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La creatividad léxica de Camilo José Cela

Ignacio Soldevila Durante





En 1969, una editorial en la que, por aquellos años, Cela tenía no poca autoridad, publicó un voluminoso estudio sobre su léxico, en el que su autora, Sara Suárez Solís, analiza y describe las características del vocabulario utilizado por Cela en su obra literaria1. Fundamentalmente, y aunque Cela ha seguido publicando obra tras obra de narrativa y de varia lección desde 1967 (fecha de la última publicación analizada por Suárez), podemos afirmar que, si bien cuantitativamente su léxico se ha ido enriqueciendo, cualitativamente seguirían siendo aplicables al nuevo y más vasto conjunto las descripciones y dictámenes que Suárez hizo hace veinte y tres años.

¿Por qué, entonces, si todo está dicho sobre el tema, volver a él cuando no hay otra cosa que hacer sino listar una addenda y, con posible mala intención, sugerir que las premoniciones de la investigadora respecto de los peligros que acechaban a Cela se han cumplido rigurosamente? Volveremos por dos razones que nos parecen evidentes: la primera, porque no compartimos enteramente las conclusiones que de sus análisis había extraído Suárez; la segunda, porque tenemos la pretensión de creer que se puede ir más allá y más profundamente en el estudio del léxico celiano, hasta obtener explicación acerca de una serie de características que no nos basta con ver descritas para satisfacer nuestra curiosidad intelectual al respecto.

Lo inexplicado se nos aparece, en primer lugar, a nivel epistemológico, a propósito de los fundamentos lingüísticos del acercamiento a la cuestión de la creatividad léxica, fundamentos que venimos planteándonos desde hace años, al estudiarla en algunos de nuestros escritores contemporáneos2. Nuestra predecesora en el estudio de este aspecto del idiolecto celiano no da indicios de haberse planteado el problema y como, por otra parte, su enumeración del aparato bibliográfico utilizado se limita a la lista de las cuarenta y tres publicaciones de Cela sometidas a despojo, no podemos hacer sino intentar recomponer sus fundamentos epistemológicos por deducción. Estos parecen ser simples, ya que el estudio divide el material resultante del despojo de los textos de Cela en dos apartados: los que proceden de acarreo por una parte, y por otra, los que resultan de una actividad neológica del escritor. Consecuentemente, los materiales de acarreo se valoran por el espectro más o menos amplio de sus fuentes, y los neologismos por su cantidad, por su oportunidad y por el ajuste de los mismos al «espíritu» del idioma. Por descontado, los neologismos que Suárez considera son exclusivamente los que implican un nuevo significante. Dejando de lado el hecho evidente de que no sólo hay creación neológica cuando se introducen nuevos significantes, una primera objeción se plantea aquí que puede poner en entredicho la pertinencia de los resultados: ¿en qué se basa la investigadora para dictaminar que determinada palabra, dentro de la corriente idiomática, aparece por primera vez en la obra de Cela? Tenemos que suponer que se fundamenta en la consulta de los diccionarios existentes en la época de su estudio, y en su propia competencia como hispanohablante, o en la de otras personas con quienes ha podido consultar al respecto, Cela tal vez incluido. Esto obliga a considerar resultados obtenidos únicamente a título provisional, porque quienes se han dedicado a la lexicología española, y han estudiado el material lexicográfico disponible para los investigadores, saben qué criterios presiden la confección de esos depósitos del caudal léxico de nuestra lengua. Siguiendo la tradición académica, la recogida de materiales para los diccionarios generales está presidida por criterios selectivos que, salvo casos excepcionales, excluye por razones ideológicas de todo tipo, términos usuales en determinados sectores sociales o en determinadas situaciones de la vida social3. Solo los diccionarios tesaurizantes, cuya pretensión es recoger, sin excepciones, todas las palabras que se han usado o se usan en una lengua, tienden a ofrecernos un caudal léxico que, dentro de los límites naturales de la empresa, parece fiable en su aspiración desideologizada de ofrecer una imagen real del uso. Ahora bien, lamentablemente, nuestro único diccionario del castellano con tales aspiraciones sigue en un lentísimo proceso de producción desde su relanzamiento hace ya más de medio siglo, y no se han publicado más que los fascículos correspondientes a la letra A4. Con tal carencia, sólo puede intentarse una verificación de la supuesta identidad neológica de las palabras que empiezan por dicha letra del alfabeto.

Entre tanto, a los diccionarios generales, el estudioso debe añadir la consulta de los escasos diccionarios especializados que, catalogando ciertos aspectos y zonas del léxico que no se incluyen en aquellos, intentan compensar muy imperfectamente la inexistencia de un tesoro lexicográfico. En la época en que Suárez Solís redactaba su estudio, no existían más que diccionarios de regionalismos peninsulares o hispanoamericanistas y algunos viejos diccionarios de jergas. Desde entonces han aparecido bastantes obras lexicográficas de «voces malsonantes» y de nuevas jergas, y se ha mejorado notablemente el capítulo de los diccionarios del uso americano5.

¿Cuántas de las obras lexicográficas entonces disponibles utilizó Suárez para hacer esa primera selección entre el léxico acarreado y el tal vez creado por Cela? Examinando las palabras que selecciona en la parte dedicada a neologismos (unas ochenta páginas) nos percatamos de que trabajó en condiciones precarias. Muchas de las palabras citadas ahí están documentadas con anterioridad a las fechas en que aparecen en los textos de Cela. Y otras veces, se elude la dificultad subrayando igualmente todas las palabras del mismo tipo, sin distinguir las que se suponen acarreadas de las que procederían de la creatividad autoríal6.

Por otra parte, es evidente que la creatividad léxica de un escritor no se puede valorar únicamente por la parte de neología bruta que en su obra se encuentra, y así lo parece sobreentender Suárez, puesto que las tres cuartas partes de su estudio se dedican a clasificar los materiales léxicos cosechados en la obra de Cela según la procedencia de los mismos, y utilizando una serie de variados criterios procedentes de los estudios estilísticos cuando éstos se detienen en el aspecto léxico. Así aparecen, codo con codo, las palabras seleccionadas con criterios tanto topolécticos como sociolécticos y cronolécticos, en alegre y variopinta mezcolanza, bajo títulos como «familiar», «rústico», «caló», «germanía», «jergas», «técnicas», «zonas del saber científico», «de los oficios» o «los juegos», «extranjerismos». Procede también Suárez a divisiones fundadas en la procedencia documental (fuentes escritas vs. orales), como el capítulo titulado «El aleccionador idioma callejero». ¿Cómo es posible distinguir entre fuentes escritas y habladas, cuando sabemos que, desde siempre, y de manera más o menos intensa y generalizada según las circunstancias, la literatura se nutre del lenguaje no recogido antes por los escritores?

Esta actividad de integración en los textos literarios de la creatividad desarrollada no ya solo fuera de la propia de cada escritor o de la propia de la «escuela» o grupo, sino sobre todo fuera de los circuitos literarios, es decir, la creatividad que no accede directamente a la literatura, tiene como uno de sus resultados la potenciación y la valoración social de dicha creatividad popular. Gracias al prestigio de la institución literaria y de sus miembros, se superan más fácil y rápidamente los obstáculos que se oponen tradicionalmente a su preservación y no, como se pretende a veces ridículamente, a su generalización, ya que (y esto es y será cada vez más cierto) es la creatividad léxica de origen literario la menos generalizada y la que menos probabilidades tiene de serlo, puesto que la ignora la inmensa mayoría de los usuarios del idioma que constituyen el tejido social. De su aislamiento y de su consiguiente infecundidad social, solo la rescata la adopción y la asimilación que de ella hace la comunidad, al generalizarla y anonimizarla. En estas recientes décadas, es la canción uno de los más eficaces socializadores de la creatividad léxica de los poetas, que en ella acceden a la popularidad y a la generalidad.

La preservación, pues, de una parte de la creatividad léxica espontánea de la colectividad, ha sido una de las funciones de los escritores que, superando las barreras y desoyendo las normas elitistas de la institución literaria, le han hecho este servicio. Un servicio del que los escritores como Cela se han beneficiado particularmente, ya que así gozan de las condiciones mismas de libertad imaginativa en que la creatividad léxica se produce fuera de los ámbitos escolares y estrechos del normativismo literario.

Los escritores que han sabido apropiarse de la creatividad popular e inspirarse en ella para generar y potenciar la propia, han logrado, una vez superados los efectos del choque provocado en las mansas y meándricas corrientes de la vida literaria, un triunfo que luego parece incluso fácil, huevicolónico. Y cuando la mímesis es realmente profunda, los lectores llegan a ser incapaces de distinguir entre el auténtico léxico popular y el creado por tales autores a su imagen y semejanza. En los más felices casos, el pueblo adopta las creaciones literarias y las hace y reconoce como suyas7.

Esta cuestión nos lleva a reexaminar uno de esos tópicos creados por la institución literaria para autopedestalizarse, y que suelen resistir muy bien frente a los embates de la razón crítica. No es un tópico tan generalizado y debatido en estos tiempos como, por ejemplo, aquel que pretende que la literatura no tiene ninguna relación de participación (engagement le llaman los franceses) necesaria con la sociedad de su tiempo, como si los textos literarios no fueran producto de una artesanía, abaratados por unas técnicas industriales y distribuidos por unos circuitos comerciales, y como si la institución literaria no fuera una institución social como las demás.

El tópico que ahora nos ocupa es ancilar de aquel otro más general según el cual no pueden confundirse, al análisis, los textos literarios y los no literarios, y consiste en afirmar que la neología de origen literario tiene una tipología característica, y, por supuesto, inconfundible con la neología popular. Ninguno de los supuestos criterios aducidos al respecto resiste a un examen riguroso8. Pero además, nuestro examen de la permeabilidad o función-esponja de ciertos escritores más inteligentes, que acabamos de insinuar, nos lo confirma. Y tal pretensión olvida un detalle tan simple (otra razón para el horror a la Historia que se profesa en los campos de Calíope) como el de que nihil est in litteratura quod primus non fuerit in linguam.

Otro aspecto en torno a la creatividad léxica que no se planteó Sara Suárez es la génesis de la misma. Hay cuestiones básicas sin responder en cuya resolución tal vez se encontrarían explicaciones sobre las características del léxico y aun de la escritura celiana.

En primer lugar, ¿por qué un escritor gallego escoge el castellano como lengua, no solo de comunicación ad hoc, sino como lengua de «información», es decir, como lengua que construye, conforma y transforma su «mundo» (su yo tanto como su circunstancia)? ¿Ha sido el gallego la lengua de la infancia de Cela? Hay que revisar no solo sus invenciones autobiográficas, como La Rosa, resultantes de la actividad fabuladora de su yo consciente, sino toda otra fuente fidedigna. No solo de testimonios ajenos sino, con un poco de suerte y de hilar fino, de los producidos por su propio inconsciente o subconsciente.

Hace muchos años que vengo utilizando una vieja receta tomada de Francisco Ayala (a cuyas expensas también utilicé), según la cual no hay mejor manera de atrapar a una persona en su íntima verdad que cuando está hablando de otra. Con esa intención me permito utilizar algunos elementos de una entrevista realizada por Montserrat Roig hacia 1973. Le pregunta Roig a Cela por qué, a diferencia de lo que ocurre en Cataluña, en Galicia se dan tantos y tan excelentes escritores en lengua castellana. Reproduzcamos la respuesta de Cela y el intercambio de opiniones entre ambos:

(CELA):  «Lo de Cataluña no lo sé. Lo de Galicia sí lo puedo explicar. El gallego es una especie de paracastellano antiguo. Yo le hice observar a Menéndez Pidal cuando empecé a traducir a romance moderno El Cantar del Cid, que los gallegos tenemos todavía expresiones vivas paralelas al castellano de la época, y que han muerto en esta lengua. Quizá los gallegos tengamos un sentido de la lengua del que carecen ustedes, los catalanes. Yo hablo gallego y castellano sin acento alguno. La gallega es una raza nórdica, dentro de lo que se puede hablar de razas, claro, probablemente celta o sueva, o ambas a la vez. El catalán es mediterráneo y la gente del Mediterráneo quizás es más hermética para las lenguas, ¿no?»

(ROIG):  «No sé, no estoy muy segura de eso que dice usted. Los escritores catalanes, pienso en Verdaguer, tienen un gran sentido de la propia lengua».

(CELA):  «Pero estamos hablando de las ajenas».

(ROIG):  «¿Y usted cree que sólo es cuestión de facilidad para el castellano el que en Cataluña no existan grandes escritores catalanes en lengua castellana?»

(CELA):  «No lo sé. Yo sólo apunto lo que podría ser una de las causas».



A partir de aquí, cambian de tema de conversación, aunque la alusión de Roig a otras causas es intencionada y parece haber sido captada por su interlocutor. Roig ha apuntado a la diana certera y maliciosamente, pero no aprieta el gatillo.

Para un lingüista es evidente que Cela estaba mal informado sobre el tema. En primer lugar, definir la lengua gallega como «paracastellano» es algo que se aleja de todas las descripciones autorizadas de nuestros historiadores de la lengua. Las relaciones del antiguo gallego y el leonés están señaladas por Lapesa en su Historia de la lengua, pero es evidente que la presencia de la antigua lengua de Galicia en el castellano es de origen literario (la lírica galaico-portuguesa) y posterior a la redacción del cantar del Cid. No como paracastellano sino como protoportugués podría ser definido el gallego. Para comparar globalmente el comportamiento de gallegos y catalanes frente al castellano, habría que integrar en la comparación a los portugueses y a los valencianos. Así podría establecerse una ecuación entre valencianos y gallegos por una parte, y entre catalanes y portugueses por otra. Galicia y Valencia son regiones que han llegado, tras siglos de diglosia, a asimilar perfectamente la lengua de los dominadores hasta tenerla como lengua de cultura, mientras que la lengua materna queda reducida al ámbito familiar, popular y «folklórico». Los portugueses, que en el siglo XVI estaban en un proceso de transculturación semejante (recuérdese el bilingüismo de Gil Vicente), se alejaron del mismo gracias al nacionalismo anticastellano engendrado por sus guerras de independencia. Sin llegar a los mismos resultados políticos, también la larga historia de conflictos y guerras entre Castilla y la corona de Aragón puede explicar, sobre todo a partir de la Renaixença, el mantenimiento del catalán como lengua de cultura en Cataluña, frente a lo que ocurre en Valencia y Galicia, en donde las clases dominantes llegaron a estar totalmente castellanizadas y el uso exclusivo de la lengua vernácula era considerado como marca de incultura y de extracción social inferior.

Por lo que toca a la supuesta ventaja de los pueblos nórdicos sobre los mediterráneos para el aprendizaje de idiomas ajenos, habrá que atribuirla misericordiosamente a resultado de la improvisación propia de las conversaciones. Cela siempre parece haber manifestado una sana repugnancia a dejarse grabar los frutos espontáneos de su musa, y ejemplos como éste lo explicarían suficientemente. La buena disposición para aprender otros idiomas que el materno no tiene nada que ver ni con la genética ni con las latitudes, como el mismo Cela admitiría, sin duda, tras breve reflexión. En lo que toca a la pronunciación, hay motivos fundados en las características de la propia lengua materna. Así, cuando ésta es fonética y, sobre todo, fonemáticamente rica, se facilita el aprendizaje de otras lenguas, como es el caso para los rusos. Pero, fuera de esa ventaja, lo habitual es que la buena disposición para el aprendizaje dependa de razones socioeconómicas y demográficas. Pueblos pequeños e inmersos en una circunstancia heterolingüe, como los húngaros, desarrollan una necesaria propensión al aprendizaje de las lenguas vecinas. A ello contribuye también el bilingüismo durante la infancia, lo que explica que en Galicia y Valencia se aprenda el castellano con mucha más facilidad y arraigo que en Cataluña. Y, por descontado, los hablantes de países que han sido dominantes en una determinada época de la Historia tienden a rechazar la idea misma de aprender otras lenguas, encontrando natural que los pueblos a ellos sometidos aprendan para dirigirse a ellos la del pueblo conquistador. Ejemplifiquemos con la dificultad que al respecto han tenido o tienen los pueblos anglosajones imperiales de ayer y de hoy. Solo determinadas élites intelectuales de tales pueblos desarrollan un verdadero interés por las culturas y las lenguas de los países dominados o satelizados. Pero eso no es, a fin de cuentas, sino la cara inteligente de la misma voluntad dominante. ¿Qué puede tener que ver la «raza» de los castellanos, por muy nórdica que pueda ser una de sus raíces étnicas, con la tremenda dificultad que aún hoy experimentan para aprender otras lenguas? Los castellanos aún conservan, como los ingleses, la tendencia autocéntrica, a pesar de que la pérdida de su antiguo imperio es casi total. Si subsiste es, en buena parte, gracias a la persistencia de algunos pueblos peninsulares o insulares en proclamarse dominados y con derecho a la autonomía. Con lo que castellanos e ingleses aún pueden comportarse, consciente o subconscientemente, como típicos ciudadanos de países imperiales.

En el caso específico de Cela, hasta tal extremo parece asimilado a la cultura castellana y ajeno a la gallega, que en la obra en que más directamente hasta ahora se ha motivado en el mundo social y cultural de Galicia, parece haberlo hecho a la vez desde fuera y desde una idea preconcebida o prejuiciada, por lo que el mundo descrito le resulta mitificado y a la vez muy semejante a la Venezuela de La Catira9.

Otra cuestión por responder en torno a la creatividad léxica de Cela es el fundamento de su coleccionismo tesaurizante. ¿Es una faceta más de la personalidad literaria que se ha construido sistemáticamente el escritor, o responde a una actitud más profunda? No estoy todavía en condiciones de avanzar una opinión definitiva o simplemente definitoria. Recordaré, en primer lugar, que el coleccionismo de Cela no se limita al léxico de su obra literaria, o de su obra de lexicógrafo, sino que también tiene manifestaciones no lingüísticas. Su pasión por las colecciones, tanto en bibliofilia como en arte y en curiosidades de toda especie ha sido observada por cuantos han visitado su hogar.

Cela mismo parece ser consciente de sus proclividades, por lo menos al nivel de su lexicomanía y de su «ordenancismo». Uno de sus neologismos típicos, cuya invención atribuye a su esposa, y que cita Suárez Solís en su monografía, tiene una intención autocrítica:

«Mi mujer llama erudipausia -armoniosa y significativa palabra que ofrezco a la consideración de los filólogos- al conjunto de circunstancias que en mis carnes y en mi espíritu propician hasta hacerlos posibles estos raptos de ordenación de las sabidurías que, a veces, me dan»10.



Última manifestación de esta actitud es la creación de esa fundación en la que se recogen y ordenan muy metódicamente todos los materiales relacionados con su larga carrera literaria. Cela es, en ese aspecto, un coleccionista erudito. Obsérvese su actitud frente a la propia obra, manifiesta, por ejemplo, en la minuciosa preparación de la edición de sus obras completas, que ha rodeado de un aparato erudito como el de las mejores ediciones críticas, y que es obra suya. En ellas se refleja la seriedad y el método con que se ha ido realizando su obra de creador. Obra basada, como decía un famoso músico francés de la suya propia, en un 1% de inspiración y un 99% de transpiración. El mismo Cela lo dice de modo más abrupto al recordar que un amigo y admirador le había querido halagar afirmándole: «Tú escribes como otros mean». A lo que Cela habría replicado: «Si los que mean son prostéticos, de acuerdo». El amigo confundía la facilidad con la fecundidad que, como en la vida humana ocurre, no va sin dolores de parto. Cela, a diferencia de tantos otros escritores sin oficio ni sentido autocrítico, revisa sus textos tanto en la fase de creación como en las de corrección de pruebas y en las sucesivas reediciones. Basta examinar cualquiera de los manuscritos, como el famoso de La familia de Pascual Duarte, y sus ediciones sucesivas, para comprobar el aserto. Aun en una recentísima entrevista confirmaba Cela que cuando releía esa novela le encontraba ingenuidades, reiteraciones, cacofonías. Aseveraciones éstas dos últimas que confirman el talante poético de la escritura celiana, como lo fue el de su reconocido maestro Valle-Inclán, ya que tal tipo de imperfecciones son generalmente criticadas en la poesía y temidas por los poetas, pero no por la inmensa mayoría de los novelistas que, por las dimensiones de sus textos, no consideran siquiera posible la ingente labor que una revisión de esos niveles de escritura implica. Frente a escritores proclives a la expresión de ideas sociales y políticas (aunque no estén totalmente ausentes en la obra de Cela) como Pérez de Ayala o Sender, no ha manipulado nunca sus textos en el sentido y con la intención con que aquellos lo hicieron habitualmente. En cambio está siempre dispuesto a corregir errores en su descripción «realística» de las cosas y de los lugares11.

Y su respeto por los gramáticos, manifiesto, por ejemplo, en El tacatá oxidado, es apenas caricatural, como, por otra parte, la descripción del modo de trabajar de Robín Lebozán, una de las criaturas de su Mazurca para dos muertos, pudiera muy bien serlo de la suya propia12.

La autocrítica se manifiesta también en su recelo frente a la creación neológica. No pocos personajes de sus apuntes carpetovetónicos son «inventores de palabras». Suárez Solís ya señaló cómo parecen ser «objeto de su hilaridad»13. No obstante, creemos que es ahí la suya una actitud más compleja que la que tiene frente a otros tipos humanos de su abundante y variada galería de grotescos y esperpentos. La ambigüedad de la postura de Cela frente a los inventores de palabras (gusto por la creación de neologismos frente al temor del ridículo en que incurren quienes los hacen con poco o sin ningún fundamento) nos parece manifiesta en la decisión (que suponemos suya) de escoger, entre todos los posibles personajes que tenía a su disposición para participar como actor en la versión cinematográfica de La colmena, a uno que no procede de esa novela, sino de El gallego y su cuadrilla. Matías Martí es, en efecto, Matías el perito, que inventaba palabras, de las que se nos daba allí un breve florilegio. La primera, «aburrimierdo», es además, según nos cuenta Cela en sus memorias, invención infantil propia. La cuarta, «bizcotur», definida en el libro como «Dícese de aquél que, amén de bizco, es atravesado, ruin y turbulento», es precisamente la que da como muestra el personaje del filme interpretado por Cela, que ahí se presenta no como escritor sino como «inventor de palabras», con las que -dice- «contribuyo a enriquecer el solar lingüístico patrio», en términos casi idénticos a los que se le atribuyen en El gallego y su cuadrilla. Algo más varía la definición de «bizcotur», que en el filme (si nuestra transcripción «al vuelo» es correcta) dice así: «El que sobre ser bisojo y mal encarado, mira aviesamente y con mala intención. Puede usarse también como sustantivo».

Lo que parece criticar en esos inventores de palabras no es su creatividad sino su «asilvestramiento», su falta de cultura y de orientación justa para someterse a los moldes y pautas de la creatividad léxica del castellano. La distinción entre creación literaria y popular no está en los modos, sino en las fuentes originales. Cela parece evitar, cada vez más a lo largo de su producción literaria, no tanto la tendencia neologizante que implica sólo una modificación de significado en un término ya usual en la lengua, sino la introducción de un nuevo significante para un nuevo significado. De hecho, muchos de los intentos de aclimatación o de creación de nuevos significantes son resultado en quienes los improvisan, de un desconocimiento de los recursos disponibles en el acervo léxico, en el que podrían haber encontrado la palabra que necesitaban para satisfacer sus necesidades expresivas. Tradicionalmente se tildan esos intentos de barbarismos, y es muy probablemente una de las debilidades más cuidadosamente evitada y más evitable en un escritor como Cela, infatigable lector desde sus años de aprendiz de escritor y dotado bien de una rara capacidad para incorporar a su léxico activo un gran número de términos, bien de una enorme paciencia para consultar los repertorios lexicográficos. En esa tendencia a la consulta se fundamenta para determinados escritores la utilización en sus textos de términos de abolengo en la historia de la lengua pero prácticamente en desuso hasta que se ven desempolvados por su obra y gracia14. Por otra parte, en su creación neológica a nivel de significantes, Cela procede no sólo con parsimonia sino, sobre todo, con pies de plomo. Así resulta que la mayor parte de las palabras no registradas en los repertorios, y que, hasta prueba de lo contrario, podemos suponer creaciones de Cela, son resultado de composición, a partir de términos y sufijos usuales en castellano15.

Su repugnancia frente a la creación de neologismos totales (significado+significante) parece, al menos en parte, fundamentada en un certero dictamen sobre el incierto futuro de los mismos. Tanto más certero y admirable cuanto su opinión va en sentido contrario de la generalmente admitida en la lexicografía moderna. Se distingue en ésta entre neologismos denominativos (la realidad objetivada se presenta antes que su nombre o simultáneamente con él, por préstamo de otra sociedad o por invención de la propia) y neologismos estilísticos (que expresan una visión personal de algo, que puede ser tan simple como una emoción o tan complejo como una concepción de mundo). Ahora bien, y según teorías lexicológicas respetadas y de actualidad, los neologismos denominativos se distinguirían -al nivel de la recepción colectiva de los mismos- por acceder de rondón a la lengua, frente a los estilísticos, muchos de los cuales no pasan del uso único o exclusivo de sus propios creadores16. Una prueba de que tal distinción no está justificada la ha dado el propio Cela en un memorable artículo, en el que, a propósito de la aparición del traje talar postconciliar, se divirtió en recoger y criticar nada menos que 65 neologismos que, por la realidad que objetivan, deben ser clasificados como denominativos17. Es evidente que, en tales casos, como en el muy discutido igualmente del término castellano para traducir container, la comunidad acaba seleccionando una de las propuestas y marginalizando las demás. Nada, pues, substancialmente distinto del proceso de producción de los neologismos estilísticos, que únicamente se distinguen de los otros por su capacidad convivencial en la lengua.

El planteamiento, el estudio y las propuestas de solución de los problemas que sobre la creatividad léxica en general como sobre la propia de Cela plantea el estudio de su obra no puede agotarse en el breve espacio de un artículo. Hemos pretendido aquí suscitar la evidencia de que, a pesar de la imponente masa de trabajo realizada por Suárez Solís, el estudio del léxico de Cela no está, ni mucho menos, completo. Otra pretensión, sin duda la más fácil de lograr, es la de hacer compartir nuestra convicción de que, por su riqueza, variedad y representatividad, el estudio de la creación léxica celiana suscita necesariamente una variadísima cantidad de problemas sobre la creatividad léxica, de los que hemos expuesto algunos.

En el estado actual de nuestros conocimientos y de la pobre información disponible sobre la realidad del riquísimo acervo léxico del castellano, la consideración de las características léxicas de un autor, un grupo, un período, dentro de la historia de la literatura en lengua castellana, no puede aspirar seriamente a resultados y conclusiones que no sean hilvanados y provisionales. El impresionismo, en tales condiciones, es su inevitable regidor. Y de él proceden las intuiciones con que cerramos nuestra colaboración.

Dos imágenes intuitivas nos suscita la creación léxica celiana. La primera es la imagen del río, que empieza en torrente y acaba en un delta en el que el movimiento de las corrientes se va haciendo cada vez menos perceptible entre los amontonamientos del inmenso aluvión acarreado. La segunda es el paralelo con la obra polifacética de Picasso. No somos los primeros en ver la semejanza. José-Luis Giménez Frontín, en uno de los admirables trabajos recogidos en su libro sobre Cela, pone de relieve el cubismo de sus técnicas narrativas18. Cela, como creador de ficciones narrativas, se muestra siempre abierto a todas las innovaciones, buscando la mejor adecuación entre lo que quiere decir y la mejor, la más eficaz manera de decirlo, y a la vez la más satisfactoria para aclarar y decantar en sí mismo las intuiciones que buscan una expresión en la que realizarse. Contemplador más que actor, como todos los que ven mucho más de lo que realizan, va adoptando progresivamente un talante moralista, en su caso cínico y desengañado, muy en la vanguardia de lo que se ha venido describiendo bajo la etiqueta de postmodernidad, y que podría sintetizarse en el aforismo: «Todo vale todo, luego nada vale nada».

Como observador y memorador, su tendencia a la tesaurización y al coleccionismo van frenando (otra vez la imagen del río) su movilidad. Mochila al hombro en los primeros años de la posguerra, acaba en el amontonamiento de los baúles desbordados de recuerdos: su coleccionismo no podía dejar escapar una caza tan varia y substanciosa como la del léxico, siempre igual y siempre diverso, de las que cada pieza tiene la virtud de conservar los gérmenes de su vitalidad más allá de cualquier intento de disecarlas. Con erudición se puede ir aclarando cómo y cuándo y dónde nacen las palabras, pero jamás cuándo mueren: su vitalidad polimórfica les permite a la vez mantenerse en estado letárgico y metamorfosearse en continuas formas derivadas. La creatividad léxica celiana parece, en la medida en que nos es posible evaluarla y compararla, haber alcanzado las más altas cotas en la historia del castellano, que comparte con otros grandes maestros en cuya frecuentación ha logrado ese máximo dominio de los recursos del idioma.





 
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