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ArribaAbajoII. Siglo XX


ArribaAbajoEntre dos homenajes a Azorín45

Tengo sobre la mesa, a mi izquierda, una invitación. En ella se lee: «Homenaje al maestro Azorín». Y sobre este título destaca una cabeza anciana, serena y atrayente, con unos labios finos, espiritualmente desgastados por el esfuerzo del beso diario a la palabra. Más adelante, la invitación dice: «Dieciocho de marzo de 1958».

Sobre la mesa también, a mi derecha, veo un libro. Lo compré hace unos días en la cuesta de Claudio Moyano. (El librero me habló de Azorín con orgullo: «Yo -me dijo- le arreglé la biblioteca cuando se mudó a la calle de Zorrilla, y el maestro me regaló un saco así -señaló desmesuradamente- de libros») El libro está editado en la Residencia de Estudiantes en 1915 y se titula Fiesta de Aranjuez, en honor de Azorín.

Estoy situado, pues, en el tiempo y en el espacio entre dos homenajes a Azorín: el uno, de ayer mismo, próximo; el otro, celebrado, remoto. Yo acudí al homenaje del martes. Pero quiero hacer un poco más. Quiero sentirme ortodoxamente azoriniano y evocar el homenaje ya lejano. Un pasado que no conozco y del que tengo nostalgia.

Cuando Azorín llega a una ciudad, al oír unas campanadas, se pregunta: «¿Hacia dónde caerá la catedral en esta ciudad?» (El Pequeño Filósofo se pregunta siempre. Esto es Azorín, una pregunta delicada en medio de la vida, entre las cosas cotidianas). Por eso yo me voy a preguntar también hoy, en íntimo homenaje: «¿Cómo fue aquel veintitrés de noviembre? ¿Cómo brillaba el sol de las palabras otoñales sobre la fuente de Apolo, de Aranjuez? ¿Qué dijo el maestro en ese día gozoso?»

Los cincuenta y un hombres de letras que se reunieron en torno a Azorín el 13 de noviembre de 1918 nos dan un ejemplo a nosotros, los trágicos de la prisa, que hemos pisado el mojón que inicia la segunda mitad del siglo. Ellos pararon todos los relojes excepto el de la amistad, para sentarse junto al Pequeño Filósofo, que supo como nadie parar el tiempo en sus libros.

En el citado libro se describe así la fiesta: «Fue el día entero cual un artículo de Azorín: justo, espiritual, delicado...». «José Ortega y Gasset ofreció primero la fiesta. Seguidamente Juan Ramón Jiménez dijo su poesía. Ramón de Basterra vino luego con la carta de Pío Baroja, y Juan Ramón Jiménez se adelantó otra vez, para recitar los versos de Antonio Machado. Entonces Azorín leyó su discurso, humano, severo, y exacto...». «Ya en Madrid, todos acompañamos a Azorín a su casa, y él, en el umbral, nos despidió a todos con un conmovido y firme abrazo».

En 1913 ha muerto el siglo XIX. Al año siguiente, los Krupp enterrarán para siempre la sabia e individual espada de Napoleón. En España han fallecido ya Valera y Pereda, Clarín y Menéndez y Pelayo. Galdós tiene setenta años; doña Emilia y Octavio Picón tienen sesenta y dos. El 98 ha triunfado y junto a él, hermanadamente y a veces en la misma carne -Valle Inclán-, el modernismo. Ya ha publicado Machado (1912) sus Campos de Castilla; Baroja (1911). El árbol de la ciencia; el mismo año de 1913 aparece el primer Cristo, de Unamuno; Azorín ha escrito también su Castilla un libro, si no el más perfecto, tal vez el más bello. Todos estos libros tienen -letra por letra- el maravilloso color del 98. Por eso Azorín, modesto y exacto, en su Acción de Gracia, dijo: «... Se trataba, más que de celebrar una persona, de reiterar, de afirmar una tendencia».

Y un filósofo, un novelista y dos poetas -uno, modernista; el otro, del 98- dan testimonio de ello con sus palabras. Ortega -que como filósofo sabe ser poeta- se ciñe al momento maravillosamente y dice tres «primeros» azorinescos para el maestro: «Usted, amigo Azorín, casi no es nada. Es usted artista exquisito...». «Recoja usted este aplauso...» va dirigido a su musa, musa meditabunda, recatada, que difunde blandos aromas sin que se sepa dónde les da, y por eso en la selva literaria viene a representar la violeta...»; y «Viniendo a un lugar como este, nos parece penetrar en una de las páginas que usted ha compuesto...». Los textos de Juan Ramón y los de Baroja y Machado son un buen documento para hacer el distingo entre modernismo y noventaiochismo. Los versos del homenaje del poeta de Animal de fondo (¡Qué distintos a estos!) están más de acuerdo con el lugar que con el acto. Los de Machado y Baroja sí que son del momento. Ambos coinciden en una idea. Baroja: «El -Azorín- se fue a España», periódico de Troyano, donde comenzó a adquirir el sarampión maurista, del que afortunadamente ya se va curando». (También de pasada, arremete contra Clarín, el hombre que obsesionó al 98.) La misma idea existe en el maravilloso poema de Machado en el que elogia el libro Castilla del Maestro:

-«Admirable Azorín, si reaccionaría por asco de la greña jacobina...».

El cotejo del libro de Azorín con el poema de Machado es un ejemplo extraordinario de la homogeneidad de las almas del 98.

Dice Laín en su libro sobre la generación del 98: «Cuatro estamentos componen la imagen de una España auténtica: dos son reales, la tierra y los hombres; los otros dos son hijos de la conjetura, el pasado y el futuro de España».

Asomemos a este agudo espejo el discurso de Azorín:

La tierra: «Amamos el paisaje de España». No podía Azorín olvidarse del paisaje en un momento así. Sus ojos son una perfecta cámara cinematográfica; con ella, el maestro acerca su retina al paisaje, juega con él, dándole color, o lo deja -campos de Calatrava que anochecen- en sencillo blanco y negro, pobre y poético.

Los hombres: Y evoca sus queridos labrantinos «resignados y tristes», «ataraceados por el hombre», «a quienes sus hijos piden pan». Pero no solo evoca la tierra y los hombres, sino que introduce él mismo dentro de esa tierra -y adentra con él a todos los presentes- para preguntarse, refiriéndose a los políticos: «¿qué nos importan los discursos a nosotros, los que ante el panorama de Castilla, de Levante o de Andalucía hemos meditado en el presente trágico de España?».

Y desde el presente abre los brazos en cruz y se orienta hacia el pasado y el futuro de España. El pasado, esa tarde es Larra, y su frase: «¿Dónde está España?». Porque el autor de Lecturas españolas quiere tener a la España vieja bien cerca para hacer «una revisión de todos los valores tradicionales». Y con frase de Casanova se dirige al futuro de España: «solo el rayo puede despertar a estos espíritus de bronce».

Recordemos los personajes de Azorín. Son, como él, melancólicos, serenos y dignos. La melancolía es la tristeza del verdadero varón que sabe renunciar, pero sin olvidar. Los personajes del maestro tienen siempre un tembloroso y dulce senequismo, y como un personaje más de su fantasía, vimos nosotros, los muy jóvenes, el martes al maestro. Que nuestras sonrisas le hayan dado juventud y alegría.




ArribaAbajoEl tren y los castúos46

En 1902 publica don Miguel de Unamuno, con el título En torno al casticismo, una serie de artículos que habían visto la luz por primera vez en La España Moderna, en 1895. El primer de ellos, La tradición eterna, fija el concepto de intrahistoria, que resulta de gran fecundidad a la hora de examinar textos literarios contemporáneos. Unamuno crea una bella imagen ahondando en el concepto de historia. «Las olas de la historia -dice en la página 56 de la primera edición-, son su rumor y su espuma, que reverbera al sol, ruedan sobre un mar continuo, hondo, inmensamente más hondo que la capa que ondula, sobre un mar silencioso y a cuya última hondura nunca llega el sol». Pensamos que esa superficie es el mar, y no pensamos que el mar es, en realidad, lo que no vemos, esas capas hondas. Creemos que el ruido, brillo y bullicio de la primera plana de los periódicos (los políticos, los generales, los científicos, los astros en general) es la verdadera historia, pero en realidad esta la forman y la transmiten los millones de seres silenciosos y oscuros que, día a día, viven, crecen, se reproducen y mueren transmitiendo su lengua, sus creencias y sus técnicas de trabajo -todo su folclore- a las generaciones sucesivas. Esa verdadera historia se llama intrahistoria. Los imperios y los reinos caen, y se produce la discontinuidad en la cara de la historia, pero la historia verdadera, la tradición verdadera, eterna, modeladora de la intrahistoria, no cambia ni se corta jamás.

Pues bien, si hay un texto decididamente intrahistórico, que de forma casi monográfica aborde el problema de la tradición eterna, hasta encontrarse a veces en conflicto con el progreso -así con la electricidad-, es El miajón de los castúos de Luis Chamizo. Los temas fundamentales son: La nacencia, la transmisión de la herencia biológica de padres a hijos; la transmisión de creencias religiosas, así en Semana Santa en Guareña; la transmisión de las técnicas de trabajo, presentes en todo el libro y que se cierran en el último poema La viña del tinajero, tan vivencial para el poeta; y, presidiéndolo todo, la transmisión de una lengua, lo que obviamente se hace presente en cada palabra del libro, desde el bien buscado título. Exactamente los cuatro puntos que creo que consideraba Unamuno como fundamentales a su tradición eterna, a su intrahistoria. Por ello, como contrapunto al menos, la tradición histórica no podía estar ausente del poemario, y está sabiamente colocado en el prólogo o Compuerta, en ese tren que me parece uno de los mayores aciertos en cuanto al significante y significado del libro:


Correl tren retumbando por los jierros
de la vía. Retiemblan
los recios alcornoques qu'esparraman
al reor del troncón las hojas secas.
Juyen las yuntas cuando'l bicho negro,
silbando, traquetea.



En esta página 29 de la primera edición, ese tren abre el libro y trae el recuerdo penetrante de la imagen que del mar nos dio Unamuno en relación con la historia. Ese tren, como aquel mar en su superficie - ruidosos, bulliciosos, reverberantes- es la historia, colocada como cara, compuerta o superficie de la intrahistoria que será el resto del libro. Dentro de ese tren van los «sabijondos de las cencias», los que contemplan, desde su momento histórico, la naturaleza y los seres intrahistóricos -unidos a ella- «del coló de la tierra».

Gran importancia tiene ese tren, aunque no vuelva a aparecer en todo el libro. Como grande es la habilidad de Chamizo al colocar, intuitivamente si no había leído directamente a Unamuno, la dialéctica historia-intrahistoria al empezar su obra. Desde ese prólogo, la perspectiva localista se hace universal al ser contemplada por los lectores que se asoman desde la historia al libro, como a través de esa ventanilla del tren que rompe la paz de los castúos.




ArribaAbajoLas 1000 obras que Ramón no escribió47

Hay escritores, como Azorín, que necesitan, para crear, apoyarse continuamente en las muletas del recuerdo o de los libros. Por el contrario, otros, como Ramón Gómez de la Serna, inventan siempre a cuerpo limpio, cara a cara con la realidad presente y cotidiana, o de cara al vacío. Sin afán de hacer una greguería, diré que estos escritores parecen toreros sobrados de facultades, que hacen siempre una faena inventada, nueva y larga. Por eso hace versiones segundas, alargadas, de obras importantes, como «Senos» o «El Circo».

Para mí, el slogan de Huidobro crear como la naturaleza crea un árbol, me ha parecido siempre una buena definición de Ramón, aunque dado el habitat de este, tan ciudadano, podríamos cambiarlo paródicamente por este otro: crear literatura como la ciudad desecha objetos, cosas. Puesto que las cosas -convenientemente animizadas, como los hombres dosificados- son el gran amor literario del autor de Ismos.

Por eso, Ramón llegó fatalmente a la greguería: por exceso de poder creador. Escribir un libro (novela, ensayo, drama) requiere un tiempo, tanto estilístico como de reloj, inevitable. Y al sentirse desbordado por su obsesiva inventiva, nuestro escritor convirtió posibles obras largas en otras breves, y llegó, por fin, a reducir muchas a greguerías. Estas, al principio -así en la extensa edición de Valencia, 1917-, pueden ser bastante largas, con frecuencia ocupan media página de letra menuda. (Entonces, las secciones de greguerías propiamente dichas se alternaban con otras variables, tituladas Caprichos, Miradas, Parecidos, Mentiras, etc.) Después, la greguería se estilizó, se especializó y se mantuvo en unos límites mínimos. Este proceso ya se advierte con claridad en Las 636 mejores greguerías (Madrid, 1927) y se puede dar por terminado en las Greguerías que le publicó, poco antes de la guerra civil, la revista Cruz y Raya.

Con muchas greguerías de la primera época, otros escritores, más necesitados que Ramón de argumentos, temas e imágenes, habrían hecho todo un libro, o todo un filme. O, al menos, un cuento. Y aludo al séptimo arte, porque el autor de Cinelandia resulta bastante cinematográfico en varias de estas greguerías o caprichos. Léase, por ejemplo, esta de esta primera etapa, situada a mitad de camino entre el cuento humorístico y el cine de terror:

Equivocados, hemos sido cogidos un día entre la puerta de la calle, cerrada, y las puertas de los pisos de la casa extraña... Nos hemos quedado como esos gatos que mayan desconsoladamente. Nos ha dado mucho miedo de asustar al vecino que iba a entrar, nos ha dado miedo de ser mordidos por la portera escamada, nos hemos sentido presos para siempre, reos de alta traición, reos en capilla, perdidos, turulatos, hasta que al fin hemos podidos salir y hemos cogido la calle como pájaros o moscas encerrados un momento en una mano.



Mas es, sobre todo, en el apartado de los Caprichos, de la citada edición, donde encontramos en cantidad un género intermedio entre la greguería y el cuento, que también podrían denominarse esbozos de guión cinematográfico o de novela. Para empezar, notamos que estas variantes de greguerías ostentan un bien pensado título. Así La mano, Choque de trenes, Suicidio, etc. Alguno, incluso, es un perfecto diálogo: así el llamado «Cabeza roja». En estos Caprichos vemos la potencia creadora de Ramón y comprendemos la facilidad con que Gerardo Diego ha establecido el paralelo Lope y Ramón. El cine ha usado a un niño y a uno o dos globos en varias ocasiones con éxito. Pues en 1917, o antes, hallamos, en tres líneas y media este notable drama fílmico, entre simbólico y neorrealista, en un Capricho ramoniano denominado El niño ateo:

Veo a un niño ingenuo comprar un globo azul, atarle un papelito en que pide pan para los suyos y enviárselo al Señor dejando escapar su globo... Y veo que, como la miseria continúa, el pequeño rebelde se vuelve ateo.



No es momento de analizar el texto. Mas nótese que -a pesar de su brevedad- todo nos evoca una obra mucho más larga y compleja, un género mayor, con creces, que la greguería: el título, tan rotundo; los puntos suspensivos, separadores de posibles partes, secuencias o capítulos; el punto de vista del narrador, con esos dos omniscientes veo, en evidencia anáfora estructural; la alternancia de color (azul, papelito) y movimiento (enviar, escapar), con la quietud vacía de la miseria no remediable, que es la alternancia de lo lúdico y lo luctuoso, etc.

Hay caprichos mucho más largos y complicados, con el argumento más desarrollado de hecho, donde la posible obra larga se ve más apuntada. Así ocurre en este tercer y definitivo ejemplo que termina con un tipo de humor -entre negro y cínico- que luego muchos aprovecharían. Se titula El desconocido, lo que ya sabe muy ramoniano, y empieza con una greguería dentro de la greguería general. Cuenta cómo en el entierro de un niño, un desconocido llama la atención, incluso del padre de la criatura por la pena que muestra. Le parece indelicado al padre preguntarle quién era. Llega a su casa y lo comenta con su mujer: «Ella sí lo sabía. Se emocionó y se limpió una lágrima callada en el embozo de su lecho. Era el verdadero padre del hijo que se le había muerto en el parto. ¡Cuánto le agradeció aquel anónimo y valiente homenaje! ¡Cuánto se lo agradecería en la próxima entrevista, cuando ya pudiese salir!».

Claro que el título de mi breve ensayo es hiperbólico y un poco publicitario -no en mi favor, sino en el de un genio, Ramón, tan poco leído entre nuestro universitarios-. Pero es cualitativamente verídico y objetivo. Sin abordar otras muchas posibilidades, en las primeras ediciones de greguerías hay un tanto por ciento de ellas o de sus mencionadas variantes- que son libros quintaesenciados, que Gracián aplaudiría, aun sin estar de acuerdo con el mensaje de la agudeza de turno. ¿Y cuántas greguerías hay en ese volumen de 1917? ¿Y cuántas hay en el Total de greguerías? Bastantes, bastantes miles. Pues docenas y docenas de ellas hubiesen hecho felices a escritores con menos poder creador que Ramón, y las hubiesen elaborado afanosamente hacia la novela, hacia el filme, o, al menos, hasta el cuento. En realidad, lo hicieron, más de una vez, los escritores del 27. Si leemos, en Yo, inspector de alcantarillas, de Giménez Caballero, la narración Crimen, pero inefable, veremos detrás de ella uno de los Caprichos de Ramón. Pero... esa es otra historia.




ArribaAbajoEntre el clavel y la espada48 , 49

La semántica me hace hoy víctima de un verdadero chiste lingüístico al ver mi nombre unido al de Rafael Alberti por el convencional y educado verbo presentar. Y hasta me hace un poco personaje de greguería al ver en ustedes, en su numerosa asistencia al acto, que la presentación ya está realizada con un silencioso mucho gusto, encantados, de estar aquí con el poeta.

En efecto, huelga la presentación. Literalmente. Pero no el ritual, que mantiene, creo, su valor, y a su sagrado me acojo. Para decir, de la manera más sencilla, y por tanto más solemne, que es un honor para el Aula de Poesía de la Diputación la presencia de Rafael Alberti. Y una satisfacción para la ciudad de Cáceres -ciudad ahora universitaria en su décimo aniversario, en la que se han dado ya muchas clases sobre el poeta y donde se han escrito libros sobre su obra. Y más aún es un honor para mí, como filólogo, hacer este breve introito, verdadero retorno de lo vivo lejano, pues no puedo olvidar que Alberti fue el primer poeta del 27 del que leí libros enteros -prestados en absurda clandestinidad por manos generosas- nada más llegar a la Facultad de Letras de Zaragoza, topándome en ellos, a un tiempo, con cosas tan desconocidas para mí entonces como la vanguardia -¡Ah, Miss X, Miss X: 20 años!-; la poesía comprometida de la España de los años treinta -Pero en la isla aparecieron barcos -; y con la realidad del exilio de muchos de nuestros mayores escritores.

Y tras este ritual quisiera centrarme en una sola idea: el equilibrio, visto en su conjunto, de la poesía de Rafael Alberti como una de las variantes más altas del equilibrio general de la generación y grupo del 27. La pregunta es esta: ¿Cómo hubieran respondido los poetas de otros tiempos y de otras latitudes ante el asendereado curriculum que a Alberti y a sus compañeros de promoción les ha tocado vivir? Habían estos nacido para la pura poesía, para el paraíso terrenal de la cultura, en un mundo aparentemente feliz, ciudadano de la civitas hominum de los años veinte, llena de novedades gozosas: su cine, sus barmans, sus transatlánticos, sus aeroplanos, sus sports, su progreso. Se sentían animados por unos maestros -señaladamente Ortega, Ramón, Juan Ramón- que les abrían un camino de rosas y de confort literarios, viajeros todos en un habitat de Mar y tierra -como el primer libro de Alberti quiso llamarse- que les maravillaba. Y sin embargo, tuvieron que pechar con una lluvia de hechos e ideas, en lo estético, en lo social y en lo político -de los que la biografía de Alberti no rechaza casi ninguno- que resultó, al final, una verdadera tormenta, si muy hermosa en muchos de sus trechos. Del año 20 al 40 se mezclan en sus vidas y en sus obras, en un frenético panorama de juegos artificiales, que acabarán en fuego real, cubismo, futurismo, ultraísmo, creacionismo, superrealismo, feminismo, fascismo, comunismo, cosmopolitismo, velocismo, etc., en los que la naturaleza y la historia se echaban un pulso verdaderamente dramático. Para terminar con una guerra civil, una mundial con su bomba atómica y un largo exilio. Y el existencialismo, como colofón amargo.

La vitalidad física y poética para sobrevivir y para equilibrar todo esto la tenía esta generación y la tenían algunos, como Alberti, en grado sumo por lo que pudieron afirmar con Guillén, no somos, no quisimos ser una generación perdida, sino -añado yo- lograda y de amplísima realización. Alberti, desde Marinero en tierra a Fustigada luz es un ejemplo de toda esa realidad, tras esa andadura larga ese complejo equilibrio estético. Equilibrio entre vanguardia y tradición, entre lo popular y lo culto, Entre el clavel y la espada. Sabiendo sacar partido de todo lo nuevo y de todo lo viejo no caduco, en admirable síntesis. Sabiendo ser poeta por encima de tantas circunstancias adversas a la poesía con el apoyo, rara vez logrado en España, de una tradición literaria bien asimilada y bien entendida. Desde Gil Vicente y Lope a Bécquer y Machado, pasando por ese enorme acontecimiento cultural -del gongorismo al auto sacramental- que es total descubrimiento de nuestro Barroco. Sobreviviendo así en originalidad a tanto poeta vanguardista extranjero que ya es solo un hecho histórico. Y todo ello sin renunciar a la pasión. Pasión y forma se iba a llamar Cal y canto. Traducible a Pasión más Inteligencia, como un aforismo de Bergamín de aquel tiempo rezaba. La imagen nueva, muchas veces chillona se suavizaba con la gracia verbal andaluza de todos los tiempos y se encerraba en los moldes de la canción tradicional, modelo La amante; como la imagen onírica se hacía coherente en la estructura de poema, modelo Sobre los ángeles; como el neogongorismo se rejuvenecía con los signos del tiempo nuevo, modelo Cal y canto; como la poesía cívica perdía parte de su agria agresividad bajo el popular y alegre guiño del recuerdo lopista, modelo el Homenaje popular a Lope de Vega, de El poeta en la calle del que no es posible olvidar aquí sus solidarias preguntas líricas sobre los niños de Extremadura.

La reflexión explícita viene, como siempre, a posteriori y se graba en su primer título de posguerra: Entre el clavel y la espada. Y ya desde entonces, en continua alternancia, con la sucesión de A la pintura, las Coplas de Juan Panadero o Roma, peligro para caminantes. Y no se puede decir que estas dicotomías, clavel espada, lo popular y lo culto, vanguardia y tradición (a las que podríamos añadir otras muchas, como la cosmopolita y lo regional, lo campesino y lo urbano, el mar y la tierra, la poesía y la pintura) se estructuren de forma rígidamente bimembre, formando dos series antagónicas, sino que, visto desde hoy, de todo ello surge una unidad por encima de circunstancias y dificultades en la síntesis de forma y fondo, sobre la que ya el poeta reflexionaba en 1938 en su prólogo a De un momento a otro en su colección de Poesía bellamente reunida en la editorial Signo.

El resultado, tras haber fustigado la luz de la poesía y de la vida con los ojos de poeta y de pintor, son cincuenta años de creación que el tiempo vera con una evidente unidad y armonía. Y que ya es tradición para los poetas nuevos de 1980. Leía yo ayer mismo en una carta de 1923 recientemente publicada, de Antonio Espina a Rogelio Buendía, tras enviarle este La rueda de color: «Advierto en usted, principalmente, esa cualidad de equilibrio entre lo nuevo «nuestro» y lo que de ayer es digno de conservarse. No sé si ello me sorprende más, porque es lo que yo busco con mayor anhelo y nunca consigo. ¿No le parece a usted que en el logro de ese acuerdo está la fórmula necesaria y sobre todo sincera?».

Cuando vemos, desde nuestra perspectiva, tras la cita leída, los cientos de admirables poemas de Alberti que logran ese equilibrio, los lectores de poesía española sentimos una honda satisfacción. Y pensamos que, al menos en poesía, la frase en este país funciona positivamente. De ahí nuestro agradecimiento a la obra de Alberti, un clásico ya, y felizmente vivo entre nosotros.




ArribaAbajoDíez Canedo y el 27: Las mocedades de Max Aub50

Fue, sin duda, Enrique Díez Canedo uno de los críticos españoles más respetados de su tiempo, la primera mitad de nuestro siglo, hasta 1944, año en que muere en el destierro. Su prestigio y hasta su magisterio fue tan amplio que, a modo de muestra, voy a limitarme a detectarlo, dentro de la generación de 1927, en uno de sus escritores más interesantes: Max Aub. Elijo a este por su importancia intrínseca y por lo ejemplares que resultan sus relaciones con el escritor pacense.

En efecto, en las mocedades de Max Aub la presencia de Don Enrique es, si no definitiva -porque Max tenía talento para abrirse camino por cualquier medio-, sí importante. Tuñón de Lara nos cuenta cómo el joven escritor conoce en Madrid, a los veinte años, al ya consagrado crítico. Pero el propio Aub nos ha dejado memoria mucho más concreta de ese encuentro al frente de una breve e intensa Autobiografía colocada en la solapa de la primera edición de Campo cerrado (México, 1943): «En 1923 se leyeron versos míos en el Ateneo de Madrid; que Jules Romains (al que conocí ¡en Gerona!) el que me presentó a Enrique Díez Canedo. En uno de los últimos números de España publiqué por vez primera». Así, sus bodas con la letra impresa fueron apadrinadas por don Enrique, que era el secretario de la prestigiosa revista; y tal vez también fue él quien propició esa lectura en el Ateneo, la cual sabemos que la hizo Urdavín, quien, a su vez, había sido presentado por Canedo en el mundo de las letras al prologarle su primer libro de versos, Meditaciones (Madrid, 1913).

También la primera obra del valenciano de adopción y corazón sería prologada por Canedo. En efecto, Los poemas cotidianos de Max Aub, libro rarísimo, del que se tiraron en Barcelona, en 1925, «cincuenta ejemplares compuestos únicamente para los amigos del autor», llevan un prólogo de don Enrique. Sus palabras son cariñosas y comprensivas para el novel, disculpando «un consonante inoportuno... una cadencia quebrada». Nos presenta al poeta tal como era; en un continuo viaje a causa de su trabajo: «Llega a verme, viniendo de Alemania o de Francia, de Levante o del Noroeste. Poseo muchas cartas de él, y acaso no haya dos que estén fechadas en un mismo lugar». Este trasiego continuo explica el que el joven escritor haya buscado para sus versos un tema contrario a ese viaje incesante: el contrapunto de la vida hogareña y cotidiana. Así lo ve el prologuista: «Yo sé el secreto de Max Aub, y todo el que lea los versos que siguen lo sorprenderán conmigo. En ese su eterno vagar, en esa perpetua mudanza, en ese cambio sin reposo, late un sueño de molicie y quietud, un sueño de hogar, confinado entre las cuatro paredes de una estancia...». Y, desde luego, contra todo pronóstico para el que conoce la posterior vida de Aub (guerra, campo de concentración, exilio, penalidades, literatura comprometida y hasta obsesiva actitud de pelea), su primer libro responde al título, y dedicatoria «A mi esposa», y es todo él de este tono:


A ratos llovizna
motivo para quedarme en casa
frente al balcón
junto a ella
leyendo libros que casi son ciencia,
hablando cosas sin gran importancia.



El que luego sería, por excelencia, el gran fabulador de su generación, escribía así de sencilla y prosaicamente en sus mocedades. Pero pronto cambió de género y estética, dirigiéndose hacia el teatro experimental: Narciso (Barcelona, 1928); Teatro Incompleto (Barcelona, 1931); Espejo de avaricia (Madrid, Cruz y Raya, 1935). Bellas ediciones de un teatro para leer, pues no pudo subirlo al escenario. En medio de este fracaso, y también éxito, pues se ganó el aplauso de las minorías, no le faltó el apoyo continuo de Canedo, tal vez el crítico teatral más prestigioso entonces. Y cada vez que Max publica uno de estos libros de obras dramáticas, aparecen, en las páginas de El Sol, o de La Voz, sus palabras de aliento y de elogio. Y así hasta el exilio y hasta las puertas de la muerte, pues en 1943 Canedo prologa y elogia -impertérrito y seguro del talento de su amigo- su tragedia San Juan: «Se han cumplido ahora los veinte años desde aquel día en que Max Aub llamó a mi casa de Madrid llevándome su primer libro, para que yo se lo apadrinase». Al año siguiente morían don Enrique y no es extraño que, al publicar Aub su drama Morir por cerrar los ojos, escriba así, con dolor y nostalgia: «Este es el primer libro mío que no leerá Enrique Díez-Canedo».

Para él tendrá siempre palabras de cariño y agradecimiento: ya en La poesía española contemporánea, ya en su Manual de Historia de la literatura española, ya en la semblanza necrológica que publicó en el número especial de Litoral que dedicaron al extremeño sus compañeros de pluma y exilio, la mayoría miembros de la generación del 27. Pero esto se sale del tema de las mocedades de Aub que ahora me ocupa. De ellas sí trata abundantemente la excelente novela La calle de Valverde (Universidad Veracruzana, 1961). Y, claro está, en ella aparece, junto a otros maestros y compañeros, Díez Canedo como personaje histórico. En la tertulia del café hace de él un valioso retrato. Lo pinta bebiéndose un Martini, dispuesto para ir a clase (catedrático de la Escuela de Idiomas) y luego al estreno (crítico teatral de El Sol); haciendo juegos de palabras «entre verdes y francesas». Y, por supuesto, ayudando a los jóvenes, como a ese imaginario personaje que lleva a Julio J. Casal, el famoso uruguayo que editaba en La Coruña la bellísima revista Alfar, una carta de presentación del crítico. (¿Trasunto, este personaje, de Max Aub en este detalle? Probablemente.)

Mas, sobre todo, hay una cuestión importante, en estas mocedades, que vuelve a reunir a Aub con Canedo, a través de Francis Jammes. El libro de versos más famoso de este, Del toque de alba al toque de oración, había sido traducido por don Enrique en la colección Los poetas de Calpe, en 1920. La preocupación que por lo cotidiano tiene la obra francesa creo que se puso un tanto de moda en España en los años finales del Modernismo. Ese deseo de poetizar lo prosaico y cotidiano está presente en varios libros españoles -de los que van del Modernismo al 27- y, en concreto, en Algunos versos (Madrid, 1924) de Canedo. Y lo está en Los poemas cotidianos de Max Aub, que sin duda habría leído en francés la obra, pero que, al verla traducida por su mentor, volvería a pensar en ella, especialmente en ciertos puntos estéticos. El caso es que el gran fabulador empezó escribiendo sobre la vida sencilla y cotidiana y, en parte, de la mano de Jammes. Sin Del toque de alba no se explica del todo la primera obra del autor de El laberinto mágico.

Tres rasgos, al menos, han pasado del libro de Jammes al de Aub. En primer lugar le ha iniciado en la estructura. El francés cuenta cosas cotidianas que suceden cada día, desde el toque del Ángelus de la mañana al de la oración vespertina. El español ordena su obra en los siguientes apartados: Las mañanas, Las tardes, Intermedio, Momentos, La noche, El amanecer. Lo que, en definitiva, es idéntico en los dos es el lapso de tiempo de un día, de una jornada cualquiera (por cierto, que esos Momentos pueden proceder de otro libro de Jammes, Premier livre de Quatrains).

En segundo lugar, Aub y su amada, hablan, en tono coloquial, de cosas sin importancia, de esas que se dicen solo por decir algo: Me pregunta: «¿Qué te pasa?» -Le contesto: «Nada». Y en el libro de Jammes no son infrecuentes los pasajes que reproducen frases triviales: «Cantas muy bien...»; o «Mira..., el martes le vi....; o «Señor Jammes, ¿qué tal?».

En tercer lugar hay algunos pasajes concretos que muy bien pueden ser reflejos aislados del francés. Ese continuo interior del libro de Max Aub parece tomado de ciertos poemas de Jammes, sobre todo del titulado El comedor, presidido por un armario antiguo, o de En salones antiguos, con sus «cuadros flamencos». Así el poema de Aub:



Aposento campesino,
rubio mueblaje de pino.

Vidrios de colores
dan a la estancia
y a las flores
tonos alegres
de comedor flamenco.



Lo mismo que el dulce aburrimiento del día de lluvia de Te aburres... puede haber influido en A ratos llovizna y Desde ayer al mediodía lloviendo.

No parece demasiado arriesgado, tras lo dicho, dar por positivas esas sugerencias del francés en el español, si -para acabar y como comprobación- nos vamos al largo poema Intermedio. En él se pregunta el poeta si se puede cantar lo que él canta, la paz hogareña, dejando a un lado «miles, miles de hombres», la vida exterior, la «política». (Donde ya asoma el Aub posterior a 1936.) Pues bien, esas dudas las encamina el poeta novel a modo de sincero homenaje al autor de De l'Angelus de l'Aube á l'Angelus du Soir:


¡Oh Francis Jammes!
tú que cantas
los alrededores de tu mansión...




ArribaAbajoLos novísimos a la cátedra51



JOVEN POESÍA ESPAÑOLA. Antología: Selección de Concepción G. Moral. Introducción de Rosa María Pereda. Madrid. Cátedra, 1979. 320 pesetas.

Soy de los que se tomaron en serio, desde su aparición, la antología de Castellets sobre los Nueve novísimos (1970). Y hasta me parecieron bien, pues de los arrepentidos es el reino de la poesía, los signos externos -Dedicatoria, justificación y retrato con estética «clámide» ad hoc- con que ironizaba de sí mismo en una bien montada captatio benevolentiae. Por entonces llevaba yo el veintisiete a todo meter a las aulas y estudiaba poetas como Villamediana y Marino. Tal vez por eso me causó tan grato efecto aquel manifiesto y parto estético. ¿Era el de los montes? A la vista de lo que ha sucedido después, en absoluto. Tras una década de avatares poéticos y políticos siguen sentados en la poltrona de la lírica novísima, por lo menos, siete de los nueve: Sarrión, Álvarez, Molina-Foix, Azúa, Gimferrer, Carnero y Panero. Pero sí era un alumbramiento muy limitado, casi exclusivamente barcelonés. Inmediatamente se intentó completarlo desde Madrid. Martín Pardo hizo una antología en este sentido un años después, Nueva poesía española (1971), que, creo, no circuló demasiado, tal vez por problemas editoriales. Aportaba los nombres de Carvajal, Colinas, Siles y Jover. Tengo entendido que este último preparó otra que quedó inédita, con el premonitorio título de Historia de un revólver en la sien. Más fortuna tuvo Espejo del amor y de la muerte (1971), de Antonio Prieto, en la que aparecían gentes más novísimas aún, de las que quiero destacar, para mi intento de hoy, a Cuenca y Villena. Por fin, Martínez Ruiz colocaba a poetas de última hora al final de La nueva poesía española (1971), tras los ya consagrados de los años cincuenta. Así, Diego J. Jiménez, A. Hernández, Ullán y López Luna.




ArribaAbajoEncuentro con Pedro Shimose, premio de poesía Casa de las Américas52

El joven poeta boliviano Pedro Shimose ha obtenido el premio de poesía de 1972 de la Casa de las Américas, de Cuba53. Ha ganado el premio (conseguido antes por poetas tan notables como el salvadoreño Roque Dalton y el español Félix Grande) con su libro, de título vallejiano„ Quiero escribir, pero me sale espuma. Lo empezó en Bolivia y lo ha proseguido y terminado en Madrid, donde vive desde noviembre pasado. Como, a pesar de esta residencia, su obra es desconocida entre nosotros, me ha parecido de interés presentarlo a españoles e hispanistas, y hacerle unas preguntas.

Pedro Shimose, nacido en Riberalta en 1940, es tal vez el poeta de la última generación más conocido en los medios culturales de toda Bolivia. Sin embargo, hasta ahora, como otros escritores bolivianos de gran interés, no había traspasado con su obra las fronteras de su país, ni siquiera dentro del contexto americano. La mediterraneidad del país, su limitada fuerza editorial, y otros factores, hacen con frecuencia de los escritores bolivianos que no viven ni publican en el extranjero unos desconocidos. Dejando un caso tan significativo, y ya clásico para todo el mundo hispánico, como el de Jaimes Freire, y limitándome a los poetas vivos, hay que recordar que tres de los más grandes han salido fuera de Bolivia con su obra, al publicarla o vivir en el extranjero. Así, Costa du Rels, que escribe actualmente en francés y que vive consagrado por la crítica francesa en París; así, Primo Castrillo, que vive en Estados Unidos; así, Óscar Cerruto -para mí el mejor lírico actual de Bolivia- que, aunque viven en La Paz, ha residido en Buenos Aires y publicado su libro más representativo, Patria de sal cautiva, en la colección Poetas de España y de América, de Losada.

Shimose estudio bachillerato en su ciudad natal, y pasó luego a La Paz con el fin, como tantos escritores hispánicos, de Azorín a García Márquez, de hacer Derecho, en la Universidad Mayor de San Andrés. Y también, como tantos otros, abandonó esta carrera, después de tres años. Le he preguntado alguna vez por qué: «No me interesaba - me ha dicho- casi nada de la carrera, salvo el Derecho indiano, y me pasaba más tiempo en la Facultad de Filosofía y Letras que en la mía». Allí, en la Universidad, conocerá ya a algunos poetas de la que luego será su generación: Echazú, Urzagasti y Rivera Rodas. Al llegar a La Paz había entrado en contracto rápidamente con lo mejor de la intelectualidad del país, que le va a acoger muy bien, pues son características de Pedro su simpatía y su sentido artístico de la vida, junto con su independencia de criterio. Así conoce a Juan Quirós, crítico y académico, director de la página literaria del diario Presencia, profesor, por temporadas, en Universidades norteamericanas y autor de una ya clásica antología, Índice de la poesía boliviana contemporánea (La Paz, librería Juventud, 1964). Conoce también al citado Óscar Cerruto, poeta, novelista y crítico de gran sensibilidad. Y, por fin, entre otros muchos, a Díaz Machicao, presidente de la Academia y entonces, bibliotecario, de la Universidad de S. Andrés.

En La Paz, y en sus viajes por toda Bolivia, empieza a preocuparse por el país, con mirada más universal que nacionalista. Pienso que a esta universalidad colaboran varios factores: sus tres cuartos de sangre japonesa, frente a su cuarto de sangre boliviana (su Rodríguez del cuarto apellido, de su abuela cruceña, ciudad de gran tradición española-andaluza); también influye su matrimonio con la española Rosario Barroso, de la que tiene dos hijos y espera un tercero, que nacerá próximamente en España; también sus lecturas desde niño de poetas tan distintos como Claudel, Lorca, Neruda, Rilke, Alberti, Pa, etc.; también sus viajes, pues es el poeta de su generación que más ha viajado. Ha estado cuatro veces en España; conoce Francia, Bélgica, Portugal, Italia, Hungría, Rusia, Japón, Argentina, Venezuela, Perú, etc. También su actividad como crítico literario en el diario de la democracia cristiana, Presencia, en cuyas páginas literarias divulgó a escritores extranjeros: Saint-John Pese, Claudel, Dámaso Alonso, etc.

Estoy insistiendo en esa universalidad de Shimose porque precisamente el que se acerque a sus últimos poemas puede equivocarse y pensar que es poeta preocupado solo por Bolivia, o como él ha dicho, un poeta que solo mira al ombligo de Bolivia. Pedro tiene una doble personalidad como hombre. De un lado, su pura personalidad boliviana, alegre como el carnaval a veces; a veces, dolorida, como una quena. Y de otra, su sangre oriental, contenida, cortés, más fría. Y también, una doble fecundidad como poeta: su «retórica boliviana» de la América latina, luchando contra el subdesarrollo y el dolor de ser pobre, bajo poderes del Este y del Oeste; y el poeta hondo de tradición hispanoamericana que busca al hombre universal desde Bolivia.

La trayectoria de su poesía, en los tres libros anteriores a este del premio, caminan en esas dos direcciones. El primero, Triludio en el exilio (La Paz, Signo, 1961), es un libro de contenido religioso y humano que tiene por telón, sobre todo en su último poema. Moxitania, el paisaje boliviano. El segundo, Sardona (La Paz, Universidad de San Andrés, 1967), es un libro escrito bajo la influencia del vanguardismo poético y sobre todo teatral (teatro del absurdo) europeo, como consecuencia de su primer viaje a Francia y España. El tercero, Poemas para un pueblo (La Paz, Difusión, 1968), es un canto a Bolivia de una proyección continental, como lo demuestra su primer poema Discurso sobre América latina. En la reciente poesía boliviana, este tema, el tema del país (con sus problemas sociales, económicos, demográficos, falta de una salida al mar, la producción minera, etcétera), está a flor de piel y aparece por doquier. Y en ese grupo, con mirada que, como he dicho, quiere alzarse más allá del lago Titicaca, pero que ve con dolor hondo y concreto el suelo que pisa, se mueve la poesía de Shimose. A su alrededor hay muchos poetas, más viejos y más jóvenes que él, obsesionados por el tema. Precisamente, Pedro ha escrito un poema que es como la geografía en verso de la preocupación por la patria. Se llama Canto a mis compatriotas54.

Empieza:


Cuando voy por el sur, Roberto Echazú me dice: «Este país no país».
y nos amanecemos frente a un vaso de vino;
regreso a Chuqisaca y Ayllón Terán me avisa que vivimos a 4.000 metros
del hambre;
me voy a Cochabamba, y allí, Gonzalo Vázquez me dice: «Este país tan
solo en su agonía, tan desnudo en su altura...»;
camino a Santa Cruz y me encuentro con Julio de la Vega, allá junto a las
guitarras, con diez buris metidos en la sangre.



Y termina:


Cuando voy por el norte y hablo con los campesinos y los estudiantes me
doy cuenta de la fe del pueblo, de su amor, de su cansancio en las promesas;
vuelvo al altiplano y corro, me voy a Oruro y canto, me encuentro con Héctor
Borda y Héctor Boda me habla de diablos y política;
vuelo a Potosí y me acuerdo de Luis Fuentes Rodríguez hablándome en la
mina, en los tejados rojos de su pueblo, pidiéndome que escriba
poemas para niños.
Así voy y así vengo, de un lado para otro en esta patria nuestra,
sintiendo el pulso de la gente vivo, tercamente en la ignorancia,
en el baile, en la sabiduría, en el hambre, en la amistad y la llaga de mi pueblo
elegido por la aurora.



En la intimidad de la conversación sin pretensiones, a través de varios días de convivencia, he ido haciendo preguntas al poeta que, resumidas, seguramente con sequedad ante la falta de espacio, quedan así:

-De tus tres libros anteriores al premio, ¿de cuál estas más satisfecho?

-Del segundo. Sardonia.

-Los tres son muy diferentes. ¿Cómo se ha efectuado ese proceso de diferenciación, de evolución?

-Mis libros corresponden, naturalmente, a mis vivencias. El primero corresponde a mi experiencia religiosa, si se puede llamar así; el segundo responde a una etapa de crisis; el tercero, podría decirse que es un poemario con temática social.

-¿Tu primer libro hace pensar en la poesía religiosa de un Claudel y también de un Valverde?

-Mi primer libro es una asimilación de Claudel. Jouve, Emmanuel y Saint John Perse, según creo. Leí a Valverde con posterioridad.

-¿Qué piensas ahora de ellos?

-Sigo pensando que son maestros dignos de ser aprovechados, con excepción de Claudel, cuya ideología me parece hoy trasnochada. En cuanto a Valverde, es un poeta que me interesa sobremanera, aprecio en él su lucidez y su serenidad, inclusive en sus últimos libros.

-Además de Valverde, ¿qué otros poetas españoles destacarías?

-Posteriores a la generación del 27, destacaría también mucho a Blas de Otero, José Hierro y José Ángel Valente.

-Sadonia, tu segundo libro, es difícil en una primera lectura. ¿Qué quieres decir en él?

-Más que decir, intento plantar, poéticamente, una crisis espiritual: la mía. Sardonia es la pérdida de la armonía, la angustia de un hombre que descubre que el mundo es como es y no cómo se lo habían pintado.

-En cuanto al proceso de contaminación artística perceptible en Sardonia, ¿qué puedes decir?

-En cuanto a las influencias me parece que en Sardonia se pueden encontrar -si se rastrea pacientemente- huellas superralistas, futuristas, dadaístas, del non-sense, de la literatura del absurdo, la voz de algunos poetas europeos contemporáneos. Reminiscencia de Pound, quizá, y de Ginsburg, probablemente.

-¿Qué debe tu poesía en Poemas para un pueblo, a Neruda y a Cerruto?

-Mucho, aunque no solo a ellos, también a varios poetas bolivianos, como Franz Tamayo, Primo Castrillo, Viscarra Fabre y Julio de la Vega.

-Poemas para un pueblo y el libro premiado en la Casa de las Américas, ¿están en la misma línea?

-No, creo que no. El primero contempla Bolivia con los ojos; el segundo, con la inteligencia y el sentimiento desde el exilio.

-Qué quieres llegar a conseguir formalmente con tu poesía?

-Aspiro a la condensación, la claridad y la profundidad. Quiero trabajar la palabra. Por el momento, pienso abandonar el versículo.

-¿Eres un poeta social, político, cívico? ¿Cómo te definirías?

-¿ Cómo te definirías tú?

-Poeta social, quizás. Pero si no te defines nunca, me alegraría por tu obra.

-De acuerdo, me da lo mismo, lo importante es la escritura, la obra, es hora de desconfiar de las etiquetas.

-Es obligada la pregunta: ¿Qué significa el premio en lo profesional y en lo económico?

-Para mí el premio tiene tres significaciones: una política, otra profesional y otra económica. En cuanto a la primera, el premio es un homenaje a las luchas de mi pueblo. En el segundo aspecto el premio contribuirá a divulgar mi obra. Y en lo económico me ayudará a soportar el exilio con cierto decoro. Podré -por algún tiempo más- dedicarme a mi oficio de escritor.

-Has escrito en prosa, pero no has publicado, ¿por qué?

-En 1970 escribí un volumen de cuentos. El Coco se llama Drilo. Se publicará en Bolivia este año, si Dios quiere y la censura lo permite. El libro debió editarse en Barcelona el año pasado, pero me devolvieron los originales con una excusa muy cortés. En ella se hacía alusión al lenguaje y a los temas. Esta es la anécdota.

-Una última pregunta: ¿Es tu libro premiado, Quiero escribir, pero me sale espuma, un libro logrado?

-No, ¡qué va!, ni mucho menos, fue escrito aprisa, en muy poco tiempo. Hay en él desniveles que ahora me horrorizan.

Puedo adelantar, por lo que conozco de Quiero escribir, pero me sale espuma, que la mirada (a la que me he referido varias veces) preocupada hacia Bolivia, pero con ojos supranacionales, se vuelve a dar en este libro, y esta bimembración está ahora más conseguida. A mi modo de ver, con una ventaja considerable sobre su obra anterior. Pedro, más maduro, más creador y más lector, más dolorido, es decir, más hecho hombre, y un poco más frenado en su radical americanismo en contacto con otras muchas geografías y culturas en sus numerosos viajes por Europa y Asia, ha reflexionado mucho y ha recortado en una gran parte el defecto de sus libros anteriores: el exceso de palabra, gesto, imaginación (y algo de improvisación) y de sobra de facultades. Se ha hecho, sin dejar su talante boliviano, más clásico; sin dejar su imaginación, más conceptista. Creo que ha ganado, ha madurado. Y que poemas como Cuenca boliviana significan un Shimose «neotradicional» a sí mismo (si así se puede hablar de un poeta individualizado). Es decir, se ha seguido fiel al mismo tiempo a su obra y preocupación anteriores. Muchos años le quedan por delante, y mucho poder en la pluma. Puede cuajar -si es que esto es previsible en algún caso- en un buen poeta, en el poeta de su generación boliviana en la que tan notables valores existen.




ArribaAbajoEspíritu de conciliación55

Puesto que Fernández Figueroa les va a hablar de su revista -de la histórica y de la nueva-, trataré yo de servirle de abreviado zaguán, pues no cabe hacer su presentación en su propia tierra, representando ante ustedes lo que ÍNDICE significó en la España de posguerra. Tal vez haya en mis palabras un doble punto de vista: el del profesor de literatura que soy y el del alumno que fui al final de los años cincuenta, cuando entré en la Facultad de Letras y compraba la revista.

Pilotar una publicación periódica es una aventura muy completa. No le falta a ese viaje intelectual y material riesgos de orden económico, estético e ideológico. La aventura en aquellos años encerraba aspecto: más concretos a los que aludiré. Si el piloto se acoge a una institución, los peligros evidentemente disminuyen. No es el caso de Figueroa, quien -empecemos por decirlo- compró la cabecera de la revista en 1951 a Seral y Casas, en la, a mi modo de ver, elevada suma, para entonces de 50.000 pesetas. Con ello ya está cifrado el riesgo económico. El estético y el ideológico son también fáciles de imaginar porque eran tiempos difíciles para uno y otro gesto.

España había vivido, desde 1920 a 1936, un momento de esplendor en lo que concierne a las revistas culturales. Desde lo tipográfico, desde el Índice de Juan Ramón Jiménez -cuyo nombre heredó la que ahora nos reúne-, o la Revista de Occidente, hasta las bélicas, Jerarquía u Hora de España, pasando por las poéticas del 27 -¡manes y manos de Altola Aguirre y Prados!-, o las ideologizadas de los años treinta, Octubre o Cruz y Raya. En 1939, roto el navío de la cultura, y esparcidos sus marineros por tres continentes, la situación era tripartita, como en los acuerdos y desacuerdos políticos. Había unos astilleros en el exilio que intentaban reconstruir lo perdido (Romance, España peregrina), otros, que intentaban lo mismo desde la España de los vencedores (Escorial, por ejemplo, donde «se autoclarificaron tantas mentes») y, en tercer lugar las revistas que, como Ínsula, partían en cierta manera del exilio interior y trazaban un puente, no de mando, sino de comunicación, con el hispanismo y con los exiliados. Esto por lo que toca a las revistas llamadas de cultura o pensamiento, o de libros. Para las estrictamente poéticas la andadura fue parecida, pero tal vez menos espectacular por el género practicado, en lo que toca a ese encuentro de tres Españas. Al lado del tan simplificador binomio de Garcilaso y Espadaña, según lo tratan los manuales, los poetas conectaron con el exterior y con el interior vencido: Entregas de poesía, sobre todo con lo francés; Corcel y Proel con el exilio interno; Cántico con poéticas anteriores a la guerra. Y las cuatro publicaron versos de ilustres poetas del exilio. Todos estos puentes se ven como algo hermoso, como el deseo de solidaridad y conciliación entre todos, tarea primaria entre verdaderos intelectuales.

Un interesante escritor del exilio interno, Tomás Seral Casas, había fundado Índice, como boletín informativo de artes y letras, ligado a la librería Clan, que publicaría libros tan bellos como la primera edición de Mundo a solas de Aleixandre, en 1949. Se mantuvo así hasta el número 42. El 43 ya no lleva nombre de director, por lo que es el momento en que Fernández Figueroa inicia su tarea, tras la citada compra. Enseguida amplía la revista en contenido, formato e intención, y constituye una redacción a sus órdenes donde se encuentran nombres tan valiosos y distintos como los de García Luengo y Valente. (Más tarde sería redactor jefe nuestro compañero Romano García.) En el número 45 nos sorprende ya, en primera página, una información sobre Clamor de Jorge Guillén, libro entonces en preparación, y cuya primera entrega, Maremágnum, sería el volumen más conflictivo del poeta vallisoletano con la censura española. Pronto, alternándose, vemos noticias y estudios de escritores tan señalados y polémicos como Paul Claudel y Jean Paul Sartre. Y a continuación, desde 1952, una decidida -y no solo económica- mirada hace la América de habla española, en donde la publicación tendría mucho éxito. Era muy importante su información sobre arte y cine (Berlanga, Bardem). Y de un modo buscado, todo lo nuevo, conflictivo y seguramente no publicable en otros lugares, tenía allí su reflejo. Baroja, Vallejo, Ortega, se concentraron en sendos números monográficos.

Tal vez en el dedicado al primero (número extraordinario 70-71) se aclararon los caminos de la redacción, en cuanto a programa, dificultades y éxito. En el siguiente, venía la famosa respuesta de Jorge Guillén a Juan Ramón Jiménez. También por entonces aparecía la Carta personal de Leopoldo Panero a Neruda. Sin duda, se ofrecía lo más destacado y vivo, lo real de una situación, de una cultura partida en dos. Y se hacía con espíritu conciliador. Las memorias, que Figueroa debería escribir, sobre la revista y sobre sus viajes por Europa y América para entrar en contacto con los intelectuales desterrados, sería un libro de gran interés para hacer la historia cultural de España en esos años.

Muchos estudiantes, por entonces, hablábamos en la Facultad de Letras de Madrid de la revista. Algunos discutían sobre la conflictividad y dualidad de sus trabajos. Sobre el sentido de las entradillas del director y de los redactores. Se hablaba incluso de «signos de libertad» que la revista y Figueroa poseerían. Lo cierto es -hoy es historia- que cada número y su deseo de libertad de expresión no se consiguió fácilmente: suspensión de la publicación y del director incluidas. Con su política y todo, para los interesados en las artes y las letras, para los estudiantes de literatura, desde luego, la revista nos abría, si no una amplia ventana, numerosos escotillones por donde asomarnos a muchas cosas viejas y nuevas.

Pasó el tiempo. Y Figueroa supo evolucionar y hacer evolucionar a Índice. Hasta 1976 en que se detendrían ambos como para tomar aire y reflexionar. Por entonces la revista se centraba en lo político, al compás de los últimos años del anterior régimen. Otros podrán hablar de la última época, desde la historia política, con mayor conocimiento.

La aventura que les he representado es, sin duda, un intento de conciliación entre españoles que honra a su director. En este sentido tal vez sea Índice la revista más característica de los años cincuenta. Por eso, cuando he hojeado los últimos números de la etapa histórica, y he visto a toda plana un anuncio de algo tan poco conflictivo como una marca de bombones, no he podido dejar de sonreír, y complacidamente, ante el texto publicitario, seguramente ajeno a la redacción: «En algunas cosas los españoles coincidimos totalmente». Eslogan que nos trae, si ironía y catarsis, también esperanza.






ArribaAbajoIII. Varia


ArribaAbajoEstudios sobre literaturas extranjeras56

En lo que va de 1964 han aparecido en España una serie de interesantes estudios sobre literatura extranjera. No hay que ponderar la importancia que tiene el que nuestra crítica salga todo lo posible de la frontera del español. Cuando en nuestro país la cultura, en el Siglo de Oro, está a la cabeza de Europa, la crítica literaria en su sentido verdadero no ha nacido. Además, por motivos políticos, religiosos, y también por un desinterés natural -pues, salvo de Italia, poco podíamos aprenderlas literaturas extranjeras casi no se estudian. Después, el estudio de estas se hace para aprender e imitar, más que para aportar nuevos datos o ideas; o bien con fines polémicos, como ocurre en la obra de los muchos españoles del siglo XVIII, jesuitas expulsos, la mayoría, que viven en Italia. Más tarde, las lenguas y literaturas de más allá de los Pirineos tardan mucho en llegar a ser materia, en secciones aparte, de nuestros programas universitarios. Las secciones de Filología moderna son creación de estos últimos años, y su organización es todavía deficiente en lo que atañe a la investigación. Todo esto unido a la vocación indigenista española, frente a la foránea de otros países, Alemania por ejemplo (donde además sobran críticos, mientras que en España sobran creadores), son causas de que muy poco hayamos aportado al estudio de las grandes literaturas europeas, mientras que la nuestra ha contado siempre con centenares de estudiosos extranjeros, muchos de ellos primeras figuras de la filología universal. Recordar estas cosas es elogiar, de antemano, los estudios que a continuación reseño con la natural brevedad que este trabajo impone.

Sirve de verdadero pórtico a esta enumeración el libro que tanta falta estaba haciendo, como introducción a los estudios de literatura extranjera, Principios de literatura comparada, obra del Profesor de la Universidad de La Laguna, Alejandro Cioranescu, publicado por la propia Universidad. Naturalmente, uno de los problemas que los estudiosos de literaturas extranjeras en España deben tener más en cuenta es la tarea comparatista entre la nuestra y las restantes, especialmente la francesa e italiana. Dejando aparte motivos caseros, es natural que esas comparaciones, en manos de un extranjero, especialmente si es francés, se vean de forma muy distinta a como las verá un español. De aquí la importancia que tiene para nuestra cultura el que desde este lado de los Pirineos se aborden cuestiones de literatura comparada.

Cioranescu abre con este libro -al menos de una forma organizada- nuestra bibliografía teórica sobre esta materia. Su obra puede servir de manual o introducción que sustituya, o bien complete, al manual de Guyard de la colección Que sais-je? Pero además de esta función didáctica -el libro es fruto de un curso dictado en la Facultad canaria- la obra tiene un interés más elevado, por las muchas ideas originales que aporta. Es muy completo: hace historia del desarrollo de estos estudios, busca la discutida definición, los fines y limitaciones de la materia, y aborda los tres grandes espacios en que la comparativa se mueve: contactos, interferencias y relaciones de circulación. Es decir, va desde la traducción hasta los tópicos, tipos y temas. Al final, añade una bibliografía fundamental y un pequeño vocabulario comparatista.

De otra Universidad, la de Salamanca, y publicado en sus Actas, procede el trabajo de Luis Cortés, Cinco estudios sobre el habla popular en la literatura francesa (Molière, Balzac, Maupasant, Giono, Sartre). Es válido considerarlo como cinco interesantes monografías sobre los cinco autores, y también como una seria aportación al conocimiento del empleo de la lengua popular en literatura tan superculta como la francesa. Bien elegidos los autores con vistas al problema, este está tratado con rigor de lingüista. A pesar de esa culture que caracteriza lo francés, y que es muchas veces un obstáculo para la originalidad y personalidad de los autores, la lengua hablada no está, ni muchos menos, ausente de su literatura, siendo imprescindible para leer a muchos autores, unos conocimientos regulares de argot y aun de hablas dialectales. En el XVII, la fuerte tiranía académica hace que la lengua popular solo se utilice para provocar la risa; en el XVIII, casi no aparece; el pueblo entra en las letras con el realismo, y en ellas pervive actualmente, habiendo sido las últimas guerras un activo catalizador para la nivelación del lenguaje literario y el hablado.

El excelente libro de Ibáñez Langlois, La creación poética, no es un estudio de literatura extranjera. Sin embargo, el conocimiento que el autor tiene de poetas como Rilke, Elliot, Valery, Poe, etc., hace que encontremos, a través de sus teorías, muchos juicios sobre autores no castellanos de especial interés. El libro ha sido editado por Rialp.

No son nuevos los Estudios sobre el barroco de Helmut Hatzfeld, aparecidos en la Biblioteca Románica Hispánica de Gredos, que tantas obras fundamentales de hispanistas ha traducido. Estos estudios sobre el barroco europeo han ido apareciendo, en diferentes idiomas y fechas, pero la obra tiene, sin embargo, con la ordenación, ampliación y revisión del autor, caracteres de novedad, y es un verdadero y gran libro, tal es el método que Hatzfeld ha llevado a lo largo de sus investigaciones. El autor, muy conocedor de las literaturas occidentales, especialmente de las románicas, ha podido llegar, comparándolas, a conclusiones definitivas sobre el espinoso problema del barroco. La historia de los conceptos sobre la materia; manierismo, barroco y barroquismo; geografía del barroco; problemas estilísticos; la misión europea de la España barroca, etc., son capítulos de primera importancia para el conocimiento de la literatura europea. Señalemos, por último, que Hatzfeld es uno de los hispanistas que más destacan el valor de nuestra literatura dentro del concierto Renacentista y Barroco de las letras europeas.

La Editorial Franciscana publica en su serie Criterion, en los números 21 y 22, y en lengua catalana, varios estudios sobre escritores franceses. El 21 contiene, al lado de trabajos sobre Ortega, D'ors, Ramón Lluc y el poeta Torres, los siguientes estudios sobre pensadores franceses: Trajectòria ètica d'Albert Camus, por Octavi Fullat; La confusionària i embullada metodologia de J. P. Sartre, por Jaume Sarri, y Descartes: Els errors fonamentals d'un home de bona voluntad, por Antoni M. Cases. En el número 22 varios pensadores abordan el tema de Pascal: La canya pensadora, por Alvar Maduell; Punt de parteça de la recerca pascalina, por Jordi Maragall; Aspects de l'apologètica de Pascal, por Jaume Sarri; Pascal, avui, por Enric Ferrán; Pascal, amic intim, por Alfons Quinyones, y Le fat de Port-Royal, por Basili de Rubi. Un completo estudio en definitiva de Pascal. Ambos volúmenes tienen una intención -como se verá por los autores elegidos- más filosófica que literaria.

La colección Adonais ha hecho mucho por difundir entre nosotros los mejores poetas extranjeros del momento, desde que su número 2 tradujo poemas de Charles Péguy. Luego Elliot, Rilke, Moreas, Valery, etc., y varios números antológicos dedicados a los poetas de hoy en otras lenguas. Estas versiones, a veces, con excelentes prólogos, ha sido una forma continuada de ponernos en contacto con el exterior, sobre todo, en momentos de gran aislamiento. En el número 228-229, el poeta Jaime Ferrán nos ofrece una versión de varios poemas de Pierre Emmanuel, con un prólogo en el que se dice lo fundamental de su vida y obra. Igual labor han realizado, Elena Vidal y José Ángel Valente, con un poeta más lejano por su lengua: el magnífico Constantino Cavafis. Valente ha escrito un bello prólogo a los versos. La tirada ha sido de 300 ejemplares. La ha editado Caffarena & León, en Málaga.

Por fin, aunque sea una simple traducción y haya aparecido en los últimos días del pasado año, quiero terminar mencionando la obra de Otto F. Bollnow, Rilke, poeta del hombre, traducida por Jaime Ferreiro Alemparte, para la colección Persiles de Taurus. En esta editorial, una de las que más cuidado tiene en ofrecer traducciones de obras del exterior de importancia, y en sus Cuadernos, ha publicado, en varias ocasiones, estudios de literatura extranjera. El libro de Bollnow es fundamental para el conocimiento de Rilke. Macizo e inteligente, presenta en su concepción la línea más moderna de la estilística que, con mucho abandono de las formas, busca, sobre todo, en poetas difíciles e intensos como Rilke o Guillén, una estilística del contenido.




ArribaAbajoAlegoría57

I. Estilística. Su sentido etimológico («decir otra cosa», «hablar de otra manera») nos esboza ya una primera definición: una ambigüedad significativa en un texto. Desde la retórica, la alegoría se presenta como un tropo (metáfora compuesta o continuada) en el que una sucesión de elementos reales sustituyen a una sucesión de elementos abstractos. Es decir, es un sistema de equivalencias mentales, desarrolladas por el lenguaje: dos cadenas de significados que se aparejan, eslabón a eslabón, dándole al texto dos sentidos, uno literal o explícito, otro alegórico, oculto o profundo. La alegoría más sencilla es la representación personal que hacemos de conceptos. La Fortuna es una mujer con una rueda, símbolo de su volubilidad. En la literatura los ejemplos son más complejos. En La cárcel de amor, Diego de San Pedro nos presenta una torre con cimientos de piedra, cuatro pilares, tres figuras humanas, un águila en un capital, etc.; y luego nos explica lo que respectivamente significan: la cárcel de amor, la fe; entendimiento, razón, memoria y voluntad; tristeza, congoja y trabajo; el pensamiento, etc. Más allá de la retoricaren la teoría literaria general, la alegoría es, más que un recurso de estilo, un tipo, un género de literatura, pues en ciertas épocas y subgéneros obras enteras tienen como base el ser alegóricas. En estos casos la estructura de la obra es la explicación y análisis de una idea abstracta por medio de elementos concretos, personas, objetos y sucesos.

Hay tres tipos de alegoría: aquellas cuyo sentido literal tiene valor por sí mismo, y, con solo entender este, un lector ingenuo queda satisfecho; aquellas en las que llegar al sentido alegórico es condición necesaria para sacar un fruto de la obra; y un tercero llamado alegoría mixta, porque presenta primero el sentido literal y luego se explica el alegórico; tal es el caso citado de La cárcel de amor. El Criticón, de Gracián recurre a los tres tipos: en las cuatro crisis primeras tienen valor los hechos novelescos por sí mismos; en la última crisis, no; y además hay alegoría mixtas. Como el lenguaje poético es por definición algo ambiguo y múltiple, nos encontramos con que lo alegórico, simbólico y metafórico es inherente a él. No solo porque el autor, aun inconscientemente, es ambiguo y múltiple, sino porque lo es el lector, según el siglo, la lengua, la cultura, la sociedad o la religión. Esto ha producido la interpretación alegórica, forma de crítica que va desde los griegos a la crítica moderna, pasando por la patrística. Los renacentistas interpretaron los mitos y la poesía pagana a la luz del cristianismo. Pérez de Moya en su Filosofía secreta explica sistemáticamente los mitos grecolatinos y distingue cuatro modos de «declarar» las fábulas: literal, alegórico, anagógico y natural. Y en el alegórico nos define la alegoría cuando «diciendo una cosa la letra, se entiende otra diversa». La Égloga IV de Virgilio se relacionó con las profecías de Isaías. Los judíos y cristianos interpretaron alegóricamente muchos pasajes bíblicos, llegando a formular que, cuando el sentido literal era incongruente, había que buscar el alegórico. La erudición medieval escribió claves para explicar la Biblia, como el Allegoriae quaedam Sacrae Scripturae, atribuido a S. Isidoro, interesante aún para entender autores como Dante o Calderón. Poemas como Os Lusiadas tuvieron (Faria y Sousa) interpretaciones alegóricas, precedentes de las esotéricas del Quijote en el s. XIX.

La alegoría como género literario es un hecho típicamente medieval; lo simbólico fue entonces un hábito, un sistema mental. Dice Ganivet que la ciencia opera con fórmulas, la religión con símbolos y el arte con imágenes. La literatura teocéntrica medieval opera, pues, con imágenes simbólicas, y no natural (Garcilaso, Du Bellay). Todos los géneros medievales abren sus puertas a la alegoría. El teatro crea las moralidades, representación de vicios y virtudes. En lo épico la Divina Comedia y el Roman de la Rose, llevan la alegoría a sus más grandes cimas, y ambas obras influyen en todos los géneros posteriores. La literatura caballeresca, de Li contes del Graal a Le chevalier délibéré, ocultan un profundo sentido alegórico. En la lírica se suceden las visiones, infiernos, triunfos, etc. Desde el siglo XVI la alegoría decae, aunque siga viva en libros de viajes y críticas de costumbres (Voltaire) y se renueva en la lírica y el teatro del simbolismo. En España, como fruto tardío, la alegoría alcanza cumbres universales: San Juan, Santa Teresa, Gracián, Calderón. La literatura moderna se ha dejado a veces influir por el alegorismo medieval y del Siglo de Oro: Verlaine (Sagasse); Eliot (Four Quartets), Bernárdez (El Buque) en la lírica; Claudel (Le soulier de satin) en el teatro; Marechal (Adán Buenos Aires) en la novela.


Bibliografía

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Hay que distinguir el momento histórico en que la farsa se fija y toma su nombre, del espíritu y técnica de farsa que recorre, diluido en otros géneros cómicos, toda la historia del teatro, desde Grecia hasta las telecomedias. Así, se deben distinguir tres estados de la farsa: desde los orígenes del teatro hasta la Edad Media, desde el s. XV al XVII (su momento histórico), y desde el s. XVIII hasta nuestros días. Del latín farcire (llenar, rellenar, introducir) nace el farcer francés, que significó, primero, algo cómico en general, y de este verbo viene farce, que pasa con la misma grafía al inglés y alemán, y como farsa al español e italiano. El concepto teatral está ligado al culinario que la palabra tenía ya en latín y que pasó al francés, como relleno de carne que se introduce en otro alimento. De ahí el sentido de intermedio, de interpolación, de intremés; y, en efecto, la farsa fue primero una serie de intercalaciones en los misterios y moralidades.

En el siglo XV, cuando se independiza como género, es una composición en un acto, con pocos personajes y con declarada intención cómica. Se busca abiertamente la carcajada del espectador por medio de la palabra gruesa, el gesto desenfadado, el rápido movimiento escénico (sin olvidar las peleas), las situaciones basadas en el malentendido y los equívocos. Todo ello con más tablas que literatura. La situación se presenta hábil y rápidamente, no hay entreactos madurativos, y todo sucede a la vista del público. Se parte de una situación poco verosímil y probable, exigiendo al espectador que acepte el juego, pero después se puede llevar la acción por caminos realistas y en relación con lo cotidiano. De la risa, lograda con poco esfuerzo mental del oyente, nace indirectamente una crítica social, que no da soluciones, no moraliza explícitamente, pero expone una situación que es evidente que debería repetirse en la vida real dentro de la moral cristiana. Ciertos tipos son frecuentes en la farsa antigua: el juez, el médico, el comerciante, el clérigo, tipos con los que el espectador humilde debe contar en la vida diaria y estarles sujeto. Igualmente abundan los problemas de la vida matrimonial. Es un teatro que rezuma, desde lo popular, ingenio, vida y libertad, hasta el desenfado; y muchos de sus méritos son obra del actor, que nunca fue tan creador. Muchos de estos caracteres han pasado a la comedia, pero no deben confundirse ambos géneros. La comedia trata de cosas probables y posibles, mientras que la farsa trata de cosas posibles, pero muy poco probables. La risa en la comedia es reflexiva, y mecánica en la farsa. La comedia se preocupa de los caracteres y la farsa especialmente de las situaciones. La comedia tiende a explicar una tesis conscientemente, mientras que la farsa no explica la tesis, que queda implícita en la situación y en el inconsciente.

La típica farsa es un género en gran parte francés. Ya a finales del siglo XIII escribe Adam de la Halle dos especies de farsa: Jeu de la Feuillée y Jeu de Robin et de Marion, primera ópera cómica francesa. No se conservan farsas del siglo XIV y es en el XV y a principios del XVI cuando estas florecen más. Del siglo XV es Maître Pathelin, una de las cimas del género. Tras el impulso renacentista, se imprimen en Lyon muchas farsas, y destaca entonces Tabarin como representante de farsas al aire libre. Fecundada por la commedia dell'arte y por el teatro español, Molière lleva la farsa, desde Les précieuses ridicules, a la categoría de género literario, a la vez culto y popular. En Inglaterra destaca, a principios del siglo XVI, John Heywood, autor de la encantadora obrita Johan Johan. El teatro isabelino y el español barroco, que mezclaron lo medieval y lo renacentista, se aprovecharon del espíritu de farsa muchas veces, al que no son ajenos Shakespeare o Lope de Vega. Los jigs, espectáculos breves y musicales, tienen relación con la farsa. En Alemania, las farsas se incluyen en los juegos de carnaval o Fastnachtspiel, de donde proceden las de Hans Sachs (1494-1576), algunas tan bellas como El estudiante errante del Paraíso. En Italia el género crece como reacción al teatro humanístico en las obras de Alione, el Ruzante y el Lasca. Aunque el genio cómico italiano desembocará en la commedia dell'arte, distinta, como el entremés, de la farsa. En la península Ibérica la palabra se empleó tanto para el teatro profano como para el sacro, pues en los orígenes se llamó farsa sacramental al teatro eucarístico. Nombres y géneros están sin fijar en Juan del Encina y Lucas Fernández (1474?-1542). Aquel llama églogas a sus piezas; este, comedias, farsas, cuasi comedias y églogas, a las suyas. Las obras profanas de ambos son un lejano equivalente a las farsas francesas, pero de muy distintos rasgos. Gil Vicente en Farsa de Inês Pereira, Farsa do Juiz da Beira, Farsa dos físicos, une a la perspicaz observación de la sociedad su inigualable genio poético. El espíritu de la farsa ha renacido en el siglo XX, por su sentido de libertad creadora y por su ágil técnica. Jarry (1873-1907), Chejov, Shaw, y sobre todo el teatro del absurdo: Ionesco, Beckett, Arrabal , deben mucho a la farsa. Por distintos caminos, Arniches, García Lorca, Valle Inclán, también; especialmente este, creador de un nuevo sentido de la farsa.


Bibliografía

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