se vuelven a él, indignados.)

 

ROSALÍA.-  ¡Usted se calla!

JORGE.-  ¡Estese quieto!

ROSALÍA.-  ¡¡No interrumpa!!

EL DOCTOR.-  ¡Hum!

 

(En este momento y en el sofá, ADELAIDA se incorpora súbitamente y se dirige al DOCTOR.)

 

ADELAIDA.-  ¡Doctor! Me parece que yo tenía motivos para desmayarme, ¿no?

 

(EL DOCTOR está abrumado, limpiándose el sudor.)

 

ROSALÍA.-  ¡Señora! ¿Qué me va usted a decir? Pero si yo mismo, de la impresión, estoy que no me tengo...

ADELAIDA.-  ¡Oh!

EL DOCTOR.-  Conque quiere regalar su fortuna...

ADELAIDA.-  ¡Sí!

EL DOCTOR.-  ¡Es un filántropo!

ADELAIDA.-   (Furiosísima.)  ¡No! ¡Es un idiota!

 

(Y de nuevo recupera vivamente su actitud de desmayada. JORGE y ROSALÍA continúan intentando reanimarla.)

 

ROSALÍA.-  ¡Adelaida!

JORGE.-  ¡Adelaida!

EL DOCTOR.-  ¡Huy! ¡Qué barbaridad! ¡Pero qué barbaridad!

ROSALÍA.-  ¡Cariño! ¡Cielo! ¡Abre los ojos! Di algo...

JORGE.-  ¡¡Ya!! ¡Ya vuelve!

ROSALÍA.-  ¡Ay!

LOS DOS.-  Ya, ya, ya...

 

(ADELAIDA, que, en efecto, ha abierto los ojos, se incorpora y mira en torno, trastornadísima.)

 

ADELAIDA.-  ¡Jesús! ¿Dónde estoy?  (Y cuando ve a ERNESTO allá, aislado, casi indiferente, se yergue con un infinito sobresalto.)  ¡¡Ernesto!!

ERNESTO.-   (Muy cortés.)  ¿Te encuentras bien, Adelaida? ¿De verdad?

 

(ADELAIDA avanza hacia él arrolladoramente.)

 

ADELAIDA.-  ¡Ernesto! ¡Amor mío! Ven aquí. Dime que nos has querido engañar. Dime que no es cierto eso de que vas a regalar tu fortuna a tus empleados. ¿Para qué quieren ellos tanto dinero, pobrecitos? Mira, si es que de pronto te preocupa la cuestión social, has de reconocer que con el reparto no se consigue nada. ¡Todo el mundo lo dice!

ERNESTO.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  ¡Vamos! Di que todo ha sido una broma...

ERNESTO.-  ¡No! No ha sido una broma, Adelaida. Estoy decidido.

ADELAIDA.-   (Anonadada.)  ¿De veras?

ERNESTO.-  ¡Naturalmente!

 

(ADELAIDA, por un segundo, se le queda mirando fijamente, y de pronto, en una fantástica transición, se vuelve hacia JORGE impetuosísima.)

 

ADELAIDA.-  ¡Pronto! ¡Jorge! ¡No te quedes ahí con la boca abierta! ¡Haz algo!

JORGE.-   (Confundidísimo.)  ¡Adelaida! Pero ¿qué quieres que haga?

ADELAIDA.-   (Fulminante.)  ¡¡Llama a un psiquiatra!!

JORGE.-  ¿Un psiquiatra? ¿Para qué?

ADELAIDA.-  ¡Atontado! Pero ¿no ves que mi marido se ha vuelto loco?

JORGE.-  ¡Oh!

 

(ADELAIDA cae, angustiadísima, en el sofá, a punto de un nuevo desmayo.)

 

ADELAIDA.-  Loco, loco de remate...

ERNESTO.-  ¡Adelaida! ¡Mi querida Adelaida!

ADELAIDA.-  ¡Dios mío! ¡Dice que va a regalar toda su fortuna! ¡Él! ¡Un hombre que siempre ha sido de derechas!  (Y se vuelve hacia ERNESTO, soberanamente, en un supremo reproche.)  ¿No te da vergüenza? ¡¡Socialista!!

ERNESTO.-   (Tranquilo, sonriente.)  ¡Adelaida! Me temo que por prolijas que sean mis explicaciones no me vas a entender. Pero, sin embargo, lo intentaré. Mira, resulta, sencillamente, que yo, de pronto, he hecho un descubrimiento: yo soy un hombre que se llama Ernesto dentro de un personaje que es el magnate del rascacielos. ¡El poderoso! ¡El gran señor! ¡El fabuloso Luján! Y he descubierto también que este hombre que soy yo odia con toda su alma a ese personaje, que le envuelve y le asfixia. Y el hombre -¿comprendes?- ha decidido acabar con el personaje. ¿Cómo puede ser eso? Pues es muy fácil: destruyendo al personaje, arrojándole de su pedestal, a puntapiés si es preciso...

 

(ADELAIDA, que le oye mirándole, se queda anonadada.)

 

ADELAIDA.-  ¡Ah! ¿Sí?

ERNESTO.-  ¡Sí!

ADELAIDA.-   (Trastornadísima.)  Bueno. Pero ¿qué quiere decir todo eso? ¡No entiendo nada!

ERNESTO.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  ¡Jorge! ¡Rosalía! ¿Habéis oído?

ROSALÍA.-   (Estupefacta.)  Es increíble...

JORGE.-   (Muy preocupado.)  ¡Santo Dios! Esto es gravísimo...

ERNESTO.-   (Sonriendo.)  ¡Adelaida! ¡Rosalía! ¡Jorge! Todo hombre, por lo menos una vez en la vida, hace un alto en el camino. Y entonces ese hombre piensa un poco. Y pensando, pensando sobre sí mismo, llega a las más insólitas conclusiones. Es la crisis, ¿sabéis? Una crisis de angustia y de remordimiento. Es la rebelión de la conciencia que parecía dormida. Yo esta noche estoy viviendo esa crisis. Y quiero salir de ella nuevo, distinto, limpio si es posible, más puro, mejor...  (Se calla. Los otros, poseídos por el más profundo estupor, no apartan de él la mirada.)  Por eso tengo que huir de mi mundo, de mi vida, de mí mismo. Y por eso he decidido abandonar el rascacielos. Porque allí, en aquel fantástico despacho del último piso, en el despacho del señor presidente, están el eje y el centro, el motor de esta vida mía que detesto. Y yo necesito cambiar de vida, Adelaida. Me ahogo, ¿sabes?, me ahogo. ¡No puedo más! ¡Me da asco todo lo que me rodea!

ADELAIDA.-   (Un respingo.)  ¿Cómo? ¿Qué ha dicho? ¿Que le da asco?

JORGE.-  ¡Sí!

ROSALÍA.-  Sí, sí. ¡Eso ha dicho!

 

(Y salta ADELAIDA, indignadísima, arrolladoramente:)

 

ADELAIDA.-  ¡Maleducado!

ROSALÍA.-  ¡Oh!

JORGE.-  ¡Adelaida!

ADELAIDA.-  ¡Sí! ¡Maleducado! ¡Maleducado!

JORGE.-   (Consternado.)  ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

ADELAIDA.-  ¡Una buena bofetada es lo que se merece! ¡Vamos! Conque al caballero le da asco todo lo que le rodea. ¡Y lo dice precisamente cuando se encuentra entre su mujer y sus mejores amigos!

ROSALÍA.-  ¡Adelaida! ¡Cálmate!

ADELAIDA.-  ¡Qué poca delicadeza!

ROSALÍA.-  ¡Dios mío! Si no lo veo, no lo creo...

 

(ADELAIDA acude junto al DOCTOR y se sienta, en el otro sillón, a su lado, dramáticamente confidencial.)

 

ADELAIDA.-  ¡Doctor! ¿Ha oído usted?

EL DOCTOR.-  ¡Señora!

ADELAIDA.-  ¡Dice que quiere cambiar de vida! ¡Él! ¡Ernesto Luján! ¡El hombre que todo lo tiene! ¡Un auténtico privilegiado! ¿Qué le parece? ¡Ah, no, hijito! ¡No puede ser! Esa pretensión es absolutamente inmoral. Tienen derecho a eso, a desear una vida nueva, los otros, los pobres, los tristes, los desamparados, los que sufren. ¡Pero él! ¡Ah, no! Él, no. ¡Pues no faltaría más!

 

(ROSALÍA y JORGE van y se plantan uno a cada lado de ERNESTO.)

 

JORGE.-  ¡Ernesto!

ROSALÍA.-  ¿Serás capaz?

JORGE.-  ¿Lo has pensado bien?

ROSALÍA.-  ¿Estás decidido?

ERNESTO.-   (Con violencia.)  ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Me siento capaz, estoy decido y lo he pensado muy bien. ¡Voy a quedarme sin un céntimo! ¡Quiero volver a empezar! ¡Quiero que todos volvamos a empezar!

JORGE.-  ¿Todos?

ERNESTO.-  ¡Sí! Todos, todos...

JORGE.-   (Aterrado.)  ¿Yo también?

ERNESTO.-  ¡Sí!

JORGE.-   (Asustadísimo.)  ¡Ah, no! Eso sí que no. ¡Me niego! ¡Me niego!

ERNESTO.-  ¡Jorge! Esto significa la libertad. ¿Es que no quieres ser libre?

JORGE.-   (Indignadísimo.)  ¿Quién? ¿Yo? Pero, hombre, ¿y para qué quiero yo ser libre?

 

(ADELAIDA se yergue con entusiasmo.)

 

ADELAIDA.-  ¡Muy bien dicho! ¡Así se habla!

ERNESTO.-  ¡Hum!

ADELAIDA.-   (Furiosa.)  ¡¡Rosalía!!

ROSALÍA.-   (Con sobresalto.)  ¡Ay! ¿Qué?

ADELAIDA.-  Habla tú. Di algo. ¡Vamos! Pero ¿es que tú no tienes nada que decir?

ROSALÍA.-   (Candorosamente.)  ¡Mujer! ¿Qué va a decir una?

ADELAIDA.-   (Gritando.)  ¡¡Rosalía!! ¡Que te doy un cachete!

ROSALÍA.-  ¡Ay!

JORGE.-   (Muy sensato.)  Calma, calma. Yo creo que...

ADELAIDA.-  ¡Tú te callas!

JORGE.-  ¡Hum!

 

(ADELAIDA prosigue en su mundo.)

 

ADELAIDA.-  ¡Dios mío! ¡Dice que quiere volver a empezar! Pero ¿por qué? ¿Es que es necesario volver a empezar? ¡Si lo pasamos todos tan ricamente!

JORGE.-  ¡Toma! Eso digo yo...

ADELAIDA.-  ¿Por qué tiene que volver a empezar? ¿Por qué?

ERNESTO.-   (Casi angustiado.)  Porque tengo miedo, Adelaida. ¿Es que no lo entiendes?

 

(Todos se vuelven hacia él y se le quedan mirando atónitos.)

 

ADELAIDA.-  ¿Miedo?

JORGE.-  ¿Miedo tú?

ROSALÍA.-  ¡Ah! Entonces es eso. ¿Es que estás asustado?

 

(ROSALÍA da unos pasos hacia ERNESTO y le mira fijamente. Él le devuelve la mirada. Es una mirada larga, intensa.)

 

ERNESTO.-  Sí, Rosalía. Estoy asustado, muy asustado. Pienso que he ido demasiado lejos...

ROSALÍA.-  Ya. ¿Y por eso estás dispuesto a renunciar?

ERNESTO.-  ¡Sí! Por eso...

 

(Callan los dos, mirándose. Y ahora ROSALÍA, muy resuelta:)

 

ROSALÍA.-  Bueno. Pero que yo me entere. ¿Vas a renunciar a todo?

ERNESTO.-   (Muy firme.)  Sí, Rosalía. ¡A todo!

 

(Un silencio. Los dos se están mirando como en un diálogo mudo. Y al fin, ella, indignada:)

 

ROSALÍA.-  ¡Ah, no! Pues eso sí que no...

ERNESTO.-   (Impaciente.)  ¡Hum! ¡Rosalía!

ROSALÍA.-   (Resueltísima.)  ¡Quia! Ni lo sueñes...

ERNESTO.-  Rosalía, Rosalía...

ROSALÍA.-  ¡Ca! He dicho que no y no. ¡Vamos! Pues tendría gracia...

ERNESTO.-   (A punto de estallar.)  ¡Rosalía!

ROSALÍA.-  Que no, que no y que no...

ERNESTO.-  ¡Rosalía! ¡Cállate!

ROSALÍA.-   (Muy flamenca.)  ¡No me da la gana!

ERNESTO.-  ¡¡Rosalía!!

JORGE.-   (Sensatamente.)  Pues, chico, ¿qué quieres? Yo creo que mi mujer tiene razón.

 

(ERNESTO se revuelve irritadísimo.)

 

ERNESTO.-  ¡Jorge! ¿Qué estás diciendo?

ADELAIDA.-   (Con muchísima energía.)  ¡Sí, señor! Rosalía tiene razón, toda la razón...

ERNESTO.-  ¡Oh, Adelaida, Adelaida!

 

(De pronto, ROSALÍA se planta ante ERNESTO y le increpa furiosa.)

 

ROSALÍA.-  ¡Cobarde!

JORGE.-   (Con entusiasmo.)  ¡Bravo!

ERNESTO.-  ¡¡Rosalía!!

ROSALÍA.-  ¡Sí! Eres un cobarde, como todos los hombres. Un cobarde que cuando ya tiene todo lo que ha deseado, incluso lo que más le ha costado conseguir, se asusta y tiene miedo...

JORGE.-  ¡Bravo! ¡Bravísimo!

ERNESTO.-  Cállate, Jorge...

ADELAIDA.-   (Indignada.)  ¡Cállate tú! ¡Egoísta!

ERNESTO.-   (Gritando.)  ¡¡Adelaida!!

ADELAIDA.-  ¡Sí! ¡Egoísta! Eso es lo que eres tú. Un grandísimo egoísta que, porque se siente atacado por un absurdo complejo intelectual, está dispuesto a hacernos desgraciados a todos...

ROSALÍA.-  ¡Naturalmente!

JORGE.-  Pues claro que sí...

 

(ROSALÍA y ADELAIDA, las dos a un tiempo, se vuelven, irritadísimas.)

 

LAS DOS.-  ¡A callar!

JORGE.-   (Apabullado.)  Bueno, bueno...

 

(En este momento ADELAIDA y ROSALÍA están frente a frente. Y LAS DOS muy cariñosas.)

 

ROSALÍA.-  ¡Adelaida! ¡Discúlpame! Quizá he ido demasiado lejos. Pero es que como tengo este genio...

ADELAIDA.-   (Generosamente.)  Calla, calla, mujer. Eres muy dueña...

ROSALÍA.-  ¡Gracias!

ADELAIDA.-  De nada, tontita...  (Una transición, trastornadísima.)  ¡Dios mío! Estábamos pasando un rato tan agradable. Los «martinis» habían salido maravillosos. Después de cenar nos hubiéramos ido a pasar la velada a un «tablao», como Dios manda. Y de pronto...  (Se vuelve hacia ERNESTO furiosa.)  ¡Ernesto! Pero ¿es que no has calculado ni por un minuto las consecuencias de tu decisión? ¿Qué va a pasar ahora?

ERNESTO.-  ¿Ahora? Es muy sencillo. Mañana el Consejo de Administración elegirá un nuevo presidente. Y a partir de ese instante yo seré un hombre libre.

ADELAIDA.-  ¡Soberbio! ¿Y después?

ERNESTO.-  ¿Después...? Mira, de momento, me gustaría escapar de Madrid. ¡Vivir en una provincia!

ADELAIDA.-   (Irónica.)  ¿En invierno también? ¡Qué bonito!

ERNESTO.-  ¡Hum! Por favor, Adelaida...

ADELAIDA.-  ¡Ah! No cabe duda de que resultaría encantador. Y muy poético, ¿verdad? Bien. Pero ¿y yo?

ERNESTO.-  ¿Tú? ¿Qué quieres decir? No entiendo.

ADELAIDA.-  Pues está clarísimo, hijito. ¿Qué va a ser de mí en esta nueva situación que se plantea con tu retirada de los negocios, la ruina y todo lo demás? Porque ahora va a suceder algo que tú seguramente no has previsto: a partir de mañana mismo, desde el momento en que dejes de ser el señor presidente, tú, Ernesto, Ernesto Luján, el hombre importante, el magnate, el poderoso, te convertirás en un don nadie. ¿Te enteras, cariño? Un pobre señor, sin una peseta, que en los ratos libres lee el Quijote. Y yo, Adelaida, tu mujer, una dama que hoy es mimada y halagada en todo Madrid, precisamente por eso, porque soy la mujer del hombre que todo lo puede, me convertiré en una pobre señora, pelma, chiflada y tonta, una de esas pobres mujeres que no importan nada porque tienen un marido ineficaz y absurdo, sin influencias, sin dinero y sin relieve, y a las que todo el mundo se quita de encima como puede. Porque, claro está, desde mañana, los mimos, los halagos, las invitaciones, los ramos de flores, las palabras bonitas, las fotografías en los periódicos y hasta los piropos serán para la mujer del nuevo presidente, que a lo mejor es -no quiero pensarlo- esa gorda estúpida que se llama Asunción Mendoza...

ERNESTO.-  ¡¡Adelaida!!

ADELAIDA.-   (Con una arrogantísima rebeldía.)  ¡Ah, no! ¡No y no! ¡De ningún modo! ¡Ca! ¡No lo permitiré! Pues no faltaría más sino que porque el buen señor sienta de pronto esos misteriosos y ridículos complejos de millonario que se aburre, yo, Adelaida, su mujer, me despidiera de una vida que me encanta, que me divierte muchísimo y que me hace pasar los días tan feliz y tan contenta. ¡Oh, no! Yo soy como soy, amor mío. Y no olvides que soy como tú me has hecho. Esta vida que a ti ahora, no sé por qué, te repugna, a mí me parece fascinante. Algo ideal. Un sueño. Me gustan las fiestas de postín; los amigos ingeniosos y divertidos; me gusta presidir la mesa en una cena con gente importante; me gustan los estrenos, los cócteles y los «colmaos» de madrugada con extranjeros y cante flamenco. Me gusta recibir en mi casa y ser bien recibida en la de los demás. Me gusta deslumbrar, ¿sabes? Me gusta que me envidien y que me admiren. ¡Ah! Y por nada del mundo estoy dispuesta a renunciar a todo eso tan maravilloso, tan fantástico y tan bonito. ¡Oh, no! No quiero, no quiero...

ERNESTO.-  ¡Adelaida! ¡Adelaida!

ADELAIDA.-  ¡Calla! ¡No me repliques! Terco, tozudo, frívolo, egoísta...

ERNESTO.-  ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

ROSALÍA.-  ¡Ernesto!

 

(ERNESTO se vuelve vivamente irritado hacia ROSALÍA.)

 

ERNESTO.-  ¿Qué quieres tú?

ROSALÍA.-   (Dolorosamente.)  ¡Ernesto! Escucha. Para mí esta retirada tuya es una catástrofe...

ERNESTO.-   (Atónito.)  ¿De veras? ¿Para ti también?

ROSALÍA.-  ¡Huy! Cómo te lo contaría yo. Mira, desde hace muchos años, a Jorge y a mí se nos recibe en las mejores casas de Madrid. Nos llaman, nos invitan, nos agasajan, nos consideran. Pero ¿por qué es todo eso? Pues porque todo el mundo sabe que mi marido y yo somos los más íntimos amigos de los Luján. Figúrate tú que el otro día en el almuerzo de los príncipes de Hodlem-Badem13 a Adelaida y a mí nos sentaron en la mesa una a cada lado del príncipe...

ADELAIDA.-  ¡Ay, hijita! Es que ese príncipe es un experto...

ROSALÍA.-  En los círculos intelectuales, ¿qué voy a decirte? Me tratan con tanto afecto, con tanto cariño, con tanta curiosidad. Ayer, en el Ateneo, en la conferencia de ese francés que habló sobre la revolución de mayo14, me sentaron en la presidencia...

ERNESTO.-  ¡Hum!

ROSALÍA.-  ¡Digo! ¡Y hasta me aplaudieron y todo!

ADELAIDA.-   (Muy suya.)  ¡Ea! Para que luego digan que los intelectuales españoles no están al día...

ROSALÍA.-  ¡Dios mío! Pero si hasta en el ropero de las Damas Cristianas...

 

(JORGE se vuelve de pronto, con mucha curiosidad.)

 

JORGE.-  ¡Hola! ¿Qué ha pasado en el Ropero?

ROSALÍA.-  ¡Toma! Pues que a Adelaida la han nombrado presidenta y a mí vicepresidenta...

JORGE.-   (Muy complacido.)  ¡Caramba! No sabía. ¡Enhorabuena!

ROSALÍA.-  Gracias, cielo.  (Y se vuelve otra vez hacia ERNESTO.)  Pero, claro, todo eso se acabará el día en que Ernesto Luján deje de ser el gran Ernesto Luján que todos temen y admiran. Entonces, ese día, a mí me retirarán el saludo los príncipes de Holdem-Badem, los intelectuales del Ateneo, y hasta las damas del Ropero...

ADELAIDA.-  ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de esta criatura?

JORGE.-  ¡Pobre Rosalía!

ROSALÍA.-   (Suplicante.)  ¡Ernesto! Piensa un poco. Recapacita. Vuelve en ti. No abandones una situación que tanto te ha costado conquistar. Mira que a tu alrededor somos todos tan felices...  (Ella está ante ERNESTO. Un gran silencio durante el cual él mira largamente. Luego, vuelve el rostro, da unos pasos y se aleja. Ella reacciona como si hubiera recibido una bofetada.)  ¡Estúpido!

JORGE.-   (Muy prudente.)  ¡Rosalía! ¡Que te disparas otra vez!

ROSALÍA.-   (Furiosa.)  ¿Y a ti qué te importa?

JORGE.-  ¡Mujer!

ROSALÍA.-  Estúpido, estúpido...

ADELAIDA.-  ¡Ah, hijita! Eres pico de oro...

 

(Un debilísimo silencio. Y ahora, habla JORGE con dolorosa solemnidad.)

 

JORGE.-  Bien. Pues, ¿sabéis lo que os digo? ¡Que comprendo muy bien vuestra indignación por la parte que a cada una os toca! Pero, de todos modos, reconoceréis que si Ernesto deja de ser presidente y lo abandona todo y se arruina y lleva adelante sus propósitos de emprender una vida nueva, el más perjudicado soy yo...

 

(ADELAIDA, ERNESTO y ROSALÍA se vuelven vivamente hacia JORGE.)

 

ERNESTO.-  ¿Cómo?

ADELAIDA.-  ¿Tú?

JORGE.-   (Francamente indignado.)  Pues, naturalmente, hombre, naturalmente...

ROSALÍA.-  ¡Oh!

JORGE.-  Lo que pasa es que las mujeres solo pensáis en vosotras mismas. ¡Qué caramba! Pero, en mi lugar os quisiera yo ver...

ADELAIDA.-  ¡Hijito! No se me había ocurrido...

JORGE.-  ¡Ah! Yo no estoy ciego. ¡Ca! Ni mucho menos. Durante estos años he podido observar -y no ha sido muy difícil, después de todo- que no le soy simpático a la gente...

ROSALÍA.-   (Ofendida.)  ¡Ah! ¿No?

JORGE.-  ¡No! Y ya ves tú, precisamente desde aquel día en que me mandaste a Holanda...

ADELAIDA.-  ¡Jesús! ¡Qué recuerdo!

JORGE.-  Yo sé que en el alto estado mayor que rodea a Ernesto Luján, en su despacho de presidente, la protección que el gran jefe me dispensa ha provocado envidias, recelos, rencores, ¿y por qué no decirlo?, hasta odios...

ROSALÍA.-  ¿De veras?

JORGE.-  ¡Sí!

ROSALÍA.-  ¡Dios mío! Pero, qué poca moral tiene la gente...

JORGE.-  Allí, en el rascacielos, entre tantos intereses cruzados y tantas ambiciones encontradas, no me quieren. Lo sé. Para todos soy un protegido, un irritante protegido que disfruta de una posición privilegiada por un puro capricho de Ernesto Luján. Para mis enemigos, que son muchos, mi trabajo, mi competencia, mis desvelos a lo largo de todos estos años, no cuentan, no importa nada. Y, claro, mañana habrá llegado su momento. Estoy segurísimo de que, si tú te vas, la primera decisión que tomará el nuevo presidente será ponerme de patitas en la calle...

ROSALÍA.-   (Alarmadísima.)  ¡Jorge! ¿Tú crees?

JORGE.-  ¡Oh! Estoy tan seguro...

ADELAIDA.-  Jesús, Jesús...

JORGE.-  ¡Anda! Y mañana mismo, apenas Ernesto plantee su dimisión, habrá personas en aquella casa que, al cruzarse conmigo en los pasillos y en los despachos, ya no me saludarán...

ADELAIDA.-  ¡Jorge!

JORGE.-  ¡Digo! Ya estoy viendo a tu secretaria, que me detesta, que se me quedará mirando y me dirá con toda ingenuidad: ¡Oiga! ¡Don Jorge! ¿Y ahora qué va usted a hacer, pobrecito?

 

(ADELAIDA y ROSALÍA se excitan muchísimo.)

 

ADELAIDA.-  ¿De veras? ¿Será capaz esa pécora?

JORGE.-  ¡Huy! ¡Seguro!

ROSALÍA.-  ¡Maldita sea su estampa! La muy zorra...

ADELAIDA.-  ¡Bruja! ¡Lagarta!

ROSALÍA.-  ¡Dios mío! Pero qué mala es esa chica...

JORGE.-   (Un dramático suspiro.)  En fin, querido Ernesto, esta es la situación. No quiero ocultarte nada. Si tú abandonas, si te retiras, si renuncias a tu influencia en el rascacielos, yo estoy perdido. ¿Qué digo perdido? Arruinado, sencillamente arruinado. Me temo que en un futuro no muy lejano, volveré a ocupar, en una mala oficina, cualquier despachito con una ventana al patio...

 

(ROSALÍA, emocionadísima, va hacia JORGE y le abraza.)

 

ROSALÍA.-  ¡No! ¡Eso no!

JORGE.-  ¡Oh! Ya verás, ya verás...

ROSALÍA.-  ¡Jorge! ¡Mi vida! ¡No quiero oírte hablar así!

 

(ADELAIDA, conmovidísima, marcha hacia ERNESTO.)

 

ADELAIDA.-  ¡Ernesto! ¿Has oído? ¡Y serás capaz de arruinar la carrera de Jorge por un capricho, por una decisión absurda y ridícula?

 

(ROSALÍA va también hacia ERNESTO, suplicante.)

 

ROSALÍA.-  ¡Ernesto! Piensa lo que haces. Ya no te lo pido por mí. Es por mi marido...

JORGE.-  ¡Ernesto! Yo no sé qué decirte. Pero si pudieras hacer un esfuerzo y seguir adelante. ¡Que todo siga igual!

 

(ERNESTO le mira aterrado.)

 

ERNESTO.-  ¿Qué estás diciendo? ¡Que todo siga igual! Pero, Jorge, ¿y eres tú, precisamente tú, el que me lo pide?

JORGE.-   (Con indignación.)  Pero, hombre, ¿y por qué no?

ERNESTO.-  Entonces, ¿es que no se puede hacer nada? ¿Es que hay que seguir adelante, sin variar el rumbo, pase lo que pase? ¿Es que no hay salvación para nadie? ¿Es que de todos modos tengo que seguir siendo un canalla?

 

(ADELAIDA y JORGE, indignados, reaccionan a un tiempo.)

 

ADELAIDA.-  ¡Y dale! ¡Qué manía!

JORGE.-  Hombre, no. ¡Protesto! ¡Tú qué vas a ser un canalla! ¡Que me lo pregunten a mí!

ERNESTO.-   (Con rabia.)  ¡¡Cállate!!

ADELAIDA.-  ¡Ernesto!

 

(ERNESTO avanza hacia JORGE mirándole fijamente, desesperado.)

 

ERNESTO.-  ¡Jorge! Pero ¿tan ciego, tan ciego estás? ¿Es que no comprendes que todo es por ti?

JORGE.-  ¿Por mí?

ERNESTO.-  ¡Sí!

JORGE.-   (Pálido.)  ¡Ernesto! ¿Qué quieres decir? ¡Tú estás loco!

 

(ERNESTO le toma por las solapas y le zarandea.)

 

ERNESTO.-  ¡Jorge! ¡Abre los ojos! ¡Despierta! ¿Es que no lo sabes? ¿Es que te lo tendré que decir yo...?

 

(JORGE, blanco, con un atroz estremecimiento, con la voz rota y a punto de echarse a llorar.)

 

JORGE.-  ¡¡Cállate!! ¡No me digas nada! ¿Me oyes? ¡Nada! No quiero saber nada, nada...

 

(ERNESTO se ha queda inmóvil, aterrado, estupefacto. Le suelta.)

 

ERNESTO.-  ¡Jorge! Pero entonces, tú, tú...

JORGE.-  ¡No quiero! ¡No quiero!

ERNESTO.-   (Hundido.)  ¡¡Jorge!!

 

(Y, de pronto, a ERNESTO se le doblan las rodillas y cae desplomado en el sofá. ADELAIDA y ROSALÍA, sobresaltadísimas, gritan y van hacia él.)

 

LAS DOS.-  ¡Ayyy...!

JORGE.-   (Atónito.)  ¡Ernesto!

 

(Ellas chillan, muy asustadas.)

 

ADELAIDA.-  ¡Ernesto!

ROSALÍA.-  ¡Ernesto!

ADELAIDA.-  ¡Se ha desmayado...!

ROSALÍA.-  ¡Síiii...!

ADELAIDA.-  ¡El corazón!

ROSALÍA.-  ¡Cuidado!

ADELAIDA.-  ¡Un médico! ¡Hay que llamar a un médico!

ROSALÍA.-  ¡Pronto! ¡Un médico!

 

(Oscuro.)

 
 

(El oscuro es brevísimo. Cuando vuelven las luces, ERNESTO ha desaparecido y en escena se hallan, El DOCTOR, ADELAIDA, ROSALÍA y JORGE en la misma actitud en que estaban cuando ADELAIDA inició su relato. Un silencio.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Hola! Conque fue así...

ADELAIDA.-  ¡Sí! Así fue...

ROSALÍA.-  Así, así...

JORGE.-  Así mismo...

EL DOCTOR.-  ¡Je!

ADELAIDA.-  ¡Doctor! Y ahora, que ya lo sabe usted todo, ¿qué piensa usted? ¿Está loco o no está loco un hombre que se comporta de ese modo?

EL DOCTOR.-  ¡Señora! ¿Qué puedo decirle? En el mundo hay muchos hombres que todos juntos quieren hacer la revolución. Pero, de vez en cuando, surge por ahí alguien que quiere hacer su revolución, su propia revolución. ¡Je! Esos son los locos...

ADELAIDA.-  ¿De veras?

EL DOCTOR.-  ¡Je!

ADELAIDA.-   (Resueltísima.)  ¡Ah, doctor! Entonces no es preciso que me diga nada más. Sé muy bien cuál es mi deber. Si mi marido no puede vencer esas ideas monstruosas que se le han metido en la cabeza, mañana, mañana mismo, llamaré al psiquiatra...

 

(Marcha hacia el chaflán. ROSALÍA la sigue.)

 

ROSALÍA.-   (Muy conmovida.)  ¡Dios mío! ¡Pobre Adelaida!

 

(Salen LAS DOS.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Je!

 

(JORGE va hacia El DOCTOR, confidencial.)

 

JORGE.-  ¡Doctor! Entre nosotros, con toda confianza, ¿qué piensa usted?

 

(EL DOCTOR se vuelve hacia JORGE y le mira largamente.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Je! ¿Y usted?

JORGE.-   (Inmóvil.)  ¿Cómo?

EL DOCTOR.-  ¿Qué piensa usted de todo esto, señor Aguirre?

JORGE.-   (Casi pálido.)  ¿Quién? ¿Yo? ¡Hola! ¿Y por qué yo? ¿Por qué me pregunta usted eso a mí precisamente, vamos a ver?

EL DOCTOR.-  ¡Je!

JORGE.-   (Irritadísimo.)  ¡Oiga! ¡Usted está chiflado!

EL DOCTOR.-   (Sulfurado.)  ¿Cómo? ¿Qué ha dicho?

 

(JORGE, de cara a la entrada de la terraza, enmudece. Un segundo después, por allí aparece ERNESTO. Se queda mirando a JORGE. Avanza, muy despacio, hacia él sin dejar de mirarle. Ya están frente a frente. Un silencio.)

 

JORGE.-   (Inquieto, turbado.)  ¡Ernesto! ¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así?

ERNESTO.-   (Todavía un silencio.)  Eres muy ambicioso, ¿verdad, Jorge?

JORGE.-   (Estupefacto.)  ¿Quién? ¿Yo? Pero, ¿por qué me preguntas eso ahora?

ERNESTO.-  Tú lo deseas todo. El poder, el dinero, todo, todo. ¿No es así?

JORGE.-  Pero, Ernesto...

ERNESTO.-   (Seco, duro, en voz baja.)  Vete, Jorge.

JORGE.-  ¿Cómo?

ERNESTO.-  Vete. ¡Déjame! Te lo suplico...

JORGE.-  Pero no comprendo, Ernesto...

ERNESTO.-  ¡¡Vete!!

 

(Un corto silencio.)

 

JORGE.-  Está bien. Si tú lo quieres, me iré. Pero, naturalmente, después me darás una explicación...

 

(Se va por el chaflán. Quedan solos ERNESTO y EL DOCTOR, que se miran en silencio.)

 

EL DOCTOR.-  ¡Je!

ERNESTO.-  ¿Ya lo sabe usted todo, doctor?

EL DOCTOR.-  Casi todo...

 

(LOS DOS bajan la cabeza. ERNESTO da unos pasos.)

 

ERNESTO.-  ¡Doctor! Hace una hermosa noche de primavera. Nuestro pequeño jardín está radiante a la luz de la luna. Hace un momento he sorprendido a la doncella y al chófer besándose en el rincón de los rosales. ¡Ea! ¿Qué le parece? A veces, la vida es así de bonita, ¿verdad?  (Piensa algo.)  Pero no se puede deshacer el nudo. No se puede volver a empezar. No se puede retroceder, no se puede. La vida no lo permite. Y después de todo, quizá sea eso lo justo, ¿no cree usted?

EL DOCTOR.-  ¡Je!

ERNESTO.-  El castigo está en seguir, en tener que seguir a pesar de todo; adelante, siempre adelante, pase lo que pase...

 

(Un silencio. Y, tumultuosamente, surgen ROSALÍA y ADELAIDA por el chaflán. Y tras ellas, JORGE.)

 

ROSALÍA.-   (Muy brava.)  ¡Ernesto! ¿Qué le has hecho a mi marido?

ADELAIDA.-  ¡Ernesto! ¿Qué dice Jorge? ¡El pobre Jorge!

 

(ERNESTO alza la frente y sonríe mirando a JORGE.)

 

ERNESTO.-  Es verdad. ¡El pobre Jorge!  (Da unos pasos. Se deja caer entre los almohadones del sofá. Con otro tono.)  ¡Adelaida! Vosotros teníais razón. ¡Toda la razón! Esta noche sin saber cómo ni por qué me he portado como un loco...

 

(ADELAIDA, JORGE y ROSALÍA, atónitos, se miran entre sí y se agitan gozosamente.)

 

LOS TRES.-  ¿Cómo?

ADELAIDA.-  ¡Cariño!

ROSALÍA.-  ¡Ernesto! ¿Qué dices?

JORGE.-  Muchacho...

ERNESTO.-  ¿Qué me ha pasado? No lo sé. Pero la verdad es que ahora pienso en ese hombre absurdo que he sido durante estas horas y no me reconozco... ¡Je! Bueno. Quizá la locura es eso, simplemente, la llegada del otro15...

 

(ADELAIDA, ROSALÍA y JORGE ya están rodeando a ERNESTO, sentado en el sofá. EL DOCTOR está junto a la entrada de la terraza.)

 

ADELAIDA.-  ¡Amor mío! Entonces, ¿estás bien? ¿Te encuentras bien?

ERNESTO.-  Muy bien, Adelaida.

ADELAIDA.-  ¿No volverás a tener esas ideas disparatadas?

ERNESTO.-  ¡Oh, no!

ADELAIDA.-  ¿No intentarás desprenderte de tu dinero?

ERNESTO.-  ¡No!

ROSALÍA.-  ¡Ernesto! ¿Todo seguirá igual?

ERNESTO.-  Todo, Rosalía...

ROSALÍA.-  ¡Oh!

JORGE.-   (Con un suspiro de alivio.)  ¡Gracias a Dios!

ADELAIDA.-  ¡Dios mío! ¡Por fin! Es maravilloso oírte hablar así...

ERNESTO.-  ¡Adelaida! ¡Mi pobre Adelaida!

ROSALÍA.-  ¡Ernesto! ¡Cariño!

ERNESTO.-  ¡Je! ¡Rosalía!

JORGE.-  ¡Ernesto! ¡Qué susto nos ha dado!

ERNESTO.-  ¡Jorge! Lo siento mucho. Tenéis que perdonarme. Os he tratado mal. Os he hecho sufrir estúpidamente...

JORGE.-   (Impulsivo.)  ¿Quieres callar? Tú eres el que importa...

ROSALÍA.-  ¡Eso! Tú y nadie más que tú...

ADELAIDA.-  ¡Claro! ¿Quién lo duda, cariño?

ERNESTO.-   (Con una repentina fatiga.)  ¡Je! Probablemente, todo esto ha sucedido porque estoy cansado, muy cansado...

 

(ADELAIDA, ROSALÍA y JORGE, cariñosísimos, se agitan a un tiempo.)

 

ADELAIDA.-  ¡Naturalmente! ¡Porque trabajas demasiado!

ROSALÍA.-  ¡Es verdad! ¡Todo el mundo lo dice!

JORGE.-  ¡Ernesto! ¿Qué te digo yo? ¿Qué te he dicho muchísimas veces? Trabajas como un forzado. ¡Y tienes que descansar! ¿Por qué no te tomas unas vacaciones?

ROSALÍA.-  ¡Eso! ¡Una temporada a la orilla del mar!

JORGE.-  ¡O al campo! ¿Por qué no te vas al campo?

ADELAIDA.-  ¡Quia! El campo es malísimo...

JORGE.-  ¿Tú crees?

ADELAIDA.-  ¡Nos iremos a París!

ROSALÍA.-  ¿A París?

ADELAIDA.-  ¡Sí! ¡A París! ¡Oh, París, París en primavera!

 

(ERNESTO sonríe.)

 

ERNESTO.-  Está bien, Adelaida. Si ese es tu gusto, iremos a París...

TODOS.-   (Contentísimos.)  ¡Bravo! ¡Bravo!

ADELAIDA.-  ¡Oh, amor mío! ¡Va a ser estupendo! Ya verás.

ROSALÍA.-  ¡A París!

JORGE.-  ¡A París!

 

(ERNESTO se vuelve y, muy despacio, se queda mirando a JORGE, sonriendo.)

 

ERNESTO.-  Por cierto, Jorge...

JORGE.-  Dime, Ernesto.

ERNESTO.-  Tengo una idea.

JORGE.-  ¡Hola! ¿Y qué idea es esa?

ERNESTO.-  Verás. Para consolidar de una vez, definitivamente, tu situación personal en mis negocios...

 

(Un levísimo silencio. JORGE, en tensión, casi sin voz.)

 

JORGE.-  ¿Sí?

ERNESTO.-  ¡Je! Mañana, mañana mismo, ¿sabes?, haré que el Consejo de Administración te nombre vicepresidente...

 

(JORGE se queda inmóvil poseído por una gozosa angustia.)

 

JORGE.-  ¿Cómo? ¿Vicepresidente? ¿Yo, vicepresidente?

ROSALÍA.-   (Emocionadísima.)  ¡Jorge!

ERNESTO.-  De ese modo, mientras yo esté ausente, tú ocuparás mi despacho en el rascacielos. Tú serás como yo mismo: el dueño, el jefe. Tendrás el poder, todo el poder...

JORGE.-  ¡Ernesto!

ERNESTO.-  ¡Je! ¿Estás contento, Jorge?

JORGE.-  ¡Dios mío! Pero, ¿eso es verdad? ¿No estoy soñando? ¿Yo el vicepresidente? ¿Yo?  (Se vuelve vivamente.)  ¡Rosalía! ¿Has oído?

ROSALÍA.-  ¡Jorge! ¡Mi vida! ¡Por fin!

JORGE.-  ¡Adelaida!

ADELAIDA.-  ¡Querido Jorge! ¡Enhorabuena! Estoy segura de que serás un vicepresidente encantador...

JORGE.-  ¡Dios mío! ¡Yo, vicepresidente! Pero si este era mi sueño...  (Cae en un sillón. Está gozosamente trastornado, emocionadísimo, casi fuera de sí.)  ¡Vicepresidente! ¡Yo! ¡Vicepresidente!

ROSALÍA.-  ¡Jorge!

ADELAIDA.-  ¡Pobrecito! Se ha emocionado...

 

(De pronto, JORGE en una transición, con un coraje nuevo en él.)

 

JORGE.-  ¡Oh! Me gustaría saber qué dicen ellos ahora...

ROSALÍA.-  ¿Ellos...?

ADELAIDA.-  ¿Quiénes?

JORGE.-   (Airado.)  ¿Quiénes van a ser? ¡Ellos! ¡Los demás! ¡Todos! ¡El mundo entero! Los que hablan, los que dicen, los que murmuran. ¡Canallas!

ROSALÍA.-  ¡Jorge!

ADELAIDA.-  Pero, Jorge...

 

(JORGE alza la frente y ve ante sí al doctor, que le mira con mucha curiosidad.)

 

JORGE.-  ¡Doctor!

EL DOCTOR.-  ¡Je!

JORGE.-  Es la envidia, ¿sabe? ¡La envidia! Vivimos en un mundo ruin y ambicioso que no perdona el éxito. Es como un insulto. De pronto, un hombre brillante, trabajador, ambicioso, un hombre que se lo debe todo a sí mismo, triunfa. ¿Y qué ocurre? ¿Cómo acogen los demás ese éxito que no es más que el resultado de toda una vida de esfuerzos y de desvelos? Pues, ni más ni menos, como una ofensa personal. ¡Ah! ¿Y qué se puede hacer entonces? ¡Oh! ¡La calumnia! ¡Queda la calumnia! El arma más grosera y más sutil a la vez. ¡La más poderosa! La calumnia que empequeñece, que ridiculiza, que arruina, que mata. De aquel que ha llegado a lo más alto se dice de pronto que hace veinte años cometió una estafa. ¡Ah! Es mentira, ¿sabe? Pero, sin embargo, se dice, se dice, se dice y ya está: ese es un estafador. ¿Comprende usted? De otro se dice porque sí, solo porque sí, que es un invertido. ¡Oh! ¡Doctor! Y entonces, ya está: es un invertido. Nadie se atreve a discutirlo. ¡Resulta tan pintoresco! Míralo, ahí está. Ahí va ese. Es un invertido. ¡Qué gracioso! ¿Verdad? ¡El muy hipócrita intenta hacernos creer que le gustan las mujeres! ¡Oiga! Y es verdad, doctor. ¡Le gustan las mujeres! Pero es inútil. Ya para siempre, para siempre, ese es un invertido...  (Y ahora con un coraje redoblado.)  Naturalmente, y todavía puede decirse algo más de un hombre que triunfa: ¡que su mujer le pone los cuernos!

EL DOCTOR.-  ¡Oiga!

JORGE.-  ¡Sí! Los cuernos, los cuernos...

EL DOCTOR.-  Cálmese, señor Aguirre...

ROSALÍA.-   (Angustiadísima.)  ¡Jorge! ¡Amor mío!

ADELAIDA.-  ¡Hijito!

JORGE.-  ¡Los cuernos! ¿Comprende usted, doctor? Y ahí queda él, el triunfador, envuelto en el más atroz de los ridículos, rodeado de todas las burlas, acosado por miles de sonrisas irónicas, perseguido, acorralado...

ROSALÍA.-  ¡Jorge!

JORGE.-  ¡Es la envidia! ¡La envidia!  (De pronto se yergue, en una transición, con una atroz firmeza.)  ¡Ah, no! Pero conmigo no podrán. ¡No! ¡Lo juro! Yo seguiré adelante. Yo no retrocederé ante la calumnia. Yo soy más fuerte que todos ellos, porque yo sé, ¿me oye usted?, yo sé que todo es mentira. ¡Una mentira sucia y absurda! ¡Yo sé que Rosalía me quiere!  (Se vuelve hacia ella y la mira con toda su alma.)  Es mía, mía nada más. ¡Mía! ¿No es verdad, Rosalía?

 

(ROSALÍA da un paso hacía él y luego, impetuosamente, se esconde entre sus brazos.)

 

ROSALÍA.-  ¡Amor mío!

JORGE.-  ¡Rosalía! ¡Mi Rosalía!

ROSALÍA.-  Tú no sabes cómo te quiero, Jorge. Tú nunca, nunca llegarás a comprender todo lo que yo sería capaz de hacer por ti...

 

(Un silencio. EL DOCTOR y ERNESTO se miran fijamente. ADELAIDA suspira.)

 

ADELAIDA.-  ¡Cariño! ¿No estás un poquito emocionado? ¿Verdad que esto resulta conmovedor?

ERNESTO.-  ¡Je!

 

(En este momento ROSALÍA se desprende de JORGE. Él todavía está turbado, impaciente, con un gozoso desasosiego.)

 

JORGE.-  Vámonos, Rosalía...

ROSALÍA.-  ¡Sí! ¡Vámonos!

JORGE.-  Tengo que descansar, ¿sabes? Mañana será un día muy duro, de mucho trabajo. ¡Figúrate! ¡Mi primer día de vicepresidente! ¿Te das cuenta?

ROSALÍA.-  ¡Cariño!

JORGE.-  Buenas noches, Ernesto.

ERNESTO.-  Buenas noches, Jorge.

JORGE.-  ¡Adelaida!

ADELAIDA.-  ¡Hijito!

JORGE.-  ¡Doctor!

EL DOCTOR.-  ¡Je! Buenas noches...

JORGE.-  Vamos, Rosalía. ¡Mañana vicepresidente! Por fin, vicepresidente...

ROSALÍA.-  Es maravilloso, ¿verdad?

JORGE.-  ¡Vicepresidente! ¡Nada menos! ¡Yo! ¡Figúrate!

 

(Salen LOS DOS por el fondo. ADELAIDA suspira.)

 

ADELAIDA.-  ¡Pobrecito! Se va tan emocionado...

 

(Sale siguiendo los pasos de ROSALÍA y JORGE. Quedan en escena ERNESTO y EL DOCTOR, que se miran en silencio.)

 

ERNESTO.-   (Bajo, angustiado, estupefacto.)  ¡Doctor! Pero, entonces, ¿es que Jorge no lo sabe?

 

(Un silencio. EL DOCTOR ahora está mirando el lugar por donde ha salido JORGE.)

 

EL DOCTOR.-  No lo sé.

ERNESTO.-  ¡Oh!

EL DOCTOR.-  ¡Y quizá no lo sepamos nunca!

ERNESTO.-  ¡Doctor! En aquel momento, cuando creí que el mundo se hundía a mis pies, por un segundo yo leí en sus ojos que Jorge lo sabía...

 

(EL DOCTOR le mira.)

 

EL DOCTOR.-  ¿Está usted seguro? ¡Oiga! ¿Y si lo que usted vio brillar en su mirada fue el miedo, el miedo nada más, el miedo a que lo que él cree una calumnia pueda arruinar su vida y su prosperidad? Es tan ambicioso...

ERNESTO.-  ¿Usted cree?

 

(En la embocadura del fondo aparece ADELAIDA. El doctor al verla sonríe.)

 

EL DOCTOR.-  Bien. Ya es tarde y usted no me necesita. Mañana pasaré por aquí un ratito, si no le importa, para ver cómo sigue ese corazón, que está un poquito cansado... Buenas noches, señora.

ADELAIDA.-  Buenas noches, doctor.

EL DOCTOR.-  Buenas noches, señor Luján.

ERNESTO.-  Buenas noches, doctor. ¡Y gracias!

EL DOCTOR.-  ¡Bah! No se merecen...

 

(Se va por el fondo. ADELAIDA sonríe muy maternal viéndole marchar.)

 

ADELAIDA.-  Es simpático el viejecillo, ¿verdad?

ERNESTO.-  ¡Je!

ADELAIDA.-   (Muy contenta.)  Oye. ¿Sabes que estoy decidida a pasarlo bien en París? ¡Oh! Ya verás. Iremos de tienda en tienda. A los teatros. A ese cabaret donde estuvimos la última vez y donde todo el mundo se portaba de aquella manera tan desvergonzada. Compraremos antigüedades en la Rue du Bac16. ¡Ah! Pero no volveremos al hotel de siempre: se ha quedado muy anticuado. Esta vez iremos a un hotelito chiquitín en la orilla izquierda que me han recomendado mucho...  (Se calla mirando a ERNESTO, que se ha quedado ensimismado, con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón y con los ojos cerrados.)  Pero, Ernesto, cariño, ¿en qué estás pensando?

 

(ERNESTO abre los ojos.)

 

ERNESTO.-  No lo adivinarías jamás...

ADELAIDA.-  ¿De veras?

 

(ADELAIDA se sienta en el otro sillón, junto a ERNESTO, a la izquierda.)17

 

ERNESTO.-  Estaba pensando en aquella muchacha maravillosa que, un día, hace muchos años, me trajo por primera vez a esta casa cogido de la mano...

ADELAIDA.-  ¿Es posible? ¿De eso te acuerdas ahora?

ERNESTO.-  Sí, Adelaida...

ADELAIDA.-   (Sonríe.)  ¡Dios mío! Éramos entonces tan jóvenes, tan jóvenes...

 

(Se callan. Cada uno está mirando ante sí, a un punto indeterminado, recordando. Y de pronto la embocadura del fondo se ilumina con una viva luz dorada, como un sol de primavera. Y por allí surgen, envueltos en la luz, sin ruido, como dos fantasmas gráciles y alegres, EL MUCHACHO y LA MUCHACHA. Ella viste con gracia y recato. Él, muy compuesto. Los dos como era moda entre los jóvenes de hace treinta años. Ella le lleva de la mano y él se resiste a entrar.)

 

LA MUCHACHA.-  ¡Vamos! Pasa...

EL MUCHACHO.-  ¡Adelaida! ¿Tú crees que debo...?

LA MUCHACHA.-   (Indignada.)  ¡Ernesto! ¡Hijo! Pero qué tímido te has vuelto de repente...

 

(ADELAIDA y ERNESTO no se han movido. k sonríe a sus recuerdos.)

 

ADELAIDA.-  Yo era un poco loca, ¿verdad?

ERNESTO.-  ¡Je!

 

(EL MUCHACHO avanza, siempre llevado por LA MUCHACHA, mirándolo todo con arrobo.)

 

EL MUCHACHO.-  ¡Chica! ¡Adelaida! Pero ¿aquí vives tú?

LA MUCHACHA.-  ¡Claro! Con papá y mamá...

EL MUCHACHO.-   (Trastornadísimo.)  ¡Ay, madre mía! ¡Qué casa! ¡Qué lujo! ¡Qué postín! ¡Lo que vale todo...!

LA MUCHACHA.-   (Sonríe.)  Oye. Entonces, ¿te gusta?

EL MUCHACHO.-  ¡Digo! ¡Que si me gusta! Me chifla. Pero, ahora mismo me largo...

ADELAIDA.-   (Sonriendo.)  ¿Te acuerdas, Ernesto? Tú eras un pobre chico...

LA MUCHACHA.-  ¡Ernesto! Ven aquí. ¡No seas ridículo!

 

(EL MUCHACHO vuelve muy asustado. Con un poquito de rencor.)

 

EL MUCHACHO.-  Adelaida, ¿por qué me has engañado? ¿Por qué no me has dicho antes que vivías en una casa como esta? ¿Por qué no me has dicho que eres una chica rica?

LA MUCHACHA.-  ¡Anda! Porque te conozco. Porque si te lo cuento todo el primer día te escapas y no te vuelvo a ver más. ¡Que tú eres muy mirado, hijo!

 

(ADELAIDA sonríe, como siempre, a sus pensamientos.)

 

ADELAIDA.-  ¡Naturalmente!

 

(EL MUCHACHO, abrumado, se deja caer en el sofá y mira en torno, en medio de la mayor consternación.)

 

EL MUCHACHO.-  Oye. ¿Tenéis coche?

LA MUCHACHA.-  ¡Hombre! Tenemos dos. Como todo el mundo. Un «Mercedes» y un descapotable inglés...

EL MUCHACHO.-  ¡Ay, madre mía!

LA MUCHACHA.-  ¡Ernesto! Pero qué exigente eres. No te gusta nada. Ni la casa, ni el «Mercedes», ni el descapotable...

EL MUCHACHO.-  Oye. Por curiosidad. ¿Tu padre a qué se dedica?

LA MUCHACHA.-  ¡Hombre! Papá tiene fábricas...

EL MUCHACHO.-  ¿Muchas?

LA MUCHACHA.-  Pues, qué sé yo...

EL MUCHACHO.-   (Horrorizado.)  ¡Mi madre!

 

(Y escapa de nuevo hacia el fondo, como si alguien le persiguiera. Pero La muchacha da un paso y grita desolada, con toda su alma, con un inmenso desamparo.)

 

LA MUCHACHA.-  ¡Ernesto! ¡Mi vida! ¡No te vayas! No me dejes, por Dios, no me dejes...

 

(Un sollozo.)

 

EL MUCHACHO.-  ¡Adelaida!

ADELAIDA.-  Desde luego, yo estaba loca por ti...

EL MUCHACHO.-  ¡Adelaida! Pero ¿es que no comprendes? ¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué me has traído?

LA MUCHACHA.-  ¡Dios mío! ¡Y aún me lo preguntas! Te he traído para que mis padres sepan que nos queremos y que, pase lo que pase, nos vamos a casar...

EL MUCHACHO.-  ¿Estás loca? Pero ¿tú crees que los dueños de una casa como esta, que tienen un «Mercedes» y un descapotable y muchas fábricas, van a permitir que su única hija se case con un infeliz como yo, que no tiene nada?

LA MUCHACHA.-   (Furiosa.)  ¡Ernesto! ¡No seas tan humilde! ¡No te achiques! ¡Hala, valiente!

EL MUCHACHO.-  ¡Ay, madre mía!

LA MUCHACHA.-  ¡Que tú vales mucho, mucho, muchísimo...!

EL MUCHACHO.-  ¡Adelaida! ¡No seas fantástica! ¡Que gano setecientas pesetas al mes y la gente dice que tengo suerte!

ADELAIDA.-   (Tiernamente.)  ¡Pobrecito!

LA MUCHACHA.-   (Impetuosa.)  Bueno. Pero escribes versos...

EL MUCHACHO.-   (Horrorizado.)  ¡Toma! Eso, además...

LA MUCHACHA.-   (Con pasión y coraje.)  ¡Ernesto! ¡Mi vida! Pero ¿a nosotros qué nos importa todo eso? Mi dinero y tu pobreza, tus setecientas pesetas y las fábricas de papá. ¿Es que ya no nos queremos? ¿Es que ya no me quieres?

 

(EL MUCHACHO se vuelve vivamente hacia ella. Y se la queda mirando mordiéndose los labios y a punto de echarse a llorar.)

 

EL MUCHACHO.-  ¿Que si te quiero? ¡Maldita sea mi estampa! ¿Que si te quiero? ¡Y me lo preguntas tú!

 

(Ella, repentinamente, corre hacia él y se refugia entre sus brazos.)

 

LA MUCHACHA.-  ¡Oh, mi vida! ¡Amor mío!

ADELAIDA.-  Éramos tan puros, tan limpios. Y nos queríamos tanto, tanto...

EL MUCHACHO.-  ¡Nena! ¡Adelaida! ¡Mi Adelaida! ¡No me hagas soñar! Mira que solo te tengo a ti...

 

(Ella, entre sus brazos, alza la frente y le mira enamorada.)

 

LA MUCHACHA.-  ¡Calla! Ya verás. Todo será muy sencillo. Mamá se te quedará mirando con muchísima curiosidad, como a un bichito, y me dirá: «¡Adelaida! ¡Hijita! ¿Quién es este muchacho?» Y entonces yo le responderé muy orgullosa: «¡Mamá! Este es Ernesto. ¿Qué te parece? ¿Verdad que es fantástico? ¡Mamá! Estamos enamorados el uno del otro y ya es imposible que nada ni nadie nos separe. Nunca, nunca. Figúrate, mamá. Nos conocemos desde hace una eternidad. Quince días. Fue una mañana, en el tranvía. Era un tranvía precioso, precioso, todo pintado de amarillo...».

ADELAIDA.-   (A punto de echarse a llorar.)  ¡Aquel tranvía amarillo! El tres-cuatro-tres. ¡Barrio de Salamanca!

LA MUCHACHA.-   (Con un emocionado entusiasmo.)  ¡Ernesto! ¿Verdad que no tienen razón los que dicen que la vida es algo triste, sucio y feo? ¿Verdad que la vida es buena, bonita y maravillosa?

EL MUCHACHO.-  Sí, Adelaida. La vida es buena, bonita y maravillosa...

LA MUCHACHA.-  ¡Amor mío!

 

(En este momento un sollozo incontenible estalla en la garganta de ADELAIDA. Se pone en pie vivamente. Con una insólita desesperación, como pidiendo socorro.)

 

ADELAIDA.-  ¡Ernesto!

ERNESTO.-   (En pie.)  ¡Adelaida!

ADELAIDA.-  ¿Qué hemos hecho?  (Da un paso y se refugia entre los brazos de ERNESTO con una inmensa congoja.)  ¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?

ERNESTO.-  ¡Adelaida!

ADELAIDA.-  ¿Qué hemos hecho?

 

(LOS MUCHACHOS todavía se están besando. Y con las dos parejas abrazadas, una a cada lado del escenario, cae el

 

 
 
TELÓN)