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La complejidad del cuadro de costumbres y su relación con el cuento en Pedro A. de Alarcón

Enrique Rubio Cremades





Los límites fronterizos entre el cuento y el cuadro de costumbres son, en ocasiones, imperceptibles. Creadores y críticos juzgaron con precisión en la centuria decimonónica la difícil relación entre uno y otro género. Incluso historiadores de la literatura y críticos cuyas obras se publicaron en el primer tercio del siglo XX insistieron en el mismo problema. Por ejemplo, Julio Cejador y Frauca señalaba al respecto que los «cuadros de costumbres y tipos de la época romántica tenían que parar en el cuento y en la novela realista, que nacen, puede decirse, o resucitan en esta época»1. La incidencia del artículo de costumbres en los géneros narrativos españoles y, especialmente, en la gran novela del siglo XIX ha sido motivo de reflexión y polémica al mismo tiempo. Se podría afirmar que los novelistas del realismo-naturalismo español consideraron sin tapujos la influencia del costumbrismo en la novela, tal como confiesa Galdós en su episodio nacional Los Apostólicos2. Otro tanto sucede con la crítica anterior a la publicación de la monografía de José F. Montesinos Costumbrismo y novela3, cuya tesis consiste en negar al costumbrismo su engarce con la novela de la segunda mitad del siglo XIX, pues ejerció una influencia deletérea, letal, que provocó un retraso en su aparición. La crítica posterior juzgó y analizó con matizaciones más o menos sutiles dichas apreciaciones4, teniendo en cuenta, al mismo tiempo, las aportaciones costumbristas de la primera mitad del siglo XIX y la veta realista que se remonta a los orígenes mismos de la literatura española5. De esta forma se puede hablar del cuadro de costumbres como un género que nace con plena madurez en los albores del siglo XVII, de la mano, en opinión de Menéndez Pelayo, de Cervantes, pues considera un cuadro de costumbres la obra Rinconete y Cortadillo6, pese a que el propio Cervantes le diera el título de novela ejemplar, empleándose por primera vez en nuestra lengua la palabra novela, término de procedencia italiana que se utilizaba para designar el cuento, como distinto del romanzo o narración extensa. La primera muestra del costumbrismo, en opinión de Menéndez Pelayo, sería Rinconete y Cortadillo, juicio respetado por quienes analizaron profundamente el costumbrismo, como E. Correa Calderón que inicia su magna antología costumbrista con la citada obra cervantina. Pero en realidad cabe preguntarse qué es en verdad esta novela ejemplar: ¿un cuadro de costumbres? ¿Un aguafuerte del realismo impresionista? ¿Un cuento en contraposición al romanzo o relato extenso? Si es evidente que el cuadro de costumbres incide en el cuento y en la gran novela del siglo XIX7, no menos cierta es la dificultad que entraña la delimitación entre el cuento y el artículo de costumbres o la demarcación del cuento con otros géneros literarios, como la leyenda, el poema en prosa o la novela corta. Con razón apunta Baquero Goyanes que tanto el cuento como el artículo de costumbres «son dos géneros próximos y que llegaron a confundirse en algún tiempo»8, especialmente el artículo de costumbres en el que se finge un asunto y se crea unos personajes engarzados en un contexto o marco animado. La mayor o menor semejanza del cuadro costumbrista con el género cuento estará en razón directa de la peripecia argumental que el autor haya vertido en la acción. Es decir, artículos de costumbres cuya acción, personajes y diálogo se asemejan a la ficción narrativa propia del cuento9. Esta modalidad literaria no sólo se da en los maestros del costumbrismo, sino también entre los grandes novelistas pertenecientes a la segunda mitad del siglo XIX, como en el caso de Alarcón, especialmente en su corpus costumbrista reunido en Cosas que fueron o en colecciones costumbristas publicadas en la segunda mitad del siglo XIX.

Las concomitancias entre el cuento y el artículo de costumbres son, en ciertos momentos, tan evidentes que numerosas antologías de cuentos incluyen un copioso material costumbrista entre sus páginas, como las realizadas en el último tercio del siglo XIX. Sirva de ejemplo la antología llevada a cabo en 1894 por Gómez Carrillo y que mereció la crítica de Emilia Pardo Bazán desde las páginas del Nuevo Teatro Crítico:

Qué decir de una antología donde figuran nada menos que veintisiete cuentistas, y donde, sin embargo, se omite el gran nombre de Pérez Galdós, que ha escrito cuentos; del Padre Coloma, que los tiene primorosos; de Narciso Campillo que los produjo insuperables en aticismo y gracia; de Selles, que los posee bellísimos; de Armando Palacio Valdés [...] En cambio infunde asombro que mientras se suprimen cuentistas de la talla de los cinco susodichos, se otorga el diploma a escritores que jamás tornearon un cuento, [...] y se dan por cuentos verdaderos artículos de costumbres. Verbigracia: ¿han oído ustedes a nadie que celebrase el último cuento de Luis Taboada y afirmarse haberse reído muchísimo con él? Pues mi chistoso paisano se encuentra por obra y gracia de la Casa Garnier, convertido en cuentista, y lo mismo que él, Pereda, que tampoco es cuentista, ni ese es el camino. Ambos (Pereda y Luis Taboada) son costumbristas; el primero, serio, poético y descriptivo; el segundo, jocoso y caricaturista; y eso ni les quita, ni les pone mérito, pero debería excluirles de la Antología Garnier10.



Pardo Bazán se refiere a Enrique Gómez Carrillo, a la sazón residente en París y colector de una antología de cuentos que mereció una dura crítica desde las páginas del Nuevo Teatro Crítico11, pues era consciente, tal como apunta en su artículo, de la enorme influencia que tenía la editorial Garnier en Hispanoamérica. La inclusión de cuadros de costumbres en antologías de cuentos tampoco es extraña en época más reciente, como las realizadas por Federico Sainz de Robles12 y Pedro Bohigas13. La inclusión de cuadros de costumbres en antologías de cuentos está, en ocasiones, justificada, pues es muy difícil precisar los límites fronterizos existentes entre uno y otro género. Si Pardo Bazán se opone a un Pereda cuentista cabría preguntarse hasta qué punto es justa esta apreciación, pues algunos de sus cuentos se sitúan en esta frontera confusa, como «La leva» o «El fin de una raza», de Escenas montañesas, o «Blasones y talegas», «Las brujas», «Dos sistemas», «Ir por lana», entre otros, de Tipos y paisajes. Por regla general, todos estos cuadros, pese a tener una intención moralizadora y una clara vocación analítica y descriptiva, tienden al movimiento y a los diálogos, disolviéndose el costumbrismo y tendiendo o aproximándose al cuento.

Es difícil en ciertos momentos la utilización de un término para definir un relato o un cuadro de costumbres. Alarcón, pese a que no duda, aparentemente, en diferenciar sus Novelas cortas de un cuadro de costumbres, sí vacila, por el contrario, a la hora de ubicar estos últimos en un corpus único, tal como sucede con el material reunido en la primera edición de Cosas que fueron con respecto a la segunda edición14. Si leemos con detenimiento la Historia de mis libros, en el momento de referirse a Cosas que fueron, observamos que sí aprecia determinadas concomitancias entre novelas cortas y sus artículos de costumbres: «En lo demás, o sea en lo referente al fondo de Cosas que fueron, reproduzco aquí al pie de la letra cuanto más atrás dejo expuesto acerca del espiritualismo y sentido grave y docente de todas mis novelas cortas, aun de aquellas más festivas y alegres en lo exterior»15. El propio Alarcón en su obra maestra El sombrero de tres picos, obra nunca discutida, ni siquiera por sus mayores detractores, la califica en Historia de mis libros de múltiples formas, como si no estuviera muy seguro a qué género debía adscribir su obra. De esta guisa se refiere a El sombrero de tres picos con las calificaciones siguientes: historieta, libro, cuentecillo jocoso, relato, obra y librejo. Al final del prefacio que figura al frente del presente relato, Alarcón señala lo siguiente: «Tal es la historia del presente libro... con que metámonos ya en harina; quiero decir, demos comienzo a la Relación de El Corregidor y la Molinera [...]»16. La palabra relación no aclara si se trata de un cuento o novela corta. Sabemos que la acepción relato en el poema dramático equivale a un largo párrafo que dice un personaje ya para contar o narrar un hecho. La relación no es otra cosa que la referencia que se hace de un hecho, de ahí la elección del término por parte de Alarcón, consciente de la dificultad de definir su obra, de agruparla en un determinado corpus de su producción literaria. Cuadro de género entronca con la tradición de la novela picaresca española en el sentir de la inmensa mayoría de la crítica, aunque tal vez, como matiza V. Gaos, a quien realmente se parece Alarcón es a Cervantes, que no habría desdeñado aumentar la lista de sus Novelas ejemplares con El sombrero de tres picos, pues «en ambos autores hay la misma sana malicia, la misma indulgencia desenfadada, la misma sublimación de la baja realidad por medio de una piadosa y humana ironía»17.

El problema de la clasificación de determinados cuadros de costumbres es evidente tanto en el caso de Alarcón como en el de otros escritores. ¿Por qué el corpus costumbrista reunido en la primera edición de Cosas que fueron sufrió una radical poda en la segunda edición? De los treinta y cuatro escritos que figuran en la primera edición varios de ellos formaron parte de otros volúmenes con títulos que nada tienen que ver con el cuadro de costumbres. Juicios literarios y artísticos, Viajes por España y Novelas cortas engrosarían sus páginas con colaboraciones alarconianas que en un principio figuraron en un corpus fundamentalmente costumbrista. La incertidumbre o la duda por encartar una colaboración periodística, como, por ejemplo, «Descubrimiento y paso del Cabo de Buena Esperanza», en un determinado corpus surge en múltiples ocasiones. ¿Por qué la incluye en el volumen de Novelas cortas. Historietas nacionales cuando realmente no se trata de una novela, ni de un cuento? Las razones de Alarcón son harto subjetivas, pues según confiesa en Historia de mis libros «este opúsculo fue mi primer trabajo literario en prosa. Se publicó cuando tenía yo diecisiete o dieciocho años; pero lo escribí a los quince. Léase, pues, con indulgencia. Lo inserto en la presente colección, y lo he insertado en otras por invencible cariño al primer fruto de esta pluma, ya tan cansada a que debo cuanto soy y pueda ser en la vida»18. Evidentemente, no es ni un artículo de costumbres, ni cuento, ni historieta nacional, sólo un fragmento de historia que recrea las aventuras y desventuras, en general, de Bartolomé Díaz y Vasco de Gama. En todo caso podría incluirse este escrito de Alarcón en una publicación periódica, semejante al Semanario Pintoresco Español que insertaba este tipo de viajes en una sección comúnmente denominada Biografías célebres, Sucesos históricos o Impresiones de viajes. Otro tanto sucede con «El año campesino», que figura también al lado de narraciones que forman parte de las Novelas cortas, cuando realmente es un cuadro de costumbres que analiza y describe pormenorizadamente las costumbres y hábitos del campesinado, especialmente su peculiar forma de entender la vida, pues todos sus cómputos y cábalas giran sobre tres datos de su propia existencia, que son

el año que confesó por primera vez, el año que entró en quintas y el año en que contrajo matrimonio [...] Mezcla de moro y cristiano, se guía por la luna si quiere seguir la sucesión del Tiempo, o por las festividades de la Iglesia, si tiene que señalar plazos a día fijo. Para San Antón -dice cuando se trata del mes de enero-. Para Candelaria -si se trata de febrero-. Para San José -si se trata de marzo-. Para San Marcos -si se trata de abril [...]19.



Así otras denominaciones y nomenclaturas aparecen en un cuadro de costumbres cuya filiación es clara, pues pese a que ofrece un sesgo personal, la influencia de Mesonero es evidente y, al igual que otros costumbristas de mediados del siglo XIX, Alarcón describirá los comportamientos del ser humano a través de las festividades y meses del año. En este sentido también podría situarse «Mayo», de indudable filiación costumbrista y que, sin embargo, Alarcón incluye en el grupo de Novelas cortas, cuando en realidad es un cuadro de costumbres que en ciertos momentos incluye diálogos y una cierta movilidad propia del sainete. De lo que no hay duda es de que no es ni un cuento, ni una novela corta. Otro tanto sucede con los titulados «Episodios de Nochebuena» y «Lo que se oye desde una silla del Prado», cuyos títulos, enunciados, digresiones y choque de perspectivas entre narrador y situaciones descritas les aproximan al cuadro de costumbres. Pese a ello, Alarcón las incluye entre las novelas cortas. A «Episodios de Nochebuena», pese a figurar como novela, curiosamente se refiere Alarcón como si se tratara de un cuadro de costumbres, remitiendo al lector a las escenas y estampas de un Madrid castizo recreado por escritores y artistas que tuvieron una feliz influencia entre los propios costumbristas:

Dicho se está, por consiguiente, que en los cuadros que pretendo bosquejar hoy no figuraremos para nada los huéspedes de Madrid, ni tampoco los magnates, hijos de la Corte, que nacen, viven y mueren en la parisién, ni tan siquiera las personas algo acomodadas que han dado en la flor de pasar la Nochebuena en los teatros, sino solamente al castizo pueblo madrileño... de la clase tenida por baja, la gente de los barrios, los protagonistas de los cuadros de Goya y de los sainetes de don Ramón de la Cruz»20.



«Episodios de Nochebuena» se complementa con el titulado «La Nochebuena del poeta», considerado este último como cuadro de costumbres al insertarlo Alarcón en la segunda edición de Cosas que fueron. Sin embargo creemos que «Episodios de Nochebuena» reúne más ingredientes propios del cuadro de costumbres que el de «La Nochebuena del poeta», pues su textura, presentación de tipos y recreación de ambientes son idénticos a los de Mesonero Romanos y Antonio Flores. Incluso, al final del mismo, Alarcón no señala que se trata de un cuento, novela o relación, sino que acude al término cuadro para concluir el artículo: «Bosquejemos el último cuadro, tal y como yo lo trazaría si fuera pintor»21.

Respecto a «Lo que se oye desde una silla del Prado», incomprensiblemente, Alarcón la incluye como narración inverosímil en el volumen tercero de sus Novelas cortas. Esta relación de inverosímil no tiene absolutamente nada, pues se trata de un recurso característico del escritor costumbrista: introducirse en un lugar concurrido por gente para transcribir y comunicar a sus lectores las conversaciones de los demás. El mismo título nos remite a Mesonero Romanos y su intención es pareja al artículo de Larra «El café», pues en ambos lo que prima es la curiosidad, el afán de escuchar conversaciones ajenas para ofrecerlas a los lectores. Es evidente que entre los cuentos amatorios, historietas nacionales y narraciones inverosímiles asoman recursos literarios propios del cuadro de costumbres. La ubicación o encarte de cuadro de costumbres en volúmenes cuyo título determina un específico género -cuento, historieta, narración- es confuso, pues la disparidad y riqueza de contenidos desborda toda idea de agrupación. Es fácil pensar que esta agrupación obedeció más a intereses editoriales que al propio autor, pues la totalidad de los cuentos, novelas cortas y cuadros de costumbres se publicaron en la prensa de la época. Cabe preguntarse también otras cuestiones respecto a la confusión de géneros literarios, pues muchas de estas colaboraciones aparecen hermanadas sin sentido. ¿Por qué incluye Alarcón en un mismo corpus «Dos retratos», «El rey se divierte», «Mayo» y «Episodios de Nochebuena»? Las razones las desconocemos, pero sí es evidente que no tienen nada en común. «Dos retratos», por ejemplo, encajaría perfectamente en las secciones de Biografías célebres de cualquier periódico de la época22, pues era común la recreación novelesca de un personaje célebre. De hecho «Dos retratos» se basa en un episodio histórico. El propio Alarcón confiesa en Historia de mis libros lo siguiente: «"Dos retratos" tiene de todo, léase la historia del Emperador Carlos V, por Fr. Prudencio Sandoval, y se verá que, en el fondo, no he inventado nada, por mucho que haya exagerado, como otros autores, el amor del duque de Gandía a la Emperatriz»23. Lo mismo sucederá con «El rey se divierte», subtitulado extracto de un documento histórico y que recrea un episodio correspondiente al último tercio del siglo XVII: «El año de 1680 deseó Carlos II de Austria, Rey de España, presenciar un Auto general de fe. Tenía entonces diecinueve años. Don Diego Sarmiento de Valladares, Obispo de Oviedo y Plasencia, consejero real y de la Junta de Gobierno durante la minoría del príncipe, e inquisidor general del Reino, aplaudió aquella idea del joven Rey, y quedó en avisarle tan luego como hubiere una respetable colección de reos que condenar»24. La recreación de un hecho histórico novelado, con más visos de invención que de realidad, fue usual en la época, máxime cuando era concebido, escrito y publicado para su inclusión en una revista o semanario ilustrado. Alarcón, al igual que en otras narraciones -cuentos o novelas cortas- emite una serie de digresiones para mostrar su disconformidad con las costumbres o barbaries cometidas por la sociedad en una determinada época. Circunstancia que también se da en sus artículos de costumbres. Sirva de botón de muestra la recién citada novela corta-historieta nacional y «Lo que se ve con un anteojo», perteneciente a la colección de cuadros costumbristas reunidos por él mismo bajo el título de Cosas que fueron. Tanto en la historieta nacional como en el citado cuadro costumbrista Alarcón muestra su animadversión por la pena capital, en ocasiones con no poca ironía; en otras, de forma directa, confesándose personalmente ante los lectores. Así, en «Lo que se ve con un anteojo» Alarcón condena, a través de los encuadres de un catalejo, la ejecución de un soldado, por un hecho trivial que obedece a una mala interpretación del código del honor, al igual que en otras ficciones históricas que figuran conceptuadas como narraciones breves. La intención de Alarcón es la misma tanto en un caso como en otro: mostrar su rotunda oposición a la pena de muerte25. Censura contra una legislación que permite la barbarie tanto en la España del siglo XVII como en la coetánea al autor:

Después supe que aquel infeliz, pasado por las armas, se llamaba Juan Pérez Fernández, y que era soltero, natural de Boal (Asturias), carabinero, de treinta y un años. Su delito consistía en haber dado un ligero golpe a su sargento, en ocasión que éste lo insultaba ¡por cuestión de amores!!! En legislación civil semejante falta se corrige con cinco días de arresto. En la legislación castrense, tamaño crimen se castiga con la última pena26.



Las concomitancias, desde el punto de vista de la intención, son frecuentes entre sus cuentos, novelas cortas y cuadros de costumbres. Incluso en buena parte de sus más celebradas narraciones breves aparecen encartadas numerosas páginas costumbristas que podrían figurar con total decoro y dignidad en una antología costumbrista.

Si los límites fronterizos entre el cuento y el cuadro de costumbres son, en ocasiones, confusos, tal como se ha podido percibir en estas páginas, al igual que la peculiar forma de clasificar su obra en los apartados cuentos amatorios, historietas nacionales y narraciones inverosímiles, no menos confusión entraña el análisis del corpus de artículos reunidos bajo el título genérico de Cosas que fueron. Es evidente que la mayor parte de ellos pueden clasificarse, sin lugar a dudas, como artículos de costumbres; sin embargo, existen otros que por su movilidad, presencia de personajes con sus correspondientes diálogos y la ausencia de descripciones, pueden presentar dudas a la hora de su clasificación. No se pretende en estas páginas negar su valor como cuadro de costumbres, sino indicar que en ciertos momentos el lector se olvida de que está leyendo un cuadro o escena costumbrista y sí, por el contrario, piensa que está ante una relación, un relato, una historieta o un cuentecillo -denominaciones muy del gusto alarconiano-. Las dudas planteadas en el inicio del trabajo sobre la adscripción de El sombrero de tres picos a un género literario específico -recuérdense las múltiples formas que Alarcón utilizó para su definición- se plantean también a la hora de analizar el corpus cuyo título intenta ser eminentemente costumbrista: Cosas que fueron. Por ejemplo, en el cuadro titulado «Si yo tuviera cien millones», tras una larga digresión sobre las posibilidades de enriquecerse una persona, Alarcón introduce dos personajes que en animada conversación plantean múltiples soluciones para el enriquecimiento personal, desde solicitar a un banquero inglés la citada cifra millonaria a cambio de un cariño verdadero y profunda gratitud, hasta pedir una ínfima cantidad a cada habitante de la tierra. Diálogos constantes, comentarios relativos a la consecución del propósito de convertirse en personas adineradas serán, entre otros aspectos, motivos de conversación. Los elementos característicos del cuadro de costumbres brillan por su ausencia. No hay ninguna descripción, no existe ningún tipo de sátira o reflexión moral. La propia textura del cuadro de costumbres tampoco subyace en «Si yo tuviera cien millones». Lo cierto es que lo único que prevalece en el artículo viene dado por el razonamiento que el propio Alarcón realiza al final del artículo: «Y es verdad que, durante esta fantasmagoría, pasa ante mis ojos la vida entera; formo mil novelas en la imaginación [...] Quizás algún día escriba una obra compuesta de muchos volúmenes, con el mismo título de este artículo. En ella referiré todas mis cavilaciones de una noche de esas fantásticas, y enumeraré las cosas portentosas que haría yo en el mundo, si tuviera cien millones»27. Se trata, como bien dice Alarcón, de un relato fantasmagórico, de una ilusión de los sentidos o una vana figuración de la inteligencia desprovista de todo fundamento. Una vana ilusión que entronca con los orígenes mismos de la prosa castellana, con el conde Lucanor, con el ejemplo o cuento «De lo que contesció a una mujer quel dizien doña Truhana» en el que se percibe con no poca ejemplaridad las falsas ilusiones.

En específicos artículos de Alarcón de clara filiación costumbrista, influenciados en su contenido por la obra de Mesonero Romanos, asoma una singular personalidad a la hora de realizar la descripción de ambientes u objetos. Pese a que no hay o exista una débil peripecia argumental, ni la presencia o entrada de personajes engarzados en un contexto urbano, Alarcón da vida a los objetos, los impregna de movilidad y se sirve de ellos para censurar una sociedad mercantilista, que todo lo compra y vende, sin importarle el valor sentimental de los objetos. Nos referimos al artículo «Las ferias de Madrid» en el que los objetos cobran vida y expresan, a su manera, sus sentimientos e ilusiones. Años más tarde, Galdós en su célebre cuento «La princesa y el granuja», recreará y dará vida a unos muñecos creados por una mano artesanal, con sus afectos y sentimientos28. Alarcón complementa y enriquece una ambientación urbana, descriptiva, con la animación de los objetos, como si estos tuvieran vida:

¡Ah! ¡Sí! La feria de esta Villa y Corte pudiera llamarse la Resurrección de los muebles [...] esos muebles, arrumbados durante todo el año, se animan, gesticulan y hablan, de cuyas resultas es fácil oír sangrientos apostrofes, horrorosos sarcasmos y verdades como puños. Un catre de tijera sale al encuentro de fulano que es Ministro y le dice irónicamente -¿Me conoces? Yo te dormí en mi regazo mucho tiempo... ¿Por qué me abandonaste? ¡De seguro que no duermes tan bien ahora! La prenda empeñada y no redimida acusa de ingrato al calavera a quién sacó de un apuro y del que no mereció luego igual merced. Los uniformes de miliciano de 1836 se ríen al ver pasar a los neocatólicos de 185729.



Diálogos que suelen ser frecuentes en sus artículos de costumbres, como en el caso de «A una máscara», o en cuadros cuya semejanza con el cuento es evidente, como en el titulado «Un maestro de antaño». En este último Alarcón rememora su pasado infantil, sus recuerdos de niñez, una especie de escrito autobiográfico en el que la nostalgia y la candidez asoman desde el primer momento. Aparentemente es un recuerdo de la niñez, una añoranza con tintes claramente personales; sin embargo lo que pudiera ser una remembranza se convierte en un cuento, en una relación, cuyo protagonista es el maestro, el sargento Clavijo. Este personaje será el héroe, el que dará título al cuadro de costumbres dotado de acción, personajes y diálogos. «Un maestro de antaño» reflejará la docencia en las aldeas y pueblos durante el primer tercio del siglo XIX. Este podría ser el propósito inicial de Alarcón; sin embargo, la historia del sargento Clavijo se inserta en el cuadro de costumbres que intenta describir el ambiente de una escuela en tiempos de la monarquía fernandina, incrustándose en esta descripción como si fuera un cuento insertado en una novela. «Un maestro de antaño» es una de las más bellas estampas o escenas que se han escrito sobre la figura del maestro cuyo porte, vestimenta, ademanes, tosquedad, bondad y carácter aparecen perfectamente descritos. El maestro Clavijo era un hombre alto y recio; su rostro, atezado y vulgar, resultaba grave gracias a una larga y porruda nariz de las llamadas borbónicas. Su enorme tupé entrecano lo hubieran visto con envidia Larra y Martínez de la Rosa, en palabras de Alarcón. Su vestimenta en la clase se reducía a un complicadísimo pantalón de hilo oscuro que llegaba «hasta cerca de la barba, colgado de los hombros por medio de dos tirantes de vendo, y provisto de un amplio pantalón, del tamaño y forma de aquella compuerta que comunica algunos comedores con la cocina, y que se baja, a guisa de mesa, para servir las viandas con mayor comodidad y más calientes...»30. Los tonos caricaturescos asoman con frecuencia en el cuadro, especialmente en lo que atañe a ciertas partes del cuerpo y en línea, en ciertos momentos, con la prosa festiva de Quevedo o Torres Villarroel31. Castigos, reprimendas, escarmientos, correctivos característicos de una educación que ponía en práctica la célebre locución la letra con sangre entra forman parte esencial del cuadro. Castigos que el buen maestro Clavijo atenuaba por su innata bondad, por su natural sensibilidad. Un personaje cuyo protagonismo impregna el cuadro, dotándolo de vida propia y reflejando, al mismo tiempo, curiosas situaciones que acrecientan la humanidad del mismo en detrimento de la nula calidad de la enseñanza de la época, desde la exposición a los alumnos de su vida militar en un pasado hasta la inexistente e ineficaz preparación intelectual del propio maestro de antaño32.

El artículo «Visitas a la marquesa», considerado por Alarcón como un cuadro de costumbres al insertarlo definitivamente en la segunda edición de Cosas que fueron, ofrece también concomitancias con el relato breve, con la relación o el cuento, pues aparecen numerosos diálogos entre el propio autor y personajes de la época que refieren sucesos o acontecimientos. Diálogos que aparecen en el mismo inicio del cuadro y finalizan una vez acabadas las visitas. No existen descripciones de ambientes, ni digresiones orales tan del gusto costumbrista, ni siquiera se persigue una finalidad ético-docente o se denuncian los usos y costumbres de la época. Cabe preguntarse si en verdad se trata de un cuadro de costumbres cuando brilla por su ausencia lo más elemental del mismo. El lector sólo percibe una realidad: la amistad de un círculo social que analiza o frivoliza sobre cuestiones relacionadas con la política, con el lujo, fiestas, muerte de personajes famosos, etc. En ciertos momentos, el cuadro cobra apariencia de sainete, con entradas y salidas de personajes que intercambian opiniones sobre un determinado tema. A través de las cinco visitas que el narrador realiza a una marquesa, Alarcón parece rememorar sus relaciones sociales tanto del momento presente (1859) como de un pasado no muy lejano, dejando entrever el pintoresco marco de relaciones sociales conocido durante su estancia en Madrid, desde políticos de muy diversa ideología, hasta linajudos hombres y aristócratas cuya preocupación, en unos casos, es censurar ciertos hábitos sociales; en otros, disertar sobre aspectos relacionados con la cultura en general y la compleja convivencia del ser humano. Se trata, en definitiva, de un cuadro escrito exclusivamente en diálogos, muy parecido a los de Modesto Lafuente o Carlos Frontaura. El lector tiene la impresión de encontrarse en «Visitas a la marquesa» ante un esbozo de comedia que refleja el gran mundo, el protagonizado por la aristocracia. Es bien sabido que el escritor costumbrista suele utilizar diversos subterfugios para exponer sus motivos o razones. En unas ocasiones lo hace de modo explícito el propio autor; en otras sirviéndose de personajes que representan su personal forma de analizar las cosas. En «Visitas a la marquesa» este último recurso se intercala con la forma de locución en la que el escritor se vale mínimamente de la descripción directa para intercalar diálogos oportunos sobre un concreto tema. De esta forma el lector tiene conocimiento de fiestas o bailes en casa de la condesa de Montijo, de la rifa de la Inclusa, de necrológicas, de publicaciones periódicas, conciertos, bailes... Conversaciones serias o graves frente a otras banales o insustanciales. Se habla del lujo, del enriquecimiento personal, de la forma de gastar el dinero. Temas que ya habían sido abordados por la prensa en pleno siglo XVIII desde las páginas de El Censor o El Pensador. Visitas en las que el lector encuentra datos curiosos referidos a escritores famosos, como en el caso de Juan Valera, conocido contertulio de la condesa de Montijo y célebre poeta por aquel entonces. En el citado cuadro, Alarcón lo cita con el seudónimo Fernando Pérez, no sin aclarar con antelación que se trata de Juan Valera, admirado por las mujeres y gran conocedor de los más celebrados saraos de mediados del siglo XIX. Se trata, en definitiva, de un cuadro en el que Alarcón no se sujeta a fórmulas previas. Es un escrito costumbrista que da una nueva vitalidad al género y rompe el molde o canon del propio artículo de costumbres. Es subjetivo, personal, escribe a su modo. Ello complica, aún más si cabe, la definición de sus colaboraciones periódicas reunidas en Cosas que fueron, conscientes de que el mismo cuadro de costumbres es un concepto casi inaprehensible, del que apenas podría darse una justa y clara definición. No estamos ante un escritor cuya obra sea fácil clasificar, tal como hemos referido con anterioridad, pues en sus escritos por él denominados novelas cortas aparecían colaboraciones periodísticas que nada tenían que ver con el rótulo o marbete escogido. Es muy difícil delimitar el costumbrismo alarconiano y máxime cuando la propia preceptiva del cuadro de costumbres es harto compleja, pues su producción no está sujeta a normas preconcebidas.

En uno de sus más célebres cuadros de costumbres, «La Nochebuena del poeta», se mezcla lo personal con lo objetivo, en forma casi de memoria o remembranza en donde se contrasta la niñez del escritor con la madurez. Una mirada retrospectiva cándida, inocente que contrasta con las reflexiones de un escritor que contempla la vida con escepticismo y crudeza. Reflexiones de un pasado que se engarzan con las sutiles descripciones del hogar, de la familia, de las tres generaciones que habitan en el solar paterno. La Nochebuena traslada al escritor a su Andalucía natal, a las costumbres vernáculas. El ayer frente al hoy, la vida provinciana frente a la de la Corte, ilusiones infantiles en contraposición a la cruel realidad de un poeta que intenta abrirse camino en el complejo mundo editorial. El pesimismo invade al narrador, el alter ego de Alarcón, que pese a su juventud parece soportar enormes responsabilidades y cargas en sus espaldas33. Asombra ver cómo a los veintidós años, Alarcón escribe una relación tan reflexiva a la par que emotiva. La introducción o engarce de coplas populares navideñas para rememorar esta época del año le dan al cuadro un soporte literario extremadamente apto para su publicación en Navidad. Circunstancia idéntica a la de la publicación de cuentos denominados navideños que veían la luz por estas fechas festivas, como «La Nochebuena de Periquín» de Fernanflor, publicado en El Imparcial (24 de diciembre de 1875), injustamente considerado por Bonafoux como modelo del célebre cuento de Clarín «Pipá», o «La mula y el buey. Cuento de Navidad» de Galdós, en el que su protagonista, la niña Celilina, ha muerto en Nochebuena sin poder tener la mula y el buey para su portal de Belén. El padre se siente angustiado por no haber podido satisfacer el deseo de su hija. La niña muere con este pesar y, convertida en ángel, escapa del féretro y, volando, llega a un suntuoso Nacimiento, apropiándose de las figurillas deseadas. Camino del cielo, unos niños le dicen que allí hay juguetes preciosos, aconsejándole que devuelva las figurillas. La niña baja a la tierra y entre las manos del cadáver de Celina aparecen la mula y el buey. Se trata de un cuento admirable que rebate todas las teorías de quienes niegan las aptitudes de Galdós para el género cuento34. Los novelistas de la segunda mitad del siglo XIX publicaron numerosos cuentos para la celebración de la Navidad. No es el momento de hablar de ellos en estas líneas, pero recordemos, por ejemplo, los numerosos cuentos debidos a Emilia Pardo Bazán agrupados bajo los títulos Cuentos de Navidad y Año Nuevo y Cuentos de Navidad y Reyes. Por lo general se trata de relaciones que recrean desde un punto de vista emotivo la festividad más significativa del ámbito familiar. La demanda por parte de los lectores de este tipo de historias es bien conocida por los redactores y directores de las publicaciones, de ahí su inclusión en la prensa periódica del momento. Lo interesante, lo evidente es que dicha función o demanda la cumple tanto el cuento como el cuadro de costumbres, pues tanto uno como otro son aptos para recrear y recoger dicha festividad. Además de la coincidencia de contenidos habría que añadir la de su extensión, pues el cómputo de páginas en los que se enmarcaba el escrito era también coincidente. Tanto la tristeza, la nostalgia, la ausencia de los seres queridos que han dejado de existir, como la veta tradicional que envuelve los recuerdos y la añoranza de elementos propios de una festividad arraigada fundamentalmente en la sociedad, son elementos fuertemente imbricados en el cuadro de costumbres y en el cuento. La fuerza narrativa es tan insistente en la obra literaria de Alarcón que en ocasiones da rienda suelta a la ficción en detrimento de la descripción. Es una actitud innata que acontece hasta en cuadros de costumbres pensados, ideados para una colección costumbrista cuya única finalidad era la de describir a la mujer de cada provincia de España. Por ejemplo, en «La mujer de Granada», perteneciente a la colección costumbrista Las mujeres españolas, portuguesas y americanas35, tras describir obligaciones y labores domésticas de la mujer de Granada relativas a los oficios y trabajos propios de la tierra, Alarcón establece las pautas peculiares de la mujer granadina, bien diferenciada de otros lugares de España36. Desde todos los ángulos, familiares, religiosos y laborales, Alarcón analiza puntualmente lo más característico y singular de la mujer granadina, ajustándose a las premisas de la dirección de la citada colección, es decir: una cumplida descripción genérica de la singularidad del tipo o mujer en cuestión. Sin embargo, Alarcón no puede evitar que su escrito desemboque en ciertos momentos en la ficción, en la narración de una historia, como si se incrustara el cuento o su embrión en el cuadro de costumbres. Sería el caso de la mujer emparedada en donde se narra la historia del joven Fidel, enamorado de Amparo, personaje continuamente vigilado y en perpetua reclusión. A final la historia amorosa se convierte en drama merced a las exigencias de los padres de Amparo, pues serán ellos quienes decidan sobre el futuro de su hija a la hora de casarse. La desazón, tristeza y angustia invaden al sufrido Fidel, pues verá truncado su amor por la bella mujer. Alarcón, en lugar de describir las exigencias sociales andaluzas, desde la permanente vigilancia a las mujeres tanto dentro como fuera del hogar familiar, crea una ficción, una historia cuya proximidad con el cuento es fácilmente perceptible. Ítem más, su parecido con Soledad, la protagonista de El Niño de la Bola, es evidente, pues tanto en un caso como en otro, las dos mujeres estarán emparedadas o recluidas en el hogar paterno en consonancia con los preceptos educativos de esta época en un contexto social específico.

Si bien es verdad que los límites fronterizos entre el cuento y el cuadro de costumbres son difíciles de precisar, en otras ocasiones las delimitaciones son claras, pues se prescinde de la peripecia argumental y se tiende a la descripción de ambientes o a la censura de hábitos, usos y comportamientos de la sociedad. El costumbrista suele introducir en sus cuadros personajes genéricos como protagonistas de sus historias. Ellos son quienes describen sucesos verídicos, contextos urbanos o rurales, ambientes propios y característicos de la sociedad española, especialmente de la clase media. Es entonces cuando el lector se encuentra ante un relato aparentemente frustrado, cuando en realidad es un cuadro de costumbres que alza su vuelo hacia otros géneros literarios, dándole una nueva proyección. Por ello es por lo que el cuadro de costumbres guarda afinidad, conexión y tendencia con el llamado género chico o con escenas propias de la comedia y poesía descriptiva. Cuando se emplea accidentalmente el diálogo en un cuadro de costumbres su clasificación es fácil, pues no se sale ni un ápice de la textura característica del cuadro de costumbres. Sin embargo no sucede lo mismo en su relación con la narración, pues el artículo de costumbres no se distingue del cuento o relato breve más que en prescindir de argumento, en carecer de desarrollo dramático. Línea costumbrista que ya estaba presente en los gérmenes del costumbrismo: Mesonero Romanos, heredero de la tradición literaria de un Zabaleta, ofrecerá a los lectores sabrosos y sustanciosos cuadros de costumbres cuya semejanza con el relato breve es evidente. En Alarcón el cuadro de costumbres presenta, en ocasiones, semejanzas con el cuento, al igual que este último género también participa de elementos característicos y propios del cuadro de costumbres. Esto también pasará en la novela, en Fernán Caballero, Galdós, Valera, Pereda, Palacio Valdés, Pardo Bazán, entre otros. En sus páginas aparecen cuadros encartados dentro de la propia peripecia argumental. No es el momento de referirnos o analizar este último aspecto, pero es evidente que en numerosas novelas de la segunda mitad del siglo XIX se armonizan los tópicos temas del adulterio, crisis religiosas, sociedad del quiero y no puedo o connotaciones de matrimonios ventajosos con estampas de la vida rural o urbana. Páginas encartadas, costumbristas, que recrean con total perfección un ámbito social o una determinada costumbre que en un específico momento de la acción de la novela encaja y se adecua con total perfección. En este sentido y en los anteriores Alarcón crea una acción, una peripecia argumental, como en El sombrero de tres picos. Si bien la crítica no está de acuerdo a la hora de clasificarla como cuento o novela, lo cierto es que la escena, la estampa, se adecua perfectamente a un cuadro cuyo deleite estriba no sólo en las vivencias de los personajes, sino también en la contemplación y relación con un cuadro costumbrista que abriga y encuadra la propia acción.





 
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