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Juan Manuel Rozas: artículos dispersos

Jesús Cañas Murillo




ArribaAbajoIntroducción y notas de Jesús Cañas

Junto a la obra mayor de investigación y estudio (libros, artículos), existe en el curriculum de Juan Manuel Rozas todo un conjunto de trabajos no poco interesantes pero que han recibido una difusión a veces mucho menor. Son textos menos conocidos (incluso algunos no suelen aparecer en las bibliografías más divulgadas de su autor), dados a la luz en las páginas de revistas estudiantiles, escolares o universitarias -en ocasiones de corta vida y, siempre, de pequeña tirada y de acceso no fácil-, periódicos -a veces ya desaparecidos-, revistas culturales de carácter general -no especializadas, no dedicadas específicamente al estudio de la literatura española-, enciclopedias. Entre ellos se encuentran los primeros artículos que Juan Manuel Rozas, siendo aún estudiante, dio a la imprenta. Todos forman parte de su obra dispersa, de una producción a la que su autor fue danto cuerpo á lo largo de toda su existencia.

En tres grupos se pueden distribuir esos trabajos, atendiendo al medio elegido para efectuar su difusión. Los incluidos en periódicos, los insertos en revistas estudiantiles, los que figuran en revistas culturales no especializadas. Como apéndice quedan sus artículos de enciclopedia.

La colaboración de Juan Manuel con periódicos no fue nunca especialmente intensa. Ahora bien, sí fue temprana. De hecho su primer artículo impreso, «Entre dos homenajes a Azorín», redactado cuando su autor era estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, la conocida actualmente como Complutense, apareció en las páginas del diario Arriba en 1958. Se puede descubrir su firma en el suplemento Libros de El País («Los novísimos a la cátedra», «Poetas de Extremadura», «Un auto inédito de Calderón, en su tercer centenario»), en el diario Hoy («Sobre la elección de rector») y su suplemento, ya desaparecido, Alminar («La leyenda de Villamediana en dos poetas extremeños», «Díez Canedo y el 27: Las mocedades de Max Aub»), en Presencia literaria, de La Paz, Bolivia («Encuentro con Pedro Shimose, premio de poesía Casa de las Américas»).

El interés de Rozas por las revistas estudiantiles fue una constante a lo largo de toda su vida. Siendo alumno de la Universidad de Madrid formó parte de la redacción de Cuadernos de arte y pensamiento, editada por el SEU, y en la que insertó el segundo de los artículos que dio a la luz, «Notas a Villamediana al margen de Góngora», de 1959. Ya profesor universitario, alentó y animó la publicación de diferentes proyectos emprendidos por y para los estudiantes, de alguno de los cuales llegó a ser asesor. Persiles, Módulo 3 y Hátara, en la Universidad Autónoma de Madrid. El Gayinero, Residencia, Cuadernos de Cultura, en la Universidad de Extremadura. Chamizo 79, del Instituto de Bachillerato «Luis Chamizo», de Don Benito-Villanueva. Tal aliento se tradujo, a veces, en colaboraciones concretas: «Persona y sociedad en la literatura española, I y II» (Persiles), «El tren y los castúos (Chamizo 79), «Las 1000 obras que Ramón no escribió» (El Gayinero), «Entre el clavel y la espada» (Residencia. Cuadernos de Cultura).

Trabajos de Juan Manuel se imprimieron también en algunas revistas no especializadas. En no demasiadas ocasiones, si desde antiguo, desde 1963, y en no demasiadas de ellas. En el Boletín Cultural editado por la Embajada Argentina en Madrid apareció «Dos notas sobre el mito de Faetón en el Siglo de Oro». En El Libro Español, «Estudios sobre literaturas extranjeras». En Historia 16. «Entre dos centenarios de Calderón (1881-1981)». En Nuevo Índice, «Espíritu de conciliación».

La Gran Enciclopedia RIALP, en fin, insertaba tres colaboraciones de Rozas, los artículos «Alegoría», «Farsa» y «Teatro».

La temática abarcada en estos trabajos es variada. No obstante, el grueso de los artículos se dedica a aspectos abordados habitualmente por su autor en otras parcelas de su obra investigadora. Los textos quedan centrados en asuntos de dos épocas importantes de la historia de la literatura española: el Siglo de Oro y el siglo XX.

Sobre el Siglo de Oro hallamos estudios que giran en torno a la lírica y al teatro, los dos grandes géneros clásicos de los que Rozas más se ocupó: «Poetas de Extremadura», «Dos notas sobre el mito de Faetón en el Siglo de Oro», «Notas a Villamediana al margen de Góngora», «Entre dos centenarios de Calderón (1881-1891)», «Un auto inédito de Calderón, en su tercer centenario.

Los trabajos sobre la literatura del XX abordan temas no desconocidos en otras partes del curriculum de Juan Manuel: Azorín, en la generación del 98 («Entre dos homenajes a Azorín»), las vanguardias y el grupo del 27 («El tren y los castúos», «Las 1000 obras que Ramón no escribió», «Entre el clavel y la espada», «Díez Canedo y el 27: Las mocedades de Max Aub»), la poesía desde la posguerra hasta nuestros días («Los novísimos a la cátedra», «Encuentro con Pedro Shimose, premio de poesía Casa de las Américas»), las revistas culturales y literarias («Espíritu de conciliación»).

Junto a estos artículos se encuentran otros que abarcan contenidos diversos. De carácter bibliográfico es «Estudios sobre literaturas extranjeras». De teoría e historia literaria general son «Alegoría», «Farsa» y «Teatro». Una antología de textos literarios españoles con temática común se inserta en las dos partes de «Persona y sociedad en la poesía española». El tratamiento de un mismo asunto por dos autores decimonónicos es estudiado en «La leyenda de Villamediana en dos poetas extremeños». A la Universidad de Extremadura, al análisis de problemas universitarios, dedica «Sobre la elección de rector».

Todo un corpus que alguno puede calificar como «menor», pero que en absoluto lo es si atendemos al interés y calidad de los trabajos. Un corpus que hemos creído justo y conveniente rescatar, reunir y ofrecer a un posible lector interesado. En las siguientes páginas insertamos todos esos textos, con ánimo de facilitar su consulta, de acrecentar, así, su accesibilidad.

Hemos clasificado el material en tres grandes grupos, atendiendo a su específico contenido antes comentado: Siglo de Oro, Siglo XX y Varia. Entre los trabajos existen algunos especialmente dedicados a estudiar aspectos de la literatura de Extremadura, hecha en Extremadura o por autores extremeños: «Poetas de Extremadura», «La leyenda de Villamediana en dos poetas extremeños», «El tren y los castúos», «Díez Canedo y el 27: las mocedades de Max Aub», «Espíritu de conciliación». Pero no hemos juzgado apropiado dedicarles un apartado específico. Juan Manuel Rozas estudiaba escritores y temas extremeños insertándolos en el contexto general de la literatura española. Así figuran en esta recopilación, como parte integrante del grupo general al que pertenecen.

La transcripción de los artículos se ha hecho respetando escrupulosamente su versión original. Hemos añadido una nota del editor («N. del E.») a cada uno de ellos en la que se especifica el lugar de procedencia y, si ha lugar, se transmiten algunas noticias pertinentes sobre alguno de los mismos. En determinados -pocos- casos muy concretos se han incluido observaciones sobre sus textos.






ArribaAbajoI. Siglo de Oro


ArribaAbajoPoetas de Extremadura1

Los poetas extremeños del siglo XVI. Estudios bibliográficos. Antonio R. Rodríguez Moñino. I, Badajoz, 1935. Facsímilado en Valencia. Gráficas Soler, 1980.

Los avatares de este libro pasarán a nuestra historia cívica y cultural como un ejemplo -como un mal ejemplo- que no se debe repetir. Los cuenta su autor, sucintamente, con su característica caligrafía y su no menos característico talante, en una nota manuscrita que colocó al frente del ejemplar que ahora se ha reproducido en edición facsímil:

«Este libro estaba impreso, a falta solo de los índices, el 18 de julio de 1936. Guardado cuidadosamente en un taller de encuadernación durante toda la guerra, la injusta y estúpida campaña emprendida contra su autor por algunos bibliotecarios desmandados llevó al dueño del taller a la convicción de que le comprometía la custodia de un libro de escritor tan terrible. En su santa simpleza hizo un auto de fe -¡en 1940!- en el que destruyó el resto del original y todo lo impreso, salvándose tan solo cuatro ejemplares completos de capillas».

Con este preámbulo, uno espera encontrar, dentro de las 419 páginas de la obra, ideas comprometidas con alguna extraña causa o un manojo de consignas subversivas. Y lo que nos encontramos es un libro de estricta investigación bibliográfica que solo alude a poetas del siglo XVI.

La importancia que esta obra tiene para la cultura extremeña, y también para la española, es muy grande. La voy a concretar sucintamente en cuatro puntos. En primer lugar, aborda, aunque de pasada, la existencia de una historia literaria de Extremadura. Contradiciendo, prudentemente, a López Prudencio, cree el autor que «en Extremadura ha habido siempre literatos, pero nunca (una) labor vertebrada, engarzada, como en otras regiones... Hay partes, pero no hay todo». Lo que, visto en los autores anteriores de los cien últimos años, parece evidente. Las grandes personalidades extremeñas de las letras no podían, por razones históricas, comunes a toda España, tejer un conglomerado literario propio y nítidamente separado del resto de la nación en los siglos XVI, XVII y XVIII. Lo que ocurre -y lo que pueda ocurrir- después queda lejos de nuestra obra.

En segundo lugar, nos da, en una larga introducción de cerca de cien páginas, el fundamento de la historiografía literaria extremeña bajo el rótulo Los historiadores de las letras extremeñas. Maravillosas páginas, rigurosas páginas, que son el verdadero cimiento sobre las que se puede empezar a edificar el estudio de la cultura literaria regional. Va recorriendo, de forma definitiva, la labor de los protobibliógrafos: desde el doctor Suárez de Figueroa, Gil González Dávila, el médico Sorapán, etcétera, hasta José de Viu, ya en medio del siglo XIX. Este trabajo, aunque reproducido luego por su autor al frente de su Historia de la literatura extremeña, ha de leerse mejor aquí, por la mayor extensión y los valiosos apéndices que lleva.

En tercer lugar -en el cuerpo del libro- aparecen, de forma definitiva, las bibliografías críticas y descriptivas -con edición de importantes poemas- de algunos de los escritores extremeños más importantes, presididos por las del grandísimo escritor -que ahora parece descubrir la juventud estudiosa- que es Francisco de Aldana.

Por último, y como cuarta dimensión, es este volumen el tomo I de una larga obra, desgraciadamente truncada: la historia documental de la poesía extremeña, hecha por quien más ha sabido de ella en todos los tiempos.

Esta última cuestión, como futurible, nos hace reflexionar. ¿Qué podría haber ocurrido, sin guerra civil, sin la destrucción de este libro? ¿Habría continuado sistemáticamente su labor don Antonio hasta completar una historia de la cultura literaria extremeña? Hay otra pregunta previa: ¿Quiso el autor publicarlo de nuevo? Desde luego, lo pensó, y, según uno de los cuatro ejemplares conservados, había decidido hacerlo y había decidido hasta el número de ejemplares -solo cien- que pensaba editar. Pero no lo hizo, tal vez después de pensarlo detenidamente, e incluso esa reducción de la tirada indica ya un cambio de actitud, un retraimiento. Destrozado mientras se imprimía, por otras razones y en 1926, su estudio sobre los dramaturgos extremeños; destrozado este, por las razones que hemos visto; acosado el autor por las circunstancias que atravesó el país, es indudable que sus proyectos, de 1936 a 1940, sufrieron, como he estudiado en otro lugar, una profunda crisis. De tal forma que, aunque hasta su muerte se interesó por los estudios extremeños, su necesaria mirada hacia el exterior -exiliados, hispanistas- y también el enorme prestigio que fue ganando le hizo atender a problemas de mayor espacio cultural, hasta llegar a ser el maestro de la bibliografía hispánica, acabando por producir libros de tanta envergadura teórica -y, por tanto, universales- como su Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los siglos XVI y XVII.

Cuatro extremeños han hecho posible esta recuperación: Cañada, González Manzanares, Sánchez Pascual y Sánchez de León.

Con esta resurrección se pone -se repone- un pilar para la construcción rigurosa y equilibrada de la cultura extremeña, que, en este caso, afianza el muro de la historia de la lírica española.




ArribaAbajoDos notas sobre el mito de Faetón en el Siglo de Oro2

La lectura casi simultánea de dos libros, El mito de Faetón en la literatura española3, de Gallego Morell, y La edad conflictiva4, de Américo Castro, ha traído a mi mesa de trabajo la bella y triste fábula del hijo de Climene, sugiriéndome este estudio, que divido en dos partes o, más modestamente, en dos notas. En la primera, copio y comento algunas composiciones faetónicas no recogidas por Gallego Morell; en la segunda hago un breve ensayo sobre el destino de Faetón dentro de la mentalidad de nuestros hombres del Siglo de Oro, para el que parto de un soneto de Quevedo, citado por Américo Castro, que me sirve para enlazar los dos apartados de mi trabajo.


I

Además del numeroso repertorio de obras mayores y menores sobre Faetón que ha reunido Gallego Morell, conozco con el mismo asunto: de Lope, dos sonetos y una larga tirada de versos en el Laurel de Apolo; una octava gongorina; sendos sonetos de los Argensola; y, el que acabo de citar, de Quevedo.

El primero de los sonetos del Fénix, que apareció en la primera parte de sus Rimas, dice así:



Salió Phaetón y amaneció el Oriente,
vertiendo flores, perlas y thesoro,
passó por alto del mar Indio al moro,
turbado de su luz resplandeciente.

Las montañas de nubes al Poniente,
iba subiendo, y de la Libra al toro,
quando cayó, sembrando el carro de oro
del Eridano caro en la corriente.

Recibióle llorando la ribera,
de su temeridad castigo justo,
que tan alto subir tan bajo para.

Pero, mísero del, ¿dónde cayera,
si con freno de fuerza y no de gusto
la voluntad de una mujer guiara?5



Una veintena de años después, en La Circe, publicada el segundo:



De la abrasada eclíptica, que ignora,
intrépido corrió las líneas de oro,
moço infeliz, a quien el verde coro
vio sol, rayo temió, difunto llora.

Centellas, perlas no, vertió el aurora,
llamas el pez austral, bombas el toro,
ethnas la nieue del Atlante moro,
la mar incendios y cenizas flora.

Assí me leuanté, y a la presencia
llegué de vn sol, assí también me assombra,
cayendo en noche eterna de su ausencia;

assí a los dos el Po Faetontes nombra,
pero muertos con esta diferencia,
que él quiso ser el sol y yo la sombra6.



Los dos sonetos copiados tienen rasgos parecidos. En primer lugar, Faetón no es, en ambos, sino un pretexto para hacer lírica amorosa: en los cuartetos se nos esboza lo principal de la fábula, la caída al Po del héroe, y en los tercetos el poeta se vuelve sobre sí mismo para sacar una conclusión. La sensación del perecido aumenta por la rima en -oro que ambos ostentan como segunda de los cuartetos, uniendo -lo que no es frecuente- las voces toro (Taurus) y moro, seguramente aglutinadas por oro, metal indispensable en el carro del sol. Sin embargo, difieren mucho, tanto en el fondo como en la forma. Los tercetos, motivo fundamental en los dos poemas, para los que se ha montado la descripción de la fábula, son dos rasgos de ingenio, pero, en el primero, la lírica amorosa es misógina -satírica-, y, en el segundo, petrarquista. También el primero -de acuerdo con su contenido satírico- es mucho más llano, mientras que el segundo ha pasado por el segundo decenio del siglo XVII y conoce ya la explosión del culteranismo. En el de las Rimas, la carrera de Faetón tiene cierta lentitud: Faetón sale, amanece, vierte flores y perlas, pasa, sube y cae. En el de La Circe, solo se nos da el momento culminante, el incendio. Faetón no es aquí, ni por un momento, el amanecer, sino un abrasado meteoro.

Puramente descriptivo es el pasaje del Laurel de Apolo, donde, en la Silva V, interrumpe sus elogios para contarnos El baño de Diana, y, a modo de introducción, nos resume la confusión por Faetonte, ante su inexperiencia como auriga de los caballos de su padre:


huyendo con los músicos delfines
las escamosas focas
al centro de la mar medio abrasadas



y cómo Júpiter lo precipita en el Po, «a las quejas de la tierra abrasada»7.

El originalísimo Góngora emplea la fábula, de manera maestra, para eludir, como siempre, la realidad. Felipe II ha muerto, y Felipe III es ahora, por la edad, no por la osadía, Faetón8:


El heredero auriga Faetón solo
en la edad, no Faetón en la osadía,



y el poeta, hábil tranzador de metáforas, relaciona la fábula ovidiana, en la que Faetonte cubre de luto la tierra con el luto que por el rey difunto se hace en dos mundos por él poseídos, empezando por el del heredero, que no luce su corona, por respeto y pena, en algunos días:


al diadema de luciente Apolo
en sombra obscura perdonó algún día.
Luto vestir al uno y otro polo hizo,
si anegar no su Monarquía
en lágrimas que pío enjugó luego
de funerales piras sacro fuego9.



Lupercio Leonardo de Argensola nos presenta en su soneto la parte más delicada de la fábula. Las hermanas de Faetón, a la orilla del Po, lloran la tragedia, endechándole:


«Fue digna de tal pena tu osadía;
i proque sea común el escarmiento,
sin culpa te imitamos en la suete».



Pero los enamorados no entran en ese común escarmiento, ni siquiera Lupercio, tan amigo del juicioso y simbólico Fabio:


Con este ejemplo en vano pretendía
yo, triste, refrenar mi atrevimiento,
que busca en vida gloria, o fama en muerte10.

Bartolomé, también amigo de Fabio, coincide, sin embargo, con su hermano a través del tópico literario de Faetón, al que une a un personaje histórico, Pompeyo, iguales en el morir acometiendo «grandes cosas». A ellos junta el poeta a causa del amor:


«Terzero me hizieron mis querellas;
i el mundo os tiene envidia, almas preciadas,
pues ya que no acabamos grandes cosas,
morimos en la fe de acometellas»11.



El último soneto, el quevediano, queda a caballo entre las dos notas. Sirve en él Faetón de comparación para cosas tan graves y tan alejadas de las que hemos visto hasta ahora, que mejor será separarlo de los anteriores. Como demostración, quede a este lado el epígrafe: Aconseja a un amigo que estaba en buena posesión de nobleza, no trate de calificarse, porque no le descubran lo que no se sabe.




II



Solar y ejecutoría de tu agüelo
es la ignorada antigüedad sin dolo;
no escudriñes al Tiempo el protocolo,
ni corras al silencio antiguo el velo.

Estudia en el osar de este mozuelo,
descaminado escándalo del polo:
para mostrar que descendió de Apolo,
probó, cayendo, descender del cielo.

No revuelvas las güesos sepultados;
que hallarás más gusanos que blasones,
en testigos de nuevo examinados;
que de multiplicar informaciones,
puedes temer multiplicar quemados,
y con las mismas pruebas, Faetones12.



Este soneto es único en la literatura faetónica, como única es la garra de pensador de Quevedo, que tenía mucho más clara la mente que el corazón, atormentado, no solo por laberintos amorosos y políticos, sino también por odios mucho más particulares y menos literarios, como el que le hizo perseguir, más allá de la muerte, el ánima del Conde de Villamediana, poniendo bien claro a sus contemporáneos y a la posteridad que había muerto sin confesión.

Américo Castro ha utilizado estos versos para iluminar su teoría sobre lo que significaba la limpieza de sangre en la constitución del pensamiento español del Siglo de Oro. En ellos encontramos el trinomio: noblepruebas de limpieza de sangre-Faetón. Al autor de La edad conflictiva le interesaban exclusivamente los dos primeros términos; a mí solo los dos últimos. Es decir, demostrar cómo los barrocos vieron en Faetón un problema de honra, bastante perecido a los que nos presenta nuestro teatro nacional.

Pero antes conviene dar un rodeo y clasificar los diversos faetones que los hombres de nuestro mejor siglo vieron. Así podremos descartar los que no nos interesen, aunque sin olvidar su existencia.

1.º El Faetón que ven los moralistas y pedagogos. Este es símbolo claro de la osadía y la impericia juvenil. Es una versión peyorativa, que podemos ejemplificar con la que nos da Juan Pérez de Moya en su Filosofía secreta, al hacer la declaración histórica de la fábula. Según él - luego veremos que en los de más categoría no se cumple-, los poetas quieren dar a entender con el mito: «que Faetón fue vanaglorioso y arrogante, y presumiendo de sapientísimo sin serlo, sembró entre la simple gente muchas confusiones y falsas doctrinas...; que los grandes imperios, y administraciones, y repúblicas, no se han de encargar a mozos ni a hombres de poco saber... Amonéstanos también que los hijos no menosprecien los consejos de los padres, si no quieren haber mal fin»13.

2.º Un Faetón, epíteto laudatorio de altos personajes, como el que más arriba he copiado de Góngora, o como el de don Juan de Escalona, al llamar al Infante Baltasar Carlos, «Faetón de España»14 . O, incluso, válido para cantar a la Madre de Dios, como podemos leer en Alonso de Bonilla15.

3.º Un Faetón lírico, subjetivo, espejo en que se miran los corazones petrarquistas, seguros que, como él, caerán precipitados por la osadía de amar un sujeto tan alto, una dama que podía, como el sol -recordando el otro mito para atrevidos, muchas veces unido al que nos ocupa, y que debería estudiarse junto con él-, reblandecer con su mirada la cera de las alas de esos Ícaros, no de la libertad, sino de las entrega amorosa. Este Faetonte empieza con Garcilaso y va hasta el barroco, deteniéndose, deleitosamente, en la imaginación de Herrew, tan acostumbrado a resistir los rayos solares de doña Leonor.

4.º Claro está que el eje del mito, en su aspecto más externo, es cuando se cuenta, con suficiente detenimiento, un Faetón heroico, un joven que acomete una empresa bella en sí -aun sin contar por qué la hace- a los ojos de los poetas soldados del siglo XVI; Aldana, por ejemplo.

Las dos primeras modalidades, una por didáctica -antipoética- y otra por la escasez con que aparece, no nos interesan. Las dos siguientes están en la mente de todos. El Faetón más interesante -y no solo desde el punto de vista literario- es él.

5.º El trágico, con un destino prefijado, insoslayable, sobre todo dentro de la mentalidad de nuestros hombres del Siglo de Oro, que llega a tener su máxima expresión en el Conde de Villamediana y en Soto de Rojas, pero que está ya claro en Francisco de Aldana. La acusación de Epafo es tajante: tú no eres hijo de Apolo, por tanto no eres noble16; eres hijo de un cualquiera, por tanto el pecado de tu madre no tiene humanamente un sentido superior, no tiene excusas; tu madre es una ramera. La acusación, grave en todo tiempo y lugar (hasta en tiempos de Ovidio, como recalca el de Sulmona en su Metamorfosis, al llegar al pasaje que nos ocupa), alcanzaba el colmo de la gravedad en la Castilla de los Austrias. Yo no sé que le importaría más a un cortesano de los Felipes, si la honra de su madre o la falta de hidalguía en su padre. La limpieza de sangre, la ascendencia cristiana y conocida - comprobable- era tan importante o más que el plan de cada día. Podemos decir que la versión de los poemas culteranos en la vida diaria eran las pruebas de limpieza de sangre, donde -y no hace falta estar de acuerdo con Américo Castro en todo para ello- se ve claramente que el problema es muchas veces tanto social como religioso. ¡Qué de argumentos, sutilezas, viajes, altruismos, egoísmos, odios, búsquedas, hallazgos, metáforas judiciales! ¡Qué aparente desconcierto y qué precisión, sin embargo, en las intenciones de cada testigo, de cada demandante! ¡Qué difícil y qué fácil la lectura de Góngora, teniendo sus comentarios reunidos sobre la mesa! ¡Qué difícil y qué fácil entender a aquellos hombres, esculturas barrocas, seguras por fuera, y por dentro sutil maraña psicológica, naturalismo e idealismo abrazados, complicada escultura no figurativa, como un hierro de Pablo Serrano!

Asombra ver cómo un hombre de la inteligencia y de la piedad de Jiménez Patón -recuérdese el encanto que tienen sus palabras cuando habla del nombre de Jesús en su Ortografía- se cierra por completo en esta cuestión, y lo razona justamente desde su época, hasta llegar a publicar un Discurso atacando a los que querían soslayar el importante requisito, donde dice: «A lo cual, no se debe dar lugar, antes cerrarles la puerta, y darles con ella en la cara»17.

Este problema de la honra de la madre y de la calidad del padre -en realidad es uno solo, pues una vez que Apolo, un noble, un rey, fuese el padre, la bastardía ya no importaba- está claramente expresado en la fábula, no solo en el argumento, sino también en el lenguaje, con términos muy realistas. Ya en el poema de Aldana se lee:


Binieron a contar de sus passados,
del antiguo valor de sus agüelos,
y la limpieza al fin de sus linajes...18



El ataque de Epafo no puede ser más expresivo:


      ... no saben todos
que con hombre mortal tu madre viue
debaxo el conjugal nudo ligada,
indigna cosa, y torpe ciertamente
si nunca grata a Phebo fuera, y cara:
pero quién diesse crédito, y quisiesse
afirmar que es verdad lo que compone
la lengua mujeril, vana y ligera,
¿o quántas dellas ay, que de los bosques,
del campo, y del arado traen el vientre
de cabrero, o pastor lleno, y pesado,
y finge, o que es del cielo, o del gran Ioue?19



En el poema villamedianino, aunque más breve y cultamente, encontramos el mismo juicio:


... con mejor testimonio es bien que aclares,
¿juzgas que basta para darte padre
la incierta fe de tu ambiciosa madre?20



Igualmente en Soto de Rojas:


................Epafo................
murmuran en el corrillo lisongero,
duplica, a espalda buelta, infame agrauio,
oppuesto al fuerte, el generoso, al sabio21.



Limpieza de linajes, mejor testimonio, incierta fe, murmura en el corrillo, ¿no es esto situar a Faetón, que había solicitado el hábito de hijo del sol, ante una prueba de limpieza de sangre? Y este Faetón del Siglo de Oro, ¿qué podía hacer ante la negación de Epafo, sino cumplir su destino, aun a costa de su vida?

Por ello fue personaje tan simpático para los poetas, los cuales no dudaron de que fuese hijo de Apolo, el dios que a ellos les dictaba versos. Véanse sus opiniones. Arguijo:


Pudo quitarte el nuevo atrevimiento,
bello hijo del sol, la dulce vida;
la memoria no pudo, que extendida
dejó la fama de tan alto intento.
Glorioso aunque infelice pensamiento
disculpó la carrera mal regida,
y del paterno carro la caída
subió tu nombre a más ilustre asiento22.



Lope:


Dirá que ciego y ambicioso fuiste,
pero no negará que confirmaste,
muerto en el suelo que del sol naciste23.



Villamediana, desde el primer verso de su poema:



Hijo fue digno del autor del día
el peligroso y alto pensamiento,
que pudo acreditar con su osadía,
si no feliz, famoso atrevimiento...

... culpa gloriosamente peregrina,
que su fama adquirió con su ruina24.



Quevedo es el único en discordia. Seguramente porque a él la literatura -Faetón- le importó siempre menos que el pensamiento -la limpieza de sangre-, sin olvidar su alma de moralista. Para él, el hijo de Climene no es un héroe, ni siquiera un antihéroe, sino, lo que es peor, un no-héroe, un mozuelo del que se puede hacer burla -no parodia en fábula burlesca, cosa bien distinta- hablando muy en serio en una sátira de costumbres, en este chiste conceptista con el que niega su ascendencia divina, noble o conocida:


para probar que descendió de Apolo,
probó, cayendo, descender del cielo.



El presente trabajo es un estudio literario. Pero no se me oculta su aplicación al conocimiento de la constitución social e ideológica del Siglo de Oro. Esto se hace más llamativo por haber declarado, desde el principio -lo podía haber soslayado con facilidad-, que partía de un soneto citado por Américo Castro a este respecto. Por ser lo literario lo que más me interesa, y por mi falta de preparación para salir de este campo, he procurado que Faetón se desmandase lo menos posible hacia otros terrenos. Pero era difícil, dado su sino, esta sujeción. Sus tirones ideológicos me obligan a precisar, con la mayor sencillez posible, hasta qué punto lo que aquí he dicho es una prueba más de las importantes teorías que Américo Castro desarrolla en La edad conflictiva, con las cuales, sobre todo en intensidad, no estoy totalmente de acuerdo, aunque me parece admirable la inteligencia y sinceridad con que se busca la verdad de ese ser tan extraño que es la Historia de España.

Pues bien, como he creído demostrar, las ideas de algunos pasajes de los poemas mitológicos que he tenido en cuenta, están en clara relación con la limpieza de sangre. Pero en seguida hay que hacer una importante observación. El problema real que plantea Faetonte no es la vetustez de su cristianismo, sino su principado, su nobleza. Es más ambicioso que los hidalgos: no pretende un hábito de una orden militar, sino el hábito de hijo de Apolo. Sus amores son reales, como los de la leyenda del poeta Conde, que tan bien nos narró su fábula. Lo que ocurre es que el lenguaje no se enfrentaba a diario con un hombre que pretendía ser príncipe, y sí con hidalgos que solicitaban entrar en las órdenes militares. Por fin, creo que, en la mayoría de los casos, el pretendiente de un hábito no buscaba demostrar con él -muchas veces no lo necesitaba- que era cristiano viejo, sino gatear, afanosamente, desde la hidalguía -cristianos viejos conocidos- hasta las altas esferas, por vanidad, amor a la grandeza y a las rentas vitalicias- de las cuales sí estaban muchos necesitados.

Cuanto más ambiciosas sean las miras del hijo de Climene, tanto más interesante resulta la fábula, y cuanto más sea verdad que él fuera hijo de Apolo, tanto más trágica. Para mí, por encima de lo que pueda tener de lírico en los sonetos amorosos, o de épico en el desarrollo, la mayor fuerza y poesía del mito están en este fondo trágico, en que él intente demostrar una cosa que es verdad, sabiendo que va a morir, y fracasar, por tanto, a los ojos de muchos. Pero si no intentase su reivindicación, quedaría solo como un presumido; al intentarla queda, al menos, como un soñador, un visionario de sí mismo y, seguramente -yo lo creo-, como hijo del sol.

¿Qué otra cosa podía hacer Faetón sino empuñar las riendas de los ignivomos caballos y morir?






ArribaAbajoNotas a Villamediana al margen de Góngora25

La diferencia entre Góngora y Villamediana, es decir, entre un poeta genial y un extraordinario poeta, está bien manifiesta en los desvelos de Chacón, Hoces, Salcedo Coronel y demás comentaristas gongorinos del siglo XVII; la diferencia entre morir a los sesenta y seis años en la pacífica Córdoba y ser asesinado a los cuarenta, en medio del bullicio dominguero de la calle Mayor madrileña, está en la leyenda de don Juan de Tassis y Peralta.

La obra de Góngora tuvo, ya en vida del poeta, manos felizmente maniáticas que escribieron todo lo que sabían de ella. Más de lo que don Luis, a este respecto, se merecía. Pues dudo que ante un soneto fallido o un borrador extraviado sintiese congoja. Tuvo esos comentaristas que Lope, poeta lírico profesional hasta el dolor, mereció y no consiguió.

Villamediana, al contrario, ha quedado en su vida y en su leyenda más que en sus versos. Le ha ocurrido lo que a Quevedo, si bien la leyenda de don Francisco ha caminado por la-calle- y la de don Juan por las bibliotecas.

Y he unido aquí, junto a Villamediana, los nombres de los tres grandes sonetistas españoles con toda intención. Porque en este triángulo poético -y en sus tres vértices- se ha colocado muchas veces Tassis: unas, ha sido inteligencia con Quevedo; otras, belleza con Góngora, y otras, amor con Lope. Y así, un estudio meticuloso de la poesía del conde, si no interesase solo por ella misma, daría mucha luz a la lucha que los diferentes barrocos se hacen entre sí. Sin embargo, nada se ha escrito sobre la estética de Villamediana. Los tres trabajos monográficos26 que se le han dedicado estudian su vida, pero no su obra. Y creo que es esta la que más interesa; y pienso que, sin una edición crítica de sus versos, no se podrá llegar nunca a trazar su biografía.

Ocurre un hecho curioso. Mientas preparaba un trabajo sobre el estado actual de los estudios villamedianinos, he revisado los índices onomásticos de las principales revistas de literatura, buscando citas del conde. Lo hacía por rutina, pues nada esperaba hallar. Y, sin embargo, no ha sido así. Se le suele citar con bastante frecuencia. Pero siempre de pasada, explotando la leyenda. Y así, y sin contar las obras de creación que se han hecho de su figura (lo cual es completamente lícito)27, hay multitud de libros en los que «los amores reales» salen a relucir -como buen señuelo que es el oro- sin el menor fundamento y sin originalidad. Todos han leído al señor Cotarelo. En un discurso pronunciado en la Real Academia se halla escrito: «Del conde de Villamediana, don Juan de Tassis y Peralta, hay poesías indubitadas». Como sigamos así, digo lo que el señor Entrambasaguas hace ya algunos años: «acabaremos por creer que el conde no existió».

También citan, como es lógico, los gongoristas, a Villamediana. Pero esto es harina del buen costal. Mucho debe a ellos, desde Chacón hasta hoy, el satírico conde. Muchas de sus poesías son fácilmente fechables, gracias al manuscrito de Chacón. Ya que desde 1617, como se sabe, Góngora y Villamediana se vieron con mucha frecuencia y escribieron versos a los mismos temas. Ya en nuestro siglo, Artigas nos da varios datos sobre Tassis28. Y su única obra teatral conocida, La gloria de Niquea, ha sido estudiada por Alfonso Reyes y Dámaso Alonso al intentar decidir la participación que Góngora tuvo en ella. Por fin, Gerardo Diego, en su Antología poética en honor de Góngora, coloca al conde en lugar destacado. Lo que extraña es que alguno de estos no haya dedicado algún tiempo al olvidado conde, y más sabiendo la opinión que les merece. Dámaso Alonso29 dice, en contra del sentir de Alfonso Reyes30, que hay en la obra de Villamediana hallazgos comparables a los de Góngora. Y Gerardo Diego, en la obra citada, escribe: «Se admite que es el discípulo más servil de Góngora, pero esto no es cierto, ni aun en sus fábulas mayores, y mucho menos en sus versos líricos. Hay un acento muy personal, en los sonetos sobre todo, de Villamediana».


ArribaAbajoNota I: Primer encuentro

Cuando don Luis va a la Corte en 1603, el conde de Villamediana es ya de sobra conocido, y no solo por sus versos. Era popular como todo exhibicionista. No eran para menos sus hazañas: desde lucir los mejores atuendos de la Corte, hasta asaltar la carroza de una dama y, celoso, abofetearla.

¿Este apasionado histrionismo, no encierra alguna razón social? ¿Qué actitud tomarían los nobles vallisoletanos a la llegada de la Corte? Si cuando el rey fue a casarse a Valencia (en cuyo séquito iba, por cierto, Villamediana) los nobles valencianos tiraron la casa por la ventana, ¿qué no harían los de Valladolid, sabiendo iba a fijar su residencia entre ellos? ¿Y la nobleza madrileña? No todos los nobles, ni mucho menos, cambiaban de ciudad con agrado. Establecidos en Madrid, era un engorro grande el traslado de sus casas y de sus vidas a orillas del Pisuerga. Hubo burlas para la nueva Corte. Entre ellas destacan las de Góngora, donosas en todo menos en el olor. La sátira a la ciudad -que es un tópico de la época- estaría en la pluma de todos los poetas. Además, los nobles de Madrid -las casas más altas- mirarían con cierto desdén a la nobleza de segunda fila que en Valladolid, antes de ser Corte, vivía. No soportaría esto Villamediana fácilmente31. Y dado al lujo, como era, procuraría ser el primero en todo. Sus demostraciones aumentarán al ser nombrado conde su padre, en 1603.

Este es el año, como queda dicho, en que Góngora llega a Valladolid. Poetas y satíricos los dos, no dejarían de conocerse. A Góngora, igual que a todos los poetas de la época, le era vital la amistad de los nobles. Y es aquel, no solo protección le daba, sino comprensión para su poesía y una fina sensibilidad. Pero abiertamente, al menos, no se cita a Tassis en sus poesías de esta época. Sin embargo, en una composición32 de este año se refiere a cierto Juan del Monte Pichardo, teniente de correo mayor de Valladolid, según Chacón. En ella se lee:


... porque el gusto de la Corte
pide nuevas a un poeta,
mucho más que a una estafeta
con mucho menos de porte.



Aunque estos dos últimos versos no sean una alusión directa al correo mayor, el nombre de Pichardo indica que no estaba muy lejos el cordobés de Villamediana.

Basándose en un soneto a Córdoba, se ha pensado33 en la estancia de Tassis en dicha ciudad. Aunque este soneto no podemos asegurar que lo escribiese el conde, no sería raro su viaje a Córdoba. Si no fuese bastante prueba la admiración que sentía por el autor del Polifemo, cabría pensar que en el segundo viaje que hizo al extranjero, a Italia concretamente, embarcara o desembarcara por Andalucía. Sabemos que el viaje se inició en 1611 y que en 1615 ya estaba en Madrid. Pero es raro que don Luis no haga mención en sus versos de esta visita, y más si Villamediana escribió un soneto a su ciudad. En 1608, en una décima, aparece un tal


... Monsïur de Peralta
ha llegado alegremente34



relacionado con el juego. Chacón dice: «Llegó a Córdoba, pocos días antes de la Pascua del Espíritu Santo, Monsïur de Peralta, uno de los que solían ir a jugar al lavadero». Y en el manuscrito de Barcelona lo llama francés. Así que la posible broma de Góngora para con Villamediana no es verosímil.

Nada hay, pues, aparentemente, en la obra de Góngora que nos ilumine los treinta y cinco primeros años de Villamediana. Es a partir de 1617 cuando aparece el nombre del conde en los versos y las cartas del cordobés.




ArribaAbajoNota II: El Faetón escrito en Toledo

En 1617 sabemos de Villamediana por dos composiciones gongorinas: la décima «Cristales el Po desata» y el soneto «En vez de las Heliades, ahora». Las dos se refieren a su Faetón. Y por ellas conocemos que fue escrito en Toledo y en ese año. («Escribió el conde esta fábula en el reino de Toledo», dice Chacón.)

El soneto es furiosamente culterano. Los cuatro sonetos dedicados por Góngora a Villamediana son así. Era natural: escribía para uno de su escuela. Si el de Lerma no entendía el Panegírico, Tassis gustaría que

los versos compuestos para él fuesen los más difíciles, los más cultos: era una distinción a su buen gusto. Este soneto acaba:


¡Oh Mercurio del Júpiter de España!



lo que dio pie al señor Alonso Cortés35 para sospechar que no era don Luis su autor. Dice: «¿Será realmente de Góngora este soneto? ¿No parece más bien que era Góngora el Júpiter de quien se dice Mercurio a Villamediana en el último verso?» Pero creo que es ir contra toda lógica, al ser el conde -Mercurio-, correo de su Majestad -Júpiter-; llamar así al rey es uno de los tópicos más constantes del siglo XVII.




ArribaAbajoNota III: De la mano del conde

Muchos deseaban ardientemente la llegada de Góngora a la Corte. Unos por amistad, otros por saber en qué acababa aquello de la nueva poesía. De los más ansiosos -parece ser que le envió su literatura el viaje- sería nuestro satírico y doliente conde. En Madrid se vieron, desde entonces, con asiduidad. Pero se ha llamado a Villamediana, mecenas de Góngora. ¿Hasta qué punto lo fue?

Los dos andaban mal de dinero. Si las cartas de Góngora tienen como «leit motiv» la demanda de recursos a Córdoba, los documentos que se conservan relativos al conde son, casi exclusivamente, demandas de sus acreedores y juicios por deudas. Toda su vida fue así. En 1602, se encontraba ya en manos de prestamistas, y pocos meses antes de morir seguía lo mismo36. Y aunque al conde no le importaba demasiado su mala situación económica -tenía crédito y sabía burlarse de sus deudores-, no podía ser para Góngora un verdadero mecenas. (De haberlo sido, no tendrían objeto los lamentos de don Luis a su administrador.) Ahora bien, le ayudaría en todo lo posible. Le aliviaría de múltiples gastos por medio de la cortesía: ora llevándolo a su mesa37, ora por medio de regalos.

En el terreno social, sí sería abiertamente su protector. De la mano de Villamediana entraría Góngora en las casas más selectas y en palacio. Mucho aprendería don Luis de la experiencia cortesana del conde y algo también de su arte de escribir. Cuando digo que algo aprendió no me refiero -sería absurdo- a la manera de escribir, pero sí a la selección de temas. En dos aspectos es Villamediana profundamente original: en la sátira y en sus versos dolientes. Pues bien, por agradar al conde o por cierto mimetismo cortesano, escribe Góngora, por entonces, sátiras que me parecen oriundas de los cotos villamedianinos. Así, la sátira a Pedro Vergel. Y en 1619 continuó Góngora (según Chacón) una redondilla ajena. La redondilla


Guerra me hacen dos cuidados
de contrarios accidentes:
uno de males presentes,
otro de bienes pasados.



me parece obra de Villamediana. Está en su línea de poeta doliente.

En la sátira habrían coincidido mucho más, a no ser por la especial situación de Góngora. Su sátira no es, no podía ser, política. Y es en este terreno donde Villamediana es el maestro de nuestros clásicos. Góngora va a Madrid en busca de un cargo oficial; tiene que estar a bien con los ministros de Felipe III. Villamediana es todo lo contrario. Si no tiene dinero, en nada se nota aparentemente, y su cargo y su título le dan plena independencia. Varias veces satiriza a los catarriberas de la Corte; mientras que Góngora es, salvando su genio, uno de ellos. Frente al Panegírico al duque de Lerma (en el que por cierto se lauda al padre de Villamediana, si bien no era procedente) hemos de colocar las sátiras despiadadas del autor del Faetón contra los ministros del rey.

Esto es muy importante al juzgar a Villamediana: su espíritu independiente. Y no es que lo crea un político consciente. Nada más lejos de su carácter. Posiblemente satirizaba por placer muchas de las veces. Pero al juzgarlo hoy, vemos que aquellas sátiras poseen un ingenio y una valentía sin precedentes desde la sátira medieval de un Juan Ruiz. Y esto es -en contra de la opinión de Hartzenbusch38- lo que al crítico de sus versos debe interesar. Esta independencia social hace su obra egocéntrica, intimista, aunque no existiesen sus grandes problemas interiores.




ArribaAbajoNota IV: «Un Góngora discreto»

Cuenta Pellicer que la reina mandó sus médicos para que atendiesen a Góngora, enfermo, en 1626. El dato tiene cierto interés para el estudio de Villamediana. Cuatro años después de asesinado el conde, la reina sentía especial afecto por Góngora, es decir, por el amigo y maestro de aquel hombre del cual se decía había muerto por ella. Esta parcialidad por el cordobés demuestra, al menos, por parte de Isabel, un recuerdo sereno de su correo mayor. Ningún rencor había por parte de la francesa.

No tratan estas notas de interpretar los misteriosos amores de Villamediana. Aspiran, a lo más, a una contemplación de la vida del conde, desde la esquina de Góngora. Sí podemos, pues, preguntarnos: ¿qué sabía don Luis de estos amores? Creo que conocería tanto como haya de verdad en esta leyenda. Para esta suposición me baso en los sonetos y en las cartas poéticas de Villamediana: o no los enseñó al cordobés (lo cual daría una autenticidad inigualable, en toda nuestra poesía, al silencio que predican) o bien habría de confesarse con su maestro.

Pero la obra de Góngora -ayudada tal vez por Chacón- fue prudente. Llevó razón Villamediana en el soneto citado: «Descripción de Córdoba», al decir: «Un Góngora discreto»39.




ArribaAbajoNota V: ¿Góngora, antítesis de Shelley?

Las citas que hace Góngora de Villamediana en el año 1622 son muy conocidas. El 26 de julio lo nombra de pasada. Y por un soneto sabemos cómo el conde quería marchar a Nápoles con el duque de Alba. Con razón se ha dicho temía su muerte. En sus versos este temor es un viejo tema. Difícil es analizarlo sin saber el orden cronológico de su obra.

La muerte la cuenta el cordobés, con bastante detalle, en una carta fechada el 23 de agosto de 1622. De ella saco lo que la crítica, con todo fundamento, ha meditado más: «... la justicia va procediendo con exterioridades; mas tenga Dios en el cielo al desdichado, que dudo procedan a más averiguación», Aquí -con autenticidad y sin exigencias de la rima- está bien claro el impulso, si no soberano, como dice la famosa décima, al menos muy elevado y extraño. Pues amigos tenía el conde para defenderse de otros nobles de su misma categoría.

Lo que sí es de señalar es el contenido absurdo de la octava40 en que «Tomando ocasión de la muerte del conde de Villamediana, se burla el doctor Collado, médico amigo suyo». Desde el primer verso, o no es, en contra de Chacón, de don Luis, o es un delito enorme para la poesía y la amistad. Sería entonces esta octava la antítesis del Adonais de Shelley. Y más, como anota Mille, después de la impresión que causó a Góngora el triste fin de Villamediana. Un ataque brutal hubiera sido, al menos, más poético que esa burla indiferente.




ArribaAbajoNota VI: Etopeya

Fuera de su cauce normal -la elegía-, el soneto se hizo molde poético para diversos asuntos; así, tuvo en el XVII función de gaceta: daba la noticia del momento y retrataba, con severo sentido velazqueño, al amigo, al señor o a la dama, ya en lo moral, ya en lo físico. Una de estas lujosas instantáneas nos ha dejado Góngora de Villamediana. En ella ha dado luz, y ha detenido para los siglos, el inquieto y secreto carácter del conde. Este soneto, «Al conde de Villamediana celebrando el gusto que tuvo en diamantes, pinturas y caballos», nos dice hasta dónde, maestro y discípulo, eran contemporáneos en belleza de las grandes figuras italianas biografiadas por Vasari.

Azorín -enorme salto sin salir del reino de la sensibilidad- habría hecho con estos versos un bello capítulo para una hipotética segunda parte de su libro académico Una hora en España. Esta nueva hora estaría marcada por el reloj decadente de Felipe IV.

De pechos sobre una ventana un caballero contempla la llanura. Sus nerviosas manos se entrelazan sobre el alféizar. En una de ellas brilla al sol un hermoso diamante. Los ojos del caballero siguen el galope de un fogoso caballo. Cuando el animal desaparece de su vista, el caballero experimenta una viva nostalgia. Instintivamente, torna la mirada hacia un ángulo de la habitación. En la pared cuelga un lienzo: Leda y su cisne se sonríen.

Pero veamos cómo el propio don Juan de Tassis ilustra su retrato con su vida y su poesía.

Diamantes. Cuenta Góngora, en carta fechada el 2 de noviembre de 1621: «Villamediana [en la cabalgata regia] lució mucho, tan a su costa como suele, fue de manera que aún corriendo se le cayó una venera de diamante, valor de 6.000 escudos, y por no parecer menudo ni perder el galope, quiso más perder la joya».

Pinturas. En el soneto «A un pintor» escribe el conde:


Oh milagro del arte, que ha podido,
dando a una tabla voz y movimiento,
dejar sin él en ella el sentimiento.



Pero lo que Villamediana amaba más, junto con la mujer41 -gran pesadilla de su vida y, tal vez, de su muerte-, eran los caballos, amor heredado de su padre42. Y estos dos amores -y estos dos entendimientos- los unió para siempre en un soneto. Siempre que lo leo, recuerdo a los poetas hispanoárabes, para los cuales los brazos del enemigo en la batalla son recuerdo de los brazos de su amada en el lecho, y los abrazos de esta son mortales abrazos, recuerdos del combate.

Para el doliente conde, el ardor de un caballo a galope era semejan, pero menos doloroso, que la mirada de una mujer bella. Así comienza el extraordinario soneto:


Para mí los overos ni los bayos
nunca fueron ardientes resplandores,
solo me libre Dios de los fulgores
de un blanco Serafín con negros rayos.








ArribaAbajoEntre dos centenarios de Calderón (1881-1981)43

Nuestra crítica literaria, entre otras limitaciones, presenta como notas negativas el indigenismo y el revisionismo. El primer carácter no necesita explicación y parece ser admitido por todo el mundo: la aportación española al estudio de otras literaturas es pobre, y más aún si lo vemos enfrentado a las grandes aportaciones que a la nuestra han hecho los hispanistas. Por revisionismo entiendo aquí no solo el deseo de ajustarle las cuentas a los escritores del pasado, entrando en fantasmagórica polémica con ellos, en vez de tratar de entenderlos en su contexto, sino también el deseo de revivir sus viejas ideas en el presente.

En ese amor-desamor, los españoles nos hemos comportado como los extranjeros de recorrido turístico más folclorista quisieran vernos: románticos, apasionados, celosos -y recelosos- de nuestra historia literaria, como si esta fuese nuestra compañera o compañero de lecho.

No deja de ser macabro este amor-desamor, algo incestuoso por cierto, con esa amada irremediablemente diacrónica para nosotros. Claro que, como todo hecho anormal, este tiene su explicación. Esta amante, muerta en la carne, no parece estarlo tanto en su esqueleto, pues seguimos desenterrándola a lo Cadalso. Sin duda, si desde 1812 hasta hoy hubiésemos convivido en libertad y democracia, habríamos aprendido a ver el pasado no como algo resucitable, sino como un soporte cultural inevitable para el presente.

Desgraciadamente los acontecimientos políticos de este año del tercer centenario de la muerte de don Pedro Calderón de la Barca han mostrado de nuevo el esqueleto del revisionismo. Quiero decir que sin un presente vitalmente enamorado del pluralismo ideológico no podremos encarnarnos con nuestra historia y, por tanto, con nuestros clásicos, sin ese espíritu dogmático de ese doble revisionismo del pasado literario.

El caso de Calderón es en esto ejemplar. Y dentro de su obra, los autos sacramentales -a los que me voy a referir especialmente por esa razón- lo son en grado sumo. Un marxista francés puede hablar de sus clásicos católicos con objetividad y aun con simpatía; un católico francés puede hablar de sus clásicos más heterodoxos incluso con orgullo. En todo caso, los dos lo pueden hacer sin masoquismo revisionista.

Es ese un tratamiento distanciado, desalienado, consecuente con la idea de que el pasado está en nosotros, pero no puede volver separado de nosotros. Los derroteros de la historia de España, en esa lucha de democratización y pronunciamiento, de guerras civiles y aun religiosas, desde 1812, dificultan esa distanciación. Y una y otra vez caemos en el laberinto del complejo de culpabilidad -por amor o desamor- de nuestros clásicos.

La derecha, la izquierda y el centro viven, en muchas de sus parcelas, aún alienadas con el binomio revisionista pasado-presente. Tal le pasaba al 98, al lado de los binomios España-Europa, o intrahistoria-historia. Y si vemos que aun hoy no somos institucionalmente Europa y que siguen apareciendo héroes para la historia que no para la intrahistoria, comprenderemos mejor la persistencia de ese revisionismo.


ArribaAbajoMenéndez Pelayo

Aquí tenemos, en 1981, el centenario de Calderón, afortunadamente al lado de otros como los de Juan Ramón Jiménez y Picasso -que demuestran palmariamente la realidad del devenir histórico artístico-, y debemos esperar, por el bien común y el del propio don Pedro, que no sea tan sonado como el de 1881. Así lo espero, porque entre otras cosas, desgraciadamente, casi no hay calderonistas en España. Los mejores son gente joven, sin esos ideales revisionistas, a los que les interesa Calderón científicamente.

Tras los estudios de Pedroso y Canalejas, la crítica moderna de los autos sacramentales, y de Calderón todo, se abren con las ocho conferencias que dio Menéndez Pelayo en el centenario de 1881 en el Círculo, de la Unión Católica, que formaron luego el libro Calderón y su teatro. La importancia histórica de la obra quedó limitada, por sus dudas estéticas y por su cierta provisionalidad. Con decir que las conferencias se fueron publicando una a una, sobre el texto tomado por los taquígrafos, comprendemos ese carácter.

En algunos momentos, como en la dedicada a los autos, hallamos un don Marcelino dubitante, cosa no frecuente en él, al menos en su juventud. En el tono de sí, pero no, en varias ocasiones. Los elogios a los autos quedan oscurecidos por frases como esta: No sé si llamar (a los autos) aberración o excepción estética. Las ideas puras, las abstracciones caben en la poesía -añade-, pero en el drama casi me atrevería yo a contestar que no. O: verdadero tour de force, perdonable solo a fuerza de ingenio y a título de excepción.

Sobre todo, tiene un error de entrada, de claro tono neoclásico y antisimbolista, cuando explica que el Prometeo es un drama teológico, pero con personajes completamente antropomórficos. ¿Es que cabe, en resumidas cuentas, otra forma de crear un personaje en las tablas que no sea la humana, aunque aparezca como una flor o un animal, o como el Judaísmo o el Pensamiento? Sobre ese caballo de batalla -galopando entre Luzán y la crítica alemana romántica- se mueve su concepto de auto. Pero, con todo, las páginas del libro estaban ahí y eran un considerable adelanto con respecto a lo anterior.

El conflicto que busco no está en Calderón y su teatro, sino en el Brindis del Retiro. En circunstancias conocidas, ante intelectuales españoles y extranjeros, brindó don Marcelino no por Calderón, uno por las grandes ideas que fueron alma e inspiración de los poemas calderonianos. Recordémoslas: la fe católica, apostólica, romana; la tradicional monarquía española; la nación española, valladar contra la barbarie germánica, etcétera. Todo lo que Calderón y su teatro con sus limitaciones tuvo de positivo para la renovación del calderonismo lo tuvo de negativo ese brindis.

La historiografía calderoniana nacía en las llamas de la polémica ideológico-política. Y en revisionismo. El centenario se politizó hacia la derecha y hacia la izquierda. Esta, que, por ejemplo, en torno a la Institución Libre había declarado -Giner mismo- su admiración por el teatro barroco, a pesar de muchas de sus ideas -esas ideas del brindis-, exacerbó entonces su natural repulsa ante las palabras de don Marcelino, y la prensa liberal y democrática (El Liberal, El Imparcial, El Globo, etcétera) se sintió alejada de Calderón, por razones no literarias; mientras que los conservadores, entre ellos algún obispo, ovacionaban a don Marcelino, por razones también no literarias, el cual acabó tres años después diputado a Cortes. El resto del centenario es -fue- literatura.




ArribaAbajoCrítica posterior

Mal principio para el calderonismo moderno. No don Pedro, el escritor, sino las ideas de su época fueron las protagonistas. Esta actitud, sin duda reflejo de las tres Españas, ha pervivido en muchas mentes de nuestro país hasta hoy. Por delicadeza no voy a contar aquí la fundación, en 1965, de una Revista Hispánica de Teatro que, con gran asombro de sus secretarios, mi desaparecido amigo Ramón Esquer y yo, se orientaba especialmente hacia Calderón y se llamó Segismundo. La revista ha hecho, creo, bastante por todo el teatro barroco y me complazco de haber ayudado a su fundación, a pesar de ese intento apologista fallido, por suerte para nuestro teatro clásico, que parece tenía que ver, a la vez, con el centenario de 1881 y con el de 1981. Además de razones vitales y estéticas, creo sinceramente que el pasarme de Calderón a Lope estuvo relacionado con todas esas experiencias vividas o leídas.

Mientras tanto, con lógica histórica, Calderón cruza sobre 1900 bajo la reticencia de muchos intelectuales. Solo Segismundo, más como mito que como personaje dramático, en manos de Ganivet y Unamuno, por ejemplo, se salvaba de todo. Por ese camino Juan Ramón llegará a escarnecer El gran teatro del mundo, agudamente estudiado hoy por un filólogo independiente en sus criterios como Domingo Ynduráin.

Todavía en los años 40 un hombre como Laín se dejaba enredar en el laberinto del honor barroco, y con toda honradez y humanismo rechazaba estos dramas, sin sopesar que estos presentan un arduo problema técnico en el que los hispanistas ingleses llevan vertida mucha tinta.

La posguerra y la posterior llegada de la sociología literaria no iban a aclarar el asunto, también por causas políticas. Por aquí se terminaría calificando a Calderón de negador de valores humanos. De valores humanos de hoy. Con este añadido, estoy de acuerdo con la frase.

Bien está que los historiadores y sociólogos -los de profesión, no los filólogos en trance sociológico- utilicen el teatro del siglo XVII para configurar el espíritu de la época, como mera fuente de contenidos. Bien está, si no confunden un documento con un texto artístico. Pero que un crítico literario se dedique a ver en Calderón ideas para el presente -para afirmar sus creencias de hoy- diciendo que está de acuerdo con las ideas de don Pedro y que las quisiera ver vivas en la actualidad, o que no está de acuerdo y por eso las revisa desde nuestra sincronía, me parece una ingenuidad.




ArribaAbajoCompendio

El juicio sobre Calderón solo puede estar centrado, dentro del mundo de la investigación, en la historia del teatro nacional y universal. Y en ella es un autor que cierra y culmina un teatro que empieza en la Edad Media. De los tropos a La Divina Pilotea -y no me refiero solo al teatro estrictamente religioso- hay un gran ciclo dramático tan importante y más variado, por su fragmentación en distintos países, como el que va de Esquilo a Terencio. Los gustos son otra cosa.

En Calderón culmina una forma de teatralidad: en el lenguaje, en la escenografía, en el agonismo de los personajes, en los temas. Ningún director de escena dejará de sentir ante el montaje de un auto una enorme inquietud profesional, tanto en una versión arqueológica como en otra totalmente actualizada. Ningún historiador de la lengua literaria dejará de ver en Calderón un compendio de los recursos que, desde Garcilaso y Herrera a Góngora y Gracián, el castellano ha producido. El problema parece plantearse, pues, a nivel de contenido.

Solo dentro de un fecundo perspectivismo histórico-literario pueden hoy los calderonistas hacer una lectura de Calderón válida para el mayor número posible de hombres. Su teatro es importante para ver la historia de la humanidad puesta en el tablado. Porque el protagonista de ese teatro es el hombre, y el Hombre con mayúscula en sus autos sacramentales.

A cualquiera que le preocupe el hombre más que sus propios dogmas creo yo que le deben interesar los autos sacramentales, les gusten mucho o poco. En este teatro del hombre, disentimos con la solución, pero no podemos disentir con el problema planteado. Y como la solución no la ha encontrado el hombre todavía y puede tardar siglos en hallarla, lo que tenemos en Calderón y en otros muchos dramaturgos de la época son los datos de un planteamiento a resolver. Solo aquellos que se sientan totalmente poseedores de una solución definitiva podrán dejar de interesarse ya por esos datos.

En los autos hay una dramatización del hombre, en lo intelectual, en lo social, en lo existencial, que no es válida, por encima de la solución. En lo intelectual, nos encontramos con que Calderón hace un espectáculo del hombre, al modo de un teatro dentro del teatro.

Si tomamos Los encantos de la culpa y vemos que en él el hombre se descompone, para ser analizado en sus pasiones -en los datos- en siete personajes (él mismo en su totalidad, el entendimiento y los cinco sentidos), tal como en lo físico se descompone la maqueta de un cuerpo humano desmontable en un gabinete de biología, podemos valorar el valor dramático y psicológico del procedimiento. Por encima de la solución dada.

Esos mismos datos en lo social están, por ejemplo, en El gran teatro del mundo. Claro que estas soluciones sociales no nos valen hoy. Pero si el planteamiento de un teatro de encuentro entre las clases sociales, hecho en forma dramática bien definida.

Y más aún en lo existencial. La cena de Baltasar es una meditatio mortis perfectamente dramatizada Presenta datos de primerísimo interés para todos los hombres. Una lucha entre la vida y la muerte en la figura de Baltasar, rey, hombre, mortal. Lo entendió así un dramaturgo del teatro del absurdo, Ionesco. El rey se muere, como escribía en Primer acto Ricardo Domenech al estrenarse en España puede interpretarse como una meditatio mortis, como una especie de auto sacramental.

Creo que Ionesco tiene presente el auto calderoniano, pues se relaciona con él evidentemente, incluso en detalles. Mas si es un caso de poligénesis resulta más clara la dualidad de los datos y las soluciones a que vengo aludiendo. El agonismo de Baltasar y de Berenguer, entre la vida y la muerte, es el mismo, aunque la solución, el mensaje, sean distintos. Creo que en el futuro aparecerán otras dramatizaciones del tema y sus soluciones serán distintas a las de Calderón e Ionesco. Pero, en la perspectiva de la historia dramática del hombre, todas serán válidas.




ArribaAbajoLa generación del 27

Esta forma de ver a Calderón, no en soluciones, sino en datos dramáticos, puede servirnos a hombres de muchas creencias y de diversos siglos. Dentro de ese revisionismo, no exactamente literario del último siglo, Calderón tuvo un paréntesis dentro de la cultura del 27. Sus críticos y escritores, cosmopolitas y nacionales, vanguardistas y neotradicionales, a la vez, sin complejos de culpa por el pasado, se acercaron a Calderón sin indigenismo ni revisionismo.

Lorca montaba el auto La vida es sueño y hacía el personaje de Sombra, Alberti explicaba soluciones para el hombre, bien distintas a las de Calderón con la fórmula del auto, en El hombre deshabitado. Bergamin defendía La hija del aire de la crítica positivista diciendo si todos los monstruos poéticos son como este, yo quisiera tener dos o tres o cuatro o cinco, y añadía: Shakespeare es la viña, Calderón es el vino, dijo Goethe. In vino veritas. En el vino calderoniano está la más pura verdad: la de la poesía clara, distinta, transparente.

Sin duda, esta frase -que no suscribo literalmente- está contaminada por la defensa que el 27 hizo de la claridad gongorina y del barroco todo. Pero muestra ese ambiente en el que nacieron a la cultura los críticos -de varias ideologías- que iniciaron un nuevo calderonismo, o que aportaron trabajos importantes sobre él. De Bergamín a Dámaso Alonso, pasando por Valbuena. Y, un poco después, con un famoso artículo de Edward M. Wilson, al que he estudiado en otro lugar como hispanista del 27, se iniciaba el floreciente calderonismo de los hispanistas contemporáneos, especialmente anglosajones.

Se puede estar o no de acuerdo con muchas de sus aportaciones, pero su punto de vista y su punto de partida es el más congruente en lo literario de la cercana tradición de estos estudios. Mas, por razones de lengua y vivencias propias, prefiero resumir con unas frases de Octavio Paz al respecto: El tema central de nuestra poesía dramática es el destino del hombre, en eso radica su grandeza y lo que la hace comparable a la tragedia griega... Nuestro teatro es el único en Occidente que merece realmente el calificativo de filosófico, al menos hasta Goethe... Mas lo sorprendente no es la riqueza del pensamiento filosófico de Calderón..., sino que lograse trasmutar todos esos conceptos en imágenes poéticas y en acción dramática.

El espíritu de esta última idea es el que más suscribo, pues es el que puede desencadenar a Calderón del revisionismo de variados signos y del azaroso sueño de su crítica en los últimos cien años, hasta quedar libre como su más famoso personaje, Segismundo.






ArribaAbajoUn auto inédito de Calderón, en su tercer centenario44

CALDERÓN Y NORDLINGEN. EL AUTO «EL PRIMER BLASÓN DEL AUSTRIA». Pedro Calderón de la Barca. Estudio y edición de Enrique Rull y José Carlos de Torres. Madrid, CSIC, 1981. («Clásicos Hispánicos», serie III, volumen VI, 204 páginas más 8 láminas).

Inédito hasta que en este tercer centenario lo han dado a luz, extensamente estudiado, Enrique Rull y José Carlos de Torres, que desde hace años son raras aves en nuestra investigación sobre los autos sacramentales calderonianos, pues trabajan en equipo e insistentemente, sin prisa y sin pausa, sobre la materia. El primero aporta su conocimiento de la ideología barroca y su sentido crítico, y el segundo, su erudición y vocación bibliográfica y bibliofílica. Entre nuestros investigadores jóvenes, solo ellos, y Domingo Ynduráin al estudiar y editar El gran teatro del mundo con la inteligencia que le caracteriza, parecen ser el contrapeso nacional del amplio calderonismo de los hispanistas sobre el género. Tal vez, con mayores medios y con mejor magisterio, podrían haber ido más deprisa en sus trabajos, pues empezaron, desde estudiantes, en un seminario sobre los autos que se daba en el CSIC en los años sesenta, por donde pasaron, entre otros investigadores que hoy llegan a la madurez, Jauralde y Pérez Priego.

Y es que los autos tienen, literalmente, mala Prensa en nuestra vida intelectual. Y hay razones para ello. Primeramente, el lenguaje de Calderón, fuera de la escena, en la lectura, tiene un no sé qué -lingüistas hay que lo expliquen- de distanciador, que parece desaparecer al leerlo-traducirlo hablantes de otras lenguas, sobre todo ingleses y alemanes. En segundo lugar está la doctrina, el cerrado dogma del sistema calderoniano. Este, en un país con la pluralidad democrática resuelta (por ejemplo, desde 1812), no ofrecería problemas. Pero nuestra mediocre convivencia nacional hace a los españoles agarrarse a los autos (y a otros muchos clásicos) con el excesivo amor de revivirlos o con el denodado desamor de echarle a Calderón -que solo puede vivir en nosotros como lectores- culpas sobre problemas ideológicos nacionales que solo nosotros, hoy, podemos resolver. Calderón es el pasado, y es evidente que, con su sistema de ideas, no podemos vivir los españoles de 1981. Punto. Y seguido: con su tradición teatral, dejando gustos personales, sí. Porque -centrándonos en los autos, su producción más conflictiva- es un hito clave en la historia de la escenografía mundial; porque es un técnico del juego teatral, como están viendo en este año los hombres de teatro, excelente; y por que muchos autos abordan el problema del hombre, si con soluciones periclitadas, con unos datos existenciales vivos aún. Pero muchos parecen no querer entender esta separación, tan sencilla, entre los datos y las soluciones sobre el problema del hombre. A esos hombres de teatro, los que lo viven por dentro y por oficio, me remito, colocando a la cabeza a Ionesco con El rey se muere.

Rull y Torres se han tomado su trabajo con calma. Encontraron el auto -juntamente con otro, aún inédito, que ahora estudian- hace casi un lustro, y todo este tiempo les ha llevado acabar el libro. La tarea cumplida lo justifica. Lo han dividido en seis partes: problemas bibliográficos, el tema histórico-literario, el análisis de la obra, la edición los apéndices documentales y la bibliografía de fuentes. En lo histórico, a veces han cargado la mano y ante el cúmulo de datos hay partes ligeramente confusas. El título del tomo, Calderón y Nördlingen, explica esta exuberancia documental, que parece excesiva desde la perspectiva literaria. Pero el tema del autor y su primeriza endeblez estética justifican este punto de vista, así como la importancia político-militar de la batalla que tanta repercusión tuvo en la pintura, la música y las fiestas barrocas, como muestran, fuera de lo literario, los nombres de Rubens y Monteverdi. Sin embargo, el ajustado análisis de la pieza -género, génesis, estructura y significado- no da treinta inteligentes páginas de crítica.

El protagonista vigente hoy en los autos sacramentales es el hombre en lucha con su vida y con su muerte: hombre-carne, hombre para la muerte, demonio-hombre, son, en muchos casos, por encima de las soluciones, un cúmulo de datos psicológicos y existenciales, importantes en la historia del hombre, quiero decir, en la dramática historia dramática del hombre, aunque luego, ya sabemos, la solución doctrinal haga al protagonista un hombre con tres adjetivos: español, católico y barroco.

Los cuales le quitan vigencia y universalidad. La lucha con el mundo ya es otra cosa: herejes, paganos, enemigos de los Austrias, etcétera. Nada de esto nos vale ya sino como documento histórico o teatral. Y este auto de El primer blasón del Austria está inmerso en esa perspectiva teológico-política. Por ello, la aportación de Rull y Torres es, en muchas partes, específicamente arqueológica, lo que es natural por el tema y por el punto de vista de cerrada investigación que el trabajo manifiesta.

Dos reparos, que van entrelazados, quiero hacer a los autores. Primeramente, la falta de un estudio concreto de la escenografía, tan importante en el género. Esta es pobre en comparación con lo que ya, en los autos del tercer decenio del siglo XVI, muestran. Hay un solo escenario, como en la comedia -el tablado primario de los autos-, en el que se crea espacio y tiempo en sucesivas salidas de los distintos contendientes, y solo un recurso típico del género sacramental: el bofetón, que se abre al principio y al fin (antes de la apología, no eucarística en este caso, sino política), donde aparecen la Iglesia y San Miguel. La movilidad del bofetón, abriéndose y cerrándose, y su sencillez, tan lejana de los carros, explica el género, a medias entre la comedia histórica y el auto sacramental. El tablado es el de una comedia histórica, pero el bofetón lo inicia -con un recuerdo de los escenarios verticales medievales- hacia lo alegórico y doctrinal, con la presentación del plano celeste, por encima del terrenal. Esta escenografía confirma las opiniones que sobre el género, desde el punto de vista de la estructura y el contenido, delimitan Rull y Torres.

En segundo lugar, no veo que la hipótesis de que se representase en Toledo sea plausible. El que en esta ciudad se hiciesen ceremonias religiosas, como dice el texto y la fuente, el historiador Aedo, no demuestra el lugar del estreno. Yo me fijaría en los once versos finales del drama, y en lo dicho de su sencilla escenografía, que parecen indicar otro lugar teatral, más popular y menos religioso, aunque sin descartar la presencia de las más altas autoridades del país. En estos versos, el gracioso pide su premio, como los criados su boda en la comedia amorosa, y se le da una bandera, es decir, se le hace alférez, como un auto de guerra pide; se habla de la brevedad (es un auto de circunstancias, escrito sobre la marcha), con que lo ha creado el autor; se llama a los asistentes senado, al modo de los corrales; y, lo que es más importante, se alude directamente a Calderón, en la normal captatio benvolentiae, con el verso Advertid que es hijo vuestro. El madrileño Calderón, en sus comienzos, le dice a su público que él es su paisano, hijo de ellos, hijo de Madrid. Lo que creo que es la demostración de que el auto se estrenó en la Corte -en un nivel no solo cortesano- y no en la ciudad imperial.





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