Escena
I
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LAURA,
MATILDE
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LAURA
está sentada en un sillón, y MATILDE a lado, en pie.
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LAURA.- No lo he soñado, Matilde, no;
¡aunque a mí misma me parece un sueño!... Yo
los vi con mis propios ojos salir del sepulcro, y arrojarse sobre
el desdichado; pero en el mismo instante perdí la vista y el
sentido... Mal pudiera decirte lo que haya sucedido luego; ni aun
yo misma lo sé... sólo me pareció que
oía la voz del infeliz, que me llamaba en aquel trance...
¡Cuál sería su angustia, Dios mío, al
dejarme en tal situación!
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MATILDE.- Procura serenar tu ánimo, si no
quieres recaer en el mismo estado que ha puesto en peligro tu
vida...
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LAURA.- ¡Mi vida!... ¿y qué
me importa, si he perdido cuanto amaba en el mundo?
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MATILDE.- ¿Por qué?... Tu
imaginación acalorada te representa próximos los
mayores males, cuando tal vez están más lejanos...
¿Quién sabe lo que habrá dado lugar a tan
extraño caso?... Yo te confieso con ingenuidad que no
acierto a explicarlo: ¿cómo pudieron esos hombres
penetrar en el panteón? ¿a quién buscaban
allí? ¿qué motivo pudo incitarlos a apoderarse
de Rugiero?... Él no tiene émulos ni enemigos;
¿qué interés puede haber en hacerle
daño?...
(LAURA suspira
profundamente y deja caer la cabeza.)
Lo
que más que todo me confunde, es cómo te hallaste
esta mañana en tu lecho: yo oí, antes de amanecer, tu
ahogo y tus quejidos; pero creí que era algún
ensueño, que te afligía como otras veces, y aun
dudé si debía despertarte.
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LAURA.- Cuando volví en mí,
temía abrir los ojos, creyendo hallar a mi lado aquellos dos
espectros... ¡Qué consuelo tuve, Matilde mía,
cuando me vi en tus brazos!...
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MATILDE.-
(Abrazándola.) Sí, hija,
sí... desde que naciste te recibí en ellos; y en
ellos te estrecharé mientras Dios me dé vida... Tu
misma madre tenía celos de mí; tú no te
acordarás; ¡eras tan niña!... pero luego se
alegraba de lo mucho que me querías, y sólo
descansaba cuando te dejaba conmigo.
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LAURA.- ¡Si no fuera por ti, Matilde!...
Yo no tengo más alivio, más desahogo en mis penas...
¡soy tan desventurada!...
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MATILDE.- ¿Y a qué viene ese
llanto?... No hay motivo aún para afligirse
así...
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LAURA.- ¿Dónde estará, Dios
mío, dónde estará a estas horas?... ¡Tal
vez corre riesgo su vida; y ni aun tiene el consuelo de saber de su
Laura!...
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MATILDE.- Mira, mira en qué estado te
pones...
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LAURA.- ¡Quizá me esté
llamando, en medio de su angustia... y pidiendo a Dios por
mí en su última hora!...
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MATILDE.- ¡Qué locura, hija,
qué locura!
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LAURA.- ¡Rugiero, Rugiero mío,
pronto te seguirá tu infeliz esposa!... (Queda
postrada de dolor, mientras MATILDE la sostiene y
anima.)
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MATILDE.- Ya que tan poco valen mis
súplicas y mis consejos, piensa a lo menos, Laura, piensa
cuál es tu situación... Tu padre ha enviado mil veces
a saber de ti; y ya es hora que vuelva del senado...
¿qué dirá si te encuentra tan triste y
afligida? ¿qué pretexto alegarle?... La menor duda,
la menor incertidumbre nos pierde.
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LAURA.-
(Levantándose.) Hoy va a saberlo todo.
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MATILDE.- ¡Qué es lo que dices!...
¿Estás en ti?
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LAURA.- ¿Y por qué lo
extrañas?... ¿Quieres que deje perecer al esposo de
mi corazón, por no revelar mi secreto?... No, Matilde, no;
es mi esposo a los ojos de Dios, y yo debo salvarle a costa de mi
vida... ¿qué me importa lo que digan los hombres?
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MATILDE.- Tu misma pena te ciega ahora... ya lo
pensarás antes.
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LAURA.- Ya lo tengo pensado, resuelto; nada en
el mundo me hará volver atrás... ¿qué
puede sucederme?... ¡Mil veces hubiera él derramado su
sangre, por evitarme a mí el más leve pesar; y la
única vez que necesita mi socorro; cuando no tiene el
infeliz ni padres ni familia que tomen parte en su desgracia, que
pregunten siquiera si vive... se vería abandonado de su
misma esposa!... No lo temas, Rugiero, no lo temas; tu Laura te
salvará o morirá contigo.
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MATILDE.- Pero deja a lo menos que pensemos
algún medio oportuno, para revelar el secreto a tu padre...
por ti, por mí, hasta por él mismo, conviene no darle
ahora tan funesta nueva...
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LAURA.- ¿Y me aconsejas tú que
aguarde?... Quizá de un solo instante estará
pendiente la vida de Rugiero; quizá a estas horas me
estará ya culpando; ¡y yo me mostraré indecisa,
dudosa, por no confesar mi falta, por no pedir perdón a los
pies de mi padre!... Ya lo sé, sin que tú me lo
digas: me veré humillada, confundida, sufriré mil
quejas y reconvenciones... ¡pero haré ese sacrificio
por mi esposo y Dios lo aceptará tal vez en su
misericordia!
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MATILDE.- Serénate, hija
mía...
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LAURA.- Ya estoy deseando que llegue, para
descargar este peso que me oprime el alma... yo me arrojaré
a sus pies, y los bañaré con mi llanto, y no me
alzaré del suelo hasta que me haya perdonado...
¡Así perdone Dios a los que me han hecho tan
infeliz!
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MATILDE.- Mira, Laura, que me parece que oigo
pasos... vente, vente conmigo...
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LAURA.- Deja, Matilde, déjame...
quizá sea mi padre; y voy a salirle al encuentro...
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MATILDE.- (Queriendo detenerla.)
¿Qué vas a hacer?...repara...
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LAURA.- (Soltándose de
MATILDE.)
Más vale morir de una vez.
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(MATILDE se
retira confusa: LAURA se
dirige hacia la puerta por donde viene su padre; y al verle,
fáltanle las fuerzas y cae de rodillas.)
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Escena
II
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JUAN MOROSINI,
LAURA
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MOROSINI.- (Corriendo hacia su
hija.) ¡Laura!... ¿qué tienes?...
Levántate, hija, y ven a mis brazos...
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LAURA.- ¡Padre mío!
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MOROSINI.- ¿Qué es lo que
tienes?... ¿por qué estás así?
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LAURA.- ¡Perdón, padre
mío... perdón!
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MOROSINI.- ¿De qué, ángel
de Dios?... Estás delirando, hija mía... tú
eres incapaz de ofender a tu padre, tú no me has dado en la
vida el menor pesar, ni me lo darás nunca... ¡Pero
levántate, Laura; mira que así me afliges; y el
corazón me duele de sufrir tanto hoy!...
(Levántala.) No puedes sostenerte en pie
y escondes la cabeza contra mi pecho... ¿por qué
temes mirarme?... ¡Alza la cara, álzala; yo no tengo
más gusto que mirarme en ti!
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LAURA.- No, padre mío, no... cada muestra
de bondad es un torcedor que me ahoga...
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MOROSINI.- ¿Por qué?...
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LAURA.- Cuando sepáis mi falta... cuando
veáis el pago que he dado a tanto amor, a tanta ternura...
¡Por Dios que no me aborrezcáis; aún soy
más infeliz que culpable!
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MOROSINI.- ¿Qué turbación,
qué congoja es ésa?... ¡Sácame cuanto
antes de esta incertidumbre; mira, hija mía, que ya no puedo
más!
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LAURA.- Sí, voy a decíroslo, a
confesaros todo... y esta vergüenza, esta angustia que ahora
siento en mi alma, es ya parte de mi castigo... ¡No me quejo,
Dios mío, no me quejo; más merezco aún!
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MOROSINI.- No te detengas... sigue...
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LAURA.- Esta hija... esta hija única,
objeto de tantos desvelos y vuestra sola esperanza... la que no
debía ni haber respirado siquiera sin el permiso de un padre
tan bueno... la que os juró mil veces hacer en todo vuestra
voluntad y recibir de vuestra diestra al esposo que Dios le
destinara...
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MOROSINI.- Acaba, Laura, acaba...
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LAURA.- Esta hija ingrata ha dado ya su mano.
(Arrójase a los pies de su padre: éste se
queda absorto.)
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MOROSINI.- ¡Dios mío!...
¡Dios mío!... una sola cosa te había pedido
este mísero padre... ¿por qué le has
conservado la vida para afligirle así?
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LAURA.- ¡Padre!... ¡Padre!...
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MOROSINI.- ¡Aparta, Laura, quita... no me
beses los pies, cuando acabas de traspasarme el alma!
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LAURA.- ¡No por mí... yo no soy
acreedora sino a vuestro castigo... pero por aquella santa que nos
está mirando desde el cielo... por mi pobre madre, que os
encomendó al morir a esta desventurada... por el
cariño que le tuvisteis, y por las lágrimas y afanes
que le costó el criarme... ¡Cuántas veces me
habéis dicho que me parecía a ella, que cuando
oíais mi acento, creíais escucharla!... ¡No,
no; ella era virtuosa y yo he faltado a todo!
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MOROSINI.- ¿Qué haces, Laura,
qué haces?...
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LAURA.- Ella me perdonaría, sí, me
perdonaría... y a estas horas os está pidiendo por su
hija desdichada... No le neguéis la gracia que os pide el
cielo... ¡allí está delante de Dios, que
siempre perdona!
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MOROSINI.- Hija mía... hija mía...
¿por qué has hecho infeliz a quien te ama tanto?
(Inclínase un poco; LAURA se levanta, y se arroja en sus
brazos: quedan unos instantes en silencio.) ¿Y
quién es... quién es el que así ha abusado de
tu candor e inexperiencia?
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LAURA.- No por cierto; él no
empleó más artes, más seducción que sus
virtudes... es pobre, desvalido; ¡pero tiene un alma tan
noble! No merece el rigor con que le ha tratado la suerte.
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MOROSINI.- Pero ¿quién es?...
¿por qué temes decirlo?
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LAURA.- No lo temo; pero me cuesta trabajo
pronunciar su nombre... ¡A estas horas tal vez, quizá
esté el infeliz en el mayor conflicto!...
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MOROSINI.- ¿Qué dices?... Aclara
de una vez tantos misterios.
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LAURA.- Pero vos le ampararéis...
¿No es verdad?... Él no tiene más esperanza en
el mundo que las lágrimas de su esposa...
¡Quién tendrá piedad de nosotros, si nos la
niega un padre!
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MOROSINI.- ¡Laura... no tiembles
así, hija... ven aquí, al lado de tu padre... que ya
ha olvidado tu falta y no ve más que tus desdichas!
(Le echa los brazos con la mayor ternura y la conduce a un
sillón, junto al suyo: siéntanse ambos. LAURA coge las manos de su padre, las
lleva a la boca y levanta los ojos al cielo.) ¡Si,
hija, sí... cuando un padre perdona, el cielo echa su
bendición! Pero tranquilízate un poco, y
confíame tus penas... ¿no soy yo tu mejor amigo?
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LAURA.- Y esa misma bondad es lo que más
me abate... Si me hubierais tratado como merezco, tendría
más valor.
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MOROSINI.- Vamos, hija, sácame de estas
dudas... ¿cuál es el nombre de tu esposo?
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LAURA.- ¿De mi esposo?
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MOROSINI.- Sí...
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LAURA.- Durante vuestra ausencia, cuando en
más de un año no recibí ni la menor noticia y
corrieron voces tan funestas de resultas de la derrota de la
armada... hallándome sola, triste, convaleciente de la
enfermedad que me puso a las puertas de la muerte... viendo el
desvelo y la ternura que me había mostrado el joven virtuoso
a quien amaba mucho tiempo había... le ofrecí darle
mi mano, en cuanto Dios me concediese recobrar la salud...
¡cuántas penas me hubiera ahorrado, si hubiese muerto
entonces!
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MOROSINI.- Sigue, hija, sigue...
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LAURA.- En el mismo monasterio contiguo a
nuestra quinta, di la mano a mi esposo con el mayor secreto... y
pocos días después, hallándome con él
en la capilla del Buen Suceso, pidiendo a la Madre de Dios que me
concediese el saber si vivíais, recibí vuestra carta,
anunciándome vuestra pronta venida. La alegría que
sentí en mi alma, sólo yo la sé; me propuse
mil veces revelároslo todo, al momento mismo de abrazaros;
pero desde el día que llegasteis, nunca he tenido valor para
confesaros mi falta.
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MOROSINI.- Mas nunca acabas de decirme el nombre
de mi esposo...
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LAURA.- ¿No lo he dicho ya?...
Rugiero...
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MOROSINI.- ¡Rugiero!
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LAURA.- No es culpa suya haber nacido tan
desgraciado... pero cuantos le conocen le aman; y a vos mismo os he
oído repetir sus elogios... Es tan honrado, tan compasivo,
tiene un corazón tan hermoso! ¡Cuántas veces me
ha dicho, arrasados los ojos en lágrimas: «No tengo
más pesar en el mundo que el haber ofendido a tu padre; y
nunca me presento a su vista sin cubrírseme el rostro de
rubor... Mas si algún día llega a perdonarme; si
logro que me mire, no como a hijo, sino como a un esclavo, no
viviremos uno y otro sino para hacerle feliz... ¡y aún
quiera Dios que así podamos borrar nuestra falta!...»
¡Qué lejos estaba entonces de prever su desdicha!
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MOROSINI.- ¿De qué desdicha
hablas?... ¡Aun hay más todavía!
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LAURA.- ¡En este mismo instante, en que os
estoy pidiendo su perdón y el mío... tal vez mi pobre
esposo sólo necesita el de Dios!
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MOROSINI.- Cálmate, hija,
cálmate... ¡mira que esa sonrisa me hace estremecer!
Desahoga tu pecho, hija mía... cualesquiera que sean tus
desgracias, si tu padre no puede remediarlas, las llorará
contigo... ¿qué más quieres de mí?
(LAURA se levanta
y se arroja en brazos de su padre.) Más vale
así, más vale que llores... ¿No sientes
consuelo, hija mía, en llorar en el seno de su padre?...
Vamos, vuelve a sentarte... Yo quiero que me cuentes la pena que te
aflige; pero sin apurarte así... aún estás muy
débil y esa congoja puede hacerte mal... ¡No olvides,
hija mía, que yo no tengo en el mundo a nadie más que
a ti!... (LAURA
vuelve a sentarse.) Ahora vas a decírmelo todo,
todo... ¿Qué es de Rugiero? ¿dónde
está? ¿cuál es el peligro que le amenaza?...
Sin temblar, hija mía... si no me lo dices,
¿qué quieres tú que haga yo por él?
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LAURA.- (Procurando reprimir su
pesar.) Yo le había hablado pocas veces, desde que
llegasteis... ¡temía tanto daros un disgusto!... Nos
contentábamos con mirarnos de lejos; y alguno que otro
día también nos escribíamos... siempre de
nuestras penas... Al cabo me propuso venir de noche al canal
solitario, que da a espaldas de este palacio y hablarme por una
ventana; y el mismo deseo de evitar que se supiese y llegase a
vuestros oídos, me hizo imaginar el recurso más
extraño, como el menos expuesto... Dentro del panteón
le he hablado dos veces con el mayor sigilo; ¡y anoche...
anoche cabalmente era la tercera!...
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MOROSINI.- ¿Por qué te
detienes?... Prosigue...
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LAURA.- Desde antes que él viniese, ya me
anunciaba mi corazón alguna desgracia... Llegó al fin
Rugiero, y procuró animarme: él venía
también triste; pero sólo le dolía el verme
afligida, y se desvivía el infeliz por parecer alegre...
Serían como las dos... sí, esa hora sería...
cuando empezó a levantarse un viento tan recio, que el
panteón parecía estremecerse, y se apagó la
lámpara que yo había colocado sobre un
sepulcro...
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MOROSINI.- Sigue, hija mía...
¿qué tienes que temer, estando junto a mí?
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LAURA.- Rugiero fue a encenderla; y yo iba a su
lado, por no quedarme sola... ¡tenía un terror tan
grande!... Más apenas nos acercamos al sepulcro, cuando se
aparecieron de repente dos bultos altísimos, cubiertos con
un ropaje negro, y sin hablar ni una sola palabra, se abalanzaron
sobre el infeliz... yo quise gritar, pero no pude; a un tiempo me
faltaron el habla y las fuerzas, y caí como muerta en el
suelo...
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MOROSINI.- Descansa un poco, hija... ahora
seguirás.
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LAURA.- Después de algunas horas,
volví al cabo en mí; pero en vez de hallarme en el
panteón, como creía, me encontré en mi lecho,
y Matilde a mi lado.
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MOROSINI.- Mas ¿cómo supo
dónde estabas, cómo te trajo a tu aposento?
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LAURA.- No fue ella quien me trajo, ni sabe
tampoco quién fuese... cuando acudió a mis quejidos,
ya me halló en mi cama.
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MOROSINI.- ¿Y tú no viste ni
oíste?
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LAURA.- A nadie.
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MOROSINI.- ¿Ni has recibido hoy nuevas de
Rugiero?...
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LAURA.- Eso es cabalmente lo que más me
aflige... él sabe el estado en que me dejó; y ni me
ha escrito siquiera para tranquilizarme... ¡Cómo
había de haberme olvidado, si el infeliz viviese!...
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MOROSINI.- No hay que ponerse en lo peor, hija
mía... mil causas pueden haberle impedido el cumplir su
deseo...
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LAURA.- ¡Si le conocieseis como yo!...
él no tiene más anhelo, más afán que su
Laura.
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MOROSINI.- ¿Pero sabes por lo menos si ha
vuelto desde anoche a su casa?
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LAURA.- Hace una hora, aún no
había parecido.
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MOROSINI.- ¿Y has enviado a ver si se
encuentra algún indicio en el panteón, que pueda
darnos luz?
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LAURA.- Apenas me recobré algún
tanto le rogué a Matilde que fuese... La primera idea que me
había ocurrido es que hubiesen asesinado a Rugiero; y
temblaba como la hoja en el árbol, al ver ya de vuelta a
Matilde... pero ni halló rastro de sangre ni el indicio
más leve; hasta las puertas estaban cerradas, sin ninguna
señal de violencia. (MOROSINI se queda pensativo y
LAURA le
observa.) ¿Qué será, padre
mío, qué será?
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MOROSINI.- (Volviendo sobre sí.)
¿Cómo quieres que yo lo sepa?
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LAURA.- Me pareció que se os había
ocurrido algún pensamiento muy triste, y que temíais
decírmelo... ¡No lo temáis; es imposible que
vuestra Laura sea ya más infeliz!
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MOROSINI .- Calma tu imaginación, hija
mía... (Levántanse ambos.) Yo voy
ahora mismo a informarme, a procurar saber de Rugiero... pero es
menester que te tranquilices, y que no lleve yo la pena de dejarte
así... ¡Mira que he sufrido mucho, mucho...
también merezco yo alguna compasión!
(LAURA le besa la
mano y hace ademán de arrodillarse.) Vamos, ya se
acabó, hija mía... ¡Pon tu suerte en manos de
Dios, y ten confianza en tu padre!... No hay que llorar
más... retírate a tu cuarto, que me parece que suena
gente... yo iré luego a buscarte.
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LAURA.- Si no me engaño, es mi
tío...
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MOROSINI.- Pues bien, vete al instante y
déjame con él.
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LAURA.- (Sobresaltada.)
¡Con él!
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MOROSINI.- Sí, hija, déjanos
solos... (LAURA
da unos pasos y se detiene.) ¿Qué
esperas?...
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LAURA.- Ya me voy... ¡Qué semblante
tan adusto que trae!... No sé por qué al verle me ha
dado un vuelco el corazón.
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Escena
III
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JUAN MOROSINI,
PEDRO
MOROSINI
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JUAN MOROSINI.- Quisiera hablar contigo unos
instantes... sobre un asunto que me importa mucho.
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PEDRO MOROSINI.- Di lo que quieras; pero no
tardes: dentro de una hora tengo que estar de vuelta en el
tribunal. ¿Por qué te detienes?...
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JUAN MOROSINI.- ¡Estoy pensando que no
tienes hijos... y que no vas a comprenderme!
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PEDRO MOROSINI.- ¿Y a qué son esos
preámbulos?... Nunca los has usado conmigo.
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JUAN MOROSINI.- Es que nunca me he visto en la
aflicción que hoy... (Enjúgase una
lágrima de los ojos.) ¡No mires, Pedro, no
mires mi flaqueza... acabo de recibir un golpe mortal, y al fin soy
hombre!... (Serénase un poco.) Yo no
tengo más que una hija, único fruto de una
unión desgraciada... tú conociste a su madre y sabes
el extremo con que yo la amé... En mi hija veía el
retrato de mi pobre Constanza; y su inocencia y sus caricias me
consolaban de todas mis penas... Yo la he criado a mi lado, a mi
vista, sin apartarme de ella un solo día, hasta que el
peligro de mi patria me impuso el sacrificio de separarme de
ella... ¡parece que el corazón me daba que aquella
ausencia iba a costarme muchas lágrimas!...
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PEDRO MOROSINI.- ¿De qué sirve
afligirte en esos términos?...
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JUAN MOROSINI.- Volví al fin
después de tantos infortunios, sin más anhelo que
abrazar a mi hija; la hallé aún más bella que
antes, admirada, querida de todos; y cada día fundaba en
ella mayores esperanzas... ¡Todas se han desvanecido hoy:
Dios lo ha querido así!... Mi hija es ya esposa, Pedro: ni
te pregunto si lo sabías, ni menos intento disculparla...
¡quiero sólo que lo oigas de mi propia boca, para que
veas cuál es mi situación! Laura es ya de Rugiero: el
Señor ha bendecido su unión en su santo templo...
¡y sólo la muerte puede ya separarlos!... Mi hija ama
a su esposo con toda su alma; y yo no puedo vivir, si me falta
ella... ¡No te digo más!
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PEDRO MOROSINI.- ¿Pero, qué es lo
que quieres de mí?...
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JUAN MOROSINI.- Rugiero ha desaparecido desde
anoche; y tú sabes de cierto dónde está.
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PEDRO MOROSINI.- ¡Yo!... ¿Soy yo
acaso su guarda?
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JUAN MOROSINI.- No, Pedro... mas no olvides que
eres mi hermano. (PEDRO
MOROSINI baja los ojos y callan ambos por un
momento.) A media noche, en nuestra propia casa, sin
quebrantar las puertas ni causar el ruido más leve, dos
hombres apostados han arrebatado a Rugiero de entre los brazos de
mi hija; y ella se ha visto trasladada, sin saber cómo,
desde el panteón a su propio lecho... Yo sé el
terrible ministerio que ejerces; conozco a Venecia muchos
años ha; y me consta que en ella ni respira nadie sin que
tú lo sepas... ¡Sácame, Pedro, sácame
por Dios de esta duda, para que pueda dar algún consuelo a
mi hija!... (Observándole que calla.)
Bien te lo decía yo, bien te lo decía antes...
¿cómo has de comprender mi dolor, si no tienes
hijos?... ¡Pero recuerda que tuviste uno y que pudiste
hallarte en el mismo caso que yo!... También yo te he visto
llorar... (lo tengo presente cual si fuese hoy) cuando supiste que
tu esposa y su tierno niño habían muerto a manos de
los infieles, sin tener siquiera el consuelo de poder rescatar sus
cadáveres...
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PEDRO MOROSINI.- ¿Y a qué me lo
recuerdas?
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JUAN MOROSINI.- Yo te veía afligido; y no
me apartaba un instante de ti, y hasta dormía al lado de tu
cama... ¡Cuando te veía descansar de tus penas, daba
gracias a Dios, y le pedía que te hiciese feliz, aunque
fuese a costa de mi vida!
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PEDRO MOROSINI.- No lo he olvidado, Juan; ni era
menester que me lo trajeses a la memoria... ¿Te he dado
nunca el menor motivo de queja?
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|
JUAN MOROSINI.- ¡No; pero lo que a ti te
basta, no me basta a mí!... No te enojes, si te hablo con
toda la ingenuidad que debe mediar entre nosotros; ¡hasta mi
mismo dolor me da derecho a ello!... No sé si atribuirlo a
aquella desgracia tan grande, que te dejó como solo en el
mundo... o a tu larga ausencia, durante tu gobierno en
Candía... o tal vez a ese terrible ministerio, que te hace
ver a todas horas correr las lágrimas de los infelices... lo
cierto es que no hallo en ti aquel afecto, aquella ternura, que mi
corazón te está pidiendo... ¡no parece sino que
el tuyo se ha secado! Hoy mismo, hoy mismo acudo a ti, lleno de
amargura, como al mejor amigo que Dios me ha dado; ¡y en vez
de abrirme los brazos y de ofrecerme el más leve consuelo,
has oído mi desgracia cual si fuese la de un
extraño!
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PEDRO MOROSINI.- No, Juan, no me hagas ese
agravio: amo a mi familia, como es justo, y a ti como a un
hermano... ¡mas no por eso olvido lo que debo a mi patria, y
que Dios un día ha de pedirme cuenta!...
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JUAN MOROSINI.- (Con suma
viveza.) ¿Qué me dices?...
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PEDRO MOROSINI.- (Respondiendo con
frialdad.) Yo no te he dicho nada: contesto meramente a
tus quejas. También pudiera a mi vez hacerte a ti
reconvenciones, sobre ese carácter débil y
condescendiente, que quizá ha contribuido a la
perdición de tu hija y a la desgracia que lloras hoy... pero
no es ocasión de aumentar tus pesares, cuando ya no tienen
remedio.
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JUAN MOROSINI.- ¿No queda ninguno?...
(PEDRO MOROSINI
señala con la mano al cielo y hace ademán de
retirarse.) ¡Aguarda... oye siquiera... no te pido
más!
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PEDRO MOROSINI.- (Se detiene y le
alarga la mano.) No exijas por Dios, no exijas de
mí lo que no puedo hacer.
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JUAN MOROSINI.- Dime sólo una cosa...
¿vive Rugiero?...
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PEDRO MOROSINI.- (Después de
vacilar unos instantes.) Vive.
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JUAN MOROSINI.- ¡Gracias a Dios!
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PEDRO MOROSINI.- Pero no lo digas a tu hija.
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JUAN MOROSINI.- ¿Por qué?
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PEDRO MOROSINI.- Porque tendría que
llorarle dos veces.
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(Vase pausadamente: JUAN MOROSINI permanece sobrecogido y
confuso.)
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