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Acto III

 
El teatro representa una sala del palacio de la familia MOROSINI.

 

Escena I

 
LAURA, MATILDE

 
 
LAURA está sentada en un sillón, y MATILDE a lado, en pie.

 

LAURA.-  No lo he soñado, Matilde, no; ¡aunque a mí misma me parece un sueño!... Yo los vi con mis propios ojos salir del sepulcro, y arrojarse sobre el desdichado; pero en el mismo instante perdí la vista y el sentido... Mal pudiera decirte lo que haya sucedido luego; ni aun yo misma lo sé... sólo me pareció que oía la voz del infeliz, que me llamaba en aquel trance... ¡Cuál sería su angustia, Dios mío, al dejarme en tal situación!

MATILDE.-  Procura serenar tu ánimo, si no quieres recaer en el mismo estado que ha puesto en peligro tu vida...

LAURA.-  ¡Mi vida!... ¿y qué me importa, si he perdido cuanto amaba en el mundo?

MATILDE.-  ¿Por qué?... Tu imaginación acalorada te representa próximos los mayores males, cuando tal vez están más lejanos... ¿Quién sabe lo que habrá dado lugar a tan extraño caso?... Yo te confieso con ingenuidad que no acierto a explicarlo: ¿cómo pudieron esos hombres penetrar en el panteón? ¿a quién buscaban allí? ¿qué motivo pudo incitarlos a apoderarse de Rugiero?... Él no tiene émulos ni enemigos; ¿qué interés puede haber en hacerle daño?...

 
(LAURA suspira profundamente y deja caer la cabeza.)

 

Lo que más que todo me confunde, es cómo te hallaste esta mañana en tu lecho: yo oí, antes de amanecer, tu ahogo y tus quejidos; pero creí que era algún ensueño, que te afligía como otras veces, y aun dudé si debía despertarte.

LAURA.-  Cuando volví en mí, temía abrir los ojos, creyendo hallar a mi lado aquellos dos espectros... ¡Qué consuelo tuve, Matilde mía, cuando me vi en tus brazos!...

MATILDE.-   (Abrazándola.)  Sí, hija, sí... desde que naciste te recibí en ellos; y en ellos te estrecharé mientras Dios me dé vida... Tu misma madre tenía celos de mí; tú no te acordarás; ¡eras tan niña!... pero luego se alegraba de lo mucho que me querías, y sólo descansaba cuando te dejaba conmigo.

LAURA.-  ¡Si no fuera por ti, Matilde!... Yo no tengo más alivio, más desahogo en mis penas... ¡soy tan desventurada!...

MATILDE.-  ¿Y a qué viene ese llanto?... No hay motivo aún para afligirse así...

LAURA.-  ¿Dónde estará, Dios mío, dónde estará a estas horas?... ¡Tal vez corre riesgo su vida; y ni aun tiene el consuelo de saber de su Laura!...

MATILDE.-  Mira, mira en qué estado te pones...

LAURA.-  ¡Quizá me esté llamando, en medio de su angustia... y pidiendo a Dios por mí en su última hora!...

MATILDE.-  ¡Qué locura, hija, qué locura!

LAURA.-  ¡Rugiero, Rugiero mío, pronto te seguirá tu infeliz esposa!...  (Queda postrada de dolor, mientras MATILDE la sostiene y anima.) 

MATILDE.-  Ya que tan poco valen mis súplicas y mis consejos, piensa a lo menos, Laura, piensa cuál es tu situación... Tu padre ha enviado mil veces a saber de ti; y ya es hora que vuelva del senado... ¿qué dirá si te encuentra tan triste y afligida? ¿qué pretexto alegarle?... La menor duda, la menor incertidumbre nos pierde.

LAURA.-   (Levantándose.) Hoy va a saberlo todo.

MATILDE.-  ¡Qué es lo que dices!... ¿Estás en ti?

LAURA.-  ¿Y por qué lo extrañas?... ¿Quieres que deje perecer al esposo de mi corazón, por no revelar mi secreto?... No, Matilde, no; es mi esposo a los ojos de Dios, y yo debo salvarle a costa de mi vida... ¿qué me importa lo que digan los hombres?

MATILDE.-  Tu misma pena te ciega ahora... ya lo pensarás antes.

LAURA.-  Ya lo tengo pensado, resuelto; nada en el mundo me hará volver atrás... ¿qué puede sucederme?... ¡Mil veces hubiera él derramado su sangre, por evitarme a mí el más leve pesar; y la única vez que necesita mi socorro; cuando no tiene el infeliz ni padres ni familia que tomen parte en su desgracia, que pregunten siquiera si vive... se vería abandonado de su misma esposa!... No lo temas, Rugiero, no lo temas; tu Laura te salvará o morirá contigo.

MATILDE.-  Pero deja a lo menos que pensemos algún medio oportuno, para revelar el secreto a tu padre... por ti, por mí, hasta por él mismo, conviene no darle ahora tan funesta nueva...

LAURA.-  ¿Y me aconsejas tú que aguarde?... Quizá de un solo instante estará pendiente la vida de Rugiero; quizá a estas horas me estará ya culpando; ¡y yo me mostraré indecisa, dudosa, por no confesar mi falta, por no pedir perdón a los pies de mi padre!... Ya lo sé, sin que tú me lo digas: me veré humillada, confundida, sufriré mil quejas y reconvenciones... ¡pero haré ese sacrificio por mi esposo y Dios lo aceptará tal vez en su misericordia!

MATILDE.-  Serénate, hija mía...

LAURA.-  Ya estoy deseando que llegue, para descargar este peso que me oprime el alma... yo me arrojaré a sus pies, y los bañaré con mi llanto, y no me alzaré del suelo hasta que me haya perdonado... ¡Así perdone Dios a los que me han hecho tan infeliz!

MATILDE.-  Mira, Laura, que me parece que oigo pasos... vente, vente conmigo...

LAURA.-  Deja, Matilde, déjame... quizá sea mi padre; y voy a salirle al encuentro...

MATILDE.-   (Queriendo detenerla.)  ¿Qué vas a hacer?...repara...

LAURA.-     (Soltándose de MATILDE.)  Más vale morir de una vez.

 
(MATILDE se retira confusa: LAURA se dirige hacia la puerta por donde viene su padre; y al verle, fáltanle las fuerzas y cae de rodillas.)

 


Escena II

 
JUAN MOROSINI, LAURA

 

MOROSINI.-   (Corriendo hacia su hija.)  ¡Laura!... ¿qué tienes?... Levántate, hija, y ven a mis brazos...

LAURA.-  ¡Padre mío!

MOROSINI.-  ¿Qué es lo que tienes?... ¿por qué estás así?

LAURA.-  ¡Perdón, padre mío... perdón!

MOROSINI.-  ¿De qué, ángel de Dios?... Estás delirando, hija mía... tú eres incapaz de ofender a tu padre, tú no me has dado en la vida el menor pesar, ni me lo darás nunca... ¡Pero levántate, Laura; mira que así me afliges; y el corazón me duele de sufrir tanto hoy!...  (Levántala.)  No puedes sostenerte en pie y escondes la cabeza contra mi pecho... ¿por qué temes mirarme?... ¡Alza la cara, álzala; yo no tengo más gusto que mirarme en ti!

LAURA.-  No, padre mío, no... cada muestra de bondad es un torcedor que me ahoga...

MOROSINI.-  ¿Por qué?...

LAURA.-  Cuando sepáis mi falta... cuando veáis el pago que he dado a tanto amor, a tanta ternura... ¡Por Dios que no me aborrezcáis; aún soy más infeliz que culpable!

MOROSINI.-  ¿Qué turbación, qué congoja es ésa?... ¡Sácame cuanto antes de esta incertidumbre; mira, hija mía, que ya no puedo más!

LAURA.-  Sí, voy a decíroslo, a confesaros todo... y esta vergüenza, esta angustia que ahora siento en mi alma, es ya parte de mi castigo... ¡No me quejo, Dios mío, no me quejo; más merezco aún!

MOROSINI.-  No te detengas... sigue...

LAURA.-  Esta hija... esta hija única, objeto de tantos desvelos y vuestra sola esperanza... la que no debía ni haber respirado siquiera sin el permiso de un padre tan bueno... la que os juró mil veces hacer en todo vuestra voluntad y recibir de vuestra diestra al esposo que Dios le destinara...

MOROSINI.-  Acaba, Laura, acaba...

LAURA.-  Esta hija ingrata ha dado ya su mano.  (Arrójase a los pies de su padre: éste se queda absorto.) 

MOROSINI.-  ¡Dios mío!... ¡Dios mío!... una sola cosa te había pedido este mísero padre... ¿por qué le has conservado la vida para afligirle así?

LAURA.-  ¡Padre!... ¡Padre!...

MOROSINI.-  ¡Aparta, Laura, quita... no me beses los pies, cuando acabas de traspasarme el alma!

LAURA.-  ¡No por mí... yo no soy acreedora sino a vuestro castigo... pero por aquella santa que nos está mirando desde el cielo... por mi pobre madre, que os encomendó al morir a esta desventurada... por el cariño que le tuvisteis, y por las lágrimas y afanes que le costó el criarme... ¡Cuántas veces me habéis dicho que me parecía a ella, que cuando oíais mi acento, creíais escucharla!... ¡No, no; ella era virtuosa y yo he faltado a todo!

MOROSINI.-  ¿Qué haces, Laura, qué haces?...

LAURA.-  Ella me perdonaría, sí, me perdonaría... y a estas horas os está pidiendo por su hija desdichada... No le neguéis la gracia que os pide el cielo... ¡allí está delante de Dios, que siempre perdona!

MOROSINI.-  Hija mía... hija mía... ¿por qué has hecho infeliz a quien te ama tanto?  (Inclínase un poco; LAURA se levanta, y se arroja en sus brazos: quedan unos instantes en silencio.)  ¿Y quién es... quién es el que así ha abusado de tu candor e inexperiencia?

LAURA.-  No por cierto; él no empleó más artes, más seducción que sus virtudes... es pobre, desvalido; ¡pero tiene un alma tan noble! No merece el rigor con que le ha tratado la suerte.

MOROSINI.-  Pero ¿quién es?... ¿por qué temes decirlo?

LAURA.-  No lo temo; pero me cuesta trabajo pronunciar su nombre... ¡A estas horas tal vez, quizá esté el infeliz en el mayor conflicto!...

MOROSINI.-  ¿Qué dices?... Aclara de una vez tantos misterios.

LAURA.-  Pero vos le ampararéis... ¿No es verdad?... Él no tiene más esperanza en el mundo que las lágrimas de su esposa... ¡Quién tendrá piedad de nosotros, si nos la niega un padre!

MOROSINI.-  ¡Laura... no tiembles así, hija... ven aquí, al lado de tu padre... que ya ha olvidado tu falta y no ve más que tus desdichas!  (Le echa los brazos con la mayor ternura y la conduce a un sillón, junto al suyo: siéntanse ambos. LAURA coge las manos de su padre, las lleva a la boca y levanta los ojos al cielo.)  ¡Si, hija, sí... cuando un padre perdona, el cielo echa su bendición! Pero tranquilízate un poco, y confíame tus penas... ¿no soy yo tu mejor amigo?

LAURA.-  Y esa misma bondad es lo que más me abate... Si me hubierais tratado como merezco, tendría más valor.

MOROSINI.-  Vamos, hija, sácame de estas dudas... ¿cuál es el nombre de tu esposo?

LAURA.-  ¿De mi esposo?

MOROSINI.-  Sí...

LAURA.-  Durante vuestra ausencia, cuando en más de un año no recibí ni la menor noticia y corrieron voces tan funestas de resultas de la derrota de la armada... hallándome sola, triste, convaleciente de la enfermedad que me puso a las puertas de la muerte... viendo el desvelo y la ternura que me había mostrado el joven virtuoso a quien amaba mucho tiempo había... le ofrecí darle mi mano, en cuanto Dios me concediese recobrar la salud... ¡cuántas penas me hubiera ahorrado, si hubiese muerto entonces!

MOROSINI.-  Sigue, hija, sigue...

LAURA.-  En el mismo monasterio contiguo a nuestra quinta, di la mano a mi esposo con el mayor secreto... y pocos días después, hallándome con él en la capilla del Buen Suceso, pidiendo a la Madre de Dios que me concediese el saber si vivíais, recibí vuestra carta, anunciándome vuestra pronta venida. La alegría que sentí en mi alma, sólo yo la sé; me propuse mil veces revelároslo todo, al momento mismo de abrazaros; pero desde el día que llegasteis, nunca he tenido valor para confesaros mi falta.

MOROSINI.-  Mas nunca acabas de decirme el nombre de mi esposo...

LAURA.-  ¿No lo he dicho ya?... Rugiero...

MOROSINI.-  ¡Rugiero!

LAURA.-  No es culpa suya haber nacido tan desgraciado... pero cuantos le conocen le aman; y a vos mismo os he oído repetir sus elogios... Es tan honrado, tan compasivo, tiene un corazón tan hermoso! ¡Cuántas veces me ha dicho, arrasados los ojos en lágrimas: «No tengo más pesar en el mundo que el haber ofendido a tu padre; y nunca me presento a su vista sin cubrírseme el rostro de rubor... Mas si algún día llega a perdonarme; si logro que me mire, no como a hijo, sino como a un esclavo, no viviremos uno y otro sino para hacerle feliz... ¡y aún quiera Dios que así podamos borrar nuestra falta!...» ¡Qué lejos estaba entonces de prever su desdicha!

MOROSINI.-  ¿De qué desdicha hablas?... ¡Aun hay más todavía!

LAURA.-  ¡En este mismo instante, en que os estoy pidiendo su perdón y el mío... tal vez mi pobre esposo sólo necesita el de Dios!

MOROSINI.-  Cálmate, hija, cálmate... ¡mira que esa sonrisa me hace estremecer! Desahoga tu pecho, hija mía... cualesquiera que sean tus desgracias, si tu padre no puede remediarlas, las llorará contigo... ¿qué más quieres de mí?  (LAURA se levanta y se arroja en brazos de su padre.)  Más vale así, más vale que llores... ¿No sientes consuelo, hija mía, en llorar en el seno de su padre?... Vamos, vuelve a sentarte... Yo quiero que me cuentes la pena que te aflige; pero sin apurarte así... aún estás muy débil y esa congoja puede hacerte mal... ¡No olvides, hija mía, que yo no tengo en el mundo a nadie más que a ti!...  (LAURA vuelve a sentarse.)  Ahora vas a decírmelo todo, todo... ¿Qué es de Rugiero? ¿dónde está? ¿cuál es el peligro que le amenaza?... Sin temblar, hija mía... si no me lo dices, ¿qué quieres tú que haga yo por él?

LAURA.-    (Procurando reprimir su pesar.) Yo le había hablado pocas veces, desde que llegasteis... ¡temía tanto daros un disgusto!... Nos contentábamos con mirarnos de lejos; y alguno que otro día también nos escribíamos... siempre de nuestras penas... Al cabo me propuso venir de noche al canal solitario, que da a espaldas de este palacio y hablarme por una ventana; y el mismo deseo de evitar que se supiese y llegase a vuestros oídos, me hizo imaginar el recurso más extraño, como el menos expuesto... Dentro del panteón le he hablado dos veces con el mayor sigilo; ¡y anoche... anoche cabalmente era la tercera!...

MOROSINI.-  ¿Por qué te detienes?... Prosigue...

LAURA.-  Desde antes que él viniese, ya me anunciaba mi corazón alguna desgracia... Llegó al fin Rugiero, y procuró animarme: él venía también triste; pero sólo le dolía el verme afligida, y se desvivía el infeliz por parecer alegre... Serían como las dos... sí, esa hora sería... cuando empezó a levantarse un viento tan recio, que el panteón parecía estremecerse, y se apagó la lámpara que yo había colocado sobre un sepulcro...

MOROSINI.-  Sigue, hija mía... ¿qué tienes que temer, estando junto a mí?

LAURA.-  Rugiero fue a encenderla; y yo iba a su lado, por no quedarme sola... ¡tenía un terror tan grande!... Más apenas nos acercamos al sepulcro, cuando se aparecieron de repente dos bultos altísimos, cubiertos con un ropaje negro, y sin hablar ni una sola palabra, se abalanzaron sobre el infeliz... yo quise gritar, pero no pude; a un tiempo me faltaron el habla y las fuerzas, y caí como muerta en el suelo...

MOROSINI.-  Descansa un poco, hija... ahora seguirás.

LAURA.-  Después de algunas horas, volví al cabo en mí; pero en vez de hallarme en el panteón, como creía, me encontré en mi lecho, y Matilde a mi lado.

MOROSINI.-  Mas ¿cómo supo dónde estabas, cómo te trajo a tu aposento?

LAURA.-  No fue ella quien me trajo, ni sabe tampoco quién fuese... cuando acudió a mis quejidos, ya me halló en mi cama.

MOROSINI.-  ¿Y tú no viste ni oíste?

LAURA.-  A nadie.

MOROSINI.-  ¿Ni has recibido hoy nuevas de Rugiero?...

LAURA.-  Eso es cabalmente lo que más me aflige... él sabe el estado en que me dejó; y ni me ha escrito siquiera para tranquilizarme... ¡Cómo había de haberme olvidado, si el infeliz viviese!...

MOROSINI.-  No hay que ponerse en lo peor, hija mía... mil causas pueden haberle impedido el cumplir su deseo...

LAURA.-  ¡Si le conocieseis como yo!... él no tiene más anhelo, más afán que su Laura.

MOROSINI.-  ¿Pero sabes por lo menos si ha vuelto desde anoche a su casa?

LAURA.-  Hace una hora, aún no había parecido.

MOROSINI.-  ¿Y has enviado a ver si se encuentra algún indicio en el panteón, que pueda darnos luz?

LAURA.-  Apenas me recobré algún tanto le rogué a Matilde que fuese... La primera idea que me había ocurrido es que hubiesen asesinado a Rugiero; y temblaba como la hoja en el árbol, al ver ya de vuelta a Matilde... pero ni halló rastro de sangre ni el indicio más leve; hasta las puertas estaban cerradas, sin ninguna señal de violencia.  (MOROSINI se queda pensativo y LAURA le observa.) ¿Qué será, padre mío, qué será?

MOROSINI.-   (Volviendo sobre sí.)  ¿Cómo quieres que yo lo sepa?

LAURA.-  Me pareció que se os había ocurrido algún pensamiento muy triste, y que temíais decírmelo... ¡No lo temáis; es imposible que vuestra Laura sea ya más infeliz!

MOROSINI .-  Calma tu imaginación, hija mía...  (Levántanse ambos.)  Yo voy ahora mismo a informarme, a procurar saber de Rugiero... pero es menester que te tranquilices, y que no lleve yo la pena de dejarte así... ¡Mira que he sufrido mucho, mucho... también merezco yo alguna compasión!  (LAURA le besa la mano y hace ademán de arrodillarse.)  Vamos, ya se acabó, hija mía... ¡Pon tu suerte en manos de Dios, y ten confianza en tu padre!... No hay que llorar más... retírate a tu cuarto, que me parece que suena gente... yo iré luego a buscarte.

LAURA.-  Si no me engaño, es mi tío...

MOROSINI.-  Pues bien, vete al instante y déjame con él.

LAURA.-   (Sobresaltada.)  ¡Con él!

MOROSINI.-  Sí, hija, déjanos solos...  (LAURA da unos pasos y se detiene.)  ¿Qué esperas?...

LAURA.-  Ya me voy... ¡Qué semblante tan adusto que trae!... No sé por qué al verle me ha dado un vuelco el corazón.



Escena III

 
JUAN MOROSINI, PEDRO MOROSINI

 

JUAN MOROSINI.-  Quisiera hablar contigo unos instantes... sobre un asunto que me importa mucho.

PEDRO MOROSINI.-  Di lo que quieras; pero no tardes: dentro de una hora tengo que estar de vuelta en el tribunal. ¿Por qué te detienes?...

JUAN MOROSINI.-  ¡Estoy pensando que no tienes hijos... y que no vas a comprenderme!

PEDRO MOROSINI.-  ¿Y a qué son esos preámbulos?... Nunca los has usado conmigo.

JUAN MOROSINI.-  Es que nunca me he visto en la aflicción que hoy...  (Enjúgase una lágrima de los ojos.)  ¡No mires, Pedro, no mires mi flaqueza... acabo de recibir un golpe mortal, y al fin soy hombre!...  (Serénase un poco.)  Yo no tengo más que una hija, único fruto de una unión desgraciada... tú conociste a su madre y sabes el extremo con que yo la amé... En mi hija veía el retrato de mi pobre Constanza; y su inocencia y sus caricias me consolaban de todas mis penas... Yo la he criado a mi lado, a mi vista, sin apartarme de ella un solo día, hasta que el peligro de mi patria me impuso el sacrificio de separarme de ella... ¡parece que el corazón me daba que aquella ausencia iba a costarme muchas lágrimas!...

PEDRO MOROSINI.-  ¿De qué sirve afligirte en esos términos?...

JUAN MOROSINI.-  Volví al fin después de tantos infortunios, sin más anhelo que abrazar a mi hija; la hallé aún más bella que antes, admirada, querida de todos; y cada día fundaba en ella mayores esperanzas... ¡Todas se han desvanecido hoy: Dios lo ha querido así!... Mi hija es ya esposa, Pedro: ni te pregunto si lo sabías, ni menos intento disculparla... ¡quiero sólo que lo oigas de mi propia boca, para que veas cuál es mi situación! Laura es ya de Rugiero: el Señor ha bendecido su unión en su santo templo... ¡y sólo la muerte puede ya separarlos!... Mi hija ama a su esposo con toda su alma; y yo no puedo vivir, si me falta ella... ¡No te digo más!

PEDRO MOROSINI.-  ¿Pero, qué es lo que quieres de mí?...

JUAN MOROSINI.-  Rugiero ha desaparecido desde anoche; y tú sabes de cierto dónde está.

PEDRO MOROSINI.-  ¡Yo!... ¿Soy yo acaso su guarda?

JUAN MOROSINI.-  No, Pedro... mas no olvides que eres mi hermano.  (PEDRO MOROSINI baja los ojos y callan ambos por un momento.)  A media noche, en nuestra propia casa, sin quebrantar las puertas ni causar el ruido más leve, dos hombres apostados han arrebatado a Rugiero de entre los brazos de mi hija; y ella se ha visto trasladada, sin saber cómo, desde el panteón a su propio lecho... Yo sé el terrible ministerio que ejerces; conozco a Venecia muchos años ha; y me consta que en ella ni respira nadie sin que tú lo sepas... ¡Sácame, Pedro, sácame por Dios de esta duda, para que pueda dar algún consuelo a mi hija!...  (Observándole que calla.)  Bien te lo decía yo, bien te lo decía antes... ¿cómo has de comprender mi dolor, si no tienes hijos?... ¡Pero recuerda que tuviste uno y que pudiste hallarte en el mismo caso que yo!... También yo te he visto llorar... (lo tengo presente cual si fuese hoy) cuando supiste que tu esposa y su tierno niño habían muerto a manos de los infieles, sin tener siquiera el consuelo de poder rescatar sus cadáveres...

PEDRO MOROSINI.-  ¿Y a qué me lo recuerdas?

JUAN MOROSINI.-  Yo te veía afligido; y no me apartaba un instante de ti, y hasta dormía al lado de tu cama... ¡Cuando te veía descansar de tus penas, daba gracias a Dios, y le pedía que te hiciese feliz, aunque fuese a costa de mi vida!

PEDRO MOROSINI.-  No lo he olvidado, Juan; ni era menester que me lo trajeses a la memoria... ¿Te he dado nunca el menor motivo de queja?

JUAN MOROSINI.-  ¡No; pero lo que a ti te basta, no me basta a mí!... No te enojes, si te hablo con toda la ingenuidad que debe mediar entre nosotros; ¡hasta mi mismo dolor me da derecho a ello!... No sé si atribuirlo a aquella desgracia tan grande, que te dejó como solo en el mundo... o a tu larga ausencia, durante tu gobierno en Candía... o tal vez a ese terrible ministerio, que te hace ver a todas horas correr las lágrimas de los infelices... lo cierto es que no hallo en ti aquel afecto, aquella ternura, que mi corazón te está pidiendo... ¡no parece sino que el tuyo se ha secado! Hoy mismo, hoy mismo acudo a ti, lleno de amargura, como al mejor amigo que Dios me ha dado; ¡y en vez de abrirme los brazos y de ofrecerme el más leve consuelo, has oído mi desgracia cual si fuese la de un extraño!

PEDRO MOROSINI.-  No, Juan, no me hagas ese agravio: amo a mi familia, como es justo, y a ti como a un hermano... ¡mas no por eso olvido lo que debo a mi patria, y que Dios un día ha de pedirme cuenta!...

JUAN MOROSINI.-   (Con suma viveza.)  ¿Qué me dices?...

PEDRO MOROSINI.-   (Respondiendo con frialdad.) Yo no te he dicho nada: contesto meramente a tus quejas. También pudiera a mi vez hacerte a ti reconvenciones, sobre ese carácter débil y condescendiente, que quizá ha contribuido a la perdición de tu hija y a la desgracia que lloras hoy... pero no es ocasión de aumentar tus pesares, cuando ya no tienen remedio.

JUAN MOROSINI.-  ¿No queda ninguno?...  (PEDRO MOROSINI señala con la mano al cielo y hace ademán de retirarse.)  ¡Aguarda... oye siquiera... no te pido más!

PEDRO MOROSINI.-   (Se detiene y le alarga la mano.) No exijas por Dios, no exijas de mí lo que no puedo hacer.

JUAN MOROSINI.-  Dime sólo una cosa... ¿vive Rugiero?...

PEDRO MOROSINI.-   (Después de vacilar unos instantes.) Vive.

JUAN MOROSINI.-  ¡Gracias a Dios!

PEDRO MOROSINI.-  Pero no lo digas a tu hija.

JUAN MOROSINI.-  ¿Por qué?

PEDRO MOROSINI.-  Porque tendría que llorarle dos veces.

 
(Vase pausadamente: JUAN MOROSINI permanece sobrecogido y confuso.)

 


Escena IV

JUAN MOROSINI.-  No hay duda... ninguna... ninguna... ¡está en las cárceles del tribunal, y allí no hay esperanza!... ¿Pero cuál puede ser su delito?... Tal vez una imprudencia, una palabra, va a costarle la vida, como ha costado a tantos... No, no: el silencio de mi hermano anuncia un secreto más grave; y yo he visto, a pesar de su entereza, que le costaba el ocultármelo... Si Rugiero ha conspirado contra la república... si algunos descontentos se han prevalido de su inexperiencia... si el mismo deseo de mejorar de suerte y de aparecer más digno de mi hija... ¿Cómo me presento yo a la infeliz, ni qué voy a decirle?... ¡Ella me aguarda con el mayor afán, y espera de su padre palabras de consuelo... y yo tengo que prepararla a saber la muerte de su esposo!... Imposible, imposible... sería clavarle yo mismo un puñal en el corazón.  (Da involuntariamente unos pasos, como para salir fuera de la sala.)  ¿Mas a dónde voy?, ¿cómo la dejo abandonada así?... La hija de mis entrañas no tiene más apoyo que su padre, y nunca puede hallarse en mayor aflicción... Tal vez van a decirle de repente que su esposo ha muerto en un cadalso... ¡y al saberlo el ángel mío, va a ahogarla su pena!... No; yo iré, yo iré... ahora mismo voy... ¡puesto que Dios lo ordena así, yo apuraré hasta las heces el cáliz de amargura!...  (Se encamina hacia adentro.)  No sé qué temblor es éste, que ni acierto siquiera a dar un paso... yo voy a consolarla y no puedo yo mismo con mi propio dolor. ¡Dios mío... Dios de mi vida... tú que ves lo que pasa en mi alma, ten compasión de mí!... ¡Por las muchas penas y trabajos que he padecido en este mundo... por la sangre que he derramado de mis venas, combatiendo contra los enemigos de tu ley... ¡por el dolor que sentiste Tú mismo, cuando viste al pie de la cruz a tu afligida Madre... consuela a este padre infeliz, o dale al menos fuerzas!


 
 
Fin del acto tercero
 
 



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