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Historia general de la República del Ecuador

Tomo cuarto

Libro tercero: La colonia o el Ecuador durante el gobierno de los reyes de España (1564-1809) [continuación]

Donde la fundación de la Real Audiencia, a mediados del siglo decimosexto, hasta la supresión temporal de ella a principios del siglo decimoctavo (1564-1718)


Federico González Suárez


Imprenta del Clero (imp.)



Portada



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ArribaAbajoAdvertencia

En el prólogo del Tomo tercero de esta Historia general del Ecuador, dijimos que nuestra narración estaba dividida en libros, y que cada libro correspondía a una de las épocas, o a uno de los períodos de la Historia; advertimos también que la tercera época histórica, por la naturaleza misma de los hechos en ella sucedidos, debía necesariamente distribuirse en dos períodos, el primero de los cuales comprendía el tiempo transcurrido desde la fundación de la Real Audiencia en 1564, hasta la supresión temporal de   -VI-   ella en 1718; y el segundo duraba casi un siglo completo, desde el restablecimiento de la Audiencia hasta el año de 1809, en el cual se hizo la primera revolución, con el intento de emancipar enteramente de España en lo político estas provincias. A cada uno de estos dos períodos corresponde un libro en nuestra Historia.

En el Libro Tercero referimos todos los hechos memorables que acaecieron durante el primer período de la tercera época de la Historia general del Ecuador, una de las más curiosas y desconocidas de nuestro pasado; comprende ese período la vida y crecimiento de la colonia bajo la dominación y gobierno de los monarcas de la Casa de Austria. Con nuestra narración hemos llegado ya a los primeros años del siglo decimoséptimo; conviene, por lo mismo, que continuemos refiriendo los sucesos importantes que acontecieron en la colonia durante todo aquel siglo y en los principios del siguiente.

  -VII-  

Nunca es más necesario ni más oportuno que ahora, cuando vamos a ocuparnos en la narración del período más ignorado de nuestra Historia, el protestar de nuevo que hemos buscado la verdad con sinceridad, y que la diremos siempre con llaneza y lealtad. La Historia perdería su dignidad de ciencia de moral social, si el escritor careciera de paciencia para descubrir la verdad y de valor para decirla lealmente.

Quito, abril de 1893.

Federico González Suárez





  -[VIII]-     -[1]-  

ArribaAbajoCapítulo décimo

Fundación de la villa de Ibarra


El licenciado don Esteban Marañón continúa presidiendo en la Audiencia y gobernando estas provincias.- El licenciado don Miguel de Ibarra, sexto presidente de la Real Audiencia de Quito.- Fúndase la villa de San Miguel de Ibarra.- Trabajos que, durante largo tiempo, se emprendieron para reducir y pacificar la provincia de Esmeraldas.- Misiones de los padres mercenarios entre los indios y los mulatos de esa provincia.- La apertura de un camino directo desde la nueva villa de Ibarra a la costa.- Asuntos eclesiásticos.- Llega a Quito el obispo don fray Salvador de Ribera. Antecedentes biográficos del nuevo prelado.- Carácter y costumbres del obispo Ribera.- Su celo y firmeza para extirpar ciertos gravísimos escándalos.- Su muerte.- Juicio acerca de las cosas y los hombres de aquella época.



I

En los capítulos anteriores hemos dado a conocer cuál era el estado en que se encontraba nuestra sociedad, y el grado de adelanto y civilización a que había llegado en los principios del siglo decimoséptimo; ahora debemos   -2-   continuar nuestra narración, tomándola desde el punto en que la dejamos interrumpida; era necesario conocer primero la sociedad, para hacernos cargo de las vicisitudes, por que fue atravesando durante el gobierno de los reyes de España.

Pocos días después de haber llegado en Quito, anunció Marañón que debía tomar residencia al Presidente y a los oidores; presentó las cédulas reales, se hizo cargo del gobierno y mandó pregonar la residencia. Estas medidas serenaron el ánimo de los conjurados y, dándose por satisfechos, no pusieron obstáculo alguno para que Arana entrara con toda su tropa en la ciudad. Arana ocupó la ciudad con un ejército, poderoso para aquellos tiempos, pues su cuerpo de tropa constaba de casi seiscientos hombres, muchos de los cuales tenían buenas armas, las mejores que entonces se conocían en la milicia; y apoyado en una fuerza tan considerable, ejerció en la ciudad y su comarca una tiranía sin límites. De este modo, durante casi dos años, no hubo un gobierno regular y bien organizado; Arana, con autoridad omnímoda, hacía cuanto juzgaba que era necesario hacer para castigar a la ciudad y dejarla bien escarmentada para lo futuro. El visitador Marañón se acobardó; y, ante la actitud groseramente resuelta del general Pedro de Arana, guardó silencio, y no tuvo ánimo para reclamar; el soldado fue el árbitro absoluto del gobierno y Marañón no se atrevió a contradecirle. Ante la fuerza militar quedó, pues, anulada la Audiencia.

Cuando Arana salió de Quito y regresó a Lima,   -3-   entonces Marañón pudo continuar, con más regularidad, el juicio de residencia hasta terminarlo definitivamente. Como lo disponían las ordenanzas de aquella época, el residenciado no podía permanecer en la ciudad mientras se recibían las declaraciones de los testigos y las quejas de los agraviados; por esto el doctor Barros de San Millán eligió para su confinio temporal una hacienda en el valle de Chillo, y allí se mantuvo retirado, mientras aquí, en Quito, se descargaba contra él furiosamente la borrasca de querellas y acusaciones, con que sus numerosos agraviados lo estaban capitulando. El residenciado presidente, caído en desgracia, cambió su primer aire de arrogancia y autoridad en el más desairado talante de misticismo y compunción, y salió de Quito sin ningún cortejo ni acompañamiento; estaba caído y no había de regresar a gobernar esta tierra.

Según las instrucciones del Consejo de Indias, el licenciado Marañón continuó gobernando y también presidiendo en la Audiencia, por razón de su antigüedad, pues el sucesor del presidente Barros tardó seis años largos en llegar a Quito. El tribunal se organizó de nuevo con los oidores Moreno de Mera, Barrio de Sepúlveda y Rodrigo de Aguiar. El fiscal era don Blas de Altamirano, el cual vino a Quito seis años después que el obispo Solís. Durante la vida de este prelado gobernaron Marañón y el licenciado Don Miguel de Ibarra. Don Esteban Marañón fue el último gobernante designado por Felipe segundo; y don Miguel de Ibarra el primero que eligió y nombró Felipe tercero.

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Podemos asegurar muy bien que, en los postreros años de la presidencia provisional de don Esteban Marañón, no hubo propiamente gobierno en estas provincias; Marañón era ya muy anciano, y los ordinarios achaques de la vejez de tal manera le quebrantaron que llegó a perturbársele gravemente la razón; retirose el sueño de sus ojos y, trastornado el cerebro con los insomnios, se imaginaba estar presenciando corridas de toros, y decía y hacía cosas ridículas; levantábase en altas horas de la noche y, despertando a sus criados, discutía con ellos, figurándose que estaba en el tribunal con los oidores; en otras ocasiones, aún de día, bajaba al huerto de la casa y principiaba a hablar con los árboles, dialogando con ellos como si fueran personas dotadas de razón y de palabra. Agravada su dolencia, se tornó irascible e impaciente; reñía sin motivo y aun acometía con su bastón y daba de golpes, exigiendo de sus domésticos servicios imposibles1.

El Real Consejo de Indias le concedió la jubilación, para que descansara los últimos días de su achacosa vejez; aunque poco gozó de semejante   -5-   gracia, porque falleció en esta ciudad, cuando todavía no había llegado su sucesor.

El licenciado don Esteban Marañón era español; vino a Lima con el cargo de oidor en la sala del crimen que tenía aquella Audiencia. Cuando joven, estuvo en el ejército y, desempeñando el empleo de corregidor, asistió a la defensa de la ciudad de Orán sitiada por el rey de Argel; entonces se portó bizarramente, resistiendo a los sitiadores con un cuerpo de solo trescientos soldados, los únicos que tenía para guarnición de la plaza. Antes estuvo cautivo en África tres años, y compró su libertad en cinco mil ducados.

Marañón era casado con doña Lucía de Aranda y trajo consigo a Quito un hijo varón, llamado don Sancho, el cual tuvo a su cargo la defensa del puerto de Arica, asaltado por los corsarios ingleses. Marañón era hombre de corazón naturalmente recto, pero, cuando vino a Quito, se hallaba ya muy anciano, y la edad avanzada le había vuelto tímido; su gobierno además, como provisional y transitorio, careció de fortaleza para hacer los bienes de que tan necesitados estaban estos pueblos.

Como sexto presidente de Quito fue nombrado el licenciado don Miguel de Ibarra, el cual llegó a esta ciudad el 22 de febrero del año de 1600; y, al día siguiente, tomó posesión de su empleo. Don Miguel de Ibarra era un caballero vizcaíno, natural de Guipúzcoa, hermano de don Juan de Ibarra, secretario del rey Felipe tercero; y hallábase desempeñando el cargo de oidor en la Audiencia de Bogotá, cuando fue ascendido   -6-   al destino de presidente de Quito; hizo su viaje por tierra y el 29 de enero, el Cabildo de Quito despachó un comisionado especial para que, a nombre de esta ciudad, fuera a darle la bienvenida en Pasto, o en el punto donde lo encontrara.

El nuevo presidente era un varón justo, lleno de sólidas virtudes cristianas; el período de su administración pública fue tranquilo, pues ni aun las mismas competencias de jurisdicción que la Audiencia le promovió frecuentemente al obispo Solís causaron trastornos en la ciudad, merced a la paciencia y discreción del prelado, y a la cordura del presidente; el último ruidoso disgusto fue el único que, por poco tiempo, causó agitación y zozobra en el pueblo, pero también terminó felizmente, reconociendo su yerro el Presidente y los oidores2.

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El licenciado Orozco estuvo desempeñando el cargo de fiscal hasta el 30 de enero de 1600; tenía setenta y ocho años y fue trasladado a la Audiencia de Charcas, viniendo, para reemplazarle en la de Quito, don Blas de Torres Altamirano, limeño de nacimiento, hombre de carácter inquieto y de pasiones desarregladas, y a quien se debe atribuir la principal parte en las molestias, con que la Audiencia afligió al obispo Solís en los postreros años del episcopado de este varón apostólico. Era Altamirano sujeto, en quien, como decía el presidente Ibarra, se encontraban   -8-   todos los inicios que podían deshonrar a un magistrado; puso deshonestamente los ojos en una matrona casada, de lo más noble de Quito, la sedujo y la deshonró, viviendo con ella a la faz del público en esta ciudad, después de haber atosigado al marido, dándole bebedizos que lo entontecieron, y en breve tiempo le quitaron la vida; el Fiscal y la indigna dama habitaban frente con frente en una de las principales calles de Quito, y él entraba sin rubor a cortejarla a la hora que se le antojaba, tanto de día como de noche. Viendo tan grave escándalo y sin poder remediarlo, se consumía de angustia el celoso obispo Solís; empero tantas quejas dio el prelado contra el Fiscal, y tantas representaciones elevó que, al fin, el conde de Monterrey, a la sazón virrey del Perú, mandó que la cómplice fuese desterrada lejos de Quito, orden que el presidente Ibarra se apresuró a cumplir inmediatamente. Muerto el Virrey, y ausente ya de Quito el obispo Solís, la señora regresó a la ciudad y se casó con cierto caballero, en quien confiaban tanto ella como el Fiscal; no obstante, la honradez y dignidad del segundo marido dejaron burladas las criminales esperanzas de entrambos, por lo cual la desvergonzada señora entabló pleito de divorcio, y tornó a escandalizar la ciudad con su más que cínica desenvoltura. El ultrajado esposo se encontró un día de repente en la calle con el Fiscal; riñeron de palabra y se oprobiaron; siguiose causa contra los dos y Altamirano, de orden del presidente, fue puesto preso en su propia casa; allí estuvo durante cuarenta días, mientras se sustanciaba el juicio; pero, una noche, atropelló   -9-   la guardia de gendarmes que lo custodiaban, se salió de su casa, dirigiose a la habitación del Presidente y, entrando de sorpresa, lo trató mal de palabra y le faltó al respeto con el mayor atrevimiento. Esta acción le mereció el que lo encerraran en la cárcel de Corte, y se le privara temporalmente de su cargo, declarándolo suspenso. En ese tiempo el venerable obispo Solís había pasado ya de este mundo a la eternidad, y su sucesor don fray Salvador de Ribera acababa de aportar a las playas ecuatorianas.

Los fiscales y todos los demás ministros de las Audiencias gozaban de tantos fueros y excepciones que puede decirse que estaban casi del todo libres de la justicia civil y de la jurisdicción eclesiástica, situación ventajosa para que los hombres como Altamirano cometieran escándalos audazmente.




II

El gobierno del presidente Ibarra se ha hecho célebre en nuestra Historia por la fundación de una nueva ciudad, en la cual se ha perpetuado su nombre.

Aunque por el lado del norte, entre Quito y Pasto, se encontraban muchas poblaciones de indios, no había todavía ninguna ciudad de españoles, y se experimentaba la necesidad de fundarla, así para que se establecieran en ella los blancos que andaban dispersos en los pueblos de los indígenas, como para abrir al mar Pacífico un camino más corto y expedito que pusiera en comunicación la capital del reino con Panamá.

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Los vecinos de Quito y el mismo tribunal de la Audiencia habían pedido ya, varias veces, la fundación de una ciudad o villa en el territorio del norte; pero no había llegado el caso de ponerla por obra, porque los individuos a quienes se la había encargado exigían una remuneración muy crecida; últimamente el virrey del Perú dio al oidor don Matías Moreno de Mera la comisión de hacer la fundación de la nueva ciudad; pero el comisionado pidió dos mil pesos de honorario para cumplir lo que se le mandaba y, por esto, la deseada fundación se retardó todavía algún tiempo más. Al fin, el año de 1606, el presidente don Miguel de Ibarra venció todos los obstáculos y llevó a cabo la fundación.

La comisión de verificarla fue dada con mucho acierto a don Cristóbal de Troya, uno de los regidores de Quito, el cual se trasladó en persona a la provincia del norte, visitó los pueblos de Otavalo y de Caranqui, inspeccionando con cuidado el punto intermedio en que pudiera fundarse la nueva ciudad, y, examinada despacio la comarca, eligiose una llanura pintoresca y dilatada en el extenso valle que se halla a las faldas del Imbabura. Elegido el sitio, precedieron los requisitos legales que se acostumbraban practicar antes de toda nueva fundación; se llamaron y convocaron todos los caciques de la provincia, y se les interrogó acerca del perjuicio que pudiera ocasionarles la fundación proyectada; y, como declararan que no les causaba ninguno, se fijó el día en que debía hacerse la fundación.

El día escogido fue el 29 de setiembre, por ser ése el del cumpleaños del Presidente; y se determinó   -11-   que la nueva población se llamara San Miguel de Ibarra para perpetuar de esa manera el recuerdo de su fundador. La Iglesia católica celebra el día 29 de setiembre la fiesta del arcángel San Miguel; y, como en la liturgia romana, las grandes festividades principian a celebrarse desde la víspera, la fundación de la villa de San Miguel de Ibarra se hizo el día 28 por la tarde, después del mediodía. Don Cristóbal de Troya, vestido de gala y acompañado del escribano público que debía autorizar el acto, y de muchas otras personas así eclesiásticas como seculares, se constituyó en el lugar determinado, y declaró que fundaba la nueva población con el nombre de San Miguel de Ibarra y los derechos y privilegios municipales de villa; señaló solares para iglesia parroquial, cementerio, casa municipales, cárcel y carnicería; mandó hincar en el centro de la plaza un grueso madero y, desenvainando la espada, por tres veces, en alta voz, retó al que pretendiera contradecir la fundación de la nueva villa, que, en nombre del rey Felipe tercero y con autoridad y comisión del presidente de la Audiencia de Quito, acababa de verificar.

El madero clavado en media plaza indicaba que la nueva villa tenía horca y cuchillo, es decir, plena jurisdicción así en lo civil como en lo criminal, en todo el distrito municipal que se le señalaba; este distrito llegaba por el lado del norte hasta la puente de Rumichaca; por el occidente, hasta Lita; por el extremo del oriente y del sur apenas comprendía hasta las cabeceras de Otavalo. Distribuyéronse solares a los españoles que quisieron avecindarse en la nueva   -12-   población, y se determinó que el ámbito de ésta comprendiera nueve cuadras castellanas. El terreno donde se trazó el plano de la villa de Ibarra pertenecía a tres propietarios: parte era de don Antonio Cordero, español, que tenía allí una estancia; otra parte era de los indios de Caranqui, y la tercera de doña Juana Atahuallpa, nieta del Inca y viuda de Gonzalo de Carvajal; a todos tres dueños se les indemnizó el precio justo correspondiente a cada una de las partes ocupadas.

Don Cristóbal de Troya fue el primer corregidor de la villa, cuidó de que se construyera la primera iglesia y dio para ella dos campanas. Troya era hijo de uno de los más acaudalados vecinos de Quito, llamado don Alonso, esposo de doña María de Siliceo, fundadora del convento de Santa Catalina de esta ciudad. Don Alonso de Troya era comerciante, había servido al Rey en la defensa del puerto de Nombre de Dios, y después se había establecido en Quito. Entre los solares que se repartieron en Ibarra, Troya adjudicó de preferencia uno, para que allí se fundara una escuela de niños.

Antes de la fundación de la villa se había establecido ya, en la misma llanura a un extremo, un convento de frailes de Santo Domingo y un hospicio de agustinos; fundada Ibarra, se dieron solares a los franciscanos y a los mercenarios para que también ellos pudieran edificar conventos en la nueva población. De esta manera se verificó, el 28 de septiembre de 1606, la fundación de la antigua villa de San Miguel de Ibarra en la hermosa planicie de Caranqui, de clima suave y abrigado,   -13-   y de suelo bastante húmedo, lo cual hace que el temperamento sea malsano y enfermizo, aunque su situación topográfica es de las mejores3.

Aun no había pasado todavía ni un año completo desde la fundación de Ibarra, cuando ya, en marzo de 1607, don Cristóbal de Troya salió para inspeccionar la provincia y trasmontó la cordillera occidental, observando por dónde podría abrirse el camino para el mar, porque la apertura de ese camino fue, ahora dos siglos y medio, el objeto de los anhelos y de las ilusiones de los primeros pobladores de Ibarra; así como ese mismo camino es hoy el proyecto más halagüeño para los actuales moradores de Imbabura. Veamos lo que entonces hicieron los hombres de la colonia y refiramos, punto por punto, a nuestros compatriotas toda la historia y las vicisitudes del anhelado camino, que ha de poner en comunicación las provincias del norte con la costa del Pacífico.

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El ancho valle interandino, al otro lado de la línea equinoccial, está formado por los dos ramales de la cordillera, que tienen una elevación muy desigual; pues, mientras el de oriente se levanta y adquiere dimensiones asombrosas, el occidental conserva una altura más regular y bastante uniforme; un río caudaloso, el Chota, baja desde el nudo de Huaca y, rompiendo la cordillera occidental por un cauce profundo, se abre camino al Pacífico; en los descensos de la cordillera y en las costas que forman la provincia llamada de Esmeraldas, habitaban antes de la conquista varias tribus de indios salvajes; después esas selvas y valles fueron poblados por una raza especial de gente, que buscó allí su refugio y persiguió y hostilizó a sus primeros pobladores. No ha habido provincia alguna tan visitada por expediciones de misioneros y conquistadores como la de Esmeraldas; estas expediciones se han hecho con el más vivo interés y la más obstinada constancia. Como el territorio de Esmeraldas es el más cercano al Istmo de Panamá, el deseo de colonizarlo y arrebatarlo a la barbarie estimuló vivamente a todos los conquistadores y gobernantes del antiguo Reino de Quito.

Tres caminos había para entrar a la provincia de Esmeraldas: el primero era por Guayaquil, atravesando toda la costa; después hubo otro por las faldas del Pichincha, y el tercero por Ibarra, siguiendo la hoya del Chota.

En los primeros años de la conquista, Alonso Hernández se propuso acometer el descubrimiento y la reducción de la provincia de los yumbos. Llamábanse yumbos los indígenas que poblaban   -15-   los valles occidentales de la cordillera, tras el Pichincha, en una extensión como de veinte leguas. Era entonces gobernador de Quito el capitán Lorenzo de Aldana, con cuya autorización penetró Hernández por Calacalí y Nono en las tierras montuosas habitadas por los yumbos, y anduvo vagando por ellas tres meses completos, al cabo de los cuales salió otra vez a Quito, sin haber sacado ventaja alguna de su empresa. Los expedicionarios llegaron a Quito un sábado por la tarde, y el domingo siguiente confesaron y comulgaron en la iglesia parroquial. Hubo en aquellos días levantamientos casi simultáneos de varias tribus y parcialidades indígenas; a reducir a los paltas de Saraguro salió Gonzalo Díaz de Pineda; el mismo Aldana en persona tomó las armas para contener al capitán Vergara, cuyas extorsiones habían causado la sublevación de los cañaris. Vergara salió a la provincia de Cuenca, trasmontando la cordillera oriental, después de haber atravesado toda la región poblada por los jíbaros, porque había entrado al oriente por Yahuarsongo.

Las tribus de Lita, Quilca y Caguasquí en la provincia de Imbabura fueron conquistadas por Pedro de Puelles; después se rebelaron y fue a reducirlas el capitán Rodrigo de Ocampo; segunda vez se sublevaron y las pacificó Antonio de Hoznayo; quietas y tranquilas esas tribus, por el territorio de ellas bajó a la provincia de Esmeraldas el capitán Diego de Bazán y, por más de un año, anduvo perdido hasta que salió a Portoviejo, al mismo tiempo que acababa de entrar en Esmeraldas, tomando el derrotero por la costa   -16-   otro expedicionario, el capitán Valderrama. Todas estas expediciones se verificaron antes de la fundación de la Real Audiencia, es decir, entre los años de 1535 a 1564.

Tan luego como el presidente don Hernando de Santillán se vio solo en la Audiencia, hizo uso de la autorización que tenía para conceder permiso para nuevos descubrimientos y pacificaciones de provincias, y facultó a don Diego López de Zúñiga para que redujera la provincia de Esmeraldas. López de Zúñiga era un rico propietario de Guayaquil, y acometió la reducción de la provincia con ochenta hombres bien armados; salió de Guayaquil y, por tierra, fue internándose poco a poco en el territorio de Esmeraldas. Hallábase éste en aquella época bastante poblado; había varias tribus de indígenas, entre las cuales se distinguían las de los niguas, lachis, campaces, malabas y cayapas, con idiomas propios, distintos del quichua. Vivían también varios negros, quienes, tomando por esposas algunas indias, habían formado familias mezcladas y llegado a dominar a los indígenas, a enseñorearse de ellos, haciéndose temer de todos y servir. Estos negros eran náufragos que salvaron de un barco, que escolló en las costas de Esmeraldas, y ganaron tierra a nado; internándose después en el país, vinieron a ser los señores de toda la comarca. El principal de estos negros era Alonso Illescas, el cual había vivido en Sevilla y hablaba muy bien el castellano; otro se llamaba Antonio, y eran los dos no sólo rivales, sino enemigos encarnizados. El negro Illescas tenía tres hijos y una hija, a los cuales el mismo padre les   -17-   había puesto los nombres de Enrique, Sebastián y María respectivamente. María estaba casada con otro náufrago, un cierto portugués, llamado Gonzalo de Ávila. Illescas era temido y acatado por todas las tribus indígenas, su voluntad era obedecida sin réplica y sus quereres se ponían por obra al instante; así es que podía agitar toda la provincia, o persiguiendo a los indios, o haciéndoles tomar las armas para rechazar a los que intentaban entrar en ella para conquistarlos.

Álvaro de Zúñiga hizo sus aprestos en Guayaquil, pasó a Portoviejo y de ahí a las costas de Esmeraldas, donde se estacionó con los ochenta soldados que llevaba para su empresa; su hijo don Diego, que iba en compañía de su padre, se adelantó para hacer algunas excursiones y, empleando mil ardides, logró apoderarse de varios caciques, de una negra y de unos mulatos, y mediante las noticias que ellos le dieron, subiendo aguas arriba por un río, tocó en el territorio de la tribu de los campaces, indios belicosos que le hicieron rostro; por cuatro horas continuas sostuvo con ellos una reñida guazabara, se le huyeron algunos de sus compañeros y él mismo, sintiéndose malherido, se retiró precipitadamente. Con tan infeliz éxito los expedicionarios regresaron a Guayaquil bien desalentados.

Después de esta primera empresa, acometió la conquista y reducción de Esmeraldas el capitán Andrés Contero. Era Andrés Contero hombre práctico en expediciones, porque había tomado parte en algunas y sabía cómo se las había de haber con indios salvajes; eligió el mismo camino de Portoviejo y avanzó hasta el territorio de   -18-   Campaz; los indios le impidieron el paso y se vio obligado a sostener con ellos dos guazabaras, todavía más sangrientas y obstinadas que las de la expedición anterior; las pérdidas de los españoles fueron también mayores.

Contero era a la sazón corregidor de Guayaquil y, como había recibido comisión del licenciado Castro para pacificar la provincia de Esmeraldas, no desistió de la empresa; y, en el mes de octubre de 1568, salió de Guayaquil, y subió aguas arriba por el río de Babahoyo hasta un punto denominado Huili, donde, en enero de 1569, fundó una ciudad, a la cual le puso el nombre de Castro. Contero estaba muy equivocado; creía que se había situado a las puertas de la provincia de Esmeraldas y no había salido siquiera del territorio de Guayaquil, por lo cual la Audiencia mandó deshacer la nueva ciudad. Es de advertir que Contero andaba muy solícito en descubrir la mina de esmeraldas, la cual, según los informes dados por los indios, estaba al pie de la cordillera, cerca de Angamarca; Contero la buscó con suma diligencia y por el río Daule fue subiendo casi hasta sus orígenes, sin encontrar indicio alguno de la codiciada mina. ¿Quién podía asegurar que los informes de los indios eran ciertos?... Más tarde, Rodrigo de Ribadeneyra fue a España y contrató con el Gobierno la reducción de la misma provincia, y anduvo inquiriendo, de río en río y de monte en monte, la mina de esmeraldas.

A Contero le disputó sus derechos a la conquista de Esmeraldas el capitán Álvaro de Figueroa, que había hecho una entrada anteriormente   -19-   a la misma provincia en compañía de Zúñiga; ventilose el asunto en Lima y la Audiencia sentenció en favor de Contero. Cuando éste se volvió a Guayaquil, dejó en la provincia a su yerno, el capitán Martín Carranza, encargado de continuar en la reducción; los indios astutos fingieron que se le entregaban de paz, lo engañaron prometiéndole descubrir la mina de esmeraldas y, así que lo tuvieron bien descuidado, lo asesinaron a traición. Tal fue el éxito de una de las más ruidosas expediciones para colonizar la provincia de Esmeraldas. Continuemos refiriendo las demás4.

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Hasta entonces todas las empresas se habían intentado realizar por medio de las armas; veamos las que se acometieron por medios pacíficos. Casi cuatro años transcurrieron sin que nadie pensara en la reducción de la provincia de Esmeraldas, hasta que, en tiempo del presidente Valverde, fue enviado como misionero el célebre presbítero don Miguel Cabello Balboa. La ocasión de su entrada fue la siguiente.

Un pobre español, náufrago, arribó a las playas de Esmeraldas y anduvo perdido hasta que fue a dar en la casa del negro Alonso Illescas, el cual le hizo buen acogimiento, se compadeció de él y aun le auxilió para que pudiera salir hasta Portoviejo; este español comunicó al presidente de la Real Audiencia de Quito lo que había oído decir a sus huéspedes acerca de su resolución de entregarse de paz y dar la obediencia al Rey de España, con tal que no los persiguieran   -21-   y los dejaran vivir tranquilos en sus bosques. Semejante noticia fue recibida con entusiasmo; tratose de elegir un sacerdote a propósito para el caso y fue designado Cabello Balboa, el cual aceptó la comisión y partió con gusto a desempeñarla.

Hacía cinco años a que Cabello Balboa se había ordenado de sacerdote, pues el año de 1571 recibió en Quito de manos del señor Peña las órdenes sagradas; poco después acompañó a don Diego Bazán a la conquista del Chocó; y, cuando regresó de allá, fue instituido párroco del pueblo de Fúnez, dependiente de la ciudad de Pasto. Cabello Balboa era sobrino nieto de Basco Núñez de Balboa, el famoso descubridor del Océano Pacífico; había estado en Flandes con Rodrigo de Bazán y amaba con pasión el cultivo de las letras; su elección fue, pues, acertada. Diosele por   -22-   compañero otro eclesiástico llamado Juan de Cáceres, Patiño, el cual, aunque de edad madura, todavía no era más que diácono; pues, dejando la profesión de las armas, había abrazado el estado eclesiástico; Patiño había estado en otros descubrimientos y conquistas.

Balboa y su compañero partieron de Quito a Manta, donde debían embarcarse para hacer su viaje por mar; iban con ellos muchas otras personas, porque el intento de Balboa era fundar un pueblo y, con ese objeto, llevaba ornamentos sagrados, imágenes de santos y hasta una campana; en cuanto a provisiones de boca, las tenían en abundancia, y además, vestidos y otras prendas para regalar a los habitantes de la provincia. Hiciéronse, pues, a la vela, y el 15 de setiembre de 1577 fondearon en el puerto de Atacames; desembarcaron sin obstáculo alguno porque la playa estaba desierta y solitaria. La primera diligencia fue escoger un sitio donde edificar el pueblo; fabricaron cabañas para albergarse y construyeron una capilla; el navío regresó a Manta y quedaron los expedicionarios solos, sin que en la costa ni en varias leguas a la redonda se descubriese alma viviente. Así pasaron muchos días y no aparecía ni un solo habitante; los expedicionarios hacían ahumadas y tañían la campana, esperando que los salvajes no tardarían en presentarse. En efecto, los negros que solían bajar al puerto de Atacames, echaron de ver que había llegado gente desconocida, y se estuvieron observando con curiosidad todo cuanto hacían los recién venidos, y así que se aseguraron de que intentaban quedarse en la playa, se   -23-   les presentaron en son de guerra; el negro Illescas bajó en una canoa, y en tres balsas le acompañaban muchos indios armados; llegados al frente del sitio en que estaban las cabañas de los misioneros, les habló el negro con resolución y les dijo: «¿Qué hacéis aquí, en mi tierra? ¿Quién os ha permitido llegar acá? ¡Éstas son mis playas!, ¡idos de aquí!!!». Balboa le hizo entender el objeto a que había ido, y le habló con tal gracia que el negro no sólo se ablandó sino que condescendió en saltar a tierra y tratar con Balboa. En efecto, atracaron la canoa y las balsas y saltaron en tierra; el negro Illescas se acercó respetuosamente a Balboa, le besó la mano y le dio un abrazo; también abrazó a Cáceres Patiño, que estaba al lado de Balboa. En la comitiva del negro Alonso iban su yerno el portugués y sus dos hijos, todos los cuales besaron la mano a Balboa, y él los fue abrazando uno por uno; concluida tan ceremoniosa salutación, los condujo a la capilla, donde oraron todos en silencio un breve rato; después pasaron al rancho de Balboa, y allí éste les mostró y explicó las provisiones de la Audiencia, procurando insinuarse en sus ánimos para que no dudaran de la buena intención con que había ido. Illescas se manifestó contento y trataron de la fundación de un pueblo, determinando que debería hacerse ésta en la bahía de San Mateo, por las ventajas que en ese lugar se encontraban. El negro se despidió, prometiendo regresar pasados doce días.

Cumplido el plazo fijado, el negro estuvo de vuelta, acompañado de una comitiva numerosa; todos venían de paz y se presentaron de gala,   -24-   adornados con joyas de oro; Illescas traía a su mujer y a su hija; apenas saltaron en tierra, se dirigieron todos a la capilla y después, Balboa y los mulatos compitieron en agasajos y cumplimientos.

Los negros hicieron varios donativos a la capilla en piezas de oro, cuyo valor pasó de noventa pesos; Balboa les correspondió regalándoles prendas de vestir a cada uno, según su condición. Al día siguiente, todos asistieron a misa y oyeron la exhortación que les dirigió Balboa, después de lo cual se pusieron en camino de regreso para sus aduares, llevándose consigo al diácono, compañero de Balboa.

Seis días permaneció entre ellos Cáceres Patiño, alojado en la casa del negro Alonso Illescas; para congraciarse con sus huéspedes, el buen diácono se avenía con todo y de todo se mostraba complacido. La vivienda de los negros era un enorme chozón, desaseado y sin ninguna comodidad. Movido por el deseo de conocer al blanco que había entrado a la montaña, se presentó un día en la casa el otro negro, rival y émulo del Illescas; recibiolo Cáceres con mucho agasajo; hincose de rodillas el negro para besarle las manos al clérigo y, en ese momento, el negro Alonso se tiró sobre él e iba a darle a traición por la espalda una cuchillada. Cáceres lo advirtió y, con gran celeridad, abrazó al que estaba hincado, cubriéndolo y defendiéndolo con su propio cuerpo; luego afeó la acción, ponderando lo inicuo y alevoso de ella; la palabra del eclesiástico trocó los corazones de los dos negros y, depuestos sus odios, acabaron por darse los   -25-   brazos, olvidando sus rencores y jurándose amistad. Ambos eran cristianos y entendían y hablaban la lengua castellana.

A los seis días Cáceres Patiño estuvo de regreso; con él, acompañándole y sirviéndole, bajaron algunos indios, el portugués y Sebastián, el hijo mayor del negro Illescas. Empero, una coincidencia muy sencilla, interpretada siniestramente por la suspicacia de los indios, fue causa para que la misión, comenzada con tan buenos auspicios, fracasara lastimosamente. Pocas horas antes que Cáceres Patiño llegara a la ranchería de la misión, había fondeado, casualmente, en el puerto de Atacames un buque mercante, que pasaba de Nicaragua al Perú; Balboa, deseoso de proveerse de algunas cosas que ya iban faltando, invitó a los tripulantes a que desembarcaran; el portugués, sin más tardanza, improvisó una bandera blanca y comenzó a agitarla en el aire llamando a los del navío; provocados con esta señal, saltaron en tierra el maestre, el piloto y algunos marineros; conversaron alegremente con Balboa, compró éste muchas cosas de las que llevaban en el buque y obsequió con ellas al negro Sebastián y a los indios; a vista de éstos, los mareantes tomaron la altura del puerto y sondaron la profundidad de las aguas; los indígenas estaban mirándolo y observándolo todo, con profundo y disimulado silencio. Los del buque se despidieron de Balboa y de sus compañeros, levaron anclas y continuaron su camino; Sebastián, el portugués y los indios regresaron también. Pasados cinco días, tornó nuevamente el portugués acompañado del negro Antonio, que acudía   -26-   a visitar a Balboa; el acogimiento que éste le hizo llenó de contento al negro y, al despedirse, prometió que el jueves siguiente vendría con toda su familia y mucha gente de su dependencia a hacer una nueva visita a Balboa. Entre los negros y el misionero se habían formado relaciones sinceras de amistad. Esto pasaba el día sábado; llegó el jueves y la visita anunciada se hizo esperar en vano; el viernes tampoco vino nadie; el sábado Balboa tomó su canoa y subió aguas arriba unas dos leguas; las orillas del río estaban desiertas y no se oía ni el más ligero rumor de gente, tan sólo unas cuantas balsas despedazadas se descubrían entre unos mangles; la vista de las balsas le hizo comprender a Balboa que había guerra entre las tribus y se regresó. El sábado siguiente Cáceres Patiño practicó otra exploración y subió hasta mucho más arriba por el río; encontró las balsas despedazadas y muchos árboles frutales tronchados, pero no se divisaba hombre alguno. Entretanto, en la ranchería de la misión la comida escaseaba, los víveres estaban casi agotados y no había cómo proveerse de vitualla; a los veinticinco días, de repente, el rato menos pensado se presenta, a lo lejos, uno de los negros y grita a los expedicionarios que huyan, que se pongan en salvo porque los indios estaban alzados y venían a dar de sorpresa sobre ellos para exterminarlos!!!... Apenas hubo acabado de gritar el negro, cuando en la ranchería todo fue confusión y trastorno; cundió el espanto y todos no pensaron sino en huir, y en huir a carrera porque les parecía que ya llegaban los indios y los mataban... Balboa,   -27-   haciendo un lío de los ornamentos sagrados, se los echó a las espaldas; los demás salieron de fuga tan precipitadamente que se olvidaron de sus vestidos y hasta de lo más necesario... El día de Todos los Santos la desordenada caravana se ponía en camino para Portoviejo, por tierra, a pie y en desesperada agitación. A los veintiún días fueron llegando unos tras otros a la provincia de Manabí en un estado lastimoso, descalzos, con los pies lastimados, flacos y llagados de las picaduras de los mosquitos... Después de las primeras jornadas, los más fuertes tuvieron que cargar a los débiles para no dejarlos abandonados; y hasta el diácono tuvo que tomarse a cuestas una señora; muchos murieron. Balboa con su compañero Cáceres Patiño, tomando la hoya del río de Chone, pasando trabajos indecibles, salieron al fin a Quito.

Los indios sospecharon que entre los blancos se habían confabulado para hacerles la guerra y, con este pensamiento, se armaron para acometer de sorpresa a los que habían quedado en Atacames; pero, cuando llegaron a este punto, ya Balboa y sus compañeros se habían puesto en salvo. En esta expedición sucedió otro caso desgraciado. Sabiendo varios vecinos de Manabí cuán bien estaban los pobladores de Atacames, se estimularon a participar de su fortuna y se embarcaron para Esmeraldas; mas, cuando iban navegando, observaron grupos de gente que atravesaban la playa como de fuga; deseosos de saber lo que aquello significaba, intentaron desembarcar; pero, en la maniobra, muchos se ahogaron y los demás, conjeturando lo que habría   -28-   sucedido, dieron la vuelta a Manta. Tal fue el éxito de la expedición de Cabello Balboa a las costas de Esmeraldas; de ella no se obtuvo más resultado que descubrir prácticamente la corta distancia que separaba a Quito de esa provincia, y que para entrar en ella, no era necesario dar la vuelta por Guayaquil y Manabí5.

El año de 1579 se alzaron los indios de la región oriental y fue enviado para sujetarlos el capitán don Diego López de Zúñiga; como desempeñó su comisión de modo que mereció la alabanza del Virrey, pidió que en premio se le concediera la gobernación de Esmeraldas, ofreciendo a su costa conquistar y pacificar toda la provincia. Otorgole su petición el Gobierno y Zúñiga armó cien soldados, contrayendo ingentes deudas y compromisos para la empresa. La Audiencia dispuso que entrara por la provincia de los yumbos y Zúñiga obedeció, conduciendo su tropa, como a tientas, por entre bosques y despeñaderos. Los negros y los indios, así que supieron que habían entrado soldados en sus tierras, abandonaron sus casas y, con sus familias y con cuanto tenían, se retiraron a lo más intrincado de las   -29-   selvas; Zúñiga anduvo buscándolos con trabajos imponderables y, al cabo de cuatro penosísimos meses de la más estéril excursión, salió a Manabí; de sus soldados, unos estaban enfermos de fiebres y cuartanas, y otros habían perecido.

Zúñiga era tenaz en sus empresas y los contratiempos, lejos de abatirlo, lo entusiasmaban; alistó unos veinticinco soldados y se puso en camino para su gobernación; en esta vez hizo el viaje por mar y desembarcó en la bahía de San Mateo. Como tuvo la buena dicha de sorprender y tomar prisionero al negro Antonio, se animó y, sin perder tiempo, reconoció hasta muy adentro el río Santiago. Sabida la prisión de su jefe, acudieron muchos indios y dieron noticias muy halagüeñas. Zúñiga, al punto, se puso en camino en demanda de las grandes poblaciones y de las riquezas, que, según le decían, se encontraban al norte; pero sus soldados desfallecieron y se le fueron huyendo uno tras otro; volcose la canoa en que llevaban las provisiones de boca, y se vieron reducidos a tal extremo de hambre que comieron cogollos tiernos de palma y hierbas amargas para no perecer. Entretanto, ni poblaciones ni riquezas parecían; el negro se fugó sin que nadie se atreviera a contenerlo y Zúñiga, con solos diez compañeros, regresó a Portoviejo, enfermo y desilusionado. A consecuencia de estas expediciones, Zúñiga perdió su fortuna y su salud, y continuó sufriendo molestas enfermedades hasta que murió.

Don Diego López de Zúñiga era hijo de don Álvaro, uno de los primeros que acometieron la conquista y reducción de Esmeraldas. Don   -30-   Diego acompañó también en la misma expedición al capitán Andrés Contero. Cuando estaba ya viejo, achacoso, endeudado y reducido a la miseria, se consolaba conversando de los trabajos que en su expedición había sufrido; él mismo con sus compañeros había construido balsas para remontar contra corriente las aguas del Santiago y reconocer sus orillas; en las caídas y bajíos del río sacaban las balsas y las llevaban cargadas; así anduvieron seis días con sus noches. Cuando los expedicionarios marchaban en grupos, divididos unos de otros, solían darse noticia de su paradero con el arbitrio siguiente: escribían en un papel cuantos datos podían; colocaban el papel dentro de una botella de vidrio y la enterraban al pie de un árbol; varias cruces, hechas por medio de incisiones en la corteza de éste, eran la señal convenida para que los que seguían detrás cavaran y se impusieran de la comunicación enterrada al pie.

En la segunda expedición de Zúñiga le acompañó un fraile trinitario, llamado fray Alonso Espinosa; llevaba el religioso ornamentos sagrados y todo lo necesario para la celebración del culto divino; y aunque el fraile no ardía mucho en amor a Dios, y aunque sus costumbres eran relajadas, con todo su permanencia de seis meses en Esmeraldas no fue estéril. Zúñiga había hostilizado a los indios, atormentando a los que cogía, para que le declararan dónde había oro y dónde estaba la mina de esmeraldas. Por otra parte, la falta de paciencia le había hecho andar precipitadamente, a la ventura, sin derrotero conocido ni un plan de operaciones madurado de   -31-   antemano. El fraile entró por la misma provincia de los yumbos y, por ese mismo camino, salió trayendo consigo un negro y dos indios. Una segunda vez tornó a entrar y la Audiencia lo hizo salir y lo embarcó para España. Hiciéronsele a este religioso cargos muy graves, pero la Historia no puede menos de guardar silencio acerca de ellos, porque no los encuentra probados.

Hubo orden expresa de Felipe segundo para que se hiciera regresar a España inmediatamente a los frailes carmelitas y trinitarios que andaban en estas provincias, donde no había monasterios de esas órdenes religiosas. Notemos además que los portugueses eran muy mal mirados en América y que se desconfiaba de ellos en aquella época, y el fraile Espinosa era portugués.

Don Diego López de Zúñiga hizo su primera entrada a la provincia de Esmeraldas el año de 1583, y la segunda el año de 1585; su compañero y auxiliar en estas expediciones, principalmente en la segunda, fue el capitán Martín de Arévalo, el cual había estado ya en Esmeraldas con el capitán Andrés Contero y tenía la ventaja de conocer mucho la provincia de los yumbos, porque la había recorrido persiguiendo al cacique de los niguas, que estaban alzados; logró cogerlo e inmediatamente lo ajustició. Este cacique tenía por nombre Huachi. En la segunda entrada de Zúñiga le sirvió, pues, de guía el capitán Arévalo, como muy conocedor de la región por donde los expedicionarios se abrían camino6.

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Conocíase con el nombre de provincia de los yumbos toda la comarca occidental que está entre los llanos y tierra baja de la costa y la base de la cordillera, desde las montañas de Dono hasta más allá de los Colorados. Esa provincia era muy poblada de indígenas, divididos en varias tribus; había buenas plantaciones de algodón, cuyo cultivo se hallaba establecido desde tiempos muy remotos; pero, a principios del siglo decimoséptimo, ya la provincia estaba en condiciones miserables, pues la erupción del Pichincha causó una completa ruina en los algodonales y cada día fue atrasándose más y más, hasta venir a quedar casi despoblada.

Durante el gobierno del presidente Barros no se hizo nada para la reducción de la provincia de Esmeraldas, porque, como Barros había sido residenciado en la Audiencia de Charcas por un López de Zúñiga, tenía rencor y animadversión contra todos los individuos de esa familia, y se manifestó opuesto a que don Diego intentara volver a la gobernación de la provincia. Estalló luego la revolución de las alcabalas y, por algún tiempo, quedaron abandonadas las empresas de nuevos descubrimientos y conquistas; reorganizada definitivamente la Audiencia, se volvió a poner la mano en un asunto, cuya importancia no podía ocultarse a nadie. Dos sistemas se habían   -33-   adoptado para llevar a cabo aquella empresa y ninguno había dado buen resultado: la pacificación por medio de las armas y la reducción mediante el trabajo de los misioneros. Encargose, pues, al doctor don Juan Barrio de Sepúlveda, oidor de Quito, la empresa de conquistar el territorio de Esmeraldas, pero dejando a su elección el emplear los medios que juzgase más convenientes. Sepúlveda estaba vacilante cuando una circunstancia muy favorable le movió a decidirse por la reducción, enviando misioneros que convirtieran a las tribus indígenas y establecieran centros de población.

Vivía en Quito en el convento de la Merced un religioso de muy buen espíritu, llamado fray Juan Salas, que había servido muchos años de doctrinero en la provincia de los yumbos y también en los pueblos de Tulcán y de Huaca, cuyas iglesias había edificado desde sus cimientos. Este padre había manifestado mucho tino y habilidad para adoctrinar a la gente rústica, pues en Huaca transformó a los indígenas, inspirándoles afición a las prácticas de urbanidad cristiana y vida civilizada; elegido comendador del convento de Quitó, ofreció que tomaría de su cuenta el enviar misioneros a la provincia de Esmeraldas y destinó para tan santo ministerio al padre fray Gaspar de Torres y a otros dos religiosos más. De nuevo las montañas y costas de Esmeraldas volvieron, pues, a ser visitadas por sacerdotes católicos. El padre Torres se internó en las tierras de los cayapas y se estableció allí de asiento, hasta que tuvo la satisfacción de administrar el Bautismo a mil ochocientos individuos, entre niños   -34-   y adultos; fundó, en el territorio de la misma tribu de los cayapas, dos pueblos, al uno de los cuales le puso el nombre de Nuestra Señora de Guadalupe; y al otro, el de Pueblo nuevo del Espíritu Santo.

También de este mismo convento de Quito fue enviado otro religioso, el padre fray Juan Bautista de Burgos, el cual se estableció cerca de la Bahía de San Mateo para evangelizar a los indios campaces, entre quienes vivía la familia del negro Illescas. Por este tiempo, el negro viejo había muerto ya, y su hijo Sebastián era el que tenía la autoridad de jefe y el mando sobre la tribu; resistió el negro tercamente por algunos meses al misionero; pero al fin se rindió y pidió el Bautismo.

Fray Juan Bautista de Burgos fundó, además, otro pueblo en el territorio de la tribu principal de los campaces, y lo llamó San Martín; construida la iglesia, celebró en ella la fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen, el 21 de noviembre de 1600, diciendo misa y bautizando a la mujer del negro Sebastián y a otros mulatos e indios salvajes.

En 1595, salió de Esmeraldas a Quito el padre Torres con algunos indios y uno de los más famosos mulatos, apellidado Juan Mangache; el oidor Sepúlveda los agasajó y regaló esmeradamente, y aun hizo retratar al mulato para remitir el retrato a España al Rey; en 1600 salió a su vez el padre Burgos trayendo a Quito al negro Sebastián y a varios indios neófitos, a quienes se les hizo en esta ciudad el más entusiasta acogimiento, y el obispo Solís les administró, con   -35-   grande aparato y solemnidad, el sacramento de la Confirmación en la iglesia de San Blas. Los mulatos llevaban aretes en las orejas y ciertos anillos de oro en la nariz, y además tenían los labios taladrados, con lo cual, adornando sus personas, se ponían de gala entre los suyos. Los misioneros de la Merced regresaron nuevamente para continuar en la obra comenzada de la reducción pacífica de la provincia.

Así que se fundó la villa de Ibarra, inmediatamente se quiso poner por obra el proyecto de la apertura de un camino, que saliera desde la nueva población directamente al mar. Don Cristóbal de Troya inspeccionó personalmente, en el mes de marzo (como lo hemos referido ya), toda la hoya del río Santiago; con personas entendidas hizo practicar sondajes tanto en la desembocadura del río como en las ensenadas y bahías de la costa, y determinó fundar un puerto próximo al Ancón de Sardinas. Existían entonces los dos pueblos: el del Espíritu Santo y el de Guadalupe; pero era necesario reducir a la tribu de los malabas, por cuyo territorio debía pasar indispensablemente el nuevo camino. En el fervor de llevar adelante una obra, en cuya realización tenían fincada nuestros mayores la ventura de las comarcas del norte, hubo algunos que propusieron sujetar a los indios por medio de la fuerza; pero otros, más discretos, sostenían que era mejor reducirlos suavemente, enviándoles misioneros. Adoptose este partido, y los mismos padres mercenarios fueron los que tomaron a su cargo la nueva labor evangélica.

Los indios malabas, deseosos de inquirir lo   -36-   que se proponían hacer los blancos, se pusieron de acuerdo con sus amigos los cayapas, y con ellos se vinieron a Quito; en esta ciudad eran ya muy conocidos los cayapas, así es que nadie extrañó la llegada del grupo de salvajes a la capital. Mezclados, pues, los malabas con los cayapas y fingiéndose todos cayapas y cristianos, se presentaron al oidor Sepúlveda y le preguntaron, con admirable sagacidad, cuánto intentaban descubrir acerca del plan de reducción y, conseguido su objeto, se regresaron a sus montes. Por fortuna, el Oidor no les habló sino de enviar misioneros y de medidas suaves y pacíficas; sin embargo, todo paralizó por entonces, pues Sepúlveda fue trasladado a la Audiencia de Lima. Permaneció cerca de diez años en esta ciudad, de la que se ausentó dejando muy gratos recuerdos.

El doctor don Juan Barrio de Sepúlveda fue oidor de Panamá y, estando en esa ciudad, prestó muy señalados servicios al público en las dos invasiones del corsario Drake, contra quien defendió honrosamente la plaza, pues ejercía entonces el cargo de presidente interino. Su primer empleo en América fue el de oidor en la Audiencia de la Isla Española.

La última expedición formal que se hizo a Esmeraldas fue la del capitán Diego de Ugarte, que entró con unos pocos soldados y fundó, cerca de la desembocadura del río Santiago, un pueblo, al cual le puso el nombre de San Ignacio de Montesclaros; mas el pueblo duró muy poco porque se alzaron los indios, dieron de súbito en la población y mataron a cuantos españoles pudieron   -37-   sorprender; otros huyeron heridos, y entre ellos el padre mercenario fray Pedro Romero, con cinco heridas, a consecuencia de las cuales falleció poco después. Esto aconteció el año de 1611.

Fray Pedro Romero era comendador del convento de Portoviejo y pasó a Esmeraldas como misionero. El cacique de los cayapas, indio de estatura gigantesca, recibió en su cabaña al fraile y le hizo astutamente buena acogida; luego, con aire de candor, le ofreció algunas joyas y le tendió lazos groseros para su castidad; mas tan ejemplarmente se condujo el religioso que el cacique concibió alta idea de su virtud, lo cual fue gran parte para que los indios oyeran dócilmente la predicación de la religión cristiana7.

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Tuvo, pues, la provincia de Esmeraldas una época, que pudiéramos llamar de halagüeñas esperanzas; pero todo se desvaneció luego como por encanto. Todavía en el año de 1611 el capitán don Pablo Durango Delgadillo, corregidor de Otavalo, trabajó con grande empeño en la apertura del camino a la costa y en la formación de un puerto en la bahía de San Mateo; mas sus esfuerzos no tuvieron buen éxito por las contradicciones que contra la empresa se suscitaron. El camino llegó a concluirse y ya se trajinaba por él; varios buques de Panamá tocaron en el puerto y la obra comenzada parecía que tendría al fin el resultado apetecido; sin embargo, no sucedió lo que se esperaba, porque el temor de que por ese puerto podrían entrar corsarios y apoderarse de una considerable extensión de costa en el litoral, movió al Príncipe de Esquilache, virrey del Perú, a prohibir la continuación de la obra; la misma Audiencia de Quito emitió informes muy desfavorables, fundándose en que la empresa era muy costosa y de ninguna utilidad; pues apenas   -39-   se había rozado la selva en una parte, cuando tornaba a reproducirse con mayor vigor; los pantanos eran profundos, el clima enfermizo y la región por donde atravesaba el camino casi completamente inhabitable. A estos motivos hay que añadir la contradicción, que, secretamente, hacían al camino los comerciantes de Guayaquil, a cuyos intereses había de causar perjuicio, sin duda ninguna, la formación de un nuevo puerto mucho más cercano a Panamá, y por donde se podría establecer en breve un comercio activo entre las provincias del norte y los pueblos de Centroamérica, y aun de Méjico. Así fracasó completamente una empresa, cuya realización había halagado los ánimos de tantas generaciones en el transcurso de más de sesenta años; hasta las misiones desaparecieron, y los salvajes tornaron a vagar libremente por las costas silenciosas y desiertas del Pacífico8.

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Los indios se rebelaron y, para hacer más difícil la entrada de los blancos a su territorio, rompieron los puentes que se habían levantado sobre los ríos, y otra vez las playas de Esmeraldas volvieron a ser inhospitalarias para los tristes náufragos. En aquellos tiempos, la provincia, que se conocía con el nombre de Esmeraldas, principiaba desde el frente de la Gorgona y terminaba a este lado del cabo Pasado, comprendiendo más de cuarenta leguas de costa. El interés no sólo de favorecer el comercio, sino de mirar por la vida de los navegantes, obligaba a fundar en esas costas pueblos civilizados; los naufragios eran frecuentes y cuando los tripulantes lograban salvarse de la furia de las olas, arribaban a playas desiertas, en donde no era raro que perecieran   -41-   a manos de los salvajes. El año de 1600 venía de Panamá al Perú un buque mercante, y naufragó en las costas de Esmeraldas; la mayor parte de los tripulantes ganaron la playa y fueron socorridos por fray Juan Bautista de Burgos; otros cayeron en poder de los salvajes y fueron rescatados antes de que se los comieran. Don Alonso Sánchez de Cuéllar, maestre del navío, salió a Quito en compañía del padre Burgos. La civilización estaba, pues, reclamando la conquista de la provincia de Esmeraldas.

El Presidente don Miguel de Ibarra así lo había comprendido y, por eso, trabajó tanto en la fundación de la nueva villa, en la apertura del camino, en la reducción de las tribus salvajes de la costa y en la inspección de todo el territorio,   -42-   haciendo sondar no sólo las ensenadas, puertos y bahías, sino hasta los esteros; este mismo Presidente fue quien mandó construir un puente de cal y canto sobre el río de Pisque, para que en todo tiempo la comunicación entre Quito e Ibarra se conservara expedita9.



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III

Hasta aquí hemos hablado solamente de los principales sucesos que ocurrieron en el gobierno temporal de la colonia; veamos ya lo que aconteció en el gobierno eclesiástico de ella.

Por fortuna, la sede vacante que siguió a la muerte del señor Solís no fue muy prolongada. Como el señor Solís aceptó el arzobispado de Charcas al embarcarse en Guayaquil con dirección para Lima, la noticia de la vacante del obispado de Quito llegó a España algún tiempo antes que la de la muerte del Obispo y, por esto, tardó poco en venir acá su sucesor. Fue éste un religioso dominicano, el maestro don fray Salvador de Ribera, en quien competía la ciencia con la nobleza; era natural de Lima y el tercero de los hijos varones de don Nicolás de Ribera, el Viejo, y de doña Elvira de Ávalos. Su padre fue uno de los más célebres conquistadores del Perú; compañero y amigo de Almagro y de Pizarro, tesorero de la expedición y uno de los fundadores y primeros pobladores de Lima, en la   -44-   cual fue alcalde varias veces y tuvo el cargo de regidor perpetuo. Le llamaban el Viejo para distinguirlo de otro Nicolás Ribera, que también figuró entre los conquistadores del Perú.

El padre de nuestro obispo era natural de Olvera en Andalucía; y aunque por su propia alcurnia era noble e hijodalgo de solar conocido, con todo mereció ser más ennoblecido y honrado en premio de sus hazañas en la conquista del Perú. En efecto, Nicolás de Ribera fue uno de los trece a quienes se llamaba «los de la fama», porque a ellos y a su heroica constancia se debió la conquista del opulento imperio de los incas. Pizarro había descubierto una gran parte del litoral ecuatoriano; y para continuar adelante su empresa, pidió un refuerzo de gente y algunos recursos a Panamá, y entre tanto se estacionó en la isla del Gallo; el gobernador de Panamá, en vez de consentir en que se le proporcionaran auxilios, mandó a Tafur con un buque para que hiciera regresar a Pizarro y a toda su gente; cuando llegó el momento de la partida, todos los soldados abandonaron a Pizarro menos doce, los cuales prefirieron permanecer en la isla antes que volver a Panamá. Pizarro desenvainó su espada, trazó con ella en el suelo una raya de Oriente a Occidente y dijo en pocas, pero enérgicas palabras: «Allá está Panamá; acá el Perú; el que quiera regresar que regrese; el que elija padecer para ser feliz que me acompañe, y pasó la línea, dando las espaldas al norte y fijando la vista en el mediodía, donde, aunque todavía envuelto en sombras, tenía en perspectiva el imperio del Perú...». Ribera fue uno de los que saltaron   -45-   la raya; y en premio de su constancia fue declarado después caballero de la espuela dorada10.

Su hijo Salvador entró muy joven en el convento de Santo Domingo de Lima y se hizo célebre por la claridad y perspicacia de su ingenio, y por lo vasto de sus conocimientos en ciencias eclesiásticas; desempeñó varias cátedras con mucho lucimiento, no sólo en su propio monasterio de Lima, sino en la Universidad de la misma ciudad y en el convento de dominicanos de San Pablo de Sevilla; gozó de fama de insigne orador y ocupó en su comunidad todos los puestos más elevados. Fue dos veces provincial, y a su celo y diligencia se debió la conclusión del templo y del convento de Lima. Hallábase en España cuando fue presentado para el obispado de Quito; y recibidas las bulas y la consagración episcopal,   -46-   se embarcó inmediatamente para América con dirección a su diócesis. El virrey del Perú, escribiendo al Rey, le decía acerca del padre Ribera: Es de púlpito y virtuoso, hijo de conquistadores del Perú, y persona digna de obispado. En verdad, el nuevo prelado era varón doctísimo y celoso de la moral cristiana; pero carecía, por desgracia, de discreción, y hasta de dulzura y mansedumbre; su episcopado fue corto y, a pesar de su corta duración, merece ser calificado como la época más lóbrega de nuestra historia11.

Aunque el señor Ribera deseaba llegar pronto a su obispado, con todo se vio en el caso de detenerse medio año en Panamá, donde le acometió una enfermedad tenaz que no le dejó continuar su viaje. Convaleciente de sus achaques se hizo, por fin, a la vela y, con vientos prósperos, a los cuatro días de navegación desembarcó felizmente en Manta. Allí supo que Quito estaba muy alborotado a consecuencia de la prisión del Fiscal, y aceleró su marcha, haciendo jornadas   -47-   dobladas, para hallarse pronto en esta ciudad. En el camino le dieron noticias muy alarmantes y contradictorias, con lo cual el Obispo traía su ánimo inquieto; al fin, entró en Quito el 14 de marzo de 1607.

La ciudad, en efecto, se hallaba muy perturbada; don Blas de Torres Altamirano estaba preso y debía salir desterrado; entre los oidores y el Presidente no había buena armonía, pues uno de ellos, el doctor Armenteros era hombre travieso, díscolo, amigo de chismes y sembrador de discordias entre sus colegas. La disposición de ánimo con que llegó el señor Ribera no podía ser más desfavorable; había sido confidente del virrey Mendoza, y así tenía una noticia muy desfigurada de la revolución de las alcabalas; por otra parte, el Obispo estaba tan envanecido de la nobleza de su familia que en Quito no encontró sino mestizos y zambaigos; las gentes le parecieron ociosas, volubles y ligeras; los clérigos, relajados; y los frailes, muy amigos de novedades. El señor Ribera no amó, pues, a su grey con ese amor de compasión y de condolencia sobrenatural, que es el único que está bien en el corazón de un obispo; para las llagas del pueblo, a quien venía a curar, le faltó el aceite de la prudencia y el vino de una generosa caridad; ya le veremos esgrimir la cuchilla de su celo, duro y helado como el acero.

Enemigo acérrimo de medidas templadas, aprobó, por su parte, el destierro de su paisano, el Fiscal; salió éste de Quito a las ocho de la mañana y ese mismo día, a las ocho de la noche, falleció repentinamente su escandalosa cómplice;   -48-   caso que llenó de asombro a toda la ciudad. «Ni en las historias divinas, ni en las humanas, he leído -escribía con este motivo el Obispo- un escándalo tan desvergonzado, ni un suceso tan terrible».

El presidente Ibarra sobrevivió poco tiempo a estos escándalos, que tantos sinsabores le proporcionaron; pues falleció en Quito, el viernes 20 de abril de 1608, a las seis de la mañana. Su vida fue inculpable y su muerte ejemplarmente cristiana. Como la presidencia quedaba vacante, se hizo cargo del gobierno el licenciado Armenteros, que era el oidor más antiguo. El tribunal estaba compuesto, a la sazón, del doctor don Antonio Ferrer de Ayala y del licenciado Sancho de Mújica, que era el fiscal.

Como sucesor de don Miguel de Ibarra fue nombrado el doctor don Juan Fernández de Recalde, que entró en Quito un año después de la muerte de su predecesor. En ese corto tiempo sucedieron en esta ciudad tales y tantos escándalos, que nos causa horror el referirlos; de buena gana los pasaríamos en silencio, pero fueron demasiado públicos y notorios, y se hallan necesariamente relacionados con todos los demás hechos de nuestra historia en aquellos tiempos.

Hacía más de veinte años a que se había fundado el monasterio de Santa Catalina de Sena, cuyas religiosas estaban sujetas a los frailes de Santo Domingo; el número de monjas se había aumentado considerablemente, pero, por desgracia, la observancia de la vida regular había padecido espantoso quebranto, pues algunas de las doncellas que se habían encerrado en el   -49-   convento, con el propósito de santificarse mediante la guarda de los votos monásticos, habían tenido la desventura de perder esas mismas preciosas virtudes, para cuya conservación habían buscado la soledad del claustro; sus directores espirituales, sus guías en el camino de la salvación eterna, las habían arrastrado de ignominia en ignominia hasta el abismo de la perdición; y lo que es más triste, no sólo les habían arrebatado la flor de su virginidad, sino que aun les habían adormecido los remordimientos de la conciencia, imbuyéndoles máximas erradas contra la moral cristiana. Uno de estos frailes era el provincial de los dominicos, y el otro, el prior del convento de Quito; abusando de su autoridad, violaban la clausura de las monjas cuantas veces se les antojaba, y Dios Nuestro Señor era gravísimamente ofendido en el mismo lugar que se había destinado para darle gloria, y por los mismos que habían jurado consagrarse toda la vida a su servicio.

Doña María de Siliceo, la fundadora del convento, presenciando lo que estaba sucediendo; gemía en secreto y agonizaba de dolor, sin hallar camino para atajar tan criminales escándalos; al fin llegó el tiempo en que los frailes debían elegir provincial, y la comunidad se dividió en dos bandos, pretendiendo cada cual que fuera elegido su candidato. Supo la señora Siliceo que todas las probabilidades del triunfo estaban de parte de fray Reginaldo Gamero, el mismo que, siendo prior, había causado tantos males al convento de Santa Catalina, e impulsada por el vivo deseo de conjurar oportunamente   -50-   el mal que contra su comunidad se preparaba, acudió al Obispo e imploró su protección y auxilio. Pasó el Obispo al convento y doña María le salió a recibir hasta el umbral de la puerta; allí, desecha en lágrimas: «Ilustrísimo señor -le dijo-, fundé esta casa, y pensé que en ella viviríamos encerradas sirviendo a Dios, y...»; el llanto ahogó sus palabras y no le permitió continuar.

Menos habría bastado para encender el celo del señor Ribera, se llenó de indignación y se aparejó para exterminar el escándalo. El Obispo se hubiera alegrado, si los culpables, por sí mismos, hubiesen reconocido su error y dado señales de arrepentimiento; pero su celo no consentía treguas ni esperaba enmiendas; el pecador tenía que ser exterminado sin remedio, y el castigo había de ser pronto y eficaz.

Llamó, pues, al provincial de Santo Domingo y le hizo saber que el padre Gamero no podía ser prelado por los crímenes que había cometido. El provincial era fray Francisco García, amigo y favorecedor del padre Gamero; por consiguiente, la queja del Obispo le pareció un motivo más para que su amigo y no otro fuera elegido provincial en el próximo capítulo. El padre García era también reo de los mismos sacrilegios que el padre Damero. Viendo el Obispo que sus advertencias eran rechazadas, echó mano de medidas enérgicas y decisivas; dio al asunto todo el estrépito judicial y la ciudad entera se conmovió; doña María de Siliceo se presentó, por medio de un escrito, en la Audiencia y pidió que se impidiera la elección del padre Gamero; en la Audiencia no había entonces   -51-   más que un oidor y el Fiscal. El oidor era don Cristóbal Ferrer de Ayala, que, merced a la ausencia de su colega, presidía en la Audiencia y gobernaba interinamente; el otro oidor, don Diego de Armenteros y Henao estaba ausente de Quito, ocupado en hacer buscar una milla de plata, de la cual había muchos indicios en Angamarca, en la provincia de Latacunga. Ferrer de Ayala era recto, pero pusilánime; el Fiscal cumplía bien su deber, cuando no había peligro ninguno; ambos conocían la entereza del Obispo y así, sin dificultad ninguna, acogieron favorablemente la solicitud de la señora Siliceo, y decretaron que fray Reginaldo Gamero no podía ser elegido provincial.

Exasperáronse los partidarios de este padre, y el Provincial presentó en la Audiencia un reclamo, en el cual protestaba contra las denuncias del Obispo, calificándolas de imputaciones calumniosas, nacidas de enemistad y de odio; semejante injuria indignó al Prelado y pidió a la Audiencia permiso para entrar en el convento, y recibir declaraciones juradas de las monjas, y hacer uso de ellas en juicio; la Audiencia concedió inmediatamente el permiso. Supieron los frailes de lo que se trataba y se prepararon a impedir, por medio de la violencia, la entrada del Obispo al convento; el señor Ribera imploró el auxilio del brazo secular en su defensa y el corregidor de Quito puso a su disposición ciento cincuenta hombres armados.

El corregidor era don Sancho Díaz Zurbano, casado con una sobrina del Obispo, hija de un hermano; tenía, pues, el Corregidor motivos poderosos   -52-   para defender a su tío y apoyar su autoridad. Por una casualidad muy favorable, había entonces ciento cincuenta soldados de los que se enganchaban en Quito para reforzar el ejército español, que hacía en Chile la guerra a los araucanos.

Díaz Zurbano era enérgico y vigoroso; cuando tomaba una medida la ponía en ejecución, venciendo cuantos obstáculos encontraba. El día 9 de septiembre de 1609 fue el señalado por el Obispo para practicar las informaciones; Zurbano distribuyó la gente de tropa al rededor del convento y puso centinelas en todas las esquinas; el oidor Ayala y el Fiscal esperaron en la portería al Obispo; una pandilla de frailes insolentes acudió a defender a las monjas, según ellos decían; estaban armados de cuchillos, de espadas y de machetes, pero la guardia les hizo rostro, y hubieron de presenciar de lejos la llegada del Obispo; al señor Ribera no le acobardaban los peligros y se presentó con autoridad; entró al convento y practicó prolijas indagaciones acerca de los sacrilegios que había cometido el padre fray Reginaldo Gamero. Probado hasta la evidencia el crimen, manifestó el Obispo a la Audiencia las declaraciones originales y pidió que la autoridad civil, por su parte, impidiera el que un fraile de costumbres tan escandalosas como el padre Gamero, fuera elegido provincial; sustanció la causa, excomulgó al fraile y mandó fijar en las puertas de las iglesias el decreto de excomunión, enumerando todos los crímenes cometidos por el prior del convento de Santo Domingo.

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La ciudad ardía en bandos y disensiones; los frailes, ya que no pudieron hacer uso de sus armas, aguzaron sus lenguas contra el Obispo, cuya autoridad fue escarnecida y cuya persona se vio en un pueblo católico sangrientamente ultrajada. Jamás el crimen ha tenido mayor audacia; nunca el escándalo se ha cometido con más cínica impudencia. El pueblo, apiñado en grupos compactos en las calles y en las esquinas de la ciudad, había sido espectador del desenfreno de los frailes; en Quito, ciudad desocupada, donde faltaba todo pábulo para las conversaciones ordinarias, no se hablaba de otra cosa sino de ese abismo de horror que se había descubierto en el monasterio de Santa Catalina!!... Empero, llegó el día del capítulo, se reunieron los frailes a la elección y salió elegido en provincial el mismo padre Camero. El padre fray Francisco García, provincial cesante, decía en una comunicación a la Audiencia, que «la elección del padre Gamero se había hecho con asistencia del Espíritu Santo». Estos hombres, ¿se burlaban del público?, ¿habían perdido la fe?, ¿cómo juzgar de su sinceridad?...

A pesar de las excomuniones del Obispo, a pesar de las prohibiciones de la Audiencia, fue elegido el famoso padre Gamero, triunfando uno de los bandos de los frailes contra la mayor parte de la comunidad; que se lamentaba de tantos escándalos. Viéndose perdidos los buenos, fugaron del convento y se encerraron en la Recoleta, que hacía más de diez años a que se había fundado; allí hicieron nueva elección de provincial, reconociendo como legítimo al padre   -54-   fray José Cuero, candidato de la parte sana de la comunidad. La Audiencia, empero, declaró que el prelado legítimo era el padre Gamero; los frailes de la Recoleta apelaron al Virrey; y, mientras venía de Lima la resolución de éste, protestaron contra la autoridad del padre Martínez, a quien el padre Gamero había nombrado por su vicario, adoptando los consejos de su confidente y favorecedor el oidor Armenteros, que, a jornadas dobladas, había regresado a Quito con ese objeto. La llegada de Armenteros inspiró mayor audacia a los de la facción del padre Gamero; el pusilánime Ferrer de Ayala se retiró a Guápulo pretextando motivos de salud, y el Fiscal cedió en todo a la voluntad de Armenteros; de este modo, en la incipiente sociedad de la colonia unos cuantos frailes audaces trastornaron el orden y quedaron muy a sus anchas en sus escándalos. La resolución del Virrey fue para ellos ocasión de un nuevo triunfo, porque aquel supremo magistrado declaró legítima la elección del padre Gamero y aprobó las medidas sugeridas por la Audiencia.

Los que lean esta Historia comprenderán fácilmente con cuánto desagrado vamos narrando estos acaecimientos, cuya prolija relación sería un nuevo ultraje a la moral, pues, para conocer el estado de la sociedad quiteña en aquella época basta lo que, en resumen, hemos referido.

Algún tanto se tranquilizó la ciudad y renacieron el orden y la paz con la llegada del nuevo Presidente; sin embargo, los disgustos entre el Obispo y los regulares no calmaron. En una fiesta,   -55-   un clérigo, predicando delante del señor Ribera, lo colmó de elogios y alabanzas, censurando al mismo tiempo al difunto señor Solís, por quien el lisonjero del predicador había sido justamente castigado. El obispo Ribera tuvo la flaqueza de escuchar, sin desagrado, las alabanzas del clérigo; y aunque se había formado gran concepto de las virtudes de su venerable predecesor, dejó impune al maldiciente adulador: ruin miseria en un obispo. Un fraile agustino volvió por el honor del señor Solís, pero de la manera más atrevida y temeraria; predicaba asimismo en presencia del Obispo y se detuvo de propósito haciendo el encomio de las virtudes del señor Solís, poniéndolas astutamente en parangón con las costumbres del señor Ribera, cuyo nombre no pronunció ni una sola vez en todo el discurso; pero a quien aludió tan claramente que en el auditorio no hubo uno que no entendiera todo al momento.

«¿Conoció alguno de vosotros la cama del señor Solís?», preguntaba con énfasis el predicador, y continuaba: «El señor obispo Solís no dormía en lecho mullido y regalado; el señor Solís se levantaba muy de madrugada a hacer oración; el Señor Solís celebraba todos los días el Santo Sacrificio, etc.», y cada elogio del Obispo difunto era una censura indirecta contra el Obispo vivo.

El señor Ribera no pudo soportar con serenidad semejante ultraje; le quitó las licencias de predicar al atrevido censor; y, extendiendo su indignación a sus hermanos de hábito, les retiró a todos los frailes agustinos las licencias de oír confesiones; y el Jueves Santo, predicando en la   -56-   Catedral, advirtió al pueblo que todas las confesiones hechas con sacerdotes agustinos eran nulas, porque estaban privados de jurisdicción. La severidad inquebrantable del Obispo mantuvo esta ciudad dividida en bandos opuestos, que se odiaban con escándalo; los religiosos tenían allegados, amigos y favorecedores; el Prelado, encastillado en la justicia de todos sus actos, miraba con serenidad desdeñosa a todos sus adversarios; tal era la situación de los ánimos cuando el señor Ribera falleció casi repentinamente. El jueves, 22 de marzo de 1612, por la tarde, estaba el Obispo sano y lleno de vida; el sábado, 24, a las ocho de la noche, expiraba, a los dos días no completos, de una violenta enfermedad... Se refería que había bebido un vaso de agua de nieve; pero, en aquel furioso hervir de las pasiones, no faltó quien lanzara sospechas de que se le había envenenado...12

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Ante el cadáver del Obispo, los odios y los rencores amainaron; para don Fray Salvador de Ribera había principiado la paz inalterable del sepulcro, dando fin a los días amargos y azarosos de su corto episcopado. El ilustrísimo señor Ribera fue el quinto obispo de esta ciudad, y gobernó cinco años esta diócesis. Perjudicole a este prelado el haber venido después del señor Solís; pues, comparando los fieles las consumadas virtudes de aquel varón apostólico con las costumbres del señor Ribera, encontraban digno de censura hasta lo que en sí mismo era indiferente. No le bastaron al obispo Ribera las virtudes comunes, porque se echaron de menos en él virtudes heroicas. El señor Ribera había sido testigo de las públicas manifestaciones de consideración y reverencia que, a la virtud del señor Solís, había tributado Santo Toribio de Mogrovejo; así siempre que hablaba del señor Solís decía el obispo Ribera: «El santo de mi predecesor»13. Esa santidad echó de sí tal resplandor,   -58-   que dejó en tinieblas a los ojos de los quiteños las virtudes del Señor Ribera!...

Estaríamos tentados a condenar a este prelado de falta absoluta de prudencia, si los pasos que dio, antes de llegar a lo último del rigor, no probaran que su energía era dura, pero reflexiva. Hizo conocer en privado a los oidores la conducta del padre Gamero; dio dos días de tregua al Provincial para que arreglara el asunto por sí mismo; pasada esta primera tregua, concedió una segunda, y fulminó las censuras cuando vio que el escándalo era irremediable. Los frailes acudieron al arbitrio de eludir las notificaciones de los decretos del señor Ribera; entonces éste los fijó en las puertas de las iglesias, y aquéllos acabaron por lanzarse en el cisma, desconociendo la jurisdicción espiritual del Obispo. Tuvo repetidos y frecuentes denuncios acerca de los sacrilegios que el padre Gamero cometía; llamó al oidor Armenteros y le pidió que le aconsejara a su amigo, el padre Gamero, que cambiara de vida; el taimado del Oidor, que no ignoraba nada, fingió gran sorpresa y se santiguó una y otra vez, admirado de lo que oía; pero no sólo no cumplió el caritativo encargo del Obispo, sino que con su inicua conducta cooperó a la perseverancia en el pecado por parte del ciego religioso. El celo del señor Ribera era, pues, enérgico, inexorable, pero no tan discreto como habría sido menester en   -59-   los arduos negocios que ocurrieron durante los postreros años de su ministerio pastoral. Aunque el virrey del Perú se mostró dispuesto a favorecer al padre Gamero, con todo, éste no se atrevió a permanecer en Lima y, con pretexto de regresar a España (de donde era nativo), se fugó, sin que se hubiese podido saber jamás donde haya ido a acabar sus días. El Rey de España pidió al maestro general de los dominicanos que mandara a Quito un religioso investido de competentes facultades para restablecer la observancia, y fue designado fray Juan de Ávalos, fraile docto, austero y dotado de prendas que lo hacían apto para desempeñar cumplidamente el difícil encargo que se le había confiado.

El padre fray Juan de Ávalos pertenecía a la provincia de Andalucía y estaba en el Nuevo Reino de Granada desde el año de 1594; había sido prior en el convento de Bogotá dos veces, y se hallaba de prelado en el de Cartagena cuando recibió la patente del General de la orden para venir de visitador a estos conventos de Quito. Su conducta fue tan severa, y tan rígidas las medidas que adoptó contra los sacrílegos, que la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares, alabando el celo del religioso, no pudo menos de desaprobar su rigor y violencia14.

El Visitador tomó informaciones, y con grande aparato impuso en la iglesia, delante del público, terribles castigos a los culpables. El   -60-   padre Gamero fue despojado del hábito perpetuamente; suspenso de toda función sacerdotal y condenado a servicio forzado en las galeras de Cartagena. Cuando se pronunció esta sentencia, ya el fraile había huido de Lima. Los culpables fueron condenados; pero la observancia ya no volvió a florecer; antes los escándalos se repitieron, porque el Visitador y el Vicario no procedían de acuerdo; pues, aunque ambos habían sido nombrados y elegidos por el General, la autoridad ejercida a un tiempo por dos personas no podía menos de ser causa de grave desorden.

El padre Ávalos afrentó al padre fray Francisco García, quitándole públicamente el hábito en la iglesia a la vista de un concurso numeroso de fieles; luego lo degradó y, entregándolo al brazo secular, lo condenó a galeras por diez años, para que sirviera al remo sin sueldo. El fraile castigado era ya anciano, había sido provincial y gozado en el público fama de virtuoso; viéndolo caído en tanta desgracia, humillado y afrentado, no hubo quien no se compadeciera de él; indignose la ciudad entera contra el Visitador y contra el Obispo, y condenó el procedimiento de entrambos como un atentado contra la moral, por haber hecho públicos, crímenes que, por el decoro mismo del estado religioso, debieron haberse castigado a ocultas. Así fue que muchos consideraron la pronta muerte del Obispo como un castigo de la Providencia; el Prelado descendió al sepulcro sin que su grey derramara por él ni una sola lágrima. El ilustrísimo señor Ribera no conoció el camino para hacerse amar de su pueblo: ejerció autoridad con imperio. Causó escándalo el ver que en el   -61-   palacio episcopal se representaran comedias para celebrar el matrimonio de una sobrina del Prelado; y la conducta del Corregidor acabó de extinguir en los quiteños hasta el último resto de afecto a su Obispo. El Corregidor, como lo hemos dicho, era sobrino político del señor Ribera; y la jactanciosa presunción de don Sancho Díaz Zurbano, sus modales groseros y su continente siempre orgulloso ofendieron a cuantos le trataban. La memoria del señor Ribera no fue, pues, en bendición, y su autoridad de obispo, de pastor del pueblo, expiró la noche misma en que los quiteños vieron que el Prelado, para festejar el matrimonio de su sobrina, hizo que en su palacio los clérigos representaran comedias; paso funesto para la autoridad moral del señor Ribera, y tanto más desedificante cuanto no había en ese tiempo quien no supiera que a los eclesiásticos les estaba prohibido por el Concilio Limense tercero disfrazarse, y representar comedias. Fue tan grande el escándalo que padeció el pueblo con este hecho, al parecer inocente, que en adelante no hubo quien quisiera oír la misa de los que habían tomado parte en la representación de las comedias, principalmente del que en ellas había hecho el papel del bobo. Tan recto, tan delicado es el criterio moral de los pueblos católicos.





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