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ArribaAbajoFrancisco de Figueroa


ArribaAbajoInforme de las misiones de la Compañía de Jesús en el país de los Maynas

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Informe de las misiones de el Marañón, Gran Pará o río de las Amazonas, que hace el padre Francisco de Figueroa al padre Hernando Cavero, Provincial de la Compañía de Jesús de la provincia del Nuevo Reino y Quito, a 8 del mes de agosto de 1661

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(De colección de libros y documentos referentes a la Historia de América.-
Tomo I.- Madrid.- Librería General de Victoriano Suárez.- 1904)


ArribaAbajoNúmero I.- Principio y origen de las santas misiones del Marañón

Por las noticias que corrían y tuvieron los Superiores y demás Padres de nuestra madre la Compañía de Jesús en la ciudad de Quito, de las dilatadas y numerosas provincias que contenía este gran río Marañón, que llaman también Gran Pará, de las Amazonas, o río de Orellana, que tiene su origen en Bombón y vertientes vecinas a la ciudad de Guanuco de los Caballeros, y corre hasta desaguar en el Océano, más de mil y seiscientas leguas, enseñoreándose siempre por mayor en longitud y caudal de agua de todos los   —142→   que en él entran, y aun de todos los descubiertos en el mundo, comunicándose profundo y hondable al mar con ochenta y cuatro leguas de boca; por estas noticias, digo, se excitaron vivos deseos y fervorosos, así en los Superiores, como en los demás Padres, para emprender esta Misión, en que lograse la Compañía su apostólico instituto en la conversión de tan extendido gentilismo, pretendiendo aun los más graves catedráticos y Superiores ser cada uno de los señalados para tan glorioso empleo.

Aviváronse estos deseos con las noticias y relaciones que llegaron a la ciudad de Quito del alzamiento general de los Maynas, que sucedió el año de 35, en que mataron hasta treinta y cuatro personas, las veinte y nueve españolas, las más de cuenta, encomenderos, y de oficios, capitanes, alféreces, sargentos, que ejercitaban unos y otros reformados en estas tierras, cogiéndolos en sus pueblos y repartimientos descuidados y dormidos, y acometieron a la ciudad de San Francisco de Borja, única frontera y cabeza en este Gobierno, pretendiendo acabar con todo; pero fueron rechazados de los pocos españoles que había al presente en ella, que se habían hecho fuertes en la iglesia con las mujeres, quienes también se mostraron animosas, previniendo la cuerda, pólvora y otros menesteres, con que acudían a los soldados. No eran éstos más que doce o trece (fuera de otros cuatro viejos impedidos), e hicieron rostro con valor al enemigo, dividiéndose por tres partes, por donde les embistieron con flechería y algazara los Maynas; de estos indios alzados cayeron muchos que perecieron a balazos, y los demás huyeron, sin daño ninguno de los nuestros.

Diéronse también noticias y relaciones del estado en que estaba la reducción, y castigo que hacían de los fugitivos e indios alzados, con el fin de restaurar la ciudad, que ya al tiempo del alzamiento habían tratado de desamparar; pero con los indios que después iban reduciendo, se determinaron a conservarla, para cuyo efecto habían entrado nuevas escuadras de soldados con el maestre de campo Miguel de Funes y otros capitanes que se encargaron del castigo y reducción de la provincia.

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Dábanse estas relaciones a su Gobernador y Capitán General, que era entonces de este Gobierno, D. Pedro Baca de la Cadena, quien en ese tiempo residía en la ciudad de Quito. Y pareciendo que para dar ser a su Gobierno, entablar estas tierras y en ellas una buena cristiandad, el mejor medio era que viniesen a ellas Padres de la Compañía, se fue a los Superiores y propuso sus deseos e intentos, dando las noticias que había tenido del estado que tenía ya esta tierra después del alzamiento y reducción de Maynas, y las que sabía como experto en este Gobierno, donde asistió con cargos, muchos años, en tiempo de su padre D. Diego Baca, su fundador y primer Gobernador. Con que pudo decir la disposición que había para que la Compañía emplease sus apostólicos ministerios en tanta multitud de provincias de gentiles como hay en este su Gobierno, en el espacio de doscientas leguas a que se extendían sus términos, pidiendo Padres y ofreciéndose ayudarles y acompañarles hasta meterlos en la ciudad de San Francisco de Borja y sus Misiones, como lo hizo, introduciendo a los Padres con grande respeto, estimación y reverencia, así para con los españoles, como para con los indios, haciéndoles casi dueños de su Gobierno, que no ha valido poco para poder obrar y para que le quedemos obligados con perpetua memoria.

Con la ocasión referida se avivaron, como digo, los deseos de nuestros Padres: entre muchos que lo pedían, señaló al P. Gaspar de Cugia y al P. Lucas de la Cueva, el padre visitador Rodrigo de Figueroa, enviando el orden desde Santa Fe, para que lo ejecutase al P. Ve. provincial Francisco de Fuentes, que estaba en Quito, quienes entonces gobernaban esta provincia, y procuraron con diligencia el fomento de esta Misión. Los dos Padres señalados, con el gobernador D. Pedro Baca de la Cadena, salieron de Quito para estas Misiones a los 21 de Octubre del año de 1637, dejándose muchos de nuestros Padres envidiosos de que no les hubiese cabido la suerte de ser enviados a este glorioso empleo.

En el camino vinieron obrando nuestros Padres santos ministerios conforme se ofrecían, en especial en la   —144→   ciudad de Loja y en la de Jaén de Bracamoros, publicando en cada una el Jubileo de las Misiones. Hiciéronlas con mucha aceptación y buenos efectos de la gente, no quedando apenas persona que dejase de ganar el Jubileo, sirviéndoles de preparativo los sermones y ejemplos que los Padres hacían, a que acudían grandes concursos de gente, quedando no menos aprovechados que edificados de los Padres, por lo que trabajaban en predicar, confesar, componer discordias y arrancar pecados públicos y antiguos, y otras obras de caridad, con que granjeó la Compañía en ellos mucha estimación y aprecio y deseos de tener Padres en sus ciudades.

Desde Jaén, y en todas estas montañas, ciudad de Santiago y Borja, el nombre con que nos llamaban españoles e indios, era los Padres santos; y este nombre hallé cuando vine (por mi buena suerte) a estas santas Misiones el año de 42, y lo continúan hasta ahora, granjeado por los primeros Padres que entraron a fundarlas.



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ArribaAbajoNúmero II.- Llegan a la ciudad de San Francisco de Borja; lo que en ella obraron y continúan los demás Padres hasta ahora

Habiéndose detenido los Padres cuatro meses, tiempo forzoso que gastaron en el camino y en las Misiones de las ciudades referidas de Loja y Jaén, llegaran al puerto, que dista de Jaén cuatro jornadas, donde hallaron dos canoas grandes que les despacharon de esta ciudad de San Francisco de Borja, por aviso que tuvieron, habiendo andado hasta dicho puerto, desde Quito, cerca de docientas leguas de tierra; y embarcados anduvieron por agua otras sesenta que (que)dan hasta Borja, y se caminan en dos días y medio río abajo; pero río arriba, cuando está bajo, en doce; y si está algo crecido, en veinte o treinta, y aun en cuarenta días y más, por las corrientes que tiene, corriendo entre cerros malos y peligrosos pasos, sobre todos el Pongo, celebrado por malo y por los que en él   —146→   quedan asustados o ahogados. El cual se cierra de modo que no se puede salir ni entrar cuando el río está algo crecido, que es la mayor parte del año, teniendo a la ciudad encerrada, e impedida su comunicación. Llámanlo Pongo en la lengua del inga, por ser como puerta o estrecho que abrió este Marañón entre peñas tajadas y altas, cortando un ramo o segunda cordillera que dividiéndose, desde los Quijos, de la principal y general del Perú, se va apartándose de ella, dejando en el intermedio muchos cerros y lomas, todas de montaña o arcabuco. Viene a ser como remate a lo largo de ellos, y de la principal por esta parte que cae al Marañón de las vertientes del Perú por la banda del Norte. Porque pasada ella, a estas partes ya no hay cerros: todo es llanada extendidísima, bosque continuado y escabroso de árboles, zarzales y espinales que la cubren; y de esta manera es todo montaña y arcabuco, sin que se halle tierra de pajonal o sabana. Sí está cruzada de caudalosos ríos y quebradas, encerrando frecuentes pantanos, cenagales, achuales espinosos, y lagunas muchas y no pocas grandísimas. Es gran parte de la tierra anegadiza, principalmente en el tiempo de las crecientes generales.

Corre este ramo o segunda cordillera desde los Quijos, mostrando frecuentes picachos altos y tajados de peñas, atravesando y formando pongos o estrechos espantosos y peligrosos en los ríos que la cortan, en el de Pastaza o Corino, doce o quince leguas más abajo del salto en que se despeña todo ese río de la cordillera general, por este Marañón, en el de Guallaga, en el de Ucayalí, corriendo así y extendiéndose hasta el Océano, o a la par con la general. Deja a sus espaldas, puestas y situadas en muy apartadas distancias y territorios, a las ciudades de Macas, Santiago, Moyobamba, Triunfo de la Cruz, las Misiones de los Padres de San Francisco y muchas naciones de indios.

Sola a esta ciudad de San Francisco de Borja coge dentro, sin que haya de esta parte otra población de españoles. La cual está fundada a las orillas del Marañón e inmediata a la salida del Pongo, cuando se entra por   —147→   él de arriba, río abajo, andando en media hora las tres leguas que tiene de esta entrada y juntas del río de Santiago a su salida por las angosturas y malos pasos que forman ese horroroso Pongo o estrecho.

Llegaron los padres Gaspar de Cugia y Lucas de la Cueva, con el gobernador D. Pedro Baca de la Cadena (que los acompañó, ayudó y fomentó en todo el camino y sus ministerios), a esta ciudad de San Francisco de Borja a los seis de febrero del año 1638, cuatro meses, como he dicho, después que salieron del Colegio de Quito, y tres años después del alzamiento referido. Cobraron noticia del estado de la tierra, castigo y reducción que se proseguía de los rebelados Maynas; y por ser ya cerca de Cuaresma trataron de obrar lo que a la sazón instaba, que eran sermones, ejemplos, confesiones y que cumpliesen con la Iglesia, que algunos años no lo habían hecho por falta de sacerdote. Para esto se quedó el P. Gaspar de Cugia (que era Superior y lo fue por muchos años), en la ciudad, y despachó al P. Lucas de la Cueva al real, donde andaban las escuadras de soldados en la reducción y castigo en el río de Pastaza, para que también cumpliesen con la Iglesia; y alcanzando del Gobernador perdón general (exceptuando algunos que fueron las principales promotores del alzamiento), para los indios Maynas alzados, en quienes ya habían hecho graves castigos y ajusticiado a muchos, lo publicaron en el real de Pastaza y en la ciudad a sonido de cajas y clarines, con que quedaron desahogados los pobres indios y agradecidos a los Padres que les alcanzaron el perdón.

Con los españoles que quedaron del alzamiento y otros que entraron de nuevo en orden al castigo y reducción de los Maynas, había en la ciudad y real, de guerra, hasta cuarenta que podían llamarse vecinos y soldados, fuera de las mujeres y niños; andaba el vicio suelto y de manifiesto, preciándose de él los vecinos, en especial el de la torpeza y amancebamientos, por la licencia que para él ocasionan las tierras calientes, remotas y de guerra, principalmente cuando es sujetando indios, sobre quienes se toman muchas licencias contra todas leyes   —148→   divinas y humanas, mas faltándoles ministros espirituales y sacerdotes que los saquen de ignorancias y maldades como les habían faltado a esta ciudad. Preciábanse de los amancebamientos, y aplaudiéndolos los unos a los otros. Hacíanse algunas injusticias graves a los indios, nacidas de ignorancia o malicia, como eran servirse de ellos como de esclavos, echándoles cargas y servicios que no debían por sus tasas de tributos; quitaban a los indios sus mujeres, si eran gentiles, cuando pertenecían a distintos repartimientos, diciendo no había matrimonio entre gentiles. Sacábase mucha gente de varias provincias, yendo en armada, cogiéndola y trayéndola en gruesas tropas que repartían entre los soldados y vecinos, que son las que llaman piezas, de que se ocasionaban en esas desdichadas gentes lastimosas mortandades, pues dentro de pocos días apenas quedaban vivos la décima parte. Éstas y otras insolencias había que los llevaba a su perdición.

Es cierto que los Padres les fueron de mucho consuelo y ángeles de luz que los sacaron de vicios y tinieblas, porque no hay que dudar sino que con la doctrina, sacramentos y buenos medios que los primeros Padres pusieron, procediendo con eficacia, amor y suavidad, y después los demás Padres han ido continuando, se han arrancado muchos vicios e ignorancias, y en todos, por lo menos, se ha quitado la licencia, publicidad y desenvoltura con que se procedía. Así sucede que tal vez entra a estas partes alguno de fuera que no procede con recato, se extraña, se nota y murmura la licencia con que se porta; y a los principios, poco después que entraron los Padres, aportando a esta ciudad un soldado natural de estas montañas, el cual hablando a su modo se quejaba, o quizá ponderaba la cosa, diciendo de las indias que por criadas sirven en lo doméstico a los españoles; después que han venido estos frailes no quieren salir las indias. Así llamaba frailes a los Padres, porque aún no conocía ni distinguía religiosos.

Después que los Padres son curas se ha procurado con más cuidado proseguir en el provecho de los españoles, que han de dar ejemplo a los indios con la frecuencia   —149→   de sermones, sacramentos y otros medios que se ponen, conforme la tierra da lugar.

Publícanse entre año cuatro Jubileos: uno de ellos el día y fiesta de la limpia Concepción de Nuestra Señora, que es titular de la Congregación que les fundaron los Padres, y en otras festividades y ocurrencias confiesan y comulgan muchos, y algunos cada ocho o quince días; no se hace tanto en la frecuencia de sacramentos como se hiciera si no estuvieran y anduvieran tan divertidos en sus chagras, o estancias y sementeras, en jornadas que hacen y pescas y otros divertimientos, con que apenas residen en la ciudad, por faltarles en ella la comodidad también para el sustento.

Fuera de las fiestas principales que celebran entre año, hacen cada mes una del Santísimo Sacramento. Ésta ha sido de mucha edificación y lucimiento, porque en luces, adorno de la iglesia, arcabucería y otras solemnidades, parece excedía a lo que podían, que pudiera servir de ejemplar aun a otras ciudades populosas y ricas: estas fiestas, aunque no se han dejado, han descaecido de seis años a esta parte, con ocasión de las nuevas conquistas de Jíbaros y otras, y por haber faltado muchos vecinos que las celebraban, y los que quedan están demasiadamente pobres y faltos de lo que han menester. Dios se sirva de que levanten cabeza, y no sólo vuelvan a celebrarlas con el lustre antiguo, sino a aumentar muchas cosas del servicio y culto divino, como esperamos, para ejemplo de este gentilismo.

Demás de lo dicho, se les acude en sus necesidades con lo que en casa tenemos, siendo ordinario recurso de todos, y se hacen otras obras de caridad.

Enséñanse los niños (de cuyos primeros principios depende todo su bien ser), con la doctrina cristiana, a leer y escribir, y a estudiar latinidad, de quienes algunos han llegado a ser sacerdotes. Hanse hecho algunas Misiones a las ciudades de Santiago y Moyobamba.

Todos, chicos y grandes, conocidamente nos tienen amor, respeto y reverencia, con sujeción, que apenas salen   —150→   de lo que los Padres quieren, aun en cosas de república. Mucho de esto se debe a los señores Gobernadores, porque así lo ordenan de palabra y por escrito, que no ayuda poco para todo.

Esto dicho por mayor, me parece basta para saber lo que con los pocos españoles que hay en esta ciudad se obra. Así, paso a los indios, que es lo principal que de estas Misiones se pretende.



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ArribaAbajoNúmero III.- De los Maynas y su pacificación

Con sola esta provincia de indios Maynas, el gobernador y capitán general D. Diego Baca fundó a la ciudad de San Francisco de Borja, dándole este título por respeto del Príncipe de Esquilache, nieto del Santo, que entonces era Virrey de estos reinos del Perú, por cuya comisión había venido a estas pacificaciones y conquistas, haciéndola cabeza de esta gobernación; su jurisdicción y términos, que comprendían el espacio de ciento y cincuenta o docientas leguas, como rezan las capitulaciones, hoy se extiende a todas partes donde los Padres de la Compañía y los Padres de San Francisco anduvieren en Misión, por nueva merced que hizo el señor Virrey, Conde de Alva de Liste, D. Luis Enríquez de Guzmán, a petición y devoción del P. Lucas de la Cueva, cuando salió a Lima para éste y otros efectos. Y señalole hasta veinte y cuatro encomenderos, haciendo y repartiendo   —152→   otras tantas encomiendas para ellos, de todos los indios Maynas, que son los que han servido y sustentado con su servicio y tributos a la ciudad y sus vecinos.

Fundose después de varias entradas que en tiempos antiguos hicieron los vecinos de Santiago y Nieva, en orden a sacar piezas y reprimir las insolencias y daños que hacían los Maynas a esas ciudades, donde eran formidables, y por guardarse de sus invasiones se veían obligados a vivir con continuas centinelas y defenderse de sus armadillas y emboscadas. Finalmente, un capitán y soldados, en una de sus entradas a esta tierra, dejaron de paz a muchos caciques, y gran parte de la provincia; con esta ocasión se pretendió por varias personas el Gobierno, con sus pacificaciones y conquistas, y se dio a D. Diego Baca, con el título del Gobernador y Capitán General. El cual, entrando con más de sesenta soldados en orden a fundar y poblar ciudades y pacificar las provincias de su Gobierno, halló que mucha parte o la mayor de la de los Maynas estaban poblados en este Marañón por solicitud de un indio de Nieva, llamado D. Antón, el cual, con ocasión de los que estaban de paz, y estar casado con una india, hija de un cacique Mayna, de las que habían cautivado los españoles y llevado a Nieva, tuvo mucha mano y cabida con los Maynas para sacarlos de sus ríos y quebradas a que se poblasen en el Marañón y esperasen a los españoles.

Púsose esta ciudad y fundose a orillas del Marañón y salida por esta parte del Pongo, en las mismas tierras donde estaban poblados los Maynas, día de la limpia Concepción de Nuestra Señora, dándosela por abogada y patrona, el año de 1619. Poco después, en la primera numeración que hicieron de los indios Maynas, habiéndolos ya sacado a todos de paz, y a que se poblasen con los demás, hallaron hasta setecientos tributarios de toda la provincia; cuando entraron los primeros Padres, que fue diez y siete años después, había pocos más de cuatrocientos, que hacían hasta dos mil almas.

Tal rebaja habían dado con ocasión del alzamiento, pestes, matanzas de unos contra otros y varios accidentes.

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Por los mesmos, en otros veintidós años que han corrido hasta el presente de 1661, no alcanzan a numerarse de dichos Maynas más que hasta doscientos tributarios, pocos más o menos, que con mujeres y niños, y algunos advenedizos que se han agregado de otras naciones, hay cerca de mil personas, fuera de los Maynas que andan ausentes fugitivos, que serán otras quinientas. Éste fue el modo con que se redujeron y poblaron. Voy a lo que los Padres han obrado y obran con ellos.

Llegados a estas tierras los dos padres Gaspar de Cugia y Lucas de la Cueva, fundadores de estas santas Misiones, aunque oían que a los indios los llamaban y nombraban con nombres de cristianos, a pocos días y lances se reconoció el modo con que los habían puesto los amos a muchos nombres de cristianos, sin bautizarlos, y a los que lo estaban había sido lo más sin darles a entender lo que era el Bautismo y para qué lo recibían, y mucho menos los misterios que habían de creer para recibir la gracia y salvarse. Así lo mostraban con la total ignorancia de todo, que no sabían otra cosa sino sus ritos y fábulas bárbaras que heredaron de sus antepasados, persuadidos a ellas solas; aunque por lo que veían y oían a los españoles decían algo de Dios y de la otra vida, más porque lo oían que porque lo creyesen. Cuatro o cinco curas tuvieron en los diez y siete años primeros; no se podía averiguar si habían dado a entender algo a los que bautizaban adultos: antes, así españoles como indios, aseveraban que no les decían cosa, sino algunas veces cuál y cuál sacerdote. Y aunque a los Padres les parecía que no era posible dejasen de enseñarles los curas lo necesario para el valor, por lo menos, del Bautismo, pero en negocio tan grave y de tanta importancia, les pusieron en mucha duda lo que informaban y lo que experimentaban. Y el mayor daño sería que en la entrada del gobernador D. Diego Vaca a quien, así en la ciudad como en este río abajo, en rancherías y playas, le salía toda la provincia de paz, iba bautizando los unos en grandes tropas, sin decirles cosa que tocase a Catecismo, sino lo que el catequizante les decía, que era un soldado que le acompañaba, y a quien le había encomendado los dispusiese   —154→   para ser cristianos; el cual certificaba y refería lo que les decía con un mal intérprete, y el modo con que el sacerdote los bautizaba, diciéndoles solamente, en lengua Mayna, si querían aguas, a que respondían que sí; que todo era sin que los indios entendiesen cosa que les importase para el valor del santo Bautismo, y más gente que no había comunicado ni tratado con cristianos. También los mismos soldados habían bautizado a muchos sin otra prevención más que echarles el agua, con que los sacerdotes sucesores los tenían por legítimamente bautizados y cristianos. Aunque de uno, que era el licenciado Alonso de Peralta, sacerdote grave y gran doctrinero, se ha averiguado con certidumbre que trabajaba bien en catequizar y disponer con lo necesario a los que bautizó, que eran unas parcialidades que no entraron en los primeros bautismos. De la demás gente fue forzoso, no sólo bautizar a los que se hallaban gentiles, sino revalidar y asegurar los bautismos de todos los que en edad adulta lo recibieron, catequizándoles de nuevo a todos.

Por esta causa el P. Gaspar de Cugia (quien por este tiempo estaba solo en la Misión, por haber ido el P. Lucas de la Cueva a Quito y pasado a las Barbacoas) trató el año 1640 de tomar el trabajo y hacer esta buena obra a los pobres Maynas. Hízoles con buenos y fieles intérpretes (de que ya había muchos enseñados entre los españoles y ladinos en lengua del Inga) varias pláticas y catecismos, dos veces al día, dándoles a entender los misterios de la fe que habían de creer y la ley de Dios que habían de observar, enseñándoles a que se doliesen y arrepintiesen de las culpas pasadas. Después hacía el mismo catecismo y preguntas a cada uno en particular, que es como el examen para ver si han percibido y entendido lo que les enseñaba. Con esas diligencias, y tomándoles su consentimiento y voluntad de ser cristianos, los bautizaba, gastando en los bautismos desde la mañana hasta la noche, por ser en algunas encomiendas mucha la gente que se bautizaba, y ponerles juntamente óleo y crisma a los que no lo tenían, y revalidando también muchísimos matrimonios. De esta manera fue corriendo   —155→   las encomiendas o pueblos. Gastó muchos meses en esta ocupación, bien cansada por el continuo trabajo y rudeza de estos pobres, visitando una y muchas veces las encomiendas, para el efecto, que entonces eran veintiuna, divididas en puestos distantes a orillas del Marañón y sus brazos, de que se aumentaba el trabajo, y lo tuvo el Padre excesivo, pues no se podían catequizar todos puntos, sino cada encomienda o pueblecillo de por sí, deteniéndose en cada uno conforme era la gente y la necesidad que tenían.

Para alivio de esta penalidad, con gente tan bruta, tosca y bárbara, era de grande consuelo ver el gusto y alegría que mostraban los pobres Maynas, con toda su barbaridad y tosquedad, oyendo la doctrina cristiana, y viendo lo que con ellos se hacía, repetían lo que se les enseñaba, y lo decían a los que no lo habían oído; de modo que me certificó el Padre que en las últimas encomiendas tuvo menos trabajo por lo que ya sabían y habían desprendido de los primeros. Perciben la doctrina, porque se les da a entender con preguntas breves, y como a niños se les da a beber en sorbos pequeños. No son capaces todas las naciones de este río de razonamientos largos ni de preguntas y respuestas extendidas, y más habiendo de ser por medio de intérpretes. El medio más a propósito y proporcionado a su capacidad es el referido.

Estando en esta buena obra, en que trabajó no poco, el Padre tuvo carta del Padre Provincial en que le llamaba, a la sazón, que ya había vuelto el P. Lucas de la Cueva, con fin de que se prosiguiese la Misión, que habían los Superiores tratado de dejarla. Para informarles de nuevo y pedir más sujetos, se dispuso el P. Gaspar de Cugia a su viaje, y por instar el tiempo y su avío dejó tres encomiendas, que después se aseguraron en sus bautismos y matrimonios, con las mismas diligencias, habiéndolo hecho en las diez y ocho, como he referido.

Hiciéronse de estos bautismos absolute a los que nunca lo habían recibido, y sub conditione a los que estaban en duda: por todos habrá más de mil adultos.

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En una encomienda, estando el Padre haciendo la doctrina a todos los de ella, se salió un viejo diciendo que él no quería ser cristiano, que lo fuesen los mozos: sabiendo esto, se afligió el Padre, y también el encomendero. Hablaron al viejo, procurándolo reducir. Su respuesta era que era viejo y no podía ser cristiano ni bautizarse, hasta que cayeron en la cuenta de la repugnancia del indio y el por qué rehusaba el cristianizarse, que era porque no podía tomar de memoria la doctrina cristiana para responder a las preguntas del catecismo como los mozos; desengañáronlo, diciéndole el Padre que no había menester tomar de memoria, sino que bastaba oír la doctrina y catecismo, y creerlo en su corazón, doliéndose de sus pecados, con que el buen viejo admitió ser enseñalado y bautizado. Esto pasa no en uno solo, sino en muchos que rehúsan el bautismo por semejantes dificultades, y aun en los demás Sacramentos pasa lo mismo, particularmente en el de la Extrema Unción, que lo rehúsan tal vez por el olor del aceite, y lo repugnan por parecerles que con él se han de morir, por darse a los que están de próximo para ese trance.

Parece mostró el Señor que era buena obra, y le agradaba la ocupación de revalidar estos bautismos, porque había una india Mayna con quien el demonio tenía mal trato muchos años, con tanta desvergüenza, que no la dejaba en parte alguna que no la molestase. El mismo día de la revalidación del de su bautismo, parió un monstruo a manera de sapo, de muchas manos y pies, asquerosísimo y sobre manera fiero, quedando la india más muerta que viva.

Apareciósele después el demonio íncubo, aunque de lejos, espantándola; y riñéndola mucho, la dijo que después del agua que le habían echado no podía ya llegar a ella, con que la pobre quedó libre de aquella infernal bestia.

Este trabajo y buena manera de merecimiento en revalidar bautismos y bautizar Maynas gentiles, no paró en lo que los Padres hicieron al principio, sino que se ha   —157→   ido continuando hasta ahora y se continuará por muchos años. La causa es el irse los Maynas frecuentemente, o por el trabajo y malos tratamientos que les dan los españoles, o por el hambre, y no tener en sus pueblos y ciudad la carne y pescado con la abundancia que en los arcabucos, lagunas y ladroneras suyas, o por ser ellos criados en la vida ancha y ociosa de los montes, sin sujeción a nadie, amiguísimos de pasearse, y de andar de unas partes a otras, así por tierra como por agua en sus canoíllas, o por otras causas, que no las han menester graves para huirse y perderse en sus retiros muchos años, habiendo tenido esta mala costumbre desde que se fundó la ciudad, muchos años antes que los Padres viniesen, con daño de sus almas y aun de sus vidas, por las matanzas que unos contra otros ejecutan en los arcabucos y bosques, estando fugitivos, que les parece es lo mismo que haberse hecho Aucas, enemigos contra sus parientes, para guerrearse, vengarse y maltratarse por quitarse las mujeres o herramientas que adquirieron entre los españoles, y por otras leves causas y barbaridades.

A coger estos cimarrones salen de Borja de ordinario casi todos los años una y más escuadras, y los buscan con excesivo trabajo por ríos, quebradas, lagunas, pantanos y espinales, pasando demasiadas penalidades y hambres hasta topar con ellos, en que gastan muchos meses. Así traen a la ciudad varias tropas en que no falta que hacer en bautismos de niños y adultos que nacieron y se criaron en sus retiros. Desde el año pasado, de sesenta, han traído más de trescientas cuarenta personas, las más por bautizar, huidos y nacidos muchos de ellos y criados en el monte, desde antes del alzamiento general que al principio dije, y lo hicieron el año de 35, por febrero, que pasaban ya de su fuga más de veinte y cuatro y veinte y cinco años; fuera de unos pocos que después de la revalidación de los bautismos se huyeron, aunque no dejaban de traer hijos de diez a doce años que les habían nacido después de su retirada. Había sido buena ayuda de costa para esta pobre ciudad, si la peste del sarampión o frecadilla y mal del valle no se hubiera llevado de ellos   —158→   y de los demás, más que los que trajeron. En estas malocas suelen traer también muchos que, por ausentes o huidos, no entraron en la revalidación general de los bautismos; que en averiguarlos y revalidárselos, dan muy bien en qué entender, porque así éstos como muchos ladinos y enseñados en huidas, en sus ladroneras se olvidan de lo que sabían, se entorpecen y embrutecen, como ejercitados en la vida de brutos y fieras. Así es necesaria mucha maña y traza y paciencia para sacar en limpio sus bautismos y volverles a enseñar.

Es, sin duda, grave subsidio y penalidad para los vecinos (y no menos para los Padres) el estar expuestos a que les desamparen y se les huyan los indios (anocheciendo muchas veces con encomienda y amaneciendo sin ella, despojado de herramientas, canoas y otras cosas, y sin tener quién los sustente y sirva), y a buscarlos con continuas malocas y armadillas; para mantenerse ellos y la ciudad, fuérales de socorro el hacer estas reducciones de Maynas cimarrones, porque suelen traer numerosa chusma que era bastante a que fuese en aumento esta Provincia; pero no es así, sino que la mayor parte de la que traen se muere en llegando a estos aires y temple de Borja, aunque no haya peste; y cuanto se fecundan en el monte y sus quebradas, viviendo a sus anchuras, tanto se esterilizan en este territorio, donde hay poco multiplico y logro de las criaturas que les nacen, quizá por no tener sus comidas en abundancia y verse en sujeción, sin (la) libertad y vida holgazana en que se crían y connaturalizan en estas tierras, siéndoles la sujeción contra su natural para la procreación, como se ve en las aves silvestres que, cogidas o enjauladas, se esterilizan.

También hay que trabajar en catequizar y bautizar otras diferentes naciones que se traen a esta provincia de Maynas y a la ciudad, en orden a que sirvan a los vecinos y se críen y hagan aptos en la lengua del Inga, para traer a sus parientes que están de paz o se espera que la darán, de que se han bautizado algunos centenares. De esta mies hay muchas veces que hacer, porque vienen muchos de nuevo y otros se vuelven a sus tierras;   —159→   aunque no sea de mucha gente, no es el menor trabajo por ser idiomas diferentes, para lo cual es necesario haya intérpretes de todas las naciones, y con este fin los procuran y crían los Padres en la casa de Borja.

Los bautismos que en este curato de Borja y Maynas se hallan escritos en su libro, hechos por los Padres después que vinieron, son hasta tres mil y trescientos; de éstos son niños los mil y quinientos. Los que se han hecho en las demás reducciones se dirán en su lugar. Mucho trabajo hay, y tiene la caridad y celo de los Padres buena materia y lugar en que ejercitarla, armándose de paciencia: en los bautismos de adultos por la rudeza y brutalidad que adquieren los indios en los arcabucos de estas montañas, viviendo como brutos, casi sin comercio humano; y aunque es general en todas aquellas naciones, es mucho más en la de los Maynas, por ser tan amigos de huirse y huir de los españoles, con quienes están como violentados y aburridos, y cuyos bautismos es fuerza hacerlos en breve tiempo, porque no tienen lugar ni comodidad de gastar mucho en disponerse y desprender las oraciones, como la hay en las otras reducciones que no tienen sobre sí el embarazo de las ocupaciones en que los ponen los españoles, ni la incomodidad de Borja y sus tambos y estancias en que tienen sus pueblos divididos, con que en casos apretados de enfermedades y pestes crece la dificultad y trabajo en industriarlos para los Santos Sacramentos de que necesitan, por lo que sobre su rudeza les impiden y ocupan los dolores y accidentes de la enfermedad.

Fue de marca mayor en la peste de viruelas encadenadas que tuvieron el año de 42, en que fue Dios servido de que la Santa obediencia me enviase a estas santas Misiones, y me trajo el P. Gaspar de Cugia, que siendo Superior de ellas había salido, como dije arriba, a informar al Padre Provincial, que era entonces el P. Gaspar Sobrino. En esa ocasión se trajo también en propiedad este curato de San Francisco de Borja y provincia de Maynas, adonde entramos a 13 de julio de dicho año.

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Estaban las pestes referidas en la provincia ya había algunos meses, y no habían pasado de las primeras encomiendas que caen abajo de la ciudad, sin que hubiesen muerto, sino pocos, y esos niños todos o casi todos, sin duda por providencia divina, porque no les faltasen sacerdotes en este conflicto. Porque luego que llegamos, hallando al padre Lucas de la Cueva en la cama con una postema que le tenía rendido, sin que pudiese acudir a casa de los apestados, fue forzoso el ir río abajo a sacramentar a algunos indios que parece nos estaban esperando para morir con el socorro de la Confesión y demás Sacramentos, yendo aún sin descansar de tan prolijo y trabajoso viaje, que desde Cuenca hasta llegar a Borja duró cinco meses, por habernos detenido en hacer Misiones en la ciudad de Loja y en el pueblo de Ayabaca, y en el de los Tabaconas; éstos no habían cumplido con la Iglesia por lejanos de su Cura, aunque era pasado el Corpus, y en todos tuvimos mucho número de confesiones y comuniones. Fue creciendo la peste o pestes en esta provincia de Maynas como un incendio en toda ella y en la ciudad, durando su furia y rigor los dos meses siguientes, y no se apagó del todo hasta los seis meses, que fue por Navidad. Era fuerza correr todas las encomiendas, que entonces eran veinte y una, sitiadas y pobladas en distintos puestos, en el espacio de ocho leguas de la ciudad para abajo, unas en el Río Grande, otras en sus brazos; repartiéndonos el P. Gaspar de Cugia y yo, en la ciudad y pueblos, se corrían todos cada semana, una vez, atravesando el río a unas y otras partes, y por malos pasos, dando ligeras en canoíllas, con buenos soles y mojaduras; y por tierra a pie, a partes distantes y ranchillos de los indios enfermos, administrando a unos la Confesión, a otros la Extrema-Unción, y a varios que faltaban el Santo Bautismo, en especial a las tres encomiendas que quedaron en la revalidación general. A los ladinos en la lengua del Inga, de que había algunos, no había tanta dificultad en disponerlos, porque ya entendían y se les daba a entender qué cosa era el confesarse, y para la Comunión se hallaban capaces, que industriados de tan alto misterio la recibían por Viático.   —161→   No faltó uno de estos ladinos que no debía de haberse confesado otra vez. Estando éste con el mal, llegué a confesarlo, y examinándolo, daba números exorbitantes a los pecados. Preguntábale: ¿has muerto a alguno? Respondía: Ari, Padre, iscai passac quinza passac; sí, Padre, docientos, trecientos; y a este tono en los demás pecados. Viendo números tan increíbles y que en todos pecados concedía a ese modo, le dije: no mientas, sino di sólo los pecados que has cometido. Respondiome: no, Padre; para salir bien de la enfermedad es menester confesarnos bien; pareciéndole que estaba el negocio de la buena Confesión en decir muchos pecados, y no había que sacarle de eso. Tuvo suerte que no muriese en esa peste.

Con los bozales había grande trabajo, porque aunque en los catecismos habían oído decir de la Confesión, no lo habían percibido, ni en la práctica sabían lo que era, ni cuáles eran los pecados que habían de confesar. Muchos entendían, y era lo ordinario, que los pecados de que se habían de confesar eran el no acudir a las chacras y sementeras, y otras cosas del servicio de sus encomenderos, quizá porque no les reñían por otras cosas. Decíales que no eran esas las culpas porque Dios les había de castigar en el Infierno, sino los hurtos, matanzas, amancebamientos, etc. Industriándoles en esto, había muchos que los decían en público simplemente, si bien para el fuero y sigilo de la Confesión procuraba portarme de otra manera, dándoselo a entender y diciéndoles que de aquellos pecados que ellos decían y de otros que yo les repetía, de los que suelen cometer, se habían de confesar si querían que se los perdonase con la autoridad y palabras de Dios, que había dispuesto Nuestro Señor Jesucristo que se arrepintiesen de ellos y se enmendase. Había en este Sacramento mucha incomodidad, así por serles su práctica nueva, como por estar muchos juntos tendidos en un lecho, y otros en otro cercano, llagados de pies a cabeza, con las viruelas encadenadas, con mucha podredumbre y hediondez, sin ser posible apartarlos para que a solas con el intérprete se confesasen, como lo hacían   —162→   no pocos cuando se hallaban con comodidad, sin esos embarazos, y a todos se les daba el remedio de sus almas en la manera que se podía.

Estaban muy de lo nuevo estos desdichados en este Sacramento y en el de la Extrema-Unción. No pocas veces se escondían; otras decían que no querían confesarse, porque no querían morirse, pareciéndoles que se les ocasionaría de la Confesión. En especial rehusaban recibir la Extrema-Unción, y viéndome con la sobrepelliz y estola, mostraban con ademanes temor, diciendo: ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que el Padre quiere hacerme? Tal vez se escondían y tapaban en el rincón del toldo, huyendo como quien ve un fantasma o algún hechicero que les va a hacer mal. Procura(ba) desengañarles diciéndoles que los Padres no son hechiceros como sus parientes, y que lo que hacían no era para que se muriesen, sino lo que Dios ordenaba para nuestro bien, quitar los pecados y ayudarnos en el trance de muerte. Con estas razones y otras propuestas a su modo, no sólo admitían el ser confesados y absueltos con los actos de dolor que se les pedían, sino que sacaban y manifestaban el rostro y cuerpo para recibir la Extrema-Unción. Algunas veces, si no se persuadían por lo que el Padre les decía, en tales casos es buen medio el valernos de alguno de sus parientes expertos que se lo diga y persuada, y de esta manera se reducían y reducen a lo que el Padre les dice y hace con ellos. Espero en Nuestro Señor, que en esa peste, con toda su rudeza e ignorancia, se salvaron muchos, pues parece que no esperaban más que a recibir estos Santos Sacramentos para morirse. Y a no pocos les encontraba moribundos, sin que nadie me hubiese avisado, topándolos acaso yendo a otras partes a donde me llamaban. Llevose la peste entonces mucha gente de esta Provincia de Maynas, y seis o siete solamente sin el beneficio de los Sacramentos.

He referido el trabajo de esta parte por haber sido singular, y el recibimiento que tuvimos en esta Provincia. Parece que la peste (y se debe tener por providencia divina) esperó a que hubiese sacerdotes para ejecutar el   —163→   rigor con que esta divina justicia castigaba estas tierras. Después, aunque ha habido otra del mismo jaez y calidad, no ha sido tanto el trabajo, por estar los indios más adelante en la noticia de los Sacramentos (excepto los que han salido de los montes y criádose en ellos); en particular les ha valido mucho el confesarlos en su lengua materna, sin intérprete, de que conocidamente reciben mucho consuelo y provecho.

A los principios se confesaban los ladinos en la lengua del Inga general, las Cuaresmas, y los bocales solamente in articulo mortis, y algunos para casarse, por no obligarles a confesarse la Cuaresma por intérprete. Cuando hubo aptitud, se comenzaron a confesar en la materna, y aunque dieron muchísimo trabajo la primera vez, porque extrañaban que el Padre les hablase en su lengua, y estaban a los pies del confesor trasudando, absortos como quien está en otra región, siendo necesario hacerles cada pregunta seis o siete veces, y darles con la mano como quien los despierta para que atendiesen, que no era poca fatiga y cansancio para la cabeza del confesor: con todo eso se da por muy bien empleado ese trabajo y cansancio por el provecho que se les ha seguido. La segunda vez que se confiesan dan menos que hacer, la tercera mucho menos, y así vienen a quedar más tratables. Lo que da más consuelo es que examinando, v. gr., de supersticiones, dicen muchos: antes que me confesara creía esas cosas; después que me confieso y me lo advierte, no creo nada de eso, sino en sólo Dios, y a ese modo responden de otros pecados; y hay no pocos, especialmente indias, que no dan materia grave para absolverlas. Con que debemos entender que Dios no está atado a ciencias ni entendimientos, para criar y tener almas limpias de culpas graves, pues siendo los Maynas los más faltos de doctrina, tiene entre ellos almas que le temen, y con toda su rudeza se guardan de pecar, para confusión de muchos entendidos.

No hay disposición ni modo con que se doctrine como conviene esta provincia de Maynas por cuanto están repartidos en puestos divididos y distantes que los podemos   —164→   llamar estancias o tambos (así las nombran) de sus encomenderos, y no pueblos. Son en este tiempo diez y ocho, que son otras tantas encomiendas pequeñas todas, fuera de cuál y cuál rancho que tienen varios en otras chacras. En ninguno puede residir el Padre que los doctrina arriba de cuatro o cinco días sin hacer falta a otras partes y a la ciudad, y por la incomodidad de habitaciones y sustento, con muchos zancudos y otros mosquitos, y la humedad del suelo. Señala el Padre fiscales; pone quien rece las oraciones; éstos se huyen o se van a paseos largos de tres, cuatro y seis meses, como los demás indios, en busca de sustento y de otras cosas, o se mueren. Y aunque residan no tienen los indios sujeción a otros indios, ni la admiten para obligarles a que acudan ellos o sus hijos a rezar; sólo al encomendero o al Padre obedecen y sujetan. Así, mientras está con ellos acuden; o el encomendero o mayordomo hacen que recen los domingos; no los demás días, porque se divierten o los ocupan. Ésta es la causa, y el no haber tierras ni modo de que se pueblen juntos, de que los Maynas tengan y no estén tan industriados como otros que tienen asistente al Padre que los enseña, a que se llega y no ayuda poco el ser tan cimarrones, porque en huyéndose, a poco tiempo se olvidan de todo. En la ciudad solamente tienen mejor comodidad de aprender cuando sirven en ella, donde está y vive el Padre, que miércoles, viernes y domingo les hace la doctrina y examina el rezo. De este servicio y gente de la ciudad es en estos tiempos muy poca, y que permanece poco, porque apenas pueden los vecinos sustentarse algunos días en ella, y se van a vivir en sus encomiendas. En éstas siempre que va el Padre a sacramentar o a hacer noche por otra causa, entonces les reza a todos los de la encomienda, y cuando por visitarlos o confesarlos al tiempo de la Cuaresma va a ellas, que entonces para más días y las doctrinas según es el repartimiento.

Cuando hay comodidad se les hace en sus pueblos fiesta de sus Titulares y los finados. En la ciudad tienen, fuera de las procesiones de la Semana Santa y la del día del Corpus, señalado el viernes de la Infraoctava,   —165→   estando los demás días repartidos entre los vecinos para su celebridad. El viernes es propia fiesta de los indios y la celebran con toda solemnidad de misa cantada, en que se da la paz a los principales caciques, alcaldes, etc., que están sentados en los escaños del Cabildo. Hacen la procesión por la plaza y altares, que están preparados con adornos de palmas, ramas de árboles y flores, con danzas, fututos, flautas, luces y otros festines, llevando el guión y demás insignias los principales y acompañando vienen ellos. También acuden a la ciudad en todo, como fiesta propia de ellos, asistiéndoles los españoles y acompañándolos en ella. También acuden a la ciudad las Pascuas de Resurrección, Navidad y Año Nuevo. A todo lo dicho van sólo varones, y de las indias rarísimas, quizá por tener vergüenza de parecer en la ciudad con pampanillas, medio desnudas, y porque no hay embarcaciones ni comodidad para obligarlas a ir, principalmente estando el río por esta parte rápido y peligroso.

Tiene esta provincia y curato de Maynas, de ordinario, cerca de mil almas, ya más, ya menos, según son sus fugas: de éstas se confiesan cada año de seiscientas para arriba, fuera de los españoles, que son hasta sesenta confesiones. Y fuera de los cimarrones, gente que anda fugitiva de esta nación, que por traerlos en las malocas que hacen los españoles, tocan al mismo curato, y no son los que dan menos que hacer en doctrinarlos, parece serán otras quinientas personas las que andan retiradas.

Lo referido será bastante para hacer concepto de lo tocante a Borja y a Maynas, dejando algunas cosas para su lugar, que son comunes a las demás naciones; paso a ellas y a sus reducciones, que son lo principal del intento de este informe y de las noticias que se pretende dar de estas Misiones, por ser lo que los Padres han obrado nuevamente en este gentilismo.



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ArribaAbajoNúmero XXIV.- De algunos medios necesarios para el fomento de estas santas misiones

Muchos son los que se deben poner en ejecución, según los enseña el tiempo y experiencia y los dicta la caridad y celo de las almas. Al presente se ofrecen por necesarios los siguientes, sacados de lo que he dicho en este informe:

1.º- Que vengan Padres, quienes estén a pie fijo en sus puestos, entablando sus reducciones y mirando por ellas.

2.º- Que todos los Padres procuren en todo caso ir introduciendo la lengua general del Inca en las reducciones, como tengo dicha en otra parte; que lo pueden hacer hablando siempre en ella a los Indios, principalmente   —168→   a la juventud, y dando a los muchachos lecciones de vocablos. Este idioma es el que más se les pega y en que más fácilmente entran, como se ve por experiencia, por ser el más acomodado a su capacidad, y que en las elocuciones, partículas y modos de hablar, corresponde con sus lenguas naturales. Con esta advertencia han de venir los Padres persuadidos a que importa, no sólo para la facilidad en comunicarlos con lengua común, sino también porque los indios que saben la lengua del Inca conocidamente están más despiertos y hacen mucha diferencia a los otros en estilo de cristianos y policía, como la que hay de ladinos a bozales o de gente política y entendida a gente tosca y bruta, y se ve que un bozal no es gente, o no lo parece delante de un ladino.

3.º- Porque no se destruyan las reducciones y despueblen, teniendo poca gente muchos encomenderos, importa prevenir este daño (que sería bastante para dejarlas) con el señor Gobernador, y aún con más fuerza de Tribunal Mayor, para que no se hagan encomiendas sino de número grueso, sin obligación de servicio personal, sino el de mitas pagadas, y mucho menos de dar muchachos y chinas, si no son algunos que voluntariamente quieran darlos o servir ellos el tiempo que pareciere.

4.º- Para que la ciudad de Borja tenga esta ayuda de costa con que pueda conservarse, de las provincias nuevas, y para que éstas tengan más cerca el Gobierno y freno de la justicia y los Padres la escolta de sus vecinos (que aunque son pocos no tienen otra de españoles), importa que dicha ciudad se pase abajo, hacia las juntas de Pastaza, que lo pueden hacer fácilmente porque no tienen juros ni otras dependencias, ni las casas son sino de paja y maderas, que los hay en más abundancia abajo, y también tierras para sementeras, realengas, al modo que las tienen arriba, donde, por distantes, no pueden los vecinos lograr el útil de las provincias nuevas, ni otras comodidades. Este medio se ha de solicitar con el señor Gobernador y con los vecinos, como lo vamos haciendo. Pero es menester instar en la materia porque no desistan, como suelen en otras cosas de importancia.

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5.º- Importa mucha fomentar y conservar la fragua que está en Jeberos y otra que se va disponiendo en los Coronados, y más si fueren menester, en partes distantes, porque son gran atractivo y reclamo para llamar a estos bárbaros, y eficaz añagaza y como cadena para tenerlos y conservarlos en paz y amistad. La causa es que su vida y sustento depende de las herramientas que se hacen en la fragua; hachas y cuchillos con que limpian y desmontan estos arcabucos en que hacen sus sementeras y comidas y fabrican sus casas; los anzuelos y puyas con que pescan y otros instrumentos de hierro, que todos son para ellos de mucha estima. De más de docientas leguas suelen venir y hacer y calzar sus herramientas a la fragua de Jeberos. En las ocasiones que se han alborotado para amotinarse, el principal reparo que les retarda es el haber de perder el beneficio de las herramientas; y cuando se han resuelto a algún alzamiento, como fue el de los Maynas y otro de Cocamas, solamente salvaban las vidas de los herreros con las fraguas.

6.º- Para todo es conveniente y necesario que se abra el camino de Bobonaza, que sale a las partes de la Tacunga, Ambato o Quito, por una de las tres salidas que son: por la Canela, a Baños; por la abra de San Javier y boca del Dragón, a Píllaro o San Miguel; por la travesía a Napo y Archidona, y de allí a Quito. Por la parte que de estas tres pareciere ser más breve y mejor para trajín de a caballo, importa se abra, porque por él tendrán los vecinos de Borja salida de sus géneros: pescado, cacao y otros de montañas, para poder pasar en estas pobres tierras, conservarse y aumentarse, y los Padres misioneros el alivio conveniente con la comunicación con nuestros Superiores y provincia, y con socorro para la vida humana y recurso para la espiritual y religiosa, que les será de mucho consuelo, y podrán entrar los necesarios con comodidad al cultivo de esta inculta y dilatada viña del Señor, empleando en ella su caridad y celo de la salvación de las almas de estos gentiles.

En este informe he procurado hacer lo que Vuestra Reverencia me manda, diciendo lo que alcanzo para que   —170→   cobre las noticias que pretende de estas santas misiones. Vuestra reverencia se sirva perdonarme los defectos que en él hallare, que no hacen de voluntad, y de suplirlos con su buen discurso, ciencia y experiencia, para hacer lo que convenga en fomentarlas y hacerlas encomendar a Dios, que le guarde para bien de todos.

En San Francisco de Borja, 8 de agosto de 1661.







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ArribaAbajoPadre Francisco de Figueroa


ArribaAbajoRelación de la misión apostólica que tiene a su cargo la provincia de Quito, en el gran río Marañón, según varios padres de la Compañía de Jesús, en 1735

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Relación de la misión apostólica que tiene a su cargo la provincia de Quito, de la Compañía de Jesús, en el Gran Río Marañón, en que se refiere lo sucedido desde el año de 1725 hasta el año de 17359

Entre los empleos apostólicos que ejercita la Compañía de Jesús en esta provincia de Quito, el que más descubre los quilates de su caridad es la Misión de los infieles del gran río Marañón, por las muchas dificultades que se ofrecen en la conversión de aquellos bárbaros y adelantamiento de tan gloriosa conquista. Sin embargo, parece que la misericordia de Dios ha mirado en estos diez últimos   —174→   años con piedad más tierna a esas almas infelices, y ha derramado sus bendiciones sobre el celo de algunos fervorosos obreros que se han aplicado con todo el esfuerzo posible a cultivar aquella viña tan perseguida. Para hablar con algún orden, dividiremos el estado de la Misión en tres clases: la primera, que pertenece a las reducciones ya establecidas los años pasados; la segunda, que abraza las nuevas reducciones y conquistas de infieles; y la tercera, que toca algunos estorbos más notables que impiden mayores progresos que hiciera la fe en estos bosques.

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ArribaAbajoI.- Reducciones antiguas

No obstante la malicia de los tiempos y continuas invasiones de los portugueses del Gran Pará, que arruinaron los años antecedentes la parte mayor y más lucida de nuestras misiones, deseando hacer lo mismo con lo restante de ellas, en estos últimos años no solamente no ha habido descaecimiento notable en las reducciones antiguas, antes bien las más de ellas se han ido aumentando con algunas familias de infieles y apóstatas que vivían esparcidas por los bosques.

En el río Guallaga, que viene de Guanuco de los Caballeros, ciudad del Perú, y desemboca en el Marañón como sesenta leguas más abajo de la ciudad de San Francisco de Borja, distante de Quito cerca de trescientas, tiene al presente la Compañía cinco reducciones. La principal, que es también cabeza de toda la Misión, se llama   —176→   Santiago de la Laguna, y se compone de cuatro diferentes naciones: Cocamas, Cocamillas, Panos y Chipeos. Pocos años ha se le agregaron también algunas familias de Itucales, que vivían en las riberas del río Chambira, y se espera seguirán en breve otras muchas su ejemplo. Tiene hoy esta reducción como docientas y veinte familias; almas, por todo, cerca de mil. Su misionero, desde el año de setecientos treinta, es el padre Bernardo Zurmillen, antes Superior, en cuya compañía vive también el padre Francisco Vidra, anciano de más de setenta años de edad y cuarenta de misionero.

Un día corto de camino en distancia de la Laguna está la reducción de San Javier de Chamicuros y Tibilos, que se compone de cincuenta familias con cerca de docientas almas, y han sido asistidas en este último año del padre Leonardo Deubler. Mas al presente, por falta de misionero, quedan a cargo del Padre de la Laguna, como también otra reducción corta que dista pocas leguas de Chamicuros, en donde viven doce familias; almas, noventa, de indios Aguanos, debajo el patrocinio de San Antonio Abad. Navegando Guallaga arriba desde la Laguna, a los cinco días se halla, junto al río, la reducción de Santa María Mayor de los Yurimaguas y Aizuares, indios convertidos por el venerable padre Samuel Fritz, que se retiraron a ese río el año de mil setecientos trece, huyendo de las garras de los portugueses, desde los últimos confines de la Grande Omagua. Numera esta reducción ochenta familias; almas, casi trescientas. Su misionero, desde el año de mil setecientos veinte y siete, es el padre Joseph Albelda, a cuyo celo se debe la conservación y aumento de otro cercano pueblo de indios fugitivos de Lamas, por las vejaciones de algunos españoles que, sin fundamento alguno, pretendían el título de encomenderos. Hay en este pueblo como treinta familias, y almas ciento y más, que veneran hoy por patrón al B. Regis.

Cuida también el mismo Padre de otra reducción distante tres días de camino al río Paranapuras, y se llama San Antonio y San Estanislao de Muniches y Otanabes,   —177→   en donde hay veinte y cinco familias; almas, ciento veinte.

En el río Cavapanas, que desemboca en el Marañón, cuatro días más arriba de Guallaga, está fundada otra reducción que llaman La Concepción de Cavapanos, cuyo misionero es hoy el padre Francisco Javier Zephiris. Asistió en ella por espacio de cinco años el padre Joseph Vores, quien con las industrias que le sugirió la discreción de su celo tuvo la dicha de recoger a vida cristiana algunas familias de la misma nación Cavapana que habían apostatado y anduvieron muchos años peregrinando por los bosques. Cuenta hoy esta reducción setenta familias; almas, cerca de cuatrocientas.

Un día en distancia de Cavapanas está la reducción que llaman la Presentación de Nuestra Señora de Chayabitas, donde asiste desde el año de mil setecientos treinta y uno el padre Cipriano Españil. Tiene familias setenta y seis; almas, trescientas cincuenta y seis. Aneja de esta reducción es la de Nuestra Señora de Loreto de Paranapuras que tiene solas veinte y cinco familias; almas, ciento cincuenta.

Entre los ríos Guallaga y Paranapuras, en medio de los bosques, está la reducción de Nuestra Señora de la Concepción de Jeberos, que es la más numerosa en toda la Misión, pues cuenta docientas setenta familias; almas, mil doscientas diez y seis. Compónese de tres diferentes naciones, que son: Jeberos, Cutinanas y algunos Aunalas. Estos últimos vivían los años pasados en el río del Tigre, parte infieles y parte apóstatas. Habiendo entrado en aquel río, cinco años ha, con escolta de solos indios, el padre Guillermo Grebmer, misionero de los Jeberos, se rindieron a su cariñoso convite y pasaron muchos de ellos con el Padre a vivir en su pueblo. El padre Carlos Brentano, hoy misionero de los Yameos, tomó a su cargo el año pasado el recoger los demás y poblarlos en sus mismas tierras, con esperanza de que sirva un día aquella reducción de escala para reducir otros infieles.

En el río Pastaza, que desemboca en el Marañón casi enfrente del de Cavapanas, hay al presente dos reducciones   —178→   que se entablaron a los principios de este siglo. La primera, que dista del Marañón veinte días de camino, se llama Santo Thomé de los Andoas, donde viven también los Semigaes y otras naciones que se han ido poco a poco sacando pacíficamente de los bosques cercanos a las cabeceras del Tigre y Curaray.

Cuenta al presente ciento veinte y seis familias, y en ellas quinientas cincuenta almas. A no ser tan poco favorable el temple para aquellos indios, hubiera muchos más, pues muchísimos son los que han muerto después de recibida el agua del bautismo. La otra reducción, que está dos días de camino más abajo, tiene la advocación de San Joseph, y viven en ella cuarenta y seis familias, que hacen cerca de doscientas almas, y son reliquias de las naciones, un tiempo muy numerosas, de Pinches, Pavas, Roamaynas y Arazas. Estos últimos, que son cerca de cincuenta almas, siendo misionero de ambos pueblos el padre Carlos Brentano, por el año de mil setecientos treinta y uno salieron de los bosques cercanos el Tigre, convidados de los Andoas, que fueron a buscarlos a sus tierras por dirección del Padre, y recibieron muy gustosos el agua del bautismo, librándose con esto de la persecución de otra nación de infieles que ejecutaba en ellos a cada paso crueles destrozos, por donde estos infelices se han consumido casi del todo. El misionero que hoy cuida de dichas reducciones es el padre Ignacio Mikel. En las orillas del Marañón, a más de los Yameos, Pevas y Caumaris, recién poblados, como después se dirá, a cargo de nuestra Compañía está la ciudad de San Francisco de Borja, cabeza de la provincia de Maynas y su gobierno, con dos anejos de indios Maynas tributarios, que son San Ignacio y Santa Teresa, y otro de Andoas libres. Su cura, desde el año de mil setecientos veinte y siete, es el padre Adam Widman. Los vecinos de la ciudad no llegan hoy a treinta mestizos pobres, de los cuales el uno hace el oficio de Teniente del Gobernador; los demás tienen el nombre de soldados. Indios tributarios hoy se cuentan apenas cuarenta; almas por todos, doscientas ochenta. El haberse disminuido tanto con varios contratiempos   —179→   esta ciudad, que ha sido en tiempos antiguos el instrumento principal de todas las conquistas, como también el estar muy retirada de las misiones bajas, ha sido uno de los principales estorbos de que no se hayan adelantado más las misiones, y los piratas portugueses hayan ejecutado cuantas insolencias les ha sugerido su insaciable codicia, sin recelo de resistencia. Uno de los medios que los experimentados reconocen como el más importante para la conservación y adelantamiento de las misiones, es el procurador de aumentar con nuevos vecinos esta ciudad y entablar otra población semejante en la provincia de Omaguas, que sirva de freno a los portugueses, y también a los indios recién convertidos, que llevados de su natural inconstancia a cada paso, burlándose del misionero desamparan las reducciones y vuelven a sus escondrijos. Está fundada la ciudad de Borja al pie de un ramo de la cordillera de los Andes, junto a la estrechura que llamamos comúnmente del Pongo.

Casi en el otro extremo de la Misión, cuatro días más arriba de Napo, en las orillas del mismo Marañón, está la reducción de San Joaquín de Omaguas, que ha sido la más perseguida de los portugueses, causa de que los años antecedentes se haya disminuido mucho aquella nación y transplantado repetidas veces de uno a otro sitio. Desde el año de mil setecientos veinte y tres, en que su misionero el padre Bernardo Zurmillen, con indecible trabajo recogió los indios que iban fugitivos por los ríos huyendo de las violencias de los portugueses y los pobló en el sitio en que están al presente, ha perseverado constante aquella reducción, a pesar de sus contrarios, y se ha ido poco a poco aumentando con algunas familias de Mayorunas, Yameos, y dos años ha también con cerca de cien almas de la nación de los Caumaris, que atraídos con las dádivas y agasajos del padre Nicolás Schindler, hoy Superior de la Misión, se han venido espontáneamente desde sus tierras, situadas dos días más abajo de Napo, a vivir con los Omaguas. Para esto ha influido también mucho el temor de no quedar un día cautivos de los portugueses si los hallasen en sus casas sin amparo de Padre   —180→   celoso de su libertad. Tiene hoy esta reducción setenta y seis familias de Omaguas y casi otras tantas de diferentes naciones, que hacen cerca de seiscientas almas. Muchas más tuviera si el recelo de los portugueses no hubiese obligado gran parte de los infieles a esconderse en lo más retirado de los bosques, y no hubiesen aquellos piratas llevado cautivos hacia el Gran Pará mucha parte de algunas naciones más cercanas, como son los Mayorunas y Ticunas.

Ésta es una breve descripción del sitio, número de neófitos y aumentos de las reducciones antiguas. Tocante a los ministerios que en ellas ejercitan los misioneros, y fruto más memorable que con su aplicación han conseguido de aquellos bárbaros, trasladaré aquí a la letra parte de una carta que escribió dos años ha al padre Pedro de Campos, Provincial, el padre Juan Bautista Julián, entonces Superior de la Misión, en que dice así: «Ha sido muy especial en estos años el cuidado y empeño de todos los misioneros en enseñar e inculcar con varias industrias la doctrina cristiana a cristianos y neófitos, de modo que los padres y ancianos publicaron no pocas veces el consuelo que tenían de ver en particular a la juventud tan bien enseñada, así por palabras como por obras, mostrando claramente la grande estimación que tienen de sus misioneros. Añadiéndose a la enseñanza cotidiana las pláticas fervorosas en los domingos y fiestas, y aun entre semana, juntamente con la vida ejemplar de los misioneros (que casi es el único motivo de credulidad entre estos pobres), es ciertamente de admirarse lo que se ha conseguido con esta gente en conservar a los unos en su inocencia, y en apartar a otros de sus malas costumbres. Tocante los primeros, pudiera parecer exageración, y no es sino la pura verdad el que muchísimos, y en algunas naciones los más de ellos, vivían años enteros con tanta integridad que no se halle en ellos delito grave, y aun en muchos tenga el confesor su mayor trabajo en descubrir alguna materia cierta para la absolución. En conformidad de lo que voy diciendo (y yo mismo he experimentado), me dijo otro Padre misionero   —181→   que en tiempo de casi tres meses en que se había confesado de devoción y fuera de la Cuaresma la mayor parte de su gente, no había oído ningún pecado de cierto grave. Y poco ha que en uno de estos pueblos se descubrió una constante Susana que mantuvo invicta su inocencia a vista de la muerte que le amenazaba la pasión ciega de un amante perdido.

»Todo lo cual es de estimar tanto más en esta gente, cuanto mayores y más frecuentes son las ocasiones para el vicio, entre tanta desnudez, que hacen irremediable el calor y la pobreza.

»En orden a remediar y apartar de sus malas costumbres a los tiznados con el vicio, no han sido menos eficaces nuestras industrias y triunfante la gracia de Dios; pero como casi todo lo que se pudiera decir en esta materia de conversiones más señaladas queda escondido debajo el sello sacramental, diré solamente el grande prodigio que Dios obró en un alma. Estaba ésta engañada por el demonio y metida en una familiaridad estrecha con este enemigo infernal, y, por eso mismo, hecha un infierno vivo de abominaciones. Aprovecharon tanto con esta infeliz los consejos de confesor, que, mediante la gracia de Dios, en poco tiempo quedó enteramente libre de tan infame cautiverio, sin que jamás, desde más de un año, haya caído en pecado torpe de ninguna especie. No puedo añadir a este caso otras circunstancias que aún más abultarían el prodigio. No poco ayudó para la enmienda de otras almas lo que sucedió con una persona cercana a la muerte. Súpose de que había tenido mala amistad. Enfermó peligrosamente; pero como duró bastante tiempo la enfermedad, tuvo lugar para disponerse a bien morir, repitiendo varias veces el Sacramento de la Penitencia. Apretando el achaque quedaba a veces como difunta, dando apenas señal de vida. En una de estas ocasiones, como despertando de un profundo sueño, contó con horror a los circunstantes que había visto los terribles tormentos del infierno, y esto, aunque quizás no ha sido más que un sueño, bastó para que varias personas al día siguiente confesasen y tratasen de veras de   —182→   asegurar su salvación. Pero el medio más eficaz de todos para entablar una vida cristiana, fue el haberse introducido en casi toda la Misión mayor frecuencia de Sacramentos. En algunos pueblos muchos se confiesan en las festividades mayores y sábados para comulgar los domingos. En otros tienen los Padres misioneros repartidos todos los meses del año para que sus feligreses todos lleguen a confesarse tres o cuatro veces al año; y aun de los Omaguas, que es la gente, al parecer, menos culta, escribe su misionero que apenas pasa semana en que no vengan algunos, aun los días ordinarios, a confesar. Habiendo llegado a cierto pueblo un Padre ignorante de la lengua de aquella nación, luego que le vieron las indias, puestas de rodillas le rogaron les confesase; respondioles el Padre era nuevo en la tierra y no sabía su lengua. Ellas dijeron que a trueque de ponerse en estado de gracia se sujetarían a decirle sus pecados por medio de un intérprete, como de hecho lo hicieron con grande admiración del Ministro evangélico.

»A muchos les parece no haber cumplido bien con el precepto de la Confesión por Cuaresma, si no es que la acompañen con una disciplina muy sangrienta por Semana Santa. Uno de éstos el año pasado, habiéndose hallado por Cuaresma fuera de su pueblo, luego que volvió a su casa su primera diligencia fue cumplir con la Iglesia, y el viernes siguiente de noche salió de por sí solo a azotarse, haciendo con mucha puntualidad todo aquel rodeo que se suele hacer con la procesión el Viernes Santo, causándonos al mismo tiempo risa y admiración la simplicidad de este pobre, y ternura su buen ánimo y devoción.

»No puedo dejar de hacer también alguna mención de la devoción del Santísimo Rosario, que se promovió mucho en estos años, rezándolo cada día algunos misioneros con los muchachos de la doctrina, y los sábados, según la costumbre antigua, con todo el pueblo. En unos pueblos lo rezan saliendo en procesión por las calles, y esto especialmente en Yurimaguas, tres o cuatro veces a la semana, interpolando las décadas o misterios con una canción   —183→   devota que atrae toda la gente a esta devoción. Éstas y otras, que parecen menudencias, como también el empeño de celebrar las festividades con todo el aparato posible, de adornar las iglesias y altares con alhajas preciosas, como es el frontal de plata de los Jeberos, la Custodia rica de Yurimaguas, con ornamentos finos para las iglesias que todo han procurado en estos años los misioneros a costa de su cuidado, no es fácil decir cuánto peso tiene todo junto para imprimir en los corazones de estos neófitos un grande concepto de las cosas divinas, y por consiguiente establecerlos en la fe, la cual, en los más de ellos, ya no parece sino muy adulta, y suele Dios premiarla con especiales y palpables beneficios.

»Con esta fe vienen muchos a pedir para los enfermos agua bendita ordinaria, o bendita con invocación de Nuestro Santo Padre, y ésta ha sido muy provechosa, y en algunos casos patentemente prodigiosa para las mujeres que peligran de parto.

»Poco ha que esta misma agua pedía un padre para su hijo enfermo, y la pidió repetidas veces, dándosela a beber al enfermo; y por más que el hijito empeoraba no perdía el buen padre su confianza, y aun al tiempo que el chiquillo ya parecía moribundo venía todavía el padre por dicha agua, avisando juntamente al misionero del estado de su hijo, quien luego se fue a verlo y hallolo ya en los últimos, y que no obstante su padre, abriéndole la boca como pudo, le echaba el agua bendita. En presencia del misionero, al parecer de todos acabó de expirar el chiquillo, y no lo dudaba el mismo Padre misionero, por lo cual, consolando a sus padres y habiéndoles dado algunos documentos, volvió a su casa; apenas llegó cuando ya le avisaron que el chiquillo había vuelto en sí, y así fue: convaleció y vive hasta hoy día, premiando Dios la mucha fe del buen padre con la vida de su hijo. Dejo otro caso por muy parecido a este que sucedió con un indio, quien ya desahuciado hizo voto a nuestro beato Juan Francisco Rengis de celebrar su vigilia con ayuno y el día con Confesión y Comunión: pareció asimismo a   —184→   todos que había muerto, y al empezar a amortajarlo volvió en sí, y vive ahora asimismo sano y robusto.

»Pasando ya por alto los demás ministerios propios de los misioneros, como son: cuidar de los enfermos en cuerpo y alma, asistir a los moribundos, apaciguar a los discordes, vestir a los desnudos, en que casi todos los días se ofrece ocasión de ejercitar la caridad y celo, se puede con razón concluir ser la vida de un misionero un ejercicio continuo de todo género de obra de misericordia, y juntamente de paciencia por las muchas penalidades que trae consigo este retiro, como Vuestra Reverencia no ignora.

»Quiera Dios darnos su gracia para no malograr tantas ocasiones de merecimiento y aplicarnos constantemente a la enseñanza y alivio de estos pobres neófitos, que harto tendrán en qué ejercitar su celo los pocos misioneros que hay aquí al presente, aunque llegasen a faltarles los medios, lo cual no permitirá la bondad infinita de Dios, para adelantar la conversión de los infieles, etc.». Hasta aquí la carta del Padre Superior tocante a las reducciones antiguas.



  —185→  
ArribaAbajoII.- Reducciones nuevas

Tocante al entable de nuevas reducciones y conquista de naciones infieles, no obstante los muchos estorbos de que después diremos, no ha dejado el celo incansable de nuestros misioneros de usar todas las industrias posibles para extender en aquellos bosques inacabables el Reino de Cristo y procurar nuevos vasallos a Nuestro Católico Monarca.

En el río Napo, a costa de indecibles trabajos se han formado en estos años tres reducciones, una de Payaguas y dos de Icaguates, naciones ya amistadas desde algunos años, pero sólo en estos últimos reducidos en gran parte a vida sociable y cristiana. Cerca el año de mil setecientos diez y nueve, el padre Luis Coronado, siendo misionero de los Omaguas, empezó a poblar los Payaguas, dándoles por patrona a la Reina de los Ángeles, de   —186→   quien era devotísimo; pero estando aún en los principios aquella reducción, con la muerte temprana del dicho Padre, de repente se deshizo, volviendo los infieles a sus nativos escondrijos; ni hubo quien se tomase el trabajo de volver a recogerlos hasta el año de setecientos veinte y cuatro, en que el padre Juan Bautista Julián se encargó de aquella conquista. Imponderables fueron las penalidades y trabajos que pasó el buen Padre por espacio de tres años, discurriendo por aquellas selvas de choza en choza, no pocas veces a pie descalzo y casi sin sustento, a fin de juntar aquella gente en donde pudiese cómodamente instruirla en la fe y cristianas costumbres. Lo que sobre todo le causaba grande congoja era el ver que a pesar de sus diligencias morían algunos en sus retiros sin bautismo, por ser imposible acudir a un tiempo a las rancherías remotas entre sí muchas leguas. En fin, parte con las dádivas y otras muestras de cariño, y parte con las amenazas, alcanzó se juntasen en forma de pueblo a cerca de sesenta familias, en donde, fabricada una pequeña iglesia, fue bautizando a los niños y catequizando a los adultos con particular regocijo de su alma. Pero no le duró mucho este consuelo, porque al cabo de algunos meses aquellos bárbaros, llevados, parte de su natural inconstancia, y parte del temor de algunas enfermedades contagiosas que permitió Dios afligiesen a la nueva población, retiráronse de repente a lo más espeso de los bosques, de manera que el Padre, para no perecer en aquel desamparo, se vio precisado en una canoílla, sin más remeros que algunos muchachos que le acompañaban, pasar a la reducción de los Omaguas, distante más de sesenta leguas; casi lo mismo sucedió cuatro años después con el padre Ignacio Mikel, quien entre otros muchos desaires y peligros de la vida que padeció en aquella conquista, desamparado de los infieles se halló en una playa sin esperanza de humano alivio, por haber éstos al huirse, parte llevado consigo, y parte entregado de propósito a la corriente del río todas las canoíllas, de modo que el Padre se vio precisado a fabricar con sus manos un tosco barquillo para despachar en él al pueblo de Omaguas a pedir socorro dos mozos forasteros que por   —187→   particular providencia de Dios se hallaban en su compañía, quedando él entre tanto aguardando por instantes la muerte. No obstante todos estos y otros muchos contratiempos que ha padecido aquella conquista, parece que en estos tres últimos años, parte siquiera de aquellos bárbaros se ha mostrado menos inconstante, pues al presente se cuentan en aquella reducción cerca de trescientas almas, con fundadas esperanzas de que se irán con el tiempo agregando otras muchas si es que tengan algún freno de gente española; pues la experiencia ha enseñado con el tiempo que aquella gente necesita ser llevada con algún rigor, pues abusa de la blandura hasta hacerse mofa a cara descubierta de los misioneros de genio blando y cariñoso. Su misionero es al presente el padre Adam Scefigen, quien cuida también de otra reducción nueva llamada San Javier de los Icaguates, situada a las orillas del Napo, seis días en distancia de Payaguas.

Son los Icaguates gente menos altiva que los Payaguas, pero amiga de apacentar con carne humana, como sucedió el año de mil setecientos veinte con un mozo español que había enviado a sus tierras el padre Luis Coronado a fin de dar principio a poblarlos. Viéndolo aquellos bárbaros un día desprevenido y sin armas, lo mataron a lanzadas y dispusieron con sus carnes un solemne banquete. Acudió entonces para socorrer al Padre, con quien pretendían hacer lo mismo, una armadilla de indios cristianos guiados de un cabo español, quien llevó presos al pueblo de la Laguna los cómplices de aquella maldad. Éstos, después amansados y doctrinados en la fe de nuestros misioneros por el año de mil setecientos veinte y cinco, sirvieron de guías e intérpretes al padre Guillermo Grebmer, primer misionero de aquella nación, para dar principio a la reducción de San Javier, en que viven al presente. Ha sido ésta siempre corta, pues no ha pasado hasta ahora en doscientas almas, por haber desde los principios enfermado en lo mejor del tiempo su misionero, ni haber habido otro que supliera sus veces asistiendo en ella constantemente. Pero en estos   —188→   días, por cartas del Padre Superior supimos que estaban para agregarse algunas familias más de la misma nación, y otra que llaman de los Yeyvas, y así esperamos tendrá aumento bastante.

Con otra parcialidad mucho más numerosa de esta nación de los Icaguates, tres años ha se dio principio a otra reducción con el nombre de San Joseph de los nuevos Icaguates, ocho días más arriba de San Javier, en donde se desagua el río Aguarico. Su primer origen no carece de misterio, y fue que un indio cristiano, fugitivo por sus delitos de San Miguel de Sucumbíos, curato de los padres franciscos, que dista de Napo casi un mes de camino, habiendo vivido brutalmente por algunos años entre aquellos infieles, movido finalmente de su propia conciencia, exhortolos a que juntos saliesen a Napo y pidiesen misionero de la Compañía. Salieron muchos de ellos y enarbolaron una cruz en la orilla que sirviese de señal de su buen camino. Reconociola al pasar casualmente por ahí uno de los españoles que acompañan a los misioneros; entró en el monte; comunicó con los infieles, quienes le manifestaron sus intentos. Avisado de ellos el Padre Superior, acudió con la prontitud posible a socorrerlos y amistarlos. Encontró como cien indios de lanza, quienes le dieron noticia de que en las rancherías quedaban más de dos mil almas. Halló que hablaban con poca diferencia la misma lengua que los demás Icaguates; sólo se distinguían de ellos en que iban totalmente desnudos los varones, habiendo los otros Icaguates usado siempre un género de vestido hecho de corteza de árboles que llaman yanchamas. Dejoles por misionero al padre Leonardo Deubler, quien con hartos trabajos dio principio a la reducción y comenzó a doctrinarlos, pero con suceso poco correspondiente a sus fatigas, porque de improviso (no escriben cuál haya sido el principal motivo) se han retirado, obligando al Padre a pasar a otra parte por no verse en un tal desamparo. No obstante esto se espera que con el celo y eficacia de otro misionero que está al presente encaminándose por allá con alguna escolta de indios amigos, volverán aquellos   —189→   infieles otra vez a salir y proseguir con su población, si no es que los ahuyente el miedo de los portugueses, pues pocos meses ha se tuvo noticia que algunos de ellos con pretexto de comercio llegaron hasta el dicho paraje, y por los bosques penetraron hasta San Miguel de Sucumbíos explorando aquellas tierras.

Éste es un breve resumen de lo obrado estos últimos años en el río Napo, que es la parte más trabajosa de la Misión, por más distante de las reducciones antiguas, al mismo paso que abunda más que otra ninguna de infieles. Con alguna mayor felicidad se ha trabajado de nuestros misioneros en las riberas del Marañón, en donde la conquista más gloriosa que se ha empezado siete años ha con más empeño, y se va cada día más y más adelantando, es la de los Yameos, de la cual nos ha parecido conveniente el dar alguna noticia más individual que de las demás. Está situada esta nación entre los ríos Tigre, Marañón y Napo, y es una de las más numerosas que se haya descubierto en aquellos bosques, repartida en cuarenta y más diferentes parcialidades, cada cual con su cacique, a quien obedecen sólo en tiempo de guerra. Son los Yameos de estatura alta, de fuerzas robustas, de genio altivo y alegre, aplicados en alguna manera al trabajo.

Andan desnudos y de ordinario prevenidos de sus armas, que son lanzas, macanas y dardos envenenados. Viven en casas muy capaces, que también les sirven de sepulcro, enterrando en la mitad de ellas a sus muertos. No tenían sino muy confusa noticia de Dios, y aunque la tienen del común enemigo, de cuya comunicación se sirven algunos para sus hechizos, en que son muy diestros. Apenas había entre esos infieles idólatras quien no le conociese o hubiese visto alguna vez en traje de español, industria de que se servía el demonio para ahuyentarlos de la fe. Cuando van solos por los bosques le ven de repente a su lado y los acompaña sin que le puedan apartar de sí. Entra de improviso a sus casas, siéntase en sus redes, y si hay algún moribundo no se aparta de él hasta que expire. Por esto y por las terribles figuras con que   —190→   se deja ver, le temen en gran manera los Yameos infieles, que no así los ya cristianos, quienes así que reciben el Santo Bautismo se ven del todo libres de las persecuciones de este cruel enemigo, como lo confiesan todos, y especialmente un joven llamado Antonio, primer intérprete y compañero de nuestros misioneros, quien refiere cómo muriéndose su padre le encomendó al diablo, que se hallaba presente, para que le acompañase y cuidase de él en toda su vida, lo que fielmente ejecutó el enemigo, sin que el muchacho lo pudiese echar de sí aunque le decía que no necesitaba de su compañía. Esto duró hasta recibir el agua del Santo Bautismo, porque desde ese tiempo se desapareció, y protesta el joven de nunca más haberlo visto. Este conocimiento que tienen del enemigo común ha sido después, por providencia de Dios, uno de los medios más eficaces que hayan conducido para darles alguna noticia palpable de nuestra religión.

Fue conocida esta nación los años antecedentes; pero fue tan corta la noticia, que pasó (en) breve a ser olvido, hasta que habiéndose pasado los Omaguas por el año de setecientos veinte y cuatro a buscar mejor sitio y más saludable para formar su pueblo, hallaron rastro y también algunas gentes de los Lameos, que iban cazando por el monte, y con algunos regalos de herramientas con que los agasajó el Padre misionero de Omaguas se trabó la comunicación y amistad de estos infieles, no sin ganancia de algunas almas y de dos caciques que se bautizaron: con esta comunicación aprendieron algunos Yameos la lengua Omagua y fueron después los intérpretes del primer misionero, el padre Pablo Maroni, quien el año de setecientos treinta salió con poca escolta a buscarlos en lo más retirado de sus montes, sembrados de espinos y abrojos e inundados de las avenidas de los ríos. Antes de llegar a descubrir las primeras casas de esos infieles se oyeron por los aires truenos terribles a cielo sereno, con cuyo estruendo pretendió el demonio amedrentar a esos miserables, dando juntamente voces, según ellos mismos después refirieron, con que los avisaba de que se huyesen a esconderse en lo más espeso de esos bosques,   —191→   porque (decía el traidor) ya vienen sobre vosotros los enemigos a llevar vuestras cabezas y formar collares para su adorno, de vuestras muelas. Llegó finalmente a las casas. Recogió los que se habían retirado por el miedo, y mostrándoles el mayor cariño que le dictaba su celo procuró con regalillos ganarles la voluntad, con tan feliz suceso que no obstante que a la primera entrada trataron de quitarle la vida, en pocos días los tuvo por amigos, y ya instruidos de algunos puntos de religión, valiéndose para esto de unas estampas, en especial de una del demonio, y otra de María Santísima, la mejor patrona de toda la Misión; lo que pudo tanto con uno de los caciques, que teniendo a una hija gravemente enferma la ofreció desde luego al bautismo, e instó repetidas veces para que a él mismo lo bautizase sin más dilación, a fin de librarse de las vejaciones que padecía de continuo del infernal enemigo. Procuró el Padre para su constancia empezasen desde luego a poblarse en las orillas de Ytayay, a lo cual dieron al punto principio derribando el monte a vista del Padre con grande gozo y algazara, aunque después se tuvo por más acertado se poblasen en cercanía de Omaguas, juntamente con otras dos parcialidades de la misma nación que forman hoy una población mediana con el nombre de Santa Ana de los Patibas. En juntándose con los mismos Omaguas, como se espera con el tiempo, se conseguirá sea más firme su conversión.

Aún más feliz fue el suceso de otra conquista que emprendió el mismo misionero en las cercanías del río Tigre, en donde halló tres o cuatro ranchos con algunas familias, que fueron los gloriosos cimientos de un nuevo pueblo que tiene la advocación del beato Regis: sobre estos cimientos trabajó con tanta felicidad el padre Pablo, que en pocos días fabricó iglesia, dispuso las sementeras y formó una reducción de doscientas almas, dejando en flor aún más crecidas esperanzas. Los niños de doctrina llegaron a cincuenta. Después de algún tiempo, por muerte del cacique principal se pasó este pueblo a sitio más oportuno, media legua más abajo, a la orilla del Marañón, donde asiste al presente la mayor parte   —192→   de aquella nación. Viendo el Padre las abundantes mieses que producían esos montes, salió a buscar enfrente del río Ucayale nuevos Yameos. Halló una laguna que parecía acomodada al intento de formar un nuevo pueblo, y tenía ya principios de él, aunque muy cortos, en unas pocas familias que allí habitaban. Animado, pues, de principios tan dichosos, se entró alegre a los bosques, en donde halló esparcidas algunas parcialidades que, atraídas de los regalos, prontamente le siguieron. El que mostró alguna resistencia fue un cacique llamado Teñiu, quien revestido de soberbia y altivez respondió que sentía pereza de salir de su retiro, ni quería fiarse a unas mentirosas promesas. Sonriose el Padre de la respuesta, y sacando unos abalorios y anzuelos con que regaló a los hijos y mujeres del cacique, ganole la voluntad de suerte que prometió de ir cuanto antes a poblar donde quisiese el Padre con toda su gente, lo que ejecutó tan pronto y fiel que no ha habido después entre los Yameos otro que mostrase más sujeción y confianza al Padre, a quien por lisonja de cariño y por su edad llamaba hijo. Las almas que componían esta otra reducción, que se llamó de San Miguel, llegaron a ciento y veinte, y entre ellos cuatro caciques; pero reparándose lo malo del sitio, por causa de las crecientes, se buscó otro más apropósito en las orillas del Marañón, a donde iba agregándose mucha más gente. En este tiempo enfermó de peligrosa y larga dolencia el padre Pablo Maroni, sin dejar esperanza de alivio a los Superiores, quienes juzgaron necesario sacarle de tareas tan amadas, sustituyendo para misionero de los Yameos el padre Carlos Brentano. Éste, valiéndose de los mismos medios que su antecesor, procuró regalarlos con hachas y herramientas, que son los instrumentos que labran en esos bárbaros corazones la confianza y la fe, y los anzuelos que pescan más almas, como sucedió a un indio, quien para merecer un hacha trajo tres caciques con sus parcialidades al Padre, pidiendo como premio de su empresa la herramienta prometida. Puso el nuevo misionero su primer cuidado en catequizar los adultos de los dos nuevos pueblos y enseñarles alguna policía cristiana. Trató con todo el fervor que le sugería   —193→   su celo, de aumentarlos, principalmente el de San Miguel, en que de ordinario residía. A este fin, en diversas ocasiones salió a buscar en nuevos bosques y nuevos ríos almas que vivían en ellos a manera de brutos, rompiendo su valor montes de dificultades, de abrojos y de peligros. Encontró de ordinario fuera de madre los ríos, que vadeaba con grande riesgo, y anegados los caminos de lodos y pantanos; pero todo se le hacía dulce con la vista del fruto copioso con que le consolaba Dios, así en niños bautizados como de adultos que en gran número le siguieron, poblando a San Miguel de nuevos vecinos y al Cielo de almas Yameas. Pero cuando más crecían las esperanzas y los trabajos permitió el Señor una tempestad que deshizo este nuevo pueblo de San Miguel, originada de varias enfermedades que acobardaron a estos neófitos, obligándolos a retirarse de nuevo a sus escondrijos, que por ser temple nativo experimentan más favorables. Pero la causa principal de este desgraciado suceso fue la falta de mantenimiento y la apostasía de un soberbio cacique, quien con su autoridad pudo fácilmente persuadir a los demás que desamparasen el sitio, y a los que quedaban en los bosques que permaneciesen en sus retiros. Los pocos que quedaron en San Miguel, y otros que volvió a recoger el celo del padre Carlos, se pasaron al otro pueblo del beato Regis. Al cacique alborotador castigó Dios, de allí a poco tiempo, con una desastrada muerte.

En todas estas espirituales conquistas tuvo mucha parte el celo del padre superior Juan Bautista Julián, quien cooperó con todo el esfuerzo a la conversión de esta nueva cristiandad, participando de los trabajos en los dos fervorosos misioneros. Parece que Dios será servido de allanar en estos tiempos las dificultades para la reducción de toda esta nación, porque nos da señales de que tiene a muchos de ellos para predestinados, como se colige de varios sucesos, y especialmente de una india casada de más de cincuenta años, quien arrojada de su marido a perecer en el monte, estando ya consumida del mal, vino parte arrastrándose, parte cargada de una hermana suya, al pueblo de Omaguas, en donde después de   —194→   bautizada, riéndose y dando muestras de alegría, murió, inspirando Dios al Padre que la llevaba a enterrar que en vez de cantar el Miserere rezase el Laudate. También estos Yameos salen muchas veces por su voluntad y por instinto de Dios, de los bosques, en busca de los Padres, y cuando éstos van a convidarlos en sus propias casas se rinden luego, sin que se haya usado la menor violencia para sacarlos. Muéstranse agradecidos a los agasajos de los Padres y muy sujetos, procurando según su alcance asistirlos en lo que pueden. Hacen comúnmente mucho aprecio del bautismo, y aunque son pocos los que alcanzan ser éste el remedio de sus almas, lo tienen por eficaz contra los males del cuerpo. De ahí es que, enfermando los niños, llévanlos espontáneamente al Padre para que los bautice, y quisieran que cuantas veces enferman otras tantas los bautizase, y parece que Dios coopera a su fe, pues muchos niños gravemente enfermos y aun moribundos, con sola el agua del bautismo han recobrado la salud. También reconocen por eficaz remedio de sus males el agua bendita de Nuestro Santo Padre Ignacio y San Javier, que ha obrado entre ellos gracias prodigiosas parecidas a las que referimos arriba hablando de las reducciones antiguas.

Esto es lo que se ha trabajado en estos últimos años en la conversión de los Yameos. No ha sido de menor consuelo lo que obró el padre Nicolás Schindler, misionero Omaguas, en orden a la reducción de los Pebas. Llegaron algunos de estos infieles dos años ha a la reducción de San Joachim con deseo de hacerse cristianos. Añadiéronles nuevas ansias de cariños con que los trató el Padre, quien por no perder una ocasión tan oportuna de reducir a esos gentiles bajó con ellos a visitar en las tierras y los halló que ya estaban disponiendo su pueblo a las orillas de un riacho llamado Chiquita, que entra en el Marañón un día y algo más de camino abajo de la boca del Napo. El sitio es de los más divertidos y acomodados que hay en toda la Misión. Muy alegres los infieles con la venida del Padre le prometieron juntarían cuanto antes a todos sus parientes y otras naciones cercanas   —195→   y aliadas. Alentolos el Padre con sus persuasiones y regalos, y consagrando aquel sitio con enarbolar una cruz, dio a la nueva reducción el nombre de San Ignacio de los Pebas. Esperamos que con el tiempo ha de ser una de las mejores reducciones del Marañón, si no es que la codicia de los portugueses desvanezca nuestras esperanzas y lleve a aquellos miserables después de recogidos, al matadero, conforme sucedió pocos años ha con la nación de los Mayorunas, que vivían a la otra banda del Marañón, fronteros con los Pebas. Habiendo nuestros misioneros con harto trabajo amistado aquellos bárbaros con esperanza de entablar con ellos cuanto antes una numerosa reducción, entrados a sus tierras con mano armada dichos portugueses, parte los llevaron cautivos al Pará, en la cual jornada muchos se murieron sin bautismo, y parte ahuyentaron a lo más retirado de los bosques, a donde es muy dificultoso pueda por ahora penetrar el celo de nuestros misioneros.

Algunas reliquias de esta nación que habían quedado esparcidas por los bosques más arriba del Napo, recién el año pasado el padre Nicolás volvió a amistar con intentos de poblarlos.

Este mismo Padre, según nos avisa en sus cartas, estaba también disponiendo pocos meses ha, en compañía del Padre misionero de los Yameos, una entrada al río Nanay, a fin de recoger algunas parcialidades más remotas de los mismos Yameos y amistar juntamente a otra nación muy valiente que llaman de los Pucahumas o Iquitos, y se extiende según dicen desde el Tigre hasta el Curaray. Como que este Padre ha sido recién nombrado Superior de toda la Misión, esperamos que con más empeño que nunca proseguirá adelantando estas nuevas conquistas, no obstante los muchos estorbos que aún quedan que apuntar y han sido el motivo de que no se haya cogido cosecha más abundante de almas en aquellos bosques.



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ArribaAbajoIII.- Estorbos que dificultan el adelantamiento de las misiones

Aún más felices sucesos de mayores conquistas pudiera encerrar esta breve relación, si nuestras misiones no padecieran gravísimos estorbos que atan las manos de los misioneros y secan no pocas veces la mies en flor. Uno de los principales es la falta de operarios, común sin duda a toda esta provincia; pero en ninguna parte tan sensible como en las misiones, por la perdición que de aquí se origina de muchas almas y desconsuelo de los pocos misioneros que viven en aquel triste retiro apartados los unos de los otros muchas jornadas de camino, sin poder comunicar entre sí sino sólo de tarde en tarde. ¡A qué dicha mayor pudiera aspirar el celo de los que se divirtieron de las conveniencias más apetecibles de esta vida para atender a la salvación de aquellas pobres almas,   —198→   como el poder libremente correr a conquistar gloriosas de infieles! Pero un prudente recelo, no sea que en su ausencia padezcan notable detrimento las reducciones antiguas que están a su cargo, les ataja muchas veces los pasos, pues a más de las invasiones y visitas de portugueses que siempre son para temer, tal es el genio y natural de aquellas gentes, que en ausentándose, aunque sea por pocos días el Padre, abandonan luego al punto pueblo e iglesia, con todo lo demás; ni es tan fácil después el volver a recogerlos y enmendar los desórdenes que entre tanto quizás acontecieron.

Añádase a esto la falta de escolta de alguna gente española que acompañe con armas defensivas a los misioneros cuando entran a provincias infieles y asista al entable de las reducciones, industriando y alentando con discreción y eficacia los nuevos moradores al trabajo de que tanto aborrecen, enseñándoles con su ejemplo acudir a la iglesia y doctrina, obedecer y respetar al Padre; en fin, sirviéndoles de freno para que ni se atrevan a algún desacato, ni sean tan inconstantes y fáciles a volver como bestias a sus querencias y escondrijos, llevándose la herramienta y párvulos bautizados y dejando al misionero en un total desamparo. Sin esta escolta y ayuda de españoles apenas hay que esperar cosa de provecho y subsistencia en la reducción de aquellos bárbaros, según nos aseguran todos los prácticos y podrá cualquiera fácilmente colegir de lo que diremos después acerca de la disposición y natural de aquella gente.

Por falta de escolta se han visto también precisados nuestros misioneros a desistir por ahora de la conquista de algunas naciones que a más de su natural fiereza e inconstancia tienen el sobrescrito de alzadas y apóstatas, cuales son los Jíbaros, Pirros, Cunibos, Abijiras y otros, que los años pasados mataron alevosamente a españoles, indios y algunos de nuestros misioneros. El querer entrar a sus tierras con escolta de solos indios cristianos fuera un entregarse probablemente al cuchillo sin provecho alguno, antes bien con peligro de alborotos y perder lo restante de la Misión. A más de que la experiencia nos enseña que nuestros indios, en faltándoles   —199→   caudillo español que los anime y dirija, fácilmente se acobardan y desamparan la empresa y misionero en lo mejor de la jornada, pretextando excusas frívolas de que les faltó el avío, perdieron el camino y otras semejantes. Por lo contrario, con tres o cuatro españoles que los acompañen con armas de fuego, cobran al punto grandes alientos y se muestran prontos a cuanto dispusiere el misionero. Del mismo modo los infieles siguen prontamente al Padre, ejecutan cuanto se les manda, no se atreven a armar sus traiciones y emboscadas y se efectúa en pocos días lo que no se alcanzara en muchos años con ayuda de solos los indios.

Con la falta de escolta conspira también la falta de Gobernador ejemplar, celoso y desinteresado, cuales han sido en especial los tres primeros de la ilustre familia de los señores Vaca y Cadena, vecinos de la ciudad de Loja y conquistadores de la provincia de Maynas, a cuyo celo no menos que al de sus misioneros se reconoce la Compañía deudora de casi todas las reducciones antiguas y otras que se acabaron con el tiempo.

Como algunos años por acá, o ha faltado del todo Gobernador, o los que ha habido no han mirado las Misiones con el amor, celo y desinterés que los primeros, entre otros desórdenes que de allí se han seguido, los vecinos de Borja se han ido disminuyendo poco a poco; se han introducido en aquellas tierras, a pesar de los Padres, algunos mozos poco fieles a Dios y al Rey, que han servido más de estorbo que de ayuda a la conversión de los infieles. Los portugueses han ejecutado cuanto les ha sugerido su insaciable codicia. En fin, muchos apóstatas han quedado sin castigo. Los gentiles sin freno y los Padres sin ayuda y amparo. Ni hay que omitir aquí la pobreza y falta notable de medios que se ha experimentado en especial estos años, y son indispensables para la formación de nuevas reducciones y conservación de las antiguas, pues uno de los medios importantísimos para atraer a aquellos bárbaros a vida racional y cristiana es el repartirles de continuo con mano liberal cuanto piden   —200→   y necesitan, en especial herramientas, muy costosas en estas partes, y es lo que más apetecen, para hacer sus casas y sementeras. Añádense a esto los gastos precisos para el adorno de las iglesias, vino y harina para las misas, vestuario para los misioneros, algún regalo para los españoles que los acompañan, avíos muy costosos para los que entran y salen de la Misión y otros gastos semejantes. Para todo esto son cortísimos los medios que tiene la Misión. Limosnas, ninguna; los cortos censos que dejaron algunos bienhechores, casi incobrables; los géneros que se recogen en la montaña, pocos, y al presente de ninguna estimación. El único refugio para todos estos gastos fuera la renta y socorro de doscientos pesos que desde el año de mil setecientos diez y seis Su Majestad, que Dios guarde, con su católica magnificencia mandó se diese todos los años a cada misionero, y otros doscientos de avío a los que entran a la Misión.

Pero ¡qué dificultades no se ofrecen en la cobranza, pretextando los Oficiales Reales mil imposibles, sin reparar que Su Majestad en la Cédula manda que se satisfaga precisa y puntualmente de los efectos más seguros de su Real Hacienda, no excusándose de hacerlo con motivo ni pretexto alguno!

A lo cual se puede añadir que de este descuido se sigue muchas veces el embarazarse o retardarse la conversión de muchas almas.

Los que cuidan de esta cobranza se han visto precisados las más veces admitir géneros de poco provecho para la Misión y a precios muy subidos, de donde se ha seguido el malograrse notable parte de la renta. Esperamos que Su Majestad Católica, compadeciéndose de tantas miserables almas, se servirá mandar se asegure mejor dicha congrua, con favorable respuesta a la petición y súplica que presentaren sobre este asunto los Padres Procuradores de esta provincia.

Éstos son los principales estorbos que padecen y remedios de que más necesitan nuestras misiones, para   —201→   cuya mejor inteligencia apuntaremos aquí algo más en particular, así las dificultades que se ofrecen en poblar a los infieles, como también los daños que causan a toda la Misión las repetidas invasiones y visitas de los portugueses del Gran Pará. Tocante a los infieles, la mayor parte de las naciones que quedan aún para conquistar viven, no solamente distantes de las reducciones antiguas, mas también del mismo Marañón y otros ríos más conocidos, que son las sendas que siguen de ordinario los predicadores evangélicos. Su natural tímido y sospechoso, y que en el huir el comercio racional tiene su color de fiera; las enemistades que entre sí fomenta la contrariedad de los ánimos, la facilidad y malignidad de hechizos, la diversidad de costumbres e idiomas, y, finalmente, el horror con que miran a los españoles, y no sin razón sobrada a los portugueses, son los motivos que tienen para acogerse a lo más espeso de los bosques y partes más remotas de los ríos, adonde el sitio desconocido, el lugar, o áspero, o cenagoso, la distancia del camino, les sirva de muro y defensa.

Para amistar, pues, a esos miserables y comunicarles alguna luz de nuestra cristiana religión, es preciso que el misionero, a modo de cazador, ande peregrinando muchos días y aun meses por los bosques, vadeando ríos, rompiendo espesuras, penetrando ciénegas y lodazales, fiado a la Providencia y (al) mantenimiento de que es capaz un bosque que sólo en las orillas de los ríos grandes abunda de frutas y cacerías, hasta encontrar con una u otra ranchería de infieles, pues no sólo las parcialidades, sino también las familias mismas, viven apartadas las unas de las otras muchos días de camino. En viéndose ellos descubiertos, como quienes aún no conocen su dicha o recelan alguna hostilidad, procuran inmediatamente asegurarse con la fuga, o se ponen en emboscadas con designios de matar a sus caritativos huéspedes. Entonces el misionero, si las circunstancias no le persuaden lo contrario, fiado en el amparo de Dios procura seguirlos, y destacando de su escolta algunos indios que sirvan de intérpretes, en compañía de algún español, los envía   —202→   por delante para que con señales de cariño y de paz y con promesas de regalos los sosieguen y detengan.

Otras veces, y es lo más acertado para evitar emboscadas, marchando delante algunos indios de más brío con el cabo español, en lo más obscuro de la noche se acercan con sumo silencio a las rancherías de los infieles, y al amanecer, cuando están muy descuidados, entrando en ellas de repente, les quitan o aseguran las armas, y sosegándolos con algunos regalos y muestras de cariño les dan a entender mediante los intérpretes cómo se va llegando el Padre con intención de hacer con ellos las amistades, ampararlos contra las violencias de sus enemigos, proveerlos de herramientas y enseñarles el camino del cielo.

Con esto, lo que de ordinario sucede es que, sosegados y alentados con aquellas promesas, van ellos mismos libremente a encontrar al Padre, quien recibiéndolos cariñosos y regalándolos liberal, les quita al punto mucho de su fiereza, con que ya menos temerosos comienzan a tratar familiarmente con él y gente cristiana que tiene en su compañía, dándoles noticia de sus parciales, ofreciéndose prontos a combatirlos y traerlos en su presencia, y siguiendo al Padre muchas jornadas hasta su reducción, si no es que esté muy distante. Mayor es la dificultad que se experimenta en amistarlos cuando entre nuestros indios no se halla quien tenga noticia de su lengua para hablarlos y darles a entender los intentos que lleva el misionero para su alivio, como sucede las más veces, por ser aquellos bosques, así como en las cosas, varios, así en las lenguas de cada gente una confusión, artificio que parece haber discurrido el infernal enemigo para dificultar más y más la conversión de aquellas almas. En este caso, el único medio para allanar la dificultad es coger algunos muchachos de aquella nación descuidados en sus sementeras o cacerías, conforme disponen las Ordenanzas Reales, y llevarlos provechosamente engañados a nuestros pueblos para que con la crianza y comunicación entren en alguna policía y en   —203→   la lengua de los ya cristianos, y después sirvan de guías e intérpretes para amistar a los demás de su nación.

Vencida de esta manera la dificultad que hay en amistarlos, otras muchas se ofrecen en recoger los esparcidos y poblarlos en sitio competente donde puedan ser instruidos del Padre en la fe y cristianas costumbres. Los que trataron infieles sólo de paso, al ver cómo después de amistados, llamándolos a algún puerto u orilla del río al sonido de las hachas que tanto apetecen, acuden de buena gana a verse con el Padre, y recibir sus regalos, dando de balde palabra de reducirse a pueblo, juzgaron no ser menester más para concluir su conversión sino que algún misionero se anime a vivir constantemente entre ellos y los vaya poco a poco doctrinando en la fe con toda la blandura posible. Mas los experimentados que pasaron sus mejores años en semejantes conquistas de infieles, confiesan unánimes ser tales las dificultades que se ofrecen al poblarlos, especialmente por la falta de ayudas que hay al presente para esto, que mucho hará el más fervoroso, después de alguna experiencia, a no dar por desesperada la empresa.

Como para dar principio al pueblo es preciso derribar parte del monte, prevenir sementeras, edificar casas e iglesia, aquí es donde crece en la natural flojedad de esos miserables un imposible, porque siendo ellos de genio tan dejado, perezoso y haragán, que nada que en eso se pondere es exageración, al oír que se trata del trabajo los más se acobardan, de manera que ya intentan volver a sus retiros a gozar de su amada ociosidad. Cuando más darán muestras de querer ejecutar los mandatos del Padre hasta hacerse dueños de la herramienta, y con ésta, si no hay quien los ataje los pasos, se volverán de repente a sus cuevas, de donde toda la blandura y promesas imaginables no serán bastantes para volver a sacarlos.

A la pereza se añade el odio y enemistades con que por lo común viven entre sí reñidos, por donde el uno aborrece la vecindad del otro, habitando muchas veces aun el padre, del hijo, y el hermano, del hermano, apartados   —204→   largo espacio de camino, y juntándose sólo en ocasión de sus borracheras, que se rematan comúnmente con sangrientas muertes y despojos, en que se llevan los unos a los otros cautivos los hijos y mujeres. De aquí es que así que el Padre procura de juntarlos en un pueblo, se resisten muchos alegando sus antiguas riñas y enemistades, queriendo los unos se funde el pueblo en un sitio más acomodado a su capricho, otros en otro. Cada uno quisiera mandar; nadie quisiera obedecer, principalmente sus émulos y contrarios. No dejara de facilitarse algo la empresa si cada parcialidad siquiera tuviese su caudillo a quien obedecer; pero aun este alivio falta en muchas de ellas, porque, o no tienen cacique, o si le tienen es tan corta su autoridad y jurisdicción que no tienen otro mando que el de su casa, y sólo en ocasión de borracheras y peleas tienen algún séquito por la fama que le asiste de valiente y grande hechicero. Vencer, pues, estos estorbos, claro está que ni es obra de pocos días, ni es fruto de pocos cariños, sino largo esfuerzo de una paciencia y sufrimiento apostólico, que llevando por empeño al poblar estos bárbaros, vuelva muchas veces a buscarlos y sacarlos de sus retiros, repita los convites y agasajos, añada a veces algunas amenazas, no se indigne de humillarse a sus toscos tratamientos; y no será poco triunfo si, después de todo esto, finalmente algunas familias se entregan obedientes al Padre para que pueda formar de ellos el pueblo que pretende.

Ya con esto pudiera parecer llano el camino de su conversión si no enseñara la experiencia haber otras dificultades no menores en mantenerlos constantes en lo comenzado e introducir en el nuevo pueblo algún modo de vida racional y cristiano. Si el misionero, por motivos precisamente urgentes y aun conducentes al bien de sus neófitos, se ausenta por algún tiempo de la nueva reducción, ellos también, sin otro motivo que el de su capricho, desamparan el sitio y vuelven con ansias a sus antiguas moradas. Si el misionero reside constante entre ellos, ofrécese un imposible a su flojedad, pues siendo preciso que éste tenga su mantenimiento, que rara vez puede llegar de otros pueblos cristianos, así por la distancia   —205→   como por otros conocidos inconvenientes, claro está que a quienes son tan descuidados en el propio sustento procederá un trabajo imposible el procurar lo ajeno.

Mirando, pues, ésta como carga imposible a su genio, muchas veces, cuando parecían menos sospechosas las esperanzas, improvisamente desamparan al pueblo y al misionero, sin dejarle otro remedio de sus necesidades que la Providencia.

A más de esto es imponderable la repugnancia que demuestran para juntarse a aprender las oraciones y catecismo, si no es en los pocos primeros días en que, llevados de la novedad y mucho más de la esperanza de algún regalo, acuden con bastante prontitud y frecuencia, repitiendo como papagayos aquello que les dice el Padre, sin ninguna señal de devoción y aprecio. Pero ni los regalos son inagotables, ni la curiosidad puede durar con el uso continuo de algunos días; por eso, desabrido ya ese primer apetito, no gustando de semejante espiritual entretenimiento, se quedan entregados a la ociosidad en sus casas, sin que haya medio de cariño que baste para atraerlos otra vez a la iglesia a aprender lo que tanto les importa. No dará entonces por mal logrado su celo el misionero si pudiere juntar a los niños y muchachos para entretenerse con ellos enseñándolos a persignarse y repetir algún punto del catecismo. Que si es tanta la dificultad que se experimenta en querer doctrinar, a los adultos con suavidad y discreción, ¿quién no reconocerá peores consecuencias y peligros si el misionero procura quitarles aquellas costumbres viciosas y supersticiosas, gentílicas, contrarias del todo al Santo Evangelio, que aprendieron desde su niñez y practicaron en lo demás de su vida brutal? Como son las embriagueces de muchos días, único regocijo de estos infelices; el comercio con el común enemigo, los abusos y supersticiones, la costumbre de vivir a manera de gitanos, trasplantando a cada paso su morada de un sitio para otro; la facilidad en matarse por motivos dignos de risa, y en particular la muchedumbre de mujeres, que así como es   —206→   el punto más crítico, así también es para ellos la cosa de mayor gala y de más aprecio. Por eso los que tienen fama de nobleza y señorío mantienen a su lado para sus torpezas tres o cuatro y aun siete y más mujeres. Son tan hondas las raíces que ha echado en estos vicios la pobre gentilidad, que aun antes de experimentar el golpe, si llega a sospechar que el Padre quiera en algún tiempo cortarlas, ya toda se estremece, y recelos de lo que puede y debe ser de cautela con la fuga, retirándose a sus incultos antiguos abrigos, aun después de haber vivido, algunos años en poblado.

Ni vale para remedio de éstos y otros desórdenes que el misionero desenvaine en fervorosas pláticas toda la eficacia de su celo, exagerando la necesidad suma de la salud eterna, demostrando la existencia de un Señor Supremo y poderoso, que es Dios; los premios que promete a los que obedecen a su ley, los castigos que tiene prevenidos para los malvados en el infierno y otras verdades semejantes. Todo esto que para gente de razón fuera lo más conducente a su reducción, para estos neófitos es materia de risa, pues como son tan rudos, nada entienden, nada creen, y cuando más fervoroso el Padre piensa que le oyen y atienden a su plática, le interrumpen de repente, o con preguntas impertinentes o, pidiéndole, ya un cuchillo, ya anzuelos, ya hachas, ya agujas, ya machetes, dejando todo el fervor del sermón helado con tan frías propuestas. Juzgan los miserables ser nuestras verdades unos sueños y fábulas, o invención del misionero, de quien no pocas veces se persuaden ser un embustero que pretende con esos cuentos tener quienes le sirvan, le fabriquen casa y trabajen las sementeras. Este concepto forman esos gentiles porque es ninguno el conocimiento y aprecio que tienen de Dios, de las almas y de las cosas eternas, reputando por única bienaventuranza la que hay en su vida torpe y brutal.

De aquí podrá fácilmente colegir cualquier prudente lo arduo de esta empresa, discurriendo aun otras dificultades que se omiten para evitar la prolijidad; tales y tantas, que en lo humano parecen no puedan tener remedio.   —207→   Que si hay alguno que pueda en algún modo allanar tantos estorbos, éste no es otro sino el que dejamos arriba apuntado, y es que los misioneros que van de propósito en busca de infieles estén siempre asistidos de alguna escolta de españoles honestos en sus costumbres y desinteresados en su intención, cuya vida sirva de ejemplo y cuya obra sirva de principal instrumento para la reducción de los infieles. Error es y temeridad por falta de experiencia (según dice en su Informe uno de los primeros misioneros del Marañón, el venerable mártir Francisco de Figueroa) si no es por milagro que Dios obre, el tratar de predicar y entablar cosa de importancia en estas gentes sin escolta y brazo de españoles, porque la misma brutalidad y costumbres fuera de razón de estos indios en que se crían, está clamando por justicia que los gobierne, corrija y reprima.

Aun mejor se da a conocer la necesidad de escolta que constantemente asista siquiera en algún pueblo más inmediato a las tierras que ocupan al presente los portugueses del Gran Pará, por las invasiones o insultos que ha padecido y padece casi de continuo nuestra Misión, de tan malos vecinos, quienes por lo que toca a su parte la tienen poca menos que destruida. Estos perversos católicos con nombre de portugueses que indignamente blasonan, teniendo por término de su jurisdicción y conquista su insaciable codicia, atropellando las leyes pontificias y los derechos de Castilla, y aún más las leyes de Dios y la Sangre de Jesucristo, desde el fin del siglo pasado hasta estos postreros años han acometido repetidas veces con armas, en especial toda aquella parte de nuestra Misión que desde la boca del río Napo hasta la boca del río Negro florecía en treinta y ocho pueblos. Habíalos fundado el gran celo del venerable padre Samuel Fritz con tan buen orden y tan numerosos, que no hubiera en la América Misión tan gloriosa como ésta. Subieron desde el Pará escuadras de portugueses y ladrones, llevando no pocas veces por caudillos de sus crueldades a unos religiosos carmelitas. Destruyeron los pueblos, arruinaron las iglesias, robaron las cosas sagradas, obligaron con desacatos   —208→   y amenazas a que nuestros misioneros se retirasen al Marañón Superior; ahuyentaron a muchos de los indios; a los más, después de indignos maltratamientos, llevaron presos y esclavos al Pará; entregaron a los padres carmelitas los pueblos, tan destrozados que solos cinco quedaron, y éstos muy faltos de gente. Esto ha ejecutado la piedad de los portugueses de Pará contra esas nuevas plantas del Marañón, y sin que valgan las súplicas, las protestas y las lágrimas, ejecuta aún el día de hoy semejantes insultos, permitiendo a los piratas y a una chusma insolente de mamelucos desalmados y criminosos retraídos en el Pará, que corran por todo ese río talando la fe, saqueando pueblos, haciendo estragos de pobres indios fieles e infieles, sacando de sus retiros y ranchos a muchos para esclavos de su codicia y crueldad.

Aún no hace cinco años que un portugués enviado por fray Juan de la Concepción, misionero carmelita de San Pablo, aldea distante de Napo como seis días de camino, subió hasta el río Ytayay con intención de llevarse a los Yameos recién amistados: acudió nuestro misionero de Omaguas a persuadirle que desistiese de su intento; pero no sacó de él otra cosa que desprecios y altiveces con que le amenazaba de dejarle desamparado en una playa sin remeros y sin barco.

Otros dos sujetos valientes, parece que apadrinados de los padres carmelitas, cuatro años ha tuvieron el arrojo de subir hasta Santiago de la Laguna, cabeza de nuestras Misiones, con vanos pretextos, esparciendo voces con que amedrentaron a los indios, a quienes decían que en breve subiría una tropa portuguesa, a llevarse a cuantos pudiesen cautivos al Pará. Lo mismo intentaron tres años ha dos cabos de la armadilla que anda al presente por el río Negro a caza de indios, pretextando que querían entablar comercio con los vecinos de Borja y otras   —209→   ciudades cercanas a nuestras Misiones. Lo que negociaron con sus malas artes fue que se huyesen atropelladamente de San Joaquín de Omaguas casi todos las Yumiraguas que vivían pacíficamente en aquella reducción. El mismo año, un negro, Capitán de San Pablo, entrado con algunos mamelucos de aquella población en el río Mutanay, ahuyentó de sus tierras a los Mayorunas, nación muy numerosa y recién amistada de nuestros misioneros, según apuntamos en otro lugar; mató algunos de ellos a balazos, dando asalto a sus rancherías, y a otros llevó por esclavos al Pará, conforme había hecho poco antes el mismo misionero de San Pablo con los Ticunas después de haberlos sacado con engaño de sus retiros. Lo mismo poco ha intentaron hacer otros portugueses con los Caumarís y Pebas, y dos de ellos tuvieron el atrevimiento de subir por Napo y Avaricu hasta la provincia de Sucumbíos, echando mil valentías y amenazas al pasar por nuestras reducciones de Payaguas e Icaguales, a quienes sin duda hubieran llevado por esclavos si nuestros misioneros no los hubiesen amparado con entereza apostólica. Los motivos con que pretenden colorear éstas y otras violencias semejantes, suelen ser, como ellos dicen, los Derechos Reales de la Corona de Portugal, y los particulares de los misioneros carmelitas, que pretenden se extiendan por todo el río Napo; pero son tan inútiles y frívolos, que muy bien echan de ver ellos mismos la ninguna subsistencia que tienen. Es tan claro el derecho de Castilla sobre estos países del Marañón, como lo son las palabras de la Bula de Alejandro VI, quien señala por línea de división entre los dominios de Castila y Portugal el meridiano que pasa por la ciudad del Gran Pará; como se saca claramente tirando una línea de Norte a Sur doscientas y setenta leguas en distancia del Cabo Verde o islas de los Azores.

Ni aprovecha lo que añaden alegando la prescripción de algunos años, y que un portugués fue el primero que descubriese esas regiones. Lo segundo, a más de ser falso, porque el primero descubridor fue Francisco Orellana, castellano, de donde dieron muchos el nombre de   —210→   Orellana al río Marañón, no puede fundar derecho, porque Texeire, portugués, a quien hacen primero descubridor de estos países, descubriolos en nombre del Rey de España, enviado de la Real Audiencia de Quito, pues en ese tiempo Castilla y Portugal obedecían a Felipe IV, quien así que se dividió Portugal de Castilla por la elección del Duque de Berganza, protestó que esos países pertenecían a su Real Corona de Castilla. Lo primero, no pueden negar que no hay prescripción legítima cuando el poseedor es de mala fe, y mucho menos la puede haber contra un Decreto pontificio que señala división de dominios; y, finalmente, no la hay cuando la parte contraria protesta su derecho contra la opresión, como consta haberse hecho repetidas veces en nombre de Su Majestad Católica por los Presidentes y Gobernadores de estas partes y por los Padres de la Compañía. Por lo que toca a los derechos particulares, también no tienen título para su pretensión, pues los primeros misioneros que descubrieron estos países fueron de la Compañía, y el primero que comenzó a doctrinarlos y reducirlos a vida racional y cristiana, fue, por el año de 1688, el padre Samuel Fritz, como consta de informes auténticos que se han hecho repetidas veces, por lo menos en todo aquello que se extiende hasta el río Negro. Esto nadie lo ignora, como también que nuestros malévolos, viendo que los misioneros jesuitas eran el único atajo de su codicia, procuraron echarlo de sus misiones, introduciendo en su lugar a los padres carmelitas, cuyo celo ha sido tan grande que en poco tiempo por su influjo se han despoblado todos esos ríos y montes y arruinado los pueblos, para enviar esclavos al Pará, lo que ni es ni puede ser calumnia, por ser cosa tan notoria que aun algunos piadosos portugueses del Pará se escandalizan, y todos saben lo sucedido en este punto con diversos de esos religiosos, quienes en vez de cuidar de sus feligreses, o los ocupan de continuo en buscar géneros para tratar y contratar, o los venden por esclavos, contentándose con echarles el agua del Bautismo en el artículo de la muerte, después de malamente doctrinados en una lengua que los más ignoran. La insuficiencia de estos motivos muy bien   —211→   descubre el único que tienen los portugueses del Pará en sus invasiones, que es la codicia de tener hartos esclavos que les sirvan de balde en sus casas y labranzas. Es el Pará un país tan desdichado que fuera a propósito para destierro de un malhechor. Sus cercanías y comarcas son de su naturaleza muy estériles, y por el continuo trajín de gentes, consumidas, sin otro comercio que de los azúcares y del cacao; oro y plata apenas se ve en ese país, y mucho menos la hay para comprar negros de Guinea. Las regiones que median entre el Pará y río Negro, por las continuas sacas de indios y muertes están casi desiertas. Por lo contrario, las tierras que baña el Marañón desde Napo hasta el río Negro, y mucho más las de arriba, donde están al presente nuestras misiones, abundan más que ninguna de naciones y de cacao.

Su desdicha y su codicia les ha hecho atropellar con todo lo divino y humano. Les ha cohechado teólogos que afirmen debajo de unos colores inútiles ser lícito hacer esclavos a todo género de indios, contra la sentencia de Paulo V que fulmina descomunión reprobando opinión tan absurda; contra repetidas Cédulas y mandamientos de sus mismos Reyes de Portugal, que les permiten sólo el rescatar sin violencia alguna los que están en poder de infieles comedores de carne humana, cuales muy pocos son los que se hallan hoy en el Marañón; en fin, contra los clamores y protestas de los misioneros de la Compañía, de su misma nación, a quienes han perseguido siempre y persiguen por defensores de la libertad de los indios, conforme se colige de lo que refiere en sus sermones el célebre padre Vieira, quien si viviera al presente, al ver multiplicados los desórdenes y crueldades que procuró atajar con todo el esfuerzo de su celo, redoblara, sin duda, más que nunca sus clamores y quejas.

Bien se ve que todos estos desórdenes impiden los progresos de nuestra Misión, la salud de tantas almas, y necesitan de pronto eficaz remedio para evitar el que no dé gritos la sangre de un Dios y de tantos infelices que perecen. Ni tienen aquí que replicar los políticos, que pues aquellas tierras están en poder de católicos y tienen   —212→   misioneros, cualesquiera que sean, poco importa estén sujetas al dominio de Portugal o al dominio de Castilla; ya que no tiene que esperar la Real Hacienda provecho alguno, antes bien mucho gusto de su recuperación, porque, según lo dicho, cada cual puede claramente echar de ver que permaneciendo aquella región en poder de los portugueses, aunque católicos, a más de que irán cada día más y más entendiendo sus crueldades, pretensiones y dominios, hasta introducirse en lo más interior del Perú; de la perdición de tantas almas que acontece estando éstas en poder de los portugueses del Pará, no puede no seguirse un cargo gravísimo a los Reyes Católicos de Castilla, a quienes los Sumos Pontífices hicieron donación de estos reinos de América con condición de que promoviesen con todos los medios posibles la conversión de los infieles, sin atender si las tierras que habitan abundan o no de tesoros y riquezas y tienen que esperar emolumento a la Real Hacienda.

Viniendo, pues, al remedio, confieso no ser éste tan fácil, así por la distancia de Quito, donde se pudieran dar las providencias, aunque quizás fueran más fáciles desde la Corte de Lima, abriéndose camino por la provincia de los Guamalíes y ríos Monzón y Guallaga, que se encaminan derecho al Marañón, como también por los graves desórdenes que suelen seguirse introduciéndose milicia mal arreglada a estos países, como nos ha enseñado en otra ocasión la experiencia. Lo más necesario y útil fuera el que una vez se determinasen fácilmente los límites entre ambas Coronas, señalándose, por mandato de las Cortes, comisarios para este efecto, conforme se practicó años ha en el Paraguay en ocasión del pleito que hubo entre castellanos y portugueses acerca la Colonia, situada en frente de Buenos Aires. Por lo que toca a nuestros misioneros, se dieran ellos por satisfechos si los portugueses les volviesen las tierras y poblaciones que median entre Napo y el río de la Madera, desde donde empiezan a la banda del Sur las misiones de la Compañía portuguesa. Con esto pudieran darse la mano entre sí los misioneros castellanos y portugueses de una misma   —213→   religión, y atajar con más empeño las violencias de los portugueses del Pará. Será preciso también se erija en aquella frontera una fortaleza o población, con presidio de soldados españoles que repriman a los piratas y gente criminosa que no quisiese obedecer al mandato de sus Gobernadores. Éste es, según el parecer de los misioneros más experimentados, el remedio más conducente que puede por ahora aplicarse a tantos males que se van cada día multiplicando. Sin éste nunca habrá paz y descanso, si es que aún con esto se puede conseguir. La sangre de nuestro buen Jesús, unida con los suspiros y ruegos de tantos que desean servirle, allane estas dificultades y facilite estas conquistas de la fe, aumentándolas de día en día para que sean muchos más los herederos del cielo y mayor la gloria de Dios.

Certifico yo el padre Andrés de Zárate, Visitador y Viceprovincial de esta provincia de Quito, de la Compañía de Jesús, que esta relación de lo sucedido en estos diez últimos años y del estado que tienen al presente nuestras misiones, es conforme a lo que han informado los padres Bernardo Zurmillen y Juan Bautista Julián, Superiores que fueron de las Misiones, y otros padres misioneros que se nombran en esta relación, y certifico ser cierto y verdadero lo que han padecido y padecen nuestras Misiones, de los portugueses del Pará, y dificultades gravísimas que se experimentan en las nuevas conquistas. A lo cual añado, que por cartas recientes del padre Julián se supo que los Payaguas e Ycaguates han desamparado otra vez sus reducciones, y el padre Bernardo Zurmillen, misionero de la Laguna, murió a quince de abril del presente año. Y para que conste donde convenga ser esto así, doy este testimonio firmado de mi nombre y de los padres misioneros del Marañón que al presente están en este colegio de Quito, donde es hecho en treinta de Octubre de mil setecientos treinta y cinco. Jjs.- Andrés de Zárate.- Guillermo Detré.- Leonardo Deubler.- Francisco Reen, S. J.- Pablo Maroni, S. J.







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ArribaAbajoPadre Manuel Rodríguez, Societatis Iesu


ArribaAbajoRelato del triunfo con que entró en Quito el padre Raymundo de Santa Cruz con sus indios

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Triunfo con que entró el padre Raymundo de Santa Cruz con sus indios en Quito y demostraciones que hizo aquella ciudad

Con grande celebridad aplaudían en Roma los triunfos con que entraban los capitanes vencedores en sus conquistas, o a los mismos emperadores cuando volvían victoriosos de sus empresas. Aclamaban los romanos sus hazañas, vitoreaban sus nombres y los que entraban triunfantes ofrecían a los dioses de la gentilidad los cautivos prisioneros en sus batallas, solicitando el agrado de sus deidades fingidas para su amparo que les alentase a más triunfos. El aplauso del pueblo y los premios de los emperadores alentaban sobremanera a los capitanes para nuevas empresas en las conquistas, apareciendo como fácil lo más arduo y como descanso las fatigas, en que estuvo el engrandecerse tanto Roma, porque el premio es la vida de las acciones heroicas y el lustre de las monarquías, y el más vivo estímulo del valor que la ilustra es su estimación y aplauso.

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Muy superior y sin comparación, más grande y aplaudido fue el triunfo glorioso con que entró nuestro misionero el padre Raimundo de Santa Cruz en la ciudad de Quito con sus cuarenta indios Maynas, no como cautivos sino recién rescatados de más lastimoso cautiverio. Allí era temporal y aún aparente el premio a que miraban los triunfos; aquí todo es eterno lo que se mira. Allí servían y sacrificaban a dioses fingidos los conquistadores; aquí agradaban al verdadero Dios sus ministros. Allí el aplauso era de hombres; y aquí son sin duda de los ángeles las aclamaciones. Allí ofrecían a los dioses, a los que perdida su libertad entraban en Roma cautivos; aquí se le presentan a Dios libres del cautiverio de Satanás los que salen de la gentilidad, hijos ya de la iglesia y del divino rebaño por el bautismo. Allí finalmente era el premio el laurel, corona de verdor inconstante; y aquí es de gloria eterna la corona que merecen y consiguen por sus empresas y victorias, distando aquéllos de estos premios y triunfos cuanto va de la tierra al cielo y del ser a la nada, y aun acá se verá la distancia en los pasos de este triunfo con superior aplauso, aunque no prevenido como aquellos.

Sabida que fue la venida del padre Raimundo con grande consuelo del Superior y todos los del colegio de Quito, tratando de avisarle que entrase, y de salir algunos padres a recibirle. Y aun estando en entrarse ya nuestro caminante, habiendo parado bastantemente en aquella parroquia, dispuso Dios (sin duda para gloria suya y premio de sus trabajos) que un hermano Coadjutor, de buen celo y espíritu se fuese al Superior y le dijese que parecía sería bien fuesen en procesión con las imágenes de nuestros santos a recibir al padre y aquella nueva cristiandad que traía consigo. Dijo esto con tal fervor el buen hermano que se conoció del cielo la propuesta, en que nadie puso dificultad, antes pareció bien a todos y que sería gloria de Dios y edificación del pueblo, y siendo tan enemigos de hazañerías los de la Compañía y de estruendos públicos, el venir en esto está diciendo fue disposición divina. Fueron luego dos padres   —219→   a ver al Obispo, dándole cuenta de la llegada del padre Raymundo y aquellos nuevos cristianos y a pedir licencia para salir en procesión a recibirlos, como a nuevo rebaño de Cristo. Dio la licencia el Obispo sin dificultad y aquella mesma mañana se dispuso la procesión como si muchos días antes se hubiera prevenido, pues no pudo ser con mejor disposición, concurso, ni aplauso.

Juntáronse luego las congregaciones de Nuestra Señora de Loreto, de la Presentación y San Salvador, compusieron las imágenes, los estandartes y sacaron todos los cirios (de que tiene abundancia cada congregación); trajéronse cohetes, que siempre los tienen los que hacen fuegos para todas fiestas en aquella ciudad, y avisando al padre Raimundo se acercase a la parroquia de Santa Bárbara con sus indios, ordenaron la procesión desde nuestra iglesia, poniéndose en dos filas, con cirios blancos, todos los cofrades y siendo la excelente imagen de San Francisco Javier que hay allí la primera de la procesión, se siguió la de la Santísima Virgen y después la de Cristo, Señor Nuestro, como transfigurado y glorioso; enderezaron sus pasos a la parroquia de Santa Bárbara, con música, chirimías y fuegos artificiales que se echaban al aire, cuyo estruendo y la voz que corrió de tan célebre entrada convocó muy en breve el concurso como los hay de ordinario en aquella ciudad.

El padre Raimundo, que esperaba ya su recibimiento o el de sus nuevos cristianos en Santa Bárbara, habiéndoles hecho poner sus camisetas, género de vestido de que ya usaban, y sus Llautos, que son como guirnaldas de plumas de varios colores y que llevasen en una mano sus arcos y pendientes en el carcaj sus flechas. Llegada la procesión, dieron a cada uno de los cuarenta indios Maynas su vela de libra y su rosario. Y poniéndolos interpolados con los indios de las congregaciones se ordenó la vuelta de la procesión a que iban asistiendo también en fila los religiosos del colegio que habían ido casi todos con la procesión hasta la parroquia.

El padre Raimundo de Santa Cruz iba en medio de sus ovejas cantando las oraciones de la doctrina cristiana   —220→   a que respondían sus indios, enterneciendo aun a las piedras y derritiendo en devoción a cuantos le oían; mas, sobre todo encarecimiento, la admiración y ternura de todos era ver la persona del padre Raimundo que era tan agigantada como su espíritu. Su gala era una sotanilla tosca, de manta de algodón, hecha pedazos y jirones (porque no le faltasen banderas en aquel triunfo), su calzado unos pobres alpargates casi sin medias por lo llagado de sus piernas y lo desgarrado de ellas. Su cabeza, a medio pelechar, del achaque que había tenido. La amarillez y flaqueza del rostro, su singular modestia, su voz, trompeta de aquel desierto de que salía; todo era edificación, novedad admirable y motivo de lágrimas de consuelo y alabanzas de Dios y de la grandeza que es el servirle, a que añadían aplausos a la compañía, por lo que en las misiones servía a la Iglesia, viendo el fruto de sus empleos escondidos a los ojos humanos, en aquellas primicias para el cielo cogidas de tan distantes naciones, y el ver tan consumido de trabajos al que tres o cuatro años antes vieron entrar con tanta salud y alientos, todo enternecía, y lo aplaudía la ciudad de Quito, más con corriente estilo de lágrimas que con expresión de palabras. A todos predicaba y confundía con su modestia el padre Raimundo y les persuadía vivos desengaños de las vanidades; y su vista reprendía, en especial a los regalados y deliciosos del mundo, que aquella su pobreza y feliz tratamiento de su persona por servir a su Dios, era fuerte torcedor a los que quizá amenazaban tormentos y sólo vivían de divertidos pasatiempos en las ciudades.

Caminó la procesión en la forma dicha, sonando a tiempos cajas, clarines, chirimías y muchos fuegos que se iban disparando a trechos por las calles, creciendo más y más el concurso de hombres y mujeres, eclesiásticos y seculares, con aclamaciones continuas y aplausos de aquel triunfo de Nuestra Santa fe, engrandeciendo también los trabajos gloriosos de los que la publicaban en el Marañón. Entraron los de la procesión en el convento de Monjas de la Concepción que es la primera iglesia para pasar a la Catedral, donde los recibió el diestro y numeroso   —221→   coro de sus religiosas, cantando el Te Deum Laudamus, etc., a que se siguieron otros villancicos, regocijo de aquel triunfo que aplaudían sus voces. Regocijábase la vista de aquellas esposas de Cristo, viendo los nuevos fieles de su iglesia, hasta que ocuparon sus ojos las lágrimas a vista del macilento y desgarrado misionero que volvió a salir de su iglesia, durando su música de instrumentos y repique de campanas, hasta que saliendo a la plaza la procesión, se llevó las atenciones y el alborozo de ella, el repique y chirimías con que la esperaba a la catedral que se apropió los aplausos; y acompañando a la modestia del padre Raimundo, la de sus indios que le imitaban en ella, todo era mirarlos y admirarlos en aquella plaza su concurso, en que Grecia el lustre de esta acción y se repitieron los aplausos de su grandeza.

Salieron los señores Presidente y Oidores de la Real Audiencia a los balcones de las casas reales, y el señor Obispo a los de su palacio, teniendo unos y otros muchos motivos de edificación que significaron con harta expresión después.

El venerable Deán y Cabildo con sobrepellices y todo aparato, esperó a la puerta de la catedral la procesión y al -recibirla cantó su buena música el Te Deum Laudamus y subiendo al altar mayor donde estaba descubierto el Santísimo Sacramento, arrodillados todos, hizo el padre Raimundo una breve exhortación en lengua cocama a sus indios y ellos levantando la voz dijeron: Alabado sea el Santísimo Sacramento. Apenas dijeron estas palabras, cuando todo, el pueblo las repitió a voces, y conmovidos con aquel glorioso espectáculo, clamaban más y más los nuevos y antiguos cristianos, alabanzas a Dios derramando tiernas lágrimas en que se bañaban de gozo, oyendo alabado a Nuestro Señor de gentes tan extrañas y que estuvieron tanto tiempo sin conocerle; y satisfecha allí, a vista de Cristo Sacramentado, la devoción de tan cristiano concurso con música suave en el coro y con mirarse unos a otros, comunicando por los ojos su consuelo y exhortándose a mirar la maravilla que todos   —222→   tenían a los ojos; prosiguió la procesión hasta parar en la iglesia de nuestro Colegio.

Hasta la Compañía llevaron en los prebendados la imagen de San Francisco Javier, con singulares demostraciones de devoción y afecto y muchos loores de los que imitaban sus pasos y su gran celo de ganar almas. En nuestra iglesia fue recibida como en las otras con el Te Deum Laudamus, música y chirimías; púsose la imagen de San Francisco Javier en medio de la capilla mayor como Capitán General de estas empresas, en un altar que estaba dispuesto ricamente adornado cantósele su oración, y otras en acción de gracias, y puestas las otras imágenes en sus capillas, se dio fin a tan gloriosa función, de grande lustre, crédito y nuevas estimaciones de la Compañía y del espíritu, celo y valor del padre Raimundo.

Día fue éste de los más célebres y memorables que ha tenido la ciudad de Quito, y de sumo consuelo y edificación suya, de tanto triunfo que no parece le ha tenido mayor ninguna hazaña gloriosa, aunque sean las de los romanos, y aunque las del padre Raimundo sólo miraban a la gloria de Dios y parece quiso, para remunerarle y excitar semejantes alientos, darle a entender en aquella entrada como premia aun en la tierra a los que le sirven y como triunfa aun en esta vida quien trabaja y vence dificultades, por Cristo. A más se extendió de lo que pudo pensarse el festejo. De sus indios fue admirada la grandeza de aquella ciudad y convino todo para su estimación como ordenado de Dios para sus altos fines.

Concluyamos esta su entrada, dando paso a nuestros huéspedes desde la iglesia al colegio, que no fue fácil por el concurso que hubo en la portería de eclesiásticos y seculares, que regocijados y tiernos todos saludaban al padre Raimundo, concolega de unos, condiscípulo de otros, a quienes había leído retórica y letras humanas, y no atendiendo el padre tanto a su agasajo (que recibía con agrado modesto) cuanto al hospedaje de sus indios, aunque ofrecían hacerle algunos seglares, no admitiéndolo   —223→   aquel colegio, iba por entre todos, conduciendo su tropa a lo interior de nuestra casa, cortejándolos y diciendo de sus buenas calidades y que la tenían muy de hijos suyos, y desempeño de sus empresas, pláticas de que no acertaban a apartarse los seglares y a quienes esta célebre función siempre consuela y enternece su memoria. Dejados en la puerta los seglares amigos de que estaba llena la grande pieza de aquella portería, entraron a un cuarto bajo capaz, los cuarenta indios, donde se les repartieron piezas para su habitación y se les dio de comer con abundancia; y llevado el padre Raimundo a su aposento, ya se ve qué asistencias tendría de todo aquel colegio para su consuelo. Esto no es necesario decirlo, y es bien para considerado lo que hubo que oír de edificación a tal misionero y que ver en la caridad que usó con él y sus indios Maynas aquel colegio.

(Capítulo X, de la obra El Marañón y el Amazonas, por el padre Manuel Rodríguez, de la Compañía de Jesús. Impresa en Madrid en la Imprenta de Antonio González de Reyes. Año de 1684).