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ArribaAbajoActo II

 

El mismo decorado del acto anterior. Un par de horas después. Pero, en este tiempo, se han verificado algunas transformaciones.

 
 

En la zona de la izquierda han desaparecido los sillones y la mesita. Y se ha instalado una gran mesa cubierta con riquísima mantelería. Sobre el mantel, dos soberbios candelabros con las velas encendidas y un fantástico centro de flores frescas. Los cubiertos están dispuestos así: uno, en el centro, frente al público, y los otros dos, uno en cada extremo de la mesa. Todo el servicio es suntuoso y el aspecto de la mesa resulta impresionante. Tres esplendorosos y lujosísimos sillones dorados, con el respaldo y el asiento tapizados en rojo, esperan a los tres comensales.

 
 

La gran vidriera del fondo tiene las cortinas corridas. Junto a la chimenea todo está como antes: el sofá y el sillón.

 
 

(Están en escena la DUQUESA, SILVIA y el MAÎTRE. El MAÎTRE da los últimos toques a los cubiertos, rectifica la posición de los sillones, etc. La DUQUESA, que viste con el esplendor de sus mejores tiempos, ayudada por SILVIA, arregla, todo lo artísticamente que puede, las flores de la mesa. Los tres están muy excitados.)

 

DUQUESA.-  Por favor, hijita. ¡Un poco de cuidado! Tocas las flores como si fueran verduras...

SILVIA.-  ¡Ay, señora Duquesa! Es que estoy muy nerviosa...

DUQUESA.-  Estás muy nerviosa, estás muy nerviosa. Todos estáis muy nerviosos. Deberíais aprender de mí, que nunca pierdo el juicio...

MAÎTRE.-  Más a prisa, Silvia. Solo faltan unos minutos...

SILVIA.-  Sí, señor. Ya está todo.

MAÎTRE.-  ¡Oh, qué noche!

DUQUESA.-  ¡Ay! Estoy rabiando por conocer a Sus Majestades.

MAÎTRE.-  Y yo también, señora Duquesa. Como desde que llegaron no han salido de sus habitaciones...

 

(Asoma LILÍ por la escalerita de la izquierda y llama.)

 

LILÍ.-  ¡Chiss!

MAÎTRE.-  ¿Ya vienen?

LILÍ.-  Todavía no. Sigue cada uno en su cuarto.  (Muy enternecida.)  Pero el más viejecito de los tres se ha puesto a silbar...

DUQUESA.-  ¡Oh! ¡Qué señorío!

MAÎTRE.-  ¡No puede negar que es un rey!

DUQUESA.-  ¿Y qué es lo que silba? ¿Música clásica?

LILÍ.-  ¡Sí, señora! ¡«La viuda alegre»!5 (Y sale por donde vino.) 

DUQUESA.-  ¡Me lo figuraba! ¡Qué delicado espíritu musical tiene Su Majestad! «La viuda alegre» es una obra preciosa, preciosa. Hay una escena que siempre me hace llorar: cuando ese pobrecito Mario Cavaradossi canta el «Adiós a la vida»6. ¡Ah! He visto muchísimas veces «La viuda alegre»; me la sé de memoria y siempre, siempre tengo que llorar cuando llega el «Adiós a la vida»...

 

(Por la escalera de la derecha bajan KOPROFF y MOLINSKY. Ambos visten magníficos fracs, y sobre las blancas pecheras impolutas llevan una banda roja exactamente igual los dos. Se quedan embelesados ante la gran mesa.)

 

KOPROFF.-  ¡Oh! ¿Qué te parece, Molinsky?

MOLINSKY.-  ¡Qué hermosura!

KOPROFF.-   (Casi emocionado.) Es una mesa digna de tres reyes. Ya los estoy viendo. Ahí, en el centro, Alberto V. Allí, su Majestad Imperial Alí-Harom. Aquí, el Príncipe Federico.  (Da una vuelta alrededor de la mesa. De pronto, muy inquieto.)  ¡Duquesa! ¿Está usted segura de que entre esas flores no se esconde algún peligro para las vidas de Sus Majestades? (Muy experto.)  Es el método clásico...

DUQUESA.-   (Con muchísima dignidad.) ¡Camarada Koproff! Si debajo de estas flores hubiera una bomba, yo lo habría notado. ¡Soy muy perspicaz!

KOPROFF.-   (Gruñe.) ¡Hum! Está bien. Pero todas las precauciones me parecen pocas para garantizar la seguridad de Sus Majestades, que son huéspedes del Partido... ¡Camarada Molinsky!

MOLINSKY.-  ¡Camarada Koproff!

KOPROFF.-  Vete la cocina y vigila al cocinero. Es polaco y no me fío...

MOLINSKY.-  Sí, camarada.

 

(Sale MOLINSKY diligentemente. KOPROFF se vuelve hacia el MAÎTRE.)

 

KOPROFF.-  Faltan unos minutos para las nueve. Ya no tardarán en bajar Sus Majestades. Póngase usted inmediatamente a sus órdenes, pero de ningún modo se dé usted por enterado de su verdadera personalidad.

MAÎTRE.-  Sí, señor.

KOPROFF.-  Dejémosles conservar el incógnito hasta que llegue el momento.  (Sonríe inefablemente.)  Y ¡qué momento!  (Ya en la puerta de la derecha, se vuelve y contempla la mesa con verdadero orgullo.) ¡Ah! Es la vieja Europa que vuelve...

 

(Sale. Entre los tres personajes que quedan en escena hay un pequeño silencio de admiración.)

 

SILVIA.-  ¡Qué hombre!

MAÎTRE.-  ¡Es todo un carácter!

DUQUESA.-  ¡Qué monárquico es este espía! Por eso me gusta. En mis tiempos, todos éramos monárquicos. ¡Todos! Los que no eran monárquicos, eran anarquistas para llamar la atención. Pero como eran muy poquitos y todos llevaban barbas, en seguida los cogía la policía.  (Muy sentimental.)  ¡Ah! Una vez, en Berlín, se enamoró de mí un anarquista muy simpático que se ganaba la vida haciendo atentados... Pero nunca había matado a nadie. Era un bendito.  (Comienza a oírse cerca, pero en un tono muy suave y muy bajo, casi dulcemente, la melodía de «Canción de Navidad». Todos vuelven la cabeza hacia la escalera de la derecha.)  ¡Oh! ¿Qué es eso?

 

(Y en la escalera surge PALOMA, alegre, casi aladamente. Viste un traje de noche corto con vaporosas faldas de tul. Y la sonrisa y los ojos le resplandecen.)

 

PALOMA.-  ¡Buenas noches! ¿Qué tal estoy?

MAÎTRE.-  Admirable...

SILVIA.-  ¡Ay, señorita Paloma!

PALOMA.-  Un paso, dos pasos, tres pasos...  (Ya está en el centro y se inclina hacia el MAÎTRE en una gran reverencia.)  ¡Príncipe Federico! A los pies de Su Alteza...

DUQUESA.-   (Extrañadísima.)  ¿Qué está usted haciendo, hija mía?

PALOMA.-  ¡Chiss! Estoy ensayando mi encuentro con el Príncipe Federico... Ese disco es la música de fondo, que ayuda mucho.

 

(Transición. Al MAÎTRE otra vez, encantadoramente.)

 

¿Martini o Jerez, Alteza?

MAÎTRE.-   (Muy serio.) ¿Qué debo contestar?

PALOMA.-  ¡Tú te callas!

MAÎTRE.-  Sí, señorita...

DUQUESA.-  ¡Dios mío! Lo que sabe esta muchacha...  (Transición.)  Entonces, ¿está usted decidida, hijita?

PALOMA.-  ¡Sí! Todo lo que ocurre aquí esta noche tiene aire de aventura. ¿Por qué no ha de ser para mí también mi gran aventura?  (Transición.)  Además, estoy harta de infelices. Esta vez se trata de un príncipe. ¡Un príncipe nada menos! Comprenderá usted que no puedo perder la ocasión.

DUQUESA.-   (Con risueño secreto.) Hace usted muy bien, querida. ¿Sabe usted que una vez, hace muchos años, yo también me propuse conquistar a un príncipe?

PALOMA.-   (Emocionadísima.) ¡Ay, Duquesa! ¿Y lo consiguió?

DUQUESA.-  Mujer... Eso no se pregunta.

PALOMA.-  ¿Cómo era?

DUQUESA.-  Era un hombre magnífico... Un príncipe encantador.  (Con suave nostalgia.)  ¡Je! Fue en un balneario. Entonces todos íbamos a los balnearios para divertirnos. Ahora solo van los reumáticos para tomar las aguas... Así está todo. Recuerdo que era una noche de verano. El príncipe y yo estábamos solos en el salón. Yo me senté al piano y canté una canción. Nada más. (Sonríe.)  Fue muy fácil.

PALOMA.-  ¿Era una canción picante?

DUQUESA.-  ¡Je! Un poquito...  (Con cierta satisfacción.) Entonces éramos todos muy libertinos.

 

(Aparece LILÍ, sobresaltadísima, en la meseta de la izquierda.)

 

LILÍ.-  ¡Ya vienen! ¡Ya están ahí!

 

(Un gran revuelo.)

 

TODOS.-  ¡Oh!

MAÎTRE.-  Vamos, vamos... Por favor.

PALOMA.-  ¡Ay, Duquesa! ¡Ha llegado el momento! (Y escapa. Sube los peldaños de la derecha y desaparece.) 

SILVIA.-  ¡Señora Duquesa! ¿Se va usted a quedar escuchando?

DUQUESA.-  ¡Naturalmente! Desde que fui espía siempre escucho detrás de las puertas...

 

(Sale la DUQUESA con SILVIA y LILÍ por la derecha. Solo queda en escena el MAÎTRE, junto a la chimenea, muy tieso, en funciones. Y por la escalerita de la izquierda, tan tranquilo, silbando bajito, con las manos en los bolsillos del pantalón, con su bufanda liada al cuello, y con su eterno aire de estar en la luna, baja el Príncipe FEDERICO.)

 

FEDERICO.-  Buenas noches.

MAÎTRE.-  Buenas noches, señor.

 

(El MAÎTRE se dobla en una gran reverencia, que resulta estéril porque el Príncipe no le ve, interesadísimo como está ante la gran mesa dispuesta.)

 

FEDERICO.-  ¡Hola! ¡Vaya mesa! Por lo visto, tienen ustedes huéspedes de importancia...

MAÎTRE.-   (Con toda su alma.) De muchísima importancia, señor...

FEDERICO.-  ¿Americanos?

MAÎTRE.-  ¡Más! Mucho más importantes...

FEDERICO.-  ¿Más? Pues no caigo...  (Sonriendo.) Oiga, por curiosidad: ¿Qué van a comer estos señores?

MAÎTRE.-  ¡Oh! Sopa de tortuga, salmón, caviar, langosta, pavo relleno, dulces, frutas, helados, vinos, champán...

FEDERICO.-  ¡Qué bárbaros!

MAÎTRE.-  ¡Oh!

FEDERICO.-   (Escandalizado.)  Pero todo eso saldrá carísimo...

MAÎTRE.-   (Confidencial.) Está todo pagado, señor...

FEDERICO.-  ¿De verdad?  (Con nostalgia.) ¡Qué suerte tienen algunos!

MAÎTRE.-  Con permiso del señor. Estoy a las órdenes de los señores...

 

(Se inclina todo lo que puede, pero tampoco esta vez el Príncipe lo advierte, y sale. FEDERICO, casi embelesado, da una vuelta alrededor de la mesa. Y baja el Rey ALBERTO por la escalera de la izquierda. Igual que el Príncipe, viste como en el primer acto.)

 

ALBERTO.-  ¡Caramba! ¿Para quién es este lujo?

FEDERICO.-  ¡Chiss! Por lo visto, hay peces gordos...

ALBERTO.-  ¡Ah, vamos!

FEDERICO.-  Pues si conociera usted el menú... Tienen hasta caviar.

ALBERTO.-  ¿Caviar?

FEDERICO.-  ¡Caviar!

ALBERTO.-  ¡Qué derroche!  (Se queda mirando la mesa con mucho respeto.)  Gente de izquierdas, como si lo viera...

FEDERICO.-  ¿Cree usted?

ALBERTO.-   (Un suspiro.) Sí, hijo mío. El verdadero lujo es una consecuencia de la Revolución. Antes no éramos así. En mi corte se vivía con mucha modestia. Era la corte pequeñita de un pequeño país y no podíamos meternos en gastos. Quizá en las fiestas de gran trascendencia diplomática hacíamos un exceso. Pero nunca llegábamos a estos dispendios.  (Sonríe.) A diario, la reina y yo comíamos en un comedor muy chiquito que tenía un ventanal al jardín. Pero todo muy sencillito, ¿sabes? Y de comer, casi nada. Como los dos estábamos a régimen. Después, en el destierro, ya viudo y solo, muchísimo menos. En París soy un buen cliente de los restaurantes modestos. Porque la verdad, hijo, es que no ando bien de dinero...

FEDERICO.-   (Con melancolía.) Yo ni siquiera puedo recordar cómo se servía la mesa en palacio. Nací en el destierro. He de cerrar los ojos para imaginármelo todo. En el exilio, los reyes tenemos que vivir de la imaginación, como los poetas. Ya ve usted: cuando yo vine al mundo, mi madre me nombró Sargento Honorario de la Guardia Real. Y la semana pasada me hizo Coronel...

ALBERTO.-  Pues habiendo empezado tan joven no lleva usted una gran carrera...

FEDERICO.-  ¡Je! Es que mi madre es muy severa y no tolera favoritismos...

 

(Aparece ALÍ-HAROM en la meseta de la izquierda. También lleva su único traje. Y se queda suspenso de admiración ante la mesa.)

 

ALÍ-HAROM.-  ¡Por el Profeta! ¿Es que ha venido alguien de Hollywood?

 

(Ríen ALBERTO y FEDERICO.)

 

ALBERTO.-  ¡Querido Alí!

ALÍ-HAROM.-   (Absorto.) ¡Qué mesa! Cuánto esplendor...  (De pronto.) ¿Estamos solos? Pues me aprovecharé un ratito...  (Y rápidamente, sin que nadie lo pueda evitar, toma asiento en el sillón central, donde se repantinga a su gusto.) ¡Je!

FEDERICO.-  Pero, hombre, ¿qué hace usted?

ALBERTO.-  Este Alí-Harom...

ALÍ-HAROM.-   (Baja los ojos avergonzado.) ¡Je! No lo puedo remediar. Estas flores, estos lujos, estas luces, me recuerdan tantas cosas. En mi mesa se servía el vino en copas de oro...  (Se calla. Bruscamente, como un niño caprichoso, pero terriblemente encorajinado, pega un atroz puñetazo sobre la mesa.)  ¡Oh!

ALBERTO.-   (Asustado.)  ¡Alí-Harom!

ALÍ-HAROM.-  ¡Yo quiero mi trono!

FEDERICO.-  ¡No grite!

ALÍ-HAROM.-  ¡He dicho que quiero mi trono! ¡Quiero volver a reinar! No renuncio a todo lo que he perdido. ¡Quiero volver a mi país! Sueño a todas horas con ese gran día. Ya me veo en la terraza del Palacio Imperial dirigiéndome a la muchedumbre. Hasta tengo preparado mi discurso. Escuchen.  (En pie. En orador.)  ¡Perros renegados que traicionasteis al Profeta!...

FEDERICO.-  ¡Oh!

ALBERTO.-  ¿Usted cree que ese comienzo es político?

ALÍ-HAROM.-   (Con superioridad.) ¡Oh! ¡Qué poco conoce usted la civilización oriental! Todo mi pueblo se hincará de rodillas cuando yo aparezca llevando sobre mis hombros la capa sagrada del Profeta...

ALBERTO.-  ¡Oh! He oído hablar de esa capa. ¿Es cierto que tiene virtudes milagrosas?

ALÍ-HAROM.-  ¡Si!  (Con unción.) Desde hace miles de años, la capa del Profeta, con su poder sobrenatural, convierte en dioses sagrados a los monarcas de mi dinastía...

ALBERTO.-  ¿Y es bonita?

ALÍ-HAROM.-  Preciosa... Roja por fuera y azul por dentro.  (Muy natural.)  Me las hacen en Londres.  (Transición.) ¿Y usted? ¿No espera volver a reinar?

ALBERTO.-  ¿Pues qué quiere que le diga, amigo mío? En mi país hay ahora una República de derechas...

ALÍ-HAROM.-   (Pesimista.) Malo.

ALBERTO.-  ¡Malísimo! Las derechas no le ayudan a uno nada...

FEDERICO.-   (Un suspiro.) Eso es verdad.

ALBERTO.-  Claro que, de vez en cuando, todavía suena mi nombre en las combinaciones internacionales de las cancillerías. Eso sí. Por otra parte, en mi patria queda un grupo de viejos aristócratas que siguen haciendo la propaganda de mi restauración. Pero lo hacen por seguir la tradición. Parece que no se trata de nada serio.  (Sonríe.) No tienen prisa.

 

(Un levísimo silencio. En este instante, el Príncipe, lejos de los otros dos, está sentado en el sofá con los ojos fijos en el suelo. Habla hondamente para sí mismo.)

 

FEDERICO.-  Yo sí tengo prisa. ¡Quiero ser rey! ¡Y pronto! No solo para salvar a mi patria, sino para salvarme yo mismo. Desde que era un niño estoy oyendo en mis oídos las mismas palabras: ¡Tú serás rey!  (Sonríe.) El viejo castillo de Irlanda, rodeado de bosques y de niebla, era un romántico rincón para guardar al pequeño príncipe en el exilio. Mi tío, el Gran Duque, me enseñaba esgrima; mi madre me hablaba, en las largas veladas, de los días gloriosos de la dinastía y de las montañas verdes de esa patria que aún no conozco, y los criados, cuando jugaban conmigo en el parque, me llamaban Majestad... Esa fue mi niñez. ¿Comprenden ustedes? Me han hecho para ser rey. Pero todavía no lo soy. Y tengo que serlo si quiero sentirme dueño de mí mismo. Porque ahora, mientras espero un día y otro, solo soy un pobre muchacho torpe y tímido... Yo sabría decirle a todo mi pueblo, desde el balcón de Palacio, las grandes palabras patrióticas que debe pronunciar un rey. Pero me siento incapaz de decir en voz baja esas pequeñas palabras, esas hermosas palabras pequeñitas que saben decir todos los hombres. Esta tarde, aquí mismo, apenas supe decirle bonita a una muchacha. Y le hubiera dicho tantas cosas, Dios mío, tantas cosas...  (Con emocionadísimo coraje.) ¡Oh! Es para echarse a llorar...  (Un silencio. El Príncipe vuelve la cabeza y, sonrojado, mira de reojo a ALBERTO y a ALÍ-HAROM, que están al otro lado del escenario.)  Discúlpenme. No sé por qué he dicho todo eso. Estoy avergonzado...

ALÍ-HAROM.-  ¡Príncipe!  (A ALBERTO.) ¿Qué le sucede?

ALBERTO.-   (Sonríe.)  Deje... Debe de ser esa muchacha que ha pasado por aquí como un ángel. O como un demonio. Porque los ángeles y los demonios se parecen en que andan de puntillas. ¡Pobre príncipe! Yo me atrevería a jurar que esta noche de Navidad, lejos del viejo castillo, es su primera aventura...  (Transición.) Venga, Alí-Harom, creo que ha llegado el momento de buscar nuestra mesa.

ALÍ-HAROM.-  Eso, eso. Yo quiero una copa...

ALBERTO.-  Seguramente, nos habrán instalado por ahí, en cualquier rinconcito...

 

(Salen ALBERTO y ALÍ-HAROM del brazo por la entrada de la izquierda. Queda el Príncipe solo en el sofá. Una pequeña pausa. Y vuelve a oírse el disco de «Canción de Navidad». El Príncipe, lentamente, vuelve los ojos hacia el fondo. Y allí surge PALOMA. Sonríe. Busca algo y, como no lo encuentra, baja y se dirige al Príncipe con toda familiaridad.)

 

PALOMA.-  Oiga, profesor. ¿Dónde está el príncipe?

FEDERICO.-   (Asustado.)  ¡Señorita! ¿Para qué busca usted al príncipe?

PALOMA.-  ¿No lo adivina?  (Con picardía.) Voy a hacerle el amor...

FEDERICO.-  ¡Señorita! Eso... Eso es una barbaridad.

PALOMA.-  ¡Ay! ¿Por qué?

FEDERICO.-   (Con rubor.)  Porque le va usted a poner en un apuro...

PALOMA.-  ¡Oh!  (Ríe alegremente.)  Pero, profesor... ¡El príncipe estará tan acostumbrado a que le asedien las mujeres!

FEDERICO.-  ¡Ca! No crea. Eso es propaganda monárquica...

PALOMA.-  Para mí, ya comprenderá usted, profesor, que es muy fácil. Soy actriz. Y siempre he hecho la ingenua en las comedias de aristócratas. Cuando yo aparezca ante él, el Príncipe se me quedará mirando como si despertara de un sueño. Yo tendré los ojos llenos de lágrimas, como corresponde a una pobre muchacha inocente, que es lo que soy deslumbrada ante un príncipe.  (Sonríe.)  Y entonces...

FEDERICO.-   (Muy curioso.) A ver, a ver...

PALOMA.-  Entonces, me desmayaré...

FEDERICO.-   (Con susto.) ¿Será usted capaz?

PALOMA.-  ¡Ay, sí!  (Muy satisfecha.)  Lo hago muy bien. De mi última película dijeron los críticos que desde Sara Bernhard hasta hoy nadie se ha desmayado como yo. Me desmayaré. Y el príncipe, que es un caballero, me llevará en brazos hasta mi cuarto...

FEDERICO.-   (Curiosísimo.) ¿Y después?

PALOMA.-  Hombre, por Dios. Me va usted a poner colorada...

FEDERICO.-   (Boquiabierto.) ¡Ah, ya! Ya me hago cargo...  (Silenciosamente se sienta en el sillón. La mira.)  ¡Señorita! ¿Qué idea tiene usted del príncipe?

PALOMA.-  ¡Oh! Yo nunca tengo ideas, profesor. Las odio. Yo solo tengo mucha imaginación y presentimientos. Si ahora mismo cerrara los ojos y el príncipe apareciera en esa puerta, yo podría decirle a usted cómo es sin mirarle. Le veo. Le veo vestido para la cena con su uniforme blanco y su gran capa roja...

FEDERICO.-  Pero, señorita, eso es un príncipe de cuento de hadas...

PALOMA.-  ¡Claro! Un príncipe como Dios manda. Le veo fuerte, dominador, altanero, un poquito insolente. ¡Ay! Estos son los hombres que a mí me gustan. Debe de ser una sensación tan hermosa soportar toda la fuerza, todo el dominio y toda la soberbia de un hombre; sentir que se queda una sin voluntad, porque la voluntad de los dos es la suya. Y una no ser nada. Nada. No pensar. No existir siquiera. Como un gatito. ¡Digo! Pero si no hay más que ver lo contento que se pone René cuando se porta mal y tengo que darle una bofetada...  (Transición.) ¿Me comprende usted, verdad?

FEDERICO.-  Sí, señorita. Todo lo que usted dice es muy natural... Y créame que, de buena gana, le daría una bofetada.  (La mira. Un suspiro.)  Pero no puedo. ¿Sabe? No puedo.

PALOMA.-   (Casi con ternura.)  Pobrecito... Usted es de los otros.

FEDERICO.-  ¡Je! ¿Se me nota mucho?

PALOMA.-  Una barbaridad. Como que mirándole bien, resulta que usted y René se parecen muchísimo...

FEDERICO.-  ¿De veras?

PALOMA.-  ¡Son iguales!

FEDERICO.-  Bueno. Eso pasa mucho. Pero ¿quién es René?

PALOMA.-  ¡Ay! ¿Y a usted qué le importa?

FEDERICO.-  ¡Je!

PALOMA.-   (Muy alegre.) ¿O es que también se va usted a meter en mi vida privada?

FEDERICO.-  ¡Je!

 

(Se miran. Se ríen. Ella vivamente. Él con timidez. Y en este momento aparecen ALBERTO y ALÍ-HAROM que vuelven.)

 

ALBERTO.-  Por lo visto, se han olvidado de nosotros. Llamaremos al Maître...

 

(Se detienen los dos al descubrir al Príncipe y a PALOMA.)

 

¡Príncipe Federico! Enhorabuena...

 

(PALOMA se yergue, muda de estupor, con un grito sofocado en la garganta.)

 

PALOMA.-  ¿Qué? ¿Qué ha dicho?

FEDERICO.-   (Turbadísimo.) ¡Je!

PALOMA.-  ¿Es usted... el príncipe?

FEDERICO.-  Sí, señorita...  (Humildemente.) Lo siento. Lo siento muchísimo.

PALOMA.-  ¡Oh! (Le mira. Los mira a los tres y escapa sofocadísima, con silencioso coraje, a punto de llorar.) 

ALBERTO.-  ¡Caramba, Príncipe! ¿Quién es esta señorita?

 

(PALOMA se detiene y se vuelve.)

 

PALOMA.-  ¡Majestad! ¿Quién puedo ser yo, un pobre chica, rodeada de reyes? ¡Yo soy el pueblo!

ALBERTO.-  ¡Hola!

ALÍ-HAROM.-  ¡El pueblo!

PALOMA.-  Sí, sí...

ALÍ-HAROM.-   (Complacidísimo.) Lo que es la civilización...

ALBERTO.-  ¡Vaya! Reconozco que yo tenía sobre el pueblo unas ideas muy equivocadas. Pero, en fin, si el pueblo es esta señorita, soy capaz de creer hasta en la democracia cristiana...  (Se vuelve hacia ALÍ-HAROM.)  Esta muchacha nos ha reconocido. Eso significa que estamos descubiertos...

ALÍ-HAROM.-  ¡Claro!  (Con muchísima razón.) Como venimos de incógnito... A mí, siempre que voy de incógnito a algún sitio, me piden autógrafos. No falla.

ALBERTO.-  ¡Señorita! ¿Cómo ha sabido usted de nuestra presencia en esta casa?

PALOMA.-  ¡Toma! Porque me lo han dicho los comunistas que están ahí...

LOS TRES.-   (Con un escalofrío.)  ¿Qué?

PALOMA.-   (En su mundo.) ¡Ay, Dios mío! ¡Qué desgraciada soy!

 

(Echa a correr y desaparece por la escalera de la derecha. Los tres reyes, reunidos en la izquierda, están, como es natural, sobresaltadísimos. Y comienzan a hablar casi a un tiempo.)

 

ALBERTO.-  ¿Qué ha dicho?

ALÍ-HAROM.-  ¿Ha dicho los comunistas?

FEDERICO.-  Sí, sí. Eso ha dicho.

ALÍ-HAROM.-  ¡Los comunistas aquí!  (Nerviosísimo.) Eso es que vienen a matarme.

ALBERTO.-   (Indignado.) Hombre, no sea usted egoísta...

ALÍ-HAROM.-  ¡Oh!

ALBERTO.-  ¡Siempre quiere usted ser el único! Lo natural es que vengan a matar tres pájaros de un tiro...

FEDERICO.-  ¿Serán muchos?

ALBERTO.-  ¡Desde luego! Muchísimos. Ellos lo hacen todo en masa. Estará el Parador lleno de agentes comunistas...

FEDERICO.-  ¿Y qué vamos a hacer?

ALÍ-HAROM.-  ¡Eso! Porque algo hay que hacer...

ALBERTO.-  A mí no se me ocurre nada. ¿Tienen ustedes armas?

ALÍ-HAROM.-  Yo, no...

FEDERICO.-  Yo, tampoco...

ALBERTO.-  Ni yo... Estamos perdidos.

ALÍ-HAROM.-  ¡Qué horror!

 

(Surgen por la derecha KOPROFF y MOLINSKY. Muy ceremoniosamente, avanzan unos pasos y se inclinan ceremoniosos ante Sus Majestades.)

 

ALBERTO.-  ¡Oh! Estos no deben saberlo...

ALÍ-HAROM.-  ¡Pobres!

ALBERTO.-  ¡Caballeros! Me creo en el deber de hacerles una advertencia. Tengan ustedes mucho cuidado. En la casa hay comunistas...

 

(Y con mucha prisa, los tres reyes, uno detrás del otro, suben la escalerita de la izquierda y desaparecen presurosamente. KOPROFF y MOLINSKY, avergonzadísimos, bajan los ojos al suelo... Y se sientan en el sofá.)

 

MOLINSKY.-  ¡Je!

KOPROFF.-  ¿Has oído?

MOLINSKY.-  ¡Sí!

KOPROFF.-  ¡Nos han confundido!

MOLINSKY.-  Ya, ya... Nos han llamado caballeros...

KOPROFF.-  Esto no me había pasado nunca...

MOLINSKY.-  Lo creo...

KOPROFF.-   (Amargamente.) ¡Veinte años! ¡Veinte años de agente secreto! ¿Y todo para qué? Para que me confundan con otro.

MOLINSKY.-  ¡Pobre camarada Koproff!

KOPROFF.-  ¡Silencio!

MOLINSKY.-  ¡Oh!

 

(Por la escalerita, pisando sin ruido alguno, bajan ALBERTO, ALÍ-HAROM y FEDERICO. Los tres han recuperado apresuradamente sus sombreros y cada uno lleva su maletita. Con toda decisión, pero sin ruido, pisando de puntillas, se dirigen a la salida de la izquierda. KOPROFF y MOLINSKY automáticamente se ponen en pie.)

 

KOPROFF.-  Con la venia de Sus Majestades. El camarada Basilio Koproff, Delegado del Servicio Secreto del Partido...

MOLINSKY.-  El camarada Fedor Molinsky, Delegado Adjunto...

 

(Los dos se inclinan profundamente. Los tres reyes, inmóviles junto a la salida, se miran mudos de estupor.)

 

LOS TRES.-  ¿Qué?

FEDERICO.-  ¿Son ustedes los... comunistas?

KOPROFF.-   (Rendidamente.)  Para servir a Sus Majestades...

ALÍ-HAROM.-   (Más tranquilo.)  Pero, hombre. ¿Por qué no lo han dicho antes?

MOLINSKY.-  ¡Pché! Porque no nos gusta darnos importancia...

 

(Los tres reyes se acercan despacito y examinan a los delegados con muchísima atención y un profundo asombro.)

 

LOS TRES.-  ¡Oh!

ALBERTO.-  Es asombroso. Tan elegantes, tan distinguidos. No se parecen en nada a la idea que uno tiene de los comunistas...

KOPROFF.-  Lo creo, Majestad.  (Muy dolido.) Ese cine americano nos ha hecho tanto daño...7

ALÍ-HAROM.-   (Receloso.) ¡Oiga! ¿Practican ustedes las ejecuciones?

KOPROFF.-  ¡Otra vez la leyenda! Majestad: desde que cambió la línea del Partido solo ejecutamos entre nosotros... Como los americanos.

ALÍ-HAROM.-  Entonces, ¿podemos estar tranquilos?

KOPROFF.-  Pero, señor. Si estamos aquí para velar por Sus Majestades. El camarada Molinsky ha vigilado al cocinero, y yo, personalmente, he inspeccionado esta mesa para Sus Majestades...

ALÍ-HAROM.-   (Estupefacto.)  ¿Cómo? Pero ¿esta mesa es para nosotros?

KOPROFF.-  Sí, Majestad.  (Sonríe.)  Es un pequeño obsequio del Partido...

ALÍ-HAROM.-   (Atónito.) ¡Caramba! Pues muy agradecidos...  (Se vuelve.) ¿Han oído ustedes?

ALBERTO.-  Ya, ya...

FEDERICO.-  Es increíble...

ALÍ-HAROM.-  ¡Quién nos lo iba decir!  (Agradecidísimo.) Pero qué amable es este Koproff. Para que luego digan. Oiga. ¿Es usted de los antiguos?

MOLINSKY.-  ¡Quia! No, señor.  (Vivamente.)  De esos no quedan...

FEDERICO.-  Un momento.  (Con timidez.) ¿Su presencia en este Parador significa que esta noche van ustedes a hacer aquí una revolución?

KOPROFF.-  ¡Alteza!  (Con modestia.) Haremos lo que podamos...

ALÍ-HAROM.-   (Muy estimulante.) Ande, ande, que sí podrán...

MOLINSKY.-   (Muy ilusionado.)  ¿Usted cree?

ALÍ-HAROM.-  ¡Claro, hijo! No hay que desanimarse...

MOLINSKY.-   (Encantado.) Pero qué simpático es este rey...

FEDERICO.-  ¡Una revolución!  (Asombradísimo.) Pero ¿en traje de etiqueta?

KOPROFF.-  Es la nueva línea del Partido... Para los actos oficiales nos vestimos en Londres.

ALÍ-HAROM.-   (Contentísimo.)  ¿En Londres?

KOPROFF.-  Sí, sí...

ALÍ-HAROM.-  ¡Como yo!

KOPROFF.-   (Muy satisfecho.) ¡No me diga!

ALÍ-HAROM.-  Que sí, que sí...

KOPROFF.-  ¿En qué sastre? ¿Walter o Norton?

ALÍ-HAROM.-  ¡Norton! ¡Norton!

KOPROFF.-  ¡El mío!

ALÍ-HAROM.-   (Dichoso.) ¿Es posible?

KOPROFF.-  Sí, sí...

ALÍ-HAROM.-  ¡Venga esa mano!

KOPROFF.-  Encantado, Majestad...

ALÍ-HAROM.-  Vengan, vengan... Siéntense un ratito.  (Y muy alegre y satisfecho, ALÍ-HAROM se sienta en el sofá entre KOPROFF y MOLINSKY.)  ¡Je! Vaya, hombre, vaya. Conque del Servicio Secreto, ¿eh? ¡Espías!

MOLINSKY.-   (Felicísimo.) Eso, eso. ¡Espías!

ALÍ-HAROM.-   (En confianza.) Y ahora que estamos entre amigos, ¿están ustedes contentos con su profesión?

KOPROFF.-   (Confidencial.) Pues ¿qué quiere que le diga? Si yo le contara a Su Majestad...

ALÍ-HAROM.-  ¡Ah! ¿Sí? Cuente, cuente...

KOPROFF.-  Tiene uno que aguantar tantas cosas...

MOLINSKY.-  ¡Huy! Está uno más harto...

ALÍ-HAROM.-   (Muy impresionado.)  ¡Pobres!

KOPROFF.-  En fin, ¿para qué voy a entristecer a Vuestra Majestad?  (Con filosófica resignación.) La verdad es que todo el mundo quisiera cambiar de oficio...

ALÍ-HAROM.-  ¡Ah! Muy cierto, querido Koproff. A mí también me gustaría ser otra cosa de lo que soy...

MOLINSKY.-  ¿Y qué le gustaría ser a Vuestra Majestad?

ALÍ-HAROM.-  Me gustaría ser rey de Inglaterra... Es más seguro.  (Transición.)  ¡Ea! Esto hay que celebrarlo. ¡Que traigan unas copas!

 

(KOPROFF, como movido por un resorte, se yergue autoritariamente.)

 

KOPROFF.-  ¡No!

ALÍ-HAROM.-  ¡Ah! ¿No?

KOPROFF.-  ¡No! Copas, no.  (Con tono de paternal y severa admonición.)  ¿Es que Vuestra Majestad se olvida de su hígado?

ALÍ-HAROM.-  Pero, ¿sabe usted lo de mi hígado?

MOLINSKY.-  ¡Huy!  (Experto.)  ¿Qué no sabremos nosotros?

KOPROFF.-   (Sonríe.) Al Servicio Secreto no se le escapa nada. Desde hace mucho tiempo tenemos las fichas médicas de Sus Majestades completamente al día...

 

(FEDERICO y ALBERTO se acercan interesadísimos y con evidente alarma.)

 

FEDERICO.-  ¿Es posible?

ALBERTO.-  ¡Oiga! ¿Y cómo me encuentran ustedes? Porque yo soy muy aprensivo...

KOPROFF.-   (Cejijunto.)  Últimamente, Vuestra Majestad ha hecho algunos excesos... El Partido está muy disgustado.

ALBERTO.-  ¡Caramba! Cuánto lo siento...

KOPROFF.-  Tengo que reñir muy seriamente a Sus Majestades por la falta de atención que prestan a su augusta salud... ¡Así no vamos a ninguna parte! El Partido está muy preocupado.  (Da unos pasos y se dirige a uno y a otro según habla.)  ¡Vuestra Majestad no volverá a probar ni una gota de whisky!

ALÍ-HAROM.-   (Suplicante.) Hombre, Koproff...

KOPROFF.-  ¡Ni una gota! ¡Orden del Partido!

ALÍ-HAROM.-  ¡Ah!  (Con desconsuelo.) Entonces...

KOPROFF.-  Su Alteza, Príncipe Federico, es un intelectual que se pasa la vida entre libros. Está destrozando su juventud. Tiene que hacer deporte. ¡Mucho sol! ¡Aire puro! ¡Hay que vigorizar esos músculos!...  (Se detiene ante el Rey ALBERTO. Se cruza de brazos. Y con severísimo reproche.)  Y en cuanto a Vuestra Majestad, ¿qué voy a decirle? Parece mentira que a sus años...

ALBERTO.-   (Muy bajito y algo ruborizado.) Pero ¿también eso lo sabe usted?

KOPROFF.-  ¡Todo!

LOS TRES.-  ¡Oh!

KOPROFF.-  Ni un solo detalle de las vidas de Sus Majestades pasa inadvertido para nuestra vigilancia. Desde la noche de la fiesta de Niza, nuestros mejores agentes han seguido día a día los pasos de Sus Majestades...

 

(En este momento los tres monarcas están sentados en el sofá, muy juntos y en la más humilde actitud. KOPROFF saca un pequeño carnet y lee con aire de triunfo.)

 

Veamos. Septiembre, 21: el príncipe regresa a Irlanda en avión. Su Majestad Alí-Harom vuelve a Montecarlo. El Rey Alberto V llega a mediodía a París: por la noche visita a madame Saint-Pierre en su domicilio del Boulevard de Montparnasse. Día 22: el príncipe pasa el día en la Biblioteca consultando la Enciclopedia Británica. Alí-Harom sale para Cannes. El Rey Alberto visita a madame Saint-Pierre. Día 23: el rey Alí-Harom se baña en la playa rodeado de fotógrafos mientras hace declaraciones sobre la actitud de los pueblos árabes ante los problemas atómicos. El rey Alberto visita a madame Saint-Pierre...

 

(Se calla. Todos, sin excepción, se quedan mirando al Rey ALBERTO con muchísima severidad. Un silencio.)

 

ALÍ-HAROM.-  Pero ¿todos los días?

FEDERICO.-  ¡Qué abuso!

KOPROFF.-   (Ceñudo.) ¿Tiene o no tiene razón el Partido?

ALBERTO.-   (Sonríe.)  ¡Je! Les aseguro a ustedes que se equivocan... Magdalena Saint-Pierre es una amiga encantadora. A los dos nos gusta cambiar nuestros recuerdos charlando horas y horas junto a la chimenea de su salón. Esto es todo. Pero me parece, amigo mío, que a Magdalena no la comprenderá nunca el Servicio Secreto. ¡Je! De todos modos, muchas gracias por sus desvelos. No podía yo imaginar que les causábamos a ustedes tantas preocupaciones. Porque la verdad: aquí pasa algo que yo no entiendo todavía. Hace unos minutos nosotros tres estábamos muy asustados creyendo que ustedes nos iban a asesinar. Y ahora resulta que, en vez de asesinarnos, que sería lo natural, nos han preparado una cena opípara y nos rodean de toda clase de cuidados. ¡Je! Es extraordinario. Pero lo que de verdad me gustaría saber es por qué se toman ustedes tanto interés por nuestra salud...

KOPROFF.-  ¡Majestad!  (Solemne.)  Porque las vidas de Sus Majestades son preciosas para la causa de la libertad...

 

(Los tres reyes alzan la cabeza y le miran incrédulos.)

 

ALÍ-HAROM.-  ¿La mía también?

KOPROFF.-  ¡También!

ALÍ-HAROM.-  ¡Ah! Eso he creído yo siempre. Pero dígaselo usted a Inglaterra...

KOPROFF.-  ¡Señores!  (Con entusiasmo.) Sus Majestades representan todo un mundo maravilloso que no puede desaparecer...

ALBERTO.-  ¿De veras?

ALÍ-HAROM.-   (Entusiasmado.) Siga, Koproff. ¡No se pare!

KOPROFF.-  ¡Aquellas gloriosas monarquías!

MOLINSKY.-   (Con fervor.)  ¡Qué tiempos!

KOPROFF.-  Eso, eso era vivir. Se respetaban los unos a los otros. Había orden. ¡Mucho orden!

ALBERTO.-   (Con modestia.) Muchas gracias. ¿Qué va a decir uno?

FEDERICO.-   (Tímidamente.) Sin embargo... ¿Qué quieren ustedes? Yo creo que la vida ahora es más bonita y más justa. A mí me gusta esto.

KOPROFF.-   (Indignado.) ¿Cómo? ¿Qué dice?

ALÍ-HAROM.-   (Igual.)  Pero, hombre...

MOLINSKY.-   (Muy alarmado.) ¡Koproff! Este príncipe es de izquierdas...

KOPROFF.-   (Muy severo.)  ¡Alteza! ¿Cómo puede Vuestra Alteza hablar así?

FEDERICO.-   (Azoradísimo.)  ¡Je!

KOPROFF.-  Volvamos los ojos a nuestro alrededor. ¿Cómo está el mundo de hoy? Una calamidad. Todo está hecho una pena. ¿Y por qué? Porque estamos perdiendo nuestras viejas y amadas tradiciones. Porque nadie respeta a nadie. Porque no hay categorías. Porque todos somos iguales. Porque así no se puede seguir viviendo, ¡ea!...

ALÍ-HAROM.-  ¡Cuánto tiempo hace que no oigo hablar así! ¡Claro! Como siempre está uno rodeado de millonarios. Siga, siga, querido Koproff...

KOPROFF.-   (Enardecido.) ¿Y puede continuar este caos? ¿Podemos seguir viviendo en medio de este libertinaje? ¡No! Es preciso resucitar el pasado. ¡Volveremos a la antigua Europa del vals y de la rosa, de los húsares y del landó! El espíritu de las viejas monarquías se alzará frente a este mundo bárbaro de máquinas y de rascacielos...

ALBERTO.-   (Suspenso.)  Pero ¿es usted quien habla así?

KOPROFF.-  ¡Sí!  (En otro tono: muy natural.) Es que el Partido ha cambiado de línea...

ALBERTO.-  ¿Otra vez?

KOPROFF.-  ¡Sí!

ALBERTO.-  ¿Cuándo?

KOPROFF.-  Hace tres días. En sesión secreta... Por eso, señores, en este momento histórico, yo tengo el honor de ofrecer a Sus Majestades todo el apoyo del Partido para que sus Majestades vuelvan a ocupar el trono de sus respectivos países...

 

(Los tres reyes, impresionadísimos, mudos de asombro, se ponen en pie al mismo tiempo.)

 

Este es el motivo de la llegada de esta Delegación al Parador de San Mauricio en esta noche de Navidad. Debo advertir a Sus Majestades que todo está preparado para el gran triunfo. Hace ya algún tiempo que en estos tres países nuestros mejores agitadores trabajan para restablecer el orden. Eso, para nosotros, es un juego de niños. Si Sus Majestades aceptan la ayuda que les brinda el Partido, no hay tiempo que perder. Mañana, a pocos kilómetros de aquí, en el aeropuerto de la ciudad, un avión recogerá a Sus Majestades, que serán conducidos a un lugar a orillas del Danubio, donde esperarán el momento definitivo, que no tardará en llegar. Y ese día, entre himnos y marchas triunfales, bajo lluvias de flores, se abrirán de par en par las puertas de tres palacios reales...

 

(Un levísimo silencio. KOPROFF y MOLINSKY se inclinan ceremoniosamente.)

 

¡Señores! Hasta mañana esperaremos la respuesta de Sus Majestades. ¡Feliz Navidad!

MOLINSKY.-  ¡Feliz Navidad!

 

(Salen los dos. Los tres reyes, sin hablar, se miran confundidos. Un tremendo silencio.)

 

FEDERICO.-   (Muy bajo.)  ¿Estaremos soñando?

 

(Otro silencio largo. ALBERTO está en medio de los tres. El Príncipe, semivuelto, tiene los ojos clavados en el suelo. ALBERTO mira a uno y a otro y sonríe.)

 

ALBERTO.-  Bien. ¿Qué dicen ustedes?

ALÍ-HAROM.-   (Casi con angustia.) Supongo que, naturalmente, tendremos que deliberar...

ALBERTO.-  ¡Ah! ¿Usted cree?  (Se vuelve lentamente.) ¿Qué dice usted, Príncipe?

FEDERICO.-   (Ausente como si despertara.) ¿Cómo?

ALBERTO.-  No, nada...

 

(ALBERTO, en medio del escenario, se siente irremediablemente solo. De pronto, en la meseta de la derecha, aparece PALOMA. Ya viste como en el primer acto: sus pantalones, su «sweater» y su chaquetón de piel. Lleva también su maletita. Cruza la escena por primer término, con mucho coraje, y se dirige con brío hacia la salida de la izquierda.)

 

PALOMA.-  ¡Buenas noches!

ALBERTO.-  ¿Adónde va usted, señorita?

PALOMA.-  ¡No lo sé!  (Con furia.)  ¡Lejos de aquí!

ALBERTO.-  ¿Se ha vuelto usted loca? Está nevando...

PALOMA.-  No importa. En mi coche solo tardo veinte minutos en llegar a la ciudad... ¡Buenas noches!

ALBERTO.-  ¡Espere!  (PALOMA se detiene.)  ¿Y si yo le pidiera que se quedara?

PALOMA.-  ¿Usted?

ALBERTO.-  ¡Sí! Si usted supiera cómo la necesitamos...

PALOMA.-  ¿Los tres?

ALBERTO.-  Los tres...

PALOMA.-   (Les mira y se enternece.)  ¡Pobrecitos! Si se pone usted así, Vuestra Majestad me convencerá en seguida. Porque como soy tan madre...

ALBERTO.-  ¡Soberbio! ¿Cómo se llama usted, hija mía?

PALOMA.-  ¡Paloma Monetti!

ALBERTO.-  ¡Hola! Me suena ese nombre.

PALOMA.-   (Encantada.)  ¡Claro! Es que soy una gran actriz. Ya le firmaré un retrato a Vuestra Majestad...

ALBERTO.-  Muchas gracias... ¿Y qué papeles hace usted con preferencia?

PALOMA.-  La ingenua...

ALBERTO.-  ¡Ah! ¿Sí?

PALOMA.-  Sí, señor. Es lo mío... Yo soy la Ofelia de «Hamlet», la Roxana del «Cyrano». La temporada pasada estrenamos un vodevil en el que yo era una muchacha honesta y virtuosa que se mete por equivocación en el piso de un soltero que es un fresco. ¿Comprende? Imagínese Vuestra Majestad...

ALBERTO.-  ¡Qué compromiso! ¿Y cómo salió usted del apuro?

PALOMA.-  ¡Ah! Muy bien. Fue un gran éxito...

ALBERTO.-   (Encantado.)  ¡Me hubiera gustado verlo!

PALOMA.-   (Mirándole.)  ¡Qué simpático es Vuestra Majestad! ¡Y qué buena pinta tiene! ¿A Vuestra Majestad no le han hecho nunca proposiciones para el cine?

ALBERTO.-  Hija... Todavía, no.

PALOMA.-  Una lástima. Porque daría usted muy bien. ¡Ah! Pues eso hay que arreglarlo. Yo le recomendaré.

ALBERTO.-   (Ilusionado.) Muchas gracias. No sé cómo agradecerle...

PALOMA.-  Nada, nada. A mí me gusta ayudar a los que empiezan...

ALBERTO.-  ¡Je!

 

(Bruscamente, ALÍ-HAROM se vuelve desde el fondo.)

 

ALÍ-HAROM.-  ¡Basta! ¿Qué es lo que pretende usted? ¿No comprende que esa muchacha entre nosotros, esta noche, sería un estorbo?

ALBERTO.-  ¿Y no cree usted que eso es lo que necesitamos?

ALÍ-HAROM.-  ¡Oh!

 

(Entra la DUQUESA. Se dirige con toda decisión hacia el Rey ALBERTO, calándose los impertinentes y mirándole con toda desenvoltura.)

 

DUQUESA.-  Estoy segura, segurísima de que Vuestra Majestad y yo nos hemos visto en alguna parte antes de ahora.

ALBERTO.-  ¡Señora!

DUQUESA.-  ¿Vuestra Majestad estuvo el año diez en Italia?

ALBERTO.-  No, no... El doce.

DUQUESA.-  ¿En primavera?

ALBERTO.-  En otoño...

DUQUESA.-  ¿En Nápoles?

ALBERTO.-  En Venecia...

DUQUESA.-  ¡Ah!  (Triunfante.) ¡Yo no me equivoco nunca!

ALBERTO.-  ¿De verdad? Pero, Señor, qué cosas nos están pasando esta noche...

 

(La DUQUESA se ha sentado lentamente en el sofá y tiene los ojos bajos. Con otra voz, muy suave, muy bajito.)

 

DUQUESA.-  ¿Tanto he cambiado, Berty?

ALBERTO.-   (Casi no se le oye.) ¿Eh?

DUQUESA.-  ¿No te acuerdas? Me llamabas Marie Lulú...

ALBERTO.-  Marie Lulú... ¡Dios mío!

 

(PALOMA, ALÍ-HAROM y FEDERICO se han ido acercando lentamente.)

 

PALOMA.-  Duquesa...

ALÍ-HAROM.-  ¿Alguna antigua amiga?

ALBERTO.-  Mi mejor aventura. Las horas más felices. Mi juventud. Todo eso es Marie Lulú. ¡Y no la he reconocido!

DUQUESA.-  Bueno. Es que, como han pasado cuarenta años, he cambiado un poco. Pero tú todavía eres un buen mozo, Berty.  (Le mira y ríe bajito gozosamente.)  Y no sé por qué me parece que sigues tan granuja. ¡Je! Yo estoy muy cansada. A veces, se me olvidan las cosas y lo confundo todo. Pero, de pronto, es como si alguien encendiera una luz en medio de la noche. Eso pasó antes, cuando te veía escondida junto a esa puerta.  (Sonríe.) Porque yo estaba segura de que algún día te encontraría. Y cada vez que lo pensaba, me entraba una vergüenza...

ALBERTO.-  ¿Por qué, Marie Lulú?

DUQUESA.-  Porque aquella última noche, cuando nos despedimos en Sorrento...

ALBERTO.-  En Capri...

DUQUESA.-  ¿Estás seguro? Juraría que fue en Roma. Aquella noche, al despedirnos, te juré que te sería fiel toda la vida. Y si supieras, Berty, si supieras qué loca he sido...

ALBERTO.-  ¡Pobre Marie Lulú!  (Sonríe.) La vida es una escuela de infidelidades. Para seguir viviendo hay que ser infiel a alguien. Los que son fieles mueren jóvenes. Y tú y yo hemos llegado a viejos...

DUQUESA.-   (Encantadísima.) ¡Ay, qué cosas dice! Entonces era igual, igual. Por eso me gustaba...

ALBERTO.-  ¡Mi hermosa Marie Lulú!

DUQUESA.-  ¡Mi querido Príncipe!  (Transición. Se vuelve a PALOMA, que está sentada junto a ella.)  ¡Hijita! Ya se habrá usted dado cuenta de que este es aquel del balneario...

PALOMA.-   (Conmovida.) Sí, Duquesa...

DUQUESA.-  ¿Le gusta?

PALOMA.-  Muchísimo. ¡Pobre viejecita!

 

(Surgen por la derecha el MAÎTRE y las dos camareras. El MAÎTRE lleva una gran bandeja con copas de cóctel. Las camareras transportan grandes fuentes y empiezan a servir la mesa. El MAÎTRE distribuye copas entre todos.)

 

MAÎTRE.-  ¡Feliz Navidad tengan Sus Majestades! ¡Feliz Navidad, Señora! ¡Feliz Navidad, señorita Paloma!

ALBERTO.-  ¡Feliz Navidad, Marie Lulú!

DUQUESA.-  ¡Feliz Navidad, Berty!

ALBERTO.-  Una copa, Alí-Harom...

ALÍ-HAROM.-   (Atribulado.) ¡No puedo! Me lo ha prohibido el Partido...

ALBERTO.-  ¡Le digo que beba!

ALÍ-HAROM.-  Bueno. Pero que no se entere Koproff...

 

(A la entrada del MAÎTRE y las camareras, PALOMA abrió su pequeño gramófono. Y ahora, suavemente, surgen las notas de «Canción de Navidad».)

 

PALOMA.-  ¡Feliz Navidad a todos!  (Alza su copa.) ¡Por Marie Lulú!

ALÍ-HAROM.-  ¡Por Marie Lulú!

ALBERTO.-  Todos por Marie Lulú...

DUQUESA.-  ¡Gracias! Estoy a punto de llorar...

 

(Todos beben.)

 

MAÎTRE.-  La cena está servida, Majestad...

ALBERTO.-  ¡Espléndido! Haremos los honores a la invitación del Partido. Pero ponga usted dos cubiertos más porque Marie Lulú y Paloma cenarán con nosotros...

DUQUESA.-  ¡Ay, Berty!

PALOMA.-  ¿Yo también?

ALÍ-HAROM.-  ¡Bravo! Lo mismo estaba pensando yo... ¡A la mesa! ¡Todos a la mesa!

ALBERTO.-  ¡Así me gusta! ¡Alegría, Alí-Harom el Magnífico!

ALÍ-HAROM.-   (Riendo.) ¡Alegría! ¡Alegría!

ALBERTO.-  ¡Alegría, Príncipe Federico! Levanta esa cabeza. Los Príncipes siempre miran hacia arriba...

FEDERICO.-  ¡Sí, señor!  (En un arranque.)  Deme usted otra copa...

ALÍ-HAROM.-  ¡Otra copa para todos! ¡Muchas copas!

PALOMA.-  Sí, sí. Yo también quiero...

ALBERTO.-   (Al MAÎTRE.)  ¡Beba usted también, buen hombre!

MAÎTRE.-   (Rendidísimo.) Majestad...

ALBERTO.-  Y vosotras...

SILVIA.-  ¡Ay!

LILÍ.-  ¿Nosotras también?

ALBERTO.-  La Navidad es de todos. La Navidad es para todos. Bebe, Marie Lulú.

DUQUESA.-  ¡Jesús! ¡Qué loco eres! Me estoy mareando...

ALBERTO.-   (Alegrísimo.) A la mesa. ¡Paloma! ¡Marie Lulú!

PALOMA.-  Sí, sí...

DUQUESA.-  ¡Dios mío! ¡Qué emocionada estoy! Ya me decía el corazón que esta iba a ser una gran noche...

 

(Todo el diálogo anterior ha sido muy vivo. Todos están muy alegres. Ya están todos en torno a la mesa. Han sentado a la DUQUESA en el sillón central y todos la rodean.)

 

PALOMA.-  ¡Viva Marie Lulú!

TODOS.-  ¡Viva!

PALOMA.-  ¡Viva el Rey Alberto!

TODOS.-  ¡Viva!

 

(Todos están muy contentos. PALOMA aplaude. Aparecen por la derecha KOPROFF y MOLINSKY atraídos por el bullicio.)

 

KOPROFF.-  ¿Eh? ¿Qué es esto? ¿Qué hacen aquí esas mujeres?

 

(El MAÎTRE se acerca diligente.)

 

MAÎTRE.-  Es la Navidad, señor. Y Sus Majestades están tan contentos...

KOPROFF.-  ¿De veras?  (Transición. Sonríe.) ¿Has oído, Molinsky? Están contentos. Eso significa que ya son nuestros. ¡Qué éxito para el Partido! Me gustaría saber lo qué dirán mañana los americanos.

 

(Se sientan los dos en el sofá. Al otro lado, en la mesa, todos ríen ahora alborozadamente. MOLINSKY mira hacia allí con evidente nostalgia.)

 

MOLINSKY.-  ¡Je! ¡Camarada Koproff! Es la Navidad. ¿No estás un poquito emocionado?

KOPROFF.-  No puedo... Estoy de servicio.

ALBERTO.-  ¿Te acuerdas, Marie Lulú? ¡Cuántos recuerdos! ¿Cómo era aquel vals?

DUQUESA.-  Espera, Berty. Estoy segura de que lo recordaré...

ALÍ-HAROM.-  A ver, a ver...

PALOMA.-  A ver...

 

(Todos escuchan. La DUQUESA empieza a tararear los primeros compases de una vieja y alegre melodía de principios de siglo. Los demás atienden callados y risueños.)

 

MOLINSKY.-  ¡Je! ¿Tú no tienes recuerdos, camarada Koproff?

KOPROFF.-  ¡Oh! Si yo te contara. Recuerdo una noche en Hamburgo, hace muchos años. Por aquel tiempo era yo un mozo ingenuo con el corazón lleno de ilusiones. Era una hermosa noche de verano y la luna brillaba sobre el mar. Entonces, yo...

MOLINSKY.-  ¿Qué?

KOPROFF.-  Yo, en media hora, organicé una huelga general...

MOLINSKY.-  ¡Oh!

KOPROFF.-  Otra vez en Constantinopla...

MOLINSKY.-  ¡Calla!

KOPROFF.-  ¿Eh?

MOLINSKY.-  ¿No oyes? Me gusta esa canción. Debe de ser un bonito recuerdo...

 

(Y es que, en efecto, en la mesa todos cantan ya la alegre melodía que tarareaba la DUQUESA, mientras, muy despacio, cae el telón.)

 

 
 
TELÓN