Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

La bola

Emilio Rabasa



portada





  —3→  

ArribaAbajo- I -

Un día de fiesta


El pueblo de San Martín de la Piedra despertó aquel día de un modo inusitado.

Al alba los chicos saltaron del lecho, merced al estruendo de los cohetes voladores en que el Ayuntamiento había extendido la franqueza hasta el despilfarro; los ancianos, prendados de la novedad, soportaban la interrupción del sueño, y escuchaban con cierta animación nerviosa el martilleo de la diana, malditamente aporreada por el tambor Atanasio en la calle única de San Martín; las muchachas saltaban de gusto, y a toda   —4→   prisa se echaban encima las enaguas y demás lienzos, ávidas de entreabrir la ventana para oír mejor la música, que recorría las calles (palabras del bando), si bien ahora que la recuerdo, me parece que imitaba maravillosamente el grito en coro que dan los pavos cuando un chico los excita. Si a esto se agrega que el sacristán y algunos auxiliares oficiosos, echaban a vuelo las tres campanas de la iglesia, de las cuales dos estaban rajadas, se comprenderá que aquello, más que regocijo público, parecía el comienzo frenético de una asonada tremenda.

Yo tenía veinte años, novia que me requemaba la sangre, y un trajecillo flamante, hecho de encargo para aquel día con impaciencia esperado; y con decir esto, dicho se queda que salté de la cama con precipitación, me puse el vestido (que era color de azafrán), me calcé unos zapatos, también nuevos, que apretaban como borceguíes del Santo Oficio, y completando el aderezo con sombrero de fieltro negro, me eché a la calle radiante de alegría.

Tomé calle abajo, con el doble objeto de   —5→   incorporarme a la banda de música y de pasar por las ventanas de Remedios, fiado en que su alborozo la habría levantado ya; pero defraudó mis esperanzas, sin duda por el temor que le infundía el celoso argos que la guardaba, bajo el nombre y robusto físico de su tío el Sr. Comandante Don Mateo Cabezudo. Y si he de decir verdad, no acierto a decidir si mi afán era ver a Remedios o que ella me viera con aquel traje tan mono.

Un buen grupo de hombres del pueblo, entre los que ya se veían algunos galancetes con puntas y ribetes de educación, semejantes a mí, rodeaban a los músicos, mientras éstos inflaban los carrillos, soplando sus respectivos instrumentos y causando la admiración de los chicos parados frente a ellos. Los músicos de pueblo se han envanecido siempre con esa admiración infantil, que no comprende cómo se pueden mover con tanta habilidad los dedos; pero creo que ningunos como los de la banda de mi tierra. Concluida la pieza que se ejecutaba, los tocadores hablaban entre sí con cierta gravedad cómica, mirando alto y sacudiendo el instrumento   —6→   con la boquilla hacia abajo, acto al cual dan una importancia verdaderamente seria.

Hoy me río de esa simple vanidad; pero en aquella época me cargaba, porque me parecía que aquellos tontos me suponían también su admirador; mas todo lo perdonaba yo con tal de que me hicieran el gusto de pasar por las ventanas del Comandante, tocando una danza que se llamaba No te olvido; porque caminando yo cerca del clarinete, y dirigiendo una mirada a Remedios de cierto modo, de fijo comprendería que yo había hecho tocar la danza para dedicarle a ella el título.

Perdónenseme estas pequeñas digresiones referentes a mi persona; mas por una parte, están justificadas con el hecho de tener yo tan principal parte en los acontecimientos que voy a referir, y por otra, justo es que al recordar mis años juveniles, la memoria se derrame sobre el campo de mis más íntimos sentimientos, y la pluma escriba lo que con tanta viveza se presenta a mi imaginación. Forzando, sin embargo, esta mi inclinación natural y justa, diré, para beneficio del lector   —7→   lo menos que pueda de mi persona, y pasando rápidamente los insignificantes pormenores de aquella madrugada, referiré solamente que al regresar con la música vi a Remedios, que la saludó de un modo imperceptible, que noté su admiración por mi azafranada envoltura, y que llegando a la plaza, la música se instaló en rueda cerca de la iglesia y tocó hasta las siete de la mañana.

Ya el lector (apasionado de las novelas como debe de ser para tener en sus manos la presente), adivinó sin duda que aquel día era el 16 de Setiembre; y digo que lo adivinó, y cierto estoy de ello, porque chico en lo chico y grande en lo grande, así se celebra la aurora de ese sol en toda nuestra nación, por un acuerdo tácito de once millones de pareceres, que han convenido en que nada hay mejor que el repique de campanas, redoble de tambores, estruendo de cohetes y bufidos de latones.

Sea de esto lo que sea, el caso es que mi pueblo y yo estábamos contentos como nunca, y hasta admirados de la gracia y maña que la comisión del Ayuntamiento se había   —8→   dado para arreglar los festejos con acierto y aun con cierta novedad. El templete, colocado en el portal de los Gonzagas (único en su género), no tenía por fondo dos sobrecamas, como en el año anterior, sino las cortinas del altar de las Ánimas, que el señor cura prestó a la comisión bondadosamente; en el centro se veía el retrato del Padre Hidalgo, asentado sobre seis bayonetas artísticamente cruzadas en forma de abanico, y rodeado de banderitas tricolores de papel; a los lados del cuadro y a una vara de distancia, colgaban dos anchas fajas con los colores nacionales, y coronando el retrato del Libertador desplegaba atrevidamente las alas una águila de papel recortado, pintada por el maestro de escuela, que para esto de mojar los pinceles era un primor y se perdía de vista; y por último, a ambos lados del águila y en papeles de colores fuertes, se leían dispersos los nombres de Morelos, Allende, Abasolo, Mina, Rayón, Galeana y cuantos más análogos hubo el ilustrado dómine al alcance de su feliz memoria.

Tal como lo rezaba el bando, a las nueve   —9→   de la mañana me presenté en la casa municipal y sala de cabildos, para acompañar a las autoridades al paseo cívico de costumbre. El maestro de escuela estaba ya en su puesto, conteniendo y atajando con fruncimientos de ceño y aun con ciertas airadas voces, la natural tendencia de los chicos al desorden, los cuales formaban en tiradores, apoyado un extremo de la línea en la puerta de la sala del Ayuntamiento. La murmuración hizo cundir en aquella indisciplinada tropa el descontento, pues alguno de ellos expresó la idea de que si Pepo García llevaba la bandera, lo debía a que era sobrino del Jefe político. De allí el culebreo de la línea, que apenas podía moderar la constante trompeta del irritado pedagogo.

Poco tardó en llegar el Jefe político Don Jacinto Coderas, vestido de negro con una levita que no cesaba yo de mirar, como se ve al único competidor temible; en seguida, se presentó, dándome bondadosamente la mano, mi vecino Don Justo Llamas, cubierta la ancha calva con antiquísimo sombrero de seda y copa, prenda que sólo tomaba sol en   —10→   días de grande regocijo; asomó después su hermano Don Agustín, y casi juntos penetraron en la sala el Recaudador de Contribuciones, el Administrador del Correo, los dos Gonzagas del portal, el Presidente del Ayuntamiento y cinco concejales, incluso el síndico Don Abundio Cañas.

Pasó un buen rato, durante el cual el síndico hablaba en tono resbaloso como piel de gato, con el Jefe político, en esa entonación que parece que trata de rozar blanda y flexiblemente la nuca del que escucha. Esto me parecía desde entonces adulación indirecta y disimulada. Los demás asistentes fueron poco a poco formando un círculo en derredor del representante del Poder Ejecutivo, y aun me parece que yo sonreía discretamente, haciendo coro a los circunstantes, cuando el señor Coderas decía algún donaire o algo que tal nos quería parecer.

-Y este maldito Severo que no parece, cuando debiera ser el primero en llegar. Se impacienta uno con justicia, puesto que sin él no hay nada. Sería bueno mandar un recado; y si por accidente está enfermo, que   —11→   nos remita el discurso. Esto es: aquí Juanito subirá a la tribuna y lo leerá, que al fin tiene buena voz y es muy expedito para eso y mucho más.

Yo me puse verde al oír tal propósito y protesté en términos respetuosos. ¡Cómo había de leer una obra ajena! Además, la leería muy mal, porque Severo tenía malísima letra.

-Pues no, señor, no hay remedio; Juanillo nos hará el favor...

Pero gracias a Dios, Severo llegó a este tiempo con el cabello muy asentado, la ropa aderezada convenientemente y el aire grave de su eterna y fastidiosa pedantería, y todos callaron para saludarle.

Otros vecinos distinguidos del pueblo habíanse agrupado a la puerta, y numerosos ciudadanos de arado y yunta esperaban en la plaza. Eran las diez en punto cuando el Sr. Comandante Don Mateo Cabezudo se presentó en la sala, vestido de paisano, y llevando en la raída solapa una medalla plateada y una cinta, claros blasones de su valor y sus servicios. Saludó cortésmente al   —12→   Jefe político y demás personas, y preguntó:

-¿Ya estamos listos?

-Parece que sí -contestó Coderas.

-Pues vamos.

Y el Comandante se dirigió a tomar la bandera que estaba sobre la mesa.

Y aquí fue Troya.



  —13→  

ArribaAbajo- II -

El pueblo y sus gentes


Si el lector quiere conocer el teatro de estos notables sucesos, no tiene sino llegarse al Río de los Venados, cruzarlo en el paso del Aguilar, dos leguas abajo del rancho de la Guayaba, subir un poco por la margen derecha, y al encontrar el arroyo del Pedregal que confunde sus aguas con las del río, subir y subir hasta una media legua por entre los frescos bosques, que llegan hasta el pequeño y pintoresco vallecito en que San Martín se asienta.

Ignoro por qué esta cabecera de distrito no figura en las cartas geográficas del Sr. García Cubas, ni en los numerosos tratados   —14→   de Geografía mexicana que se han publicado hasta hoy; pues tanto su condición administrativa de cabecera, como la importancia que se ha granjeado en la política, hacen de aquella omisión un error garrafal, si es error, y una injusticia palmaria si es desprecio. Pero el pueblo existe, como existo yo, que en su parroquia tengo mi fe de bautismo; y me creeré el más afortunado y útil de sus hijos, si este libro puede vindicar sus fueros, y sacarle de la oscuridad en que con mengua de la verdad geográfica e histórica yace hundido.

Al salir del bosque que sombrea al arroyo del Pedregal, hay dos eminencias a ambos lados del camino, que de pronto no dejan ver el pueblo; pero andando tres minutos más, se pasa entre ellas, y hétenos de manos a boca con San Martín de la Piedra. A la entrada, casucas de paja que forman una calle irregular; después casas de mejor apariencia, algunas blanqueadas y todas cubiertas con tejas rojizas, y en seguida calle empedrada, estrecha, y formada por dos hileras de habitaciones más confortables y cucas   —15→   que las otras, aunque siempre en mayoría el rojizo tejado. Se entra en la plaza, y desde luego se ve una fuentecilla en el centro, circundada de mujeres del pueblo que van por agua y se pierden las horas en charlas animadas por más o por menos. Al Norte se levanta el primer edificio de la cabecera: la Iglesia, con su pequeño atrio sobre la plaza; al Occidente la tienda y portal de los Gonzagas, comerciantes fuertes en concepto del pueblo; al Sur la Jefatura y la tienda de Arenzana, español enemistado con aquellos; y al Oriente el caserón destartalado, que dividido en dos salas, ocupan por una parte el Ayuntamiento y por la otra el maestro de escuela con su alborotadora gentecilla. De la plaza, rumbo a Oriente, la misma gradación, en sentido inverso, comenzando con casas de adobe y teja, y concluyendo con las humildísimas de paja.

El arroyo pasa al Sur del pueblo y tuerce luego a la izquierda, pero tan cerca, que casas hay que se ven en peligro cuando las lluvias de la lejana sierra aumentan el caudal de la cristalina corriente. Y entonces es de   —16→   verse el afán del Ayuntamiento para salvar vidas y haciendas del siniestro; y de aquel accidente sale materia para conversaciones y comentarios que duran todo el tiempo de aguas, en la tertulia de D. Justo Llamas o en la que los domingos por la mañana se reúne en el portal después de la misa.

Hacia el lado del arroyo se carga más, sin embargo, la población; de suerte que a aquella parte viven unos mil y pico de pedreños, y sólo unos seiscientos en el Barrio de las Lomas; pero en cambio, los de las Lomas se creen más civilizados que los del barrio del Arroyo, aunque son más débiles, y de estas diferencias y vanidades, nace una desavenencia entre los buenos moradores de San Martín, que ha estado varias veces a punto de producir una diablura cualquiera.

Pero en aquel tiempo había un hombre que tenía el privilegio de calmarlos ánimos, y de unirlos en su imperiosa y dura voluntad, y este tal era el Sr. Comandante Cabezudo.

Era Don Mateo hombre de sólida arquitectura, ancho de hombros, moreno y quemado   —17→   de piel, frente estrecha y como moldeada en su sombrero jarano, ojos taimados, y duro de semblante por las anchas cejas y recio bigote entrecano que le caracterizaban como para no consentir en que aquel hombre fuese nunca confundido con ningún otro de los seres vivientes. Nacido de una mujer del pueblo, que solía desempeñar en mi casa los oficios de lavandera (y esto no es rebajarle), tomole mi padre alguna afición, y le enseñó a leer y a escribir cuando ya pasaba de los veinticinco años, tratando de colocarle después en la tienda de Gonzaga, padre de mis conocidos; pero un día cayó de leva Mateo, y se vio en el caso de tomar las armas, no sé (ni él tampoco), si en favor o en contra de Su Alteza Serenísima. Pasados algunos años, volvió a San Martín con presillas de cabo, después de haber conocido todo el mundo, según me contaba más tarde, cuando yo andaba en los siete abriles, y me daba el tratamiento de niño por vía del respeto que siempre tuvo a mi padre, muerto ya en ese tiempo. Se dedicó a los oficios del campo, sin maldita la gana de volver a la   —18→   interrumpida carrera de las armas; pero su conocimiento del mundo y las penalidades que le afligen, su renombre de valiente, que nadie negaba porque él lo decía, y su calidad de militar, en lo cual era único en San Martín, comenzaron a darle cierta superioridad sobre los rudos habitantes del barrio del Arroyo, cuyos fueros defendía con ferocidad en el Ayuntamiento, pues a concejal le elevaron aquellos en una de tantas elecciones.

Un nuevo movimiento revolucionario llegó a sus noticias, y sintiéndose inspirado por el dios del éxito, armó de machetes y garrochas a una docena de pedreños, tomó de propia autoridad el grado de teniente, salió de San Martín, y se incorporó a la primera fuerza organizada que encontró a su paso, sin averiguar si era de tirios o troyanos. Creo que nunca llegó a saberlo; sólo supo que triunfó su partido, que hizo maravillas de valor y estrategia, y que volvió a San Martín un año después con el despacho de Comandante de Escuadrón, de autenticidad no comprobada, y con el nombramiento de recaudador de contribuciones que atrapó sabe Dios cómo.

  —19→  

Ya se comprenderá cuánto creció su importancia en el barrio del Arroyo; pero su influencia llegó a ser decisiva, cuando por no sé qué hablilla, abofeteó en la plaza al jefe político, el cual a poco fue sustituido con otro que trató de ganarse la voluntad de aquel hombre temible. Entonces ya era yo un muchacho aprovechado en primeras letras, y recuerdo bien que los Gonzagas, los Llamas, el español y demás gentes visibles del barrio de las Lomas, comenzaron a hablar muy bien del Comandante y a llamarle a sus tertulias, difundiéndose así la influencia de Don Mateo por todo San Martín. Posteriormente, los Jefes políticos que se sucedieron fueron amigos forzados del militar, y establecieron la costumbre de cederle el honor de llevar la bandera en las fiestas nacionales, atenta su calidad de soldado y la circunstancia de ser él una gloria pedreña, de que el pueblo y aun el distrito estaban verdaderamente envanecidos. Razones eran estas de mucha cuenta y peso; pero había además, la de que Don Mateo aporreando a dos o tres personas, después de aquel Jefe político,   —20→   cobró renombre de valientísimo; y la de que en cierto reparto de tierras y algunos asuntos de desamortización logró tan buena y principal parte, que los mismos Gonzagas se consideraban pobres a su lado.

El Comandante no era un hombre malo de entrañas ni mucho menos; protegía a la gente buena de San Martín y también a la mala, por natural generosidad y sin reparar en quiénes la merecían y quiénes no. Su dicernimiento moral era o romo o apático, y tenía por iguales a todos sus conterráneos, favoreciéndolos o golpeándolos sin distinción de ningún género. En el fondo, su preponderancia brutal sobre San Martín le parecía lo más natural y puesto en razón que pudiera darse, y tenía la convicción más profunda de que debía ser él Jefe político del distrito, a lo cual aspiraba eternamente, y de que el gobierno del Estado no le nombraba (aunque gozaba de consideraciones), por el temor natural de la influencia que en San Martín ejercía.

En los días a que mi narración se refiere parece que el Gobierno más hostil que nunca al Comandante, aunque dándole ostensibles   —21→   muestras de confianza, se había propuesto hacer sentir su acción en aquel lejano Distrito; y con esta mira enviole como Jefe político a Don Jacinto Coderas, también Comandante de la guardia Nacional, hombre duro si los hay, y de pocas o ningunas pulgas, mala fama y peor catadura, que según las misteriosas y reservadas hablillas, tenía instrucciones del Gobierno para someter de grado o por fuerza al cacique. No se veían bien los dos comandantes, y ambos parecían dispuestos a reventar el mejor día, aunque Don Mateo en más de una ocasión dio muestras de prudencia, con mengua de su fama, y satisfacción cuidadosamente ocultada del barrio de las Lomas.

Tres meses iban corridos de tal situación, y ya Don Mateo hablaba sin embozo de las arbitrariedades de Coderas, tanto como Coderas de las que Don Mateo cometía, abusando de la sumisa condición de los pedreños. Nunca San Martín las había visto tan gordas. Los de las Lomas se frotaban las manos muy en reserva; los del Arroyo estaban rabiosos y provocativos.

Algo grave tenía que suceder.



  —22→  

ArribaAbajo- III -

Suceso grave


Por aquellos días andaba la política descompuesta y la situación delicada, en virtud de que el descontento cundía en las poblaciones más importantes del Estado; la tempestad se anunciaba con un murmullo sordo, y el mar revuelto de la opinión pública iba alzando olas que alteraban, aunque débilmente, el tranquilo estero de San Martín. Más de una vez oí en la tienda de los Gonzagas la voz profética de Severo, que con humos de sabio previsor, creía y afirmaba que antes de mucho se armaría la bola; que el distrito X no soportaba a su Jefe político; que el Distrito Z se moría de hambre por la escasez de maíz, y sin embargo, no se   —23→   disminuía el impuesto sobre el arroz que era su único ramo de explotación; que en el Congreso el Lic. Pérez Gavilán iba minando y minando, al grado de que contaba ya con una mayoría dispuesta a encausar al Gobernador cuando las cosas estuvieran en sazón; que dos Jefes políticos acababan de ser removidos por sospechosos y sustituidos con personas que no servían para maldita la cosa; en una palabra, que la bola se armaría antes de mucho.

Debo decir con franqueza, que Severo me era profundamente antipático, de una manera invencible, para lo cual tenía yo motivos que voy a confesar, aunque algunos me causen rubor. Gozaba yo en el pueblo de tal cual reputación de muchacho ilustrado, al extremo de haber sido alguna vez secretario interino del Ayuntamiento, con aplauso de este respetable cuerpo, quien, sin embargo, hubo de nombrar propietario a un primo de la esposa del Jefe político, porque éste así lo dispuso. Tenía yo una hermosa letra inglesa, de la que había en aquel tiempo poquísimos ejemplares, y solía yo poner las   —24→   primeras palabras de las actas con letra gótica que no dejaba que pedir. Además, me sabía como el Padre Nuestro la gramática de Quiroz, la Aritmética comercial que era texto en San Martín, y había leído diez o quince veces el Instructor y otras tantas el Periquillo; con todo lo cual tenía formado un caudal de instrucción, que abrazaba retazos de ciencias naturales, tajadas de Historia, girones de Geografía, y aun ciertos mendrugos de Náutica y Derecho natural.

Ahora bien; a pesar de todo esto, Severo me miraba siempre desde arriba, como si estuviera encaramado en la torre de la Iglesia y yo metido en el fondo de un pozo; y lo que más me irritaba era la buena fe visible con que se suponía superior a mí. Y lo cierto es que cuando estábamos en el mismo corro, hablaba él sin reparo, con la voz reposada y calmosa de siempre, y con su eterna persuasión de decir grandes cosas, mientras yo me sentía encogido y guardaba vergonzoso silencio; y por más que yo me esforzaba en declarar interiormente que aquel fatuo era un ignorante, le admiraba en realidad   —25→   y le envidiaba, sobre todo sus conocimientos literarios, que a pesar de mi resistencia me cautivaban, y avivaban en mi alma el corrosivo veneno de la envidia. En verdad nada sabía, pero tenía ese desplante para decir desatinos, que aun en nuestra culta capital se sobrepone con frecuencia a la verdadera instrucción y al positivo talento.

No me lo hacía menos antipático su físico. Era hombre como de treinta y cinco años, bajo de cuerpo, de menguada frente, mirar soñoliento, labios delgados rodeados de escasos y gruesos pelos semirrubios, y piernas más que medianamente encorvadas, que movía en paso largo, lento y acompasado, como correspondía a un hombre de sus talentos y fama. Aunque todo el pueblo tenía por él sentimientos a los míos semejantes, era bien aceptado en todas partes: paradoja que se comprende fácilmente, con sólo saber que era el tinterillo de San Martín. Nada menos que seguía un pleito contra el tendero español y como apoderado de los Gonzagas, por no sé qué negocio que ambas   —26→   casas comerciales hicieron en participación.

Tal era el hombre que anunciaba la proximidad de la bola, y que en el día de la patria tenía el alto encargo de hablar al pueblo.

Realmente, las noticias de la capital eran alarmantes, y se sabía que las remociones de empleados se hacían frecuentes, como sucede siempre que llega a las alturas del poder el rumor de próximas borrascas. En San Martín, mientras tanto, se procuraba no tener opinión por lo expuesto que es formularla antes de que se sepa el resultado probable del negocio; pero yo que oía las conversaciones y atisbaba las palabras y los gestos, y aun alguna descuidada franqueza, me persuadí desde entonces de que en este país la opinión está siempre en favor del desorden, de donde diere, y sin necesidad de averiguación, a verdad supuesta y buena fe guardada.

Oyendo aquí y platicando allá, un día en el portal, otro en el atrio de la iglesia, una noche en la tertulia de los Llamas, fui formando un conjunto de noticias, suposiciones y comentarios que me dieron la suficiente   —27→   instrucción en esta especial chismografía que se contagia, que embriaga y que envicia. Poco tiempo bastó para que yo le tomara afición decidida, y solía ya con frecuencia meter mi cucharada en glosas y profecías.

Era un hecho: el licenciado Pérez Gavilán era un grande hombre; por supuesto; como que la iba a armar contra los abusos y desmanes del poder. Era sin duda un grande hombre, digno de regir los intereses del Estado. El Gobierno deseaba arrojarle del Congreso; pero no había manera de conseguirlo, y además se temía que tal proceder hiciera estallar la mina. Estaba de acuerdo con tres militares de importancia; ¡no cabía duda! El Jefe político del distrito H. era su compadre: luego el distrito era suyo en cuerpo y alma. No había que calentarse la cabeza, la revolución comenzaría antes de un mes.

Y en cuanto a la parte de San Martín, clarito se veía que el Gobierno, conociendo que no contaría con el Comandante Cabezudo, había enviado a Coderas para tenerlo a raya. Pues ahí está el motivo de sus sordas hostilidades. Don Mateo, podía apostarse   —28→   a que estaba ya de acuerdo con el gran Pérez Gavilán y con el General Baraja, a quien el otro confiaba la parte militar del asunto.

Por supuesto que de todas estas indudables hipótesis tomaba yo nota en un corro para soltarlas en otro; mas debo declarar que no hablaba yo de la misma manera entre los de las Lomas que en ruedas del barrio del Arroyo. Ambos, sin desmentir su raza, deseaban que hubiera lumbre, pero los de las Lomas hacían votos interiormente porque a Don Mateo se le llevaran los demonios; mientras los del Arroyo estaban impacientes porque su jefe diera la voz de alarma para ponerse a su lado y entrar en la zambra. Yo no tenía color determinado, y era por lo mismo igualmente aceptado por unos y otros; pero comenzó a divulgarse mi inclinación a Remedios, y esto sobró para que en mi presencia se hablase con cuidado de no lastimar ni remotamente a Don Mateo. Lo comprendí y no quise hacer tan mal papel entre los de las Lomas; dejé de frecuentar el portal; pero procuré que tampoco me tomasen por enemigo. Tal era la delicadísima   —29→   situación de San Martín cuando llegó el 16 de Setiembre, que como antes he dicho, se celebraba aquella vez con nuevo y no conocido lujo. Y sabido todo esto por el lector, calcule la trascendencia del desgraciado suceso del aquel día, que pasmó, confundió y alarmó al ya asustadizo vecindario.

Fue el caso, que habiendo tomado la bandera Don Mateo para presidir el paseo cívico de costumbre, Coderas se interpuso en su camino, se la quitó de las manos, y con voz desde luego irritada, dijo:

-Esto me toca a mí.

El héroe de San Martín se quedó de pronto estupefacto, más que de corrido, de admirado al encontrar hombre capaz de cometerle desacato tan inverosímil. Pero en seguida la sangre acudió agolpada a su cabeza, manchósele el semblante de un color rojo amoratado que lo dio un aspecto de ferocidad espantosa, y cerrando los puños gritó:

-¡A Vd.!... ¡Cómo a Vd.!

Coderas estaba ya en la plaza.

-Sí, señor -replicó-; yo soy la primera autoridad política del distrito.

-¡Y yo!...

  —30→  

-¡Vd. aquí no es nada!

Y el Jefe político, haciendo un gesto de grosero desdén, inició la marcha grave y pausadamente al son del tambor, y suavemente acariciado por el lienzo tricolor que el viento echaba sobre su cabeza. Cuando Don Mateo quiso lanzarse sobre él, según su costumbre, dos o tres amigos suyos y yo le detuvimos, procurando calmarle.

Los asistentes se habían quedado de una pieza, deseando en su mayoría convertirse en ratones y escapar por cualquier agujero para no verse en el fatal compromiso de quedarse con el Comandante o seguir a Coderas; pero su vacilación no podía ser larga, porque el Jefe político se iba alejando, y los más tomaron el partido de ir con él. Los Llamas creyeron encontrar el medio justo: saliendo de la sala, se escurrieron pegados a la pared hasta la esquina, y tomaron a buen paso el rumbo de su habitación; resultando de aquí que Don Mateo creyese que habían ido con Coderas, y éste que se habían quedado con aquél.

Yo no me moví... por no moverme.



  —31→  

ArribaAbajo- IV -

Los festejos


Aquella situación embarazosa duró poco, pues D. Mateo empujado por su fiera cólera salió de la sala municipal, vociferando y agotando en sus palabras cuanto la germanía de cuartel tiene de más enérgico y vigoroso; de tal suerte, que de los diversos grupos de gente que había en la plaza, buen número de personas se aglomeró tras él, para informarse de lo que lo ocurría y acompañarlo a su casa.

Yo, no sabiendo que hacer, no hice nada, y me quedé en la sala estupefacto y atado por tan imprevisto y grave acontecimiento, hasta que vino a despabilarme una voz conmovida que dijo a mi espalda.

  —32→  

-¡Qué feo ha estado esto!

Volví la cara y me encontré frente a Bermejo, el Recaudador, hombre ligado con cierta intimidad a Don Mateo; pero que cuidaba como cosa propia el empleillo y trataba siempre de nadar entre dos aguas. Entramos en serias consideraciones sobre el caso, y Bermejo llegó a decirme que aquello había sido una imprudencia del Jefe político, y que el Comandante no se quedaría con el desaire que públicamente recibiera. De fijo que más tarde asentó en algún corro lo contrario; pero a mí, no tuvo reparo en manifestarme con su franqueza de costumbre, que concedía en todo la razón al tío de Remedios.

Llevábamos larga la hebra, cuando apareció por la esquina, el irritable Coderas con su comitiva, precedida por la extensa columna de chiquillos de la escuela. El paseo concluía y tuvimos que apresurarnos para llegar al portal antes de que Severo comenzara su discurso cívico; pero toda nuestra prisa no nos sirvió más que para tomar lugar entro el pueblo que se apiñaba en derredor, pero a buena distancia de la tribuna.

  —33→  

El Jefe político había colocado la bandera en el templete, a un lado del retrato del Libertador, sentándose después, con la gravedad del caso, en el descuadernado sillón presidencial. Las demás autoridades ocupaban las pocas sillas que rodeaban el altar de la patria y la gentecilla menuda de la escuela se había de propia autoridad posesionado de unas cuatro bancas que la previsión municipal agregara para los particulares.

Un campanillazo seco anunció que el orador Oficial se encaramaba en la tribuna; y en efecto, el busto de Severo, tranquilo, serio y dormilón, apareció destacándose sobre el fondo oscuro de las cortinas de las Ánimas.

Si yo hubiese tomado de memoria el discurso íntegro del fatuo tinterillo, quizá no pudiera resistir a la tentación de estamparlo aquí; pero tranquilícese el bondadoso lector: no conservo sino frases sueltas que llegaban a mi oído, cuando el orador, en sus lentas y majestuosas oscilaciones volvía el rostro hacia el lugar en que yo me encontraba. Mi sitio estaba distante de la tribuna, y el orador se volvía hacia él pocas veces.

  —34→  

Tosió, puso el manuscrito sobre la barandilla, derramó una mirada sobre su atento auditorio y lanzó el grito sacramental:

-«¡Conciudadanos!»

Y los conciudadanos se volvieron todo oídos y le miraron de hito en hito.

No pude oír sino palabras sueltas del exordio; pero comprendí que trataba largamente de su insuficiencia y del alto honor que él le había hecho, nombrándole para recordar en aquel día los nombres y hazañas de sus héroes al olvidadizo pueblo de la Cabecera. Con frecuencia miraba, sin ver, un punto vago del espacio o la barandilla de la tribuna atisbando el primer renglón del párrafo que debía lanzar: se detenía un momento; pero una vez atrapado el susodicho renglón, se lía el párrafo entero, con toda la gallardía que es compatible con el trabajo de hablar de memoria.

Yo aguzaba el oído, pero el ruido de la plaza, en que aquel día había vendimias extraordinarias, y el de los muchachos que, haciendo poco caso de la oración cívica, jugaban a poca distancia al toro y a las cuatro   —35→   esquinas, no me permitía oír cuanto quisiera. Por fin alcancé esta frase:

-«Tres centurias sufrió Anáhuac el yugo ominoso de la tiranía».

El orador volvió la cara y no pude oír más. A poco se dignó permitirme que aprovechara esta otra:

-«Y aquel humilde anciano arrojó el guante a los tiranos, dando el grito de libertad el 15 de Setiembre de 1810».

Más tarde fui más feliz, pues atrapé todo esto:

-«Morelos... Allende... Aldama... Abasolo... Guerrero... Mina... Rayón... Bravo... y tantos y tantos otros, que rogaron con su sangre el árbol sagrado de la libertad».

Esta metáfora me produjo un salto de corazón y cierto encrespamiento de nervios, mezcla confusa de arrebato entusiasta y de invencible envidia. Yo no la habría imaginado. Después la he oído en boca de todos los oradores de portal y alameda, pero de fijo la han tomado del discurso de Severo.

Noté después que la voz del tinterillo decaía, haciéndose como pastosa y pesada. Pasaba   —36→   de media hora el tiempo consagrado a aquel punto del programa, y la oración tocaba a su fin. Severo estaba en el momento crítico en que la elocuencia decae, por ser el que corresponde a las deducciones lógicas de las premisas asentadas. Sin embargo, me parece que Severo ni había asentado premisas ni deducía cosa alguna; aunque puede darlo a entender este otro período que cogí al aire:

«Imitemos a los héroes que a costa de su sangre nos dieran patria.

¡Reunamos nuestros esfuerzos, y levantemos del abatimiento a esta patria bendita tan digna de mejor suerte!»

Aquí abrí los ojos, sorprendido por la novedad de la idea; y aún no acababa de saborear la bonita frasecilla, cuando hirió mis oídos la voz del orador, que a pulmón lleno gritaba:

-«¡Viva la libertad! ¡Viva la independencia! ¡Viva la patria!».

Y bajó de la tribuna.

El Jefe político se levantó del sillón presidencial, llegose al orador, y le dio uno de   —37→   esos abrazos serios, correctos y fríos que se usan en el teatro y demás sitios de comedia; el Juez de 1ª Instancia hizo lo mismo, y tras él los otros circunstantes por orden de jerarquías.

Retireme yo a mi casa, en donde mi madre me esperaba con impaciencia y aflicción, pues tuvo noticia de que ambos comandantes se habían roto sendos huesos en trabada riña, estando yo de por medio; y aun se le aseguró que el pueblo irritado estaría en armas de un momento a otro. Así corren las noticias en los tiempos nublados. Tranquilicela yo, refiriéndole lo ocurrido, y no obstante esto, casi me prohibió salir a la calle.

Hasta las cinco de la tarde obedecí este decreto, y permanecí en casa, pensando ya en las consecuencias del hecho que presencié, ya en lo que sería de Remedios si venía la bola, ya en que la patria, según Severo, era digna de mejor suerte. Esto último me preocupaba más, tanto por la envidia que despertaba en mi alma tan peregrina frase, como porque jamás me había ocurrido que   —38→   aquella tierra y aquellas gentes mereciesen mejor suerte que la que llevaban. Después tanto lo he oído repetir en discursos, y tantas veces lo he leído en artículos de fondo de los diarios, que me he convencido de que es cierto. ¡Vaya usted a oponerse a la corriente de la opinión general!

No se me tilde y note de prosaico (que al fin no invento sino refiero), si digo que por la tarde la diversión patriótica consistía en un alto morillo enclavado en tierra y cubierto con una capa de jabón de pulgada y media de espesor, ¿por el cual habría de subir el desgraciado que quisiera apoderarse de dos pañuelos y un zarapejo que flameaban allá como a ocho metros de altura.

Todos los que asistieron a esta singular diversión lograron lo que yo: un buen rato de aburrimiento y un dolor tenaz en el cerviguillo.

Por la noche volví a la plaza, en donde bajo el nombre de serenata se daba una cencerrada, que a mí no me lo parecía. Algún grupo en el portal, tres o cuatro en la puerta de Arenzana, y varias familias en el   —39→   atrio de la iglesia, componían la concurrencia de gente visible; la invisible llenaba las cercanías de la fuente, y en derredor de ésta, los músicos se envanecían justamente de llevar aquellos pulmones que soplaban sin tasa desde hacía veinticuatro horas.

Senteme yo en el umbral de la sala de cabildos, y me entregué a mis pensamientos. Don Mateo, Remedios y la patria se empujaban en mi imaginación tratando de prevalecer en mis reflexiones. Yo los contenté a todos, ligándolos en mis desvaríos.

-Este disgusto entre el Jefe y el Comandante podría dar lugar y motivo para que la cosa se armara por aquí, puesto que Don Mateo no se quedaría burlado. De seguro que Don Mateo se pronunciaría y el barrio del Arroyo iría tras él; pero tendrían que salir del pueblo, porque Coderas no se dejaría sorprender... ¿Y qué sucedería con Remedios? Este hombre no había de ser tan bárbaro que la dejara expuesta al furor de sus enemigos. ¡Y que éstos eran!... También yo podría cuidarla, y antes me matarían que tocarle un cabello. ¡Oh! en cuanto a eso sí   —40→   que no cabía duda; ¡yo sería un tigre!... Bien visto el caso, la revolución era justa y legítima; se trataba de derrocar la tiranía, y la tiranía es abominable. Yo no sabía cuáles eran los abusos del poder; pero que el Gobierno abusaba, era cosa fuera de toda duda y discusión. ¡Hombre! y es bonito el papel del que acaba con los tiranos; algo hay de eso en el Instrucctor que he leído con particular atención.

-Supongo que me pronuncio; que me persigue Coderas y no me atrapa; me voy a la montaña y allí se me reúnen hasta cien pedreños, armados de cualquier modo. Vengo sobre San Martín; Coderas ha recibido auxilios del Gobierno y me espera sobre las lomas; pero yo le ataco con un brío extraordinario y le arrojo de sus posiciones, le quito las armas, se me pasan sus soldados, y tres días después marcho sobre el distrito inmediato y...

Un estruendo repentino rompió el hilo de aquellos pensamientos que me estaban poniendo nervioso y agitado. Di un salto, creyendo que Coderas reorganizaba sus dispersas   —41→   tropas y volvía sobre mí; pero no había tal: eran las nueve de la noche, y comenzaban a quemarse los fuegos pirotécnicos anunciados en el programa del Ayuntamiento.



  —42→  

ArribaAbajo- V -

Remedios


Volvió cada cosa a su lugar; es decir, el Padre Hidalgo a la Jefatura, la tribuna al salón de la escuela, el águila y los papelones de colores a la gaveta del dómine, a la tienda de los Gonzagas los cajones vacíos que sirvieron de armazón al templete, y las cortinas pasaron del altar de la patria al de las Ánimas.

Púsose también cada persona en su anterior y propio sitio, del cual muchas no quisieran haber salido durante aquel día de tan trascendentales sucesos, y mientras Coderas volvía a la polvorienta oficina, y el pedagogo al ruinoso salón, teatro y santuario de sus   —43→   afanes y sacrificios, los Llamas se dedicaban de nuevo al cuidado del rancho de la Guayaba, por las mañanas, y a las lecturas por la tarde, de las feroces novelas que eran su encanto. El síndico atendió otra vez a la matanza de reses que constituía su ejercicio; el Recaudador continuó en su recaudación, y aun el mismo Severo, no obstante el deslumbramiento que la produjera la conquistada gloria, volvió al Juzgado a roer expedientes, acusar rebeldías y promover recursos maliciosos y frívolos.

Hubo, sin embargo, cosa que quedara fuera de sus naturales y acostumbradas vías, y esta cosa fue la poca sensatez que entre todos los pedreños se pudiera reunir. La tal sensatez, de escaso cuerpo y solidez menguada, no volvió mucho tiempo a encausarse, y usurpó su lugar el frenesí de la curiosidad medio alegre y medio temerosa que se apodera de nuestros villorrios y aun de nuestras ciudades, cuando los hombres de cuenta mal avenidos con el estado de la cosa pública, se proponen armar la gorda para defender los ultrajados derechos del pueblo.

  —44→  

Nadie ponía ya en duda que Don Mateo estaba en inteligencias con el licenciado Pérez Gavilán, con aquel genio inquieto, turbulento y levantisco que era el alma de la bola próxima y que se atrevería con cuanto a su paso se opusiera. El chasco de la bandera era un filón explotable, más bien dicho era una causa determinante sobrada para empujar al rabioso Comandante, sin necesidad de los amaños del revoltoso diputado; pero vino un hecho a concluir la obra, comprobación de que Pérez Gavilán era hombre que sabía sacudir el árbol cuando la fruta estaba madura, primera y principal dote que los agitadores populares han menester. Recibían los Llamas, Don Mateo y Severo, sin haberle pedido ni pagar un centavo de suscrición, el semanario titulado La Conciencia Pública, periódico nuevecito que llevaba dos meses de nacido, y que, dirigido por el jefe de la revuelta, era el órgano autorizado de los descontentos. ¡Qué artículos de fondo censurando las contribuciones y olvidando los gastos de la Administración ¡Qué sonetos pintando los errores de la tiranía y lamentando   —45→   la humillación del pueblo! ¡Qué párrafos de gacetilla, echando en cara al Ayuntamiento de la capital del Estado, los malos pisos de las calles, y tal y cual abuso de un agente de policía.

Pues bien, este periódico en su número diez, correspondiente al trece de Setiembre, y que llegó a San Martín el diez y siete, publicó en primer lugar de su gacetilla el siguiente parrafillo que tomo de la colección que conservo:

     «Lamentable.- El Sr. Comandante Don Mateo Cabezudo, que tan justamente apreciado es en el pueblo de San Martín, se encuentra postrado en el lecho del dolor, a consecuencia de un reumatismo, según se nos asegura. Por el bien de aquella importantísima fracción del Estado, que en el Sr. Cabezudo tiene cifrados su más legítimo orgullo y su más halagadora esperanza, deseamos que el digno y pundonoroso militar recobre cuanto antes la salud».

Don Mateo no había estado en tal lecho del dolor, ni con tales reúmas, y habría podido regalar un poco de salud al Sr. Gavilán   —46→   sin menoscabo de la suya; pero esto importaba un comino a las intenciones aviesas de La Conciencia Pública. Y es un hecho que yo verifiqué después, que el percance de la bandera y este maldito párrafo, fueron causa de que Don Mateo llegara a comprender de un modo claro, que el pueblo estaba oprimido y que él debía ayudarlo a sacudir el ominoso yugo de la tiranía, como se dijo en la proclama que días después escribió esta mano pecadora.

Algunos pedreños, en desproporcionada minoría, lamentaban y temían los desórdenes con que se veían amagados; y esos eran en primer lugar, los que tenían que pagar los gastos de la revolución, y en segundo los que tenían que seguirla, improvisando instintos belicosos. Después de todos estaba yo, que aunque sentía cierto antojo de desorden y de emociones, veía nuevas dificultades para Remedios, y trastorno seguro de mis cálculos y esperanzas respecto a la dueña de mis pensamientos.

Si digo que Remedios era una muchacha tímida, dulce y delicada, no por ello tema   —47→   el lector de juicio, que vaya a tomarme el trabajo de inventar, pintar y adornar una heroína con tubérculos, ni que quiera seguir hijo por hilo y lamento por lamento la historia triste de un amor escrofuloso. No; Remedios valía más que esas desgraciadas heroínas de la tos; lucía sobre la blanca tez de sus mejillas los colores de las rosas que regaba en sus tiestos por la mañana; la roja y ardiente sangre se trasparentaba en sus labios con vivo color; y la redondez escultórica de brazos, hombros, y cuello, todo suave, sedoso y nacarado, revelaba la fresca salud que el ejercicio doméstico engendra y la pureza de las costumbres hermosea. Alta y esbelta, airosa con natural y no aprendida elegancia, habría sido una lugareña en el aspecto, si la fortuna no hubiera puesto en sus negros y grandes ojos, antes rayos de luna que haces de luz solar. Su mirada, en efecto, era dulce y triste y parecía derramar sus resplandores sobra la tersa y pensadora frente: esto es lo que a mí me hizo rendir el alma, y lo que no olvido ni olvidaré jamás. ¿Qué me importaba que se le tachara de no tener la boca   —48→   más pequeña? He leído después en algún libro de Zola que las bocas como aquella son sensuales; pero la verdad es que Remedios era más dulce y afectuosa que ardiente y apasionada.

Cumpliría en Diciembre los 17 años, pero había sido víctima de dolores que la hirieron desde su infancia, abatiendo con cierto modo su espíritu infantil y dándole precozmente reflexión, prudencia y madurez. No haya temor de que, ignorados sus padres, resulte luego hija del Sultán de Marruecos en la penúltima página de este libro; nada menos que tal cosa: sus padres eran, y bien lo sabía San Martín, Doña Andrea Cabezudo, hermana ya difunta de Don Mateo, y Don Camilio Soria, Jefe político que fue del distrito, años atrás, y que encontró modo y coyuntura de dar al traste con el brillo no empañado del claro linaje de los Cabezudos.

Cuando la niña vino al mundo, Don Mateo era Mateo a secas, y por tanto no tenía el deber de indignarse, ni quizá el derecho.

Soria dejó la Jefatura cuando el Gobierno lo tuvo a bien, y se ausentó de San Martín   —49→   sin volver a acordarse de Doña Andrea ni de su hija, pero durante su administración hizo tales y tan rigurosas economías, que al salir del empleo tenía comprada una regular finca de campo a diez leguas de la cabecera, y a ella se retiró para gozar tranquilamente del fruto de sus afanes y privaciones. Andando y rodando el tiempo, Soria contrajo matrimonio con una mujer que a poco resultó una harpía celosa y endemoniada, la cual logró dominar con absoluto imperio a su marido, que en verdad y en justicia era otra fiera. Murió Doña Andrea, dejando a Remedios de cinco años, y la harpía, en odio a Don Mateo, y por una aberración de los celos, cuyo estudio remito a los psicólogos novelistas, obligó, apremió y forzó a Soria a que recogiera a la chiquilla, quizá para vengar en ella el desliz de su marido.

Cinco años sufrió Remedios los más atroces tratamientos de la peor de las madrastras, sometida a duros y bajos oficios, soportando constantes y envilecedores ultrajes, a ciencia, paciencia y aun gusto del monstruo   —50→   que tuvo por padre; y a tal grado bajó la condición moral de la desventurada niña, que llegó a ver como cosa común y corriente aquella vida miserable, y aun a creer de buena fe que no era acreedora a otra mejor, ni debía aspirar a conseguirla.

Pero he aquí que Mateo se torna Don Mateo, y adquiere por ende la obligación de tener vergüenza y el derecho de lucirla; ya monta buenos caballos, abofetea Jefes políticos, posee terrenos y tiene medallas; ya lee periódicos, y platica tú por tú con los más empingorotados personajes del pueblo; no puede menos que indignarse al recordar el ultraje de su nombre clarísimo, y despertando en él con mayor viveza el fondo de bondad de su brusco carácter, siente amor a la pobre niña que conoce apenas y cuyas desventuras oye contar alguna vez.

Pensarlo y hacerlo, todo fue uno; que en hombres tales no cabe poner distancias entre el propósito y la ejecución. Cala el jarano demás galones, apercibe las armas, y montando en el retinto quemado, se dirige al pueblo de San Jerónimo Rioseco, en donde   —51→   se celebra la fiesta del Santo Patrón a la cual Soria y familia deben de haber asistido. Y como allí están, en efecto, requiere a Soria en plena plaza para que le entregue a la niña; entran en dimes y diretes, salen de tono a las primeras de cambio, y a poco Don Mateo aporrea a su sabor al ex-jefe, da con él en tierra, le enloda, le abruma a coces, y tomando a la niña, se la lleva en medio del estupor general y de las maldiciones infernales de la harpía. He aquí un juicio sobre patria potestad ventilado en pocos minutos, y llevado a término sin complicadas tramitaciones.

Naturalmente, Soria y esposa alimentaron desde entonces un odio horrible contra Cabezudo, y juraron que la niña había de volver a la Hacienda del Roblar, aunque fuera para ello preciso acabar con todo San Martín. ¡Y qué bien la pasaría entonces la mocosa embustera! Por lo mismo que la aborrecían era necesario recobrarla.

Pero ¿no había autoridades en San Martín? Sí tal, y se dio poder especialísimo a Severo para acusar a Don Mateo de todos los   —52→   delitos imaginables y exigirle la devolución de la niña; pero cuando Severo registraba el Álvarez y El Litigante instruido con más empeño, buscando en ellos la acción procedente, y preparando impertinentes recursos para la sazón y tiempo oportunos, el Comandante le envió un recadillo duro, que le hizo renunciar el poder. Era aquel un artículo de previo pronunciamiento no provisto por los autores.

No pudo el tiempo gastar los filos del odio implacable de Soria y esposa hacia el Comandante, y mes por mes y día por día, juraban a voz en grito que le habían de quitar a la mocosa desvergonzada, y tomarían de él la venganza correspondiente al agravio. Y como Soria era un mal hombre, con cierta gente de su parte y bastante fama de temible, la pobre niña vivía siempre con sobresalto, y yo no las tenía todas conmigo.

La revolución era peligrosa en aquellas circunstancias; y tanto pensé sobre esto, que un día acabé por imaginar el más singular desatino: casarme con Remedios en una semana. Burlose mi madre de tal pensamiento   —53→   de pronto, pero llegó a enojarse cuando le tomó por lo serio, al comprender la formalidad de mi consulta. Estaba ella más que yo enamorada de Remedios; pero nos tenía por un par de muñecos, incapaces de juicio y sensatez. Dime yo a pensar sobre la oposición de mi madre; declaré y resolví que aquello no era sino el amor maternal revelado contra otro amor que le inspiraba celo: y como supiera que Don Mateo miraba con buenos ojos mi inclinación por su sobrina, un día me entré en su casa algo pálido y tembloroso, y por estudiar mucho la manera de declararme, hube de espetarle de golpe y porrazo la declaración más breve, franca y brusca de mi amor a Remedios.

A fuer de buen militar, el Comandante sufrió el asalto sin inmutarse y entró en materia.

No le parecía mal, si ambos nos queríamos, y si la señora (mi madre) estaba conforme. Antes que nada era necesario el acuerdo de la señora. ¿Contaba yo con él? Corriente; pues no habría dificultad. Pero en esos días las cosas andaban mal; esperaríamos   —54→   un poco. ¡Canasto! Al fin éramos ambos muy jóvenes y podríamos esperar años enteros. Las cosas se arreglarían pronto y bien, y entonces serían de otro modo; porque así debían ser. Por otra parte yo no era nada hasta entonces, y un hombre debe hacerse algo antes de casarse; por ejemplo, recaudador de contribuciones. Y lo alcanzaría yo, ¡canasto! o el Comandante se quitaría el nombre. Pero bien visto no era necesario aquello, pues al fin era yo hijo de la señora, y eso bastaba, puesto que la señora era para él lo primero, y la memoria del señor (mi padre) tenía un lugar en su corazón... Sin embargo, era mejor esperar un poco, que las cosas andaban mal.

Me di al demonio con esta conversación, de la cual nada saqué en limpio, sino que Don Mateo estaba en un período de vacilaciones que revelaba la agitación interna que le dominaba.



  —55→  

ArribaAbajo- VI -

«La Conciencia Pública»


EDITORIAL.- «El pueblo, en ejercicio de sus inalienables derechos, por tanto tiempo conculcados, ha resuelto al fin romper las cadenas de la odiosa tiranía de los magnates que han creído ser dueños del país y que han querido tratar a los ciudadanos como a un rebaño de ovejas. Este resultado venía preparándose desde hace tiempo, y parecía que los mismos interesados en contenerlo se empeñaban en precipitar los acontecimientos que vemos hoy realizados. El pueblo reivindica sus derechos usurpados, y sigue a los pundonorosos caudillos que le enseñan el glorioso camino de la libertad. Cada uno   —56→   de esos heroicos hijos de las montañas, que secundando el Plan de Venta-quemada, abandonan el hogar para acudir en favor de la dignidad nacional vejada, colocarán sobre su frente los inmarcesibles laureles que se ciñen los héroes, o la corona de siempre de los mártires».

Así comenzaba, continuaba y terminaba el editorial, el artículo de fondo que La Conciencia Pública llevó a San Martín en su mero 14, correspondiente al 10 de Octubre de aquel año, y que puso en todos los ánimos suspensión y espanto. Los tres ejemplares que se recibían en la cabecera, iban de una a otra casa para ser leídos en voz alta, enmedio siempre de un considerable grupo de personas. Muchas de ellas seguían al ejemplar en su peregrinación, para oír tres y cuatro veces aquellas estupendas noticias y la altisonante jerga en que estaban escritas.

Y había otro documento que comenzaba así:

     «Plan libertador.- He aquí las bases y programa de la revolución iniciada por el ilustre   —57→   General en la ranchería de Venta-quemada.

»Los suscritos ciudadanos, reunidos para deliberar sobre la situación que guarda el Estado, dada la apatía de los hombres que le gobiernan, y el ultraje constante que sufren los inalienables derechos del pueblo.

»Considerando: que el Gobierno del Estado, ha conculcado esos derechos, sin respetar los que garantizan nuestras leyes constitutivas, despreciando toda ley y todo... etc., etc.»

Seguían diez considerandos, que terminaban con cinco o seis declaraciones relativas a la supremacía de las leyes constitutivas, por centésima vez declarada y proclamada; y a la organización de la zambra, de la que era Jefe el general aquel de que hablaba La Conciencia. Los derechos del pueblo quedaban en el Plan bien aseguraditos contra toda conculcación, y diez veces reconocida su calidad importantísima de inalienables. La soberanía quedaba devuelta al mismo caballo blanco, el sufragio «venerado en el santuario de las urnas de la libertad», y las contribuciones   —58→   maldecidas para lo porvenir; pero sustituidas en tanto por los préstamos forzosos, en virtud de las imperiosas necesidades de la revolución. Muy bien hecho: al que quiera azul celeste, que le cueste.

Pero quizá más que lo que copiado fielmente llevo, asombraban, movían y agitaban a los ciudadanos de San Martín algunos parrafitos de gacetilla, que quiero trasladar aquí para mejor ilustración del que lea.

«Inicua arbitrariedad.- Se ha librado orden de aprehensión contra el ilustre diputado Lic. José I. Pérez Gavilán y sus tres valientes compañeros, sólo por el grave delito de haber sostenido incólumes en el Congreso del Estado, su dignidad y los fueros de la ley. La indignación pública ha llegado a su colmo. Los diputados perseguidos se han ocultado por temor de ser víctimas de un atropello».

«Adelante.- El General Baraja al frente de seiscientos hombres se mueve ya sobre la cabecera del distrito de X. El Jefe político ha abandonado la población, según se dice. El cabecilla indígena Juan Pablo   —59→   secundado el plan con cien hombres de la Ciénega».

Con fecha posterior y con caracteres borrosos e ininteligibles, acompañaba al periódico el necesario alcance.

«¡¡Atentado inaudito!! - ¡¡La Prensa amordazada!! - ¡¡Un redactor vejado!!... etc., etc.»

Así comenzaba aquella hoja que me rehúso a copiar por su extensión excesiva. Baste saber que refería menudamente cómo el día mismo en que saliera a la luz pública el último número de La Conciencia, la policía invadió la imprenta y redacción, atrapó al gacetillero, que no pudo, como sus compañeros, ponerse a tiempo en cobro, y le condujo a chirona como responsable de artículos subversivos. Refería también, que la imprenta había sido embargada por supuestos acreedores, y mandamiento de un juez dócil y acomodaticio; terminando por manifestar que, resueltos a proseguir en la defensa del pueblo, no callarán a pesar de los atentados de que eran víctimas, y que La Conciencia continuaría apareciendo, aunque menguada   —60→   y con borrones, en la pequeña y deficiente imprenta que habían habido a mano.

Si el lector ha vivido en algún San Martín de la Piedra, tendrá acaso por excusada demasía la pintura de lo que en aquella ocasión pasaba en mi pueblo. ¿Quién no ha visto en casos tales al Jefe político, Ponerse serio y engestado, como si cada vecino fuera un revolucionario peligroso, escribir muchas comunicaciones; despachar correos extraordinarios a altas horas de la noche; llamar a las autoridades y a sus parciales, y mostrarse más arbitrario que nunca? ¿Quién no ha visto a los Cabezudos hacerse misteriosos y dar a entender que todo se lo saben y de todo están al cabo; convocar sigilosamente a sus compadres, ahijados sobrinos y demás deudos para exponerles la situación, y asumir una actitud que los haga más y más importantes y temibles? ¿Quién no ha visto a los tibios encerrarse, a los tímidos hacen los enfermos, a los indígenas huir de la leva y a los acomodados del préstamo? ¿Quién por último no ha visto cómo la gente escasea en las calles; que éstas entonces se ven   —61→   frecuentadas por los perros que abundan, que las mujeres van aprisa y que los chicos bullen con mayor contento, como previendo próxima vacación? Pues digan y afirmen todos que vieron a San Martín, a Coderas, a Don Mateo y a todos los pedreños, en aquellos días de apretado temeroso trance.

Como el distrito que tuvo la gloria de ser cuna de la revolución, y de abrazar y comprender en sus términos la ya famosa ranchería de Venta-quemada, era rayano del nuestro, aquella misma noche se aseguraba con pavor que los pronunciados estaban a las goteras de San Martín, sin que faltara al mismo Coderas la simplicidad bastante para ser de los que tal temieron. En tal virtud, desde luego aumentó la guarnición de la plaza con veinticinco hombres tomados de donde a bien tuvo, dispuso retenes, dobló las centinelas, anduvo a caballo, instruyó policía secreta y durmió en la Jefatura, que también hacía de cuartel.

Mi madre me tomó a cargo y no cesaba de sermonearme; me encerró a las seis de la tarde mal de mi grado, y llena de aflicción me decía:

  —62→  

-Hijo, que no salgas; por el amor de Dios que te estés quieto, si no quieres matarme de congoja. Mira que ya anda la leva y que el Sr. Coderas no ha de quererte mucho, por lo mismo que todos te tienen por partidario de Don Mateo. Si te llevan al cuartel me vuelvo loca. ¡Que no salgas!

Yo prometía y juraba no salir de mi casa en ocho días, para calmar la agitación de mi buena madre: pero tenía en realidad el propósito de escaparme a lo mejor, porque resueltamente era preciso que yo hablara con Remedios para saber qué pensaba el Comandante y resolver, sabido, lo que conviniera a la seguridad de aquella niña.

Durante dos días no pude burlar la vigilancia de mi celoso guardián, quien tenía el más escrupuloso cuidado de encerrarme a las seis de la tarde y de esclavizarme y someterme con sus cariñosas súplicas. Pero la tercera noche, establecida la confianza que garantizaba mi sumisión, mi madre entró en su cuarto para rezar tranquilamente sus largas oraciones, y yo me encerré en el mío so pretexto de arreglar las ya atrasadas cuentas   —63→   del rancho que constituía nuestro patrimonio.

Serían las nueve cuando logré separar un barrote de mi ventana, después de cortado por el extremo inferior, de tal suerte que podía volverse a colocar en su sitio sin que fuese fácilmente notado mi delito. Salí, cuidando de no hacer ruido y dejando encendida la vela; cerré por fuera, atravesé la plaza, tomando rumbo a la casa de Remedios; pero para no pasar frente a la Jefatura, y evitar un retén, crucé diagonalmente, pasando por un ángulo de la iglesia. Mas antes de concluir la vuelta que era necesaria para salir a la calle principal, frente a la casa del síndico Cañas me detuvo un obstáculo que me enfrió súbitamente la sangre, pues las circunstancias, la oscuridad de la noche y la soledad de la calle no eran para menos. El tal obstáculo consistía en un caballo que, estorbando con su cuerpo más de la mitad del estrecho espacio transitable, me revelaba la proximidad de un hombre con quien yo no quería encontrarme, y me exponía al peligro de recibir un par de coces si me atrevía   —64→   a pasar por detrás de la bestia. Mas advirtiendo que la puerta del Síndico estaba enteramente cerrada, atrevime a pasar sigilosamente por debajo del pescuezo del animal. Puesta por obra la determinación, creo que me caían tres retenes encima, al oír, que baja y cautelosa, la voz de Soria que hablaba con Cañas. El caballo se echó espantado hacia atrás, cerrando de golpe la puerta a que estaba atado, y yo con no menor susto llegué en tres saltos a la calle principal y doblé la esquina. Mucho me empujaba la curiosidad y aun el legítimo interés a volver a la casa del síndico para procurar enterarme de alguna parte de su conversación, pero un prudente recelo me apartó y distrajo de semejante idea.

Preocupado y temeroso por la presencia del ex-jefe en San Martín a tal hora y en tal compañía, seguí mi camino y llegué sin tropiezos a la casa del Comandante. Llamé suavemente a la ventana de Remedios, y poco después la voz de la niña preguntó:

-¿Quién es?

-Soy yo -contesté en-voz baja.

  —65→  

Abriose la ventana un dedito no más, por donde pude ver apenas uno de los hermosos ojos de la encantadora morena.

-Juan, por amor de Dios, ¿qué haces aquí? -me dijo angustiada-. ¿No ves que te expones a mil cosas?

-Lo veo; pero tus peligros me importan más.

-Yo no corro ninguno, Juan: vete, hazme ese favor por lo que más estimes.

-Sí lo corres -repliqué, hablando con precipitación para ahorrar tiempo-; lo corres sin duda, si tu tío tiene determinado meterse en la bola. ¿Qué sabes de esto? Sólo para preguntártelo he venido.

-Yo no sé nada. Pero, Juanito, te suplico que te vayas. Yo estoy bien; te aseguro que estoy bien.

-Mira -dije para interesarla-; acabo de ver tu padre.

-¡A mi padre! -exclamó espantada.

-Sí; en la casa de Cañas, que es un bribón de marca. Allí se trama algo contra tu tío, y por lo mismo contra ti, es decir, contra mí. Pero dime qué sabes de lo que piense   —66→   Don Mateo, dímelo pronto, pronto, porque no tenemos mucho tiempo.

-Nada sé, Juanito, nada. Verás: esta mañana salió un rato y me dijo: «Si viene mi compadre Pedro Martín, dile que me espere». Pedro vino y le esperó. Hablaron un buen espacio y al despedirse, mi tío dijo: «Hable con los muchachos, y en cuanto regrese el correo le mandaré aviso para que me vea».

-Lo que yo temía -dije con desaliento- eso quiere decir que ya trata de levantar gente entre los del Arroyo, para entrar en revolución.

-¡Jesús, María!

-Eso no tiene remedio, hija mía; pero es necesario pensar en lo que será de ti. Si Don Mateo se mete, es fácil que tenga que abandonar el pueblo tarde o temprano, y en el caso, tú quedas expuesta a que ese Sr. Soria cumpla su capricho de llevarte a su casa.

-¡No lo permita Dios, Juan! No me asustes.

-No temas nada. Yo te juro que nada pasará; porque aquí estoy yo para cuidarte;   —67→   si tu tío se va, yo me quedo; y antes que consentir en que se te toque un cabello consentiré en que me ahorquen.

Oímos pisadas de caballo a distancia; empujé la ventana para abrirla algo más, estreché la mano temblorosa de Remedios y dije precipitadamente:

-Procura averiguar y tenerme al tanto de lo que piense tu tío, porque importa. Adiós.

Escurrí el bulto rozando la pared, porque la oscuridad de la noche no era tal que el jinete, ya cercano, pudiera pasar sin verme; doblé la primera esquina y haciendo un largo rodeo pude sin novedad llegar a mi casa y entrar por donde había salido.

Nada había sentido mi madre, y queriendo justificar mi encierro, traté de hacer algo en mi libro de cuentas. La partida simple se tornó aquella noche partida triple por lo menos, pues en cada asiento asentaba yo tres disparates, confundiendo a este deudor con Soria, al otro con el Comandante, la cosecha con la revolución, y la ordeña con los préstamos forzosos.

Me acosté al fin, después de emborronar   —68→   el libro lamentablemente. Soria, su mujer Remedios y su tío, bailaban caprichosas danzas en mi imaginación; y no sé si en la pesadilla del sueño o en el delirio de la calentura adiviné dos tipos que después conocí: el Maestro de Escuela y la Lechuza.



  —69→  

ArribaAbajo- VII -

¡También yo!


Amaneció el día siguiente, y con él mis inquietudes y zozobras, a tan alto grado puestas, que no parecía sino que me estaba encomendada la parte política y mañosa de la revolución. Y cuál no sería mi sobresalto, cuando mi madre, más blanca que esta hoja de papel, me anunció que el señor Jefe político me llamaba a su oficina, con la advertencia de que pasara por allá sin pérdida de tiempo.

Mi madre me dio las noticias que circulaban como nuevas en San Martín, en tanto que yo me vestía a toda prisa. Madrugaban, por cierto, las novedades, pues apenas serían las siete de la mañana; y eran aquellas, que   —70→   Coderas no había pegado los ojos en toda la noche, pues un correo del gobierno le trajo papeles importantísimos y muy numerosos; sobre todo muy numerosos, pues los políticos de San Martín no comprendían una alarma sin su resma de papel florete. Decían también las lenguas mejor movidas y más resbalosas, que entre aquellos pliegos los había que comunicaban reservadamente una derrota sufrida por el Gobierno, y la orden para imponer una contribución extraordinaria en aquel distrito tan digno de mejor suerte, como decía Severo.

Sin desayunarme acudí al llamado del Jefe político, si no es que puedan entrar en la categoría de desayuno las mil prevenciones, consejos y órdenes con que mi madre me conminó a que tomara un hilo de conducta tal, que había de conducirme al ovillo de la buena armonía con todo el mundo.

Entré en la Jefatura, la cual para oficina tenía todos los legajos y polvo suficientes, y un secretario que por su aspecto y condiciones fuera bastante para caracterizarla, aun cuando el escudo de madera colocado sobre   —71→   la puerta principal, no lo denotase con su inscripción y su águila y su nopal. Frente a una mesa de antiguo cuño y que parecía desertada de refectorio de domínicos, parada sobre el menor número de pies en que el equilibrio estable era medianamente posible, se encontraba sentado con malísimo semblante el temible Coderas; el secretario, colocado en el extremo útil de la mesa, dejaba volar su ejercitada pluma, escribiendo la centésima circular que se dirigía a los presidentes municipales del distrito; y el Síndico Cañas, viejo chiquitín, escuálido, con ancha calva, de conducta y carácter escurridizos, a la diestra de la autoridad administrativa, recogía los párpados para leer desde su asiento lo que el secretario escribía y él dictaba.

El Jefe político me saludó con la mano desde lejos, con una familiaridad afectuosa a la cual no estaba yo acostumbrado; Cañas se puso de pie, y sonriendo hasta plegar toda la cara, me recibió dando dos pasos al frente.

-Siéntese vd., Sr. Quiñones -dijo Coderas.

  —72→  

Y yo obedecí, cada vez más perplejo.

Coderas, poco listo para todo aquello en que el ingenio fuera cosa esencial, abordó el asunto.

-Le he llamado a vd. para un negocio importante. Como las cosas se han puesto feas, ¿eh? y yo tengo que cumplir con mi deber, porque el deber es lo primero, he dispuesto que el Sr. Carrasco, mi secretario, se haga cargo de una compañía de voluntarios; y como yo necesito un secretario porque es necesario y además muy útil en la Jefatura, pues he dispuesto nombrarle a vd. para que venga en lugar del Sr. Carrasco.

No se requería una letra más para hacerme sudar frío.

-Yo creo que vd. no se negará -continuó el Jefe político-, porque se trata de servir al Gobierno, y además de que este es nuestro deber, ¿eh? además de que este es nuestro deber, pues también el Gobierno sabe recompensar a los buenos servidores que le... que le... es decir, a los buenos servidores que sirven y que se rifan en estos casos y que no tienen miedo.

  —73→  

Yo, que maldito si quería rifarme y que veía llegar una secretaría, precisamente cuando no la deseaba ni la podía ver sin horror, me quedé de una pieza.

-Ciertamente, Juanillo -dijo melosamente el síndico, con un chacoloteo de paladar que me pareció de víbora de cascabel-; en estos casos es cuando se abre para los jóvenes como vd. un buen porvenir. Yo lo doy el buen consejo de que ni vacile; tanto porque así mejora la posición de vd. como porque se prepara para la vida pública, que siempre comienza por poco. Sí, señor Comandante, esté vd. seguro de que Juanillo acepta; es hombre que lo heredó de su padre que fue muy amigo mío; yo creo que puede vd. mandar que se le extienda el nombramiento. ¿Verdad, Juan? Sí, señor; que se le extienda.

Por fin pude abrir la boca, aunque no muy dueño de ella. Me excusé tímidamente con las circunstancias de ser único sostén de mi madre: se me contestó que nada quitaba el que yo continuara siéndolo; argüí que mis peligros la hacían sufrir extraordinariamente:   —74→   se me replicó que no corría yo ningunos; reventé al fin, manifestando que ambos argumentos míos descansaban en la situación actual, intranquila, incierta y peligrosa, ¡y jamás lo dijera...! Coderas lanzó un terno, se puso encendido de cólera, cerró los puños, y dejando caer uno de ellos sobre la destartalada mesa, gritó:

-Pues qué ¿cree vd. que a mí me hacen algo esos roñosos? Pues qué ¿cree vd., que yo les tengo miedo o que no deshago en un momento a esta punta de marranos? Pues que se levanten ¿eh? que se levanten y que me busquen ruido, que es lo que estoy deseando para darles una zurra que se han de acordar de mí. ¡Vaya, hombre! Pues era la última que ahora anduviéramos con esas. Que vengan, que grite uno siquiera y verán todos estos cabezudos o cabezones como no dejo cabezón parado, porque no sirven ni para limpiar mi caballo ¿eh? Sí, señor, ni para limpiar mi caballo; y si a vd. no le gusta que yo lo diga, pues que no le guste, pero yo me he de pasear sobre todos, y a todos se los ha de llevar el   —75→   diablo; porque no les tengo miedo ni a ellos ni a la...

Basta para muestra del estilo oficial de San Martín; y ahorrándome yo trabajo, dejo al lector el de subrayar cuanto guste en el párrafo anterior.

En vano Cañas el político, el fino, el mañoso, el sutil, quiso contener el desbordado torrente de aquella brutal cólera, comprendiendo el mal efecto que debía producirme y el resultado que de mi conferencia con ellos había de esperarse después de tal descarga. Hubo al fin de inclinar la cabeza hasta que Coderas calló, que fue cuando le dio la gana.

Coderas se paseaba en la sala a lo largo, lanzando de vez en cuando esos sordos carraspeos, que son como las últimas amenazas del perro que ladró con furia. Detúvose repentinamente, mirome con ojos de tigre herido, y dijo:

-Por fin, ¿acepta vd. o no?

Yo miré a Cañas como quien dice una plegaria. ¡Así el que lucha con las aguas de un río que le ahoga, se agarra de una ortiga   —76→   si no hay otra cosa! Y la ortiga me abrazó la mano y se escurrió entre mis dedos.

-¡Eres un niño! -vociferó en airado tono.

El señor Comandante tiene razón de enojarse. ¿Pues qué has creído tú de esos revoltosos que andan escandalizando el país? Pero mereces perdón, porque eres de veras una criatura. Vamos; déjate de tonteras y acepta el favor que el señor Jefe quiere hacerte. Yo bien sé que eres amigo del Gobierno, pues así era tu padre; pero si vienes con las necedades de esta gente, tendré que reprenderte como debo.

Lejos de ser este el lenguaje que Cañas usaba habitualmente conmigo; era enteramente opuesto; aquel veleta, que por adular a alguien era capaz de adularse a él mismo, siempre meloso y blando, tenía costumbre de halagarme con elogios y esperanzas para lo porvenir.

Sentía yo las mejillas abrazadas y las orejas como ascuas, pues he tenido siempre la dicha de sentir muy vivamente la indignación; pero confieso que siendo aquella la vez primera que me veía humillado por una voluntad   —77→   imperiosa y amenazado con violencia, no tuve el valor necesario para rechazar con energía el empleo que de tal modo se me ofreciera.

Coderas no se movía de la posición que había tomado, y clavando siempre los irritados ojos en los míos, insistió con grosería.

-¿Por fin acepta?

-Señor -contesté-; no tiene vd. motivo para incomodarse, pues nada he dicho que lo merezca; yo no soy partidario de la revolución...

-Eso es -intercaló Cañas.

-Ni de ninguno -continué-; pero en todo caso, si vd. creo necesarios mis servicios...

-Eso es, eso es -repitió el síndico.

-Yo no tengo inconveniente. Sólo deseo que me permita vd. hablar sobre esto a mi madre; porque sometido siempre a ella y respetando sus consejos y disposiciones, no quisiera dar este paso sin consultárselo.

-Eso es -dijo Cañas de nuevo-. Sí, señor; bien puede vd. permitírselo, seguro de que la Sra. Doña Francisca no dejará de consentir en ello.

  —78→  

-Bueno -contestó el Comandante-, está bueno; pero ya sabe vd. que de todos modos ha de ser vd. el secretario, porque lo primero es el deber y a mí no me espanta nadie ¿eh? Le doy dos horas para que vaya y vuelva, y si a las dos horas no ha regresado, le mando traer de una oreja y le pongo de soldado raso. ¿Me entiende? Bueno; pues ya se puede ir y mucho cuidado.

Cuando salí de la Jefatura las lágrimas de la debilidad ultrajada indignamente brotaban de mis ojos. Tomé el camino de mi casa; pero ciego y sin tino, doblé la primera esquina que alcancé y haciendo un rodeo me dirigí a casa de Don Mateo Cabezudo.

Entré. Don Mateo hablaba en la sala con el indio Pedro Martín en voz baja, y al verme se sintió contrariado. Se levantó del viejo sillón de vaqueta en que estaba sentado y salió con forzada y escasa cortesía a mi encuentro: pero debió de notar algo extraño en mi semblante, pues me preguntó con cierta inquietud:

-¿Qué tiene vd.? ¿La señora está mala?

-No, señor -respondí casi con las lágrimas   —79→   en los ojos, y sintiendo aún que me zumbaban los oídos-. Quiero hablar con vd. en este momento, y como creo que Pedro es también de los pronunciados, no hay inconveniente en que me oiga. Yo también entro en la bola.

El Comandante se quedó estupefacto y miró a Pedro con aire de consulta.

-Pero, Juanito, -me dijo-: eso de la bola no es cosa hecha... yo no me he metido...

-No me diga vd. eso, porque yo lo sé todo; todo lo sé y quiero tomar las armas y acabar con estos bandidos.

-Pero la señora...

-Yo soy ya hombre y no debo consultarla. Señor Comandante, hágame vd. favor de admitirme entre sus soldados y de pronunciarse hoy mismo...

No hubo medio de calmarme. Me hizo tomar asiento a su lado, referí lo ocurrido entre las exclamaciones de ira de uno y otro revolucionario, y admitido resueltamente como partidario útil y provechoso, se determinó que mientras se concluía la organización de los muchachos, me ocultara yo en el rancho   —80→   de la Guayaba, en donde estaría bien, dada la discreción y miedo de los Llamas. Desde luego Don Mateo me diputó por el más adecuado para servir su secretaría de campaña, y me encargó que en mi escondite fraguara, concertara y puliera aquella famosa proclama que tantos elogios mereció de los pedreños, y que atribuyeron de pronto a la castiza y atrevida pluma del tinterillo orador.

¡Cuán otro me sentí después de todos estos arreglos! ¡Yo secretario! ¡Yo tramando revueltas! ¡Yo perseguido! ¡Yo haciendo proclamas! Luego era hombre hecho y derecho.

Los escrúpulos del Comandante respecto a la señora, y aun los míos, desaparecieron por esta sola consideración: de no meterme en la bola, tenía que aceptar la secretaría de la Jefatura, lo cual era meterme contra la bola; pues si todo daba lo mismo para perder la tranquilidad, más valía estar en la revolución, supuesto que ella debía de vencer, dados sus poderosísimos elementos. Don Mateo fue encargado de persuadir a mi madre de que había yo hecho muy bien.

  —81→  

Quedaba, pues, resuelto que yo me ocultaría en el rancho de los Llamas; pero mientras tanto, las dos horas que Coderas me señaló estaban próximas a espirar, y de un momento a otro me mandaría traer de una oreja para hacerme soldado raso. Pues nada; me escondería allí mismo, en lo más oculto de la casa, hasta la noche, entrada la cual, montaría en un caballo de segunda orden de los del Comandante y me escaparía cautelosamente, llevando una carta para los dueños del rancho.

Don Mateo salió, advertido de que a mi madre debía decirla que yo había partido ya, a fin de evitar una imprudencia; y sea porque no tenía medio de evitarlo o porque las cosas del día le preocupaban, no tomó ninguna celosa providencia para evitarme ver y hablar a Remedios; pues debo manifestar para que cada cual quede encerrado en el alcázar de su propia conducta, que si bien Don Mateo consentía en mi matrimonio con su sobrina, no podía soportar siquiera que pasara por su casa con alguna frecuencia.

  —82→  

Cuando quedé solo y descargada en parte la nube de sangre que me cegara en la Jefatura; cuando sentí que la idea de la bola me causaba un escalofrío desagradable, dos seres se presentaron a mi imaginación como reprochando mi conducta: mi madre y Remedios. La primera que no tenía en el mundo ni más consuelo ni más sostén que yo, llena siempre de abnegación para mí y cuyo mayor cuidado consistía en la menor sombra de pesar sobre mi frente.

La segunda, niña que al abrir el alma a la vida acogió en ella con amor purísimo la ternura que le ofrecía, no tenía en la tierra más que dos seres en quienes derramar el riquísimo tesoro de su cariño: y ambos egoístas, vanidosos, e ingratos, iban a abandonarla sin piedad en la soledad del alma y enmedio de sus enemigos jurados. ¿Qué sería de ellas? La pobre anciana iba a correr loca por el pueblo buscando a su hijo para sustraerle del peligro en que sin duda su lúcida imaginación de madre lo veía ya rendido y espirante: ¡ah! y quizá las gentes sin piedad se burlarían de su dolor. La niña derramaría   —83→   desolada y afligida, abundantes lágrimas, y si la suerte nos era adversa y la revolución se veía derrotada o batida de pronto, caería sin duda en poder de las fieras que, por un odio salvaje, no perderían la ocasión de saciar en ella sus horribles rencores.

Volaba así mi imaginación calenturienta, arrastrándome a contemplar los más dolorosos cuadros; dejéme caer con desaliento y frío en el sillón de vaqueta, y desde el fondo de mi alma atribulada y arrepentida; maldije la bola una y mil veces.

De pronto se operó en mi espíritu una reacción vigorosa. ¿Qué me importaban a mí aquellas cosas? ¿Por qué había de herir tan profundamente a los dos seres, para quienes quería vivir, y únicos por quienes debiera jugar mi existencia? Podía ocultarme sin ausentarme, y sobre todo, sin meterme con unos ni con otros, sustrayéndome simplemente a la persecución de Coderas. Permanecería en lugar conocido por mi madre y Remedios, y aun vendría a San Martín ocultamente algunas noches, para informarme de su situación y cuidarlas.

  —84→  

Poco caso hacía yo en aquel momento del compromiso contraído con Don Mateo y Pedro Martín. ¿Qué obligaciones podría yo tener con aquel par de locos? Olvidé en medio de mis amargas imaginaciones aun el lugar en que me hallaba, desaprovechando la ocasión de ver a Remedios, decirla una palabra cariñosa y estrechar dulcemente su mano delicada.

Don Mateo al salir me había recomendado que estuviese cuidadoso y desconfiado, y que en caso de necesidad corriese al sotabanco del último cuarto de la casa, depósito del aguardiente que producía su alambique, en donde no sería fácil encontrarme; pero su previsión revolucionaria se extendió también a mandar ensillar el caballo que me destinara, para que mi fuga en último extremo no tuviera tropiezo alguno.

Cuando yo, más hundido en mis pensamientos y dolorosas consideraciones, me proponía romper mis recientes ligas con los revolucionarios, ausentarme de San Martín, pero permanecer a poca distancia y comunicarme desde allí con mi madre y Remedios,   —85→   entró ésta, brusca y precipitadamente en la sala, viniendo del patio, y dirigiéndose a su cuarto. Estaba lívida y con los ojos extraviados de espanto, y al verme, olvidada su timidez y vencido su recato, se refugió en mis brazos como cordero que persigue el lobo.

El corazón me dijo lo que pasaba, y lo confirmó el gruñido de fiera que al mismo tiempo oí en el patio. Empujé a Remedios violentamente hacia el rincón de la sala que tenía yo detrás, y ciego, agitado, fuera de mí, me lancé hacia la puerta, llevando, en las manos no sé qué: creo que era una silla tosca, sólida manufactura pedreña. Al salir de la sala encontré a alguien a quien no vi; choqué con él porque ambos corríamos; vacilamos los dos a punto de caer; otro hombre surgió delante de mí, dio un grito horrible y cayó al suelo, en tanto que yo levantaba en alto un pedazo de la silla rota en mis manos. En aquel mismo instante sentí que una mano de acero me apretó rudamente la garganta; perdí el equilibrio, iba a caer; pero la mano aflojó sus tenazas y   —86→   otra más brusca me dio un fuerte empujón hacia adelante, a tiempo que oí la voz de Pedro Martín:

-¡Monte y váyase!

Sonaron dos detonaciones a mi espalda y llagaron a mi oído dos o tres palabras pronunciadas por el Comandante Cabezudo, que no son para escritas, pero que pueden adivinarse sin dificultad.



  —87→  

ArribaAbajo- VIII -

Los Llamas


El rancho de la Guayaba parecía creado para el idilio por un poeta de buen gusto, y de ingenio superior a los más de los que hoy se usan y estilan. La naturaleza, revelándose contra los sueños clásicos, que clásicos y todo, son más desatinados que las fiebres románticas de mayor intensidad; la naturaleza, digo, enseñaba allí a los excelentes Llamas cómo se forja el idilio americano, y cómo la habría soñado y revestido el poeta de las bucólicas, si hubiera nacido en nuestro siglo y en nuestros climas. Allí no había pastoras ni ovejas; las Galateas eran desconocidas, tanto como los Batilos y Filenos,   —88→   los rabeles y las zampoñas; pero maldita la falta que hacían.

El río de los Venados golpeaba sus abundantes aguas contra las enormes piedras que interrumpían el ancho cauce, y mientras una ligera capa de niebla, como agua pulverizada, se mecía sobre la superficie espumosa del río, el ronco estrépito de la corriente contrastada y revuelta llenaba el espacio con rumor sonoro y majestuoso. Ancho y verde bosque ceñía y encauzaba la impetuosa corriente, y el viento del otoño parecía gozarse en las altas copas de los árboles, que se mecían a su impulso, lanzando como un suspiro prolongado y dulce. En seguida y sobre la margen izquierda comenzaba una ancha pradera no enteramente desprovista de árboles, y frecuentemente interrumpida por grupos de arbustos que formaban pequeños oasis. Y allí donde el bosque parecía, con árboles gigantescos avanzados, querer invadir los dominios de la llanura, y ésta pugnaba por llevar sus zacatecales al interior del bosque, se mostraba humilde y sencilla la desgarbada casuca de los Llamas,   —89→   a la cual rendían culto y veneración hasta media docena de jacales apoyados en los gruesos troncos de los árboles, o guarecidos bajo su fresca sombra. A cincuenta varas de la casa, un corral con unos cuarenta becerros; cuatro o cinco vacas al derredor, consolando a los tiernos prisioneros y lamiéndolos por entre las estacas de la cerca, entre uno y otro mugido cariñoso; cantos de pajarillos en el bosque que regresan ya al nido; dos o tres mozas que tararean sones extraños a orillas del río mientras llenan los cántaros; trabajadores que vuelven de los sembrados con la azada al hombro y el cigarro en la boca; y todo esto alumbrado por un sol poniente que dora las lomas, fingiendo con ayuda del viento en los zacatales olas inquietas sobre un mar de oro líquido, en tanto se alza como única digna de cantar tanta belleza la ronca voz uniforme y soberbia del desatado río. Y si esto no es idilio o no es verdad, que baje Dios y lo diga.

El pastorcillo de grande ingenio y sonoro rabel, y la zagaleja de rosados talones y manos   —90→   de algodón, no se crían en el rancho de la Guayaba: sólo pueden vivir y medrar en el gabinete de estudio del desalmado belenista, que a trueque de parecerse a los antiguos modelos, no rehusaría calarse el yelmo de Mambrino ni aun tomar el bálsamo de Fierabrás. Él es el temible desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, amparo de viudas y tutor de pupilos que sobrevivió a Cervantes; pero ahora rompiéndose prodigiosamente las ligas que pusieran entre amo y escudero, la locura de uno y la simplicidad del otro, Don Quijote embraza su lanzón contra Sancho, y Sancho ríe a su sabor y menudea las burlas.

Todo esto lo pienso ahora; pues en aquellos días preñados de inquietudes y peligros, lo que menos me ocurrió fue hacer idilios ni deslizar la imaginación por el áspero camino de la crítica literaria.

¿Qué había sucedido? ¿A quién había yo matado? ¿Quiénes dispararon pistolas a mis espaldas? ¿Había muerto Soria o sacarían Don Mateo y Pedro la peor parte? Yo una vez sobre el caballo, salí a la calle por la   —91→   puerta que daba al Norte, y vi salir a Remedios y su vieja criada Pepa, acompañadas por tres hombres del barrio del Arroyo; supe que la llevaban a una casa del arrabal y la seguí.

Allí me detuvo, no obstante las súplicas de Remedios, que, pálida y nerviosa, temía más por mí que por ella. Vi reunidos en un momento más de treinta hombres armados de machetes, garrochas y algunas escopetas, y tomé el rumbo del rancho, haciendo el necesario rodeo, sólo cuando recibí orden formal de hacerlo, que en nombre de Don Mateo se me comunicó, aunque sin decirme su estado y paradero; y cuando me persuadí de que Remedios, bien escoltada y bien montada, tomaba el camino de la hacienda más próxima del Comandante: San Bonifacio.

En el corredor de la casuca que daba frente al río, refrescado por una enramada añadida a la altura de la solera, tenían los Llamas su comedor; y estaban en la mesa tomando los primeros sorbos de un buen caldo, y refiriéndose recíprocamente los dos   —92→   hermanos y las señoras las hazañas de Artagnan, cuando les caí como llovido del cielo.

-¡Juanillo! ¡Pues es Juanillo! -gritó Don Justo, levantándose y saliendo a mi encuentro.

-¿Juan? -dijo Don Agustín-. ¡Es verdad!

Todos me abrazaron, inclusas las dos solteronas, y todos se atropellaban haciéndome estas preguntas:

-¿Qué milagro?

-¿Cómo tanto bueno por aquí?

-Vamos -dijo Don Justo, que era siempre el que al fin predominaba, como mayor en edad, saber y gobierno-; llega usted a tiempo, pues comenzábamos a comer; y aunque platitos de pobre, vd. sabrá disimularlos y gustará de alguno...

-Gracias -interrumpí-; continúen vds.; yo no como.

Por de contado que no tuve la energía necesaria para dominarme y ser fino con aquella buena gente.

-Pero, hombre, de seguro que vd. no comió en San Martín.

-No, ciertamente.

  —93→  

Y recordé entonces que no me había desayunado tampoco.

-Pues coma vd., hombre, coma vd. -me gritó Don Agustín, que era hombre que gritaba siempre, sobre todo, si se trataba de demostrar la superioridad de Athos sobre los demás mosqueteros.

Yo me senté y no dije una palabra. Mi espíritu no estaba aún ejercitado en tan rudas impresiones y combates.

-¿Está vd. malo, Juan? -me preguntó Doña Sabina agitada.

-De veras, Juan, vd. tiene algo -añadió su hermana alargando el pescuezo hacia mí.

Contesté negativamente y procuré que comieran; pero no fue posible, e incapaz ya de resistir a sus reiteradas instancias, entregué a Don Justo la carta del Comandante. Palpó él exteriormente las bolsas de la chaqueta y el pantalón, mirando con inquietud el sobre, y hubo de encontrar los anteojos al cabo de tres minutos. Leyó con cierta dificultad los renglones de palotes escritos por Don Mateo, repasándolos algunas veces, y fuese pintando en su semblante una   —94→   serie de diversas impresiones interiores, que los hermanos seguían con angustia, mirándole de hito en hito. Dotados de buen olfato, los Llamas se habían trasladado a la Guayaba tan luego como La Conciencia Pública les había anunciado próxima tempestad, e ignoraban de todo punto lo ocurrido aquel día.

Mientras la carta pasaba a las manos de Don Agustín, y las solteronas, colocadas a su espalda, la leían también por encima de la cabeza de aquel, Don Justo, vacilante, indeciso y tartamudo me dirigía estas palabras:

-¡Es decir, que la revolución es ya un hecho en San Martín! ¡Es decir, que ya los hombres trabajadores y honrados, vamos a comenzar a sufrir de nuevo los estragos de la gente desordenada y sin oficio! Lo mismo fue hace pocos años, y eso que la gente de San Martín no se ha metido en todas las bolas. Mañana echarán un préstamo los de la revolución y pasado mañana los del Gobierno, y esos mejor se debieran llamar dádivas o robos, puesto que nunca se los pagan a uno.

  —95→  

Al buen viejo casi se le saltaban las lágrimas.

-Sí, señor -continuó-; yo he contraído compromisos para mejorar algo este rancho, agregándole un pedazo de tierra que pertenecía a Cerro-verde; ¡y es una verdadera picardía que porque al Sr. Gavilán se le antoja trastornar el país, yo no pueda pagar mis deudas y realizar un beneficio para mi finca, porque unos y otros necesitan de mi dinero, de mis caballos, de mis toros y hasta de mi casa, para matarse y perjudicarse recíprocamente! Pues no, señor; que fusilen, que ahorquen a ese Sr. Gavilán, y todo quedará en paz. De seguro que el tal Gavilán no tiene ni en qué caerse muerto, ni tampoco ganas de trabajar, y por eso arma estas bolas que en nada pueden perjudicarle...

-Es claro -gritó Don Agustín, tirando la carta sobre la mesa-; es claro que ese licenciado no tiene nada, ni siquiera pleitos. El hombre trabajador se interesa por la paz, y este señor ha sido siempre inquieto y amigo de las revueltas. Pero no: lo que es ahora   —96→   va a llevar chasco; porque el pueblo está cansado de motines y desórdenes y ya no quiere más...

-Eso es la verdad -dijo Don Justo.

-¡Ya no quiere, ya no quiere! -clamaron a dúo las angustiadas señoras.

-Es claro que no -concluyó el de los gritos.

¡En aquel tiempo se creía de buena fe que nuestro pueblo era capaz de cansarse!

¡Cuántas cosas dijeron! ¡Cuánta doctrina acumularon, sana y sentenciosa, y cuánta censura reunieron, acre y punzante contra revoluciones y jefes de revueltas! ¡Cómo se marcaban en aquellos cuatro semblantes la ira y el temor, el despecho1 y la angustia, la desesperación y el abatimiento! ¡Y cómo sus cortas inteligencias confundían la revolución con la bola lamentablemente, al modo que en sus juicios pesaban en la misma balanza a Artagnan y al Cid, a Milady2 y a María Stuardo!

-En todo -les dije cuando me dejaron hablar-, tienen vds. mucha razón, y veo y comprendo que mi presencia en su casa los   —97→   pone en peligros que no tienen por qué correr. Estoy avergonzado de mi imprudencia (y era la verdad) y voy a retirarme, rogándoles solamente, que recojan las cartas o noticias que para mí vengan, mientras doy aviso a mi madre del lugar en que haya de permanecer.

Estupor general. Vacilación brevísima en que los Llamas se desconciertan y vuelven sobre sí. Desorden en seguida, pues todos cuatro se disputan el derecho de darme una satisfacción.

-¡Pero, hombre, qué está vd. creyendo!

-¡No nos ha entendido vd.!

-¡Si yo no he dicho eso!

-¡No faltaba más que le dejáramos ir!

-¡Vaya un Juan!

-¡Ah qué Juanito!

-¡No, hombre de Dios! Entiéndanos vd. Esto que lo decimos se refiere... se refiere así... a las revoluciones en general; es decir, no quisiéramos que hubiera ninguna; porque sufrimos justos por pecadores; pero en esta vez... pues en esta vez deseamos que triunfe, por muchos motivos, principalmente   —98→   por nuestro buen amigo Don Mateo, que merece estar muy alto y que es víctima de muchos abusos. No, señor; no se irá vd. y aquí le ocultaremos. ¿Le vio a vd. entrar algún terrazguero de la finca? Bueno. Pues no hay cuidado. Los criados son seguros; su caballo de vd. permanecerá siempre ensillado en el patio de adentro. Vd. se encierra en el cuartito de Sabina y no sale para nada. Allí hay novelas para que se distraiga.

Resistí, sin embargo, devolviéndoles sus propios argumentos y consideraciones; pero los cuatro hermanos contestes y unísonos me vencieron.

-Se queda vd. y muy que se queda.

-Pues me quedo.

El cuartito de Doña Sabina, que como la menos envejecida y más frescachona, era la niña mimada de la familia, tenía relativamente alguna comodidad y mejor aseo. No faltaban siquiera ni el aguamanil de porcelana corriente, ni la mesita de carpeta azul a que daba la señora el ambicioso nombre de escritorio.

  —99→  

Allí me encerré con el alma atribulada y congojosa, acosado de las más terribles imaginaciones que no me era dado vencer ni moderar. Sabía yo de lo que eran capaces los Coderas despechados y furiosos; y si la suerte de Remedios podía inquietarme, mucho más me afligía la que mi madre probaría tal vez, desconsolada y enloquecida con mi ausencia y mis peligros, y quizá ultrajada y aun maltratada por aquella bestia feroz.

No sé cuánto tiempo permanecí sentado frente a la mesita con los brazos cruzados sobre ella y la cabeza entre los brazos. Una mano abrió la puerta del cuarto, y luego vino a posarse sobre mi hombro. Alcé la frente y apenas pude reconocer a Don Justo, pues casi había oscurecido por completo; pero bastome oír su voz recatada, seria y pastosa, para comprender que estaba vivamente afectado. Llegó en el momento en que, siéndome las cavilaciones insoportables, me determinaba como buen bolista a desobedecer a mi Jefe, largándome para San Martín en busca de mi madre.

-Me voy -le dije anticipándome.

  —100→  

-¡Qué ha de irse vd.! -contestó el propietario, dominado por el mal humor-. Tenga vd. esto, y espere aquí al correo que quiere hablarle.

Tomé la carta que se me daba y rompí el nema con precipitación. Doña Sabina me llevó una vela y leí los garabatos del Comandante, que se reducían a decirme que escribiera inmediatamente la proclama en un tono como el de La Conciencia, si era posible tanto, y se la mandara desde luego con el mismo correo, para repartirla manuscrita, mientras se imprimía. Después de la firma decía:

«Aumento.- No se mueva de allí.

Vale.»

La orden no podía ser ni más terminante ni más lacónica. En la carta que escribió a Don Justo le decía: «No me deje salir a Juan». Y nada de explicar aquella orden tiránica.

Llamé al correo, y vi ser Antonino, mozo del barrio del Arroyo, a quien conocía yo bastante, como a todos los de San Martín. Aun le agradezco, hoy las noticias que me   —101→   dio y los recados que de mi madre por su boca recibí. Estaba sumamente afligida, pero confiaba en Dios y en mi juicio. Sabía cuanto había pasado en la Jefatura y en casa del Comandante y lo que más atribulada la tenía, era que al decir del curandero del pueblo, el mozo de Soria a quien había roto la cabeza con la silla, estaba muy grave. Mi casa había sido cateada y sometida mi madre a rendir largas declaraciones en la Jefatura sobre mi desaparición; pero ningún atropello se le había cometido.

Me parecía verla, al oír sus recados en la tosca lengua del pedreño; y no pudiendo contenerme, dejé durante un rato correr mis lágrimas. Después entramos en materia y el mozo me refirió los hechos brevemente. Don Mateo y Pedro Martín fueron a mi casa mientras yo estaba en la casa del Comandante, y allí se encontraban cuando tres soldados se presentaron para llevarme a la Jefatura, por orden de Coderas. Ambos corrieron a buscarme en seguida, temiendo que se me sorprendiera en mi escondite, y tratando de prevenirme; y cuando al entrar me vieron   —102→   esgrimiendo la silla y a Soria acogotándome, lanzáronse sobre él y otros dos que le acompañaban Don Mateo y el indio Pedro. A un bofetón respondió Soria con una bala que el Comandante le devolvió en seguida. Nadie se hizo daño, y Soria y sus acompañantes abandonaron el campo, huyendo por la sala a la calle y dejando maltrecho y sin conocimiento al que recibió el silletazo. Cuando Remedios salió, ya la acompañaban algunos partidarios del Comandante, que le siguieron cuando iba de mi casa a la suya al verle tan apresurado. Salieron luego él y Pedro, con la oportunidad necesaria para que al llegar los esbirros de Coderas no encontraran en la casa ni siquiera un caballo. San Martín quedaba hecho una lumbre, y Don Mateo y Pedro, con cosa de doscientos hombres, en las rancherías más próximas al pueblo; pero malísimamente armados, esperaban para atacar a Coderas a superar con el número la ventaja de las armas que aquél tenía. El Jefe político probablemente había reunido ya unos ochenta hombres, aunque la mayor parte le aborrecían y eran cogidos   —103→   de leva. Por último, Don Mateo pensaba venir a la Guayaba al día siguiente, y quizá por eso me obligaba a permanecer en el rancho.

Aquella noche no dormí hasta las cuatro de la mañana. Pero a esa misma hora, Antonino llevaba al Comandante la proclama más enérgica que ha parido cerebro revolucionario.



  —104→  

ArribaAbajo- IX -

Contribuciones


Día llegará, si el lector y yo seguimos nuestras respectivas tareas adelante, en que pueda y deba contarle, cómo Sabás Carrasco llegó a estar sometido a mi férula y esperanzado en mi buena disposición hacia él, como hoy se dice. Sepa, mientras tanto, que llegó esa vez, corriendo los años, y que hasta entonces pude averiguar por qué se me ofreció la Secretaría que aquel desempeñaba tan a gusto y sabor del ínclito Coderas. Y como no hay para qué mantener al lector en duda y desasosiego, refiérole en este capítulo nono, lo que el susodicho Carrasco me contó, aunque haciéndole gracia de ociosos pormenores.

  —105→  

La noche aquella en que tropecé con el caballo de Soria, acababa éste de llegar del Roblar, llamado por el Jefe político, y trataban de lo que debiera hacerse en San Martín los dos ya nombrados y Cañas, contándose además como necesario asistente, el fidelísimo Carrasco, por si algo se ofreciera digno de estamparse en letra redonda y clara. Allí quien lo valía era el astuto síndico; y con su maligno ingenio, propuso que se obligara a Don Mateo a precipitar las cosas, calculando acertadamente que más valía empujarle inmediatamente a una bola no preparada, que no esperar a que él se levantara en armas cuando estuviese apercibido para ello y en perfecta relación con el general Baraja, y el Lic. Pérez Gavilán.

Por de contado que se aceptó la idea de Cañas, y se le exigió desde luego que expusiera los medios de precipitar a Don Mateo. El síndico no se hizo esperar ni siquiera el tiempo preciso para encender su cigarro, y abordando la explicación con finura, para no lastimar a Soria, le recordó que el Comandante Cabezudo le había arrebatado a su hija,   —106→   y propuso que al día siguiente, aprovechando el primer momento en que Remedios estuviese sola en la casa, la arrancase de allí por fuerza y la condujese a cualquiera otra del pueblo. De fijo que el terrible Don Mateo iría por ella, pero la Jefatura ampararía la posesión del padre, y como aquél en su cólera irreflexiva y ciega no respetaría a la autoridad, habría motivo para aprehenderle. Esto último no se conseguiría, sin duda; pero Don Mateo tendría que huir de San Martín y ponerse en armas.

Habíase convenido en ello por unanimidad de votos, cuando tuve yo la desgraciada ocurrencia de asustar al caballo. Carrasco saltó precipitadamente y no obstante la resistencia que el mismo animal opuso, abrió la puerta y llegó hasta la esquina, desde donde vio el hilo de luz que se pintó en el suelo de la calle partiendo de la entreabierta ventana de Remedios. Vuelto a la Junta explicó lo ocurrido, y Soria dijo con enojo:

-¡Me carga ese títere!

-Pues puede vd. quitárselo de delante -indicó Cañas. Y desenvolvió su idea, manifestando   —107→   que Coderas podía llamarme a la Secretaría de la Jefatura, empleo que yo no aceptaría, y que obligado a ello o a sufrir las vejaciones consiguientes, tendría que abrazar la causa revolucionaria, saliendo de San Martín.

-Mientras tanto -concluyó-, casa vd. a la niña, para que ni Don Mateo ni Juan tengan esperanzas de recuperarla.

Soberbio pareció a Soria el proyecto, y Coderas le ofreció arreglarlo todo del mejor modo imaginable. ¡Y mucho de lo urdido para el día siguiente se realizó como el bribón síndico lo calculara!

Pero haga cuenta el que lee, de que yo en el rancho de la Guayaba estaba ignorante de aquel inicuo enredo, y de que Coderas, comenzando por farsas, llegó a las veras en esto de verme como enemigo del Gobierno y personal suyo, y de recibir mi negativa como el mayor desacato que hombre en el mundo hubiese cometido a su respetable autoridad.

Tranquilo ya, en cuanto era posible, respecto de la suerte de mi madre y a la de Remedios,   —108→   pasé un día más en el rancho, aunque sin humor bastante para agasajar a Doña Sabina, ni para leer un solo capítulo del Judío Errante, que la señora pusiera bondadosamente a mi disposición por orden de Don Justo. Los gritos de Don Agustín me ensordecían sin distraerme ni encadenar un momento mi atención, y la desmedrada figura de Dona Bernardita no sé por qué dio en causarme aversión y repugnancia.

Al caer la noche, Don Justo, de mal talante otra vez, me entregó una carta de Don Mateo. En cuatro palotes me decía el Jefe de la bola que le mandara inmediatamente un borrador para poner una circular a los presidentes municipales, pidiéndoles gente, armas, caballos y dinero. En un aumento calzado con el vale correspondiente, me participaba que su fuerza llegaba ya a trescientos hombres.

-¿Lo ve vd., hombre, lo ve vd.? -me decía Don Justo a punto de llorar de ira y desesperación, enseñándome muchos borrones que le dirigía el Comandante-. ¡Que yo le   —109→   mande mis armas! ¡Que por ser yo su amigo no me pide dinero! ¡Que el interés de la revolución y los derechos del pueblo! ¿Y qué me importa a mi todo eso? ¿Y qué armas tengo yo?

El viejo se paseó en el cuartucho aquel con descompuesta andadura, mientras yo, avergonzado del primer avance de la bola, me mordía los labios y bajaba la cabeza.

-Cálmate, Justo -dijo entrando Doña Sabina-; cálmate y reflexiona. No te dejes llevar de tu genio arrebatado, que no están los tiempos para eso. Contéstale que no tienes ni un alfiler, y santas Pascuas.

-Sí, señor, ni un alfiler hay en casa -chilló Doña Bernardita desde afuera y acercándose a la habitación.

-Exacto -gritó Don Agustín, que llegaba también.

Y parecía que desconfiando de mí, trataban de persuadirme.

-¡Qué alfiler ni qué demonio -dijo el del arrebatado genio-; si aquí las nombra Don Mateo una por una con todos sus pelos y señales. Aquí está: «su escopeta de   —110→   vd., el machete de mi compadre Agustín, y la pistola de dos cañones que me enseñó vd. el año pasado»...

Con esto no hubo de pronto réplica: estaban cogidos. Pero luego se armó el tumulto contra el hermano mayor.

-¡Y para qué la enseñaste!

-¡Qué necesidad había!

-¡No tienes juicio!

-¡Tú tienes la culpa!

-¡Pues no le mando nada! ¿Estamos? Pues nada le mando -repitió Don Justo en el colmo de la ira-. ¿Había yo de saber? Pero no le daré la pistola ni mi escopeta, ¡y haga lo que se le antoje!

-No, hijo; eso ya es distinto -dijo Doña Sabina-; hay que llevar las cosas como se debe.

-Por supuesto...

-Nadie dice tanto.

Y se calmó la borrasca; y escopeta, machete y pistola, enjutas y bien acondicionadas, fueron remitidas al Comandante, juntamente con el borrador que yo formulé; el cual, como escrito sobre el rescoldo de aquel   —111→   disgusto de familia, resultó flojo, débil y sin el nervio que caracterizó siempre mi pluma de bolista.

Sobre igual patrón estuvieron calcados los subsiguientes días; y en nada se diferenciaran de aquel, si mi impaciencia y desazón no fueran en notable creciente, hasta el grado y punto de sacarme de mis casillas por completo. Cada día un correo, cada correo una carta, y con cada carta el encargo de un borrador o varios de todos aquellos escritos importantes que Don Mateo no quería confiar ni a su escribiente provisional ni aun a su propia pluma.

Extraña conducta la de aquel hombre que, necesitando de mi ayuda, me obligaba, no obstante a permanecer en la Guayaba, defraudando al pueblo oprimido el auxilio de mi fuerte brazo, y a su empresa la cooperación de mi talento. Yo no me explicaba esto, y cada noche trataba de obtener mayores datos, conversando con Antonino, antes de regresar éste al campamento; pero todo era inútil, dado que el mozo pedreño ignoraba los motivos de mi arresto en el rancho.

  —112→  

Él me enteraba, por orden del Jefe, de las noticias que de la revolución en general se recibían, de los movimientos del mismo Comandante, de los elementos de ambos contendientes, y de todo lo demás que me importaba saber; amén de ciertas preguntillas que yo hacía a Antonino muy en lo particular, recomendándole tomase informes del escribiente, las cuales se referían a Remedios. Supe que continuaba en San Bonifacio, a donde todos los días iba otro correo; vivía allí llena de zozobras y sobresalto, y escribía a su tío cartas muy cariñosas, diciéndole que mejor quería estar en el campamento, pues en la hacienda tenía mucho miedo.

El Comandante y sus fuerzas no estaban dos días en el mismo lugar. Comenzaron por fijarse en la ranchería del Oriente, pero al segundo día, en virtud de haberse movido Coderas con cien hombres a orillas de San Martín, el irresoluto y caviloso Jefe de la bola trasladó el Campamento al norte del pueblo y como a dos leguas de distancia. Coderas volvió a meterse en el pueblo, juzgando este paso muy estratégico, y entonces Don Mateo,   —113→   para confundirle y desorientarle, pasó de un brinco al otro lado del río de los Venados, colocándose al sur de San Martín.

Este último movimiento dejaba libre el paso por el noroeste; es decir, el camino de San Bonifacio; y como para mí la defensa de este lugar era la única estrategia admisible e importante, sentí, al saber tal noticia, que el mundo me rodaba por encima de la cabeza, y mandé al diablo las órdenes y los borradores de Don Mateo.

Eran las siete de la noche cuando tal disparate se me refirió; apenas consideré un momento, sus consecuencias me eché al patio en busca de mi caballo, siempre ensillado y listo.

Don Justo azorado y descompuesto quiso detenerme.

-No acato ya -le dije rabioso-, la orden caprichosa de Don Mateo.

-¡Y a mí que me importa! -me contestó agarrándome por un brazo-; ¡mire vd. esto, mire vd.! Ahora son los otros; ahora es Coderas que me exige cincuenta y cinco pesos   —114→   que me corresponden del préstamo, y me pide además dos caballos y mis armas.

Don Agustín y Bernardita llegaron apresurados.

-¡Enciérrese vd. con su correo, que allí está la escolta de Coderas! -dijo el primero, haciendo grandes esfuerzos por no gritar.

-¡Escóndase vd.!

-¡Tengo que irme! -dije sofocado por sus empujones.

-¡Éntrese imprudente!

-¡No nos comprometa!

Empujé a Doña Bernardita, como punto más débil del enemigo, y pasando de un salto casi sobre ella, me escapé ágilmente; monté, arrebatando de paso la carabina de Antonino del arzón de su silla, y partí a galope, sin reparar en que el ruido de la carrera podría comprometer al mozo y a los buenos y excelentes Llamas.

Parecíame oír que otro jinete me seguía, y soltando la rienda al bayo del Comandante, me interné en el bosque por el primer callejón con que topé y atravesé el río por buen vado.

  —115→  

El jinete sin detenerse continuó río abajo, ras con ras del bosque, y así pude entender que era Antonino que huía temeroso de ser sorprendido por la escolta.



  —116→  

ArribaAbajo- X -

En San Bonifacio


Corrí a campo travieso, como buen conocedor del terreno, pues en esto podía dar dos cuerpos de ventaja al ranchero más expedito y práctico. Ya cruzaba una llanura; ya me internaba en un bosque cerrado y oscuro, sin perder el angosto callejón que elegía entre varios; ya ladeaba una loma aprovechando algún paso estrecho pero breve; y corría sin cesar, excusando este rancho y apartándome de aquella hacienda, en que pudiera haber alguna escolta semejante a la que invadiera el rancho de los Llamas.

La escasa luz de las estrellas no servía sino para fingirme precipicios, hombres y troncos que no existían; y yo, inclinado sobre el   —117→   pescuezo del animal, atento al terreno que recorría, no tenía tiempo de reflexionar sobre el paso que daba. Pero aun cuándo fuera de otro modo, y sobre calma para meditar tuviera a todos los Llamas por consejeros, así desistiera de mi propósito, como echarme de cabeza en el primer barranco del camino.

Al cabo de una hora, diome a entender el caballo que no tenía costumbre de galopar tanto a tales horas, por entre breñales y en terreno fragoso, y aunque muy a mi pesar, hube de contentarme con un trote largo y sostenido. Sin embargo, debí de andar bastante a prisa, puesto que no eran todavía las once cuando me acercaba a los jacales de San Bonifacio y veía surgir entre ellos la mole ingente de la casa del amo, destacándose irregular y negra sobre el fondo plomizo de las lomas que tenía a la espalda.

Dos o tres mulos y potros se levantaron azorados al ruido de mi marcha, echándose fuera del camino; ladró un perro, en seguida todos los de la hacienda, que no eran pocos, alzaron en coro un ladrido furioso, agrupándose   —118→   junto a los jacales y atacando algunos por detrás a mi cabalgadura. Bastó este vigilante retén para dar a los tres pedreños que dormían en el corredor la voz de alarma, y no bien hube llegado a la casa, cuando aquéllos me rodearon, alentados por su numérica superioridad.

-¡Quién vive!

-¿Quién es vd.?

-¡Eche pie a tierra!

-Soy yo, tío Lucas -contesté al Jefe-; no se asuste vd.

-¡Ah, Don Juanito! ¡Si es Don Juanito! ¡Pues qué me había de asustar!

Entramos al corredor, y tranquilo un tanto con la presencia de aquellos hombres y sus escopetas, me senté en un banco.

-No es que me asuste, Don Juanito -insistió el viejo-; sino que tenemos que andar con mucho cuidao. Ya sabe vd. que el señor Comandante se pasó al otro lado del río, porque así conviene pa pegarles a los del gobierno que se metieron en San Martín.

-Sí, ya lo sé.

-Pos ya sabrá entonces que a cualquier   —119→   hora se nos encaja aquí su papá de la niña pa llevársela.

-Así lo temo.

-Pos ya verá que eso sí no lo hemos de dejar; pero la niña tiene mucho miedo de que se la lleven, y también nos dice que cuidao vamos a matar a su papá, y que mejor que se la lleve y no que lo matemos.

-Tiene razón; dije yo con dolor.

-Pero ahí verá, Don Juanito, que si Don Camilo viene, no ha de entrar pidiéndonos la licencia. Y vd. considere que el Sr. Comandante mi compadre me dijo: «Compadre, cuidao con Remedios; primero que lo maten que soltarla, y si va Don Camilo a la hacienda, dele agua». Pos la verdá, Don Juanito, que si viene le doy agua.

-No, hombre -dije yo apresuradamente-; ya veremos lo que se hace, que para eso vengo.

-Entonces mire que hacemos, porque ora viene Don Camilo.

-¡Cómo ahora!

-Sí, Don Juanito, ora mismo. Se lo digo porque el mozo que mandó mi señor compadre   —120→   vio en Santa Ana al Manco con otros, y ya sabe vd. que el Manco no se despega de Don Camilo. Esos se esperaron allí a que fuera de noche, y como no hay más que cinco leguas, ya han de estar por aquí cerca esperando que nos coja el sueño.

-¡Y se está vd. quieto, hombre! ¿En dónde duerme la niña?

Corrí a la ventana y llamó suavemente. La nerviosa joven no tardó en contestar; conoció mi voz y un momento después se abría la puerta de la casa, rechinando los enmohecidos goznes.

-Juan -me dijo dejándose estrechar suavemente en mis brazos-: ¡bendito sea Dios que te trae!

-¡Bendito sea! -contesté con ardor.

-¿Qué te hace venir?

-Tú; el corazón que me anuncia tus peligros para que corra a defenderte.

-¿Me amenaza alguno? Tanto he sufrido que me parece que no los temo.

-¿Estás lista?

-¿Para qué?

-Para salir de aquí inmediatamente.

  —121→  

-¡Salir de aquí!

-Inmediatamente; no hay tiempo que perder.

La niña temblaba, su mano abandonada entre las mías se ponía cada vez más helada, En su mente vagaba una idea que no quería expresar, y yo me anticipé.

-No irás sola conmigo -le dije-; nos acompañarán tus tres guardianes; pero es preciso ponernos en marcha pronto.

-¿Sí? -dijo a mi espalda el tío Lucas-; y cómo se queda la hacienda pa que la hagan trizas esos? Váyase con la niña y déjenos a nosotros aquí.

-Es inútil quedarse, tío Lucas; vendrán muchos y acabarán con ustedes. Nos iremos todos.

-Eso sí; si vienen en montón nos tiramos al monte, y que nos cojan. Menos, aquí les damos; ya verá.

-Le digo a vd. que nos iremos todos -dije con impaciencia; y así será.

No sé qué iba a contestarme el viejo Lucas, cuando el ladrar de los perros cortó aquella escena, helando la sangre en mi cuerpo.

  —122→  

-¡Quién vive! -gritó el viejo.

Y la respuesta fue una detonación de fusiles. Remedios dio un grito y huyó al fondo del cuarto con su fiel Pepa. Salté yo al corredor y de allí al sitio en que quedara mi caballo atado, a tiempo que los pedreños descargaban las escopetas sobre los asaltantes casi a quema ropa. En tan crítico momento no había medio de cargar de nuevo las armas, y los tres valientes guardianes de Remedios apelaron a los machetes de trabajo, convertidos entonces en armas guerreras.

Montado ya, y carabina en mano oí la voz de Lucas que gritaba:

-¡Al del tordillo!

Comprendí que aquel era Soria, y echándome a la cara la carabina, apunté al jinete; pero la imagen de Remedios se presentó en mi mente y bajé la puntería al hacer fuego. El caballo se encabritó y dio consigo y con el jinete en tierra, lanzando éste grosera interjección. No vi más, sino que los tres pedreños se arrojaron sobre el caído, a quien acudieron los suyos. Entré a caballo en la   —123→   casa y al mismo tiempo se refugiaron en ella el tío Lucas y uno de sus hombres, cerrando la puerta y cargándose sobre ella. En medio de la oscuridad, sin hablar una palabra, aquellos leales servidores me comprendían; con ayuda de Pepa puse a Remedios a la grupa y salí, atravesando el patio por la puerta del campo.

-¡Sujétate bien! -dije a Remedios, y la niña, embargada la voz por la sorpresa del susto, me apretaba nerviosamente entre sus brazos.

Los perros de los jacales que por aquel lado había, me ladraron con verdadera rabia; pero como al ruido de los tiros, el alboroto de la hacienda era general, no podían denunciar mi fuga. Mas los asaltantes conocían la casa y debieron de suponer que la presa podía escapar por la parte de las lomas, pues aún no había dejado atrás los últimos jacales, andando al trote por desconfianza del piso, cuando oí el grito de varios hombres que, corriendo en mi seguimiento, me mandaban hacer alto. Solté la rienda al bruto, le oprimí los ijares con dureza, y al lanzarnos   —124→   a escape por entre los árboles y malezas del campo, oí la última detonación y el silbar de las balas que pasaron sobre mi cabeza a corta distancia. El único caballo de los asaltantes había caído al disparo de mi carabina; no había de pronto quien pudiera perseguirme; pero muy luego Soria se enteraría si estaba vivo, del fracaso de su empresa, y en la hacienda era cosa fácil y de poco tiempo montar cuatro hombres y echar por los campos en mi busca. Así lo pensé y mis temores me aguijoneaban para alejarme con rapidez de San Bonifacio; el caballo no debilitaba su energía, no obstante la doble carga que oprimía su lomo, y quizá cometiera yo el error de agotar su brío y entereza, no dándole momento de reposo, si no fuera que sentí que los brazos de Remedios comenzando por apretarme con menos fuerza, acabaron por aflojarse completamente, de suerte que la niña habría dado en tierra si no acudiera con mi brazo derecho a sujetarla vigorosamente.

Supuse desde luego que su organismo cedía a la espantosa lucha de la niña contra su   —125→   propia debilidad y temor. Contuve al sofocado animal, y gracias a mi bien desarrollada fuerza, tomándola por debajo de los brazos, la pasé al arzón delantero, oprimiéndola dulcemente en los míos. Y allí primera vez, en medio de la noche más azarosa y terrible de mi vida, sintiendo el amor más grande y la más tierna compasión por aquella desgraciada niña, puse sobre su frente mis labios y la di un beso que no oyeron ni los insectos del campo. Ni una sombra de impureza empañó la limpidez de mi alma honrada, y sentí en lo más íntimo el recogimiento misterioso y dulce del creyente que murmura fervorosa oración.

Eché a andar con paso más moderado, fiando en que la frescura de la noche sería bastante a volver a Remedios de su desmayo. De repente sentí discurrir por todo mi cuerpo un escalofrío horrible, y terror y espanto se apoderaron de mí: el hombro izquierdo de la niña estaba mojado, y mirándome la mano a la escasa luz de las estrellas me pareció que tenía sangre.

Una descarga a quema ropa no me habría   —126→   causado más susto. Palpé con agitación todo su cuerpo y me parecía que todo él estaba empapado.

-¡Remedios! -grité olvidado del peligro actual-. ¡Remedios!

Y mi voz se perdió en la ancha llanura solitaria.

Lancé de nuevo el caballo a galope, saltando las malezas y las zanjas hechas por las corrientes, maldiciendo la pesadez del bruto que me parecía no moverse del mismo lugar. Entré al fin en el bosque, llegué al arroyo que buscaba, y con un vigor que nunca supuse en mis músculos, sostuve a la joven en mi brazo izquierdo, mientras pude echarme a tierra. Tendila en la arena de la orilla, y con movimiento rápido, rasgué de un tirón la manga izquierda, dejando descubierto el hombro redondo y turgente. La herida estaba allí, y su poca importancia, cuando me persuadí de que era la única, me volvió a la vida. El agua del arroyo fue la medicina, y jamás cirujano en el mundo ha hecho curación más suave y dulce. Mi pañuelo sirvió para vendar la herida.

  —127→  

Remedios al volver de su desmayo continuaba sobre la arena; puesta una rodilla en tierra, sostenía yo sobre la otra el hombro sano de la joven, mientras su cabeza quedaba blandamente apoyada entre mi pecho y uno de mis brazos. Quizá sin el completo recuerdo de su azarosa situación del momento, hizo un movimiento suave, como de niño que, despertando a medias en el regazo de la madre, busca inconscientemente más calor y más halago.

Le hablé con dulzura, calmé su nueva agitación y sobresalto con las palabras más cariñosas que encontré en el lenguaje de mi amor, y la tranquilicé cuando sintiendo el dolor comprendió que estaba herida. Mirose súbito el hombro y encontrole descubierto; no podía tener una palabra de reproche para mí por aquel justificado atrevimiento; pero llevó violentamente la mano como para cubrir la belleza revelada. Adiviné en su semblante el fuego del rubor que no podía ver, y ruborizado a mi vez, como niño sorprendido en la falta, volví el rostro, arranqué de la silla mi manta, y sin decir una palabra   —128→   la eché sobre los hombros de Remedios. ¡Pero la imagen viva de aquel bellísimo que había visto y tocado, aparecía en mi mente resaltando iluminada sobre un fondo oscuro, a pesar de que enérgicamente la desechaba, como ofensa a la niña, el escrúpulo de mi infantil pureza!

Ni una palabra nos dijimos; púsela sobre la silla, salté a la grupa, y haciéndola apoyarse sobre mi pecho, cruzamos el arroyo y tomamos el rumbo de San Martín. El peligro hacía poca mella en mi corazón, y mucha el contacto de aquella joven, a cuyo influjo había despertado mi alma del sueño del niño. Creo que soñaba yo en aquel momento, y me parecía que Remedios dormía dulcemente en mis brazos, en el fondo tibio de la alcoba nupcial...

Al salir de una llanura elevada, noté que sobre el campo se extendía un extraño reflejo de luz rojiza; volví atrás la cabeza y allá a lo lejos vi una pequeña llama agitada por el viento. ¡Todo lo comprendí! La casa de San Bonifacio ardía hasta los cimientos, en desquite de añejos agravios y de la evasión de Remedios.

  —129→  

La indignación, el horror y la vergüenza se apoderaron de mí, no sé quién con mayor imperio, y una voz sombría, dura y severa que algunas veces he oído en mi vida, y que creo es la de mi conciencia, parecía gritarme al oído:

-¡Es la bola! ¡Es la bola!



IndiceSiguiente