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José Zorrilla, lector al borde de la tumba de Larra (Sobre el arte de la lectura)

Marta Palenque



¿Cómo leería Zorrilla? ¿Cuáles serían su tesitura y timbre? ¿Cuáles sus gestos y ademanes? ¿Qué tempos elegiría en la declamación de sus poemas? La presencia en la historia literaria de José Zorrilla parece girar en tomo a la recitación: empieza leyendo ante la tumba de Larra y por sus cualidades logra llamar la atención de todos; termina, más allá de su vida física, con la estatua que, en Valladolid, moldea su figura de cuerpo entero, con gabán, los papeles en una mano y la otra alzada, como una foto fija de una de sus muchas intervenciones. También el famoso cuadro de Antonio M.ª Esquivel le inmortaliza en plena ejecución (Los poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor, 1846). Su cargo de lector en la corte de Maximiliano de México, entre 1854 y 1866, y su ejercicio como recitador en los teatros a lo largo de todo el país, a su vuelta a España, son ejemplos del singular valor que la lectura en voz alta tiene en su biografía y en el decurso de su carrera literaria.

Mucho se han repetido las circunstancias de esa primera lectura ante la tumba de Fígaro, gracias a la cual Zorrilla comenzó a ser aceptado en el Madrid de 1830, según precisa la leyenda, hasta el punto de que en la prensa se le saludó como al heredero del escritor fallecido, como a la savia nueva que ocupaba el vacío que dejaba su muerte. Y vuelvo a la pregunta anterior: ¿cómo leería este joven aquel poema escrito expresamente para la ocasión? En los testimonios del acto hay algunas interesantes y útiles descripciones para intentar dar una respuesta a mi interrogante (se narra de muy distintas maneras; como toda leyenda, muy pronto se tergiversa). El mismo Zorrilla describió con detalle el momento en sus Recuerdos del tiempo viejo.






Aquella tarde del 15 de febrero de 1837. La construcción de la leyenda

El 15 de febrero de 1837, un aspirante a las letras recitaba ante el féretro de Mariano José de Larra un poema a su memoria, causando una honda impresión en todos los presentes. «Ese vago clamor que rasga el viento / es la voz funeral de una campana...», comienza la elegía «A la memoria del joven literato Mariano José de Larra»1. Indican los manuales, siguiendo lo referido por el autor, que a partir de entonces comenzó a firmar en los periódicos El Porvenir y El Español, y luego pasó a los teatros. En 1837 apareció su primer libro: Poesías.

Atiendo a la narración de Zorrilla en Recuerdos: se había fugado de su casa y llegado a Madrid en 1836 con poco más en los bolsillos que sueños y deseos de atrapar la fama. Su pésima situación económica y su triste alojamiento, en la buhardilla de un cestero, le hacían pasar muchos ratos en la Biblioteca Nacional, donde conoció a Joaquín Massard, un italiano al servicio del infante D. Sebastián, muy apreciado en las tertulias y salones capitalinos como cantante de piezas líricas. El día 14 Zorrilla y su amigo Miguel de los Santos Álvarez se encontraron allí con Massard, quien les dio la noticia del suicidio de Larra, la noche anterior; juntos acudieron a la iglesia donde se velaba el cadáver (subraya que todo el mundo saludaba y recibía bien a Massard):

Bajamos a la bóveda, contemplamos al muerto, a quien yo veía por primera vez, a todo nuestro despacio, admirándonos la casi imperceptible huella que había dejado junto a su oreja derecha la bala que le dio muerte; cortóle Álvarez un mechón de cabellos y volvimos a la Biblioteca, bajo la impresión indefinible que dejaban en nosotros la vista del cadáver y el relato del suceso.


(Zorrilla, 1998: 22)2                


Tan luctuoso trance impresionó a Zorrilla, pero reconoce que, pese a admirar el talento de Larra, no entraba en la trinidad de sus ídolos literarios, formada por Espronceda, García Gutiérrez y Hartzenbusch.

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Antonio M.ª Esquivel, Los poetas contemporáneos: Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor, 1846

Massard pidió a Zorrilla algún poema para insertarlo en un periódico y este le prometió unos versos para el medio día siguiente, 15 de febrero, en la Biblioteca. Aquella noche los compuso, pero una visita obligatoria (había de entregar una recomendación al director de El Mundo) le hizo llegar tarde a la cita. Massard le había dejado una nota rogándole que los llevase a su casa, a la hora de comer, mas tampoco le alcanzó. Se personó en la iglesia justo cuando se organizaba la comitiva, y el italiano le incluyó en una de las filas. Recuerda Zorrilla su vestimenta, toda prestada: un surtout de Jacinto Salas, un pantalón de Fernando de la Vera, un «chaleco de abrigo» de Pepe Mateos, «una gran corbata de un fachendoso primo mío y un sombrero y unas botas de no recuerdo quiénes; llevando únicamente propios conmigo mis negros pensamientos, mis negras pesadumbres y mi negra y larguísima cabellera (Zorrilla, 1998: 24). Ya en el cementerio de Fuencarral se organizó el acto de postrer homenaje: a las palabras de Mariano Roca de Togores (ver 1882) siguieron otras que apenas recuerda. Cuando ya cesaba la voz del último de los participantes y se iba a cerrar la caja, Massard se adelantó indicando que aún restaba una lectura y empujó a Zorrilla hasta la primera fila: «hallóme yo repentina e inconscientemente a la vera del muerto y cara a cara con los vivos. La ocasión era idónea para significarse o callar presa del miedo:

El silencio era absoluto: el público, el más a propósito y el mejor preparado; la escena, solemne, y la ocasión, sin par. Tenía yo entonces una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oída de recitar y rompí a leer...


(Zorrilla, 1998: 25)                


Al mismo tiempo que recitaba, sigue, absorbía las impresiones que causaba en los circundantes y percibía el asombro y la emoción. Si le creemos, ante la consciencia de que un nuevo mundo se abría para él en aquellos minutos, se le quebró la voz y Roca de Togores tuvo que concluir en su lugar.

Del testimonio zorrillesco obtengo dos datos interesantes para mi reflexión: tenía un timbre de tenor, claro y limpio3, y una conciencia absoluta de estar haciendo teatro, de estar representando. El entierro es para él una escena cuyas posibilidades estudia, como buen intérprete que quiere producir un determinado efecto; lee afectando sentimiento, pero en realidad su atención está en el público, mide la respuesta ante su actuación. Supongo que en las manos tiene el papel (Zorrilla declara en varias ocasiones que nunca aprendió sus versos de memoria y que lee directamente del escrito), todo el esfuerzo reside en el uso de la voz y la dicción, del gesto y la mirada, en cómo construye su cuerpo en relación con el espacio. Es pequeño de estatura, delgado, no puede jugar con una presencia física imponente, pero puede crearla, puede trabajar con su delicadeza, sus brillantes y tristes ojos, su rostro elocuente. La perilla y el pelo largo y abundante (en Recuerdos cuenta la sorpresa de García Gutiérrez al verle: «él miraba con asombro mi larga melena y el más largo levitón», 1998: 24) son un buen complemento al vestuario. Al respecto de su físico, Pardo Bazán cita un autorretrato en verso enviado por Zorrilla a Wenceslao Ayguals de Izco:


Yo soy un hombrecillo macilento
de talla escasa, y tan estrecho y magro,
que corto andando, como naipe, el viento,
y protegido suyo me consagro,
pues son de delgadez y sutileza
ambas a dos, mis piernas, un milagro [...]


(1998: XI)                


Su cara era del montón -sigue el poema-, su gesto a veces mofador, a veces indiferente o melancólico. «No cabe dudar [...] que el físico de Zorrilla, su misma delgadez y amarillez de sietemesino, sus crines románticas, sus grandes ojos negros (véase el retrato de Esquivel), su peregrino modo de recitar, debieron de contribuir inmensamente al efecto teatral de la poesía», razona doña Emilia (1998: XI).

Zorrilla retomó el recuerdo del entierro de Larra en varias ocasiones para marcar su nacimiento en las letras, envuelto en un halo extraordinario; por ejemplo, en la introducción a Recuerdos y fantasías:


Broté como una yerba corrompida
al borde de la tumba de un malvado4.
y mi primer cantar fue a un suicida;
¡agüero fue por Dios bien desdichado!
Al eco de este cántico precito,
dijo el mundo escuchándome: «Veamos»:
y sentóse a mirarme de hito en hito:
y el mundo y yo por mi primer delito
desde entonces mirándonos estamos


(Zorrilla, 1943: I, 431);                


o en el poema que abre Granada:


Yo, poeta que al mundo fui evocado
del fondo de una abierta sepultura [...]


(idem: I, 1134).                


Sin duda este acontecimiento es uno de los más divulgados de la biografía zorrillesca; aquella tarde fue la epifanía del nuevo poeta-héroe. Como anota Pardo Bazán, esos versos elegíacos le hicieron «subir al Olimpo de un salto» (1998: X).

Cambio ahora el punto de vista, que paso a algunos de los asistentes al entierro. No repito datos y circunstancias, me centro en los comentarios concretos sobre la lectura. Ramón de Mesonero Romanos relata en Memorias de un setentón su triste sorpresa cuando el editor Manuel Delgado le anunció el suicidio de Fígaro (la noche del día 13), la suscripción abierta entre los amigos para tributarle los «fúnebres honores», la reunión de todos «los amantes de las letras» en la parroquia de Santiago, su posterior colocación en un carro fúnebre, la procesión hasta el cementerio de la puerta de Fuencarral y el homenaje final. Solo anota la intervención de Roca de Togores («pronunció algunas sentidas frases en honor del desdichado suicida») e inmediatamente pasa a Zorrilla:

Adelantóse luego con tímido continente un joven, un niño aún, pálido, macilento, de breve persona y melancólica voz; pidió permiso para leer una composición, y obtenido, hízolo de un modo solemne, patético [...]. Aquella sentida composición sorprendió a los circunstantes, aquel niño inspirado hizo vibrar las fibras de nuestros corazones [...].


(1994: 486)                


Insiste pues Mesonero en los rasgos físicos del debutante: su «tímido continente», el color «pálido, macilento», la «breve persona» y, además, destaca la entonación dramática -«un modo solemne y patético»- que usó en el recitado. Tanto el protagonista, Zorrilla, como ahora Mesonero dejan a un lado las actuaciones del conde de las Navas, Jacinto Salas y Quiroga, Manuel Alberto Benito y José María Díaz (Chaves, 1898: 231; copia algunos de los textos en 235-237).

Muy citada ha sido también la descripción de Nicomedes Pastor Díaz, particularmente significativa porque figura en el prólogo al primer volumen del vallisoletano: Poesías (1837). Melodramática y espectacular, se redacta como un manifiesto, pues la aparición de Zorrilla marca para el autor una etapa distinta en la literatura española. Aquella lectura se construye como un acto trascendental y mágico:

Era un tarde de febrero. Un carro fúnebre caminaba por las calles de Madrid. Seguíanle en silenciosa procesión centenares de jóvenes con semblante melancólico, con ojos aterrados. Sobre aquel carro iba un ataúd, en el ataúd los restos de LARRA, sobre el ataúd una corona. Era la primera que en nuestros días se consagraba al talento; la primera vez acaso que se declaraba que el genio es en la sociedad una aristocracia, un poder. La envidia y el odio habían callado [...].


(cito por Zorrilla, 1943:1, 14)                


En circunstancias tan especiales, sigue, pronunció Roca de Togores su «oración» («LARRA se despidió de nosotros por su boca»). Toda la audiencia5 se sentía unida por un singular magnetismo, una clase extraña de entusiasmo doloroso, todos anhelaban una palabra, una voz que concertase los acordes de sus sentimientos:

Entonces, de en medio de nosotros, y como si saliera de bajo aquel sepulcro, vimos brotar y aparecer un joven, casi un niño, para todos desconocido. Alzó su pálido semblante, clavó en aquella tumba y en el cielo una mirada sublime, y dejando oír una voz que por primera vez sonaba en nuestros oídos, leyó en cortados y trémulos acentos los versos [...] que el señor ROCA tuvo que arrancar de su mano, porque desfallecido a la fuerza de su emoción, el mismo autor no pudo concluirlos. Nuestro asombro fue igual a nuestro entusiasmo, y así que supimos el nombre del dichoso mortal que tan nuevas y celestiales armonías nos había hecho escuchar, saludamos al nuevo bardo con la admiración religiosa de que aún estábamos poseídos, bendijimos a la Providencia que tan ostensiblemente hacía aparecer un genio sobre la tumba de otro, y los mismos que en fúnebre pompa habíamos conducido al ilustre LARRA a la mansión de los muertos, salimos de aquel recinto llevando en triunfo a otro poeta al mundo de los vivos y proclamando con entusiasmo el nombre de ZORRILLA.


(ibidem)                


Por el contrario, otros asistentes mencionan la irrupción del poeta de forma rápida (Fernando Fernández de Córdova, 1902: II, 226-227) o ni siquiera anotan su nombre (Luis de Sanclemente; en Benítez, 1979: 28)6.

Zorrilla inicia la redacción de sus Recuerdos a la altura de 1879 en las páginas de El Imparcial, cuando está pasando duros percances económicos y, animado por sus admiradores, realiza una vuelta atrás, un viaje a la semilla en el que magnifica y pinta con tintes épicos sus comienzos. La carta de José Velarde que abre el volumen después publicado persiste en rememorar la tarde del 15 de febrero de 1837:

En el cementerio de la puerta de Fuencarral, un numeroso concurso se apiñaba en derredor de un joven desconocido, delgado, pálido, de larga cabellera y expresivos ojos, que, acongojado y convulso, leía, ante un féretro adornado con una corona de laurel, una sentida poesía [...].

Aquella tarde fría y nebulosa fue solemne; vio la conjunción de dos crepúsculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al hundirse otro sol en el ocaso.

A los desgarradores acentos de «La noche buena del poeta», de Fígaro, último canto del cisne moribundo, cuyos ecos aún estremecían el aire, se unieron los acordes del arpa de Zorrilla, primeros cantos de la alondra al alba.


(Zorrilla, 1998: ll)7                


Velarde no pudo estar allí porque nace en 1849 y narra a partir de lo que le han contado y ha leído. Aquella tarde formaba parte de la leyenda de Zorrilla, pero también de otros poetas de su generación, afirmados en el sentido de la «misión» que su poema vindicaba. Para Edgar A. Peers la elegía zorrillesca supuso para la poesía lírica lo que un año antes El Trovador para la poesía dramática (1973: I, 390). Russell P. Sebold (1983) ha comentado minuciosamente «A la memoria desgraciada del joven literato don Mariano José de Larra» poniéndolo en relación con el contexto histórico literario. No entro en este tema, que escapa a mis objetivos.

En definitiva, el suceso se convierte en un mito romántico, tanto por el suicidio de Larra, como por la apoteósica lectura de Zorrilla. Benito Pérez Galdós lo constata en La Estafeta romántica (tercera serie de los Episodios Nacionales), otorgándole el rango de trascendencia histórica. En el libro inserta esta falsa carta de Miguel de los Santos Álvarez (pues en realidad se debe a Pilar de Loaysa) con el detalle de sus impresiones en primera persona:

El primer discurso fue de Roca de Togores, que a todos nos conmovió profundamente; no pude contener mis lágrimas. Algo dijo después en prosa el conde de las Navas, y en verso Pepe Díaz. Cuando ya se daba por terminado el acto, rompió el cerco aquel Massard, ¿te acuerdas?, Joaquín Massard, más conocido en Madrid que la ruda [...]. Pues traía de la mano a Pepe Zorrilla, lo que nos sorprendió mucho, pues si sabíamos que éste había hecho unos versos a la muerte de Larra, pensábamos que eran para El Mundo, no para leerlos en el cementerio.

A Pepe Zorrilla no le conoces. Vino escapado de Valladolid [...]. Es de la estatura de Hartzenbusch, y con menos carnes; todo espíritu y melenas; un chico que se trae un universo de poesía en la cabeza. Verás: temblando empezó a leer; pero al segundo verso su voz no era ya humana, sino divina... Yo le había oído recitar mil veces; admiraba su voz bien timbrada y dulce; pero aun conocido el órgano, me maravilló la sublime ejecución de aquella tarde. Hace las cadencias de un modo nuevo, con ritmo musical, melódico. Necesitas oírlo para poder apreciarlo... Los versos ya los conocerás; se han divulgado por toda España. Al tercer verso,

vano remedo del postrer lamento,

sentí una emoción tan honda, que tuve que agarrarme al más próximo para no caerme. Yo era un mar de lágrimas. No hacía más que mirar al muerto, que me pareció que pestañeaba. Todos los vivos se llevaban el pañuelo a los ojos. El poeta se fue serenando, se fue creciendo; cada vez leía mejor, y cuando concluía nos pareció que llegaba al cielo. El estupor y la admiración se confundían con la extremada tristeza del acto para formar un conjunto grandioso en que andaban la muerte y la vida, la podredumbre y la inmortalidad, la realidad y el arte, tomando y dejando nuestras almas como olas que van y vienen. Corrí a dar un abrazo a Zorrilla, de quien soy amigo del alma... [...] Pero no pude llegarme a él, porque un tropel de gente le rodeaba [...].


(PérezGaldós, 1974: 37)                


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«El Teatro del Príncipe en el acto de leer Zorrilla», El Museo Universal, 45 (11 noviembre 1866)

Se observará que la carta afirma que Zorrilla terminó su declamación, cuando parece que no ocurrió así. Pilar de Loaysa recoge los comentarios que corrían por Madrid e insiste en sus excepcionales cualidades vocales y la novedad del ritmo de la elegía.

Sin embargo, Zorrilla no era un extraño cuando leyó ante la tumba de Larra. Ya Alonso Cortés (1943: 59 y 78) anotó que se había dado a conocer en El Artista, entre 1835 y 1836, con varias composiciones en prosa y verso. También Peers le desmintió y matizó la historia sumando una temprana colaboración en El Porvenir8. Como indica Navas Ruiz (1995: 10), Pastor Díaz ya había dejado claro en su prólogo que los poemas de Zorrilla habían sido difundidos entre los literatos; fue una consagración, no un descubrimiento. Es difícil imaginarle oculto cuando frecuentaba el influyente círculo de los Madrazo, dada su estrecha amistad con Pedro de Madrazo (en Recuerdos precisa que este amigo fue quien habló de él a Massard), y por ser hijo de un notable magistrado. Madrazo fue condiscípulo suyo en el Seminario de Nobles madrileño y luego en las Universidades de Toledo y Valladolid, centros en los que compartió lecturas y diversiones con otros personajes con los que luego se reencontraría a su llegada a la Corte. La leyenda tejida en tomo a aquella tarde prefirió construir un singular fiat lux y el mismo poeta la engrandeció por ser tan favorable y deslumbradora para su persona. Pero las extraordinarias dotes como lector del poeta Zorrilla no fueron un invento y le llevaron a ser uno de los más populares y queridos del siglo XIX.




José Zorrilla y el «arte de la lectora»

El siglo XIX es pródigo en preceptivas sobre el arte de la lectura o la declamación. El «arte de la lectura» ocupa un capítulo específico tanto en los manuales dirigidos a la enseñanza (en distintos niveles de educación) como en la preceptiva dramática de la época y, aunque suele ir asociada a la enseñanza del arte teatral (en los cada vez más numerosos tratados dirigidos a este fin aparecen entremezclados), se estudia también de forma independiente9. No me refiero ahora al aprendizaje primario de la habilidad lectora, sino al cultivo de un arte que puede derivar en oficio. La continuada costumbre de la lectura en voz alta -familiar en la España decimonónica al igual que en otros países europeos y en América- aconsejaba educar a los futuros lectores profesionales en una práctica que tenía unas reglas cuyo seguimiento perseguía la óptima recepción del mensaje. Según Jean François Botrel, si en España se repite lo que se percibe en Francia en similares fechas, la lectura individual y solitaria no parece ser la dominante y «es preciso privilegiar una lectura intensiva, ordenada, colectiva» (1998: 578)10. Esta lectura puede ser ejercida por los padres, en familia, los maestros, en la escuela, un obrero, en una sala industrial, etc. En ensayos anteriores (Palenque, 1990: 240-262 y 2003: 683-686) me interrogaba en este mismo sentido cuando reflexionaba acerca de las particularidades de la lectura poética en la segunda mitad del siglo XIX y, en concreto, sobre la predilección por la lectura del verso culto en voz alta, ya en salones, ateneos o liceos, ya en teatros. La enseñanza de la lectura oral parte de la idea de que las cualidades del lector influirán sobre la interpretación del texto. Botrel repasa los títulos de Joaquín de Avendaño: Tratado de lectura y escritura (1881, 9ª ed.)11, Vicente Regúlez y Bravo: Teoría de la lectura (1881, 2ª ed.) o Julio Domínguez y F. Serrano de la Pedrosa: La lectura como arte (1886). Los tres dictan normas y consejos para la correcta realización de la lectura pública con un evidente carácter didáctico (funcionaron como manuales para las escuelas); enumeran además las cualidades inherentes o adquiridas del sujeto de este difícil arte. La finalidad última del aprendizaje es llegar a dominar al auditorio y «prevenirle en su favor con modesta serenidad, animoso semblante y finos modales» (Regúlez y Bravo, 1881: 87). Hay un deseo palmario de separar la lectura como arte del ejercicio actoral: mejor leer de pie y utilizar ojos y rostro más que manos («Quédese el accionar para los actores», ibidem: 88). Tanto el buen uso de pausas, énfasis, cadencias, tono y modulaciones como la correcta elección del tono (dispar para cada subgénero o tipo de poesía) son obligados para facilitar la inteligencia del escrito.

Muy estimado fue L'art de la lecture (1877) de Emest Legouvé, traducido por José Anchorena en 187812. El poeta, dramaturgo y crítico Legouvé (París, 1807-1903), defensor de los derechos de la mujer e impulsor de la educación infantil, alcanzó gran prestigio como lector. Aquí declara que su principal escuela fue la observación de los actores (inflexiones de voz, acentos, dicción) y la necesidad de enfrentarse a un gran auditorio como orador. Explica cómo educar la voz y la respiración, así como a pronunciar y a puntuar correctamente. Atiende a todos los géneros literarios, pero recalca la dificultad de la recitación poética, a la que dedica atención especial.

Rufino Blanco Sánchez sigue al francés en El arte de la lectura (1899) y, en lo referido a la poesía lírica, es muy preciso: «Exige la más rica variedad de tonos, modulaciones, intensidad y cadencias, los acentos más patéticos, y la más sentimental expresión...» (1899: 257). Registra normas para cada composición (odas, himnos, canciones, elegías...), subrayando la importancia de dar relieve a los efectos fonéticos y a la estructura musical. A las cualidades innatas, bien físicas (buena voz, buen oído, vista perspicaz, movilidad del rostro, impresionabilidad nerviosa, presencia agradable; «Un lector contrahecho predispone desfavorablemente al auditorio», asevera), bien espirituales (buen gusto, talento, genio, inspiración), suma las adquiridas a partir de la educación: buenos modales, trato social, instrucción (del lenguaje, de la mímica: «por la importancia que para la expresión de la lectura tiene el uso de los gestos o movimientos de las diversas partes del rostro»; ídem: 283). Distingue asimismo tipos de lectura que requieren matizaciones específicas: lectura mental / lectura en alta voz, lectura privada / lectura pública (en casa, liceos, teatros...), vulgar o corriente / expresiva o bella, improvisada / preparada, explicada, etc. El lector en voz alta debe saber contagiar la emoción (sin caer en lo afectado), manejar la mímica y el gesto (de manera morigerada) y dominar la enunciación (pronunciación, entonación). Todo ello intentando transmitir claridad, seguridad, gracia y belleza:

Cuando la lectura reúne todas estas cualidades conmueve y deleita, y, además, convence, enseña y educa. Entonces se produce esa feliz comunicación o corriente artística entre el lector y los oyentes, que causa, sin duda alguna, la presencia de la emoción estética en unos y otros».


(ídem: 309)                


Pero, como adelanté, las fronteras entre estos manuales y los dedicados a la declamación actoral son casi inexistentes. Por ejemplo, Ramón de Valladares y Saavedra (Nociones acerca de la historia del teatro, 1848: 39) enumera entre las dotes del que va a dedicarse a la carrera escénica las mismas que se precisan para el lector en voz alta en otros títulos más específicos (buena presencia, voz clara y dulce, memoria...). Enrique Funes esboza en La declamación española (1894) un repaso histórico de este tema no solo en lo referido al teatro sino también a la recitación poética, vinculando sin fisuras el arte de la lectura decimonónico con la práctica de la poesía cantada o recitada -popular o culta- desde la Edad Media (el vela, el ciego, el juglar, el mendigo, el narrador, el lector, el misionero, el escolar...). Menciona los nombres de recitadores famosos como el juglar Novellet, el actor francés Taima, su discípulo Isidoro Máiquez y Julián Romea. Destaca a Rafael Calvo, al que califica como la «encarnación de los juglares de la Edad Media» (1894: 123 n. 1). Funes critica los tonillos fáciles para conseguir emoción o patetismo y recomienda sinceridad, condena los desplantes, manoteos, transiciones y pausas forzadas; y valora la naturalidad.

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Estatua de Zorrilla en Valladolid (tarjeta postal antigua)

Los contactos y diferencias de la lectura en voz alta con la oratoria son advertidos en varios de estos textos. Es, en definitiva, un componente básico en la educación, muy especialmente del hombre de mundo o sociedad, que frecuenta salones y tertulias, como también el senado o el congreso. Afirma al respecto Juan Valera:

Bien puede cuidar cada cual de que su voz sea lo menos desentonada y chillona posible, y de que el tono, el gesto y hasta la actitud y movimiento de las manos estén en armonía con lo que se habla, se lee o se recita. De aquí que haya países donde no sólo los actores dramáticos o comediantes, sino todo género de personas, tome lecciones de declamación.


(1947: III, 1243)                


Entre los actores más cualificados en este difícil arte se repiten Matilde Diez, Teodora Lamadrid, Elisa Boldún, Julián Romea, Carlos Latorre y Ricardo Calvo; entre los lectores profesionales campea Zorrilla, a cuya labor se apela como ejemplo para los aprendices.




Zorrilla y su arte de la lectura

En distintos lugares el poeta insiste en la originalidad de su «nuevo género de poesía» y de su «nueva manera de leer», que fascinaron a los ocasionales oyentes desde sus inicios. Las recitaciones en el Liceo madrileño desde su fundación, en 1837, supusieron el ascenso de un peldaño sustancial en su carrera; «allí, en el Liceo -escribe-, reñí yo y gané grandes batallas, y cobré fama de gran lector» (Zorrilla, 1998: 31; sobre la institución, Pérez Sánchez, 2005). En El Panorama se reseñó el gran éxito de «Al último rey moro de Granada, Boabdil el Chico» (anunciada como «romántica»), en 1838:

Los aplausos y los bravos que arrancaban sus versos son la prueba más evidente del gusto con que se oyen estos, ora sean románticos, ora clásicos; y cómo esta composición descuella, a nuestro entender, entre todas las que ha producido la rica pluma del Sr. Zorrilla [...]. La concurrencia coronó con repetidas pruebas de entusiasmo el talento y valentía que resaltan en todas las composiciones de este privilegiado poeta.


Fueron muchos los lectores en estas reuniones y competencias, pero Zorrilla es el elegido por Esquivel en su cuadro (Los poetas contemporáneos...) como protagonista absoluto. Algunos textos de este periodo ilustran estas jornadas en las que brilló su voz: por ejemplo, «Poesía leída en el cementerio de San Nicolás en la traslación de los restos de Calderón» (fechada el 18 de abril de 1841; Zorrilla, 1943: II, 615-616), «Improvisación. Delante del monumento del dos de mayo» (ídem: 620) o los agrupados en el folleto Ofrenda poética de don José Zorrilla al Liceo artístico y literario de Madrid (1848).

Pero ¿cómo leía Zorrilla? En una cifra perfecta de la Naturphilosophie romántica crea un verso y una poética que parten de la facultad imitativa del verso, capaz de emular los sonidos, misterios y lamentos de la naturaleza entera, que dibuja mediante la línea melódica. El poeta, recitador o «pájaro canoro», se transforma en el ave que canta este verso sublime. Como es sabido, el que llegaría a ser el autor más popular del Romanticismo español entendía el quehacer poético como un acto instintivo y, en la senda de la analogía, hacía coincidir las imágenes del verso con los principios rectores de la naturaleza. Es un rasgo característico de toda su obra poética:


Yo soy un ave de paso
a quien Dios dio una voz suave:
¿os gusta el canto del ave?
Oídme, cantando estoy.


(La leyenda del Cid, en Zorrilla, 1943: II: 33-34)                


A esta predisposición, él sumó la reflexión y el estudio. Para la fecha de la lectura larriana no pudo haber consultado los volúmenes citados en el epígrafe anterior, pero sí los tratados de declamación que, igualmente, hablan del uso de la voz, del gesto, etc., y plantean la lectura del verso como parte de la formación actoral. Por ejemplo, el Curso de declamación o arte dramático (1833), de Vicente Joaquín Bastús o algún otro de los publicados antes y hasta 1837 (originales o traducidos)13. No he encontrado testimonios que me permitan asegurar un título. Sin embargo, que Zorrilla aprendió el arte de la lectura hasta alzarse como uno de los más brillantes recitadores públicos o de oficio es algo repetido en las declaraciones de sus contemporáneos. A lo largo de los años va incorporando nuevos elementos que le aproximan al espectáculo teatral: cuida la escenografía y se acompaña de instrumentos musicales.

Emilio Ferrari, célebre en la época por sus atributos como lector y en gran medida discípulo suyo, señala que el vallisoletano estudió para perfeccionar y convertir su oficio en un arte especial. Ofrece además una información interesante relativa a dos tomos que usaba con frecuencia: Consejos sobre la declamación, de Antonio Capo Celada (1865) y El libro de los oradores y actores, de L. A. Segond, traducción de Juan de Castro (1856). «Solía ensayar sus lecturas al piano -continúa-; ajustaba sus versos a un compás, y aun cambiaba este, cuando lo creía necesario, dentro de una misma poesía» (Alonso Cortés, 1943: 978-979). Es decir, amoldaba la métrica del verso al de un compás musical, marcando determinados acentos tónicos.

Capo Celada, actor y profesor del Conservatorio de Madrid, enseña a usar el cuerpo para expresar pasiones y sentimientos, tipos y situaciones, y a moverse por el escenario. El libro de Segond (doctor en Medicina de la Facultad de París, según consta en la portada) es un tratado de higiene y advierte acerca de la profilaxis en el uso de la voz para mantener en estado óptimo las habilidades vocales, así como indica los rasgos que deben reunir los espacios en donde se va a recitar14. Para Zorrilla, con problemas de garganta y siempre inquieto por la escasa adecuación de los locales a la práctica lectora, este sería un ensayo de cabecera. Hasta tal punto llegó a dominar el arte de la lectura que planeó editar uno que recogiese su experiencia. Al primer tomo de los Recuerdos, publicado en 1881, pensaba añadir otro dividido en dos partes: Tras los Pirineos y Allende el mar, y proyectaba un tercero: «tal vez con un tratado y ejemplos de lectura, de cuyo arte me he declarado profesor, como Napoleón II se declaró Emperador por la gracia de Dios y el sufragio universal» (1998: 191). Lamentablemente, entregó la segunda parte, pero no el tratado de lectura.

En Recuerdos hay testimonios cercanos a 1837 acerca de la preocupación del Zorrilla dramaturgo por la forma en que los actores representaban sus textos, lo que me orienta en sus gustos interpretativos. Su favorito era Carlos Latorre, a quien afirma haber tomado como modelo cuando empezó a declamar (1998: 44). Cuenta de forma pormenorizada su primer contacto con Latorre con motivo del estreno de la segunda parte de El Zapatero y el Rey, en 1840, y el minucioso estudio del papel que hicieron juntos:

Durante dos semanas nos habíamos encerrado en su estudio, él y yo solos, y allí me había hecho leerle y releerle su papel y decirle sobre su desempeño todo cuanto pudo ocurrírseme. Él, el primer trágico de España, sin sucesor todavía, la primera reputación en la escena, escuchó con atención mis reflexiones y se convenció con ellas de que su aversión a los versos octosílabos y al género del teatro antiguo era injusta: de que su declamación de los endecasílabos del Edipo conservaba aún cierto dejo francés, que sólo le haría perder la recitación de los versos de arte menor, y de que las redondillas de mi rey D. Pedro, escritas por un lector y teniendo los alientos estudiadamente colocados para que el lector aprovechara sin fatiga los efectos de sus palabras, le debían de presentar ante el público bajo una nueva faz y como un actor nuevo en el teatro español, sin las reminiscencias del francés, que era el único defecto que el público alguna vez le encontraba.


(ídem: 45)                


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Estatua de Zorrilla en Valladolid (detalle)

Como cabe esperar en un buen dramaturgo, Zorrilla era muy consciente del arte de la declamación en el teatro y había reflexionado acerca de un método que maduraría con su propio ejercicio como recitador (todavía en sus inicios, y sabiendo las distancias entre uno y otro arte). Latorre (actor y profesor del Conservatorio de Madrid) propugnó después en el folleto Noticias sobre el arte de la declamación la naturalidad en la actuación, rechazando la exageración afectada que parecía encerrar el concepto mismo de declamación: «declamar es hablar con énfasis, luego el arte de la declamación es el arte de hablar como no se habla» (1839: 5). Sin embargo, Zorrilla quería que sus obras se declamaran, no que se dijeran, prefiriendo una recitación enfática que recalcase la música del verso15.

Julián Romea representaba para Zorrilla un modo actoral, una forma de decir el verso, contraria a este gusto. De nuevo en Recuerdos detalla una discusión entre ambos a propósito esta vez del estreno de Traidor, inconfeso y mártir (hacia 1849): el autor pretendía convencerle de que «representase» (es decir, que procediese de manera artificiosa) no que «presentase» el texto. Esta fue la contestación de Romea:

Porque tú alucinas a tus oyentes cuando lees tus versos, y porque yo mismo te he dado a leer los míos en el Liceo, para que me los luzcas, no creas que sabes mejor que yo lo que es la escena, sobre la cual estoy desde que me despuntó la barba.


(1998: 120)                


Romea escribiría un Manual de declamación (1859, ver Rubio Jiménez, 2009) en el que fundamentará su arte en los principios rectores de la verdad y la naturalidad, siguiendo a Taima y a Máiquez.

Pese a no coincidir con sus inclinaciones efectistas, Zorrilla se revela más proclive al recitado de Matilde Diez, maestra consumada en traspasar emociones al oyente gracias a la dicción, la cadencia y la plasticidad de su entonación:

... la voz de Matilde tenía esta afinidad con el violín de Paganini: al romper a hablar, se apoderaba de la atención del público, hería las fibras del corazón al mismo tiempo que el aparato auditivo, y el público era esclavo de su voz, y la seguía por y hasta donde ella quería llevarle, con una pureza de pronunciación que hacía percibir cada sílaba con valor propio, y la diferencia entre la c y la z y la doble s final y primera de dos palabras unidas que en s concluyeran y empezaran. Matilde no se había dejado seducir y contaminar con el exagerado y revolucionario lirismo de la lectura y recitación salmodiada, que Espronceda y yo dimos a nuestros versos, no; Matilde recitaba sencilla, clara y naturalmente, saliendo de su boca los periodos y estrofas como esculpidas en láminas invisibles de sonoro cristal, y los versos y las palabras como perlas arrojadas en un plato de oro.


(1998: 121-122)                


A esa «recitación salmodiada», la que Espronceda y él mismo experimentaron, me referiré en el epígrafe siguiente.




Poesía y música. Salmodias, serenatas y otras formas

Las artes de la lectura dan consejos no solo acerca de los medios adecuados para desarrollar la lectura, sino también sobre la elaboración de los textos encaminados a esta difusión, indicando la necesidad de distribuir los acentos en periodos o de dividir el poema en cantos que, al mismo tiempo, hagan fácil la respiración y el descanso del lector y faciliten la recepción del público. Zorrilla creía que el verso no se realizaba más que en la recitación y componía para el oído (aunque apelaba a todos los sentidos). Discurrió mucho acerca de la construcción de una estructura poética con matices y transiciones en el asunto, entonaciones peculiares y cadencias variadas, y optó por poemas mixtos (lírico-épicos, lírico-épico-dramáticos) en los que manejaba metros y estrofas, pausas y estructuras (se sirve con sabiduría de la división en secciones), con un resultado musical, enfático y plástico. Dominaba el arte retórico y empleó aquellos cauces expresivos que le servían para crear cadencias, subrayar conceptos y sentimientos, desde aliteraciones, hipérbatos, exclamaciones, interrogaciones retóricas, paralelismos, hipérboles, polisíndeton... Sebold (1983) analizó desde este punto de vista formal la elegía dedicada a Larra, en la que sigue la heterestrofía al combinar un quinteto endecasílabo, tres octavas agudas, una redondilla, dos quintillas y una sextilla, conjuntando la entonación solemne con momentos de melancolía e intimidad doliente. Recurre a la rima aguda y a las aliteraciones para producir una sensación plástica evocadora del tañer de las campanas. Es frecuente en la poesía zorrillesca el que el verso hable, de manera metapoética, de música, ritmo, voz, canción, viento, himnos, llantos, susurros, suspiros, ecos..., narrando sus cambios, giros, movimientos (como hará en Granada con el caballo de Al-Hamar): un buen recitador puede lucirse alternando una enunciación a ratos potente, a ratos casi un susurro, como si cantase, en una línea melódica que suma esquemas rítmicos rápidos y marcados con otros lentos y ligados, articulando de tal manera que produce impresiones y emociones opuestas al par que muda de estrofa y ritmo16. Otros muchos recursos se acoplan en el diseño de un verso musical destinado a la lectura en voz alta (distribución de las sinalefas y encabalgamientos, esdrújulos, anáforas y otras figuras de repetición y simetría...). En la elegía larriana está ya el estilo poético del Zorrilla futuro (Peers, 1973: II, 253); también por esta fecha parece haber encontrado ese modo de lectura personal.

En Poesías (1837) repite iguales tácticas, pero la suma de distintas estrofas y ritmos es, sin duda, el procedimiento más válido para trazar la línea armónica fluctuante que permitirá al recitador afirmar contundentemente, vacilar o titubear a la estrofa siguiente, mostrar tristeza y llanto luego, estabilizar el ritmo en un nuevo estallido de vigor para, al cabo, silenciarse con suavidad. Es un rasgo común a todos los poemas ese diminuendo final que conmovería al auditorio. A ello se suma el poder plástico de pintar con estos cambios rítmicos: los oyentes veían al tiempo que escuchaban arrobados17. Cifró esta plasticidad musical en las llamadas escalas métricas, de gran valor expresivo, siguiendo a su admirado Espronceda y naturalizando la moda que Victor Hugo impuso en Francia. Isabel Paraíso ha conectado este recurso con el teatro y la canción (2007: 98-99). Zorrilla comenta después que, tras imponer a su estro primerizo estos «alardes de versificación», que respondían a los gestos desmedidos de una revolución, terminó considerándolos banales (1943: I, 2215-2219, n. 39).

Las formas populares (romances, serenatas, jarabes, alboradas...) fueron asimismo importantes recursos musicales para llegar al auditorio, retomando ritmos populares e identificables. Manifiesta al frente de Lecturas públicas (escondiéndose bajo el nombre de José Félix del Moral): «Los pueblos meridionales no tienen más poesía que la del cantar y la del cuento» (1943: II, 9); la amplificación del cantar le llevó al uso de la serenata (cita como ejemplos «La alborada» y «La siesta»), la del cuento hasta poemas líricos largos del tipo La leyenda del Cid. En la eficacia musical de tales formas poéticas radicaba para él su popularidad y su calificación de poeta nacional.

El amor por la Edad Media y el rescate del oficio de juglares y trovadores de antaño es también la de una práctica vocal que lleva a los poetas románticos a recuperar la monodia. Vuelvo a la cita en la que Zorrilla se refería al «exagerado y revolucionario lirismo de la lectura y recitación salmodiada» que Espronceda y él mismo habían impuesto para sus poemas. En varias ocasiones titula o subtitula sus composiciones como «salmodias» o usa, como en la cita anterior, el término para referirse a su estilo de recitado: por ejemplo, en su viaje en barco hacia México dice haber declamado «El Pirata» de Espronceda, que «salmodia» para deleite de sus compañeros de itinerario (1988: 220). A través de una articulación melódica fluida, la cadencia final del verso queda ralentizada pero sin que se interrumpa el flujo melódico, dando la sensación de unión entre unos versos y otros. Podría pensarse, pues, que el poeta recobra la técnica del chantre medieval, la monodia (es decir, una sola línea melódica), estableciendo una melodía continua que oscila pasando de registros graves a otros agudos dentro de su tesitura (aunque puede que el poeta se apropie del término de forma no estricta). La simplicidad de la monodia casa con la música popular y folklórica medieval. Más tarde, el poeta gustó de usar acompañamiento musical en sus actuaciones (con instrumentos de cuerda), pasando a una monodia acompañada, lo que era característico de los juglares y trovadores bajomedievales. La fuerza comunicativa del poema descansaba en la voz, acompañada del gesto facial y, en parte, corporal, porque recuérdese que evitaba usar las manos, aunque cabe imaginarle (como en la estatua erigida en Valladolid) enfatizando sus palabras al menos con una de ellas. Su timbre argentino era adecuado para hacer llegar al auditorio sentimientos y afectos relacionados con la bondad, la aflicción, la excitación, la ironía, la grandeza; menos para emociones parejas a la maldad (que parecen necesitar un timbre áspero, siguiendo la tradicional teoría de los afectos). A esta cualidad primera, añadía una calculada distribución de acentos y pausas, el dominio de la respiración y una dicción muy marcada.




El Orfeo de la poesía castellana del XIX

La lectura o recitación en voz alta es un medio natural de la difusión de la poesía en el siglo XIX y casi todos los vates de la época la ejercieron con mayor o menor fortuna. Por ejemplo, en su tertulia se lucía el Duque de Rivas, quien, a decir de Zorrilla, «leía sus versos con un entusiasmo, un tono y una gesticulación esencialmente suyos y completamente originales» (1998, 82). Algunos nombres brillan de manera singular por sus grandes éxitos, así el citado Emilio Ferrari o Antonio Fernández Grilo, en la segunda mitad de la centuria (de este último aseguraba Juan Valera su «natural hechizo, la entonación melodiosa y el arte nada común»; 1947: III, 1232). Autores como Núñez de Arce prefirieron confiar sus obras al actor Rafael Calvo, elección que hizo incrementar la popularidad de textos largos tales como La última lamentación de Lord Byron o La visión de Fray Martín. Es evidente la predilección por composiciones de tensión dramática o monólogos (Pérez García, 1998). Muchos actores recitaron poemas en teatros (la fama de Campoamor engordó también gracias a esta moda) y en el Teatro Español hubo jornadas dedicadas a las lecturas poéticas. El tema no se agota con estos breves apuntes.

Ninguno ha merecido tan entusiastas elogios como Zorrilla («el Orfeo de la poesía española», como le llamó Amado Nervo; 1955:1,479), un nuevo juglar que convirtió su poesía en espectáculo utilizando aquellos géneros, metros y ritmos que acariciaban mejor el oído del público. Con plena conciencia de su capacidad vocal, compuso un repertorio a su medida.

Tras la estancia mexicana, y apremiado por menesteres crematísticos, iniciará una serie de giras por la Península que son decisivas en el progresivo asentamiento de la lectura pública como moda. En los años que trato en este ensayo se mueve sobre todo en ambientes semipúblicos y privados, luego recorrerá los teatros y cobrará beneficios de las entradas. Esta moda se asocia con la tendencia a componer piezas líricas a partir de los poemas más queridos en los salones, de tal manera que los textos de Bécquer, Campoamor, Espronceda, el propio Zorrilla, etc., se cantaron (o recitaron) con acompañamiento de piano (Alonso González, 1998).

Hay pocas descripciones del carácter de la voz y del recitado zorrillesco antes de su traslado a México, por lo que me voy a permitir citar al menos dos posteriores, justamente correspondientes a uno los espectáculos organizados a su regreso, el 25 de octubre de 1866, en el Teatro del Príncipe. Luis Montoto quedó hondamente impresionado por su lectura del Cuento de las flores.

Había envejecido, sí; pero su voz era la misma arpa eólica de los días pasados: torrente desbordado, catarata de perlas al caer en lecho de plata, bronca como el aliento de la tempestad, blanda y suave como un murmullo de céfiro, ya vibrando como la cuerda del laúd, ya retumbando como trueno horrísono. Quien no oyó leer a Zorrilla no puede imaginar hasta dónde alcanza el arte de la lectura...


(1929: 99)                


En el mismo año, Ventura Ruiz Aguilera reseñaba las prodigiosas aptitudes de este nuevo rapsoda, que embelesaba al auditorio:

...¡qué magia la de aquella voz! En aquella voz había lo que en aquellos versos, colores, gorjeos, perfumes, frescura, movimiento, diafanidad, ayes, oraciones, todos los ecos de la naturaleza y de la pasión! No hay instrumento alguno comparado con el de la palabra humana cuando brota de los labios de un hijo predilecto del arte, porque entonces une al ritmo de la música y a la vaguedad de la melodía, la expresión gráfica y concreta de la voz articulada y satisface plenamente a la inteligencia y al corazón, aventajando en esto a su rival la música.


(4 noviembre 1866: 345)                


Estos comentarios sugieren más que explican la facilidad del poeta para combinar registros dentro de su tesitura (de tenor). Con el paso de los años, podría haber ampliado los límites de graves, adquiriendo nuevos matices de énfasis expresivo. Desde sus inicios había educado su voz técnicamente de tal manera que conseguía una gran proyección (impostando su voz, pues). En su periodo más intenso como lector público este cuidado en la impostación vocal no fue suficiente para resistir locales de mala acústica y funciones muy seguidas. Repaso la carrera poética de Zorrilla en lo concerniente a sus lecturas públicas en otro trabajo («Cual pájaro canoro: Zorrilla y las lecturas públicas»), donde recojo otros tantos juicios (también negativos) sobre su labor.

Necesitaría poder oír a Zorrilla o tener algún tipo de anotación gráfica de su mano para poder apreciar cómo se conjugan las estructuras melódicas del poema y del recitado. En uno de los textos que declamó en su coronación -en Granada, 1889- volvía a aquellos sus primeros años en los que, como en la tarde del entierro de Larra, cantó sus versos:


Mi voz era entonces armónica y suave:
tenía los tonos del canto del ave,
del río y las auras el son musical;
no había en el viento, ni agudo ni grave,
sonido ni acento fugaz de su clave:
ni un ruido nocturno, ni un son matinal.
Había algo en ella de todos los ecos
que nutren del aire los cóncavos huecos,
y nacen y expiran en él sin cesar [...]


( «Salmodia», 2ª sección del poema Recuerdos del tiempo viejo: 1943: II, 654-655).                







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